Por
Adrián Mac Liman (*)
El Corresponsal de Medio Oriente y Africa, 04/05/07
La actual crisis
institucional de Turquía se remonta a los comicios generales de 2002,
en los que se hizo evidente la división entre los defensores del
laicismo y los partidarios del Islam, cuyo partido más representativo
ostenta hoy el poder. Según el autor, el primer ministro Erdogan
proyectaría una asociación de estados turcomanos, como opción a la
postergada adhesión a la Unión Europea. ¿Otra integración o nueva
confesión?
La decisión del jefe
de la diplomacia turca, Abdullah Gul, de retirar su candidatura a la
presidencia del país otomano, abre una nueva etapa en la, hasta
ahora, oculta crisis institucional desencadenada a finales de 2002,
tras la llegada al poder del Partido de la Justicia y el Desarrollo (AKP),
agrupación de corte islamista liderada por el primer ministro Recep
Tayyip Erdogan.
En efecto, los
analistas políticos conocedores del fluctuante panorama turco estiman
que la aplastante victoria del AKP en las elecciones generales de 2002
abrió la vía al primer enfrentamiento serio entre los defensores de
la revolución kemalista, que apuesta por la laicidad y la modernidad,
y los partidarios de la remusulmanización del país, quienes
pretenden reconducir los destinos de los turcos hacia la opción
coránica.
El ministro de
Asuntos Exteriores, Abdallah Gul, pertenece a esta segunda categoría
de ciudadanos, nostálgicos del Islam y del Califato, que Mustafá
Kemal (el primer presidente de la moderna República de Turquía)
trató de borrar de la memoria colectiva de un pueblo con vocación
imperial, de un Estado teocrático cuyas posesiones no se limitaban a
los territorios de la orilla meridional del Mediterráneo, sino que se
extendían, a través de los Balcanes, hasta los confines de los
imperios ruso y austro–húngaro.
En la segunda mitad
del siglo XX, muchos descendientes de los gloriosos otomanos empezaron
a lamentar la desaparición de la grandeza imperial de Turquía. Esta
frustración, sumada a los males que azotaban el país (corrupción,
violencia intercomunitaria, escaso desarrollo económico, paro e
inflación galopante) se convirtieron en el detonante de una corriente
que reclamaba en voz baja la vuelta a los llamados valores
tradicionales.
Curiosamente, el
proceso involucionista coincidió con el acercamiento de Turquía a la
Unión Europea o, mejor dicho, con el inicio de las negociaciones para
la adhesión de Ankara a las instituciones comunitarias. Un proceso
iniciado, dicho sea de paso, en 1963, cuando las autoridades turcas
firman el primer acuerdo de asociación con el entonces Mercado Común
Europeo.
Durante casi cuatro
décadas, los burócratas trataron por todos los medios de frenar,
mediante maniobras dilatorias de toda índole, el ímpetu de los
turcos. Aún así, los sucesivos gobiernos de Ankara llevaron a cabo
las reformas legales exigidas por Bruselas. Pero el verdadero frenazo
a las consultas bilaterales se registró tras el rechazo por parte de
los electorados francés y holandés del proyecto de Constitución
europea, vinculado por los detractores de la Carta Magna a un sí
incondicional a la presencia turca en el club cristiano del Viejo
Continente.
Detalle interesante:
mientras el primer ministro exigía a los Veintisiete una respuesta
clara sobre el provenir de las relaciones, la sofisticada maquinaria
estatal de Ankara intentaba resucitar un viejo y ambicioso proyecto
alternativo: la creación de una Asociación de Estados Turcomanos,
integrada por algunas de las repúblicas ex soviéticas de Asia
Central.
Durante el pasado mes
de abril, Erdogan se reunió en Bakú con los jefes de Estado y de
Gobierno de Azerbaiján y Kazakhstán, tratando de sentar las bases de
una embrionaria comunidad socio–económica a que se sumaría, en su
momento, otro país de la zona: Turkmenistán.
¿Sería éste un
primer paso hacia la creación de una zona musulmana de libre cambio
en Asia Central? ¿O tal vez la respuesta contundente de Ankara a las
cada vez mayores, aunque inconfesadas, reticencias de los europeos?
La reciente elección
del conservador Nicolas Sarkozy, confesado detractor de la
integración de Turquía en la UE, a la presidencia Francia, podría
acelerar la puesta en marcha de este proyecto.
Pero más allá de
nuestras inquietudes eurocéntricas, conviene recordar que para la
población turca la pregunta clave gira, en estos momentos, alrededor
de la supervivencia o la posible desaparición de la herencia
kemalista.
Ambas alternativas
incidirán, qué duda cabe, en las opciones en materia de política
exterior de Europa.