Alex Callinicos
Contra el
postmodernismo - 02
Capítulo 2 -
Modernismo y capitalismo
La lucidez me vino cuando sucumbí finalmente al vértigo de lo
moderno
Louis Aragon
2.1 El vértigo de lo moderno
¿Qué es la modernidad? A menudo se cree que Baudelaire responde de
manera definitiva a esta pregunta cuando escribe: "La modernidad
es lo efímero, transitorio y contingente en la ocasión".1 Por
el contexto de esta observación, el ensayo titulado "El pintor
de la vida moderna", resulta evidente que refleja la preocupación
específica de Baudelaire por caracterizar un arte que descubre lo
eterno en lo transitorio, por oposición al culto abstracto y académico
de la belleza atemporal. No obstante, tal definición parece captar
una experiencia propia de los dos siglos precedentes, sintetizada por
David Frisby como "la novedad del presente".2
En relación con esta
experiencia, y como generadora de ella, habría otro tipo de
modernidad, concebida como una etapa diferenciada del desarrollo histórico
de la sociedad humana. La sociedad moderna representa una ruptura
radical con el carácter estático de las sociedades tradicionales. La
relación del hombre con la naturaleza ya no está gobernada por el
ciclo repetitivo de la producción agrícola. En su lugar, y
particularmente desde el surgimiento de la revolución industrial, las
sociedades modernas se caracterizan por el esfuerzo sistemático de
controlar y transformar su entorno físico. Las permanentes
innovaciones técnicas, transmitidas a través del mercado mundial en
expansión, desatan un rápido proceso de cambio que se extiende por
todo el planeta. Las relaciones sociales atadas a la tradición, las
prácticas culturales y las creencias religiosas se ven arrasadas en
el remolino del cambio. La famosa descripción que ofrece Marx del
capitalismo en el Manifiesto Comunista es la formulación clásica
del proceso incesante y dinámico de desarrollo inherente a la
modernidad:
Una revolución
continua en la producción, una incesante conmoción de todas las
condiciones sociales, una inquietud y un movimiento constantes
distinguen la época burguesa de todas las anteriores. Todas las
relaciones estancadas y enmohecidas, con su cortejo de creencias y de
ideas veneradas durante siglos, quedan rotas; las nuevas se hacen
anticuadas antes de llegar a osificarse. Todo lo sólido se desvanece
en el aire, todo lo sagrado es profanado y los hombres, al fin, se ven
forzados a considerar serenamente sus condiciones de existencia y sus
relaciones recíprocas.3
¿Qué podría ser más
natural que ver el arte moderno como una respuesta estética a la
experiencia de revolución permanente de la modernidad? Consideremos
las afirmaciones que propone Marinetti en favor de este arte en el
primer Manifiesto Futurista (1909):
Cantaremos a las
grandes multitudes comprometidas en el trabajo, el placer o la
sublevación: cantaremos a las olas multicolores y polifónicas de la
revolución en las capitales modernas: cantaremos al estrépito y al
calor de la noche en los astilleros y en los muelles, encendidos de
serpientes humeantes, devoradoras y violentas; a las fábricas que
cuelgan de las nubes, suspendidas por los torcidos hilos de sus
estelas de humo.4
El estilo casi
cinematográfico de Marinetti nos recuerda la celebración que hace
Vertov de las energías desencadenadas por la Revolución de Octubre
en la película El hombre con cámara. Pero incluso aquellos
modernistas que dudan de la promesa de la modernidad pueden ser vistos
como actores que reaccionan ante los cambios sociales experimentados
por ellos mismos. El modernismo, se ha dicho a menudo, es un arte
urbano: el París de Baudelaire y de Rimbaud, el de los cubistas y los
surrealistas, pero también el Londres de Eliot, el Berlín de Brecht,
la Praga de Kafka, la Nueva York de Dos Passos, la Viena de Musil.5 En
un célebre ensayo titulado "La metrópolis y la vida
mental", Georg Simmel argumenta que la ciudad moderna produce un
tipo particular de experiencia que implica "la intensificación
de la estimulación nerviosa que resulta del cambio rápido e
ininterrumpido de los estímulos externos e internos". El flujo
incesante de nuevas impresiones al que están sujetos los habitantes
de las grandes metrópolis los lleva a adoptar una actitud blasée
(hastiada) y disociada -el rechazo a registrar más cambios-, mientras
que el temor al anonimato, a ser reducidos a una cifra, promueve tanto
"la sensibilidad a las diferencias" como la adopción de
"las más tendenciosas peculiaridades, esto es, las
extravagancias específicamente metropolitanas del manierismo, el
capricho y el preciosismo".6 El modernismo como respuesta a la
"ciudad irreal" de la vida moderna es un tema explorado
sobre todo por Walter Benjamin en Passagen-Werk, su gran
estudio inconcluso acerca del París de Baudelaire. La creencia de que
el nuevo mundo urbano e industrializado requiere también un nuevo
tipo de arte, muy diferente del culto romántico a la naturaleza,
nunca fue expresada con tanta claridad como lo hizo el pintor David
Bomberg en el catálogo de una exposición de su obra presentada en
1914: "Apelo a un sentido de la fuerza... Busco una expresión más
intensa... Contemplo la naturaleza mientras vivo en una ciudad de
acero. Si hay decoración, es accidental. Mi propósito es la
construcción de la forma pura".7
La idea de que la
experiencia de la modernidad funciona como término medio entre el
proceso dinámico de desarrollo económico fundamental para la
historia de los dos siglos precedentes -de modernización- y el
modernismo cultural, es elaborada ampliamente por Marshall Berman en
su conocido libro Todo lo sólido se desvanece en el aire.
Hay un modo de
experiencia vital -experiencia espacio-temporal de la propia persona y
de los otros, de las posibilidades y peligros de la vida- que en la
actualidad comparten hombres y mujeres en todas partes del mundo.
Llamaré a esta experiencia "modernidad". Ser moderno es
hallarnos en un ambiente que nos promete aventura, poder, alegría,
desarrollo, transformación de nosotros mismos y del mundo, pero que,
al mismo tiempo, amenaza con destruir todo lo que tenemos, lo que
sabemos, lo que somos. Los ambientes y experiencias modernos
atraviesan todos los límites étnicos y geográficos, los límites de
clase y nacionalidad, de religión y de ideología; en este sentido,
puede decirse que la modernidad une a toda la humanidad. Se trata, sin
embargo, de una unidad paradójica, una unidad de desunión: nos sume
en un remolino de desintegración y renovación perpetuas, de lucha y
de contradicción, de ambigüedad y angustia. Ser modernos es hacer
parte de un universo en el cual, como lo dijera Marx, "todo lo sólido
se desvanece en el aire".8
La tesis de Berman ha
sido sometida a una crítica minuciosa aunque benevolente por parte de
Perry Anderson en un ensayo que discutiremos en la próxima sección.
Y aunque los argumentos de Anderson son convincentes, la afirmación
central de Berman -desarrollada en una serie de análisis de casos
particulares, prolíficos y sutiles, desde Goethe hasta Bely- en
relación con la contradicción peculiar de la experiencia moderna es,
a mi juicio, esencialmente correcta. El dinamismo del mundo social
promete la felicidad y el desastre. Resulta más difícil, sin
embargo, determinar si conceptos tales como los de modernidad y
modernización son apropiados para caracterizar y explicar tal
contradicción.
En primer lugar, estos conceptos tienen antecedentes filosóficos en
el pensamiento de la Ilustración. Según Habermas, "el concepto
profano de época moderna expresa la convicción de que el futuro ha
empezado ya: significa la época que vive orientada hacia el futuro,
que se ha abierto a lo nuevo futuro".9 Esta orientación hacia el
futuro presupone la formulación de aquello que Hans Blumenberg llama
"el concepto de realidad de contexto abierto", desarrollado
de manera especial por los pensadores de la revolución científica
del siglo XVII quienes, por su intermedio, rompieron con la concepción
antigua y medieval de un mundo cerrado y finito. Según Blumenberg, el
"concepto de realidad" de la filosofía moderna, esto es,
post-renacentista, "legitima la calidad de lo nuevo, de lo
sorprendente y desconocido, tanto en la teoría como en la estética".10
Esta valorización de lo nuevo forma parte de una transformación más
amplia. Ya no es posible justificar creencias, instituciones y prácticas
por su vinculación con modelos y principios tradicionales. "La
modernidad ya no puede ni quiere tomar sus criterios de orientación
de modelos de otras épocas; tiene que extraer su normatividad de sí
misma"; afirma Habermas.11
Esta concepción de la
modernidad, orientada al futuro en lugar del pasado y, además,
autolegitimadora, puede verse como el instrumento mediante el cual
algunos intelectuales europeos de los siglos XVII y XVIII buscaron
comprender las creencias teóricas y los procedimientos de la nueva física,
poco conocidos pero extraordinariamente exitosos, así como cambios análogos
en otros ámbitos culturales y en especial la querelle des anciens et
des modernes en las artes. No obstante, dicho concepto se incorpora a
una filosofía de la historia cuando los philosophes comienzan a
argumentar que el tipo de innovación teórica al que Newton había
conferido respetabilidad es el motor del progreso social en general,
una creencia que exige concebir el desenvolvimiento del tiempo como
algo que registra, no la decadencia de un mundo condenado, ni la
eterna repetición cíclica de lo mismo o las operaciones de la
voluntad divina, sino más bien el continuo mejoramiento de la condición
humana gracias al desarrollo y difusión del conocimiento científico.
La noción de Ilustración no se limita a suministrar un nombre a esta
filosofía de la historia: ofrece una explicación y una medida del
progreso humano, mientras su ausencia da razón de los obstáculos al
cambio, interpuestos en especial por el clero, aquel agente social
responsable de preservar a las masas en la noche de la superstición.
La modernidad llegó a
ser concebida como la sociedad en la cual se realiza el proyecto de la
Ilustración, y donde la comprensión científica de los mundos físico
y humano regula la interacción social.12 Saint-Simon, influido por la
teoría de la historia de Condorcet, concibió la sociedad industrial,
cuyo surgimiento anticipó, precisamente en estos términos. Los
grandes teóricos sociales de comienzos del siglo XIX no compartían
el optimismo de Saint-Simon y de Condorcet acerca del futuro, pero
todos veían la sociedad contemporánea como algo moldeado por la
aplicación práctica del tipo de conceptos y procedimientos teóricos
comprendidos en la revolución científica del siglo XVII. Una serie
de instrumentos de análisis -la distinción de Weber entre las formas
de dominación tradicional y la racional-burocrática, la trazada por
Durkheim entre solidaridad mecánica y orgánica, la propuesta por
Tonies entre comunidad y sociedad- fueron utilizados para establecer
un contraste general entre dos formas radicalmente distintas de
organización social, separadas esencialmente por los efectos
disolutorios y dinamizantes de la racionalidad científica moderna y
de sus realizaciones prácticas.
La teoría weberiana de
la racionalización -quizás la obra fundamental de la teoría social
no marxista- ofrece la más importante explicación individual de la
configuración de la modernidad. La modernización implica, en primer
lugar, la diferenciación de prácticas sociales originalmente
unitarias y, en particular, la diferenciación entre la economía
capitalista y el Estado moderno. "Sólo en las sociedades
occidentales", escribe Habermas, la "diferenciación de
estos dos subsistemas complementarios e interrelacionados llegó tan
lejos que la modernización pudo distinguirse de su constelación
inicial y continuar de manera auto-regulada". En segundo lugar,
este proceso diferenciador implica la institucionalización de un tipo
específico de acción, que Weber denomina racionalidad orientada a
fines (Zweckrationalitüt) o racionalidad instrumental, dirigida a
seleccionar los medios más eficaces para la realización de un
objetivo predeterminado. La racionalización de la vida social
consiste para Weber en la creciente regulación de la conducta por
parte de una racionalidad instrumental que sustituye las normas y
valores tradicionales, un proceso acompañado por el uso cada vez más
difundido de los métodos de la ciencia postgalileana para determinar
el curso de acción más eficaz disponible en la prosecución de los
fines. Weber analiza aquello que Habermas llama "racionalización
de las concepciones del mundo" y que consiste, por una parte, en
romper el hechizo del mundo, despojar a la naturaleza de todo propósito
y, por la otra, en diferenciar, a partir de una cultura originalmente
unitaria, ámbitos particulares (ciencia, arte, moralidad), cada uno
gobernado por la misma racionalidad formal. La clave para comprender
el proceso de modernización es "la transformación de la
racionalización cultural en racionalización social", aquel
proceso, por ejemplo, mediante el cual la concepción calvinista de la
vida como vocación contribuye a institucionalizar la acción económica
instrumental.13
Desde luego, Weber no
manifiesta mayor entusiasmo frente al proceso de modernización
descrito, tanto por la naturaleza subjetiva de la Zweckrationalitüt,
incapaz de ofrecer criterios objetivos para seleccionar los fines de
la acción -por oposición a los medios para alcanzar algún fin
previamente determinado-, como porque el resultado de su
institucionalización parece ser el de aprisionar a la humanidad en la
"jaula de hierro" de unas estructuras burocráticas que, si
bien formalmente racionales, tienen poco que ofrecer en lo referente a
la libertad o al sentido. Estas dudas no desempeñan papel alguno en
la versión de la teoría de Weber utilizada por los sociólogos de la
posguerra en el mundo de habla inglesa, como Talcott Parsons. Como señala
Habermas, esta "teoría de la modernización... desgaja a la
modernidad de sus orígenes moderno-europeos para estilizarla y
convertirla en un patrón de procesos de evolución social
neutralizados respecto del espacio y del tiempo".14 Parsons
concibe la modernización como un proceso evolutivo en el cual los
sistemas sociales, gobernados por la "ley de la inercia" que
los orienta hacia la estabilidad, se ven motivados, debido a factores
perturbadores exógenos y endógenos, a iniciar un proceso de
diferenciación estructurales. Dicha diferenciación, y en especial el
surgimiento de una economía de mercado autónoma, posibilita a su vez
la "adaptación ascendente" del sistema social y el aumento
de la capacidad de controlar su entorno por parte de la sociedad,
particularmente a partir de la Revolución Industrial, y a través de
ella. No obstante, este proceso diferenciador exige la transformación
del patrón de valores prevaleciente y es, al mismo tiempo, una
consecuencia de ella; por otra parte, exige la sustitución de
aquellas características de la sociedad tradicional, como el
"patrón particular-adscriptivo", que combinan lealtades
específicas con el desempeño de las funciones sociales en virtud de
mecanismos semejantes a la herencia, y su reemplazo por el "patrón
universal de desempeño" que predomina en la sociedad moderna,
donde los agentes llegan a compromisos valorativos de carácter cada
vez más general y son asignados a sus posiciones sobre la base de su
desempeño. "El desarrollo moderno de la sociedad,"
argumenta Parsons, "se dirige principalmente hacia un patrón
esencialmente nuevo de estratificación", en el cual "la legítima
inequidad" ya no se basa en la adscripción sino en las funciones
desempeñadas por los miembros de la sociedad dentro del sistema
altamente diferenciado exigido por la industrialización.16
Los matices claramente
apologéticos que imparte Parsons a la teoría de la modernización
hicieron vacilar incluso a quienes comparten de manera general la
misma problemática. Habermas, por ejemplo, objeta que Parsons
establece "una relación analítica entre un alto nivel de
complejidad sistémica, por una parte y, por la otra, formas
universales de integración social y un individualismo
institucionalizado de manera no coercitiva", lo cual le impide
abordar las "patologías que surgen en la época moderna".17
Habermas, como lo veremos en el capítulo cuarto, busca remediar estas
fallas al subsumir la teoría de la modernización dentro de la
explicación más amplia de la racionalidad comunicativa.
Independientemente de las críticas que formulo en contra de tal
explicación, creo que hay buenas razones para abandonar la problemática
de la modernización. En primer lugar, establecer el contraste entre
la sociedad moderna y la tradicional sólo conduce a una parodia ahistórica
del alcance, diversidad y complejidad de las formaciones sociales
anteriores a la Revolución Industrial. El profundo sentido histórico
de Weber, que despliega con grandes resultados al discutir las
diferentes formas de dominación en Economy and Society, se ve
debilitado por una epistemología que hace de la estilización y de la
caricatura una virtud, y por su preocupación con el problema de la
racionalización. En segundo lugar, la teoría misma de la
racionalización, en especial cuando se trivializa bajo la forma de
las "variables de patrones" de Parsons, implica una teoría
idealista del cambio social en la cual la modificación de las
creencias subyace a la transformación histórica. El cambio tecnológico
tiende a ser concebido como la materialización de descubrimientos teóricos,
y el conflicto social como la consecuencia de "tensiones"
producidas por algún desequilibrio dentro del sistema prevaleciente
de valores.
Finalmente, la teoría
de la modernización, en la forma funcionalista y evolucionista que le
da Parsons, es implícitamente teleológica, pues trata a la sociedad
existente más "desarrollada", la estadounidense, como la
meta hacia la cual no sólo sus contrapartes en otros lugares del
bloque occidental, sino también las sociedades "menos
desarrolladas" del Tercer Mundo habrán de tender cada vez más.
Como dice John Taylor,
puesto que la teoría
funcionalista del cambio establece -mediante una generalización ex
post facto- una correlación evolutiva entre industrialización y
diferenciación, sólo puede resolver el problema de las posibles
direcciones del cambio en las sociedades del Tercer Mundo refiriéndolas
a un estadio final particular, a saber, el alcanzado por los sistemas
sociales contemporáneos más diferenciados. Sus postulados evolutivos
generan un camino histórico universal hacia la mayor diferenciación,
que debe ser seguido por todos los sistemas sociales si han de
industrializarse... Por consiguiente, el sesgo "eurocéntrico",
evidente en las teorías funcionalistas de la modernización, no es,
como lo han sugerido algunos autores, un simple reflejo de los
intereses ideológicos de los teóricos individuales, sino un efecto
necesario de la teoría dentro de la cual operan.18
El materialismo histórico,
que analiza aquellos fenómenos de los que se ocupan Weber, Parsons y
Habermas a través del concepto de modo de producción capitalista,
principalmente, ofrece, a mi juicio, una perspectiva teórica superior
de la problemática de la modernización. En primer lugar, el concepto
de modo de producción, una combinación específica de fuerzas
productivas (fuerza de trabajo, medios de producción) y de relaciones
de producción (relaciones eficaces de control sobre las fuerzas
productivas), permite una cuidadosa discriminación entre diferentes
formaciones sociales, incluidas aquellas que preceden al capitalismo:
la esclavista, la feudal y los modos tributarios de producción.
Algunos de los mejores escritos históricos del marxismo contemporáneo,
en efecto, se ocupan de las formaciones sociales precapitalistas. En
segundo lugar, la teoría marxista del cambio social es materialista,
pues concede primacía explicativa a las contradicciones estructurales
que surgen entre las fuerzas productivas y las relaciones de producción,
así como a la lucha de clases generada por las relaciones
inequitativas y explotadoras, en el sentido económico del término.
En tercer lugar, el materialismo histórico no es una teoría teleológica
de la evolución social, y no sólo niega que el capitalismo sea el último
estadio del desarrollo histórico, sino que el comunismo, la sociedad
sin clases, que según Marx sería el resultado de la revolución
socialista, no es la consecuencia inevitable de las contradicciones
del capitalismo, pues existe otra alternativa, lo que Marx llamó
"la perdición mutua de las clases en conflicto" y Rosa
Luxemburg "barbarie".19
La superioridad del
materialismo histórico como teoría social no implica que en él no
haya lugar para el vocabulario de la modernidad. Términos tales como
"modernización" pueden servir para caracterizar
descriptivamente los cambios involucrados en el desarrollo del
capitalismo industrial. Más aún, tales cambios implican un modo
radicalmente nuevo de vivir en comparación con las formaciones
sociales precapitalistas: con respecto, por ejemplo, a la relación
activa y transformadora entre el hombre y la naturaleza característica
del capitalismo, al desarrollo de formas de vida urbana
cualitativamente nuevas y al surgimiento de una concepción del tiempo
lineal y homogénea.20 Fernand Braudel argumenta que el concepto de
civilización, de "un orden que reúne miles de posesiones
culturales ciertamente diferentes entre sí y, a primera vista,
incluso ajenas unas a otras, y que se extiende desde los bienes del
espíritu y del intelecto hasta las herramientas y objetos de la vida
cotidiana", es "una categoría de la historia, una
clasificación necesaria".21 Quizás debamos pensar la modernidad
como un tipo de civilización configurada por el desarrollo del modo
de producción capitalista y por el dominio global del mismo.
El materialismo histórico
reclama nuestra atención en cuanto explicación de los cambios que
preocupan a los teóricos de la modernización. Las características
que definen las relaciones de producción capitalistas -la
transformación de la fuerza de trabajo en mercancía y el control de
los medios de producción por parte de capitales en competencia- son
responsables de la tendencia al acelerado desarrollo de las fuerzas
productivas. Los capitales rivales buscan derrotar a sus adversarios
introduciendo innovaciones tecnológicas que aminoren los costos, y la
sujeción de los obreros al mercado de trabajo permite a los
capitalistas desarrollar incentivos sistemáticos diseñados para
aumentar la productividad laboral.22 De allí la importancia que
atribuye Marx en el Manifiesto al dinamismo del capitalismo, a
la realización de "maravillas muy superiores a las pirámides de
Egipto, a los acueductos romanos y a las catedrales góticas":
"La burguesía no puede existir sino a condición de revolucionar
incesantemente los instrumentos de producción y, por consiguiente,
las relaciones de producción, y con ello todas las relaciones
sociales".23
Marx no se limitó,
desde luego, a celebrar los logros productivos del capitalismo, y en
alguna ocasión describió la modernización capitalista de la India
bajo el dominio británico, en su opinión históricamente necesaria,
como el caso de un tipo de progreso "que se asemeja al horrendo
ídolo pagano que sólo bebe el néctar en las calaveras de los
muertos".24 El desarrollo histórico es para Marx un proceso
contradictorio y no lineal. Su más interesante discusión del doble
carácter de la modernización señalado por Berman se encuentra en
los Grundrisse. Allí Marx se convierte en el adalid del
capitalismo en contra de sus críticos románticos, y enfatiza
la gran influencia
civilizadora del capital; su facultad para generar un estado de la
sociedad en comparación con el cual todos los anteriores aparecen
como meros desarrollos locales de la humanidad y como idolatría de la
naturaleza. Por primera vez, la naturaleza se convierte en un puro
objeto para la humanidad, en algo meramente utilizable; deja de ser
reconocida como un poder en sí misma, y el descubrimiento teórico de
sus leyes autónomas aparece como una simple treta para subyugarla a
las necesidades humanas, bien sea como objeto de consumo o como medio
de producción. De acuerdo con esta tendencia, el capital avanza más
allá de las barreras nacionales y de los prejuicios, superando también
el culto a la naturaleza y toda satisfacción tradicional, confinada,
complaciente, incrustada de las necesidades presentes y de la
reproducción de antiguos modos de vida.25
Análogamente,
argumenta que la antigua idea según
la cual el ser humano aparece como la meta de la producción,
independientemente de su carácter limitado, nacional, religioso, político,
resulta muy elevada cuando se compara con el mundo moderno, en el cual
la producción aparece como meta de la humanidad y la riqueza como
meta de la producción. En realidad, cuando la limitada forma burguesa
desaparece, ¿qué es la riqueza si no es la universalidad de las
necesidades, capacidades, placeres, fuerzas productivas individuales,
creada a través del intercambio universal?26
Marx, sin embargo,
reconoce la fuerza de la crítica romántica al capitalismo:
En la economía
burguesa -y en la época de producción a la que corresponde- esta
realización completa del contenido humano aparece como completo vacío,
esta objetivación universal como alienación total, y la destrucción
de todas las metas limitadas y parciales como el sacrificio a un fin
enteramente externo al fin en sí mismo del hombre. Es por ello que el
infantil mundo de la Antigüedad aparece, de una parte, como algo más
elevado. De otra parte, es realmente más elevado respecto de todo
aquello donde se buscan figuras cerradas, formas y límites
preestablecidos. Es la satisfacción desde un punto de vista limitado,
mientras que lo moderno no da satisfacción o bien, allí donde parece
satisfecho de sí mismo, resulta vulgar.
No obstante, sería tan ridículo
anhelar el regreso de la plenitud original como lo es creer que con
este vacío completo la historia se ha detenido. La perspectiva
burguesa nunca ha avanzado más allá de la antítesis entre ella
misma y el punto de vista romántico, y por consiguiente este último
la acompañará como su legítima antítesis hasta el final.27
Una de las ideas más
interesantes desarrolladas por Marx en estos pasajes es que la defensa
liberal del capitalismo y la crítica romántica del mismo son
perspectivas complementarias y correlativas, cada una de ellas parcial
y unilateral; la primera celebra el enorme desarrollo de las fuerzas
productivas que el régimen capitalista ha hecho posible, en tanto que
la segunda denuncia "el vacío completo" de la sociedad
burguesa en nombre de una "plenitud original" perdida y
ciertamente ficticia. Marx consigue trascender ambas perspectivas
porque se centra en la contradicción existente entre la expansión de
las fuerzas productivas humanas, posibilitada por el capitalismo, y la
"limitada forma burguesa" en la que dicha expansión tiene
lugar, apoyada como está sobre la explotación del trabajo asalariado
y sobre un anárquico proceso de acumulación competitiva. Esta
contradicción suscita crisis económicas crónicas que indican la
necesidad de sustituir el capitalismo por una sociedad en la cual la
satisfacción de las necesidades humanas, que el previo desarrollo de
las fuerzas productivas permite, se realice finalmente. Marx puede ver
más allá de los puntos de vista liberal y romántico porque se
orienta hacia el final del capitalismo, hacia el resultado
revolucionario de este proceso contradictorio de desarrollo cuyo clímax
es la "incesante revolución de la producción, la perturbación
ininterrumpida de todas las condiciones sociales, la eterna
incertidumbre de la época burguesa".
2.2 La coyuntura modernista
La superioridad analítica de la teoría marxista anteriormente reseñada
sobre el vocabulario conceptual de la modernización es el fundamento
de las dos principales críticas de Anderson al libro de Marshall
Berman, Todo lo sólido se desvanece en el aire. Anderson
argumenta que "los adjetivos 'constante', 'ininterrumpido' y
'eterno'" empleados por Berman para caracterizar el implacable
dinamismo de la modernidad "denotan un tiempo histórico homogéneo,
en el cual cada momento es perpetuamente diferente de todo otro
momento en virtud de ser el siguiente, pero, por la misma razón, cada
momento es eternamente el mismo como unidad intercambiable de un
proceso que se prolonga ad infinitum. Extractado de la totalidad de la
teoría marxista del desarrollo capitalista, tal énfasis produce sin
dificultad el paradigma de la modernización propiamente dicha".
Por oposición a esto, "la concepción de Marx acerca del tiempo
histórico del modo de producción capitalista como un todo es muy
diferente de la anterior: se trata de una temporalidad diferenciada y
compleja, en la cual los episodios o épocas son discontinuos respecto
de los demás e internamente heterogéneos". Esta crítica
implica que se requiere un contexto histórico más específico para
el modernismo que el de la modernización a secas. De manera similar,
para Anderson la concepción que tiene Berman del modernismo es
excesivamente indiferenciada. "El modernismo, como conjunto específico
de formas estéticas, se ubica por lo general precisamente a partir
del siglo XX y en efecto se interpreta así por oposición al realismo
y a otras formas clásicas de los siglos XIX, XVIII o de siglos
anteriores. Prácticamente todos los textos literarios que son objeto
de los excelentes análisis de Berman -los de Goethe o Baudelaire,
Pushkin o Dostoievski- preceden al modernismo propiamente dicho en el
sentido habitual de la palabra".28
Erradamente, como lo
vimos en la sección 1.2, Anderson se muestra escéptico incluso
acerca de si "el modernismo propiamente dicho" representa un
conjunto coherente de movimientos que compartan una identidad común;
sin embargo, "las corrientes decisivas del modernismo" que
identifica -"simbolismo, expresionismo, cubismo, futurismo o
constructivismo, surrealismo"- sugieren que se centra en la época
de fines del siglo XIX, en lo que coincide, por ejemplo, con la
propuesta de Malcolm Bradbury y James McFarlane de tratar el período
comprendido entre 1890 y 1930 como la época modernista.29 Anderson
procede entonces a ofrecer "una explicación coyuntural de las prácticas
y doctrinas estéticas agrupadas posteriormente como
modernistas":
En mi opinión, la
mejor forma de comprender el "modernismo" es como un campo
de fuerzas culturales "triangulado" por tres coordenadas
decisivas. La primera de ellas es... la codificación de un
academicismo altamente formalizado en las artes visuales y otras,
institucionalizado en regímenes de Estado y sociedades donde
prevalecen y a menudo dominan clases aristocráticas o terratenientes;
sin duda, éstas son desplazadas en cierto sentido, pero en otro
continúan fijando sucesivamente el tono cultural en los países
europeos antes de la Primera Guerra Mundial... La segunda coordenada
sería entonces un complemento lógico de la primera: el incipiente y,
por ende, esencialmente novedoso surgimiento de tecnologías claves o
invenciones propias de la segunda revolución industrial, esto es, el
teléfono, la radio, los automóviles, los aviones, etc., dentro de
estas sociedades ... [La tercera], la proximidad imaginativa de la
revolución social. El grado de esperanza o aprehensión que la
perspectiva de una revolución semejante suscita varía mucho pero, en
la mayor parte de Europa, "está en el ambiente" incluso
durante la Belle Epoque.30
Anderson sostiene que
"la persistencia de los anciens régimes y del academicismo
propio de ellos, suministra un ámbito crítico de valores culturales
en contra de los cuales pueden medirse las formas contestatarias de
arte, pero también en términos de los cuales se pueden articular
parcialmente". Sin embargo, mientras que algunos modernistas -Pound
y Eliot, por ejemplo- utilizan "la tradición" de la alta
cultura europea para distanciarse de un presente que desdeñan,
"la energía y atractivo de la nueva época de las máquinas se
convierten en un poderoso estímulo imaginativo" para otros: los
cubistas, futuristas y constructivistas.
Finalmente, la niebla
de la revolución social que se desplaza sobre el horizonte de esta época
esparce su apocalíptica luz sobre aquellas corrientes del modernismo
más constantes y violentamente radicales en su rechazo al orden
social en su conjunto, de las cuales la más importante es ciertamente
el expresionismo alemán. El modernismo europeo de los primeros años
de este siglo florece entonces en el espacio comprendido entre un
pasado clásico que todavía puede ser utilizado, un presente técnico
aún incierto y un futuro político impredecible. O bien, para ponerlo
en otros términos, surge en la intersección de un orden dominante
semi-aristocrático, una economía capitalista semi-industrializada y
un movimiento obrero semi-emergente o semi-insurgente.31
Aunque encuentro este
análisis bastante persuasivo, formularé primero una seria objeción
al argumento de Anderson. Se refiere a su caracterización de la
sociedad europea de fines del siglo, derivada, como él mismo lo
reconoce, de lo que denomina "la obra reciente y fundamental de
Arno Mayer, The Persistence of the Old Régime".32 La
interpretación ofrecida por Mayer de Europa en vísperas de la Gran
Guerra se centra en la afirmación según la cual hasta 1914, Europa fue
primordialmente preindustrial y preburguesa, pues la sociedad civil se
arraigaba profundamente en economías agrícolas intensivas,
manufacturas de consumo y un comercio insignificante. Ciertamente, el
capitalismo industrial y sus formaciones de clase, en especial la
burguesía y el proletariado de las fábricas, hicieron grandes
progresos, particularmente después de 1890. Pero no estaban en
condiciones de atacar o suplantar las obstinadas estructuras del orden
preexistente.33
La agricultura siguió
siendo el sector principal de la economía europea, apuntalando la
dominación política de la aristocracia y, en general, de las clases
terratenientes en todo el continente, situación que se refleja en el
carácter monárquico de los principales Estados europeos de la época,
con la excepción de Francia. La burguesía, políticamente
subordinada, se adaptó a los anciens régimes, y en lugar de buscar
el derrocamiento de las antiguas monarquías, los magnates
industriales y financieros emergentes adoptaron el color de su entorno
y se dedicaron a imitar el estilo de vida de sus aristocráticos
superiores y a adquirir sus propiedades. No debe sorprendernos,
entonces, que el sistema educativo, con su énfasis sobre los clásicos
griegos y latinos, transmitiera todavía los valores de los nobles
terratenientes de Europa y que "en su forma, contenido y estilo,
los artefactos de la alta cultura permanecieran anclados y envueltos
en las convenciones que prolongaban y celebraban tradiciones que servían
de apoyo al antiguo orden"34.
El análisis de Mayer
ofrece una útil perspectiva de la dinámica de la crisis que culmina
en la Primera Guerra Mundial, el acontecimiento con el cual se inicia
"la Guerra de los Treinta Años de la crisis general del siglo
XX". El motor de esta crisis fue la posición cada vez más
reaccionaria de las clases dirigentes europeas a partir de 1890,
manifiesta no sólo en la amplia polarización de la política oficial
y en el surgimiento de partidos políticos ultraconservadores, sino en
la popularidad de Nietzsche y del darwinismo social. Hacia 1900, las
"élites gobernantes" se habían convertido en "la más
formidable classe dangereuse de Europa". Por consiguiente,
"si surgió una crisis en Europa a comienzos del siglo, no estuvo
alimentada por fuerzas populares sublevadas contra el orden
establecido, sino por los ultraconservadores empeñados en
impulsarla". La "división del sistema internacional en dos
rígidos bloques... fue más bien efecto que causa" de esta ola
reaccionaria. "La Gran Guerra, por lo tanto, constituyó la
expresión de la decadencia y derrota del antiguo orden que luchaba
por prolongar su vida más que del surgimiento explosivo de un
capitalismo industrial decidido a imponer su primacía". El
colapso de las monarquías centroeuropeas no contribuyó tampoco a
arreglar las cosas, y "fue preciso que hubiera dos guerras
mundiales y un Holocausto... para desalojar definitivamente la
insolencia aristocrática de las sociedades civiles y políticas de
Europa".35
Este análisis de la
Europa de fines del siglo XIX puede objetarse por distintas razones.
En primer lugar, la tesis de la persistente dominación aristocrática
es altamente debatible. Anderson mismo es el autor de una interpretación
de la historia inglesa centrada en el carácter presuntamente
indolente de la burguesía industrial frente a la aristocracia
terrateniente, cuya hegemonía se prolonga hasta bien entrado el siglo
XX bajo la forma de la City londinense, y el argumento de Mayer puede
considerarse, en efecto, como una generalización de esta tesis a toda
Europa; no obstante, las ideas de Anderson han sido objeto de una crítica
detallada y, en mi opinión, devastadora,36 y una versión del mismo
enfoque, que concibe la sociedad alemana anterior a 1945 como
peculiarmente "premoderna", ha sido cuestionada en forma
irrefutable por David Blackbourn y Geoff Eley, quienes arguyen que
después de 1871 el Estado alemán, cuya oficialidad estaba
constituida primordialmente por los terratenientes agrarios conocidos
con el nombre de Junkers, operaba en favor de los intereses del
capital industrial.37
Eric Hobsbawm
argumenta, de manera más general, que no debemos considerar el siglo
XIX como el siglo de la persistencia del ancien régime, sino como el
siglo del "triunfo y transformación del capitalismo en las
formas específicamente históricas de la sociedad burguesa en su
versión liberal". Mientras la mayor parte de la burguesía, que
disfrutaba de la prosperidad característica al menos de la vida
urbana de la segunda mitad del siglo, desarrollaba el "estilo de
vida menos formal, más auténticamente privado y privatizado" típico
de ella, el gran capital "no tuvo dificultades en organizarse
como una élite, pues podía utilizar métodos similares a los
empleados por la aristocracia e incluso, como sucedió en Gran Bretaña,
utilizar los propios mecanismos de la aristocracia". La adopción
por parte de la gran burguesía del estilo de vida aristocrático
"no fue tan sólo una abdicación de los burgueses ante los
antiguos valores aristocráticos". El uso radicalmente novedoso
de la "socialización a través de escuelas elitistas (u
otras)... asimiló los valores aristocráticos a un sistema moral diseñado
para una sociedad burguesa y sus servidores públicos".38 El
propio Mayer señala que durante el transcurso del siglo XIX en
Europa, la educación secundaria se caracterizó por un mayor énfasis
sobre los clásicos, tendencia que podría representarse con
plausibilidad como un intento por integrar, para usar los términos de
Matthew Arnold, a los "filisteos" burgueses con los "bárbaros"
aristócratas en una clase dirigente común, más bien que para
subordinar uno de estos grupos al otro.39
Una de las razones para
detenernos en el problema de si la Europa de fines del siglo XIX era
un orden aristocrático o una sociedad burguesa es que la respuesta a
esta pregunta determinará la evaluación que se haga de la
"Guerra de los Treinta Años", de 1914 a 1945. Para Mayer,
los tormentos de Europa durante estos años, transmitidos al resto del
mundo gracias al imperialismo, fueron una consecuencia del conflicto
entre los anciens régimes y el capitalismo industrial emergente, un
conflicto donde los primeros desempeñaron el papel activo. Podríamos
considerar entonces las dos guerras mundiales y las convulsiones
sociales que las rodearon (en Rusia en 1905 y 1917; en Alemania en
1918, 1933 y 1945; en China en 1925-27 y 1949, etc.), según sus
consecuencias objetivas y no según las intenciones de sus
protagonistas, como un proceso de modernización que arrasó con los
obstáculos "feudales y aristocráticos" al desarrollo
capitalista. La época burguesa propiamente dicha, de acuerdo con esta
explicación, sólo habría comenzado en Europa después de 1945.
Las connotaciones
apologéticas de este análisis deberían ser razonablemente claras:
el capitalismo es eximido de toda responsabilidad respecto de los
horrores de la primera mitad del siglo, responsabilidad que se
atribuye a las fuerzas reaccionarias europeas comprometidas con la
defensa de un pasado aristocrático. Tal versión purificada del
capitalismo es susceptible de conceptualizarse, en términos
esencialmente neoliberales, como una economía de mercado donde
prevalece la competencia perfecta y donde la rivalidad militar entre
los Estados -rasgo permanente del escenario global antes y después de
1945- tiende, correlativamente, a ser tratada con independencia del
modo de producción capitalista. La idea de una modernización tardía
de Europa, posterior a 1945, se relaciona con la pregunta, formulada
en el capítulo quinto, acerca de si el mundo ha entrado en una nueva
fase de desarrollo socioeconómico. Por ahora señalemos únicamente
que, por el contrario, la tradición marxista clásica de Lenin,
Luxemburg, Hilferding y Bujarin, continuada, al menos a este respecto,
por Hobsbawm, sitúa los orígenes de la "Guerra de los Treinta Años"
en las contradicciones cada vez más agudas del capitalismo de fines
del siglo XIX y, en particular, en la creciente concentración del
poder económico, en países como Alemania y Estados Unidos, en manos
de grandes corporaciones; en la tendencia concomitante, no sólo del
capital industrial y bancario, sino del capital estatal y privado, a
fusionarse en un único complejo de intereses nacionales, y en la
consiguiente transformación de la competencia entre empresas en
rivalidad militar entre grandes potencias.40
Explicar la irrupción
de los conflictos militares y sociales después de 1900 en términos
de contradicciones internas del modo de producción capitalista no
implica, desde luego, que los sobrevivientes del orden agrario que
analiza Mayer en su libro puedan ser ignorados. No obstante, deben ser
considerados dentro del contexto de la reestructuración progresiva de
las formaciones sociales europeas que se inicia con el predominio del
capital. Más aún, aquello que Norman Stone, generalizando a partir
del famoso estudio realizado por George Dangerfield sobre Inglaterra
bajo los gobiernos de Campbell-Bannerman y Asquith en 1906-1914,
sugiere que pensemos cómo "la extraña muerte de la Europa
liberal" antes de 1914, puede ser mejor comprendido como
consecuencia del choque que produjo el desarrollo del capitalismo
industrial en el último tercio del siglo XIX.41. La naturaleza
desigual e incompleta de este desarrollo contribuyó al impacto
desorientador y desestabilizador de la industrialización. A este
respecto, la perspectiva más iluminadora es la suministrada por el
concepto de Trotsky acerca del desarrollo desigual y combinado, cuyos
orígenes se remontan a sus intentos posteriores a 1905 por
caracterizar la crisis de la sociedad zarista: la combinación de un
orden rural predominantemente feudal con enclaves de capitalismo
industrial, basado en maquinaria avanzada importada de Occidente, hacían
de Rusia un país especialmente vulnerable a convulsiones sociales
susceptibles de atacar a la burguesía y a la autocracia por igual.42
Mayer, al estudiar la
supervivencia de los anciens régimes, ignora su relación
contradictoria con las transformaciones capitalistas en proceso, que
tuvieron como efecto radicalizar el conflicto social al vincular -no sólo
en Rusia, sino también en Alemania y en Italia, por ejemplo- la
exigencia de abolir los privilegios de la aristocracia (la reforma
agraria, el sufragio universal) que, en términos marxistas, habrían
de "completar la revolución burguesa", con las luchas
anticapitalistas de la clase obrera industrial. Mayer desconoce la
escalada del conflicto social en Europa inmediatamente antes de 1914
-desde Rusia, después de la masacre de las minas de oro de Lena, en
1912, hasta Inglaterra durante el gran "desasiego laboral"
de 1910-14-, y la desconoce a pesar de que la reacción
ultraconservadora se configuró contra el trasfondo de las sucesivas
olas de intensa lucha de clases, que son precisamente las que hacen
inteligibles exclamaciones tales como la del líder pangermánico
Heinrich Class: "Anhelo la guerra sagrada y redentora".43 El
"gran pánico" de las clases dominantes europeas a comienzos
del siglo, que Mayer analiza como una variable independiente, se
entiende mejor si se concibe como una respuesta a los efectos
desestabilizadores del desarrollo capitalista.
El énfasis, en contra
de Mayer, sobre la unidad contradictoria de los anciens régimes y el
orden capitalista industrial, en lugar de refutarla, confirma la
validez de los análisis que hace Anderson sobre el contexto histórico
del modernismo. En efecto, a la luz de la crítica formulada, resulta
más fácil aclarar la posición anómala de Inglaterra: como lo
observa Anderson, "punto de avanzada para Eliot o Pound, distante
para Joyce, Inglaterra no produjo prácticamente ningún movimiento de
tipo modernista en las primeras décadas del siglo XX, a diferencia de
Alemania o Italia, Francia o Rusia, Holanda o Estados Unidos".44
Cuando vemos -como Anderson, en sus escritos históricos, sólo de
manera reticente e inconsistente lo reconoce- que los terratenientes
ingleses eran, en palabras de Edward Thompson, "una clase
capitalista en extremo exitosa y confiada en sí misma" incluso
antes de la Revolución Industrial, podemos comprender aquel aspecto
de la sociedad inglesa que hacía de ella una excepción comparada con
el continente europeo. Inglaterra, una sociedad completamente
aburguesada aun antes de su industrialización más o menos gradual
pero masiva, no ofrecía a finales del siglo XIX el radical contraste
entre lo antiguo y lo nuevo ocasionado por el surgimiento
comparativamente súbito del capitalismo industrial en los países
donde prevalecía un auténtico ancien régime: Prusia, Rusia y
Austria-Hungría. La contribución decisiva al modernismo de habla
inglesa hecha por los emigrantes norteamericanos no es más difícil
de explicar desde esta perspectiva que el papel relativamente menor de
los ciudadanos británicos: Eliot, Pound y Lewis se caracterizaron por
una aguda consciencia del contraste existente entre la alta cultura
europea y las prodigiosas transformaciones sociales producidas por la
industrialización capitalista, transformaciones que, desde luego,
fueron llevadas a sus mayores extremos en la patria de Henry Ford.
A pesar de estas
observaciones, la forma como Anderson esboza la coyuntura dentro de la
cual se configura el modernismo es esencialmente correcta, y para
ilustrarla basta considerar uno de los casos más importantes: Viena,
la ciudad donde, en más de un sentido, es posible decir que se inventó
el siglo XX.
La magnitud misma de
las innovaciones culturales aparecidas en Viena en el período
decisivo del modernismo, comprendido entre 1890 y 1930, es asombrosa:
en pintura Klimt, Kokoschka y Schiele; en arquitectura y diseño
Wagner Olbrich, Loos y Hoffman; en literatura Schnitzler, Hofmannsthal,
Kraus, Musil, Broch, Trakl y Werfel; en filosofía y física Mach,
Boltzmann, Mauthner, Wittgenstein, Schlick, Neurath y Popper; en
economía política Menger, Bóhm-Bawerk, Hilferding y Schumpeter; en
música Schónberg, Webern y Berg; en cine Stroheim, Sternberg, Lang y
Preminger. Y, desde luego, inmersa en toda nuestra visión de Viena a
fines del siglo, la gigantesca figura de Freud. Esta extraordinaria
cultura constituye ciertamente un caso de prueba para cualquier
descripción general del modernismo.45
Tal descripción, sin
embargo, no debe inducirnos a tratar el modernismo vienés como algo
excepcional, como algo fundamentalmente diferente de sus contrapartes
en otros lugares de Europa, quizás incluso como una anticipación del
postmodernismo. Claudio Magris, por ejemplo, sostiene que "la
civilización austriaca aspira a la vez a una totalidad barroca que
trasciende la historia y a una dispersión postmoderna. Los héroes
austriacos son epígonos y precursores, pre y postmodernos a la vez.
Ciertamente están desprovistos de la enérgica y progresista síntesis
del héroe moderno, pero es precisamente esto lo que hace de ellos
figuras de carencia y ausencia, rostros de nuestro destino".46
Jean Clair desarrolla aún más este argumento al distinguir el
modernismo de la llamada Secesión de Viena47 de los movimientos
vanguardistas de otros lugares de Europa: dadaísmo, surrealismo,
constructivismo:
"Si la
vanguardia... surge de una aspiración hacia el futuro, la modernidad
de la Secesión surge de la nostalgia del pasado. La primera proyecta
un fundamento, la segunda cuestiona una tradición. La primera no
participa del mito de la revolución y la innovatio, sino del mito de
la regeneración y la renovatio". Que este contraste expresa un
ánimo que recuerda más al París de los nouveaux philosophes que a
la Viena de Freud y de Schónberg resulta evidente cuando dice Clair
que "aquellas ilustraciones en las cuales vemos a Trotsky
(exiliado en Viena antes de la Primera Guerra Mundial) conversando con
las grandes figuras del lugar", representan para él "el
horror del mundo moderno que presencia cómo los verdugos fraternizan
con sus víctimas".48
En la próxima sección
nos ocuparemos de la naturaleza de los movimientos de vanguardia; no
obstante, sin negar la especificidad del modernismo vienés, nada de
lo que dicen Magris y Clair acerca de su actitud escéptica hacia la
modernidad, su orientación hacia el pasado y su énfasis sobre la
ausencia y la carencia lo distingue de Eliot o Proust, por ejemplo.
Tampoco basta con considerar a la Viena de finales del siglo como el
lugar de una rebelión en contra del culto a la razón propio de la
Ilustración. Sin duda, en ningún otro lugar fue expresado con mayor
vehemencia, durante las décadas de 1890 a 1930, el problema inherente
al tipo de progreso propuesto por los philosophes. Pero había también
otras tendencias en juego. Podría decirse, por ejemplo, que el Círculo
de Viena no sólo estaba comprometido con un ejercicio técnico filosófico
-la formulación de las doctrinas epistemológicas y semánticas del
positivismo lógico-, sino con la defensa de la Ilustración en contra
de las diversas formas del irracionalismo, rasgo conspicuo de la Viena
de la posguerra que halló expresión en el fascismo clerical de
Dollfuss, así como en el nazismo.
Ernest Nagel describe,
en 1936, una conferencia dictada por Schlick "en una ciudad que
zozobraba económicamente, en un momento en el cual la reacción
social imperaba" como "un explosivo intelectual en potencia.
Me preguntaba durante cuánto tiempo serían toleradas tales doctrinas
en Viena".49 No fue durante mucho tiempo, como lo demuestra el
asesinato de Schlick; no obstante, el compromiso del Círculo de Viena
en defensa de la razón continuó con Popper, a pesar de las críticas
que dirige al positivismo lógico, e incluso Freud, el pensador que
hizo más que cualquier otro por abolir el sujeto autolegitimador del
racionalismo cartesiano, buscó siempre una comprensión científica
de los procesos inconscientes que había develado. Finalmente, creer
que Viena era inmune a los temores y esperanzas que abrigaba un futuro
político impredecible sería, desde luego, absurdo. La alcaldía de
Karl Lueger antes de 1914 suministró a Hitler un modelo de política
antisemita masiva y Viena fue durante muchos años uno de los
principales centros de la socialdemocracia europea, entre cuyos más
importantes ornamentos intelectuales se contaban los austro-marxistas
Rudolph Hilferding, Otto Bauer, Max Adler y Karl Renner, entre otros.
Bauer, en especial, fue puesto a prueba por una serie de sublevaciones
durante la posguerra: la revolución alemana de 1918, la masacre
ejecutada por la policía el 15 de julio de 1927 y la abolición del
movimiento obrero austriaco decretada por Dollfuss en febrero de 1934,
cuando Europa presenció en los barrios pobres de Viena la primera
resistencia armada masiva al fascismo.50
Lejos de ser una
excepción, a comienzos del siglo XX Viena acusó, en forma
intensificada, la constelación de elementos que contribuyeron al
surgimiento del modernismo. Fue la capital de la Kakania de Musil y de
la doble y barroca monarquía, kaiserfch und kóniglich, de Francisco
José, el más absurdo de todos los ancien régimes; sin embargo, fue
también, a diferencia de Londres y París, pero semejante en este
aspecto a Berlín y San Petersburgo, un gran centro manufacturero; de
una población de dos millones de habitantes, 375.000 eran obreros
industriales.51 Las tensiones sociales fueron exacerbadas por el carácter
políglota de sus pobladores, provenientes de todos los pueblos
sometidos al imperio: alemanes, checos, polacos, judíos, magiares,
croatas, serbios, eslovenos, rumanos, italianos. Hacia la década de
1890, los movimientos de masas provocados por estas tensiones -la
democracia cristiana, el pangermanismo, el nacionalismo eslavo, la
socialdemocracia- amenazaban con derrocar el régimen constitucional
liberal establecido por Prusia después de la derrota de Austria en la
guerra de 1866.
Carl Schorske, en su
brillante estudio acerca de la Viena de fines del siglo, sugiere que
deberíamos considerar la increíble florescencia cultural de la
ciudad dentro del contexto de la crisis de la burguesía liberal, que
era el apoyo principal del régimen. "Dos hechos sociales básicos
diferencian a la burguesía austriaca de la francesa y la inglesa:
aquella no logró destruir la aristocracia ni fusionarse plenamente
con ésta y, a causa de su debilidad, siguió siendo dependiente y
profundamente leal al emperador como padre protector distante pero
necesario".52 La posición de intruso propia de la burguesía
vienesa se veía reforzada por la alta proporción de judíos dentro
de sus filas: el ochenta por ciento de los banqueros eran judíos,
como también lo era el más importante de los propietarios de las
acerías del Imperio, Karl Wittgenstein, padre del filósofo.53 La
fusión cultural entre aristocracia y burguesía se vio complicada por
el hecho de que el arte de los Habsburgos era el de la contra-reforma
católica, "una cultura de artes aplicadas y escénicas... La
burguesía austriaca, arraigada en la cultura liberal de la razón y
la ley, se vio así confrontada a una cultura aristocrática más
antigua, de signo sensual y de gracia". No obstante, el intento
de asimilación realizado por la burguesía liberal alcanzó su apogeo
a comienzos del siglo, momento en el cual se retira de la política
ante el surgimiento del antisemitismo, del movimiento obrero y del
nacionalismo eslavo. "La vida del arte llegó a ser el sustituto
de la vida de la acción. En efecto, como la acción cívica demostró
ser cada vez más inútil, el arte se convirtió casi en una religión,
en fuente de significado y alimento del alma". La tradición
barroca, sin embargo, se fusionó con un énfasis específicamente
liberal e individualista sobre "el cultivo de la
personalidad". Así, en la década de 1890,
en su intento de
asimilación de una cultura aristocrática de finura -de larga data-,
el burgués culto se había apropiado de la sensibilidad estética y
sensual, pero en forma secularizada, distorsionada y altamente
individualizada. La consecuencia fue el narcisismo y una hipertrofia
de la vida de los sentimientos. La amenaza de los movimientos políticos
de masas prestó nueva intensidad a esta tendencia ya presente,
debilitando la tradicional confianza liberal en su propio legado de
racionalidad, normas morales y progreso. El arte pasó de ser un
ornamento a convertirse en esencia, de una expresión de valores en
una fuente de valores.54
Nos ocuparemos de uno
de los principales ejemplos que ofrece Schorske en apoyo de su tesis
-el arte de Klimt- en la próxima sección. Resulta evidente, sin
embargo, que la interpretación de Schorske es compatible con el
argumento general de Anderson según el cual el modernismo emerge
"en el espacio comprendido entre un pasado clásico utilizable
todavía, un presente técnico todavía incierto y un futuro político
impredecible". Por otra parte, la discusión de Schorske en torno
de la Viena de fines del siglo es de especial interés por cuanto
enfatiza la manera como fueron sublimadas las frustraciones políticas
del liberalismo austriaco, y no sólo en el arte de la Secesión, por
ejemplo, sino también en el psicoanálisis freudianos. Esto suscita
una pregunta más amplia acerca de la política del modernismo, asunto
que trataremos a continuación.
2.3 Apogeo y decadencia de las vanguardias
En un breve pero extraordinario ensayo reciente, Franco Moretti
comenta la tendencia del marxismo contemporáneo a convertirse en
"poco más que una apología izquierdista del modernismo", y
a tratar los recursos de este último como si fuesen implícitamente
subversivos del orden social existente. Moretti argumenta que el énfasis
típico del modernismo sobre la ambigüedad expresa "una actitud
estética-irónica cuya mejor definición se encuentra todavía en una
vieja fórmula -'la suspensión voluntaria de la incredulidad'- que
muestra cuánto debe la imaginación moderna, donde nada es increíble,
a la ironía romántica".56 Para caracterizar adecuadamente el
romanticismo, Moretti acude a una de las más extraordinarias figuras
de la derecha europea, el brillante pero siniestro Carl Schmitt, quien
afirma que "el romanticismo es un ocasionalismo subjetivizado",
y que "...el sujeto romántico trata el mundo como ocasión y
oportunidad para su productividad romántica". Toda concepción
del mundo en sí mismo y de las transacciones subjetivas con este
mundo, gobernado por relaciones causales objetivas, se pierde.
"El romántico se aparta de la realidad... Mediante el uso de la
ironía evita las exigencias de la objetividad y se guarda de
comprometerse con nada. La reserva de todas las posibilidades
infinitas reside en la ironía". Por consiguiente, "todo
-sociedad e historia, cosmos y humanidad- está dirigido únicamente a
la productividad del yo romántico... todo acontecimiento se
transforma en una ambigüedad onírica y fantástica y todo objeto
puede convertirse en cualquier cosa".57
Schmitt argumenta que
una estetización semejante de la relación entre individuo y realidad
sólo es posible "en un mundo burgués", donde "cada
individuo es su propio sacerdote" pero también "su propio
poeta, su propio filósofo, su propio rey y el constructor de la
catedral de su propia personalidad".58 Moretti lleva su explicación
un paso más allá. El modernismo es un "componente crucial de
aquella gran transformación simbólica que ha tenido lugar en las
modernas sociedades occidentales, donde el sentido de la vida ya no se
busca en el ámbito de la vida pública, la política y el trabajo;
por el contrario, ha emigrado hacia el mundo del consumo y de la vida
privada". Las "interminables ensoñaciones" del
modernismo "deben su existencia misma a la ciega e insidiosa
indiferencia de nuestra vida pública". La "increíble
amplitud de las opciones políticas del modernismo sólo es explicable
por su fundamental indiferencia política".59
Podría objetarse que
esta concepción del modernismo ignora la presencia, poco reconocida y
con frecuencia oculta, de la política en los textos modernistas:
Colin MacCabe ha mostrado, por ejemplo, la importancia de la revolución
irlandesa para la comprensión de los escritos de Joyceó. Sin
embargo, creo que con ello se elude el problema. Frederic Jameson
afirma "la prioridad de la interpretación política de los
textos literarios" para integrarlos "en la unidad de un único
relato colectivo": la historia de la lucha de clases. "Es
detectando las huellas de esta narrativa ininterrumpida, y restaurando
a la superficie del texto la realidad reprimida y sepultada de este
texto fundamental, como la doctrina del inconsciente político
encuentra su función y su necesidad".61 Pero lo político, según
Jameson, es precisamente inconsciente y requiere una práctica de
interpretación que pueda revelarlo, una opinión bastante consistente
con la tesis de Moretti, quien afirma que la relación primordialmente
estética del modernismo con el mundo quizás sea una expresión
distorsionada de "la realidad reprimida y sepultada" de la
lucha de clases.
Que el modernismo
tiende a involucrar precisamente el tipo de abandono estético de la
realidad descrito por Schmitt y Moretti puede ser ilustrado de múltiples
maneras. Por ejemplo, una de las más grandes obras de Klimt es el
"Friso de Beethoven", pintado para la exposición de 1902 en
el edificio de la Secesión de Viena en honor a la estatua del
compositor realizada por Max Klinger. Schorske contrasta el friso con
la melancólica visión política que aparece en
"Jurisprudencia", una obra anterior de Klimt que ofrece
"el temible espectáculo de la ley como inmisericorde castigo que
consume a sus víctimas". Klimt tomó luego como tema la novena
sinfonía de Beethoven, pero transformó su prometeísmo
revolucionario, así como el de la "Oda a la alegría" de
Schiller, en "la manifestación de una regresión narcisista y de
una felicidad utópica... Allí donde la política había traído
derrota y sufrimiento, el arte suministraba evasión y
comodidad". En los dos primeros paneles, Klimt contrapone
"el anhelo de la felicidad" a "las fuerzas
hostiles"; en el tercero, donde aparece una pareja abrazada,
"el anhelo de la felicidad cesa en la poesía". Su inspiración
fue la frase de Schiller: "Abrazar el mundo entero". Sin
embargo, "para Schiller y para Beethoven, el abrazo era un abrazo
político, el abrazo de la hermandad humana: ¡Abrazaos, multitudes!,
fue la orden universalista de Schiller. Pero si Beethoven introduce
este tema a través de voces únicamente masculinas, andante maestoso,
con toda la fuerza y dignidad del fervor fraternal, para Klimt el
sentimiento no es heroico sino puramente erótico. Más extraordinario
aún, el beso y el abrazo suceden dentro de un útero". Schorske
se refiere al friso de Klimt como "la formulación más completa
del ideal del arte como refugio de la vida moderna. En 'Beethoven', la
utopía del soñador, totalmente abstraída de la concreción histórica
de esta vida, se encuentra ella misma aprisionada en el útero, la
realización lograda a través de la regresión".62
Si bien el retiro de
Klimt al reino del arte apoya la interpretación general ofrecida por
Schorske de la cultura vienesa, el otro ejemplo sobre el cual quisiera
llamar la atención resulta aún más sorprendente, pues se trata de
una novela escrita en medio de una sublevación política. Petersburgo,
de Andrei Bely, es considerada por Nabokov, junto con Ulises,
La metamorfosis y la primera mitad de En busca del tiempo
perdido, como "una de las obras maestras de la prosa del
siglo XX".63 Es la historia de cómo, durante el clímax de la
Revolución de 1905, un joven intelectual, Nikolai Apollonovich
Ableukhov, uno de esos alienados "hombres superfluos" cuyos
dilemas constituyen el tema principal de la novela clásica rusa, se
enfrenta a la misión asignada por un grupo terrorista de dinamitar a
su propio padre, un antiguo burócrata zarista. Petersburgo,
sin embargo, es mucho más que esto, ya que traza, ante todo, un
retrato de la gran ciudad, arraigado en la tradición literaria, en el
que abundan los recursos modernistas; una ciudad que bulle con los
tumultos revolucionarios, obsesionada por los fantasmas del pasado
simbolizados en la gran estatua de bronce de Pedro el Grande, a la
cual dedica Pushkin "El jinete de bronce". Para Marshall
Berman, Petersburgo es el texto clave del modernismo.64 Podemos
admitir sin dificultad la grandeza de la novela, especialmente en lo
que se refiere a su vívido estilo cinematográfico, con cortes entre
cada escena y, sin embargo, nos sorprende la distancia que asume
respecto de las preocupaciones políticas de los grandes escritores
realistas del siglo XIX como Tolstoi, Dostoievski y Turgueniev. Bely
evoca la atmósfera de San Petersburgo en octubre de 1905, una ciudad
convulsionada por el gran paro general que dio lugar al primer soviet.
No obstante, esta lucha de masas es sólo el trasfondo sobre el cual
los individuos, en particular los Ableukhov, padre e hijo, y el
intelectual revolucionario Dudkind, persiguen su destino. De manera
reveladora, Bely descarta las multitudes, las de los funcionarios de
bombín y las de los proletarios revolucionarios, al referirse a ellas
como "miriópodos humanos". Nikolai Apollonovich,
obsesionado por la bomba con la que ha sido encargado de matar a su
padre, es, en efecto, el descendiente de Raskolnikov y de otros anti-héroes
de las novelas de Dostoievski. Pero mientras que en la obra de
Dostoievski los dilemas personales dramatizan la exploración de
argumentos políticos y metafísicos fundamentales, Nikolai
Apollonovich flota en el curso de los acontecimientos como un corcho,
testigo pasivo incluso de su propio drama personal, que incluye la
activación y detonación de la bomba. Las opciones éticas y políticas
se desdibujan comparadas con la intensidad de la pura experiencia, y
al final, Nikolai Apollonovich huye de Rusia, el mundo de la historia
viviente, para convertirse en arqueólogo en el norte de Africa, donde
se contenta con examinar los restos de un remoto pasado. Petersburgo
es una novela en la cual se dramatiza "el hechizo de la indecisión"
que, según Moretti, sedujo al modernismo.
Esta lectura del
modernismo, que subraya su adopción de una relación estética con la
realidad y el tratamiento del arte como escape y refugio, no implica
que las obras artísticas modernas no expresen nunca compromisos políticos.
Lo que resulta sorprendente es cuán variables son estos compromisos.
Las cuatro características definitorias del modernismo presentadas
por Eugene Lunn -reflexividad, montaje, ambigüedad y deshumanización
(ver sección l.2)- coexisten con una amplia gama de posiciones políticas,
desde el socialismo revolucionario de Brecht, Eisenstein y Maiakovski
hasta el fascismo de Pound, Lewis y Céline. Dicho contraste es bien
conocido, y recientemente Jeffrey Herf, en un fascinante estudio, se
ocupa del fenómeno del "modernismo reaccionario" en la República
de Weimar y en la Alemania nazi, donde "los nacionalistas
despojaron el anticapitalismo romántico de la derecha alemana de su
pastoralismo orientado hacia el pasado y señalaron más bien hacia el
esbozo de un nuevo y maravilloso orden, diseñado para sustituir el
caos informe debido al capitalismo por una nación unida y tecnológicamente
avanzada". Quizás el ejemplo de mayor impacto ofrecido por Herf
es el de Ernst Jünger, quien celebra la Fronterlebnis (experiencia
frontal) en las trincheras de la Primera Guerra Mundial porque la
destrucción mecanizada inherente a ella (captada en la repugnante
imagen de una "turbina llena de sangre") constituye la
anticipación de una sociedad en la cual se comprende que
"tecnología y naturaleza no se oponen", que la tecnología
es "la encarnación de una voluntad de hielo". En esta
sociedad, los antagonismos de clase son superados y el obrero y el
capitalista se unen en una comunidad comprometida en realizar, a través
de la expansión militar, la voluntad de poder, que asume una forma
visible a través de la maquinaria de la producción y de la destrucción
en masa. Lo que nos asombra de Jünger es la manera como las imágenes,
y no sólo las de la guerra moderna sino las de las metrópolis del
siglo XX -"en las grandes ciudades, entre automóviles y signos
eléctricos, en las reuniones políticas de masas, en el ritmo
motorizado del trabajo y el ocio, en medio del bullicio de la moderna
Babilonia"-, son tratadas en calidad de ilustraciones de la
Lebensphilosophie (filosofía de la vida) que previamente había
descartado como síntoma de decadencia.65
Benjamin tiene a Jünger
en mente cuando afirma que "el resultado lógico del fascismo es
la introducción de la estética en la vida política". No
obstante, dice también que el tipo de estetización de la política
implícito en la declaración de Marinetti ("la guerra es
bella") configura "la consumación del arte por el
arte".66 Benjamin toca aquí un tema elaborado después por Peter
Bürger, quien argumenta que, a fines del siglo XVIII, el arte surge
como una institución diferenciada cuyo estatuto autónomo se
racionaliza en la tesis de la independencia del arte respecto de otras
prácticas sociales, tesis articulada teóricamente gracias a la
aparición casi simultánea de la estética filosófica. La
"institución del arte" es un producto de la sociedad
burguesa. No sólo se libera la obra de arte de su anterior
subordinación al culto ritual y su producción se transforma en una
práctica individual en lugar de colectiva -cambios iniciados ya bajo
las monarquías absolutas-, sino que su modo de recepción es también
individual, por oposición al consumo colectivo de la congregación
medieval o de la corte moderna temprana. No obstante, en el transcurso
del siglo XIX, cuando se consolida la dominación burguesa, la posición
autónoma de la "institución del arte" se refleja en el
contenido mismo de las obras. Temas centrales en la novela realista,
tales como "la relación entre individuo y sociedad", son
eclipsados por la concentración cada vez mayor que los creadores de
arte introducen en el propio medio. Esta tendencia culmina en el
esteticismo de fines de siglo, "donde el arte se convierte en el
contenido de la vida".67
Benjamin describió el
esteticismo de Mallarmé y de otros artistas de comienzos de siglo
como "una teología negativa que adopta la forma de la idea del
arte 'puro', que no sólo niega toda función social al arte sino
también toda categorización según el tema".68 Tal posición
tiene un precursor bien conocido por Benjamin, Baudelaire, para quien
el dandismo es "el último destello de heroísmo en tiempos de
decadencia", un ataque a "la creciente marea de democracia,
que abruma y nivela todo". El dandy afirma "la superioridad
aristocrática de su personalidad" al practicar, "con
espiritualidad y estoicismo, una especie de culto de la propia
persona".69 Foucault comenta: "El hombre moderno es, para
Baudelaire,... el hombre que se inventa a sí mismo", y sintetiza
así la concepción que tiene Baudelaire de la modernidad:
Baudelaire no cree que
la heroicidad irónica del presente, este libre juego de transfiguración
de la realidad, esta elabora ción estética de la persona, tengan
lugar en la sociedad misma, como tampoco en el cuerpo político. Sólo
pueden ser producidos en un lugar ajeno, diferente, que Baudelaire
denomina arte.70
Son precisamente tales
actitudes las que el modernismo, con su auto-reflexividad y ambigüedad,
convierte en el contenido mismo del arte. Benjamin sostiene que el
dandismo de Baudelaire es una respuesta a la mercantilización de la
vida social en la ciudad moderna: "Los inconformes se rebelan en
contra de la rendición del arte al mercado. Se agrupan en torno a la
bandera del 'arte por el arte'... Los ritos con los que lo celebran
son la contraparte de las distracciones que transfiguran la mercancía".71
Resulta entonces plausible el argumento de Moretti que vincula la
aparición del modernismo con la transformación de la vida urbana en
el siglo XIX, analizada entre otros por Richard Sennet, y que tiene
como consecuencia la inversión emocional más importante en el ámbito
de las relaciones personales, mientras el ámbito público se marchita
y se convierte, en el mejor de los casos, en una forma de expresión
de sí, cambios inseparables de la progresiva irrupción del mercado
en las relaciones sociales, tan enfatizada por Benjamin (ver también
la sección 5.4).72
¿No es similar la
tendencia general de este análisis a la célebre denuncia que hace
Luckács del modernismo como algo "estéticamente atractivo pero
decadente"? El modernismo, afirma, es sólo una variante tardía
del naturalismo, y la sustitución que éste hace del realismo es el
resultado de la transformación de la burguesía decimonónica, que
era una clase revolucionaria, en una clase reaccionaria.73 Pero no es
así. En primer lugar, la interpretación del modernismo esbozada en
esta sección, así como en la anterior, rechaza lo que Anderson llama
el "evolucionismo" de Lukács, esto es, la idea de que
"el tiempo difiere de una época a otra, pero dentro de cada época
todos los sectores de la realidad se mueven en mutua sincronía, de
tal manera que la decadencia que aparece en un nivel debe reflejarse
en todos los demás".74 Si bien la propensión del modernismo a
tratar la realidad como ocasión para la experiencia estética quizás
se haya gestado en los procesos históricos delineados en los parágrafos
anteriores, su aparición sólo resulta inteligible en el contexto de
la coyuntura específica discutida en la sección 2.2. En segundo
lugar, poner de relieve el hecho de que el modernismo comparte con el
romanticismo un "ocasionalismo subjetivizado" no implica un
juicio estético negativo sobre las obras de arte agrupadas bajo el
primer rótulo. La polémica de Brecht en contra de ese formalismo
extremo que conduce a Lukács a negar todo mérito a una obra que no
se conforme a un modelo hipostático derivado del realismo del siglo
XIX, conserva en la actualidad toda su vigencia.75
En tercer lugar, puede
argumentarse que el arte moderno expresa una protesta en contra de la
sociedad capitalista, con la cual se relaciona de complejas maneras.
La versión más extrema de esta tesis la encontramos, por supuesto,
en Adorno:
La modernidad del arte
reside en su relación mimética con una realidad petrificada y
enajenada. Esto, y no la negación de tal realidad, es lo que hace
hablar al arte. Una consecuencia de ello es que el arte moderno no
tolera nada que se asemeje a un compromiso inocuo. Baudelaire.... no
reprodujo la reificación, como tampoco se pronunció con vehemencia
en su contra. Más bien, protestó en contra de ella indirectamente, a
través de la experiencia de sus arquetipos y utilizando la forma artística
como medio para tal experiencia. Es esto lo que le permite elevarse a
un nivel de arte muy superior al del sentimentalismo romántico tardío.
Su fuerza como escritor reside en su habilidad para sincopar la
abrumadora objetividad de la forma de la mercancía, que absorbe
dentro de sí todos los residuos humanos, con la objetividad de la
obra como tal, que precede al sujeto existente. Allí la obra de arte
absoluta se funde con la mercancía absoluta.76
Para Adorno, es la
naturaleza "absoluta" de la obra modernista, su carácter
abstracto, despersonalizado, visiblemente construido, lo que le
permite criticar, por alusión, un mundo social dominado por el
fetichismo de la mercancía, en el cual las relaciones sociales se
transforman en relaciones entre cosas. En otro sentido, sin embargo,
el modernismo desemboca en una crítica política más enfática. Bürger
sostiene que lo distintivo de los movimientos de vanguardia de
comienzos de siglo -el dadaísmo, los primeros surrealistas, el cónstructivismo
ruso posterior a la revolución- es "atacar la posición del arte
en la sociedad burguesa. Lo que se niega no es una forma anterior de
arte (un estilo), sino el arte como institución que no guarda relación
con la praxis vital de los hombres":
Los vanguardistas
proponen la superación del arte -superación en el sentido hegeliano:
el arte no debe ser destruido, sino transferido a la praxis vital,
donde se preserva, si bien bajo otra forma. Los vanguardistas adoptan
así un elemento esencial del esteticismo. El esteticismo había hecho
de la distancia de la praxis vital el contenido de la obra. La praxis
vital a la que se refiere y niega el esteticismo es la racionalidad
instrumental de la cotidianidad burguesa. Ahora bien, los
vanguardistas no se proponen integrar el arte a esta praxis. Por el
contrario, coinciden en el rechazo del esteticismo del mundo y de su
racionalidad dé medios y fines. Lo que los diferencia de él es el
intento por organizar una nueva praxis vital a partir del arte.77
Según Bürger, el arte
por el arte y movimientos de vanguardia tales como el surrealismo
representan entonces diferentes maneras de rechazar la sociedad
burguesa; el primero se retira a una exploración reflexiva de
"la institución del arte" y el segundo busca reintroducir
el arte en el mundo social como parte de la lucha por revolucionar el
mundo. El lema de la vanguardia habría sido entonces formulado por
Breton cuando sostuvo: 'Transformad el mundo', dijo Marx; 'transformad
la vida', dijo Rimbaud: estas dos contraseñas son para nosotros una y
la misma" (Ver sección 1.3). Bürger, al delimitar esteticismo y
vanguardia, no discute el modernismo como tal y se abstiene incluso de
usar esta categoría. Que esto constituye un punto débil en un análisis
que en todos los demás sentidos es inmejorable resulta evidente
cuando consideramos la tesis de Bürger acerca de "la obra de
arte no orgánica". Para describir la ruptura de la vanguardia
con cualquier concepción de la obra de arte como totalidad armónica
y orgánica, Bürger se apoya en el extraordinario estudio sobre el
barroco ofrecido por Benjamin en El origen del drama barroco alemán.
Benjamin, quien advierte la similitud entre el barroco y el
expresionismo, argumenta que el primero involucra el uso de la alegoría,
"caracterizada por la primacía de la cosa sobre lo personal, del
fragmento sobre la totalidad": una melancólica visión del mundo
como algo decadente, condenado a la muerte y a la descomposición,
conduce al dramaturgo barroco a proponerse como objetivo
"repartir significativamente una entidad viva entre los disjecta
membra de la alegoría".78
Análogamente, según
Bürger, la obra de arte orgánica
busca hacer irreconocible el hecho de haber sido producida. La obra
vanguardista hace lo contrario: se proclama a sí misma como una
construcción artificial, un artefacto. En esta medida, el montaje
puede considerarse como un principio fundamental del arte
vanguardista. La obra "montada" llama la atención al hecho
de que está compuesta de fragmentos de realidad; rompe la apariencia
(Schein) de totalidad. Paradójicamente, la intención vanguardista de
destruir el arte como institución se realiza en la propia obra de
arte. La intención de transformar revolucionariamente la vida, al
regresar el arte a la praxis, genera una revolución en el arte.79
El punto crucial del
desarrollo de la técnica vanguardista del montaje llegó, según Bürger,
con el cubismo, "aquel movimiento de la pintura moderna que de
forma más consciente destruyó el sistema de representación que había
prevalecido desde el Renacimiento". El carácter revolucionario
del cubismo residía en sus técnicas de composición y, en
particular, en la creación de collages que incorporan a las pinturas
fragmentos extraídos de la vida cotidiana: trozos de diarios, por
ejemplo. "La inserción de fragmentos de realidad en la obra de
arte la transforma de manera fundamental", sostiene Bürger.
"El artista no sólo renuncia a configurar un todo, sino que
confiere a la pintura una nueva posición, ya que algunas partes de
ella ya no guardan la relación con la realidad característica de la
obra de arte orgánica. Dejan de ser signos que señalan hacia la
realidad; son la realidad". Al debilitar la concepción
tradicional de la obra de arte como un mundo ideal y auto-contenido
que refleja el mundo real, el cubismo atacó también la noción del
arte como institución autónoma diferente del resto de la vida
social. No obstante, como lo admite Bürger, dicho ataque a la
"institución del arte" permaneció implícito en el
cubismo: una pintura de Picasso o de Braque es todavía "un
objeto estético".80 Este punto podría generalizarse, pues es
posible descubrir técnicas análogas al montaje en modernistas
claramente comprometidos con el concepto esteticista del arte como
refugio de una vida social alienada: la urdimbre de diferentes voces
en la narrativa de Joyce y en las primeras poesías de Eliot es un
ejemplo que discutimos en la sección 1.2.
El modernismo preparó
entonces el camino de las vanguardias. Adoptó una concepción del
arte desarrollada inicialmente por el idealismo alemán clásico y
fundamental para el romanticismo, según la cual la experiencia estética
representa una forma superior de consciencia respecto de la mera
comprensión discursiva suministrada por el conocimiento científico.
Así concebido, el arte es un rechazo de "la racionalidad
instrumental de la cotidianidad burguesa", el distanciamiento
frente a un mundo social invadido por el fetichismo de la mercancía.
Tal arte, sin embargo, sólo puede, por necesidad, tener un objeto: él
mismo. Una práctica estética que aspire a escapar de la fragmentación
de la vida social se ve conducida a concentrarse en sus propios
procesos creativos, precisamente porque éstos parecen elevarse por
sobre dicha fragmentación, aunque la existencia misma del arte como
institución diferenciada y autónoma es a su vez el resultado de la
transformación de las relaciones sociales contra la cual se rebela el
modernismo. Sin embargo, al convertirse mediante la reflexión en su
propio objeto, el modernismo posibilita la crítica del carácter
aislado del arte y a éste le permite aspirar a superar la alienación
social contra la cual se había rebelado el arte por el arte, mediante
el recurso de retrotraer la actividad estética a una "praxis
vital" transformada: esto se ve claramente, por ejemplo, en el
intento surrealista de realizar una síntesis entre Marx y Rimbaud.
Pero el modernismo es una condición necesaria de las vanguardias
también en un segundo sentido. Las innovaciones técnicas características
del modernismo -en especial el montaje- lo diferencian de los intentos
románticos por desarrollar aquello que Benjamin denomina una
"teología del arte". Al descomponer la obra de arte orgánica
y desplegar abiertamente sus creaciones como aglomeraciones de
fragmentos discontinuos, los cubistas y los grandes modernistas
literarios buscaron responder a lo que Eliot llama "el inmenso
panorama de futilidad y anarquía que es la historia contemporánea".
Despejaron así el camino para una concepción del arte como algo que,
lejos de significar un refugio, se integra al mundo social y participa
en y de él, un mundo cuya fusión con las prácticas artísticas habrá
de ser esencial para su transformación.
No hay duda de que Bürger,
a pesar de todo, está en lo cierto cuando insiste en el carácter
distintivo de las vanguardias como movimientos que buscan abolir la
separación entre el arte y la vida. El propio Bürger se ocupa
primordialmente del surrealismo, aunque su inclusión dentro de los
movimientos de vanguardia ha sido cuestionada, en mi concepto erróneamente.81
Hay, en todo caso, otros movimientos de importancia entre los cuales
el más notable es quizás el constructivismo ruso. Las principales técnicas
innovadoras de este movimiento -una tendencia creciente hacia la
abstracción y hacia la representación dinámica de un mundo
transformado por el hombre mediante el uso de las máquinas en el
dominio de la naturaleza- fueron utilizadas en los años que
precedieron la Primera Guerra Mundial y en el transcurso de ella por
una serie de grandes figuras: Malevich, Goncharova, Tatlin, Popova,
Exter, Rosanova, Rodchenko, Larionov. Estos artistas, sin embargo,
conformaban una pequeña y aislada bohéme, con sus centros nocturnos,
al estilo de Dadá, y sus trajes extravagantes (Maiakovski tenía
predilección por una blusa amarilla brillante), hacían ostentación
de su reto al mundo burgués. Camilla Gray comenta al respecto:
"En sus extravagancias y payasadas públicas podemos detectar un
esfuerzo intuitivo e ingenuo por recobrar el lugar del artista en la
vida pública, que le permita convertirse, como siente la profunda
necesidad de hacerlo, en un ciudadano activo".82 La oportunidad
de conjugar el arte y la vida vino después de la Revolución de
Octubre de 1917. La mayoría de los modernistas prerrevolucionarios
adhirió con entusiasmo al régimen bolchevique. Malevich sostuvo que
"el cubismo y el futurismo eran las formas de arte
revolucionarias que prefiguraban la revolución en la vida política y
económica de 1917", y que ahora ambas revoluciones, la estética
y la política, podrían unirse mediante la superación dialéctica
del arte en una vida social transformada. Maiakovski declaró en
noviembre de 1918: "No necesitamos un mausoleo del arte en el
cual se rinda culto a obras muertas, sino una fábrica del espíritu
humano en las calles, en los tranvías, en las fábricas, en los
talleres y en el hogar de los obreros".83 Y durante algunos años,
en sus actividades propagandísticas y las de otros artistas en favor
de la revolución, en las grandes manifestaciones públicas
organizadas por ellos, en el teatro de Meyerhold y de Tretiakov, en
proyectos como el "Monumento a la Tercera Internacional" de
Tatlin, en las películas de Eisenstein y de Vertov, parecía haber
cierta correspondencia entre tal aspiración y la realidad social.
La importancia del
constructivismo ruso reside en que muestra cómo la radicalización
del modernismo y su conversión en la vanguardia no fueron tan sólo
el desarrollo de una lógica intrínseca al esteticismo de fines de
siglo, sino que dependían de condiciones políticas y, en particular,
de la Revolución de Octubre, en la que se concreta la visión de una
transformación social mediante la cual el arte y la vida podían
reunificarse. El mismo patrón, en el cual se funden la innovación
estética y la política revolucionaria gracias a las esperanzas
suscitadas por el poder de los obreros en Rusia, puede apreciarse en
otros lugares de Europa y, en especial, en la Alemania de Weimar,
producto a su vez de una revolución que amenazó con extender el
bolchevismo a los centros del capitalismo occidental. Bruno Taut
escribió en el manifiesto del Consejo de los Trabajadores para el
Arte, creado después de la revolución de noviembre de 1918: "El
arte y el pueblo deben conformar una unidad. El arte ya no será un
lujo para unos pocos, sino que será disfrutado y experimentado por
las masas. Su objetivo es la alianza de las artes bajo las alas de una
gran arquitectura". El papel central desempeñado por la
arquitectura en la restauración de una cultura integrada, similar a
la alcanzada en la Edad Media pero basada en el socialismo, fue señalado
por Walter Gropius, quien escribió en aquella época: "Pintores,
escultores, derribemos las barreras que rodean la arquitectura; seamos
constructores y compañeros de armas para lograr nuestro objetivo
final: la idea creativa de la Catedral del Futuro, que lo abarcará
todo en una forma única: arquitectura, escultura y pintura". La
aspiración de construir la "Catedral del Socialismo" como
"obra de arte completa" prevaleció durante los años de la
República de Weimar en el Bauhaus, que estuvo sucesivamente bajo la
dirección de Gropius, Hannes Meyer y Mies van der Rohe,84 y el vigor
con que Tom Wolfe estigmatizó la arquitectura moderna en From Bauhaus
to Our House parece derivar, al menos en parte, de la furia macartista
provocada por el descubrimiento de que los centros urbanos
norteamericanos están diseñados según los lineamientos propuestos
inicialmente por un grupo de comunistas.
El caso de la Alemania
de Weimar es de mayor interés general para la comprensión del
modernismo. Si la Viena de fines del siglo XIX fue la ciudad donde se
inventó el siglo XX, Berlín entre 1918 y 1933 fue la ciudad donde
todas las contradicciones del siglo se hicieron presentes en su forma
más dramática. Capital de una república fundada sobre la derrota
militar y que zozobraba en medio de la depresión económica, centro a
la vez del más avanzado capitalismo industrial de Europa y de la
aristocracia terrateniente formada en la tradición del absolutismo
prusiano, una ciudad polarizada por las tensiones sociales, sacudida
por la ira de los obreros rebeldes, pauperizada por los pequeños
burgueses y los lumpen-proletarios desempleados, campo de batalla de
comunistas, socialdemocrátas, monarquistas y nazis, quienes
finalmente llegaron a dominarla, Berlín fue también un enclave
importante del modernismo. Esto no se debió tan sólo a la
importancia de la vanguardia local, que incluye figuras tales como
Grosz, Heartfield, Brecht, Eisler, Hindemith, Piscator y otros. Los
grandes programas de vivienda realizados por la administración
socialdemócrata de la ciudad permitieron a arquitectos radicales como
Taut, Gropius y Mies van der Rohe aplicar los principios modernistas
al diseño de los bloques de apartamentos destinados a la clase
obrera. La Alemania de Weimar se convirtió en el principal conducto
de difusión de la influencia de la vanguardia rusa hacia Occidente.
El tratado de Rapallo, firmado en abril de 1922 entre los dos países
perjudicados por la Paz de Versalles, restauró algunos de los fuertes
vínculos existentes entre Alemania y Rusia antes de la revolución.
Tales conexiones eran de carácter cultural, económico y militar.
Kandinsky había sido una figura central del grupo expresionista Blaue
Reiter en Munich antes de la guerra. Después de la distensión
producida por el tratado de Rapallo, El Lissitzky, Maiakovski, llya
Ehrenburg y otros visitaron Alemania, extendiendo la influencia del
constructivismo hacia Occidente. Fue su entusiasta acogida en Berlín
la que atrajo inicialmente la atención internacional hacia El
acorazado Potemkin de Eisenstein. Por otra parte, mientras el
Estado benefactor de Weimar se desmoronaba bajo el impacto de la
crisis mundial a fines de la década de 1920, los arquitectos
modernistas como Taut y Meyer emigraban a la Unión Soviética para
participar en los grandes programas de construcción exigidos por el
primer Plan Quinquenal.
John Willett nos
transmite la cualidad especial de la vanguardia berlinesa en su
importante estudio sobre la Neue Sachlichkeit (Nueva objetividad), el
estilo cultural distintivo de la Alemania de Weimar en su breve período
de estabilidad, entre 1923 y 1928:
Un nuevo realismo que
busca métodos para enfrentar sujetos reales y necesidades humanas
reales, una visión agudamente crítica de la sociedad y de los
individuos existentes, y la determinación de dominar nuevos medios y
descubrir nuevos enfoques colectivos respecto de la comunicación de
los conceptos artísticos. La visión constructivista en cuestión
halla aplicaciones en varios campos -inicialmente en el arte
"puro" de dos y tres dimensiones, luego en la fotografía,
el cine, la arquitectura, varias formas del diseño y en el teatro- a
menudo, y con mayor importancia que en la época anterior a 1914, según
principios derivados del rápido avance tecnológico: esto es, no
tanto de la apariencia externa de las máquinas como del tipo de
pensamiento que subyace a su diseño y operación. La visión crítica
proviene de Dadá y de la desilusión provocada por la guerra y por la
revolución alemana; en efecto, se trata de una contraparte más
serena y escéptica al humanitarismo optimista de los expresionistas
entre 1916 y 1919; el vacío dejado por la decadencia de este
movimiento es ocupado por el grupo conocido por el nombre algo equívoco
de "Nueva objetividad".85
Aunque el arte de la
Neue Sachlichkeit se caracterizó por un tono frío e impersonal, esto
no implica que adoptara una posición neutral. Brecht escribió en
1927: "Me sorprende que las piezas correspondientes a este período
surgen del asombro de sus autores ante las cosas que suceden en la
vida. Nuestro deseo de corregirlas, de crear precedentes y fundar una
tradición de superación de las dificultades, hace surgir las obras
de una época que estará caracterizada por el tropel de la gente
hacia las grandes ciudades".86 Fue un arte imbuido por el sentido
de la metrópolis moderna en general y de Berlín en particular. La
modernidad de la ciudad permeó, por ejemplo, el documental titulado
Berlín, la sinfonía de una gran ciudad, realizado en 1927 por Walter
Ruttman y Carl Meyer, modernidad en cuyo horizonte apareció la sombra
amenazadora del Amerikanismus, del futuro de la humanidad, una
civilización enorme, dinámica, anónima, industrializada. Técnicas
tales como la "factografía" rusa postrevolucionaria, los
reportajes modelados sobre el estilo documental del libro Diez días
que estremecieron al mundo, de John Reed, así como las técnicas de
montaje de los cubistas, de Joyce y de Eisenstein fueron utilizadas
para captar la ambigüedad de la metrópolis -promesa y amenaza- y
para trazar los contrastes sociales de los que se ocuparon estos
artistas en razón de sus políticas revolucionarias.
Pero si la Alemania de
Weimar presenció el desarrollo de uno de los más importantes
movimientos de vanguardia, fue también el escenario en el que se
vieron frustradas todas las esperanzas de estos movimientos. La
derrota de la revolución alemana, finalmente lograda después de la
represión del levantamiento comunista de octubre de 1923, desató dos
procesos contrarrevolucionarios: por una parte, la consolidación, en
medio de un ambiente internacional hostil, de un régimen burocrático
de Capitalismo de Estado en Rusia y, por la otra, en el clima de
crisis social creado por la Gran Depresión de 1929, la victoria del
fascismo en Alemania.87 El estalinismo y el nazismo destruyeron,
conjuntamente, las vanguardias. Lo anterior resulta evidente si
tenemos en cuenta que ambos regímenes se propusieron abolir por la vía
administrativa lo que el primero llamó el "formalismo burgués"
y el segundo el Kulturbolchewismus. Con el primer Plan Quinquenal, la
relativa tolerancia de la experimentación artística que había
caracterizado a Rusia durante los años veintes tocó a su fin, y
durante el período de entusiasmo voluntarista que los historiadores
denominan ahora "la revolución cultural" de 1928-31, se dio
rienda suelta a los ingenuos partidarios de la "cultura
proletaria" antes de ser derrocados a su vez y sustituidos por
los apparatchiks del "realismo socialista".88 "El
crucero del amor de la vida se ha destrozado contra las rocas del
filisteísmo", escribió Maiakovski en su último poema, antes de
suicidarse en 1930. Meyerhold y Tretiakov, junto con muchos otros
artistas, perecieron en el Gulag. Quienes sobrevivieron lo hicieron
con dificultad: la mayor parte de los proyectos fílmicos de
Eisenstein, por ejemplo, abortaron. La conquista del poder por parte
de los nazis expulsó a un sinnúmero de artistas de Alemania, parte
de la emigración masiva de la intelectualidad centroeuropea que jugó
un papel tan importante en la conformación de las culturas anglófonas
que absorbieron a los exiliados.
El desastre del
estalinismo y del fascismo, sin embargo, destruyó los movimientos de
vanguardia en otro sentido aún más fundamental: los privó de la
esperanza de la revolución social, esencial para la integración
buscada entre el arte y la vida. La estabilización del capitalismo
durante la posguerra dejó inermes a aquellas pocas personas
comprometidas todavía con los objetivos del vanguardismo: el tortuoso
camino seguido por Brecht, que pasa de un Hollywood invivible por
causa del macartismo a una Alemania Oriental estalinista a la que sólo
en parte respalda, ilustra el dilema del artista revolucionario en un
mundo en apariencia pacificado pero lejos de estar reconciliado.
El naufragio de las
vanguardias dramatiza el agotamiento general del modernismo. Moretti
observa que "la extraordinaria concentración de obras de arte
literarias durante la Primera Guerra Mundial... configuró la última
estación literaria de la cultura occidental. En el transcurso de unos
pocos años, la literatura europea dio lo mejor de sí y pareció próxima
a abrir nuevos e ilimitados horizontes. Pero en lugar de ello, murió.
Unos pocos icebergs aislados y muchos émulos: pero nada comparable al
pasado".89 Wyndham Lewis dijo algo similar en 1937. Al referirse
a "los hombres de 1914" -Eliot, Pound, Joyce y él mismo-
escribió: "Somos los primeros hombres de un futuro que aún no
se ha materializado. Pertenecemos a una 'gran época' que no ha
'despegado' ". Su explicación fue que "si... nos
concentramos en cualquiera de las artes... nos veremos obligados a
concluir que en todos los casos el 'comercialismo', como decimos, las
está destruyendo de la manera más eficiente, o lo ha hecho
ya".90
El carácter mercantil
de la vida social hace parte también de la forma como explica
Anderson la desintegración de la coyuntura modernista después de
1945:
La Segunda Guerra
Mundial destruyó las tres coordenadas históricas que hemos discutido
y, al hacerlo, eliminó la vitalidad del modernismo. Después de 1945,
el antiguo orden semiaristocrático o agrario y todas sus dependencias
fueron abolidos en todos los países. La democracia burguesa se
universalizó por fin. Con ello se cortaron algunos vínculos críticos
con un pasado precapitalista. Al mismo tiempo, se impuso con fuerza el
fordismo. La producción y el consumo masivos transformaron las economías
europeas occidentales según los lineamientos norteamericanos. Ya no
cabía la menor duda acerca de qué tipo de sociedad habría de
consolidar esta tecnología: surge una civilización capitalista,
industrializada, monolítica y opresivamente estable... Finalmente, la
imagen o esperanza de la revolución desapareció en Occidente. El
comienzo de la Guerra Fría y la sovietización de Europa Oriental
eliminaron toda perspectiva de una abolición socialista del
capitalismo avanzado durante todo un período histórico. La ambigüedad
de la aristocracia, el carácter absurdo del academicismo, la alegría
producida por los primeros automóviles y las primeras películas, la
evidencia de la alternativa socialista, desaparecieron todas. En su
lugar reina ahora la economía rutinaria, burocratizada, de la
producción universal de mercancías, en la cual el "consumo
masivo" y la "cultura de masas" se han convertido en términos
intercambiables.91
Exploraré las
implicaciones culturales de estos cambios en el capítulo quinto.
Antes, sin embargo, consideraré algunas de las formas en que los
argumentos en pro y en contra de la modernidad han sido objeto de
examen filosófico.
Notas:
1. C. Baudelaire, My Heart Laid Bare and Other Prose Writings,
Londres, 1986, p. 37.
2. D. Frisby, Fragments
of Modernity, Cambridge, 1985, p. 16.
3. K. Marx y F. Engels,
Obras escogidas, Moscú, 1969, p. 38.
4. Citado en J. Rawson,
"ltalian Futurism", en M. Bradbury y J. McFarlane, op. cit.,
p. 245.
5. G. M. Hyde, "The
Poetry of the City", en Bradbury y McFarlane, eds. op. cit.
6. K. Wolff, ed., The
Sociology of Georg Simmel, Nueva York, 1950, pp. 409-10,120-21. Como
lo observa Simmel (ibid, p. 424, n. 11), "La metrópolis y la
vida mental" es una formulación abreviada de algunos de los
temas principales de su opus magnum, The Philosophy of Money, Londres,
1978. Ver Frisby, op. cit., capítulo 2 y para algunas críticas de
"La metrópolis y la vida mental", D. Smith, The Citiy and
Social Theory, Oxford, 1980, pp. 17 ss.
7. Citado en R. Cork,
David Bomberg, New Haven, 1987, p. 78. Ver también, por ejemplo, el
fascinante estudio de T. J. Clark acerca del contexto urbano en la
obra de Manet, The Painting of Modem Life, Londres, 1984.
8. M. Berman, Todo lo sólido
se desvance en el aire, México, 1988.
9.
DFM, p. 16.
10. H. Blumenberg, op.
cit., p. 423.
11.
DFM, p. 18.
12. Ver K. Kumar,
Prophecy and Progress, Harmondsworth, 1978, capítulos 1-3.
13.
TAC, 1 p. 284; ver,
en general, pp. 197-330. Si bien sigo en el texto la explicación
habermasiana de la teoría de la racionalización de Weber, debe señalarse
que su lectura es objeto de acaloradas controversias; ver, por
ejemplo, W. Hennis, "Max Weber's 'Central Question'",
Economy and Society 12, 1983.
14.
DFM, pp. 12-13.
15. T. Parsons, The
Social System, Londres, 195 I , pp. 481 ss.
16. T. Parsons, The
System of Modern Societies, Englewood Cliffs, 1971, p. 119.
17.
TAC, ll, pp.
291-92; ver en general pp. 199-299.
18. J. Taylor, From
Modernization to Modes of Production, Londres, 1979, p. 31; ver, en
general, la crítica a la teoría de la modernización de Parsons en
ibid, capítulo 1, y S. P. Savage, The Theories of Talcott Parsons,
Londres, 1981, capítulos 5 y 6.
19. Esta descripción
del materialismo histórico se centra en los aspectos lógicos de la
teoría más que en las ideas sostenidas por muchos marxistas. Las
discusiones recientes acerca de este tema han estado dominadas por L.
Althuser y E. Balibar, Para leer El Capital, Londres, 1970, y G. A.
Cohen, Karl Marx's Theory of History - a Defence, Oxford,1978. Mi
propia versión está consignada en MH, especialmente el capítulo 2.
20. Ver la interesante
discusión que de estos cambios ofrece A. Giddens, A Contemporary
Critique of Historical Materialism, Londres, 1981, capítulo 6. Las
ideas de Giddens acerca de las implicaciones de estos cambios para la
estética se encuentran en "Modernism and Postmodernism",
NGC 22 (1981).
21. F. Braudel, The
Structures of Everyday Life, Londres, 1981, pp. 560-61. 22. La obra de
Robert Brenner ha puesto de relieve la importancia de estos rasgos en
el capitalismo: ver T. E. Aston y C. H. E. Philpin, eds., The Brenner
Debate, Cambridge, 1985, y R. Brenner, "The Social Basis of
Economic Development" en J. Roemer, ed., Analytical Marxism,
Cambridge, 1986.
23. Marx y Engels, op.
cit, pp. 37.
24.
Ibid, XII, p. 222.
25.
Marx, Grundrisse, Harmondsworth, 1973, pp. 409-10.
26.
Ibid., pp. 487-88.
27.
Ibid, pp. 162, 488.
28. Ml, p. 321-22.
29.
lbid, p. 323.
Comparar con M. Bradbury y J. McFarlane, "The Name and Nature of
Modernism", en op. cit.
30.
MR, pp. 324-25.
31.
Ibid, p. 325-26.
32.
Ibid, p. 324. Esta
influencia puede haber sido recíproca: Mayer incluye a Anderson entre
los lectores del borrador de los cruciales cuatro primeros capítulos
de su obra; A. J. Mayer, The Persistence of the Old Regime, Nueva York,
1981, p. x.
33.
Mayer, op. cit, p.
17.
34.
Ibid, p. 189.
35.
Ibid, pp. 3, 4,
292, 301, 314, 329.
36. Ver P. Anderson,
"Origins of the Present Crisis" en P. Anderson y R.
Blackburn, eds., Towards Socialiam, Londres, 1965, y "The Figures
of Descent", NLR 161, 1987; como crítica, E. P. Thompson, "The
Peculiarities of the English" en The Poverty of Theory and Other
Essays, Londres, 1978, M. Barratt Brown, "Away with the Great
Arches", NLR 167, 1988, A. Callinicos, "¿Exception or
Symptom?", NLR 169, 1988, y C. Barker y D. Nicholls, eds., The
Development of British society, Manchester, 1988.
37. D. Blackbum y G.
Eley, The Peculiarities of German History, Oxford,1984.
38. E. J. Hobsbawm, The
Age of Empire 1875-1914, Londres, 1987, pp. 8-9, 168, 176-77.
39.
Mayer, op. cit., p.
253 ss.
40. Ver Hobsbawm, op.
cit., especialmente pp. 56-73. Personalmente, critico la idea de que
la rivalidad militar entre Estados sea independiente de la dialéctica
entre fuerzas y relaciones de producción en MH, capítulo 4.
41. N. Stone, Europe
1878-1919, Londres, 1983, capítulo 2. Constatamos con sorpresa que
este historiador de la Nueva Derecha ofrece un análisis de la Europa
de fin de siglo más acorde con el espíritu de Lenin y Trotsky que el
del marxista Mayer y el marxista Anderson. Un retrato detallado de
Europa circa 1900, que transmite un fuerte sentido de la
contradictoria unidad de lo antiguo y lo nuevo, es el opus magnum del
historiador marxista holandés Jan Romein, The Watershed of Two Eras,
Middletown, 1978.
42. Ver, por ejemplo,
L. D. Trotsky, 1905, Harmnodsworth, 1973.
43. Citado en Stone, op.
cit., p. 152. Mayer argumenta que "en el transcurso de una década
y media [de 1900], el movimiento obrero y el patriotismo sufrieron aún
mayores derrotas que manifestaban su propia debilidad interna y hacían
patente la fuerza y decisión de los gobiernos en contenerlas. Incluso
el gran levantamiento popular que tuvo lugar en Rusia en 1905-1906
siguió este modelo". Persistence, p. 301. Comparemos esto con
las afirmaciones de Stone: "Después de 1910, en la mayoría de
los países, el desasosiego laboral produjo muchas más huelgas que
antes y, en algunos lugares, el paro general casi termina en la toma
de pueblos enteros por parte de "los Rojos", Europe, p. 144.
En Rusia, el despertar de la militancia de la clase obrera después de
la masacre de las minas de oro de Lena en 1912 culminó en un paro
general y en barricadas en las calles de San Petersburgo en julio de
1914: ver T. Cliff, Lenin, I, Londres, 1975, capítulos 18-20.
44.
MR, p. 323.
45. Una fuente
indispensable en lo relativo a Viena a fines del siglo es el excelente
catálogo de la exposición realizada en 1986 en el Centro Pompidou,
en París, Vienne 1880-1938: L Apocalypse joyeuse, París, 1986.
46. C. Magris, "Le
Flambeau d'Ewald", en Vienne 1880-1938, p. 22.
47. Por Secesión se
conoce el movimiento creado por un grupo de jóvenes artistas,
intelectuales y arquitectos vieneses en 1897, que propendía por la
apertura de las artes plásticas a las nuevas tendencias desarrolladas
en otros lugares de Europa, y en especial al art nouveau. Además de
un órgano de difusión, Ver Sacrum (Primavera sagrada), la organización
contaba con su propia sede, "La casa de la Secesión",
construida en el estilo de un templo pagano, y creó el Wiener
Werkstatte, taller de artes aplicadas que sentó las bases del nuevo
arte decorativo. Este movimiento de vanguardia luchaba por una
renovación cultural que incorporara las propuestas modernistas en
todos los campos; sus propuestas suscitaron virulentas controversias
de matices políticos, como sucedió con los frescos realizados por
Klimt para la nueva universidad de Viena.
48. J. Clair, "Une
Modemité sceptique", ibid,, p. 50.
49. E. Nagel, "Impressions
and Appraisals of Analytical Philosophy in Europe", I, Journal of
Philosophy XXXIII, 1936, p. 9. Ver también P. Jacob, L'Empirisme
logique, París, 1980, pp. 95-101, y D. Lecourt, L'Ordre et les jeux,
París, 1981, capítulo 1.
50. Ver Schorske, op.
cit., capítulo 3; R. Rosdolski, "La Situation révolutionnaire
en Autriche en 1918 et la politique des sociaux-démocrates",
Critique Communiste 7/8, 1976, y R. Loew, "The Politics of
Austro- Marxism", NLR 118, 1979. Ernst Fischer dibuja un vívido
retrato de la crisis de la postguerra en Viena en An Opposing Man,
Londres, 1974.
5 I . D. J. Olson, The
City as Work of Art, New Haven, 1986, p. 64.
52.
Schorske, op. cit.,
p. 29.
53.
Mayer, op. cit., p.
114 ss. Los contrastes de Viena se sintetizan de alguna forma en el
hecho de que en 1903-4 tanto Adolf Hitler como Ludwig Wittgenstein
-nacidos con pocos días de diferencia- asistieron al mismo colegio:
B. McGuinness, Wittgenstein: A Life. Young Ludwig (1889-1921),
Londres, 1988, p. 51. Un intento poco satisfactorio de relacionar el
pensamiento de Wittgenstein con el escenario más amplio de la cultura
vienesa puede hallarse en A. Janik y S. Toulmin, La Viena de
Wittgenstein, Madrid, 1974.
54.
Schorske, op. cit,
pp. 29, 30-32. Los banqueros y los industriales, tales como Karl
Wittgenstein, August Lederer y Otto Promavesi, financiaron a Klimt y a
otros miembros de la Secesión de Viena: ver B. Michel, "Les Mécenes
de la Secession", en Vienne 1880-1938.
55.
Schorske, op. cit.,
capítulo 4.
56. F. Moretti, "The
Spell of Indecision", MIC, pp. 339, 341.
57. C. Schmitt,
Political Romanticism, Cambridge, Mass., 1986, pp. 17, 71-72, 75-76.
58.
ibid, p. 20.
59.
Moretti, op. cit.,
p. 342. Stephen Spender enfatiza también la continuidad existente
entre el romanticismo y el modernismo literario: ver The Struggle of
the Modern, Londres, 1963, pp. 47-55.
60. C. MacCabe, James
Joyce and the Revolution of the Word, Londres, 1979, capítulos 6 y 7.
MacCabe ataca fuertemente la aplicación de la tesis general de
Moretti a Joyce: "Spell" (discusión), p. 345.
61. F. Jameson, The
Political Unconscious, Londres, 1981, pp. 19-20.
62.
Schorske, op. cit.,
pp. 250, 254, 258-59, 263.
63. R. A. Maguire y J.
E. Maimstad, introducción de los traductores a A. Bely, Petersburg,
Harmondsworth, 1983, p. vii.
64.
Berman, op. cit.,
pp. 255-70.
65. J. Herf,
Reactionary Modernism, Cambridge, 1984, p. 2; todas las citas son de
ibid., pp. 83, 84, 94, 104; ver en general, capítulo 4.
66. W. Benjamin,
llluminations, Londres, 1970, pp. 243-44. Ver también Benjamin,
"Theories of German Fascism", NGC 17, 1979.
67. P. Bürger, Theory
of the Avant Garde, Manchester, 1984, pp. 27, 49.
68.
Benjamin, Illuminations, p. 226.
69.
Baudelaire, op. cit.,
pp. 55-57.
70. M. Foucault, "¿What
is Englightenment?", en P. Rabinow, ed., A Foucault Reader,
Harmondsworth, 1986, p. 42.
71. W. Benjamin,
Charles Baudelaire, Londres, 1973, p. 172.
72. R. Sennett, The
Fall of Public Man, Londres, 1986. Ver, sobre Benjamin, Frisby,
Fragments, capítulo 4.
73. G. Lukács, The
Meaning of Contemporary Realisrn, Londres, 1972, p. 69. 74. MR, p.
324; ver también ibid. (discusión), p. 337. Lo que dice Lukács
acerca del carácter distintivo del arte moderno es por lo general muy
perspicaz. No obstante, está viciado por la insistencia en ver el
modernismo como una degeneración del realismo clásico y en deducirlo
de lo que considera como la naturaleza reaccionaria de la burguesía
en la época imperialista. Las mismas fortalezas y debilidades pueden
apreciarse en la crítica de Lukács a la filosofía alemana
post-hegeliana en The Destruction of Reason, Londres, 1980. Adorno se
refirió a este libro como la destrucción de la propia razón de Lúkács,
pero -adaptando la observación de Lenin acerca de Paul Levi- al menos
tenía una cabeza que perder.
75. B. Brecht, "Against
Georg Lukács", en E. Bloch etal, Aesthetics and Politics,
Londres, 1977.
76. T. Adorno, Teoría
estética, Madrid, 1980, pp. 31-32.
77.
Bürger, op. cit,
p. 49.
78. W. Benjamin, El
origen del drama barroco alemán, Madrid, 1990, p. 194. Ciertamente,
podríamos hallar otros precursores del modernismo. Mikhail Bachtin
argumenta que "el lenguaje de la novela es un sistema de
lenguajes que se animan entre sí mutua e ideológicamente". (The
Dialogic Imagination, Austin, 1981, p. 47). Habiendo argumentado
primero que Dostoievski era autor de novelas "polifónicas",
desarrolla más tarde la idea de que el uso, y ciertamente la parodia
de otros géneros, es el rasgo específico del discurso del novelista.
Bachtin utiliza a Rabelais como el principal ejemplo de lo que llama
heteroglosia, pero podemos pensar en algunos más -Don Quijote y
Tristram Shandy, entre otros. Podríamos, sin embargo, objetar que el
modernismo es distintivo por cuanto desarrolla de manera consciente y
sistemática la concepción del lenguaje implícita en estos escritos
anteriores.
79.
Bürger, op. cit,
p. 72.
80.
Ibid, pp. 73-74,
78.
81. Richard Wolin
argumenta que el continuo compromiso del surrealismo con el
"principio de autonomía estética" fue afirmado "en la
decisión de Breton de hacer prevalecer los poderes soberanos de la
imaginación por sobre la posición de Aragón, quien estaba dispuesto
a colocarlos a órdenes de Stalin", "Modemism vs.
Postmodernisrn", Telos 62, 1984-5, p. 15. Wolin ubica tal decisión
en 1929: de hecho, la crisis ocurrida en aquel año llevó a la
expulsión del movimiento surrealista de un grupo que se oponía a su
identificación con la revolución socialista. La ruptura de Breton
con Aragón sucedió en 1931, después de que este último se
convirtiera en adalid del estalinismo de la tercera época con el
poema Front rouge. Breton defendó a Aragón de la persecución a la
que condujeron las líneas del poema, "muerte a los policías"
y "fuego contra Léon Blum", pero criticó Front rouge por
ser "regresivo desde el punto de vista poético" e insistió
en el rechazo del "arte por el arte" y en "la exigencia
de que el escritor, el artista, participe activamente en la lucha
social", lo que no implica que "el objetivo de la poesía y
del arte" se convierta "en instrucción o propaganda
revolucionaria", "The Poverty of Poetry", apéndice a
M. Nadeau, The History of Surrealism, Harmondsworth, 1973, p. 331. El
duradero compromiso de Breton con una versión antiestalinista del
marxismo resulta evidente en su oposición a las políticas del frente
popular del Comintern y en su asociación con Trotsky a fines de la década
de 1930: ver Nadeau, op. cit., parte 4 y F. Rosemont, André Breton
and the First Principles of Surrealism, Londres, 1978.
82. C. Gray, The
Russian Experiment in Art 1863-1922, Edición revisada, Londres, 1986,
p. 116.
83. Citado en ibid, p.
219.
84. Citas tomadas de K.
Frampton, Modern Architecture: A Critical History, edición revisada,
Londres, 1985, pp. 117-18; ver también ibid, capítulo 14.
85. J. Willet, The New
Sobriety 1917-1933, Londres, 1978, p. 11.
86. J. Willet, Brecht
on Theatre, op. cit., p. 20.
87. Ver C. Harman, The
Lost Revolution, Londres, 1982.
88. Ver S. Fitzpatrick,
Cultural Revolution in Rusia 1928-1931, Bloomington, 1978.
89. F. Moretti, Signs
Taken for Wonders, edición revisada, Londres, 1988, p. 209.
90. W. Lewis, op. cit,
pp. 256, 260.
91.
MR, pp. 326-28.
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