Alex Callinicos
Contra el
postmodernismo - 05
Capítulo
5 - ¿Qué hay de nuevo?
El
siglo XIX aún no ha terminado
Richard
Sennett
5.1
Los mitos del postindustrialismo
La
idea de la sociedad postindustrial es, desde luego, absurda. Tal como
lo formula Daniel Bell, por ejemplo, el concepto denota el último
estadio de una progresión: el paso de la sociedad tradicional a la
industrial y ahora a la postindustrial. Cada estadio se diferencia por
lo que podría pensarse como una versión (bastante tosca) de lo que
Marx llama fuerzas productivas: la sociedad tradicional se basa en la
agricultura y la industrial en la industria manufacturera moderna, que
implica el control científico de la naturaleza y el uso de fuentes de
energía artificiales. La sociedad postindustrial se caracteriza
porque en ella se pasa de la producción de bienes a una economía de
servicios, y por el papel central que desempeña el conocimiento teórico
como fuente de innovaciones técnicas y de formulación de políticas.
Los cambios en la estructura social se infieren de estos cambios
tecnológicos.
La
sociedad postindustrial es una "sociedad del conocimiento",
dominada cada vez más por una élite profesional y técnica entrenada
en universidades. Las grandes corporaciones están pasando de un
"modo economicista" de actividad, en el cual "todos los
aspectos de la organización se subordinan unilateralmente a la
consecución de los medios para lograr los objetivos de la producción
y del lucro", a un "modo socializante" que
"garantiza a todos los trabajadores cargos vitalicios y en el que
la satisfacción de la fuerza laboral se convierte en el destino
principal de los recursos económicos de las empresas". Por
consiguiente; argumenta Bell, "hoy en día, en Estados Unidos,
nos distanciamos de una sociedad basada en un sistema de mercado, de
empresa privada, y avanzamos hacia una sociedad en la cual las
decisiones económicas de mayor importancia serán adoptadas a nivel
político, en términos de 'objetivos' y 'prácticas' conscientemente
definidos".1
Es
fácil desdeñar semejantes predicciones acerca de la muerte del
capitalismo, que reflejan las circunstancias de su formulación
inicial, durante la larga época de prosperidad económica de las décadas
de 1950 y 1960.2 Ciertamente, resulta difícil tomar en serio el
presunto paso de un modo "economicista" a un modo
"socializante" en vísperas del holocausto de los empleos
manufactureros de fines de los años setentas y del gran mercado
especulativo de mediados de los ochentas, la era de las concesiones y
las adquisiciones clientelistas, de la privatización y de las grandes
transacciones financieras, la era de Ivan Boesky y Gordon Gecko. El
argumento de Bell fue en gran medida un desarrollo de la ortodoxia
prevaleciente entre los científicos sociales de habla inglesa en el
período inmeditamente siguiente a la posguerra, cuyos temas
principales eran la separación de la propiedad y del control de las
empresas, el consiguiente surgimiento de una tecnocracia
administrativa, la fragmentación de las clases sociales en conjuntos
yuxtapuestos de grupos de interés y, otra de las brillantes ideas de
Bell, el "fin de la ideología", de la política polarizada
cuyo objetivo es la transformación global de la sociedad. La
formulación de este concepto de sociedad postindustrial quizás deba
ser vista entonces como un esfuerzo, impulsado por un determinismo
tecnológico que acobardaría al más vulgar de los marxistas, por dar
cierta coherencia a estos temas y conferirles una justificación en la
economía.
Los
comentaristas se apresuraron a señalar las erróneas interpretaciones
de las tendencias económicas en las que incurrían los teóricos de
la sociedad postindustrial.3 El alza en el porcentaje de la producción
y del empleo que hoy asumen los servicios, sin duda uno de los mayores
cambios seculares del capitalismo del siglo XX, ha ocurrido en lo
fundamental a expensas de la agricultura y no de la industria
manufacturera y, en todo caso, el empleo en esta última nunca ha
incluido a la mayor parte de la fuerza laboral: el punto más alto jamás
alcanzado se logró brevemente en Inglaterra en 1955, cuando
correspondió a la industria manufacturera el 48% del empleo.4 Es
cierto que en el período que se inicia en los años setentas tuvo
lugar una transición más pronunciada de la manufactura hacia los
servicios en las economías occidentales, pero esta tendencia exige un
análisis mucho más cuidadoso que el ofrecido por aquellos
intelectuales de izquierda que se aferran a él para anunciar la
desaparición del proletariado industrial, tesis sintetizada en el
libro de André Gorz, Adiós a la clase obrera.5
En
primer lugar, este proceso de "desindustrialización", como
es lógico, implicó una disminución en el porcentaje de la producción
y del empleo en el sector manufacturero. En otras palabras, se trató
primordialmente de un cambio relativo, ya que decreció la participación
de la fuerza laboral en la industria mas no el número absoluto de
empleados del sector. El paso sectorial de la manufactura a los
servicios puede explicarse en gran parte por el aumento creciente de
la productividad del trabajo en la industria manufacturera, lo que
significa que una proporción menor de la fuerza laboral puede
producir una cantidad considerablemente mayor de bienes. El
crecimiento de la productividad del trabajo en el sector de los
servicios es, por comparación, muchísimo más lento -en los Estados
Unidos, entre 1970 y 1984, aumentó sólo en un 0.8% anual en la banca
comercial y, de hecho, cayó a una tasa anual del 0.4% en los
expendios de comida y bebida.6
Quizás
sea importante anotar que la participación de la industria en la
producción ha decrecido en general menos abruptamente que su
participación en el empleo: en los Estados Unidos, por ejemplo, la
industria decreció del 25.8% del empleo en 1964 al 19.6% en 1982; su
participación en el volumen del Producto Bruto Interno, sin embargo,
experimentó una caída mucho menos pronunciada, del 24.8% en 1964 al
22.8% en 1982. Conjuntamente, por lo tanto, estas cifras sugieren un
aumento considerable de la productividad en el sector industrial y,
por otra parte, la transición de la manufactura a los servicios no es
universal. El Japón, la economía de mayor éxito en la época de la
posguerra, experimentó entre 1964 y 1982 una caída en la participación
de los servicios en el volumen del PBI, del 51.7% al 48.8%, y un alza
en la participación del sector manufacturero, del 24.1% al 39.9%. El
caso del Japón refuta la difundida teoría según la cual una
disminución en la manufactura respecto de los servicios es una
consecuencia de la "madurez" económica y del aumento en el
ingreso per capita. El ingreso per capita en Japón es
considerablemente más alto que en Gran Bretaña, pero los servicios
detentan en Inglaterra una mayor participación (55.6% en 1982) y la
manufactura una proporción mucho menor (24.9%) del volumen del PBI.7
En
todo caso, hay buenas razones para dudar de que exista una tendencia
inevitable a sustituir la manufactura por los servicios. El
crecimiento de la llamada industria de "bienes blancos", por
ejemplo, implica sustituir servicios por bienes: implementos domésticos
como neveras, aspiradoras y lavadoras, producidos en fábricas y
distribuidos en el mercado, reemplazan los servicios suministrados por
trabajo femenino gratuito o por sirvientes. De la misma manera, la
tendencia general a utilizar el automóvil privado en lugar del
transporte público significa que la movilización personal se asegura
mediante la adquisición de un bien y no mediante la prestación de un
servicio. Finalmente, la transformación de la recreación masiva en
el siglo XX ha significado la progresiva sustitución de los servicios
que antes prestaban los cines y teatros por bienes de consumo
durables: equipos de sonido, televisores, grabadoras, etc.
Michael
Prowse argumenta que el lento crecimiento de la productividad en el
sector de los servicios implica que "el precio relativo de los
servicios suministrados directamente se eleva en comparación con el
de los bienes, propiciando la adquisición de artículos
manufacturados" y generando "un incentivo constante para que
los empresarios fabriquen bienes capaces de sustituir servicios
anteriormente adquiridos". Sugiere también que "la razón
principal por la cual la participación del sector de servicios ha
aumentado es que algunas de las industrias manufactureras en ciertos
países de Occidente están moribundas y ya no desempeñan la función
de producir bienes tangibles que sustituyan los servicios".8 Es
el carácter poco competitivo de sus respectivas industrias
manufactureras lo que, en opinión de Prowse, explica la
desindustrialización relativamente rápida de Gran Bretaña y los
Estados Unidos. La complacencia con que los gobiernos de Thatcher y
Reagan saludaron el ocaso de la manufactura como la transición históricamente
ineludible hacia una economía de servicios, suscitó fuertes críticas
de parte de comentaristas más reflexivos como Prowse, preocupados por
las perspectivas futuras del capitalismo británico y estadounidense.9
Las
implicaciones sociales de la disminución relativa del empleo en la
industria manufacturera, por otra parte, no han sido las anticipadas
por Bell. La creciente proporción de la fuerza laboral clasificada
como de "cuello blanco" se confunde a menudo con la expansión
del sector de los servicios pero, desde luego, no son equivalentes,
pues éste emplea limpiadores y meseros al lado de funcionarios
bancarios y corredores de bolsa, mientras diseñadores y tipógrafos,
ingenieros y calificados operarios de maquinaria trabajan en las fábricas.
En todo caso, el empleo de cuello blanco cubre al menos tres
posiciones de clase diferentes: los "capitalistas
gerenciales", que son, en efecto, miembros asalariados de la
burguesía; la "nueva clase media", conformada por los
empleados de mayor nivel en las áreas profesionales, comerciales y
administrativas, y los empleados rutinarios cuya falta de seguridad,
salarios relativamente bajos e imposibilidad de controlar su empleo
los colocan, básicamente, en la misma posición de los trabajadores
manuales.10
El
empleo en el sector de servicios propiamente dicho difícilmente se
ajusta al perfil de la élite de la "sociedad del
conocimiento" descrita por Bell. El salario semanal promedio en
la industria manufacturera de los Estados Unidos era de US$ 396 en
1986 y US$ 275 en el sector de servicios. El gobierno de Reagan hizo
gran alarde del hecho de que las veinte ocupaciones de mayor
crecimiento en la década de 1980 se relacionaban todas con "el
manejo de la información", con lo cual se refería a un
abigarrado grupo de programadores de computadores, analistas y
operadores, manejadores de máquinas procesadoras de datos, mecánicos,
agentes de viaje, ingenieros astronáuticos, asistentes de psiquiatría
y ayudantes paralegales. Conjuntamente, sin embargo, este grupo es
inferior al creciente número de empleados en expendios de comidas rápidas.
El 22% de los 17.1 millones de empleos en servicios no gubernamentales
creados en los Estados Unidos entre 1972 y 1984 corresponde a
restaurantes y comercio al detalle, un sector donde el salario por
hora es inferior en un 38% al de la industria manufacturera.11
La
"desindustrialización", por lo demás, ha sido un doloroso
proceso, de resultados socialmente regresivos. En ningún lugar del
mundo se ilustra esto mejor que en California, la paradigmática
"sociedad postindustrial" ubicada estratégicamente en el
extremo este de la dinámica economía del Pacífico que, en 1985, tenía
el 70% de su fuerza laboral empleada en el sector de servicios y que
está idealmente conformada, gracias a Hollywood y a Silicon Valley,
para suministrar al mercado mundial recreación, información y
entretenimiento.12 La recesión de 1979-82 eliminó casi que de tajo
las industrias de automóviles, de acero y de llantas, al igual que
otras empresas básicas, y una alta tasa de desempleo se combinó con
la entrada a menudo ilegal de emigrantes para producir un descenso
radical en los salarios. Por consiguiente, hubo una expansión de las
industrias intensivas en mano de obra mal remunerada, tanto en el
sector de la manufactura como en el de los servicios, y creció el
empleo en textiles hasta el punto de que California está ahora en
condiciones de competir con Hong Kong y Taiwan. Como observa Mike
Davis, "la industria de Los Angeles ha pasado del 'fordismo' al
'sangriento taylorismo' casi a la misma escala de Asia
Oriental".13 Un patrón similar puede observarse en el sector de
servicios, cuyos salarios llegan en promedio casi a la mitad de los de
la industria manufacturera básica. Por consiguiente, a pesar de las
ficticias tasas de riqueza y de dinámico crecimiento de California,
los ingresos per cápita cayeron del 123% del promedio estadounidense
en 1960 al 116% en 1980 y al 113% en 1984. En palabras de Philip
Stephens, "los beneficios del crecimiento han sido disfrutados,
principalmente, por los empresarios de Silicon Valley y por una pequeña
proporción de la población con grandes propiedades y activos
financieros".14
El
resurgimiento en las ciudades más ricas de la Tierra de los
denominados "métodos sudorosos" de explotación de la mano
de obra, típicos del siglo XIX, hace parte de un conjunto más amplio
de cambios, uno de cuyos rasgos más importantes y, por lo general, más
ignorados por los teóricos parroquiales de la sociedad postindustrial,
es el desarrollo de los nuevos países industrializados del Tercer
Mundo.15 Una de las principales consecuencias de la producción
emergente en estos países ha sido el considerable crecimiento de la
clase obrera industrial a escala global. Paul Kellog escribe:
El
empleo en la manufactura creció en un 65% en Turquía entre 1960 y
1982,179% en Egipto entre 1958 y 1981, 623% en Tanzania entre 1953 y
1981, 57% en Zimbabwe entre 1970-80, 212% en Brasil entre 1970-82, 34%
en Perú entre 1971-81 y un asombroso 2.500% en Corea del Sur entre
1956 y 1982. A escala mundial esto significa, en los once años
comprendidos entre 1971 y 1982, un incremento del 14.1% en el empleo
industrial. Es cierto que durante este período "las economías
de mercado desarrolladas" (Norteamérica y Europa Occidental en
particular) experimentaron una baja en el empleo industrial del 61/2
por ciento. No obstante, "las economías de mercado en vías de
desarrollo" se dispararon en un 58%, y "las economía de
planificación central" en un 16% para compensar con creces la
diferencia... A escala mundial hay ahora más trabajadores en la
industria que en cualquier momento de la historia... La clase obrera
industrial, en los 36 principales países industriales, aumentó entre
1977 y 1982 de 173 a 183 millones. Lo anterior es una descripción
incompleta, si consideramos que 1982 fue el peor año de la peor
recesión de la época de la posguerra, una recesión que condujo a
que en Occidente millones de trabajadores de la industria perdieran su
empleo.16
La
discusión acerca de cómo deben ser interpretados estos cambios se
encuentra en la sección 5.3, pero por ahora basta señalar que
detectar en ellos el surgimiento de la sociedad postindustrial es
ciertamente una equivocación. Sin embargo, varios teóricos contemporáneos,
desde Habermas hasta sus enemigos postmodernistas, se han apresurado a
anunciar "la obsolescencia del paradigma de la producción",
entendiendo con ello el marxismo. Resulta difícil tomar en serio
mucho de lo que se ha escrito al respecto. Craig Owens merece
probablemente el premio al argumento más tonto cuando afirma que
"el marxismo privilegia la actividad típicamente masculina de
producción como la actividad decididamente humana... las mujeres,
confinadas históricamente a los ámbitos del trabajo no productivo o
reproductivo, se colocan así por fuera de la sociedad masculina de
productores, en un estado de naturaleza".17
El
adverbio "históricamente" produce especial deleite pues,
desde luego, el trabajo de la mujer desempeña un papel productivo
fundamental en los hogares campesinos que constituyen la unidad económica
básica de las sociedades agrarias precapitalistas.18 La transformación
de la familia, que dejó de ser una unidad de producción para
convertirse en una unidad de consumo donde el trabajo doméstico de la
mujer se dedica primordialmente a la reproducción de la fuerza de
trabajo, es una novedad histórica propia del capitalismo industrial.
De lo anterior no se deduce, desde luego, que bajo el capitalismo las
mujeres estén confinadas a este papel reproductivo; en efecto, una de
las tendencias contemporáneas más importantes en el campo del empleo
es la progresiva incorporación de la mujer al trabajo asalariado en
las economías avanzadas.19
Baudrillard
es menos ignorante que Owens pero formula una crítica similar al
marxismo, acusándolo de etnocentrismo y de "racismo teórico"
por querer proyectar las categorías propias del capitalismo
industrial a las "sociedades primitivas", en las cuales la
producción "es continuamente negada y volatilizada por el
intercambio recíproco que se consume a sí mismo en una operación
sin fin".20 El materialismo histórico no está, como parece
creerlo Baudrillard, comprometido con la idea de que toda formación
social produce en aras de la producción misma; ciertamente, Marx
considera tal cosa como un rasgo peculiar del capitalismo. Lo único
que afirma el materialismo histórico es que incluso las sociedades
preclasistas, con prácticas de redistribución tales como la
reciprocidad generalizada y que sólo en el sentido más formal están
gobernadas por el deseo de maximizar utilidades, deben hallar una
manera de asegurar su reproducción material, y que la combinación
entre fuerzas productivas y relaciones de producción conformará cada
sociedad y le dará sus características propias, independientemente
de que sus agentes así lo reconozcan. Cuando confrontamos la tesis de
Baudrillard, que al parecer niega que las sociedades primitivas estén
sujetas a limitaciones materiales, tendemos a coincidir con Perry
Anderson en que "el marxismo clásico" es "una especie
de sentido común".21
Habermas,
sobra decirlo, pertenece a una categoría muy diferente de la de los
littérateurs postmodernistas como Owens y Baudrillard. No obstante,
considera también que el "paradigma de la producción"
resulta cada vez menos aplicable a la sociedad contemporánea y habla,
por ejemplo, de "el final, históricamente previsible, de la
sociedad basada en el trabajo".22 Aquí parece tener en mente lo
que considera la importancia cada vez menor del trabajo manual en la
producción de bienes y servicios. Pero, como ya hemos visto, la
disminución del empleo en la industria de las economías avanzadas ha
sido exagerada y se ve contrarrestada por la expansión de la clase
obrera industrial a escala mundial. En todo caso, resulta poco
adecuado identificar el trabajo propiamente dicho con el trabajo
industrial. A pesar de las filas de desempleados que llenaron las
calles durante las décadas de 1970 y 1980, en las economías
occidentales nueve décimas partes de la población en edad de
trabajar tienen habitualmente algún tipo de empleo, por lo general
asalariado, y el hecho de que los obreros manuales de la industria no
constituyan hoy día la mayoría de los empleados asalariados no
implica por sí mismo el comienzo del final de la "sociedad
basada en el trabajo".
El
trabajo asalariado, por el contrario, con la disminución de la
agricultura campesina y la creciente incorporación de la mujer al
mercado laboral, se ha convertido en el rasgo más difundido de la
experiencia social en el pasado medio siglo. El que gran parte de este
trabajo implique ahora interactuar con otras personas más que
producir bienes no modifica las relaciones sociales correspondientes,
y un rasgo revelador de las relaciones industriales contemporáneas es
la extensión del sindicalismo a las profesiones
"vocacionales" (salud, docencia, trabajo social, etc.); en
1988, por ejemplo, tanto en Gran Bretaña como en Francia, se dieron
importantes conflictos laborales que involucraron a un número
creciente de enfermeras. El que menos personas estén empleadas en la
producción material no modifica en manera alguna, por lo tanto, el
hecho de que nadie puede sobrevivir sin los bienes industriales
fabricados por estas personas. No sólo tienen los seres humanos las
mismas necesidades de alimento, vestido, abrigo y similares, sino que
los niveles de vida cada vez más altos y la expansión del consumo
masivo que conllevan implican la proliferación de bienes materiales,
debido a la tendencia arriba anotada de sustituir servicios por artículos
duraderos. La enorme expansión de las capacidades productivas que ha
tenido lugar bajo el capitalismo hace posible una drástica reducción
de la jornada laboral y, en este sentido, de la "sociedad basada
en el trabajo". Pero esta posibilidad sólo podrá convertirse en
realidad como resultado de la abolición de las relaciones sociales
capitalistas, que dependen todavía de la explotación del trabajo
asalariado. E incluso la sociedad socialista que surja de una
transformación semejante descansará todavía sobre lo que Marx llama
"el reino de la necesidad", es decir, sobre la producción
de los valores de uso sin los cuales la existencia humana desaparecería.
El que un pensador tan persuasivo como Habermas pierda de vista estas
realidades fundamentales es un indicio de la confusión intelectual
prevaleciente.
5.2
El espectro de Hegel: el postmodernismo de Jameson
La
creencia en la existencia de una época postmoderna no necesariamente
depende de la idea, poco sostenible, de una sociedad postindustrial.
Una serie de escritores marxistas, o al menos marxizantes, ha
relacionado lo que consideran como el surgimiento de una cultura
postmoderna con cambios ocurridos dentro del modo capitalista de
producción. El más importante defensor de esta perspectiva es
Frederic Jameson, para quien "conceder alguna originalidad histórica
a la cultura postmoderna es afirmar implícitamente una diferencia
estructural entre lo que se llama a veces la sociedad de consumo y
momentos anteriores del capitalismo...".23 Jameson había
comenzado ya a desarrollar un análisis análogo en su brillante
discusión del surrealismo presentada en El marxismo y la forma, un
libro publicado en 1971. Las "iluminaciones profanas" de los
surrealistas, el descubrimiento de una investidura psíquica
inconsciente que existe de manera casi mágica en los objetos
cotidianos, reflejan a su juicio "una economía que todavía no
está industrializada y sistematizada por completo", en la que
"el origen humano de los productos -su relación con el trabajo
que los produce- no se oculta totalmente; en su producción se
evidencian aún las huellas de una organización artesanal del
trabajo, mientras su distribución está asegurada, predominantemente,
por una red de pequeños tenderos". Hoy, por el contrario,
en
lo que llamamos el capitalismo postindustrial, los productos que nos
son suministrados están desprovistos por completo de profundidad: su
contenido plástico es totalmente incapaz de servir como conductor de
energía psíquica... Toda investidura libidinal en estos objetos está
excluida de antemano, y podemos preguntarnos si será cierto que
nuestro universo de objetos, en lo sucesivo, será incapaz de
suministrar "algún símbolo adecuado para conmover la
sensibilidad humana" (Breton), si no estaremos en presencia de
una transformación cultural de señaladas proporciones, de una
ruptura histórica absoluta e inesperada.24
Este
pasaje contiene in nuce el análisis más reciente de Jameson acerca
de la "lógica cultural del capitalismo tardío". El
postmodernismo se ha convertido, sostiene, en una "dominante
cultural". El arte producido bajo su imperio se caracteriza por
una especial carencia de profundidad, un despojarse de todo contenido
emocional; celebra, por el contrario, la desintegración del sujeto y
ofrece meros pastiches de un pasado histórico nostálgicamente
reducido a un mundo perdido de compromiso político o a una fuente de
imágenes brillantes estilo retro. El extraño alborozo inducido por
el arte postmoderno, añade, es un caso de lo "sublime histérico",
de la efervescencia y terror con los cuales respondemos a la
consciencia de que el funcionamiento del sistema económico mundial ya
no es representable ni imaginable. En todos los aspectos mencionados,
sin embargo, el postmodernismo refleja la naturaleza de este sistema.
"Ha
habido tres momentos fundamentales del capitalismo... el capitalismo
mercantil, el estadio monopolista o imperialista, y el nuestro, erróneamente
llamado postindustrial, pero que mejor podría denominarse
multinacional". A cada estadio corresponde una tecnología
particular -el vapor (mercantil), la electricidad y los automóviles
(monopolista), los computadores y la energía nuclear (multinacional)-
así como una "dominante cultural" -realismo en el caso del
capitalismo mercantil, modernismo en el caso del imperialismo. El
"postmodernismo" correspondería a la tercera fase, la del
"capitalismo tardío, multinacional o de consumo... la fase más
pura del capitalismo que se haya dado, una prodigiosa expansión del
capital hacia áreas que hasta ahora habían permanecido por fuera del
ámbito de la producción de mercancías... Nos veríamos tentados a
hablar en este sentido de una colonización nueva e históricamente inédita
de la naturaleza y del inconsciente, esto es, la destrucción de la
agricultura precapitalista del Tercer Mundo por parte de la Revolución
Verde, y el surgimiento de los medios de comunicación y de la
industria de la publicidad".25
El
esfuerzo de Jameson por contextualizar históricamente el
postmodernismo está ejecutado en forma brillante e imaginativa.
Despliega la calidad del auténtico crítico de la cultura al pasar
con asombrosa facilidad de las generalidades teóricas a los casos
concretos, en especial cuando analiza el interior barroco del Hotel
Bonaventure de Los Angeles para ilustrar la forma como el "hiperespacio
postmoderno... ha conseguido finalmente trascender la capacidad que
tiene el cuerpo humano individual de ubicarse, de organizar
perceptivamente su entorno inmediato y de localizar su posición en un
mundo externo espacialmente identificable". Pero la manera como
Jameson entreteje lo universal y lo particular tiene un propósito político
definido, ya que así puede evitar la formulación de un juicio moral
-positivo o negativo- sobre el postmodernismo. Si bien descarta con
facilidad "la celebración complaciente (y sin embargo delirante)
que manifiestan los inexpertos seguidores de este nuevo mundo estético
(incluida su dimensión social y económica, acogida con igual
entusiasmo bajo el lema de 'sociedad postindustrial')", Jameson
insiste también en que "si el postmodernismo es un fenómeno
histórico, el esfuerzo por conceptualizarlo en términos de juicios
morales o moralizantes debe ser calificado, en última instancia, de
error categorial". El arte postmoderno no puede ser ignorado
sencillamente como algo mistifcador, sino que debe "ser leído
como una nueva forma peculiar de realismo (o al menos de una mímesis
de la realidad)". Esta respuesta, según él, es la única
consistente con la aproximación de Marx al capitalismo en el
Manifiesto Comunista, "un tipo de pensamiento... capaz de
aprehender los rasgos demostrablemente funestos del capitalismo al
mismo tiempo con su extraordinario y liberador dinamismo dentro de una
única idea, sin atenuar la fuerza de ninguno de los dos juicios.
Debemos, de alguna manera, elevar nuestra mente al punto en que
podamos comprender que el capitalismo es a la vez lo mejor que le ha
sucedido a la humanidad, y lo peor".26
La
posición general de Jameson se alinea en forma evidente con la
perspectiva adoptada por Marx frente al capitalismo (ver sección 2.1)
y, por lo tanto, con el argumento central desarrollado a lo largo de
este libro. Podemos simpatizar también con su deseo de evitar ese
tipo de denuncia elitista de las nuevas formas culturales que
desfigura en gran medida los escritos de Lukács sobre el modernismo.
La actitud de Jameson ante el postmodernismo evoca más bien la
"máxima brechtiana" citada por Benjamin: "No comenzar
con las buenas cosas viejas, sino con las malas cosas nuevas".27
En lugar de aferrarnos nostálgicamente a las formas agotadas del
modernismo, sugiere Jameson, debemos explorar el potencial crítico
inherente al postmodernismo. A la hora de la verdad, se muestra algo
parsimonioso en cuanto a ilustrar las posibilidades subversivas de las
nuevas formas, pero no es allí donde reside la mayor dificultad; ésta
es, ante todo, de tipo metodológico.
Jameson
es el más célebre seguidor contemporáneo del marxismo hegeliano.
Para él, el marxismo se distingue antes que nada por "el
imperativo de totalizar", de conceptualizar los diversos
fragmentos de la vida social como aspectos de un conjunto de
relaciones comprehensivo e integrado. La diferencia entre Jameson y
Lukács, cuya Historia y consciencia de clase representa el esfuerzo más
importante por identificar el método marxista con el concepto de
totalidad, es doble. En primer lugar, Jameson no concibe la totalidad
social como una entidad que pueda ser directamente experimentada en
ningún sentido, sino como "una causa ausente... inaccesible para
nosotros excepto en forma textual". La historia, "concebida
en su acepción más amplia como secuencia de modos de producción y
como la sucesión y el destino de diversas formaciones sociales",
opera como "horizonte último" de todo análisis textual,
pero su principal función teórica es suministrar el fundamento de la
crítica al carácter parcial y limitado de las "narrativas"
que no la toman en cuenta. "Este estatuto negativo y metodológico
del concepto de totalidad" significa que "el marxismo
subsume otros modos de interpretación de los sistemas" y
utiliza, por ejemplo, el postestructuralismo, como lo hace el propio
Jameson en su estudio sobre Wyndham Lewis (ver sección 1.3), pero al
mismo tiempo los lleva más allá de sus límites al incorporarlos
dentro de una totalización más amplia.
En
segundo lugar, mientras que Historia y consciencia de clase
conceptualiza las mediaciones entre diversas prácticas sociales en términos
de las homologías que evidencian, Jameson sigue a Althusser, el más
importante de los críticos marxistas de Lukács, cuya concepción
estructural de la totalidad social "insiste en la interrelación
de todos los elementos de una formación social, sólo que los
relaciona a través de sus diferencias estructurales y distanciamiento
mutuo y no en razón de su identidad última... La diferencia se
entiende entonces como un concepto relacional más que como el mero
inventario inerte de una diversidad sin relación". Así,
"la celebración postestructuralista actual de la discontinuidad
y la heterogeneidad es... sólo un momento inicial de la exégesis
althusseriana, la cual exige luego que los fragmentos, los niveles
inconmensurables, los impulsos heterogéneos del texto, se relacionen
de nuevo, pero en el modo de la diferencia estructural y de la
contradicción determinada".28 La concepción de Jameson de la
totalidad es entonces similar a la del deus absconditus de los escolásticos
y los místicos, presente sólo en su ausencia. Esta démarche implica
poner al servicio de la tradición lukácsiana la crítica de
Althusser a la "totalidad expresiva" de Hegel, "esto
es, una totalidad cuyas partes son a su vez partes totales, cada una
de las cuales expresa las otras y también la totalidad social que las
contiene, porque cada una posee en si misma, en la forma inmediata de
su expresión, la esencia de la totalidad"29.
De
lograrlo, sería una extraordinaria hazaña, pues Althusser considera
el análisis que hace Lukács de la reificación en Historia y
consciencia de clase como uno de los principales ejemplos de una
totalidad semejante, donde diferentes prácticas sociales se reducen a
expresiones de una esencia única cuya estructura comparten.30 No es
claro, sin embargo, que la síntesis propuesta por Jameson entre Lukács
y Althusser funcione, al menos en lo que respecta al postmodernismo.
Tenemos más bien la impresión de que el esfuerzo de Jameson por
vincular un arte distintivamente postmoderno con una nueva fase
"multinacional" del desarrollo capitalista es precisamente
el tipo de error que Althusser busca diagnosticar en su crítica a la
totalidad expresiva.31 Jameson nos dice, por ejemplo, que "el
modo de la literatura contemporánea de entretenimiento", a la
que llama "paranoia de alta tecnología", en la que
"los circuitos y redes de una putativa interconexión mundial
computarizada se movilizan narrativamente a través de las
conspiraciones laberínticas de agencias de información rivales, autónomas
pero letalmente interconectadas y de una complejidad que sobrepasa a
menudo la capacidad de la mente normal", es "un esfuerzo
desfigurado por pensar la imposible totalidad del sistema mundial
contemporáneo", "la red completamente novedosa y decentrada
del tercer estadio del capital".32 Esto se asemeja mucho más a
una relación de homología que a una diferencia estructural y, de
manera más general, la presentación que hace Jameson del arte
postmoderno, a pesar de sus muchos aciertos, tiende a forzar dentro de
un molde único una diversidad de fenómenos culturales cuya relación
no es evidente: el tratamiento que hace del "cine de la
nostalgia" es un ejemplo de ello.33
De
esta crítica no debe concluirse que Jameson esté equivocado al
insistir en la necesidad de totalización. Por el contrario, él mismo
señala que la celebración postestructuralista de la fragmentación y
de la diferencia "debe estar acompañada de una apariencia
inicial de continuidad, de alguna ideología de unificación
previamente establecida, que es su misión refutar y
fragmentar".34 Podría argumentarse, como lo hago en la sección
3.4, que cuando Foucault, para citar un caso, elabora su descripción
de la "sociedad disciplinaria", constituida por el
"dispositivo" del "poder-saber", recurre implícitamente
a una totalización. Jameson acierta cuando enfatiza el fracaso de
toda estrategia política que no implique el reconocimiento del carácter
sistemico del capitalismo.35 El problema reside en que la tendencia de
Jameson a reducir la diversidad de la vida social a instancias de una
esencia única corre el peligro de dar mala fama a la totalización -o
mejor, a la totalización marxista que, a diferencia del
postestructuralismo, explicita su esfuerzo por relacionar diferentes
prácticas como partes de un mismo todo. El asunto se complica aún más
por su intento de colocarse más allá del bien y del mal en su
actitud hacia el capitalismo postmoderno.
De
hecho, no hay inconsistencia alguna entre el análisis científico y
la evaluación ética de un fenómeno social, y al sugerir lo
contrario, Jameson sólo propicia el que se le atribuya una teleología
hegeliana en la que el progreso se halla entretejido en la textura
misma de la historia.36 Dentro de este contexto, sigue siendo válido
el argumento de Althusser: el marxismo sólo puede evitar el
evolucionismo si se apoya en una concepción compleja de la totalidad,
en la que se reconozca la "temporalidad diferencial" de los
diversos niveles de una formación social, cada uno de los cuales
tiene "un tiempo peculiar, relativamente autónomo y por ello
relativamente independiente incluso en su dependencia de los 'tiempos'
de otros niveles", de manera que la totalidad debe ser vista como
la "interrelación de tiempos diferentes..., esto es, el tipo de
dislocación (décalage) y torsión de las diferentes temporalidades
producido por los diferentes niveles de la estructura, cuya compleja
combinación constituye el tiempo peculiar de desarrollo del
proceso".37 Una totalidad así será necesariamente
"irrepresentable", sólo cognoscible por medio de una
compleja articulación de conceptos teóricos, y éstos no son, como
lo cree Jameson, rasgos que pertenecen únicamente al
"capitalismo multinacional.38
5.3
¿Una ruptura en el capitalismo?
La
tesis central de Jameson, según la cual el capitalismo habría
sufrido un cambio fundamental, no se refuta, desde luego, sólo con señalar
que conceptualiza de manera reduccionista las implicaciones culturales
de este presunto cambio. Es preciso demostrar también que los
esfuerzos realizados para sustentar la tesis no están bien
elaborados. En El marxismo y la forma, el "capitalismo
monopolista postindustrial", predominante desde los años
cuarentas y caracterizado en términos tomados de El capital
monopolista de Paul Baran y Paul Sweezy, es el responsable del carácter
superficial y carente de sentimiento de los productos culturales de
hoy.39 Hacia 1984, sin embargo, Jameson había llegado a repudiar la
noción de "sociedad postindustrial" y había ubicado el
momento del cambio "a finales de la década de 1950 o comienzos
de la de 1960"; cita como autoridad en economía el libro El
capitalismo tardío de Ernest Mandel, que "ofrece la anatomía de
la originalidad histórica de esta nueva sociedad", descrita
ahora como la del capital "multinacional", un estadio
posterior a la era monopolista.40 Como señala Mike Davis, esta nueva
periodización entra en conflicto con la utilizada por Mandel, cuyo
"propósito central [en el libro citado] es comprender la larga
ola de rápido crecimiento de la posguerra" y quien
"considera que la verdadera ruptura, la terminación definitiva
de esta larga ola, sería la 'segunda recesión' de 1974-75...".
La diferencia entre el esquema de Jameson y el de Mandel es crucial:
¿nació el capitalismo tardío alrededor de 1945 o de 1960? ¿Son los
años sesentas el comienzo de una nueva era o sólo la incandescente cúspide
de la bonanza de la posguerra? ¿Dónde se ubicaría la recesión en
la explicación de las tendencias culturales contemporáneas?41
Jameson
no es lo suficientemente explícito acerca de la naturaleza del
"capitalismo multinacional" como para sustentar una discusión
seria de estos interrogantes. Las inconsistencias de su análisis (de
fines de la década de 1940 a comienzos de la década de 1960, del
capital monopolista al multinacional) y su uso relativamente informal
de las fuentes económicas sugiere que su creencia en "una
transformación cultural de señaladas proporciones, una ruptura histórica
absoluta e inesperada", es una intuición que anima su crítica más
que algo inferido de la investigación empírica de la economía
mundial contemporánea. Hay, sin embargo, esfuerzos mejor
fundamentados para mostrar que el capitalismo ha pasado a una nueva
fase cuyo correlato cultural sería el postmodernismo. Consideraremos
dos de ellos.
Scott
Lash y John Urry afirman que las sociedades occidentales se encuentran
actualmente en la transición de un capitalismo "organizado"
a un capitalismo "desorganizado". El capitalismo organizado
(la expresión fue acuñada por Hilferding), tal como se consolida a
comienzos del siglo XX, implicó en particular la concentración y
centralización del capital industrial, comercial y bancario; la
separación entre propiedad y control; el crecimiento de la
"clase de servicios" profesional, gerencial y
administrativa; la regulación corporativa de la economía nacional
por parte del Estado, los grandes capitales y las organizaciones
laborales; el dominio sectorial de la industria manufacturera y
extractiva; la concentración espacial de la gran industria en los
centros urbanos, que operan como foco de economías regionales
coherentes, y una vida cultural escindida por la racionalidad tecnológica
y sus oponentes, en especial el modernismo y el nacionalismo.
El
surgimiento del capitalismo desorganizado consiste en la desintegración
de los espacios económicos nacionales gobernados por el Estado y
característicos de la fase anterior; en la expansión de un mercado
mundial dominado por corporaciones multinacionales, que debilita el
poder económico de los países, y en el crecimiento de las
inversiones industriales en el Tercer Mundo, que contribuye a la
decadencia de la industria manufacturera en Occidente. El efecto de
todo lo anterior, combinado con el progresivo crecimiento de la
"clase de servicios", es minar la fuerza y coherencia del
movimiento laboral, contribuyendo a la erosión de la negociación
corporativa y al debilitamiento de una política basada en la lucha de
clases. Por otra parte, una serie de cambios espaciales, como la
reubicación de la industria en zonas alejadas de las grandes
ciudades, promueve la decadencia de los centros metropolitanos y la
desintegración de las economías rurales. La vida cultural, por último,
es cada vez más fragmentaria y pluralista, modificación que se
refleja en el surgimiento del postmodernismo.42
Aunque
Lash y Urry adoptan implícitamente una explicación multicausal de
los cambios descritos, otros autores que cubren el mismo terreno han
preferido centrarse en la relación entre la producción y el consumo.
Los escritores vinculados a la revista británica Marxism Today
argumentan que el capitalismo contemporáneo experimenta ahora el
surgimiento del "postfordismo". El concepto clave es aquí
el de "fordismo", desarrollado en particular por la
"escuela de la regulación" marxista francesa (Michel
Aglietta, Alain Lipietz, Michel de Vrooy y otros), aun cuando no puede
imputarse a estos teóricos responsabilidad alguna por la manera como
han sido utilizadas sus ideas.43 El fordismo debe entenderse, en
primera instancia, como un sistema masivo de producción que implica
la estandarización de los productos, el uso a gran escala de
maquinaria apropiada únicamente para un modelo en particular, el
"manejo científico" propuesto por Taylor de las relaciones
laborales, el ensamblaje de productos en línea y la garantía de
mercados masivos debida a los altos costos fijos.
El
fordismo se caracteriza, en segundo lugar, por la articulación de la
producción y del consumo masivos; por el uso de la propaganda para
incitar a los consumidores a adquirir productos estandarizados; por la
formación de mercados nacionales protegidos y por el intervencionismo
de Estado, que utiliza técnicas como el control keynesiano de la
demanda y la transferencia de pagos para impedir catastróficas caídas
en el poder adquisitivo de la población. La crisis de fines de los años
sesentas y comienzos de los años setentas significa, según estos
autores, el fin del fordismo, y en su lugar habría tomado forma una
nueva variante del capitalismo llamada, sin mayor originalidad,
postfordismo. Pero así como el fordismo fue creado por productores
tales como el epónimo fundador del mismo, el postfordismo está
gobernado por el consumo. Los sistemas de reparto basados en
computadores permiten a los distribuidores evitar el excesivo
almacenamiento de productos, que era el problema del fordismo, y hacen
posible dirigir los artículos a grupos específicos de consumidores.
El postfordismo, al mismo tiempo, ha presenciado la disgregación del
mercado masivo en nichos fragmentados en los cuales el diseño se ha
convertido en un importante punto de venta: las mercancías ya no se
adquieren sólo por el valor de uso que poseen, sino por el estilo de
vida que connota su diseño.
Estos
cambios corresponden, dentro de la esfera de la producción, al
desarrollo de la "especialización flexible". Se introducen
nuevas tecnologías -como los sistemas flexibles de manufactura que ya
no están destinadas a un modelo particular y pueden adaptarse a una
serie de propósitos. El uso creciente de los computadores en la
coordinación de la industria posibilita, asimismo, el almacenamiento
oportuno, con lo cual se aminoran los gastos generales fijos. El tamaño
de las plantas se reduce y el papel de los obreros se modifica, puesto
que los nuevos métodos de producción ya no requieren la masa de
operarios poco capacitados del fordismo, sino un núcleo más pequeño,
una fuerza de trabajo con múltiples habilidades, capaz de participar
activamente, a través de círculos de calidad y otros instrumentos
por el estilo, en los procesos laborales. Por debajo de este grupo,
que en lo habitual está compuesto por hombres blancos y bien
remunerados, se encuentra la fuerza laboral "periférica",
mal remunerada, con empleos temporales, a menudo de tiempo parcial,
extraída de grupos oprimidos como las mujeres y los negros, y que se
extiende hasta las clases más pobres, sostenidas por un restringido
Estado benefactor. El postfordismo significa entonces un aumento de
ingresos y de libertad para algunos, y una disminución para otros.44
Los
autores de estos análisis del capitalismo contemporáneo son
culpables de un reduccionismo tan feroz como el de Jameson, pero
carecen de su habilidad para ofrecer una explo ración matizada,
precisa y elocuente de fenómenos culturales concretos. Leer las
descripciones de la "nueva era" en la revista Marxism Today
es confrontar una versión caricaturesca del tipo de totalidad
expresiva criticada por Althusser, que llega incluso a ofrecer
listados contrapuestos de las características de la "era
moderna" y la "nueva era". Los argumentos que buscan
establecer conexiones entre diferentes fenómenos son a menudo en
extremo descuidados. Stuart Hall, por ejemplo, cuya conversión en un
maestro de la retórica ofuscadora, que confunde distinciones
conceptuales básicas, bien puede ser considerada una de las menores
tragedias intelectuales de la década de 1980, concede que "aún
se debate si el 'postfordismo' existe," pero luego procede a
afirmar que "cualquiera que sea la explicación que acordemos, el
hecho de verdad sorprendente es que esta `nueva era' pertenece a una
zona de tiempo marcada por la marcha del capital a través del planeta
y, al mismo tiempo, de la línea Maginot de nuestra
subjetividad".45 El aterrador reduccionismo desplegado aquí
proviene, por extraño que parezca, de uno de los críticos más
persistentes de la presunta tendencia marxista a identificar la
superestructura ideológico-política con la base económica. No
obstante, los análisis del capitalismo desorganizado y del
postfordismo tienen al menos el mérito de que buscan mostrar cómo
los cambios sistemáticos de la economía capitalista justifican
hablar de una era distintiva postmoderna; más aún, tales
explicaciones están fundamentadas en lo empírico, al menos en cuanto
se refieren a transformaciones que ya han ocurrido. La dificultad
reside en que exageran indebidamente la dimensión de estos cambios y
no consiguen conceptualizarlos de manera adecuada.
Estas
fallas son más evidentes en el caso del contraste trazado entre el
fordismo y el postfordismo, objeto de rigurosas y devastadoras críticas
tanto teóricas como empíricas. En primer lugar, los teóricos del
postfordismo analizan en forma incorrecta el modelo de producción
masiva del fordismo: en el caso clásico de la industria automovilística,
por ejemplo, gran parte de estos equipos no son especializados y
pueden ser utilizados de nuevo en la fabricación de otros modelos. De
cualquier manera, la dependencia del fordismo con respecto a un
producto único inmodiflcado al estilo del Ford modelo T o del
Volkswagen pequeño es algo excepcional y, además, el campo de
aplicación de las técnicas de producción masiva siempre ha estado
limitado a la producción de bienes de consumo durables (autos,
productos eléctricos y electrónicos) y no incluye industrias de
consumo básicas como ropa y muebles, ni tampoco industrias de
procesamiento intensivas como el acero y los químicos.
En
segundo lugar, la tesis de que los mercados masivos para productos
estandarizados se están disgregando carece de sustentación empírica.
Hay una gran demanda de productos durables "maduros" como
autos, lavadoras y refrigeradores, a los que se añaden en la
actualidad nuevos artículos como videograbadoras, equipos de sonido
compactos, hornos microondas, lavadoras de platos y procesadores de
alimentos. La internacionalización del comercio ha llevado a la
fragmentación de los mercados en cuanto los productores locales, que
antes predominaban, se ven confrontados por los importadores, pero el
resultado típico de este enfrentamiento es que los productores
masivos sobreviven ofreciendo una variedad de modelos y combinando una
participación relativamente alta en el mercado doméstico con un
aumento en las exportaciones.
En
tercer lugar, la novedad de la "especialización flexible"
ha sido muy exagerada. Las nuevas tecnologías -el uso de robots en
las fábricas de automóviles, por ejemplo- se encuentran todavía
dedicadas a la producción de una generación de modelos específicos
y, por otra parte, la introducción de los sistemas flexibles de
manufactura es costosa, pues exige un alto volumen de producción para
cubrir los gastos que conlleva.46 Finalmente, la tendencia hacia una
fuerza laboral dividida entre un "núcleo" privilegiado y
una "periferia" oprimida es también una gran exageración
que descansa en el supuesto, implausible en una época de intensa
competencia internacional, de que los empleadores pueden garantizar a
algunos de sus trabajadores un empleo seguro y bien remunerado.47
Estas
críticas no tocan los aspectos esenciales del análisis del
"capitalismo desorganizado" ofrecido por Lash y Urry,48
autores que afirman que la decadencia del "capitalismo
organizado", en términos económicos, es una consecuencia de la
expansión mundial del capital: "Lo que ocurre ahora es que la
'industria' y las 'finanzas' han sido internacionalizadas, pero en
circuitos separados y descoordinados. Dichas circunstancias han
debilitado masivamente a las naciones individuales que colocan su
economía dentro de uno de estos círculos viciosos y hacen que el
Estado no pueda regular ni orquestar su moneda nacional.49 Esta tesis,
sin embargo, no es creación original de Lash y Urry y, en efecto, ha
sido propuesta de manera consistente y brillante por un marxista mucho
más ortodoxo, Nigel Harris, para quien la internacionalización del
capital implica tres tendencias principales, todas evidentes durante
la larga bonanza de los años cincuentas y sesentas y que desde
entonces se han acelerado: el crecimiento del comercio internacional y
ante todo del comercio intraindustrial, que refleja la aparición de
un "sistema global de manufactura" en el que las fábricas
de los países individuales participan en un proceso de producción
continuo y organizado a escala mundial; la expansión de la inversión
por parte de las compañías multinacionales, cada vez más
desvinculadas de toda base económica nacional, y la configuración de
un sistema financiero que se extiende a todo el mundo y cuyas
operaciones están por fuera del control de los gobiernos nacionales.
El efecto acumulativo de estos cambios, dramatizado por el surgimiento
de los nuevos países industrializados de América Latina y del Pacífico,
es "el fin del capitalismo nacional": ningún país está ya
en condiciones de controlar las actividades económicas dentro dé su
territorio en una época en la cual los actores principales son
capitales que operar en un escenario mundial.50
En
este caso, mucha más que en el del postfordismo, estamos ante
desarrollos cuya realidad e importancia son innegables. La integración
mundial del capital es cualitativamente mayor de lo que era en la
generación anterior y quizás la corroboración más importante de
este aserto sea el hecho de que el mercado mundial, bajo el impacto de
las recesiones de mediados de los años setentas y comienzos de los
ochentas, no se desintegró en bloques comerciales proteccionistas,
uno de los rasgos principales de la depresión de los años treintas.
Sin embargo, es posible debatir todavía si los cambios ocurridos
equivalen al amanecer de una nueva era del capitalismo,
"multinacional" o "desorganizado". David M. Gordon
ha sometido la tesis de la expansión mundial de la producción y del
surgimiento de una nueva división internacional del trabajo a un
cuidadoso análisis empírico, con sorprendentes resultados. En 1984
la participación de los países menos desarrollados (los llamados
LDCs, de acuerdo con su sigla inglesa) en la industria mundial era del
13.9%, marginalmente inferior al 14.0% alcanzado en 1948 como
resultado de la política de sustitución de importaciones durante la
Depresión y la Segunda Guerra Mundial, pero que luego decayó durante
la bonanza de los años cincuentas y sesentas. Incluso en el período
más reciente e inestable, comprendido entre 1973 y 1984, la
participación de los nuevos países industrializados (NICs) sólo se
elevó del 7.1 % al 8.5%, lo que significa que lejos de que el capital
occidental haya inundado el Tercer Mundo, la participación de la
inversión extranjera directa dirigida a los países menos
desarrollados permaneció relativamente estable entre fines de la década
de 1960 y comienzos de la de 1980.
Estas
inversiones, por otra parte, además de buscar salarios bajos, se
vieron gobernadas ante todo por consideraciones más amplias, tales
como el tamaño del mercado local y la estabilidad política y económica
de los países. Gordon concluye que "presenciamos la decadencia
de la economía mundial de la posguerra más que la construcción de
un sistema fundamentalmente nuevo y perdurable de producción e
intercambio". En respuesta a esta crisis, caracterizada por el
descenso de los márgenes de ganancia, por ciclos comerciales
sincronizados mundialmente, tasas de cambio volátiles y capitales
internacionalmente móviles que buscan inversiones en sectores de
especulación,
el
papel del Estado se ha fortalecido sustancialmente desde comienzos de
los años setentas; las políticas estatales son cada vez más
decisivas en el frente internacional, no más inútiles. Los gobiernos
se involucran cada vez más en la dirección activa de la política
monetaria y en las tasas de interés para condicionar las
fluctuaciones de la tasa de cambio y de los flujos de capital a corto
plazo. Ahora son potencial y realmente decisivos en la negociación de
la sobreproducción y en los acuerdos de inversión. Y, si esto puede
sernos de algún consuelo en una época de creciente conservadurismo
monetario, todos, incluidas las corporaciones transnacionales, son
cada vez más dependientes de una intervención estatal coordinada
para la reestructuración y solución de la dinámica de crisis
subyacentes.51
El
énfasis que hace Gordon sobre la continuada y en algunos aspectos
creciente importancia de las naciones es, en mi opinión, correcto.52
Si bien las décadas de 1970 y 1980 no presenciaron el regreso de los
grandes bloques comerciales del período comprendido entre las dos
guerras, instituciones como el Acuerdo General sobre Comercio y
Tarifas (GATT) han advertido a menudo la creciente tendencia de los
gobiernos a utilizar diversas formas de control de las importaciones
como instrumentos de negociación, en su esfuerzo por asegurar el
acceso de sus compañías a otros mercados internacionales: los
conflictos de los Estados Unidos con Japón a propósito de los
productos electrónicos, por una parte, y con la Comunidad Económica
Europea a propósito de la política agrícola, por la otra, son
ejemplos de ello. Pero el caso más dramático de intervencionismo de
Estado tuvo lugar después del Lunes Negro, el 19 de octubre de 1987,
cuando Wall Street sufrió la más abrupta caída de su historia en
los precios de las acciones.
Enfrentado
a un posible colapso mundial de las bolsas de valores, que a su vez
podía precipitar la quiebra del sistema financiero, el Estado
intervino. Alan Greenspan, presidente del banco central estadounidense
o US Federal Reserve Board, emitió un célebre comunicado de una
frase el 20 de octubre: "Conforme a nuestra responsabilidad como
banco central de la nación, afirmamos nuestra disposición de servir
como fuente de liquidez para apoyar el sistema económico y
financiero".53 La Federal Reserve y otros de los bancos centrales
de Occidente bajaron las tasas de interés e inyectaron ingentes sumas
de dinero al sistema bancario para mantener a flote los mercados
financieros. Esta intervención en gran escala por parte del Estado
impidió el tipo de reacción en cadena que llevó a la quiebra de
Wall Street en octubre de 1929 y a la bancarrota de los bancos a
comienzos de la década de 1930, y de allí a la más severa recesión
en la historia del capitalismo. El resultante estímulo de la demanda
contribuyó a asegurar que 1988 fuese un año de rápido e inesperado
crecimiento económico.54
La
habilidad de los Estados occidentales, que actuaron de común acuerdo
para convertir una recesión anunciada en una bonanza moderada,
sugiere que los rumores acerca de la muerte del intervencionismo de
Estado han sido exagerados. En efecto, mucho de lo que se ha escrito
acerca de la expansión mundial del capital adolece de una falta de
perspectiva histórica. Martin Wolf sostiene:
Antes
de 1914, la economía mundial estaba tan integrada en muchos aspectos
como lo está hoy en día y en ciertos aspectos importantes aún más.
De hecho, es posible considerar que la historia de la economía
internacional en los ültimos setenta años ha consistido en dos
intentos de restaurar los dos rasgos principales de la economía
liberal internacional de las períodos de 1870 y 1914. El primer
intento fracasó durante la Depresión. El segundo intento de
reconstrucción comienza en el período inmediatamente siguiente a la
Segunda Guerra Mundial y ha continuado, con crecientes dificultades,
hasta la fecha. La relacion entre el comercio en manufacturas y la
producción mundial sobrepasó el nivel alcanzado en 1913 únicamente
a fines de la década de 1970. Esto concuerda con la experiencia de
las siete principales economías de mercado. La relación entre el
comercio (exportaciones más importaciones) y el PBI a mediados de los
años ochentas estaba un poco por encima de los niveles anteriores a
la Primera Guerra Mundial en Francia y en Gran Bretaña. En realidad,
estaba un poco por debajo de estos niveles en Japón y ha aumentado de
manera importante sobre los niveles anteriores a 1914 sólo en el caso
de los Estados Unidos, Italia y Canadá. (Comparaciones confiables con
Alemania son imposibles, por razones obvias.)... la economía mundial
(en 1914) era casi tan abierta al comercio como lo es en la actualidad
y, podríamos argumentar, más abierta al flujo de capitales.55
Quizás
resulte desorientador igualar la importancia del comercio y la inversión
internacionales en la economía mundial anterior a 1914 con la
prevalencia del laissez faire, dado que en aquel entonces ya se
manifestaba la tendencia hacia la "organización" de las
economías nacionales individuales, hacia el surgimiento de los
oligopolios, los monopolios y los carteles, hacia la fusión de la
banca y la industria bajo la forma del capital financiero y hacia la
creciente regulación de la vida económica nacional por parte de lo
que Hilaire Belloc ha denominado el "Estado servil".56 No
obstante, es evidente que la "guerra de los treinta años"
estudiada por Arno Mayer, la crisis general que sacudió a los países
occidentales entre 1914 y 1945 (ver sección 1.2), presenció la
fragmentación del mercado mundial y la formación de lo que Bucharin
llama "monopolios capitalistas de Estado". En efecto, las
exigencias de la guerra mundial y la recesión económica propiciaron,
en las economías avanzadas, la fusión del Estado con el capital
privado. Este acoplamiento se intensificó no tanto en las economías
de guerra de 1914-18 y 1939-45, sino durante la depresión de los años
treintas, cuando las principales potencias asumieron facultades de
control sobre la inversión privada como parte del esfuerzo por crear
un bloque económico autosuficiente bajo su dominio. Las políticas
intervencionistas del denominado Gobierno Nacional británico, el New
Deal de Roosevelt, los programas nazis de armamento y de obras públicas
y el primer plan quinquenal de la Rusia de Stalin deben ser vistos
entonces como variaciones sobre un mismo tema, siendo el último caso
el ejemplo extremo de una tendencia general y no la antítesis de los
demás.57
Las
consecuencias desestabilizadoras de estos esfuerzos conjuntos entre el
Estado y los capitalistas precipitaron la Segunda Guerra Mundial y la
destrucción del antiguo orden europeo. La época de la posguerra ha
consistido en un retiro gradual de la fragmentación en bloques
característica de los años comprendidos entre 1914 y 1945, por una
serie de razones: los acuerdos institucionales diseñados al final de
la guerra para promover un orden de libre comercio dominado por los
Estados Unidos (el acuerdo de Bretton Woods, etc.); el surgimiento, en
las décadas de 1950 y 1960, de un mercado mundial de grandes
proporciones y relativamente abierto, donde la competencia entre las
principales economías (los Estados Unidos, la Comunidad Económica
Europea y el Japón) no se convirtió en un conflicto estratégico
gracias, en parte, a su integración político-militar en la OTAN; las
consecuencias acumulativas e imprevistas de una serie de decisiones en
las que se refleja, en particular, el debilitamiento de la posición
competitiva de los Estados Unidos frente a Europa Occidental y al Japón
y que llevaron al desarrollo de mercados financieros internacionales
desregulados (la creación, por ejemplo, del mercado de eurodólares
en los años sesentas); y, quizás la razón fundamental para los
marxistas ortodoxos, la reducción de los costos y el aumento de la
productividad generados por la organización de procesos industriales
mundialmente integrados.58
En
todo caso, a pesar de la tendencia hacia la internacionalización del
capital, los Estados nacionales preservan un considerable poder para
incidir en la tasa de acumulación y en su distribución dentro de sus
fronteras. Creer lo contrario presupone a menudo una idea exagerada
del poder del Estado en épocas anteriores, que implica aceptar el
teorema de la economía keynesiana según el cual la intervención del
Estado puede contrarrestar las crisis periódicas y asegurar total
empleo, teorema que ha servido a muchos para tratar de explicar la
bonanza de la posguerra. El tangible fracaso de los métodos
keynesianos, que no pudieron impedir las dos recesiones mundiales de
mediados de los años setentas y comienzos de los ochentas, se toma
entonces como evidencia para argumentar que el intervencionismo de
Estado ya no puede producir un crecimiento económico libre de crisis.
Por esta razón es importante hacer énfasis sobre los límites del
poder del Estado durante el apogeo del "capitalismo
organizado", después de 1914, y en la época inmediatamente
siguiente a la posguerra.
Ningún
Estado pudo lograr una completa autarquía económica durante la
fragmentación del mercado mundial en los años treintas, ni siquiera
la Rusia de Stalin, donde una de las principales funciones de la
colectivización forzada de la agricultura, en 1928-29, fue
incrementar las exportaciones soviéticas de grano -que aumentaron 56
veces su volumen entre 1928 y 1931- para financiar la importación de
las plantas y de los equipos necesarios para la industrialización, a
costa de la vida de millones de campesinos que murieron de hambre o
fueron deportados a los campos de trabajo.59 Por otra parte, ni la
prolongada bonanza de los años cincuentas y sesentas, ni tampoco las
recesiones de los años setentas y ochentas, pueden considerarse como
el éxito y posterior fracaso de la gerencia keynesiana de la demanda.
El propio Keynes argumentó que "el ciclo comercial debe
entenderse... como algo ocasionado por un cambio cíclico en la
eficiencia marginal del capital", concepto equivalente a la noción
marxista de tasa de ganancia.60 La larga bonanza de las décadas de
1950 y 1960 no reflejó tanto la exitosa intervención del Estado como
el efecto de los altos niveles de gastos armamentistas durante los
tiempos de paz, que detuvieron lo que se conoce con el nombre de
"tendencia decreciente de la tasa de ganancia". Fue la caída
de esta "economía armamentista permanente", a fines del
decenio de 1960, lo que produjo la crisis que desató la recesión
mundial de la década de 1970.61 El Estado, sin embargo, no era
omnipotente antes de 1970, ni fue impotente después.
Resulta
importante resaltar el argumento de que los Estados nacionales
conservan todavía una considerable fortaleza económica, pues en los
años ochentas presenciamos una de las demostraciones principales de
su validez, aún más sorprendente si tenemos en cuenta que el uso del
poder estatal fue encubierto por un gran despliegue retórico de
laissez faire. La economía estadounidense experimentó una drástica
recuperación durante 1983 y 1984, que fue seguida por un largo período
decrecimiento menos rápido y estable pero no menos real. El gobierno
de Reagan explicó este "regreso a la prosperidad" como una
consecuencia de su política de promoción de la empresa privada. De
hecho, sucedió todo lo contrario. Anatole Kaletsky describió la
bonanza estadounidense de estos años como "el triunfo de John
Maynard Reagan", como el resultado de "una política de
reflación de la demanda completamente keynesiana".62
Dos
formas de intervencionismo de Estado resultaron decisivas. En primer
lugar, la Federal Reserve, después de haber contribuido a precipitar
la recesión de 1979-82 a través de una restricción monetaria
destinada a impedir una mayor depreciación del dólar, comenzó, en
el verano de 1982, a aumentar el suministro de dinero en un esfuerzo
por detener la quiebra de los bancos después del incumplimiento del
pago de la deuda externa por parte de México, una política
continuada por medidas tales como el rescate de Continental Illinois
en 1984 y por la respuesta que se dio al Lunes Negro en octubre de
1987. En segundo lugar, la política económica de Reagan, que implicó
un redistribución del ingreso de los pobres hacia los ricos a través
de impuestos y recortes al bienestar social, así como un drástico
aumento del presupuesto para la defensa financiado primordialmente por
préstamos del gobierno, significó un estímulo de la demanda
efectiva que ayudó a la recuperación de la economía estadounidense.
El "regreso a la prosperidad" de Reagan, por lo tanto, no
representa la magia del mercado, sino un extraordinario ejercicio de
"keynesianismo militar".63
Uno
de los más importantes desarrollos de la economía política
occidental durante la segunda mitad de la década de 1980 fue una
cierta generalización de este modelo. La eco nomía británica
disfrutó en 1987-88 su primera bonanza verdadera desde comienzos de
los años setentas, y ésta no fue una consecuencia de la falta de
reglamentación ni del laissez faire, sino de las medidas oficiales
adoptadas para reactivar la economía: en 1986, el gobierno de la señora
Thatcher abandonó los intentos anteriores de controlar el suministro
de dinero y permitió que la libra esterlina se depreciara frente a
otras monedas; la abolición de todos los controles al crédito hizo
posible un incremento de la deuda del sector privado de poco más de
£100 mil millones en 1983 a £250 mil millones en 1987; asimismo,
durante el segundo y tercer periodo de gobierno de la señora Thatcher
presenciamos un cambio decisivo hacia una combinación de drásticos
recortes en los impuestos personales y en los pagos del bienestar
social, semejantes a los de la política económica de Reagan.64
Por
otra parte, y de mucha mayor importancia para la economía mundial, el
gobierno japonés respondió a la recesión de 1985-86, inducida por
el alza del yen frente al dólar, adoptando en mayo de 1987 un paquete
de medidas keynesianas clásicas que incluían un programa masivo de
obras públicas diseñadas para compensar las exportaciones perdidas
con un incremento del consumo doméstico, política que permitió al
Japón, al igual que a Inglaterra, obtener un rápido crecimiento del
producto bruto interno en 1987-88. La respuesta de los principales
gobiernos occidentales a la quiebra del mercado de valores en 1987
subrayó la orientación keynesiana de la política económica y
configuró una especie de ironía histórica, ya que las
prescripciones promulgadas por Keynes, a las que erróneamente se
atribuye la prolongada prosperidad de los años cincuentas y sesentas,
tuvieron un decisivo impacto económico en una década en la cual su
pensamiento había caído en desgracia y había sido desplazado, al
menos ante quienes diseñaban las políticas y en los círculos académicos,
por las utopías reaccionarias de Hayek y de Friedman.
El
regreso a las medidas keynesianas, sin embargo, no ha significado en
absoluto una solución a los problemas que enfrenta la economía
mundial. Mike Davis, cuyos escritos acerca del capitalismo
estadounidense durante la era de Reagan son brillantes, describió la
recuperación económica de los Estados Unidos en la década de 1980
como "una prosperidad patológica", y señaló "la
tendencia general que se advierte en el proceso de distribución de
utilidades hacia los ingresos provenientes de la colocación de
capitales a interés, con el resultante fortalecimiento de un bloque
de neorrentistas reminiscente del capitalismo especulativo de los años
veintes". Al mismo tiempo, observó "la sorprendente
reorientación de las principales corporaciones industriales
estadounidenses, que se alejan de los mercados masivos de bienes
durables de consumo hacia sectores volátiles de alto rendimiento,
tales como la producción militar y los servicios financieros".65
La
bonanza de Reagan, en otras palabras, no significó un resurgimiento
de la fortuna global de la industria norteamericana. Por el contrario,
la fortaleza del dólar en la primera mitad de los años ochentas -una
consecuencia de las altas tasas de interés requeridas para atraer a
los prestamistas extranjeros, de quienes llegó a depender la venta de
la deuda del gobierno de los Estados Unidos- promovió una ulterior
penetración de importaciones por parte de Japón, Europa Occidental y
los nuevos países industrializados del sudeste asiático, y hacia
mediados de la década el monumental déficit de la balanza de pagos
de los Estados Unidos y su deuda externa representaban una importante
dislocación de las relaciones económicas internacionales. El carácter
especulativo de la bonanza, caracterizado por frenéticas batallas de
fusionamiento empresarial, adquisiciones irregulares, compras
clientelistas y otros rasgos típicos de un clásico mercado de
especulación, era un reflejo de la caída de la rentabilidad
industrial y del consiguiente desplazamiento de las inversiones hacia
los papeles financieros y los bienes raíces.
Una
comisión presidencial informó en 1985: "Durante los últimos
veinte años, las tasas reales de ganancia sobre los bienes
manufacturados han bajado. Las utilidades previas a impuestos están
muy por debajo de las de las inversiones financieras alternativas, y
esto hace que los inversionistas pongan en duda la sabiduría de
colocar sus fondos en el sector manufacturero, de vital importancia
para los Estados Unidos".66 Una serie de factores contribuyeron a
internacionalizar el auge del mercado de valores: el desarrollo de un
mercado mundial de títulos, la desregulación y la expansión general
del crédito. El Financial Times se quejó en la primavera de 1987 de
que "los mercados financieros parecen haberse liberado de las
restricciones del mundo real... y disfrutan de un baile celestial
sobre sus propias creaciones". Los precios accionarios más altos
se dieron en el Japón, el centro industrial del comercio mundial, y
en la bolsa de valores de Tokio "incluso los endurecidos
profesionales comenzaron a palidecer".67
El
Lunes Negro, al igual que su predecesor, el Martes Negro del 24 de
octubre de 1929, representó la corrección obligada de unas
circunstancias en las cuales se había permitido al sector financiero
una extensión exagerada en comparación con la base industrial,
relativamente deprimida, del capitalismo occidental. La intervención
del Estado, aunque impidió la repetición de la secuencia que condujo
de la quiebra financiera a la recesión mundial en 1929-31, no
consiguió abolir las contradicciones que habían ocasionado la
quiebra en primer lugar. El Financial Times observó, casi un año
después del Lunes Negro: "Los gobiernos de todo el mundo
solucionaron el problema inmediato de la crisis de confianza después
de la quiebra arrojando dinero sobre ella, pero ahora han añadido la
inflación a los problemas de las distorsionadas balanzas de pagos y
han sobreextendido a los bancos".68 Los años ochentas fueron
extraordinarios, y lo fueron tanto por el carácter sostenido de la
recuperación a comienzos de la década como por los frágiles
fundamentos que le sirvieron de base.
Una
tercera e importante recesión fue evitada gracias a la combinación
de intervencionismo de Estado, creciente endeudamiento y pura suerte;
el análisis que hace David Stockman de la política económica del
primer gobierno de Reagan en The Triumph of Politics destruye la
creencia de que la recuperación haya tenido algo que ver con la
sabiduría o prudencia de quienes gobernaban a los Estados Unidos. La
relativa prosperidad de mediados y fines de la década pasada no señaló,
por consiguiente, el comienzo de una nueva era de expansión
capitalista comparable a la de los años cincuentas y sesentas, sino
que representó un episodio de crecimiento acelerado y malsano en
medio de lo que Gordon ha descrito como "la decadencia de la
economía global de la posguerra". El capitalismo de los años
ochentas cumple sin duda el mandato de Nietzsche: "¡Vivid
peligrosamente! ¡Construid vuestras ciudades cerca del Vesubio!".69
5.4
El espejo del fetichismo de la mercancía: Baudrillard y la cultura
del capitalismo tardío
Una
de las razones por las cuales muchos han creído presenciar el
advenimiento de una nueva era en las dos décadas precedentes, bien
sea que se piense en términos de "sociedad postindustrial"
o de una nueva fase del capitalismo, es el difundido sentimiento de
que la cultura occidental ha experimentado durante este período una
profunda transformación. La misma idea ha sido expresada en diversos
lenguajes políticos e intelectuales. Dentro de la izquierda,
Christopher Lasch ha anunciado el advenimiento de una nueva
personalidad narcisista, "producto final del individualismo burgués":
"Adquisitiva, en el sentido de que sus deseos no tienen límite,
no acumula bienes y provisiones para el futuro, a la manera del
individualista previsor de la economía política del siglo XIX, sino
que exige gratificación inmediata y vive en un estado de inquieto y
perpetuamente insatisfecho deseo".70 Más hacia la derecha,
Daniel Bell ha explorado "las contradicciones culturales del
capitalismo" y ha sostenido que éste, en su fase tardía, ha
subvertido los fundamentos morales de la sociedad burguesa, arraigados
en la ética protestante, a través de la promoción de un mercado
masivo dirigido a la satisfacción inmediata de los deseos del
consumidor, en tanto que el modernismo ha minado la antigua confianza
en la razón científica.71
Para
los novelistas Saul Bellow y Martin Amis, la Norteamérica contemporánea
es un "infierno de débiles mentales" (la frase es en
realidad de Wyndham Lewis), un caos siniestro y decentrado donde el
individuo autónomo y la tradición cultural se ven cada vez más
desplazados por una masa violenta y analfabeta, lobotomizada por la
televisión, incapaz de todo entendimiento coherente, con lapsos de
atención cada vez menores mientras salta de canal en canal, un punto
de vista acerca del presente que Bellow y Amis tratan de exponer en
novelas tales como The Dean's December y Money.72. Se considera por lo
general a los años sesentas como el momento decisivo de esta transición
cultural; Gilles Lipovetsky sostiene, por ejemplo, que la consecuencia
más importante de los acontecimientos ocurridos en mayo de 1968 fue,
contrariamente a la intención de sus protagonistas, promover el
individualismo narcisista que él, al igual que otros estudiosos del
tema, consideran como el rasgo dominante de las décadas de 1970 y
1980.73
Los
ritos funerarios realizados por la crítica cultural contemporánea en
honor del individuo autónomo y racional de la modernidad lindan en
ocasiones con lo apocalíptico. Resulta apropiado, entonces, que el teórico
social á la mode sea ahora Baudrillard, para quien las declaraciones
apocalípticas no son nada extraordinario. Los fenómenos culturales
sobre los cuales se concentran otros autores son para él meros síntomas
de un cambio más fundamental, que nos despoja de la capacidad de
hablar de un mundo independiente de nuestras representaciones, de
distinguir entre lo verdadero y lo falso, lo real y lo imaginario. La
postmodernidad, nos dice, se caracteriza por la "simulación".
A diferencia de la problemática de la representación, que se ocupa
de la relación (del reflejo, distorsión o como quiera llamárselo)
entre las imágenes y una "realidad básica", la simulación
"no guarda relación con ninguna realidad en absoluto: es su
propio simulacro puro". El tipo de distinciones trazadas por las
investigaciones teóricas desde el resurgimiento de Platón durante el
Renacimiento -entre esencia y apariencia, por ejemplo- carecen de
sentido en la era de lo "hiperreal", de "lo que ya está
siempre de antemano reproducido" , y en lugar de un mundo
representado más o menos adecuadamente en imágenes, tenemos un mundo
de imágenes, evocaciones alucinatorias de una realidad inexistente.
Este
mundo dantesco es un producto histórico, el resultado de los cambios
técnicos que hacen posible la reproducción masiva de los productos
culturales -ante todo la televisión-, pero más fundamentalmente, es
el resultado del capitalismo: "Fue el capital lo que primero se
nutrió, a través de su historia, de la destrucción de todo
referente, de toda meta humana, el que hizo estallar en pedazos toda
distinción ideal entre lo verdadero y lo falso, entre el bien y el
mal, para establecer una ley radical de equivalencia e intercambio, la
férrea ley de su poder". El resultado de lo anterior es un mundo
sin profundidad, una hiperrealidad de puras superficies: "No más
sujeto, punto focal, centro o periferia: pura flexión o inflexión
circular. No más violencia ni vigilancia: solo 'información',
virulencia secreta, reacción en cadena, lenta implosión y simulacro
de espacios donde entra en juego el efecto de realidad". La crítica
de las ideologías ya no resulta, por lo tanto, apropiada, pues
"la ideología corresponde a la traición de la realidad por los
signos, y la simulación corresponde a un corto circuito de la
realidad y a su duplicación en el signo".74 Todas las
estrategias convencionales de la izquierda, reformista o
revolucionaria, carecen de sentido; la única forma de oposición que
nos queda es la del silencio y la apatía de las masas, la de su
rechazo a ser incorporadas, manipuladas o representadas, incluso (o
especialmente) por los partidos socialistas (ver sección 3.4).75
El
análisis ofrecido por Baudrillard es una mala réplica del
pensamiento de Nietzsche, quien negó toda realidad más allá de la
experiencia inmediata y abogó por el consiguiente repudio de todo
"modelo profundo" de interpretación que reste valor a la
superficie de las cosas en favor de una esencia subyacente.
Baudrillard cita con aprobación las palabras del pensador alemán
cuando dijo: "¡Abajo con todas las hipótesis que han permitido
creer en un mundo verdadero!",76 pero lo distintivo de su posición
es que atribuye a un estadio particular del desarrollo social aquello
que Nietzsche considera propiedades del mundo, propiedades a las que
se otorga una importancia central en el arte moderno, como la
superficialidad, la ambivalencia, la inestabilidad.
"El
problema fundamental...", anota Baudrillard, "se refiere a
la destrucción simbólica de todas las relaciones sociales, debida no
tanto a la propiedad de los medios de producción como al control del
código. Se trata de una revolución dentro del sistema capitalista de
la misma importancia que la revolución industrial".77 Por
consiguiente, "es ahora al nivel de la reproducción (modas,
medios, publicidad, información y sistemas de comunicación), al
nivel de lo que Marx, con negligencia, llamó sectores inesenciales
del capital (con lo cual podemos apreciar la ironía de la historia),
esto es, en la esfera de los simulacros y del código, donde se
fundamenta el proceso global del capital". Lo hiperreal, además,
es un mundo estetizado: "En la actualidad, cuando lo real y lo
imaginario se confunden en la misma totalidad operativa, la fascinación
estética está en todas partes... La realidad misma, completamente
impregnada por una estética inseparable de su propia estructura, ha
llegado a confundirse con su propia imagen".78
Los
Estados Unidos, declara Baudrillard en Amérique (1986), son a la vez
"la última sociedad primitiva contemporánea" y la
"versión original de la modernidad", donde todas las
tendencias hacia la hiperrealidad y la simulación antes descritas se
realizan plenamente. El carácter distintivo del "modo de vida
norteamericano" se sintetiza en los grandes desiertos de este país,
pues "el desierto es una forma sublime, distanciada de toda
sociabilidad, de toda sexualidad". Tierra de superficies
brillantes, del "incontenible desarrollo de la inequidad, la
banalidad y la indiferencia", los Estados Unidos han realizado la
"antiutopía" del postestructuralismo francés, "la de
la sinrazón, la desterritorialización, la indeterminación del
sujeto y del lenguaje, la neutralización de todos los valores, la
muerte de la cultura". La diferencia entre Norteamérica y
Europa, agrega Baudrillard, reside en que "aquí sólo
conseguimos soñar y ocasionalmente pasar a la acción, mientras que
la Norteamérica pragmática extrae las consecuencias lógicas de todo
lo que nosotros podamos concebir". Europa y ante todo sus
intelectuales, están marcados todavía por "la revolución de
1789", "con el sello de la Historia, del Estado y de la
Ideología", y actúan como "la consciencia infeliz de esta
modernidad" que Norteamérica ha realizado irreflexivamente.
"En
este sentido es ingenua y primitiva, no conoce la ironía del
concepto, no conoce la ironía de la seducción, no ironiza sobre el
futuro o el destino; ella actúa, materializa". El dibujo que
luego nos presenta de los Estados Unidos es una versión del mito del
Buen Salvaje, en el cual se asume la idea estereotipada de una Norteamérica
ingenua, ignorante, irreflexiva y brutal, pero donde los juicios de
valor habitualmente asociados con este concepto se invierten, de
manera que los europeos se estigmatizan como simples observadores
ineficientes, preocupados todavía por la naturaleza de la modernidad,
en tanto que Norteamérica realiza sus sueños y sus pesadillas. El
contraste trazado por Baudrillard entre los Estados Unidos y Europa
sigue siendo sorprendentemente banal, el residuo de innumerables
ensayos superficiales escritos durante el pasado siglo y medio. Por
otra parte, el entusiasmo que manifiesta por la "hiperrealidad"
norteamericana lo lleva en ocasiones a adoptar una posición
claramente apologética, como cuando nos dice que "no hay policías
en Nueva York", una ciudad cuya fuerza pública se ha hecho
famosa en los últimos años por su racismo y sus métodos brutales.79
El
resultado de los análisis de Baudrillard es la justificación de una
especie de dandismo intelectual. En un mundo que ha asumido las
propiedades de una obra de arte moderno, el intelectual debe abandonar
las tareas tradicionales de la investigación teórica y no tratar de
descubrir la estructura subyacente a la apariencia de las cosas. La crítica
no tiene sentido allí donde "ya no existe una distancia crítica
y especulativa entre lo real y lo racional".80 Todo lo que queda
son belles lettres, proposiciones teóricas insustanciales que se
conjugan con insulsos apercus, como sucede con tanta frecuencia en Amérique.
Sin duda, los escritos recientes de Baudrillard son un caso extremo de
aquello que Jacques Bouveresse define como "un tipo de trabajo
que intenta, con un éxito muy relativo, compensar la ausencia de una
argumentación propiamente filosófica con efectos literarios, y la
ausencia de cualidades propiamente literarias con pretensiones filosóficas".81
Esta oscilación ambivalente entre la filosofía y la literatura
oculta el problema, inherente al legado teórico de Nietzsche, acerca
de la condición del propio discurso de Baudrillard. Algunas de sus
formulaciones parecen tratar la simulación como algo que le ha
sucedido a la realidad: "la realidad misma... completamente
impregnada... ha sido confundida...".
Esto
suena como si un mundo previamente existente hubiera sufrido cambios
estructurales -la confusión de imagen y realidad, etc.-, pero, en tal
caso, podríamos entonces analizar estos cambios y explorar la
posibilidad de que no sean tan trascendentales como lo cree
Baudrillard, sino susceptibles de ser modificados por eventos
posteriores: ¿podría abolirse la hiperrealidad, por ejemplo, y de
ser así, cómo? En contraposición con esta tesis relativamente débil,
Baudrillard propone la idea de que, dada la naturaleza de lo hiperreal,
caracterizado por la sustitución de lo real por sus imágenes, ya no
podemos hablar con coherencia de una realidad independiente de tales
imágenes. No obstante, ¿cómo podría entonces cualquier persona,
prisionera de la simulación, como somos al parecer todos, describir
su naturaleza y dar cuenta de la transición de lo real o lo hiperreal?
Baudrillard se ve atrapado en uno de los dilemas característicos del
pensamiento de Nietzsche, el de cómo sustentar la tesis de que hemos
sobrepasado un mundo en el cual resulta adecuada la investigación teórica
sin apoyarse en los supuestos y procedimientos de una investigación
semejante (ver sección 3.3). Una manera de eludir esta
"contradicción realizativa" es, como observa Habermas,
eliminar la distinción entre filosofía y literatura, pues las
"exigencias de consistencia... pierden su autoridad, o al menos
quedan subordinadas a otra clase de exigencias, por ejemplo,
exigencias de tipo estético, en cuanto la lógica pierde su
tradicional primacía sobre la retórica". El esteticismo de
Baudrillard, al igual que el de Derrida, es un intento por evadir las
aporías de la crítica de la razón de Nietzsche.82
Tratada
como tesis puramente empírica, la idea de Baudrillard según la cual
es "en la esfera de los simulacros y del código... donde se
fundamenta el proceso global del capitalismo" resulta vulnerable
a los argumentos desarrollados en las secciones 5.1 y 5.3. La
proliferación de fenómenos de "reproducción (modas, medios,
publicidad, información y sistemas de comunicación)" exige una
vasta expansión de la producción material, y la mayor circulación
de las imágenes depende de una variedad de productos físicos como
televisores, grabadoras de video, satélites y similares. En un
sentido más fundamental, la gente no sólo vive de televisión, sino
que debe satisfacer sus necesidades cotidianas de alimento, ropa y
techo, con lo cual la organización y el control de la producción
sigue siendo un factor determinante de la naturaleza de nuestras
sociedades. No obstante, y a pesar de lo insípido de las tesis de
Baudrillard, quedaría un interrogante al que debemos responder. ¿Ha
habido una ruptura cultural cualitativa en las dos décadas
precedentes, que nos sitúa en un infierno de débiles mentales
narcisistas y cretinizados por la televisión? Aun cuando rechacemos
las categorías de Baudrillard como instrumentos adecuados para
conceptualizar los cambios que al parecer ha sufrido la cultura
occidental, no podemos desconocer el problema. Y aunque es imposible
despachar en unas pocas páginas los complejos asuntos suscitados por
sus escritos, vale la pena hacer al menos algunas observaciones.
La
primera es que sería un error exagerar la novedad de las tendencias
culturales identificadas por los comentaristas contemporáneos.
Richard Sennet sostiene que el origen de la personalidad narcisista,
que no conoce límites entre ella misma y el mundo y que exige la
gratificación inmediata de sus deseos, así como su contexto más
amplio, "la sociedad íntima", donde las relaciones sociales
se tratan como pretextos para la expresión de la propia personalidad,
reside en la erosión de la vida pública impersonal ocurrida en la
Europa del siglo XIX. Sennet considera tres tendencias principales
como responsables del "cambio fundamental en las ideas de lo público
y lo privado que siguió a las grandes revoluciones de fines del siglo
XVIII y al surgimiento de un capitalismo industrial nacional en épocas
más modernas": en primer lugar, los efectos del desarrollo de la
industria misma, es decir, "las presiones hacia la privatización
suscitadas por el capitalismo en la sociedad burguesa del siglo
XIX", que hicieron de la familia nuclear "un refugio de los
terrores de la sociedad"; en segundo lugar, el surgimiento de
"un código de lo inmanente", según el cual "lo
inmanente, el instante, el hecho, es una realidad en y por sí
misma" que no precisa de una interpretación a la luz de "un
esquema preexistente para ser comprendida"; en tercer lugar, la
transformación de la vida pública en un ámbito donde "la
persona puede escapar a las cargas de [la vida familiar idealizada]...
mediante un tipo especial de experiencia, entre extraños o, más
importante aún, entre personas destinadas a permanecer siempre como
extraños", y donde una silenciosa y pasiva masa de espectadores
observa la extravagante expresión de la personalidad de unos pocos:
el fáneur de Baudelaire, el artista romántico, el líder político.
La "sociedad íntima" contemporánea habría llegado incluso
a la abolición de este tipo de esfera pública, y la política sería
ahora una manera de proyectar, a través de los medios electrónicos,
la personalidad del líder "carismático" a una audiencia de
masas, que establece una relación completamente pasiva entre ambos y
los aísla entre sí. Este y otros fenómenos relacionados serían las
consecuencias de la transformación de la vida pública en instrumento
de expresión de la personalidad, ocurrida en el siglo XIX.
"Personalidad pública era una contradicción en los términos;
en última instancia, destruyó el término público... Así, el fin
de la creencia en la vida pública no constituye una ruptura con la
cultura burguesa del siglo XIX, sino una intensificación de sus términos".83
Es
posible entonces argumentar con plausibilidad que el individualismo
narcisista contemporáneo tiene profundas raíces históricas, y
existe una forma particular de teorizar los procesos culturales
discutidos aquí por parte de las ideas de Marx acerca del
"fetichismo de la mercancía". Marx sostiene que en un
sistema de producción de mercancías generalizado, donde la actividad
social de la producción en las empresas particulares está mediada
por la circulación de los productos del trabajo en el mercado,
"la relación social definida entre los hombres mismos... asume
aquí, para ellos, la forma fantástica de una relación entre
cosas".84 David Frisby ha mostrado cómo la noción de fetichismo
de la mercancía suministró el leitmotiv de algunos de los
principales críticos culturales alemanes de comienzos del siglo,
incluidos no sólo los marxistas Walter Benjamin y Siegfried Kracauer
sino también George Simmel, cuyo libro La filosofía del dinero
contiene apartes que, según uno de sus reseñistas, "parecen una
traducción de las discusiones económicas de Marx al lenguaje de la
psicología".85
Simmel,
Kracauer y Benjamín se concentraron en los nuevos modos de percepción
desarrollados como resultado de la aparición de un capitalismo
moderno y urbano, y sorprende cuán contemporáneas resultan algunas
de sus consideraciones. Las de Simmel sobre el papel del estilo como
un medio de preservar la distancia y a la vez de establecer la
existencia de atributos compartidos en una cultura intensamente
individualista y subjetiva, aun cuando escritas a fines del siglo XIX,
habrían podido redactarse con la década de 1980 en mente.86 Benjamin
se refirió a la novedad como "una cualidad que no depende del
valor de uso de la mercancía", "la quintaescencia de la
falsa consciencia, cuyo agente incansable es la moda. Esta ilusión de
novedad se refleja, como un espejo en otro, en la ilusión de una
infinita igualdad".87 El intercambio de mercancías reduce la
diferencia a la identidad, ya que el paso del tiempo degrada cada
"innovación" a un elemento más en una secuencia infinita,
en virtud del hecho de que ya no es "la última", una
observación que, aunque fue formulada respecto del París del siglo
XIX, preserva toda su pertinencia en una cultura dominada por lo que
Harold Rosenberg llama "la tradición de lo nuevo".
Existen
dos intentos recientes de utilizar el concepto de fetichismo de la
mercancía para explicar la cultura capitalista del siglo XX. Uno de
ellos es, desde luego, la crítica a la "industria de la
cultura" elaborada por Horkheimer y Adorno en Dialéctica de la
Ilustración, y el segundo es el análisis desarrollado por Guy Debord
y otros miembros de movimiento situacionista en los años sesentas.
Parodiando la frase con que se inicia El capital, Debord afirma que
"toda la vida de las sociedades donde reinan las condiciones
modernas de producción se anuncia como una acumulación inmensa de
espectáculos," y agrega que el espectáculo, "en todas sus
formas específicas, como información o propaganda, publicidad o
consumo directo de entretenimiento", debe ser visto como
"una relación social entre las personas mediada por imágenes".
Como tal, la "sociedad del espectáculo" es "la
realización absoluta" del "principio del fetichismo de la
mercancía".88
Si
bien Baudrillard admite la influencia de los situacionistas, rechaza
sin tapujos sus ideas: "No vivimos ya la sociedad del espectáculo...
como tampoco los tipos específicos de alienación y represión que ésta
conlleva".89 Podemos presumir que ello se debe a que conceptos
como los de alienación y represión presuponen la existencia de algo
alienado o reprimido. Debord afirma decididamente que la sociedad del
espectáculo implica un forma distorsionada de relación social, habla
de "la praxis social global escindida entre realidad e
imagen" y "dice que "dentro de un mundo puesto
realmente de cabeza, lo verdadero es el movimiento de lo
falso".90 Todo lo anterior es anatema para Baudrillard, para
quien realidad e imagen, falso y verdadero, se confunden de manera endémica
en el mundo hiperreal de la simulación.
La
tradición que ha desarrollado la teoría de Marx acerca del
fetichismo de la mercancía es, por lo tanto, una tradición
comprometida con la idea de adelantar la critica de la realidad
existente como parte de la lucha por lo que Marx llama "la
emancipación humana". No obstante, considerarla como un proyecto
que merece la pena continúarse no significa en absoluto suscribir en
forma acrítica todas las formulaciones teóricas de quienes trabajan
dentro de este proyecto. Adorno y Horkheimer, por ejemplo, llevan al
extremo un peligro inherente a la noción del fetichismo de la mercancía
cuando insisten en que las operaciones del mercado inducen automáticamente
la aceptación del capitalismo por parte de las masas,91 y las
conclusiones políticas del quietismo pesimista de la Escuela de
Frankfurt en sus inicios, así como el comunismo ultraizquierdista de
los situacionistas, son bastante discutibles. Sin embargo, una de las
ventajas de relacionar los cambios ocurridos en la consciencia social
con la relativa invasión de la vida cotidiana por parte de las
relaciones de mercado, es que somete la crítica cultural apocalíptica,
al estilo de Baudrillard, a la disciplina de la exploración social de
los procesos socioeconómicos.
En
este contexto, el concepto de fordismo elaborado por la escuela
regulacionista puede aplicarse con provecho. El poder explicativo del
concepto es limitado, pues no da cuenta de cómo consiguió evadir el
capitalismo, durante su larga etapa de prosperidad, la tendencia a la
caída de la tasa de ganancia, ni de las razones por las cuales no
pudo evadirla en las décadas de 1930 y 1970.92 Por otra parte, los teóricos
del fordismo (y más aún los del postfordismo), como lo vimos en la
sección anterior, exageran la prevalencia de las técnicas fordistas
(o postfordistas) de producción. Sin embargo, no deja de ser cierto
que la articulación entre la producción y el consumo masivos es un
rasgo central de las economías capitalistas del siglo XX. Aglietta
sostiene que una de las consecuencias del fordismo es la
mercantilización sistemática de la vida cotidiana, y afirma que
"con el fordismo..., las relaciones mercantiles extienden su
dominio a las prácticas de consumo. Es éste un modo de consumo
reestructurado por el capitalismo, porque el tiempo dedicado al
consumo experimenta una creciente densidad en el uso individual de las
mercancías y una significativa disminución de las relaciones
interpersonales no mercantiles".
Para
Aglietta, la "norma de consumo" creada por el fordismo
"está gobernada por dos mercancías: la vivienda estandarizada,
lugar privilegiado de consumo, y el automóvil como medio de
transporte compatible con la separación entre el hogar y el sitio de
trabajo". Ambas mercancías -y en especial, desde luego, el automóvil-
fueron sometidas a la producción masiva y la adquisición de ambas
exige una "amplia socialización de las finanzas" bajo la
forma de nuevas o ampliadas facilidades de crédito (compra a plazos,
hipotecas, etc.). Más aún, "las dos mercancías básicas del
proceso de consumo masivo crearon complementariedades que producen una
gigantesca expansión de las mercancías, apoyada por una
diversificación sistemática de los valores de uso". Por último,
el consumo masivo del fordismo requirió "la creación de una estética
funcional ('diseño')", que implica adaptar los valores de uso a
las normas de la producción masiva y estandarizada, y que
duplicó
la relación real entre individuos y objetos en una relación
imaginaria. No contento con crear un espacio de objetos de la vida
cotidiana como apoyo del universo capitalista de las mercancías,
suministró una imagen de este espacio a través de técnicas
publicitarias. Esta imagen fue presentada como la objetivación de la
categoría del consumo que los individuos podían percibir fuera de sí
mismos. El proceso de reconocimiento social fue externalizado y
fetichizado. Los individuos no se interpelaron unos a otros
inicialmente como sujetos, de acuerdo con su posición social: fueron
interpelados por un poder exterior, que difunde un retrato robotizado
del "consumidor".93
A
pesar del funcionalismo implícito en el argumento de Aglietta,
resulta sugestivo por cuanto vincula aquellos fenómenos culturales de
los que se ocupan Horkheimer, Adorno y los situacionistas con ciertas
transformaciones del capitalismo. Uno de los interrogantes que deben
responder los teóricos de la postmodernidad es el de si han ocurrido
cambios cualitativos en los últimos veinte años que justifiquen
hablar de una nueva época histórica. Incluso Bell nos previene en
contra de hacer exageradas pretensiones a este respecto:
En
términos de la vida cotidiana de los individuos, se experimentó un
cambio mayor entre 1850 y 1940 -cuando se introducen los
ferrocarriles, los barcos de vapor, el telégrafo, la electricidad, el
teléfono, el automóvil, el cine, la radio y los aviones- que en el
período durante el cual se supone que se ha acelerado el futuro. En
realidad, con excepción de la televisión, no ha habido una innovación
de importancia que afecte la vida cotidiana de la gente como lo
hicieron los elementos enumerados.94
La
televisión, podríamos decir, es la gran excepción. Pero su
difundido uso ha intensificado sin lugar a dudas la tendencia hacia la
privatización, el aislamiento del hogar, que es el foco principal de
la vida fuera del trabajo, y la profusión de las imágenes en la
existencia social, como lo evidencian los escritos de Adorno y
Horkheimer de los años cuarentas. Por otra parte, ¿no podría
sostenerse que la dirección del cambio varía con la dimensión
elegida, y que la televisión hace posible una visión más activa, si
bien más privatizada, que el cine? La imagen de una audiencia masiva
autísticamente absorta en la televisión puede decir tanto acerca de
los prejuicios de los intelectuales como del mundo social propiamente
dicho.
Lipovetsky
representa, a su turno, aquello que en ocasiones pareciera ser lo
contrario de la crítica cultural apocalíptica, y si bien gran parte
de su descripción de la postmodernidad es similar (si no idéntica) a
la de Baudrillard, su interpretación es bastante diferente. La época
postmoderna se caracteriza, según él, por un "proceso de
personalización" que "continúa por otros medios la labor
de la modernidad democrática e individualista". Siguiendo a
Tocqueville más que a Marx, Lipovetsky no considera que la
"seducción" postmoderna reduzca a los agentes a la alienación
y a la pasividad. Por el contrario,
el
individuo se ve obligado a elegir permanentemente, a tomar la
iniciativa, a informarse, a probarse, a permanecer joven, a deliberar
acerca de los actos más sencillos: qué automóvil comprar, que película
ver, qué libro leer, qué régimen o terapia seguir. El consumo
obliga a la persona a hacerse cargo de si misma, la hace responsable;
es un sistema de participación ineludible, contrariamente a lo que
afirman quienes vituperan la sociedad del espectáculo y de la
pasividad.95
Lipovetsky
ofrece aquí una descripción precisa de la alienación capitalista
tardía y no, como él cree, una demostración de su inexistencia. Según
sus propias palabras, la "personalización" implica una
intensa reclusión en la vida privada y la reducción de la esfera pública
a un mero cascarón. La tradición democrática clásica de Maquiavelo,
Rousseau y Marx tenía algo más amplio en mente, cuando hablaba de
libertad, que la capacidad -limitada, desde luego, por la posición de
clase y los ingresos- de elegir entre diversos artículos de consumo
ofrecidos por corporaciones multinacionales competitivas.
"Alienación", por consiguiente, es entonces un término tan
bueno como cualquier otro para sintetizar la actividad privatizada y
la apatía pública de esta sociedad.
Podríamos
sostener, por lo tanto, que la cultura del capitalismo tardío
representa una continuación de las tendencias operantes a lo largo
del siglo. Hobsbawm observa que la combinación de la tecnología (que
utiliza los mismos "recursos básicos: ... la reproducción mecánica
del sonido y la fotografía en movimiento") con las características
del mercado masivo de la "industria cultural" aparece por
primera vez en la llamada Epoca del Imperio, a fines de siglo
pasado.96 Podríamos sostener también que este momento decisivo de la
mercantilización de la vida cotidiana se dio simultáneamente con el
surgimiento del fordismo en los años comprendidos entre las dos
guerras mundiales -en particular en los Estados Unidos, por supuesto,
aunque su desigual impacto puede rastrearse en otros lugares-, y que
luego se consolidó después de 1945. Es por ello que abordaremos
dentro de este contexto el problema del destino del modernismo, que
quedó en suspenso al final del segundo capítulo.
5.5
La mercantilización del modernismo
El
final de la Segunda Guerra Mundial señaló el fin de la coyuntura que
había producido el modernismo: la del desarrollo desigual y combinado
del capitalismo industrial que perturbó el orden de los regímenes
existentes y ofreció a la vez anticipaciones apocalípticas de un
futuro radicalmente distinto. Durante la posguerra, la estabilización
y expansión del capitalismo occidental dejaron encalladas a las
vanguardias que habían soñado con trascender la separación entre el
arte y la vida. Como dice Perry Anderson, "lo que marca la
situación típica del artista contemporáneo en Occidente... es el
cierre de horizontes: desprovisto de un pasado del que pueda
apropiarse, y de un futuro imaginable, se encuentra en un presente
interminablemente recurrente".97 ¿Qué efectos tiene esta
situación sobre el modernismo?
De
manera muy breve, podríamos señalar una serie de cambios. Uno de
ellos fue el renovado énfasis sobre la obra de arte autónoma y
abstracta. Adorno, por ejemplo, atacó a Benjamin y a Brecht por
defender el "montaje", cuya dependencia de un "material
confeccionado tomado del exterior... revela cierta tendencia al
irracionalismo conformista", y se pronunció en favor de la
"construcción", que "postula la disolución de los
materiales y de los componentes del arte y la forma como se le impone
unidad".98 El arte auténticamente crítico, nos dice, no debe
tratar de disolverse en la vida social, sino expresar en su fracturada
estructura su distancia frente a una realidad alienada y oprimida y su
rechazo a ella. Cuando Clement Greenberg estableció en 1939 su famosa
distinción entre el arte de vanguardia, que elude el compromiso
social en aras de la purificación de la forma abstracta, y la cultura
de masas kitsch, banal y comercializada, era un izquierdista que
buscaba en el socialismo "la preservación de lo que queda hoy en
día de una cultura viva".99
Después
de 1945, desaparecida toda esperanza de revolución, esta distinción
es utilizada para canonizar una nueva forma del arte por el arte y,
dentro de un ambiente definido por la guerra fría y por la insaciable
demanda de obras modernistas en el mercado de arte neoyorquino,
Greenberg y otro crítico exizquierdista, Harold Rosenberg, se
convirtieron en los principales propagandistas del expresionismo
abstracto, cuyas creaciones interpretan como obras que articulan la
alienación personal del pintor en un mundo refractario al cambio.100
Esta
evasión hacia lo abstracto no impidió que el arte moderno fuera
incorporado a los cánones sociales de su tiempo y, por lo tanto,
mercantilizado. El propio Adorno creía que "de los peligros que
amenazan al arte moderno, el de convertirse en algo inofensivo no es
el menor".101 Una de las formas que asume este peligro es lo que
Russell Berman llama "la obsolescencia del impacto".102 El
impacto producido por la deliberada incoherencia de las obras de arte
vanguardistas tiene como propósito, según Peter Bürger,
"dirigir la atención del lector al hecho de que la conducción
de la propia vida es discutible y que es preciso modificarla".
Pero "nada pierde su eficacia más rápido que el impacto; por su
propia naturaleza, es una experiencia única. Con la repetición, se
transforma fundamentalmente: en efecto, puede darse un impacto
esperado... El impacto es 'consumido'". En la medida en que el
modernismo llegó entonces a representar la norma de la alta cultura,
las técnicas utilizadas por los movimientos de vanguardia para
subvertir la institución misma del arte fueron incorporadas, como se
dijo anteriormente, y mercantilizadas. Bürger observa:
Si
un artista envía hoy en día un tubo de horno a una exposición,
nunca alcanzará la intensidad de la protesta que alcanzaron las
confecciones de Duchamp. Por el contrario, mientras que el Urinoir de
Duchamp está dirigido a destruir el arte como institución (incluidas
sus formas de organización específicas, como los museos y las
exposiciones), el creador del tubo solicita que su "obra"
sea aceptada por el museo. Esto significa, entonces, que la protesta
vanguardista se ha convertido en lo contrario.103
Preservadas
para las manifestaciones de la alta cultura, las técnicas modernistas
pudieron ser entonces integradas al mercado. Desde luego, no había
nada nuevo en ello, pues la transformación de la obra de arte en
mercancía fue un requisito indispensable para emancipar el arte de su
dependencia de los fines religiosos. Pero el grado de mercantilización
de la pintura en particular ha alcanzado nuevos topes desde la Segunda
Guerra Mundial. El interés por las obras de arte como inversión llegó
a su apogeo, como era de esperarse, en el mercado especulativo de
mediados de la década de 1980, e incluso sobrevivió a la quiebra del
mercado de valores. Las pinturas individuales obtuvieron precios
astronómicos: en 1987, los "Girasoles" de Van Gogh se
vendieron en 39.9 millones de dólares, y sus "Iris" en 53.9
millones. Inevitablemente, los artistas se adaptaron a esta nueva
situación, y de ahí que el inefable Andy Warhol afirmara que
"ser bueno para los negocios es el tipo de arte más
fascinante".104 Para quienes no se conformaban con apostar a la
grandeza póstuma (y a los precios de subasta), "ser bueno para
los negocios" significó producir en abundancia. Un joven artista
de Manhattan, Barry X. Ball, observó recientemente: "Este
sistema no funciona para quienes producen poco. Hay una presión
constante para producir y hacerlo rápido. Encuentro que esto modifica
la forma como trabajo. Ya no puedo cometer errores. No dispongo de
obras anteriores para comparar. Ya no delibero tanto".105
No
obstante, fue en la arquitectura donde se presentó la más importante
mercantilización del modernismo. Al discutir una de las más
maravillosas reconstrucciones urbanas del siglo XIX, la de las
antiguas murallas de Viena en la Ringstrasse, proyecto de los
gobiernos liberales en las décadas de 1870 y 1880, Carl Schorske
observó que "en Austria, como en cualquier otro sitio, la clase
media triunfante fue enérgica en su independencia del pasado en
cuanto a la ley y a la ciencia. Pero toda vez que se empeñó en
expresar sus valores en la arquitectura, se retrotrajo a la
historia.., construyó el Rathaus en imponente gótico, el Burgtheater
fue concebido en estilo barroco temprano y la Universidad en estilo
renacentista".106
El
"estilo internacional" que forjaron los arquitectos
modernistas suministró a la burguesía de mediados del siglo XX los
medios artísticos distintivos que le permitieron dejar su huella en
el entorno urbano, y la carrera de Mies van der Rohe simboliza este
proceso: último director del Bauhaus en los días finales de la República
de Weimar, Mies elaboró un estilo -Kenneth Frampton lo llama
"monumentalidad simétrica" que "culminó con el
desarrollo de un método de construcción altamente racionalizado y
ampliamente adoptado en los años cincuentas por la industria de la
construcción estadounidense y su clientela corporativa... El enfoque
de Mies ofrecía a la clientela orientada a la publicidad una
impecable imagen de poder y de prestigio", y el mejor ejemplo de
ello es quizás el edificio Seagram de Nueva York.107 El modernismo
dio al capitalismo el lenguaje arquitectónico del que había carecido
hasta entonces.
Y
así, en un complejo movimiento, la recuperación de las técnicas de
vanguardia dirigidas a la autonomía del arte han ido de la mano con
la integración del modernismo a los circuitos del capital. Estos
desarrollos se relacionan a su vez con un proceso más amplio que
Bermas llama "la falsa superación del arte y de la
vida".108 En algunos aspectos, la meta vanguardista de reintegrar
el arte y la vida se ha realizado, aunque de manera distorsionada,
pues la vida -la sociedad capitalista- aún no ha sido transformada.
Lo que resulta crucial aquí no es tanto la interpenetración entre la
alta cultura y la cultura de masas -el uso habitual, por ejemplo, de
los recursos del distanciamiento brechtiano en las series de televisión-,
pues no hay nada especialmente nuevo en estos desbordamientos, e
incluso el cine negro sería irreconocible sin el uso de las técnicas
tomadas del cine expresionista alemán; lo que resulta crucial aquí
es, desde luego, la industria cultural en sus múltiples facetas. Es
fascinante, por citar un caso, ver cómo se utilizan las obras de arte
modernistas en la publicidad y constatar que las imágenes de las
pinturas de Magritte se han convertido en clichés de los medios
masivos y se emplean, por ejemplo, para anunciar las tasas de interés
de una sociedad británica de bienes raíces.
Bermas
argumenta que "el arte se convierte en la extensión de la política,
a medida que el sistema de dominación mecaniza su control," y
que ni siquiera un policía de esquina con los ojos de Argos podría
competir con la omnipresencia de la música, la más romántica de las
artes, que
tiende
a obliterar la comunicación y a debilitar la resistencia individual,
construyendo en su lugar la bella ilusión de un canto colectivo de
dictatorial unanimidad. No obstante, al ser una falsa colectividad
donde nadie se siente a gusto, se transforma continuamente en su
antinomia sadomasoquista: por una parte, la pseudoprivacidad autista
del walkman, por la otra la autoafirmación megalomaníaca del
amplificador... cada uno de estos gestos guarda una relación inversa
con la posición social de los grupos asociados con los respectivos
recursos técnicos: a peor sonido, mayor volumen.109
Estos
fenómenos -la recuperación de la vanguardia para el arte, la
incorporación y mercantilización del modernismo, la falsa superación
del arte y de la vida- parecen detentar mayor importancia que
cualquiera de los cambios asociados con el presunto surgimiento de un
arte distintivamente postmoderno. Bürger enumera las siguientes
tendencias, todas calificadas de postmodernas: "la posición
positiva frente a la arquitectura de fines de siglo y, por ende, una
evaluación esencialmente más crítica de la arquitectura moderna; el
debilitamiento de la rígida dicotomía entre arte culto e inculto,
que Adorno considera todavía como irreconciliablemente opuestos; la
revaluación de las pinturas figurativas de los años veintes...; el
regreso a la novela tradicional, incluso por parte de los
representantes de la novela experimental".110
La
idea de que estas modificaciones de la sensibilidad representan una
ruptura cualitativa con el modernismo no resiste un examen crítico.
Intentaré ilustrar esta tesis -desarrollada anteriormente en el capítulo
primero, cuando discutí los argumentos generales en favor de un giro
cultural postmoderno- mediante la consideración de algunos casos
específicos, aun cuando las breves observaciones presentadas a
continuación son una especie de caricatura de un análisis
propiamente dicho. Tomemos, por ejemplo, el regreso del figurativismo
en la pintura. Bürger sostiene que esto puede ser visto como una
ruptura con el modernismo sólo dentro de una concepción muy
restringida de este último, la de Adorno, que, como vimos antes,
identifica el arte moderno con "el principio... de un dominio
completo de la forma".
Tal
concepción impide "ver que la posterior elaboración de un
material artístico puede enfrentar límites internos". Bürger
señala cómo Picasso, durante la Primera Guerra Mundial. pasó del
cubismo al neoclasicismo, paso marcado por un cuadro de 1917 al que
llamó "Olga en la silla reclinable", y opina que "la
idea de que la posibilidad de una continuación consistente del
material cubista podía haberse agotado" dio a esta evolución
"una coherencia que la estética de Adorno no nos permite
reconocer".111 El argumento admite una aplicación más general.
Greenberg adujo que en comparación con la forma como el cubismo se
libera del contenido de la pintura y persigue la forma absoluta, el
surrealismo sería "una tendencia reaccionaria que intenta
recobrar el tema exterior".112 No obstante, el resurgimiento del
neoclasicismo fue característico no sólo del surrealismo sino de
pintores de la Neue Sachúchkeit como Grosz y Dix, cuyo uso de la
figuración debe considerarse parte de uno de los movimientos de
vanguardia más innovadores de los años veintes.113
El
privilegio concedido por Adorno y por Greenberg a la abstracción
parece más un intento defensivo por preservar fragmentos de la alta
cultura del avance de la industria cultural y del kitsch, que un análisis
equilibrado del modernismo. El hecho de que durante los últimos
veinte años los pintores se hayan retirado de los extremos
abstraccionistas alcanzados después de la Segunda Guerra Mundial no
significa, por sí mismo, un cambio de trascendencia, en especial si
consideramos que algunos de los artistas reputados como representantes
del postmodernismo (Garlo Maria Mariani, por ejemplo) evidencian una
preocupación típicamente modernista por el proceso mismo de la
creación artística. Lo que Greenberg llamó "la imitación de
la imitación" se cierne todavía sobre gran parte del arte
contemporáneo.114
Es en
la arquitectura, sin embargo, donde el postmodernismo ha alcanzado un
mayor perfil. Uno de los desarrollos culturales más interesantes de
los últimos años ha sido la politización de los debates acerca de
la arquitectura, proceso que quizás lleve la delantera en Gran Bretaña
gracias a la intervención del Príncipe de Gales, quien se ha
distinguido por ser un defensor populista de la arquitectura
tradicional contra la depredación del modernismo.115 Estos debates
deben ser vistos dentro del contexto de las transformaciones sufridas
por las relaciones espaciales en las sociedades capitalistas avanzadas
de la generación precedente. Uno de los rasgos predominantes de la
posguerra ha sido el traslado de la población y de la industria de
los principales centros metropolitanos, una política que ha avanzado
especialmente en los Estados Unidos con el auge de los suburbios y el
desplazamiento de las inversiones del nordeste y del este medio hacia
el sur, pero que ha tenido también gran importancia en países como
Gran Bretaña.116
David Harvey afirma que esta tendencia debe ser
vista como parte del surgimiento de lo que él llama "la
urbanización del lado de la demanda", la aparición de la
"ciudad keynesiana", "un artefacto de consumo"
cuya "vida social, económica y política se organiza en torno al
tema del consumo respaldado por el Estado y financiado a crédito".
La suburbanización "significó la movilización de la demanda
efectiva a través de la reestructuración total del espacio, de
manera que el consumo de productos tales como automóviles, petróleo,
caucho y los de las industrias de la construcción se convirtiera en
una necesidad y no en un lujo". La crisis urbana de los años
sesentas en los Estados Unidos marcó la rebelión de aquellos
estratos de la población urbana menos beneficiados por la larga época
de prosperidad, pero la verdadera ruptura ocurrió al iniciarse la
recesión en 1973, que produjo "un impulso cambiante de las políticas
urbanas, que se alejaron de la equidad y de la justicia social y se
concentraron en la eficiencia, la innovación y las crecientes tasas
reales de explotación".117
El impacto de la crisis económica en las grandes
ciudades, dramatizado por la quiebra de Nueva York en 1974-75, obligó
a modificar el carácter de la urbanización. Dos de las estrategias
delineadas por Harvey como respuesta a esta crisis son de particular
importancia. La primera es el esfuerzo realizado por las ciudades para
"mejorar su posición competitiva respecto de la división
espacial del consumo". A medida que "el consumo masivo de
los años sesentas se transformó en el consumo menos masivo pero más
discriminatorio de los años setentas y ochentas", "la
ciudad se vio obligada a aparecer como algo innovador, estimulante y
creativo en los ámbitos del estilo de vida, la alta cultura y la
moda". En segundo lugar, "las áreas urbanas pueden...
competir por aquellas funciones claves de control y de mando en las
altas finanzas y el gobierno que tienden, por su propia naturaleza, a
estar altamente centralizadas y encarnan a la vez un inmenso poder
sobre todo tipo de actividades y de espacios. Las ciudades pueden
competir entre sí para convertirse en centros del capital financiero,
de recolección y control de información, de procesos de decisión
gubernamentales".118
Estas dos estrategias no son incompatibles; por el
contrario, una ciudad donde se concentran las sedes de las
corporaciones, de las firmas bancarias y fiduciarias incluye
probablemente dentro de su población numerosos empleados de cuello
blanco y bien remunerados, que conforman el foco principal del consumo
de altos ingresos. El desarrollo de este tipo de "ciudad
postkeynesiana" exige una transformación a gran escala del
entorno urbano: la creación de centros comerciales en zonas céntricas
derruidas, la construcción de nuevos edificios de oficinas, la
"transformación" de zonas ribereñas deprimidas en
concentraciones de vivienda costosa. Dichos cambios, desde luego, han
ocurrido en todas las principales ciudades de Occidente durante la década
de 1980.
Mike Davis sostiene que "el renacimiento
urbano" del centro de Los Angeles refleja la "expansión
hipertrófica del sector de los servicios financieros", y que
"la transformación de un recinto derruido del centro de la
ciudad en un nódulo financiero y corporativo... va de la mano con el
precipitado deterioro de la infraestructura urbana en general y con
una nueva ola de inmigración que ha llevado a cerca de un millón de
asiáticos, mexicanos y centroamericanos indocumentados al centro de
la ciudad". El abandono de la reforma urbana está simbolizado en
el carácter de fortaleza de los nuevos edificios, y el Hotel
Bonaventure de John Portman, tratado por Jameson como la cumbre del
postmodernismo (ver sección 5.2), señala más bien, con su inclusión
de "espacios pseudonaturales y pseudopúblicos en el interior
mismo de la edificación", una "segregación sistemática de
los grandes exteriores de la ciudad hispanoasiática".119 Análogos
patrones se repiten en otras ciudades; Londres, por ejemplo, un centro
financiero internacional clave y en expansión, tenía en 1985 la
mayor concentración de desempleados en el mundo industrializado y
mayores extremos de riqueza y de pobreza que cualquier otro lugar de
Gran Bretaña.120
No es de sorprender entonces que, bajo estas
circunstancias, la naturaleza del entorno urbano se convierta en un
asunto político, aunque esto implica a menudo una considerable
mistificación. Así, los abogados de un resurgimiento clásico, como
el Príncipe Carlos, desplazan la atención de las causas socio-económicas
reales de la pobreza de los habitantes del centro de la ciudad hacia
los innegables desastres producidos por el desplazamiento de las
barriadas después de la guerra y por el traslado de los habitantes
citadinos de la clase obrera a enormes edificios de apartamentos. Las
funestas consecuencias de los intentos realizados por los
urbanizadores y los arquitectos modernistas para modelar de nuevo la
ciudad han sido utilizadas para justificar la prosecución de los
temas más reaccionarios, desde la idea de que algunos estilos son
ordenados por la divinidad hasta la revaluación de la arquitectura
nazi.121
Sin embargo, afirmar que los estilos postmodernos
representan una auténtica ruptura cultural es debatible y bien puede
decirse que edificaciones tales como el Edificio Portland de Michael
Graves, una cause célebre debido a su fachada, que se asemeja a una
especie de collage, simbolizan la creciente falta de pertinencia de
las consideraciones estéticas en los grandes proyectos de construcción.
Para Diane Ghirardo, la alharaca que rodea el postmodernismo estilístico
es compensatoria. El arquitecto se convierte en la persona favorita de
los medios cuando su importancia comienza a declinar. En casi todos
los proyectos, el arquitecto, en cierto sentido, es el último en
llegar. La práctica contemporánea reduce el papel del arquitecto...
al de un diseñador de exteriores o especialista en interiores. Los
agentes de alquiler, los promotores, los funcionarios encargados de
los préstamos comerciales, las comisiones de planeación y de zona
toman las decisiones importantes, dejando al marginado arquitecto la
trivial tarea de seleccionar los acabados y el pulimento dentro y
fuera de la edificación.122
De acuerdo con este análisis, el postmodernismo en
arquitectura no anuncia una nueva estética sino el empaque necesario
para diferenciar un rascacielos de otro en una época en que la
individualidad del edificio ha llegado a ser un factor de importancia
en el mercadeo del espacio de oficinas.123. Como lo dice Frampton:
Hoy en día la división del trabajo y los
imperativos de la economía "monopolizada" son tales que
reducen la práctica de la arquitectura a un empaque a gran escala...
En los casos más predeterminados, el postmodernismo reduce la
arquitectura a una condición en la que "el empaque
negociado" y diseñado por el constructor/promotor determina el
esqueleto y la sustancia esencial del trabajo, mientras que el
arquitecto se ve reducido a contribuir con una máscara
convenientemente seductora. Esta es la condición que predomina
actualmente en el desarrollo de los centros urbanos en los Estados
Unidos, donde las altas torres de apartamentos se ven reducidas al
"silencio" de sus envolturas completamente vidriadas y
reflejantes, o revestidas en devaluados arreos de uno u otro tipo.124
Resulta difícil ver entonces qué es lo que ha
ocurrido en la arquitectura o en la evolución de la pintura que
represente el final del modernismo. Los cambios arquitectónicos en
particular parecen constituir más bien un estadio posterior del
proceso de mercantilización implícito en el triunfo del "estilo
internacional" después de la guerra. Enfatizar la comercialización
del modernismo, para no hablar de la de sus variantes postmodernistas,
no exige, sin embargo, que veamos todo esto como una traición a algún
significado original radical. Como dije en el capítulo segundo, el
modernismo se caracterizó en su momento por su ambigüedad, por su
capacidad de expresar una variedad de posiciones políticas, desde el
fascismo de Marinetti hasta el marxismo de Brecht, y por constituirse
precisamente en una evasión de la política.
Los años transcurridos desde 1945 no han
presenciado la traición de la revolución modernista, y los
argumentos presentados en esta sección tampoco implican descalificar
todas las obras recientes, incluidas aquellas que se consideran
postmodernas, como basura desprovista de valor. El buen arte puede
producirse bajo una inmensa diversidad de circunstancias, pero lo
cierto es que el fuego innovador ha abandonado el arte moderno. La
tesis de Franco Moretti según la cual los primeros años de este
siglo representaron "la última estación literaria de la cultura
occidental" (ver sección 5.3) tiene una aplicación más general
a un amplio espectro de prácticas culturales.
Con frecuencia me sorprende el tedio que nos abruma
cuando caminamos por una galería de pintura del siglo XX organizada
en orden cronológico y cuando avanzamos del entusiasmo de la primera
parte del siglo hacia la desesperada y a menudo estéril iconoclasta
de los recientes artistas. Los desarrollos auténticamente
interesantes provienen en gran parte, como observa Anderson, del
contexto del Tercer Mundo, donde se reproduce una constelación de
circunstancias análoga a aquella en que surgió el modernismo.125
Podemos pensar, por ejemplo, en las novelas de Salman Rushdie, que se
mueve con aparente facilidad entre la cultura metropolitana occidental
y la experiencia de un subcontinente integrado desigual y
dolorosamente al capitalismo global, una situación cuyas
contradicciones se han tornado, por desgracia, trágicamente
manifiestas.
Estas consideraciones deberían subrayar de nuevo la
necesidad de colocar los cambios estilísticos dentro de un contexto
histórico más amplio, y esto suscita asimismo el problema de la política.
El arte intenta a menudo, y sin éxito, eludir la política, que en
ocasiones lo convierte incluso en su campo de batalla, como lo
evidencia la controversia acerca de la arquitectura moderna y acerca
de los Versos satánicos de Rushdie. Este punto es de especial
importancia, pues creer que estamos entrando a la época postmoderna
en términos culturales e históricos presupone cierto contexto político.
En la próxima y última sección intentaré esbozar este contexto.
5.6 Los hijos de Marx y de la Coca-Cola
Comenzamos con Lyotard, así que podemos también
terminar con él, y en más de un sentido. Lyotard escribe: "El
eclecticismo es el grado cero de la cultura general contemporánea:
uno escucha reggae, mira una película del oeste, almuerza en
McDonalds y cena con cocina local, usa perfumes franceses en Tokio y
ropa 'retro' en Hong-Kong; el saber es algo que pertenece a los
concursos de televisión".126 Todo depende, desde luego, de quién
sea "uno". Se trata de algo más que de una observación ad
hominem, aun cuando es un poco ridículo que Lyotard ignore a la mayor
parte de la población, incluso en las sociedades avanzadas, a la cual
le es negado el deleite de los perfumes franceses y de los viajes a
Oriente. ¿Quién dispone entonces de esta combinación particular de
experiencias? En otras palabras, ¿qué sujeto político contribuye a
crear la idea de una época postmoderna?
Existe una respuesta obvia a esta pregunta. Uno de
los más importantes desarrollos sociales de las economías avanzadas
durante el presente siglo ha sido el crecimiento de la llamada
"nueva clase media", conformada por aquellos empleados de
cuello blanco que gozan de altos niveles remunerativos. John
Goldthorpe escribe: "Mientras que a comienzos del siglo XX los
empleados profesionales, administradores y gerentes constituían
apenas un 5-10% de la población activa, incluso en las naciones más
avanzadas, hoy en día constituyen el 10-25% en las sociedades
occidentales".127
Esta nueva clase media, concebida como un substrato
asalariado que ocupa lo que Eric Olin Wright denomina una
"ubicación de clase contradictoria", colocada entre la
fuerza laboral y el capital, se desempeña primordialmente en tareas
de gerencia y supervisión y es probable que constituya un grupo mucho
menor de lo que muestran las cifras: quizás el 12% de la población
trabajadora en Gran Bretaña.128 Sin embargo, debido al poder social
de que disfrutan sus miembros y a la influencia cultural que ejerce
sobre otros empleados de cuello blanco que aspiran a promoverse a sus
filas, la nueva clase media es una fuerza que debe tenerse en cuenta
en las principales sociedades occidentales.129
Raphael Samuel ha dibujado un evocador retrato de
esta nueva clase media asalariada que, a diferencia de la pequeña
burguesía del capitalismo y de los profesionales independientes, se
distingue más por gastar que por ahorrar. Los suplementos a color de
los periódicos dominicales le dan a la vez una vida de fantasía y un
conjunto de pistas culturales. Muchas de sus pretensiones a la cultura
consisten en un ostentoso despliegue de
"buen gusto", bien sea en la forma de
utensilios de cocina, comida "continental", casas de recreo
o botes de vela para los fines de semana. Nuevas formas de vida
social, como fiestas y "amoríos", eliminan la segregación
sexual que mantenía a hombres y mujeres en ámbitos rígidamente
separados.
La categoría de clase social rara vez se incluye
dentro de la concepción que tiene de sí misma esta nueva clase
media. Sus miembros prefieren la gratificación inmediata a la
diferida, hacen de sus gastos una virtud y tratan la autocomplacencia
como una ostentosa muestra de buen gusto. Los placeres sensuales,
lejos de ser ilícitos, constituyen el ámbito mismo donde se
establece la ambición social y se confirma la identidad sexual. La
comida, en particular, una pasión burguesa de la posguerra..., se
convierte en decisivo indicador de clase.130
No es difícil imaginar las condiciones económicas
que hacen posibles prácticas y gustos semejantes, y no sobra añadir
que el ahorro pierde importancia cuando la posición social depende
menos de la acumulación de capital que de la habilidad para ascender
dentro de una jerarquía gerencial, y cuando hay facilidades de crédito
que permiten la expansión del consumo. Resulta tentador, por
consiguiente, considerar el postmodernismo como la expresión cultural
del surgimiento de la nueva clase media, aunque tal cosa sería, en mi
opinión, un error.131
En primer lugar, la nueva clase media es menos una
colectividad coherente que una colección heterogénea de estratos que
ocupa la misma posición contradictoria dentro de las relaciones de
producción pero que se encuentra desarticulada por diversas bases de
poder. Una fuente importante de diferenciación dentro de la nueva
clase media es, por ejemplo, el hecho de estar alguno de sus miembros
empleado en el sector público o en el privado, lo cual explica por qué
un profesor universitario al servicio del Estado no siempre comparte
una comunidad de intereses con un próspero agente de bolsa.132 Por
otra parte, en cuanto el término "postmodernismo" tiene auténticos
referentes culturales -pienso en los desarrollos discutidos al final
de la sección anterior-, éstos se remontan a la década de 1960 o
poco después, mientras que la nueva clase media ha existido desde
mucho antes. Esto sugiere entonces la necesidad de un análisis que,
al igual que la genealogía del modernismo de Anderson (ver capítulo
segundo), busque identificar con precisión la coyuntura histórica en
la cual comienza a hablarse de una era postmoderna.
Hay dos fenómenos que considero decisivos. El
primero es el que Mike Davis describe como "el surgimiento de un
nuevo sistema de acumulación embrionario que puede llamarse 'sobreconsumismo'",
con lo cual se refiere a "los crecientes subsidios políticos y
económicos que benefician a un estrato masivo de gerentes,
profesionales, nuevos empresarios y rentistas". Davis argumenta
que el capitalismo estadounidense experimentó en las décadas de 1970
y 1980 una crisis del antiguo sistema fordista de acumulación, basado
en la articulación de la producción masiva semiautomática y del
consumo de la clase obrera, y una redistribución de la riqueza y de
los ingresos que no sólo favoreció al capital, como podría
pensarse, sino a una nueva clase media cada vez más consciente de sí.
Los recortes a los impuestos y al bienestar social impulsados por el
primer gobierno de Reagan significaron una perdida de al menos 23 mil
millones de dólares para las familias de bajos recursos en lo
correspondiente a beneficios federales e ingresos, mientras que las
familias de altos recursos ganaron más de 35 mil millones de dólares.
"El antiguo círculo encantado de los pobres
que se enriquecen a medida que los ricos también se enriquecen está
siendo superado por la tendencia hacia el empobrecimiento de los
pobres y el enriquecimiento de los ricos, mientras la proliferación
de empleos mal remunerados amplía simultáneamente un próspero
mercado de personas improductivas y de jefes". El resultado de lo
anterior es una "economía de niveles divididos" que
implica, como señala Business Week, una estructura de mercado de
consumo más radicalmente bifurcada, en la que las masas de obreros
pobres se agrupan en torno a almacenes de ocasión e importaciones de
Taiwan, en un extremo, mientras en el otro hay un "enorme mercado
de productos y servicios de lujo que incluye viajes, ropa de grandes
diseñadores, exclusivos restaurantes, computadores personales y
elegantes autos deportivos".133
Aunque el argumento de Davis se ve algo debilitado
por su excesiva dependencia de la errónea teoría de la crisis propia
de la llamada escuela de la regulación, no hay duda de que se refiere
a un fenómeno de importancia general. La era Reagan-Thatcher presenció
no sólo el abandono del keynesianismo, al menos en apariencia, sino
una importante reorientación de la política fiscal, uno de cuyos
rasgos principales fue la redistribución en favor de los ricos. En la
Gran Bretaña, las "reformas" al bienestar social adoptadas
por el gobierno y los drásticos recortes en impuestos para las
personas de mayores ingresos, introducidos en la primavera de 1988,
siguieron el patrón establecido por la política económica de Reagan,
y otras medidas promovieron la expansión del consumo entre los grupos
de altos ingresos: el impetuoso crecimiento del sector financiero
gracias a la bonanza de los empréstitos al Tercer Mundo en los años
setentas, y al mercado de especulación de mediados de la década de
1980. Los años ochentas fueron, después de todo, la década en que
aparece el término "yuppie" en el lenguaje cotidiano. El
yuppie constituye algo más que un tema para las comedias sociales y
un objeto de resentimiento (de allí la difundida "alegre
tristeza" con que fueron recibidos el Lunes Negro y sus secuelas
en Wall Street y en el mercado de valores de Londres); es también un
símbolo de la enorme proporción de la nueva clase media beneficiada
por la era Reagan-Thatcher.
La "prosperidad patológica", en palabras
de Davis, que caracterizó la recuperación de las economías
occidentales de las recesiones de 1974-75 y 1979-82 implicó entonces
cierta reorientación del consumo hacia la nueva clase media, un
estrato social cuyas condiciones de existencia tienden a propiciar
grandes gastos. Otra circunstancia, sin embargo, debe tenerse en
cuenta para comprender el peculiar talante de los años ochentas, y se
trata de las secuelas políticas del fracaso de 1968. Como se sabe,
1968 fue el año en el cual una combinación de crisis -los eventos
ocurridos en mayo y junio en Francia, la sublevación de los
estudiantes y de los ghettos en los Estados Unidos, la Primavera de
Praga en Checoslovaquia- pareció augurar el derrocamiento del orden
social prevaleciente en ambos lados de la Cortina de Hierro. En la
radicalización resultante, una generación de intelectuales fue
ganada para el activismo político militante, a menudo por alguna de
las organizaciones de extrema izquierda, por lo general de tendencia
maoísta o trotskista, que proliferaron a fines de la década de 1960.
Diez años más tarde, empero, las expectativas
milenaristas de una revolución inminente habían sido frustradas, y
el statu quo resultó más sólidamente fundado de lo que se creía.
Allí donde hubo cambios -la caída de las dictaduras en el sur de
Europa es quizás uno de los más importantes-, su beneficiario fue,
en el mejor de los casos, la socialdemocracia más que el socialismo
revolucionario. La extrema izquierda se desintegró en toda Europa a
fines de la década de 1970, y en Francia, donde las expectativas habían
alcanzado su punto más alto, la caída terminó siendo más
precipitada. Los nouveaux philosophes contribuyeron a convertir a la
intelectualidad parisiense, en su mayoría marxista desde la época
del Frente Popular y de la resistencia a la invasión alemana, al
liberalismo. La izquierda parlamentaria accedió al gobierno en 1981,
por primera vez desde la Cuarta República, en medio de un escenario
político caracterizado por la desbandada del marxismo. Y mientras que
los antiguos miembros del maoísmo se apresuraban a firmar
declaraciones en favor de los "contras" nicaragüenses, la
izquierda en general estaba ya dispuesta a acoger a Nietzsche y a la
OTAN.134
Veinte años más tarde, en 1988, con la aparente
estabilidad del capitalismo occidental bajo la dirección de la Nueva
Derecha, la retirada de la generación de 1968 de sus creencias
revolucionarias había llegado aún más lejos. Como observa Chris
Harman, "si en 1968 estaba en boga dejar la escuela y dedicarse a
la droga, la moda ahora parece ser reintegrarse al sistema y dejar la
política socialista".135 El veinteavo aniversario de 1968 se
destacó primordialmente por las decepcionantes retrospectivas de los
antiguos líderes estudiantiles. La revista Marxism Today, que había
lanzado una estrategia de mercado con base en el progresivo abandono
de todo lo que se asemejara a un principio socialista, se mostró
especialmente estridente en su renuncia a unas esperanzas
revolucionarias que nunca había compartido. En Francia, no obstante,
hubo al menos un intento serio por explicar este extraordinario revés,
el paso de la generación de las barricadas a la de los yuppies.136
La explicación más sorprendente la ofreció Régis
Debray, cuya evolución de teórico de la guerra de guerrillas,
amenazado de muerte por el ejército boliviano debido a su colaboración
con el Che Guevara, a consejero presidencial de Franrois Mitterrand en
el Elysée, sintetizó un proceso más general. Debray sostiene que
mayo del 68 actuó como un instrumento de modernización, al eliminar
los obstáculos institucionales a la integración del capitalismo
francés al capitalismo de consumo multinacional y norteamericanizado.
Los acontecimientos del 68, según él, constituyeron
el movimiento social más razonable; la triste
victoria de la razón productiva sobre la sinrazón romántica; la más
melancólica demostración del papel determinante de la economía
preconizado por la teoría marxista (tecnología más relaciones de
producción). Era preciso darle una moralidad a la industrialización,
no porque los poetas la reclamaran, sino porque la industrialización
precisaba de ella. La antigua Francia pagaba su deuda a una nueva
Francia; los atrasos sociales, políticos y culturales todos a la vez.
El cheque fue cuantioso. La Francia de la piedra y el centeno, del
aperitivo y del instituto, del sí papá, sí patrón, sí querida, se
dejó de lado para que la Francia de los programas de computadores y
de los supermercados, de las noticias y la planificación, del know
how y las juntas, pudiera ostentar al máximo su viabilidad, y ser
finalmente acogida. Esta limpieza de primavera se experimentó como
una liberación y, en efecto, lo fue.137
De acuerdo con esta explicación, el desencanto de
la generación de 1968 fue una consecuencia inevitable de la lógica
objetiva de los acontecimientos -consistente en modernizar y no en
abolir el capitalismo francés-, así como una forma de adaptación a
la sociedad de consumo perfeccionada como resultado de la crisis. El
argumento de Debray ha sido retomado por Gilles Lipovetsky, quien lo
lleva aún más lejos y lo generaliza, pues dice que las revueltas de
fines de los años sesentas contribuyeron a establecer el predominio
del individualismo narcisista identificado por Lasch, Sennet y Bell
como una de las principales tendencias culturales de los últimos
veinte años. "Fin del modernismo: los años sesentas son la última
manifestación de la ofensiva lanzada contra los valores puritanos y
utilitaristas, el último movimiento de protesta cultural, en esta
ocasión un movimiento de masas. Pero también son el comienzo de una
cultura postmodema, desprovista de innovaciones y de verdadera
audacia, que se contenta con democratizar la lógica del
hedonismo", un hedonismo que se ha convertido en "condición"
del "funcionamiento" y "expansión" del
capitalismo.138
El principal defecto de este tipo de explicación es
su casi extravagante funcionalismo. Debray suscribe alegremente una
filosofía hegeliana de la historia en la cual, gracias a la astucia
de la razón, los acontecimientos cumplen propósitos desconocidos
para sus actores. "La sinceridad de los actores de mayo se vio
acompañada y sobrepasada por una astucia que desconocían. La cumbre
de la generosidad personal se encontró con la cumbre del anónimo
cinismo del sistema. Y así como los grandes hombres hegelianos son lo
que son debido al Espíritu absoluto, los revolucionarios de mayo
fueron los empresarios del Espíritu que necesitaba la burguesía".139
La forma como Debray y Lipovetsky reducen 1968 a un episodio de
modernización -o postmodernización- del capitalismo excluye la
posibilidad de otros resultados y descarta de antemano el hecho de que
la expansión que en efecto tuvo el sistema durante los años setentas
y ochentas se debió a la derrota del reto político que representaron
las luchas de fines de la década de 1960.140
Como señalaron Alain Krivine y Daniel Bensaid, unos
de los pocos líderes estudiantiles franceses que no han renunciado al
marxismo, Debray y Lipovetsky confieren "a un hecho cumplido las
virtudes de una necesidad histórica, y en su visión de mayo, la
astucia del capital sustituye, a su entera conveniencia, la astucia de
la razón".141 Incluso Henri Weber, uno de los miembros más
talentosos de la generación de 1968, quien abandonó más tarde el
socialismo revolucionario para integrarse a la socialdemocracia, ha
escrito que "el individualismo de mayo era prometeico y
comunitario", "portador de un proyecto relativamente
grandioso de transformación social", convencido de que "no
hay auténtica autorrealización que no sea por la colectividad",
de modo que "hay una ruptura más que una continuidad" entre
éste y "el individualismo narcisista y apático de fines de los
años setentas", con el que Lipovetsky lo identifica.142
Esencialmente, los esfuerzos de Debray y Lipovetsky
por restarle importancia a 1968 fracasan en razón de la magnitud
misma de lo ocurrido. Después de todo, lo sucedido en Francia durante
mayo y junio de aquel año no sólo incluyó las barricadas
estudiantiles en el Barrio Latino y la ocupación de la Sorbona, sino
la huelga general de mayores proporciones en la historia europea
reciente. Estos acontecimientos constituyeron el episodio más dramático
de aquello que Harman, en su magistral estudio de este período, llama
la "triple crisis: de la hegemonía estadounidense en Vietnam, de
las formas autoritarias de gobierno frente a una clase obrera que había
crecido en forma masiva, y del estalinismo en Checoslovaquia",
crisis conducente a la renovación generalizada de la lucha de clases
en todo el capitalismo occidental y que, con mayores o menores
altibajos, se prolongó hasta el comienzo de la recesión mundial de
1974-75 e inicialmente sevio exacerbada por ella.143
Esta renovación de la lucha de clases, la mayor
ocurrida en Europa desde las secuelas de la revolución rusa,
comprende, junto con mayo y junio de 1968 en Francia, la famosa
"operación tortuga de mayo" en Italia, iniciada en el otoño
de 1969; la ola de huelgas contra el gobierno laborista de 1970-1974
en Gran Bretaña, que culminó con la renuncia del primer ministro,
Edward Heath, acosado por las protestas de los mineros; la revolución
portuguesa de 1974-75, y los amargos conflictos laborales que acompañaron
la agonía del régimen franquista en España durante 1975 y 1976.
Aunque las protestas obreras en los Estados Unidos nunca alcanzaron
este clímax, las manifestaciones del movimiento pacifista contra la
intervención en Vietnam, las sublevaciones de los ghettos negros y la
revuelta estudiantil contribuyeron a producir, a fines de los años
sesentas, la peor crisis doméstica de este país desde la guerra
civil. Y hubo ecos en otros lugares: el cordobazo en Argentina, una
explosión de militancia obrera y estudiantil en Australia, la huelga
general de 1972 en Quebec.
El hecho de que estas luchas no consiguieran abrir
brechas duraderas y profundas en el poder del capital fue algo
contingente, que no refleja la lógica interna del sistema sino el
dominio de los movimientos obreros y estudiantiles por parte de
organizaciones e ideologías socialdemócratas o estalinistas,
comprometidas con la obtención de reformas parciales dentro del marco
de la colaboración entre las clases. La intervención del partido
comunista francés para poner fin a la huelga general en mayo y junio
de 1968 se repitió en numerosas ocasiones en otros países, desde los
"contratos sociales" suscritos por el Congreso de los
Sindicatos Británicos con el partido laborista en 1974-79, hasta el
pacto de la Moncloa mediante el cual los partidos comunista y
socialista españoles apoyaron a los herederos de Franco. Este tipo de
compromisos permitió al capitalismo occidental resistir el temporal
de las grandes recesiones de los años setentas y ochentas, y
utilizarlas para reestructurarse y racionalizarse. Mientras la clase
obrera de las naciones avanzadas pasaba de la ofensiva a la defensiva,
la extrema izquierda se encontró aislada, nadando contra la
corriente. Estas circunstancias menos favorables ocasionaron la
desaparición de muchas organizaciones que sucumbieron a la
"crisis de la militancia" y ante el hecho de que sus
actividades no tuvieron el fácil éxito que se esperaba.
En mi concepto, la odisea política de la generación
de 1968 es crucial para entender la difundida aceptación de la idea
de una época postmoderna en los años ochentas. Es ésta la década
en que los radicales de los años sesentas y setentas comienzan a
entrar en la edad madura. Por lo general, habían perdido toda
esperanza en el triunfo de una revolución socialista y a menudo habían
dejado de creer incluso que una revolución semejante fuese deseable.
En su mayor parte habían llegado a ocupar algún tipo de posición
profesional, gerencial o administrativa, y se habían convertido en
miembros de la nueva clase media en un momento en el cual la dinámica
sobreconsumista del capitalismo occidental ofrecía a esta clase
mejores niveles de vida, un beneficio que con frecuencia negaba al
resto de la fuerza laboral: en los Estados Unidos, por ejemplo, el
salario-hora en términos reales disminuyó en un 8.7% entre 1973 y
1986.144 Esta coyuntura -la prosperidad de la nueva clase media,
combinada con la desilusión política de muchos de sus más
destacados integrantes suministra el contexto de la proliferación de
los discursos sobre el postmodernismo. Antes de proseguir, sin
embargo, quisiera aclarar un punto en particular. No pretendo sostener
que la filosofía de Foucault o las novelas de Rushdie, para citar dos
casos, se deriven directamente de los desarrollos políticos y económicos
arriba descritos. Mi propósito es más bien el de explicar la
aceptación de ciertas ideas por parte de un gran número de
personas.145
En este sentido, considero que los principales temas
del postmodernismo sólo resultan inteligibles sobre el trasfondo de
la coyuntura histórica de fines de los años setentas y comienzos de
los años ochentas. Uno de los rasgos predominantes de la
postmodernidad es el esteticismo, heredado de Nietzsche y reforzado
por los intentos que hacen Derrida, Foucault y otros autores por
articular las implicaciones filosóficas del modernismo (ver sección
3.2). Richard Schusterman advierte la aparición de una
"tendencia intrigante y cada vez más prominente en la filosofía
moral (y en la cultura) angloamericana hacia la estetización de lo ético.
La idea... es que las consideraciones estéticas son o deben ser
decisivas, y quizás la instancia suprema, para determinar cómo
elegimos conducir o moldear nuestras vidas y cómo evaluamos qué es
una vida buena".146 Schusterman toma como ejemplo a Rorty, cuya
preeminencia en la década pasada se debió ante todo a sus esfuerzos
por traducir los temas postestructuralistas a un lenguaje analítico.
Quizás el caso más interesante de esta corriente de pensamiento sea
la idea de Nietzsche acerca de la "estética de la
existencia", desarrollada por Foucault en sus últimos libros
(ver sección 3.5). Pero lo sorprendente del giro filosófico hacia el
esteticismo es cómo se aviene con el talante cultural de los años
ochentas. Decir que ésta fue una década obsesionada por el estilo se
ha convertido en un lugar común.
Los teóricos del postfordismo tenían razón al
advertir la diferenciación de los mercados y la proliferación de las
marcas de diseñadores cuyo atractivo decisivo reside en sugerir que
al comprar, verbi gratia, un Levi's 501 se accede a un estilo de vida
determinado. Aunque la dimensión de estos desarrollos ha sido
exagerada en exceso, es innegable que en varios aspectos de la vida
podemos detectar asociaciones análogas entre cierto tipo de consumo y
la formación de cierto tipo de persona, y entre las más importantes
está la obsesión narcisista por el cuerpo, masculino y femenino,
menos como objeto de deseo -una vez disciplinado por las dietas y los
ejercicios para obtener determinada forma- que como señal de
juventud, salud, energía, movilidad. Esta estilización de la
existencia (para tomar una expresión de Foucault) se comprende mejor
en el contexto, no de una Nueva Era, sino de una era de prosperidad
para la nueva clase media, clase que en la década de 1980 vio
aumentar sus ingresos y encontró grandes facilidades de crédito sin
la presión de ahorrar a la que estaba sometida la pequeña burguesía
en años anteriores.
Otro de los rasgos sorprendentes de los discursos
acerca del postmodernismo es su tono apocalíptico, que alcanza quizás
su mayor estridencia en los escritos de Baudrillard y de sus
seguidores. Ahora bien: en más de un sentido, la expectativa de un
desastre inminente ha sido un rasgo endémico de la cultura occidental
durante gran parte de este siglo, y en especial desde Auschwitz e
Hiroshima. Creo, sin embargo, que en este caso habría algo más que
el "apocalipsis rutinario" del que habla Frank Kermode147
pues, al fin y al cabo, ¿cuál ha sido la experiencia de la generación
de 1968? Sus miembros vivieron una época en la que grandes
transformaciones históricas parecían inminentes, y en la que muchos
creían que el futuro inmediato estaba delicadamente balanceado entre
la utopía y la distopía, entre el avance socialista y la tiranía
reaccionaria, creencia que acontecimientos como el golpe de Estado
chileno de septiembre de 1973 no afectó en absoluto.
La esperanza de la revolución ha desaparecido, es
cierto, pero no ha sido sustituida, a mi juicio, por una creencia
positiva en las virtudes de la democracia burguesa. Incluso quienes
piensan, erróneamente, que el capitalismo ha superado sus
contradicciones económicas, ven que se ciernen sobre el horizonte
otras catástrofes potenciales como la guerra nuclear y el colapso de
la ecología. Para quienes sostienen tales ideas es plausible creer
que nos encontramos en el umbral de una nueva fase de desarrollo
respecto de la cual el marxismo, con su orientación hacia la lucha de
clases, no es pertinente, pero al mismo tiempo habrán de convenir en
que el liberalismo tampoco constituye una respuesta a estas
inquietudes.
El éxito de Lyotard y Baudrillard, absolutamente
desproporcionado en relación con el escaso mérito intelectual de sus
obras, se torna comprensible desde esta perspectiva. Ambos se
identificaron estrechamente con 1968; el propio Baudrillard afirma que
"mi obra comienza en realidad con los movimientos de la década
de 1960".148 Ambos ofrecen extensos comentarios filosóficos
sobre la actualidad, a diferencia de Derrida, quien se ha centrado en
la deconstrucción de textos teóricos, y de Foucault, cuyo interés
principal fue la genealogía de la modernidad. Ambos han seguido,
desde fines de los años sesentas, una trayectoria que los aleja de
una posición política explícita y los acerca a una especie de pose
estética basada en negarse a tratar de comprender o transformar la
realidad social existente. ¿Qué podría ser más tranquilizante para
una generación atraída primero hacia el marxismo y luego alejada de
él por los altibajos políticos de las dos últimas décadas que
escuchar, en un estilo adornado con la aparente profundidad y auténtica
oscuridad de la retórica submodernista cultivada por "el
pensamiento del 68", que ya no es posible hacer nada para cambiar
el mundo?
La "oposición" se reduce entonces al
consumo de productos culturales y, en primer lugar, al consumo de las
obras de arte postmodernas, cuyos autores buscan encarnar en ellas
este tipo de pensamiento; si no, una vieja novela rosa puede desempeñar
la misma función, pues, como subraya con frecuencia Susan Sontag, el
esteticismo implica "una actitud neutral con respecto al
contenido".149 El tipo de distancia irónica del mundo, que fue
uno de los más importantes rasgos de las grandes obras modernistas,
se transforma en rutina y se trivializa incluso, ya que se ha
convertido en una manera de negociar una realidad todavía
irreconciliada que ya nadie cree poder cambiar.
Como escribí en otro lugar:
La mejor manera de comprender el discurso del
postmodernismo es como el producto de una intelectualidad socialmente
móvil en un ambiente dominado por la retirada de los movimientos
obreros occidentales y la dinámica "sobreconsumista" del
capitalismo de la era Reagan-Thatcher. Desde esta perspectiva, el término
"postmoderno" parece ser un significado flotante, con el
cual esta inteligentsia busca articular su desilusión política y su
aspiración a un estilo de vida orientado al consumo. Las dificultades
implícitas en identificar un referente para este término carecen
entonces de importancia, pues los discursos acerca del postmodernismo
en realidad no tratan tanto del mundo como de la expresión del
sentido del final de una generación.150
No hay nada nuevo, sin embargo, en semejante
desilusión política o trahison des clercs, como dirían los
franceses. Uno de los casos más pertinentes es el del brillante grupo
de intelectuales norteamericanos que adhirieron al marxismo en las décadas
de 1930 y 1940 y que, en su mayor parte, regresaron desilusionados al
liberalismo durante la guerra fría y en ocasiones al
neoconservadurismo durante los años setentas.151 Análogos recuentos
podrían hacerse de todos los períodos en los cuales los radicales se
han visto políticamente aislados, desde la época de la Restauración.152
En el presente libro me he propuesto analizar la patología de esta última
"experiencia de derrota" y, en particular, del intento de
explicarla en términos del surgimiento de una época postmoderna para
la cual el proyecto de la Ilustración, aun radicalizado por el
marxismo, carece de interés.
Como he tratado de mostrarlo, dicho intento fracasa
como filosofía, estética y teoría social. El postmodernismo debe
ser entendido como una respuesta a la incapacidad de las grandes
sublevaciones de 1968-76 para satisfacer las expectativas
revolucionarias que habían generado. Durante estas revueltas, algunos
temas que habían sido marginalizados durante medio siglo disfrutaron
de un breve resurgimiento, y no sólo la idea de la revolución
proletaria, concebida como una irrupción democrática desde abajo y
no como imposición de un cambio desde arriba, sino también el
proyecto vanguardista de superar la separación entre el arte y la
vida.153
Tales aspiraciones han sido en gran parte
abandonadas, pero creer que esto siempre será así supone que no habrá
más explosiones sociales en los países avanzados, al menos
comparables a las de 1968 y los años inmediatamente posteriores. El
carácter frágil e inestable de la patológica prosperidad de los años
ochentas, no obstante, sugiere otra cosa. El capitalismo mundial no ha
escapado al período de crisis que se inició a comienzos de la década
de 1970, como tampoco ha abolido por arte de magia a la clase obrera.
Por el contrario, los años ochentas se vieron marcados por la aparición
de nuevos movimientos sindicales -en Polonia, en Brasil, en Corea del
Sur y en Sudáfrica, para citar apenas unos cuantos-, y el proyecto de
la "Ilustración radicalizada", esbozado originalmente por
Marx, para quien las contradicciones de la modernidad sólo pueden ser
resueltas a través de la revolución socialista, aguarda de ellos su
realización.
Notas:
1. D. Bell, The Coming of Post-Industrial Society,
Londres, 1974, pp. 212, 284, 297-98 y passim.
2. Ver ibid., pp. 33-40, sobre la historia de la
expresión "sociedad postindustrial": al parecer, Bell
comparte con David Riesman el dudoso honor de haber inventado esta
expresión a fines de los años cincuentas.
3. Ver, por ejemplo, R. Heilbroner, Business
Civilization in Decline, Harmondsworth, 1977, capítulo 3, y K. Kumar,
Prophecy and Progress, Harmandsworth,1978, capítulos 6 y 7.
4. M. Prowse, "The Need to Bolster Confidence",
FT, 30 de noviembre de 1987.
5. Ver mi discusión de Gorz en MH, pp.184-89.
6. A. Kaletsky y G. de Jonquieres, "Why a
Service Economy is no Panacea", FT, 22 de mayo,1987.
7. M. Prowse, "Why Services may be no
Substitute for Manufacturing", FT, 25 de octubre, 1985.
8. Ibid.
9. Ver, por ejemplo, además de Prowse, "Services",
Kaletsky y Jonquieres, "Service Economy" y el informe
especial, "¿Can America Compete?", Business Week, 27 de
abril, 1987.
10. Ver A. Callinicos y C. Harman, The Changing
Working Class, Londres, 1987, capítulo l.
11. Kaletsky y Jonquieres, "Service Economy".
12. La información presentada en este párrafo
acerca de California es tomada de P. Stephens, "Uneasy Realities
Behind a Post-Industrial Dream", FT, 15 de octubre, 1986.
13. M. Davis y S. Buddick: "Los Angeles: Civil
Liberties between the Hammer and the Rock", NLR 170, 1988, p. 48.
La expresión "sangriento taylorismo" fue acuñada por Alan
Lipietz para designar las industrias tercermundistas, repetitivas y
altamente explotadoras, dedicadas al ensamblaje de productos
manufacturados de exportación, especialmente textiles y electrónicos,
que emplean mano de obra no calificada: ver Mirages and Miracles,
Londres,1987, pp. 73 ss.
14. Stephens, op. cit.
15. Ver especialmente N. Harris, The End of the
Third World. Londres, 1986.
16. P. Kellog, "¿Goodbye to the Working Class?",
IS, 2, 36,1987, pp.108-110.
17. C. Owens, "Feminists and Postmodernists",
en H. Foster, ed., Postmodern Culture, Londres, 1985, p. 63.
18. Ver, por ejemplo, M. Poster, Critical Theory of
the Family, Londres, 1978.
19. Ver, por ejemplo, A. Rogers, "Women at Work",
IS, 2, 32,1986 y el análisis mucho más extenso presentado en el
libro sobre mujeres y clase de Lindsey German, de próxima aparición.
20. J. Baudrillard, The Mirror of Production, St.
Lous,1975, p. 80.
21. MR (discusión), p. 337. Ver, acerca de las
sociedades "primitivas", inter alia, M. Godelier,
Rationality and Irrationality in Economics, Londres, 1972 y M.Sahlins,
Stone Age Economics, Londres, 1974.
22. DFM, p. 104. Ver también, por ejemplo, J.
Habermas, Autonomy and Solidarity, pp. 140 ss.
23. F. Jameson, "The Politics of Theory",
NGC 33, 1984, p. 53.
24. F.Jameson, Marxism and Form, Princeton,1971,
pp.102-105. La presentación que hace Jameson del surrealismo (ibid,
p. 95-106) parece haber influido sobre las ideas de Anderson acerca
del modernismo: ver MR, p. 327.
25. F. Jameson, "Postmodernism, or the Cultural
Logic of Late Capitalism", NLR 146, pp. 78 y passim.
26. Ibid, pp. 83, 85, 86, 88.
27. W. Benjamin, Understanding Brecht, Londres,
1973, p. 121.
28. F. Jameson, The Political Unconscious, pp. 35,
41, 52-3, 57, 75, 98.
29. L. Althusser y E. Balibar, Reading Capital, p.
94.
30. Ver, por ejemplo, G. Stedman-Jones, "The
Marxism of the Early Lukács", NLR 70.
31. Para una crítica similar del artículo de
Jameson sobre el postmodernismo, ver M. Davis, "Urban Renaissance
and the Spirit of Postmodernism", NRL 151, 1985, pp. 106-7. Para
un comentario más general sobre Jameson, T. Eagleton, "The
Idealism of American Criticism", NLR 127, 1981, pp. 62-64, E.
Said, "Opponents, Audiences, Constituencies and Community",
en Foster, ed., Postmodern Culture, pp. 146-48, y D. Kellner, "Postmodernism
as Social Theory", TCS 5, 213, 1988, pp. 258-62.
32. Jameson, "Postmodernism", p. 80.
33. Ver A. Callinicos, "¿Reactionary
Postmodernism?" en R. Boyne y A. Rattansi, eds., Postmodernism
and Social Theory, Houndmills, de próxima aparición.
34. Jameson, Political Unconscious, p. 53.
35. Ver especialmente Jameson, "Cognitive
Mapping", en MIC.
36. Ver D. Latimer, "Jameson and Postmodernism",
NLR 148,1984, y, sobre marxismo y ética, MH, capítulo 1.
37. Althusser y Balibar, op. cit., pp. 99,104; ver,
en general, pp. 91-105 y P. Anderson, Arguments widtin English Marxism,
Londres, 1980, pp. 73-77.
38. Ver Callinicos, "Reactionary Modernism".
39. Jameson, Marxism, pp. xvii-xviii, 36n.,105.
40. Jameson, "Postmodernism", pp. 53, 55.
41. Davis, "Urban Renaissance", pp.
106-107. Ver E. Mandel, Late Capitalism, Londres, 1975, y The Second
Slump, Londres, 1980.
42. S. Lash y J. Urry, The End of Organized
Capitalism, Cambridge,1987.
43. Ver especialmente M. Aglietta, A Theory of
Capitalist Regulation, Londres, 1979.
44. Ver, por ejemplo, R. Murray, "Life after
Henry (Ford)", Marxism Today, octubre 1988.
45. S. Hall, "Brave New World", ibid., pp.
24, 27.
46. K. Williams et al., "¿The End of Mass
Production?", Economy and Society 16, 1987. Agradezco a Lindsey
German el haber llamado mi atención sobre este artículo.
47. Callinicos y Harman, Changing Working Class, pp.
62-67. Para una crítica general de la tesis del postfordismo, ver J.
Robertson, "Consuming Passions", Socialist Worker Review,
diciembre 1988.
48. Aunque debe observarse que Lash y Urry sí
identifican una tendencia hacia la "especialización
flexible": ver End, p.199.
49. Ibid, pp. 208-209.
50. N. Harris, Of Bread and Guns, Harmondsworth,1983,
especialmente capítulos 2, 4, 7, y End of the Third World, passim.
51. D. M. Gordon, "The Global Economy: ¿New
Edifice or Crumbling Foundations?", NLR 168,1988, pp. 54, 63-64 y
passim.
52. Ver A. Callinicos, "Imperialism, Capitalism
and the State Today", IS, 2, 35, 1987.
53. FT, octubre 21,1987.
54. Para un análisis del Lunes Negro y sus secuelas
inmediatas, ver C. Lapavitas, "Financial Crisis and the Stock
Exchange Crash", IS 2, 38,1988.
55. M. Wolf, "The Need to Look to the Long Term",
FT, noviembre 16,1987.
56. H. Belloc, The Servile State, Indianápolis,
1977. Para un resumen de las tendencias económicas de fines de siglo,
ver E. J. Hobsbawm, The Age of Empire 1875-1914, Londres, 1987, pp.
50-73.
57. Ver N. I. Bucharin, Imperialism and World
Economy, Londres, 1972, y para un análisis de la crisis ocurrida
entre las dos guerras desde esta perspectiva, C. Harman, Explaining
the Crisis, Londres, 1984, capítulo 2.
58. Harris, op. cit, capítulo 2, suministra el
mejor estudio general sobre estos cambios.
59. Ver, por ejemplo, D. Filtzer, Soviet Workers and
Stalinist Industrialization, Londres, 1986, pp. 91, y M. Ellman,
"¿Did the Agricultural Surplus Provide the Resources for the
Increase in Investment in the USSR during the First Five-Year
Plan?", Economic Journal 85, 1975.
60. J. M. Keynes, The General Theory of Employment
Interest and Money, Londres, 1970, p. 313.
61. Ver especialmente Harman, Explainin, capítulo
3.
62. A. Kaletsky, "The Triumph of John Maynard
Reagan", FT, mayo 3,1986.
63. P. Green, "Contradictions of the American
Boom", IS 2, 26, 1985. Otro caso extraordinario de
intervencionismo en Estados Unidos fue el rescate de las compañías
de ahorros y de las lonjas en quiebra por parte del Federal Home Loan
Bank Board, en cooperación con corporaciones como Ford y Revlon, a un
costo eventual estimado en US$ 38.6 mil millones para el gobierno de
los Estados Unidos: ver The New York Times, diciembre 31, 1988.
64. Para un estudio general, ver P. Green, "British
Capitalism and the Thatcher Years", IS 2, 35, 1987. No todos los
principales Estados capitalistas occidentales han seguido el modelo de
los Estados Unidos; la excepción más importante es Alemania
Occidental que, bajo la dirección del Bundesbank, ha seguido políticas
de restricción monetaria. Sobre las diferentes trayectorias de las
economías occidentales, ver M. Aglietta, "World Capitalism in
the Eighties", NLR 136, 1982.
65. M. Davis, Prisioners of the American Dream,
Londres, 1986, p. 233; ver ibiá, capítulo 6, passim.
66. Citado por R. Brenner, "The Roots of US
Economic Decline", Against the Current 2, 1986, p. 27.
67. FT, abril 18 de 1987.
68. Ibid, agosto 13, 1988.
69. F.Nietzsche, El eterno retorno, Buenos Aires,
1949, § 383.
70. C. Lash, The Culture of Narcissim, Londres,
1980, p. xvi.
71. D. Bell, The Cultural Contradictions of
Capitalism, Londres, 1979.
72. S. Bellow y M. Amis, "The Moronic Inferno",
en B. Brooks et aL, eds., Modernity and Its Discontents,
Nottingham,1987, transcripción de una discusión moderada por Michael
Ignatieff en la serie de televisión Voices, ahora desaparecida, en la
primavera de 1986.
73. G. Lipovetsky, L'Ere du vide, París, 1983. Ver
también Bell, op. cit., capítulo 3.
74. J. Baudrillard, Simulations, Nueva York, 1983,
pp. 12, 48, 53-54,143,146.
75. J. Baudrillard, In the Shadow of the Silent
Minorities, Nueva York, 1983.
76. J. Baudrillard, Simulations, p.115.
77. J. Baudrillard, Mirror, p.122.
78. J. Baudrillard, Simulations, pp. 99,150-52.
79. Baudrillard, Amérique, París, 1986, pp. 21,
32,143,150,151,178,194-95, 150, 195.
80. J. Baudrillard, Shadow, pp. 83-84.
81. J. Bouveresse, "Why I Am so very UnFrench",
en A. Monteflore, ed., Philosophy in France Today, Cambridge,1983, p.
15.
82. DFM, p. 228; ver en general ibid, pp. 225-254.
83. R. Sennet, The Fall of Public Man, Londres,
1986, pp. 19, 21, 23, 261-62.
84. K. Marx, El capital, I, México, 1968, p. 37.
85. Citado en D. Frisby, p.11; ver, acerca de Simmel,
Kracauer y Benjamin, D. Frisby, Fragments of Modernity, Cambridge,1985.
Simmel ejerció una importante influencia sobre Lukács y Benjamin.
86. Ver, por ejemplo, Simmel, Philosophy, pp. 472 ss.
87. W. Benjamin, Charles Baudelaire, Londres, 1973,
p.172. Comparar con su definición de la modernidad como "lo
nuevo en el contexto de lo que siempre ha estado allí", citada y
discutida en Frisby, Fragments, pp. 207, ss.
88. G. Debord, The Society of the Spectacle,
Detroit,1970, § 1, 4, 6, 36.
89. Baudrillard, Simulations, p. 54. Ver, acerca de
la influencia de los situacionistas, Baudrillard, "Lost in the
Hipermarket", City Limits, diciembre 8 de 1988, p. 88.
90. Debord, op. cit., § 7, 9.
91. Ver A. Callinicos, Marxism and Philosophy,
Oxford,1983, pp.127-36.
92. Ver Harman, Explaining, pp. 143-47, y M. Glick y
R. Brenner, "The Regulation Approach to the History of Capitalism",
de próxima aparición en NLR; su dependencia de la teoría de las
crisis propuesta por la escuela regulacionista es la falla principal
de los escritos de Davis acerca del capitalismo estadounidense.
93. Aglietta, Theory, pp.158-61.
94. Bell, The Coming, p. 318, n. 30.
95. Lipovetsky, Ere, pp. 7, 14, 4?-48,142-43.
96. Hobsbawm, Empire, pp. 220,237-38.
97. MR, 329.
98. T. W., Adorno, Aesthetic Theory, Londres, 1984,
pp. 83-84.
99. Greenberg, "Avant Garde and Kitsch",
Partisan Review VI: 5,1939, p. 49.
100. Ver S. Guilbaut, How New York Stole the Idea of
Modem Art, Chicago, 1983, y J. D. Herbert, "The Political Origins
of Abstract Expressionist Art Criticism", Telos 62, 1984/85.
101. Adorno, op. cit., p. 44.
102. R. A. Berman, "Modem Art and Desublimation",
Telos 62, 1984/85, p. 41.
103. P. Bürger, Theory of the Avant Garde,
Manchester,1984, pp. 17, 80, 81.
104. Citado en C. Ratcliff, "The Marriage of
Art and Money", Art in America, julio 1988, p. 78.
105. Citado en E. Hartney, "Art vs. Market",
ibid, p. 31.
106. C. Schorske, op, cit., p. 58; ver en general
ibid, capítulo 2.
107. K. Frampton, Modere Architecture: A Critical
History, edición revisada, Londres,1985, pp. 231, 237.
108. Berman, op. cit, p. 43.
109. Ibid, p. 45-46. Bürger sostiene que esta
"falsa superación" de arte y vida es un peligro inherente
al proyecto vanguardista, pues "la relativa libertad del arte
frente a la praxis vital es a la vez la condición que debe ser
satisfecha si ha de haber un conocimiento crítico de la realidad. Un
arte que no se distingue ya de la praxis vital sino que se ve
completamente absorbido por ella perderá la capacidad de
criticarla". (Theory, p. 50). Pero ciertamente mucho depende de
las condiciones bajo las cuales se da la integración entre arte y
vida. Los movimientos de vanguardia aspiran a reintegrar el arte a una
vida social transformada; en ausencia de una transformación
semejante, sus miembros sólo pueden continuar como artistas, en términos
de la sociedad burguesa, con todas las contradicciones que esto
implica, algunas de las cuales se describen en el texto. Todo intento
por estetizar de nuevo la vida social sobre la base de un control
colectivo y democrático de los recursos por parte de los productores
directos no tendría como consecuencia la supresión del papel crítico
desempeñado históricamente por el arte en la discusión permanente
de alternativas. La exploración que hace Trotsky de algunos de estos
problemas en Literatura y revolución (Ann Arbor,1971) preserva toda
su pertinencia. Por otra parte, pareciera que el proyecto vanguardista
no ha sido realizado y no porque esté mal concebido. Ver las
observaciones algo ambiguas de Habermas en Autonomy, p.173.
110. P. Bürger, "The Decline of Modern Age",
Telos 62, 1984/85, pp. 117-18.
111. Ibid, pp.120-21.
112. Greenberg, op. cit, p. 37; ver también
Greenberg, "Towards a Newer Lacoon", Partisan Review VII, 4,
1940.
113. Ver J. Willet, The New Sobriety 1917-1933,
Londres, 1978.
114. Greenberg, "Avant Garde", p. 37.
115. Ver, por ejemplo, C. Jenks, "The Prince
Versus the Architects", Observer, junio 12, 1988.
116. Para un resumen de estas tendencias, ver Lash y
Urry, End, pp. 99 ss.; sobre los Estados Unidos ver, por ejemplo, D.
Smith, Social Theory and the City, Oxford, 1980, pp. 236 ss., y sobre
Gran Bretaña, D. Massey, Spatial Divisions of Labour, Londres, 1984.
117. D. Harvey, The Urbanization of Capital,
Oxford,1985, pp. 205-6,207,215.
118. Ibid, pp. 215-17.
119. Davis, "Urban Renaissance", pp.
109-110, 111-12. Ver también los comentarios críticos a la
presentación que hace Jameson del Hotel Bonaventure en R. Jacoby, The
Last Intellectuals, Nueva York, 1987, pp. 168-72.
120. P. Towsend et aI, Poverty and Labour in London,
Londres, 1987.
121. D. Davis, "Late Postmodern: the End of
Style", Art in America, julio,1987. Agradezco a Margie Robertson
el haberme indicado este artículo.
122. D. Ghirardo, "Past or Postmodern in
Architectural Fashion", Telos 62, 1984/85, p. 190.
123. Ver S. Zukin, "The Postmodern Debate on
Urban Form", TCS 5,2-3,1988, pp. 437-38.
124. Frampton, op. cit., p. 306.
125. MR, pp. 329.
126. PMC, p. 76.
127. J. Goldthorpe, "On the Service Class, its
Formation and Future", en A. Giddens y G. Mackenzie, eds., Social
Class and the Division of Labour, Cambridge, 1982, p. 172.
128. E. O. Wright, Class, Crisis and the State,
Londres, 1978, capítulo 2 y Callinicos y Harman, Changing Working
Class.
129. Lash y Urry, en mi opinión, exageran demasiado
la importancia de la "nueva clase media", pues le atribuyen
la iniciativa principal en la organización del capitalismo del siglo
XX, especialmente en los Estados Unidos, y luego la de su
desorganización; ver End, pp. 163 ss.
130. R. Samuel, "The SDP and the New Political
Class", New Society, 22, abril 1982.
131. Para un intento de hacerlo que, en mi concepto,
es en gran parte una oportunidad malgastada ver F. Pfeil, "Postmodemism
as a Structure of Feeling", en MIC.
132 Ver Callinicos y Harman, Changing Working Class,
pp. 37-49.
133. Davis, Prisioners, pp. 21 l, 212, 218, 234.
134. Ver, sobre la desintegración de la izquierda
intelectual francesa, A. Callinicos, ¿Is There a Future for Marxism?,
Londres, 1982, y P. Anderson, In the Tracks of Historical Materialism,
Londres, 1983. Chris Harman analiza la crisis general de la extrema
izquierda europea en The Fire Last Time, Londres, 1988, capítulo 16.
135. Harman, Fire, p. viii.
136. Para una visión general del debate francés
sobre 1968, ver L. Ferry y A. Renaut, La Pensée 1968, París, 1985,
cap. 2.
137. R. Debray, "A Modest Contribution to the
Rites and Ceremonies of the Tenth Anniversary", NLR, 115, 1979,
p. 47.
138. Lipovetsky, Ere, pp.119,143.
139. Debray, op. cit, p. 48.
140. Ver H. Weber, "Reply to Debray", NLR
115,1979.
141. A. Krivine y D. Bensaid, ¡Mai Si!, Paris,1988,
p. 59.
142. H. Weber, Vingt ans aprés, Paris,1988,
pp.166,177; ver, en general, ibid, capítulo 6. Ver Krivine y Bensaid
op. cit., pp. 59-61 para la discusión crítica de los análisis de
1968 ofrecidos por Weber de parte de sus antiguos camaradas.
143. Harman, Fire, p. 339. Ver ibid., passim, para
el análisis que se presenta a continuación.
144. Business Week, abril 27, 1987.
145. En términos más generales, pienso que la teoría
marxista de la ideología debe ocuparse de explicar por qué ciertas
creencias se aceptan, y no cómo se originan: ver MH, p.139.
146. R. Shusterman, "Postmodernist Aesthetics:
A New Moral Philosophy", TCS 5, 2-3,1988, p. 337.
147. Ver F. Kermode, History and Value, Oxford,1988.
148. Baudrillard, "Lost", p. 88.
149. S. Sontag, "Notes on Campo", en A
Susan Sontag Reader, Harmondsworth, 1983, p.107.
150. Callinicos, "Reactionary
Postmodernism".
151. Ver A. Bloom, Prodigal Sons, Nueva York, 1986,
y A. Wald, The New York Intellectuals, Chapel Hill,1987.
152. Ver C. Hill, The Experience of Defeat, Londres,
1984.
153. Ver, por ejemplo, sobre la vanguardia
norteamericana de los años sesentas, A. Huyssen, "Mapping the
Postmodern", NGC 33, 1984, pp. 20 ss.
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