Formación

 

Cuadernos de Formación Nº 1 - Obras de Karl Marx

01 - La cuestión judía

Bruno Bauer, "La cuestión judía", Braunschweig, 1843

Los judíos alemanes pretenden su emancipación. ¿Qué emancipación? La emancipación ciudadana, política.

Bruno Bauer les responde: en Alemania nadie se halla emancipado políticamente. Ni siquiera nosotros somos libres. ¿Cómo os vais a liberar vosotros? Los judíos sois unos egoístas, exigiendo una emancipación especial en vuestra calidad de judíos. Como alemanes, tendríais que trabajar por la emancipación política de Alemania; como hombres, por la emancipación humana. Y la opresión y el desprecio en que se os tiene en particular, no deberíais sentirlos como excepción sino al contrario como confirmación de la regla.

¿O es que los judíos reclaman la igualdad de derechos con los súbditos cristianos? Entonces, reconocen la legitimidad del Estado cristiano, entonces reconocen el régimen de la subyugación general. ¿Por qué les desagrada entonces su yugo especial, una vez que les agrada el yugo general? ¿Por qué se tiene que interesar el alemán por la liberación de los judíos, si el judío no se interesa por la liberación de los alemanes?

El Estado cristiano no conoce más que privilegios. En él el judío posee el privilegio de ser judío. Como judío tiene derechos que no poseen los cristianos. ¿Por qué pretende entonces derechos que no tiene y los cristianos disfrutan?

Queriendo verse emancipado del Estado cristiano, el judío exige que el Estado cristiano abandone su prejuicio religioso. ¿Abandona él, el judío, su prejuicio religioso? ¿Qué derecho tiene entonces a exigir de otro esa renuncia a la religión?

La misma esencia del Estado cristiano le impide emancipar al judío; pero, sigue Bauer, la misma esencia del judío le impide ser emancipado. Mientras el cristiano siga siendo cristiano y el judío, judío, ambos serán igualmente incapaces de otorgar como de recibir la emancipación.

El Estado cristiano sólo puede portarse con el judío como el Estado cristiano que es: le privilegiará permitiéndole separarse de los otros súbditos; pero [a la vez] le hará sentir la presión de los otros ámbitos separados, y tanto más sensiblemente cuanto el judío se halla en oposición religiosa a la religión dominante. Pero tampoco el judío puede ver el Estado más que judaicamente, es decir como a un extraño; a la nacionalidad real le opone su quimérica nacionalidad, a la ley real su ley ilusoria; considera justificado su exclusivismo frente a la Humanidad, por principio no toma parte en el movimiento histórico, espera a un futuro que no tiene nada en común con el futuro general del hombre, se tiene por miembro del pueblo judío y a éste por el pueblo elegido.

¿A título de qué aspiráis entonces los judíos a la emancipación? ¿Por vuestra religión? Es la enemiga a muerte de la religión del Estado. ¿En cuanto ciudadanos? No los hay en Alemania. ¿En cuanto hombres? Lo sois tan como esos a los que apeláis.

Después de someter a crítica las diversas posiciones y soluciones que ha habido en la cuestión judía, Bruno Bauer ha replanteado la cuestión sobre una nueva base. ¿Cómo deben ser, pregunta, el judío por emancipar y el Estado cristiano emancipador? Su respuesta es una crítica de la religión judía, un análisis de la oposición religiosa entre judaísmo y cristianismo, y el esclarecimiento de lo que es el Estado cristiano, todo ello con audacia, rigor, talento, dedicación y un estilo tan preciso como enjundioso y enérgico.

¿Cómo resuelve Bauer la cuestión judía? ¿A qué resultados llega? La formulación de una pregunta es su solución. La crítica de la cuestión judía es su solución. En resumen:

Para poder emancipar a otros, tenemos que comenzar por emanciparnos nosotros mismos.

La forma más rígida de oposición entre el judío y el cristiano es la oposición religiosa. ¿Cómo se resuelve una contradicción? Haciéndola imposible. ¿Cómo se hace imposible una oposición religiosa? Suprimiendo la religión. Que el cristiano y el judío lleguen a ver sus religiones opuestas como meros estadios diferentes en la evolución del espíritu humano, como diversas camisas de serpiente abandonadas por la historia, y al hombre como la serpiente cuya piel han sido. Entonces dejarán de hallarse en una relación religiosa, para establecer una relación ya sólo crítica, científica, una relación humana. La ciencia será entonces su unidad. Y los conflictos en la ciencia se resuelven sólo por la ciencia.

El judío alemán es quien más experimenta la falta de emancipación política en general y el marcado cristianismo del Estado [en particular]. Sin embargo, tal y como la entiende Bauer, la cuestión judía tiene, aparte de la situación específicamente alemana, un alcance general. Se trata del problema de la relación entre la religión y el Estado, de la contradicción entre el particularismo religioso y la emancipación política. La emancipación de la religión es vista como la condición tanto para el judío que quiere verse emancipado políticamente, como para el Estado que debe emancipar y ser emancipado él mismo.

"Bueno, se dice y lo dice incluso el judío, el judío no tiene que ser emancipado en su calidad de judío, por ser judío, ni porque tenga una ética basada en principio humano general tan acertado. Por el contrario, el judío cederá paso al ciudadano, para ser eso, ciudadano, a pesar de ser judío y deber seguir siéndolo. Es decir, que era y es judío, pese a ser ciudadano y vivir a nivel general una misma condición humana; su carácter judío y particularista terminará siempre pudiendo más que sus deberes humanos y políticos. El prejuicio sigue en pie, por más que lo desborden principios generales. Pero si sigue en pie, entonces es que desborda a todo lo demás". "Sólo por un sofisma, aparentemente, podría el judío seguir siéndolo en la vida del Estado. De querer seguir siendo judío, la mera apariencia sería lo esencial y lo que acabaría imponiéndose; es decir, su vida en el Estado sólo sería apariencia o excepción meramente ocasional contra la regla y lo esencial" ("¿Son capaces de libertad los judíos y cristianos actuales?", [en] Veintiún pliegos, pág. 57).

Oigamos, por otra parte, cómo se plantea Bauer la tarea del Estado.

"Francia", dice, "nos ha ofrecido recientemente" (Debate de la Cámara de diputados del 26 de diciembre de 1840) "con respecto a la cuestión judía –y constantemente en todas las otras cuestiones políticas- el espectáculo de una vida libre, que revoca su libertad en la ley, declarándola así apariencia, a la vez que por otro lado revoca su libre ley con los hechos" (Cuestión judía, pág. 64).

"En Francia la libertad general todavía no es ley. Tampoco la cuestión judía se halla resuelta. Y es que la libertad en la ley –según la cual todos los ciudadanos son iguales- se halla limitada en una vida dominada y dividida por privilegios religiosos; falta de libertad en la vida, que a su vez repercute sobre la ley, obligándole a sancionar la división de los ciudadanos, de suyo libres, en oprimidos y opresores" (pág. 65).

Entonces, ¿cuándo se hallaría resuelta la cuestión judía en Francia?

"El judío por ejemplo habrá dejado necesariamente de serlo el día en que no se deje prohibir por su ley el cumplimiento de sus deberes para con el Estado y sus conciudadanos; o sea, cuando, por ejemplo, vaya en sábado a la Cámara de diputados y tome parte en el debate. Todos los privilegios religiosos, por tanto también el monopolio de una Iglesia privilegiada, tienen que ser abolidos; y en caso de que algunos o bastantes o incluso la mayoría se crea obligada a cumplir deberes religiosos, este cumplimiento tiene que serles dejado a ellos mismos como pura cosa privada" (pág. 65). "Ya no hay religión, si no hay religiones privilegiadas. Quitadle a la religión su fuerza exclusiva y dejará de existir" (pág. 66). "El Sr. Martin du Nord entendió la propuesta de suprimir la mención del domingo en las leyes como equivalente a la de declarar muerto el cristianismo; con el mismo derecho –perfectamente fundado- la declaración de que la ley sobre el sábado ya no obliga al judío, significará la proclamación del fin del judaísmo" (pág. 71).

Bauer exige así por una parte que el judío abandone el judaísmo y en general que el hombre abandone la religión, si quiere emanciparse políticamente. Por otra parte, en consecuencia la supresión política de la religión es para él la supresión de la religión simplemente. Un Estado que presuponga la religión, no ha llegado a ser aún Estado verdadero, real.

"Ciertamente una mentalidad religiosa es una garantía para el Estado. Pero ¿para qué Estado? ¿Qué tipo de Estado es ése?" (pág. 97).

Aquí se trasluce lo incompleta que es esta concepción de la cuestión judía.

No bastaba, ni mucho menos, con preguntar quién tiene que emancipar o quién tiene que ser emancipado. La crítica tenía además una tercera tarea, una tercera pregunta: de qué clase de emancipación se trata y qué condiciones le son inmanentes. Sólo una crítica de la misma emancipación política puede ser la crítica final de la cuestión judía y su verdadera solución en la "cuestión general de nuestro tiempo".

Bauer incurre en contradicciones por no haber situado el problema a este nivel. Establece condiciones que no tienen que ver con lo que es la emancipación política. Plantea preguntas ajenas a su tarea y soluciona tareas que dejan intacta su pregunta. De los adversarios de la emancipación judía Bauer dice: "Su única falta consistía en presuponer el Estado cristiano como el único verdadero, en vez de someterlo a la misma crítica con que enfocaban el judaísmo" (pág. 3). Nosotros vemos la falta de Bauer en que sólo somete a crítica el "Estado cristiano", no el "Estado a secas", en que no investiga la relación de la emancipación política con la emancipación humana, y en que por lo tanto establece condiciones únicamente explicables por una ingenua confusión de la emancipación política con la emancipación humana en general. Bauer pregunta a los judíos: ¿tenéis desde vuestro punto de vista el derecho de aspirar a la emancipación política? Nosotros preguntamos a la inversa: el punto de vista de la emancipación política ¿tiene derecho a exigir del judío la superación del judaísmo, y del hombre en general la superación de la religión?

Según el Estado en que se encuentra el judío, la cuestión judía cobra una fisonomía diferente. En Alemania, donde no hay un Estado político, un Estado que exista como Estado, la cuestión judía es una cuestión puramente teológica. El judío se encuentra en oposición religiosa con un Estado que confiesa el cristianismo como su fundamento. Ese Estado es teólogo ex profeso. Crítica significa aquí crítica de la teología, crítica de doble filo: de la teología cristiana como de la judía. De modo que seguimos en la teología, por más críticos que seamos como teólo-gos.

En Francia, en el Estado constitucional, la cuestión judía es la cuestión del constitucionalismo, la cuestión de una emancipación política a medias. La apariencia de una religión de Estado se mantiene en la fórmula –por más que vacía y en sí misma contradictoria- de una religión de la mayoría; de este modo la relación de los judíos con el Estado cobra la apariencia de una oposición religiosa, teológica.

Sólo en los Estados libres de Norteamérica –por lo menos en una parte de ellos- pierde la cuestión judía su significación teológica para convertirse en una cuestión realmente profana. Sólo allí donde el Estado político existe en toda su madurez, puede perfilarse específica y distintamente la relación del judío, y en general del hombre religioso, con el Estado político, o sea la relación entre religión y Estado. La crítica de esta relación deja de ser teológica, tan pronto como cesa el Estado de comportarse teológicamente con la religión, para hacerlo en cuanto Estado, es decir políticamente. En este punto, en que la cuestión deja de ser teológica, la crítica de Bauer deja de ser crítica.

"En los Estados Unidos no hay ni religión de Estado ni religión declarada mayoritaria ni preeminencia de un culto sobre otro. El Estado es ajeno a todos los cultos" (María o la escla-vitud en los Estados Unidos, por G. De Beaumont, París, 1835, pág. 214). Incluso hay algunos Estados de Norteamérica, en que "la Constitución no impone las creencias religiosas ni la práctica de un culto como condición de los privilegios políticos" (loc. cit., pág. 225). Con todo, "en los Estados Unidos no se cree que un hombre sin religión pueda ser un hombre honrado" (loc. cit., pág. 224).

Sin embargo, Norteamérica es el país más religioso, como afirman unánimemente Beaumont, Tocqueville y el inglés Hamilton. De todos modos, los Estados Unidos de Norteamérica son sólo un ejemplo. La cuestión es: ¿en qué relación se halla la perfecta emancipación política con la religión? La demostración de que la presencia de la religión no contradice a la perfección del Estado, sería que, incluso en el país de la perfecta emancipación política, no sólo existiese la religión, sino además se hallara en toda su energía y vitalidad. Pero como la existencia de la religión es la existencia de una carencia, la fuente de esta carencia no puede ser buscada sino en el mismo ser del Estado. La religión ya no es para nosotros el fundamento sino sólo el fenómeno de los límites que presenta el mundo. Por tanto, las trabas religiosas de los libres ciudadanos las explicamos partiendo de sus trabas profanas. No afirmamos que tienen que superar su limitación religiosa para superar sus barreras mundanas. Afirmamos que, en cuanto superen las barreras religiosas, superarán su limitación real. No transformamos las cuestiones profanas en teológicas. La historia ya ha sido reducida bastante tiempo a superstición; nosotros convertimos la superstición en historia. La cuestión de la relación entre la emancipación y la religión se convierte para nosotros en la cuestión de la relación entre la emancipación política y la emancipación humana. Si criticamos la debilidad religiosa del Estado político, es en cuanto estructura profana, prescindiendo de sus debilidades religiosas. La contradicción del Estado con una religión precisa, por ejemplo el judaísmo, la humanizamos viendo en ella la contradicción del Estado con determinados elementos mundanos y en la contradicción del Estado con la religión en general, la contradicción del Estado con sus presupuestos generales.

La emancipación política del judío, del cristiano, del hombre religioso en general, es la emancipación del Estado frente al judaísmo, el cristianismo y la religión en general. El Estado en su forma propia y característica, en cuanto Estado, se emancipa de la religión emancipándose de la religión oficial, o sea reconociéndose a sí mismo como Estado y no a una religión. La emancipación política de la religión no es la emancipación total y sin contradicciones de la religión, porque la emancipación política no es la forma completa y sin contradicciones de la emancipación humana.

Los límites de la emancipación política se muestran en seguida en el hecho de que el Estado se puede liberar de una limitación, sin que lo mismo ocurra realmente con el hombre; el Estado puede ser un Estado libre, sin que el hombre sea un hombre libre. El mismo Bauer lo admite tácitamente, cuando establece la siguiente condición para la emancipación política:

"Todos los privilegios religiosos, por tanto también el monopolio de una Iglesia privilegiada, tienen que ser abolidos; y en caso de que algunos o bastantes o incluso la mayoría se crea obligada a cumplir deberes religiosos, este cumplimiento tiene que serles dejado a ellos mismos como pura cosa privada".

O sea que el Estado puede haberse emancipado de la religión, incluso cuando la mayo-ría sigue siendo religiosa; y la mayoría no deja de ser religiosa por serlo privatim.

Pero a fin de cuentas la actitud del Estado, sobre todo el Estado libre, para con la religión es sólo la de los hombres que lo componen. Por tanto el hombre se libera en el medio del Estado, políticamente, de una barrera, elevándose sobre ella en una forma parcial, abstracta y limitada. Por tanto también, cuando el hombre se libera políticamente, lo hace dando un rodeo, en un medio, aunque en un medio necesario. Y por último, incluso cuando el hombre se proclama ateo por mediación del Estado –es decir, cuando proclama el ateísmo del Estado-, sigue sujeto a la religión precisamente por el hecho de reconocerse a sí mismo sólo dando un rodeo, a través de un medio. La religión es precisamente el reconocimiento del hombre dando un rodeo, a través de un mediador. El Estado es el mediador entre el hombre y la libertad del hombre. Así como Cristo es el mediador, sobre quien el hombre carga toda su divinidad, todas sus trabas religiosas, el Estado es el mediador al que transfiere toda su terrenalidad, toda su espontaneidad humana.

Cuando el hombre alcanza el nivel político, dejando atrás la religión, participa de todos los inconvenientes y todas las ventajas del nivel político en general. El Estado en cuanto tal anula por ejemplo la propiedad privada –el hombre declara políticamente la supresión de la propiedad privada-, al eliminar el carácter censitario de la voz activa y pasiva, como lo han hecho muchos Estados de Norteamérica. Hamilton tiene toda la razón, cuando interpreta así este hecho desde el punto de vista político:

"La masa ha triunfado sobre los propietarios y sobre la riqueza monetaria".

La propiedad privada ¿no se halla superada en la idea, una vez que el desposeído se ha convertido en legislador del propietario? La forma censitaria es la última forma política de reconocer la propiedad privada.

Sin embargo la anulación política de la propiedad privada no sólo no acaba con ella, sino que incluso la supone. El Estado suprime a su modo las diferencias de nacimiento, estamento, cultura, ocupación, declarándolas apolíticas, proclamando por igual a cada miembro del pueblo partícipe de la soberanía popular sin atender a esas diferencias, tratando todos los elementos de la vida real del pueblo desde el punto de vista del Estado. No obstante, el Estado deja que la propiedad privada, la cultura, las ocupaciones actúen a su modo y hagan valer su ser específico. Muy lejos de suprimir estas diferencias de hecho, la existencia del Estado las presupone, necesita oponerse a estos elementos suyos para sentirse como Estado político e imponer su gene-ralidad. Por eso determina Hegel tan acertadamente la relación del Estado político con la religión, cuando dice:

"Para que el Estado acceda a la existencia como la realidad ética del Estado que se sabe a sí misma, es preciso que se distinga de la forma de la autoridad y de la fe. Pero esa distinción sólo se produce en tanto en cuanto la parte eclesiástica llega a dividirse en sí misma. Sólo de este modo, a través de las Iglesias particulares, ha adquirido el Estado la generalidad del pensamiento, el principio de su forma, y la hace real" (Filosofía del Derecho de Hegel, pág. 346 [# 270] ).

¡Ciertamente! Sólo así, a través de los elementos particulares, se constituye el Estado como generalidad.

El Estado político perfecto es por su esencia la vida del hombre a nivel de especie en oposición a su vida material. Todos los presupuestos de esta vida egoísta siguen existiendo fuera del ámbito del Estado en la sociedad burguesa, pero como propiedades de ésta. Allí donde el Estado político ha alcanzado su verdadera madurez, el hombre lleva una doble vida no sólo en sus pensamientos, en la conciencia, sino en la realidad, en la vida: una vida celeste y una vida terrena, la vida en la comunidad política, en la que vale como ser comunitario, y la vida en la sociedad burguesa [civil], en la que actúa como hombre privado, considera a los otros hombres como medios, él mismo se degrada a medio y se convierte en juguete de poderes ajenos. El Estado político se comporta tan espiritualistamente con la sociedad burguesa como el cielo con la tierra. Se opone a ella y la supera exactamente como lo hace la religión con la limitación del mundo profano, es decir que también el Estado se ve forzado a reconocerla y reproducirla, a dejarse dominar por ella. El hombre es un ser profano en su realidad inmediata, en la sociedad burguesa [civil]. Y en ella, donde pasa ante sí y los otros por un individuo real, es un fenómeno falso. En cambio, en el Estado, donde el hombre pasa por ser a nivel de especie, es el miembro imaginario de una soberanía imaginaria, su real vida individual le ha sido arrebatada, sustituida por una generalidad irreal.

El conflicto en que pone a un hombre la profesión de una religión con su civilidad, con los otros hombres en cuanto miembros de la comunidad, se reduce a la división profana entre el Estado político y la sociedad burguesa. Para el hombre en cuanto bourgeois, su "vida en el Estado o es mera apariencia o una momentánea excepción contra la esencia y la regla". Claro que tanto el bourgeois como el judío viven en el Estado sólo como un sofisma, lo mismo que sólo por un sofisma es el citoyen judío o bourgeois. Pero esta sofística no es personal. Es la sofística del mismo Estado político. La diferencia entre el hombre religioso y el ciudadano es la diferencia entre el comerciante y el ciudadano, entre el jornalero y el ciudadano, entre el individuo de carne y hueso y el ciudadano. La contradicción en que se encuentra el hombre religioso con el hombre político, es la misma en que se encuentra el bourgeois con el citoyen, el miembro de la sociedad burguesa con su piel de león política.

Bauer polemiza contra la expresión religiosa de este conflicto profano, a que termina reduciéndose la cuestión judía, entre el Estado político y sus presupuestos –sean éstos materia-les, como la propiedad privada, etc., o espirituales, como cultura y religión-, entre el interés general y el interés privado, [en una palabra] entre el Estado político y la sociedad burguesa. Pero deja en pie todas estas antítesis profanas.

"Precisamente las necesidades, fundamento de la sociedad burguesa, que garantizan su existencia y su necesidad, exponen esa misma existencia a constantes peligros, alimentan en ella un factor de inseguridad y producen ese fluctuante amasijo de pobreza y riqueza, miseria y prosperidad, en una palabra la inestabilidad" (pág. 8).

Véase toda la sección titulada "La sociedad burguesa [sociedad civil]" (págs. 8-9), que sigue en líneas generales la Filosofía del Derecho [##182-257] de Hegel. La sociedad burguesa, en su oposición al Estado político, es reconocida como necesaria, porque lo es el Estado.

Ciertamente la emancipación política es un gran progreso; aunque no sea la última forma de la emancipación humana, lo es en el actual orden del mundo. Naturalmente nos estamos refiriendo a la emancipación real, práctica.

El hombre se emancipa políticamente de la religión, cuando la destierra del Derecho público al Derecho privado. Allí donde el hombre se comporta como un ser a nivel de especie, en comunidad con otros hombres –aunque sea de un modo limitado, en una forma y ámbito particulares-, la religión ha dejado de ser el espíritu del Estado para convertirse en el espíritu de la sociedad burguesa, del ámbito del egoísmo, del bellum omnium contra omnes. Ha dejado de ser la esencia de la comunidad para convertirse en esencia de la diferencia. Lo que ahora expresa es que el hombre se ha separado de su comunidad, de sí y de los otros hombres; y esto fue originariamente la religión. Ahora no es más que la confesión abstracta de una particularidad tergiversada, de una extravagancia personal, de la arbitrariedad. El astillamiento sin límites de la religión, por ejemplo en Norteamérica, le da incluso externamente la forma de un aspecto puramente individual; se halla desplazada como uno más al campo de los intereses privados y desterrada de la cosa pública como tal. Pero no hay que engañarse sobre los límites de la emancipación política. La escisión del hombre en un hombre público y un hombre privado, la dislocación con que la religión abandona el Estado por la sociedad burguesa, no es un estadio sino la plenitud de la emancipación política. Esta, por consiguiente, ni termina con la religiosidad real del hombre ni la pretende.

La desmembración del hombre en el judío y el ciudadano, el protestante y el ciudadano, el hombre religioso y el ciudadano, no es una mentira que atente a la ciudadanía, ni una forma de esquivar la emancipación política, sino ésta misma, la forma política de emanciparse de la religión. En tiempos [de transición], cuando la sociedad burguesa está dando a luz brutalmente el Estado político como tal, cuando la liberación humana de sí mismo trata de realizarse en la forma de autoliberación política, entonces el Estado puede y debe llegar hasta a suprimir la religión, hasta a aniquilarla, pero sólo lo mismo que llega a suprimir la propiedad privada, hasta el extremo de la confiscación y los impuestos progresivos; y lo mismo que llega a suprimir la vida, a la guillotina. En los momentos de especial conciencia de sí, la vida política trata de aplastar su presupuesto, la sociedad burguesa y sus elementos, para constituirse como la vida real y coherente de los hombres a nivel de especie. Esto, sin embargo, no puede conseguirlo más que contradiciendo violentamente la base de su propia vida, declarando la revolución permanente. Por eso el drama político acaba en la restauración de la religión, la propiedad privada, de todos los elementos de la sociedad burguesa, tan necesariamente como la guerra termina en la paz.

Ni siquiera el Estado cristiano –como le llaman-, que recibe al cristianismo como su fundamento, su religión oficial y por tanto excluye las otras religiones, ni siquiera él es el perfecto Estado cristiano sino el Estado ateo, democrático, el Estado que asigna a la religión su puesto entre los otros elementos de la sociedad burguesa. El Estado aún teólogo, que sigue profesando oficialmente el cristianismo, que no se atreve todavía a proclamarse como Estado, aún no ha conseguido expresar profana, humanamente, en su realidad como Estado, el fundamento humano, cuya expresión exaltada es el cristianismo. Lo que se suele llamar Estado cristiano no es ni más ni menos que la negación del Estado; sólo el trasfondo humano del cristianismo –y no el cristianismo como tal- es capaz de plasmarse en productos realmente humanos.

Lo que se suele llamar Estado cristiano es la negación cristiana del Estado, de ningún modo la realización política del cristianismo. Un Estado que siga profesando el cristianismo en la forma de la religión, aún no lo profesa en la forma del Estado, pues todavía se comporta religiosamente con la religión; es decir, que no pone realmente en práctica el fundamento humano de la religión, pues sigue conjurando la irrealidad, la figura imaginaria de ese núcleo humano. El que llaman Estado cristiano es el Estado imperfecto y la religión cristiana le sirve como complemento y consagración de su imperfección. Por tanto la religión no puede ser para él más que un medio y él el Estado de la hipocresía. El Estado plenamente desarrollado puede contar a la religión entre sus presupuestos, debido a la deficiencia inherente a su propia esencia. En cambio, un Estado aún imperfecto puede declarar a la religión su fundamento, debido a la deficiencia de su existencia específica, como Estado imperfecto. Entre ambos casos hay una gran difere-ncia. En el segundo la religión se convierte en política deficiente. El primero muestra en la religión la deficiencia de la política incluso en su plenitud. El Estado llamado cristiano necesita de la religión cristiana para completarse como Estado. El Estado democrático, el Estado real, no necesita de la religión para ser políticamente completo. Por el contrario, puede abstraer de la religión, toda vez que realiza profanamente el fundamento humano de la realidad. En cambio, el Estado llamado cristiano se comporta políticamente con la religión y religiosamente con la política. Una vez que degrada las formas políticas a una apariencia, hace lo mismo con la religión.

Para hacer más clara esta antítesis, veamos cómo construye Bauer el Estado cristiano partiendo de la idea del Estado germano-cristiano:

"Para demostrar la imposibilidad o inexistencia de un Estado cristiano", dice Bauer, "se ha recurrido mucho últimamente a aquellas sentencias del evangelio que no sólo no cumple, sino tampoco puede cumplir, a no ser que se quiera disolver totalmente. Pero la cosa no es tan fácil de liquidar. En efecto, ¿qué exigen esas sentencias evangélicas? La negación sobrenatural de sí mismo, la sumisión a la autoridad de la Revelación, volver la espalda al Estado, acabar con la condición mundana. Ahora bien, todo esto lo exige y cumple el Estado cristiano. Se ha apropiado el espíritu del evangelio y, si no lo reproduce a la letra, es sólo porque lo expresa en las formas del Estado, es decir en formas que por una parte proceden de la política de este mundo, pero quedan rebajadas a una apariencia en el renacer a que les somete la religión. Se vuelve la espalda al Estado, sirviéndose para ello de sus propias formas" (pág. 55).

Bauer desarrolla a continuación que en el Estado cristiano el pueblo es sólo un no-pueblo carente de voluntad propia. Su verdadera existencia la posee en la cabeza a la que se halla sometido. Esta le es extraña originariamente y por naturaleza, es decir, dada por Dios sin arte ni parte del pueblo. Las leyes de este pueblo no son obra suya sino revelaciones positivas. Su sobe-rano necesita de mediadores privilegiados con el pueblo propiamente tal, con la masa. Esta a su vez se descompone en una infinidad de sectores especiales, de origen y naturaleza casual, que se distinguen por sus intereses, así como por sus específicos prejuicios y pasiones, y cuyo privilegio consiste en el permiso de aislarse mutuamente, etc.(pág. 56).

Sólo que Bauer mismo dice:

"La política, cuando sólo es tomada como religión, tiene tan poco derecho a llamarse política como el fregado de los pucheros a llamarse quehacer doméstico, cuando es tomado como un asunto religioso" (pág. 108).

Ahora bien, en el Estado cristiano-germánico la religión es un "quehacer doméstico", lo mismo que los "quehaceres domésticos" son religiosos. En el Estado cristiano-germánico el poder de la religión es la religión del poder.

La separación entre "espíritu" y "letra" del evangelio es un acto irreligioso. Haciendo hablar al evangelio con la letra de la política, distinta de la del Espíritu Santo, el Estado comete un sacrilegio, si no ante los ojos de los hombres, sí al menos ante sus propios ojos religiosos. Al Estado que profesa el cristianismo como su norma suprema, la Biblia como su Constitución, se le enfrentan las palabras de la Sagrada Escritura, pues la Escritura es santa hasta en su letra. Este Estado, y la basura humana en que se basa, incurre en una contradicción dolorosa, insuperable desde el punto de vista de la conciencia religiosa, cuando se le remite a aquellas sentencias del Evangelio que "no sólo no cumple, sino que tampoco puede cumplir, a no ser que se quiera disolver por completo como Estado". ¿Y por qué no se va a disolver totalmente? A esta pregunta no tiene nada que responderse ni a sí ni a otros. Ante su propia conciencia, el Estado cristiano oficial es un imperativo imposible de cumplir. Sólo a base de mentiras puede cerciorarse de la realidad de la propia existencia, y por consiguiente es para sí mismo un constante objeto de duda, inseguro y problemático. La crítica se halla, pues, en su pleno derecho, cuando le trastorna la conciencia al Estado que invoca a la Biblia, de modo que éste ya no sabe si es imaginación o realidad, y la infamia de sus fines profanos, amparada bajo capa de religión, entra en conflicto con la rectitud de su conciencia religiosa, para quien la religión es el objetivo del mundo. A este Estado sólo le queda una posibilidad de liberarse de su tormento interior: convertirse en el esbi-rro de la Iglesia católica. Frente a ésta, que declara el poder como su cuerpo sometido a ella, el Estado es impotente, impotente el poder secular, que pretende dominar sobre el espíritu religioso.

En el que llaman Estado cristiano se halla vigente la enajenación, no el hombre. El único hombre válido, el rey, no sólo es específicamente distinto de los otros hombres, sino un ser religioso en sí mismo, unido directamente con el Cielo, con Dios. Las relaciones dominantes se basan aún en la fe. El espíritu religioso, por tanto, no se ha secularizado aún realmente.

Pero tampoco puede secularizarse realmente. ¿Qué es en efecto sino la forma espiritualizada de un estadio de desarrollo del espíritu humano? El espíritu religioso sólo puede llegar a su realidad en tanto en cuanto la fase de desarrollo del espíritu humano que expresa religiosamente, se perfila y constituya en su forma laica. Es lo que ocurre en el Estado democrático. Su fundamento no es el cristianismo sino el fundamento humano del cristianismo. Si la religión sigue siendo la conciencia ideal, supramundana de sus miembros, es porque constituye la forma ideal de un estadio del desarrollo humano, plasmado en ella.

Lo que hace religiosos a los miembros del Estado político es el dualismo entre vida individual y de la especie, entre vida de la sociedad burguesa y vida política; es la relación que mantiene el hombre con el Estado como su verdadera vida, trascendente a su propia individua-lidad real; es el hecho de que en este caso la religión sea el espíritu de la sociedad burguesa, la expresión de la separación y enajenación del hombre frente al hombre. Lo que hace cristiana a la democracia política es que en ella el hombre, y no sólo uno sino todos los hombres, vale como el ser supremo, soberano; pero el hombre tal como se presenta sin cultura ni socialidad, el hombre en su existencia fortuita, el hombre tal y como es aquí y ahora, el hombre pervertido, enajenado, vaciado por toda la organización de nuestra sociedad, tal y como la ha hecho el dominio de situaciones y elementos inhumanos, en una palabra: el hombre que todavía no es realmente un ser a nivel de la especie. La fantasía, el sueño, el postulado del cristianismo: la soberanía del hombre –pero vinculada a un ser ajeno, distinto del hombre real- es en realidad la democracia realidad sensible, presente, máxima profana.

En la plena democracia la conciencia religiosa y teológica se tiene incluso por tanto más religiosa y teológica, ya que al parecer carece tanto de significado político como de objetivos terrenales y se hace cosa del retraimiento ante la realidad, expresión de la cortedad de luces, producto de la arbitrariedad y la fantasía: es una vida realmente trascendente. El cristianismo alcanza así la expresión práctica de su significado religioso universal, cobijando bajo una forma única las Weltanschauungen más dispares y, sobre todo, no exigiendo de otros cristianismos sino sólo religión, cualquiera que sea (cf. la obra citada de Beaumont). La conciencia religiosa saborea la riqueza de los contrastes religiosos y la variedad de las religiones.

Queda mostrado por tanto que la emancipación política de la religión deja en pie a ésta, si bien sin su posición de privilegio. La contradicción en que se encuentra el fiel de una religión particular con su ciudadanía no es más que una parte de la general contradicción laica entre el Estado político y la sociedad burguesa. La plenitud del Estado cristiano es el Estado que se confiesa como Estado, abstrayendo de la religión de sus miembros. La emancipación del Estado frente a la religión no es la emancipación del hombre frente a la religión.

Por consiguiente no decimos a los judíos, como Bauer: hasta que os emancipéis radicalmente del judaísmo, no podéis ser emancipados políticamente. Al contrario, lo que les decimos es: el hecho de que podáis ser emancipados políticamente, sin que abandonéis total y coherentemente el judaísmo, muestra que la emancipación política no es por sí misma la emancipación humana. Si los judíos queréis ser emancipados políticamente sin emanciparos humanamente, la inconsecuencia y la contradicción no es vuestra sino de la realidad y categoría de la emancipación política. Si estáis presos en esta categoría, lo estáis con todos. Lo mismo que el Estado evangeliza, cuando, a pesar de ser estado, se comporta cristianamente con los judíos, el judío politiza cuando, a pesar de ser judío, reclama derechos políticos.

Ahora bien, supuesto que el hombre, aun si es judío, pueda ser emancipado políticamente, recibir los derechos civiles, ¿puede pretender y recibir los derechos que llaman humanos? Bauer lo niega.

"La cuestión es si el judío en tanto tal –y él mismo confiesa que su verdadero carácter le obliga a vivir eternamente separado de los otros- es capaz de recibir y de conceder a otros los derechos generales del hombre".

"La idea de los derechos humanos no fue descubierta por el mundo cristiano hasta el siglo pasado. No se trata de una idea innata; al contrario, sólo se conquista en lucha con las tradiciones históricas en que el hombre ha venido siendo educado. Por eso los derechos humanos no son un don de la naturaleza o dote de la historia, sino el precio de la lucha contra la casualidad del nacimiento y contra los privilegios que la historia ha ido pasando hasta ahora de generación en generación. Son resultado de la cultura, y sólo puede poseerlos aquel que se los ha ganado y merecido".

"Entonces, el judío ¿puede realmente entrar en posesión de ellos? Mientras siga siendo judío, ese ser restringido que hace de él un judío, podrá más que el ser humano que le debería vincular como hombre con los hombres, y le separará de los que no son judíos. Con esta separación declara que el ser específico que le convierte en judío es su verdadero, supremo ser, ante el que debe ceder el ser humano".

"Por la misma razón, el cristiano en cuanto tal es incapaz de acordar los derechos humanos" (págs. 19-20).

Según Bauer el hombre debe sacrificar el "privilegio de la fe" para poder recibir los derechos generales del hombre. Consideremos por un momento los llamados derechos humanos y precisamente en su forma auténtica, la que poseen entre sus descubridores, los norteamericanos y franceses.

Una parte de estos derechos humanos son derechos políticos, derechos que sólo pueden ser ejercidos en comunidad con otros. Su contenido es la participación en la comunidad, y precisamente en la comunidad política, en el Estado. La categoría que los comprende es la de li-bertad política, derechos políticos. Estos, como hemos visto, no presuponen en modo alguno la abolición coherente y positiva de la religión, por consiguiente tampoco, v.g., del judaísmo.

Queda por examinar la otra parte de los derechos humanos, los droits de l´homme, en cuanto son distintos de los droits du citoyen.

Entre ellos se encuentra la libertad de conciencia y el derecho a practicar cualquier culto. El privilegio de la fe es profesado expresamente, o bien como un derecho humano o como consecuencia de un derecho humano, la libertad.

Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano, 1791, artículo 10: "Nadie debe ser molestado por sus opiniones, tampoco por las religiosas". El título I de la Constitución de 1791 garantiza como derecho humano "la libertad de todo hombre para ejercer el culto religioso al que pertenece".

La Declaración de los derechos del hombre, etc., de 1793 enumera entre los derechos humanos, artículo 7, "el libre ejercicio de [todos] los cultos". Con respecto al derecho a publicar sus pensamientos y opiniones, reunirse, ejercer su culto, llega a decir incluso: "La necesidad de enunciar estos derechos supone la presencia o el recuerdo reciente del despotismo". Cf. la Constitución de 17954, título XV, artículo 354.

Constitución de Pennsylvania, artículo 9, # 3: "Todos los hombres han recibido de la naturaleza el derecho imprescindible de adorar al Todopoderoso según les inspire su conciencia, y legalmente nadie puede ser obligado a seguir, instituir o sostener un culto o ministerio religioso contra su voluntad. En ningún caso puede intervenir una autoridad humana en las cuestiones de conciencia ni controlar las potencias del alma".

Constitución de New Hampshire, artículos 5 y 6: "Entre los derechos naturales algunos son inalienables por naturaleza, ya que nada puede serles equiparado. A ellos pertenecen los derechos de conciencia" (Beaumont, loc. cit., págs. 213-214).

La incompatibilidad de la religión con los derechos humanos no tiene nada que ver con la idea de los derechos humanos. Al contrario, entre ellos figura expresamente el derecho a ser religioso y a serlo como se quiera, practicando el culto de la religión a que se pertenece. El pri-vilegio de la fe es un derecho humano general.

Les droits de l´homme, los derechos humanos, se distinguen en cuanto tales de los droits du citoyen, los derechos políticos. ¿Quién es ese homme distinto del citoyen? Ni más ni menos que el miembro de la sociedad burguesa. ¿Por qué se llama "hombre", hombre a secas? ¿Por qué se llaman sus derechos derechos humanos? ¿Cómo explicar este hecho? Por la relación entre el Estado político y la sociedad burguesa [civil], por lo que es la misma emancipación política.

Constatemos ante todo el hecho de que, a diferencia de los droits du citoyen, los llamados derechos humanos, los droits de l´homme, no son otra cosa que los derechos del miembro de la sociedad burguesa, es decir, del hombre egoísta, separado del hombre y de la comunidad. Claro que la Constitución más radical, la Constitución de 1793, dice:

Declaración de los derechos del hombre y del ciudadano.

Artículo 2: "Estos derechos, etc., (los derechos naturales e imprescriptibles) son: la igualdad, la libertad, la seguridad, la propiedad".

Pero ¿en qué consiste la libertad?

Artículo 6: "La libertad es el poder que tiene el hombre de hacer todo lo que no perjudique a los derechos de otro". O, según la declaración de los derechos humanos de 1791, "la libertad consiste en poder hacer todo lo que no perjudique a otro".

O sea que la libertad es el derecho de hacer y deshacer lo que no perjudique a otro. Los límites en los que cada uno puede moverse sin perjudicar a otro se hallan determinados por la ley, lo mismo que la linde entre dos campos por la cerca. Se trata de la libertad del hombre en cuanto nómade aislado y replegado en sí mismo. ¿Por qué, entonces, según Bauer, el judío es incapaz de recibir los derechos humanos?

"Mientras siga siendo judío, ese ser restringido que hace de él un judío podrá más que el ser humano, que le debería vincular como hombre con los hombres, y le separará de los que no son judíos".

Pero el derecho humano de la libertad no se basa en la vinculación entre los hombres sino, al contrario, en su aislamiento. Es el derecho de este aislamiento, el derecho del individuo restringido, circunscrito a sí mismo.

La aplicación práctica del derecho humano de la libertad es el derecho humano de la propiedad privada.

¿En qué consiste el derecho humano de la propiedad privada?

Artículo 16 (Constitución de 1793): "El derecho de propiedad es el que corresponde a todo ciudadano de disfrutar y disponer a su arbitrio de sus bienes, de sus ingresos, del fruto de su trabajo y de su industria".

Así, pues, el derecho humano de la propiedad privada es el derecho a disfrutar y dispo-ner de los propios bienes a su arbitrio ("à son gré"), prescindiendo de los otros hombres, con independencia de la sociedad; es el derecho del propio interés. Aquella libertad individual y esta aplicación suya son el fundamento de la sociedad burguesa. Lo que dentro de ésta puede encontrar un hombre en otro hombre no es la realización, sino al contrario, la limitación de su libertad. Pero el derecho humano que ésta proclama, es ante todo el

"de disfrutar y disponer a su arbitrio de sus bienes, de sus ingresos, del fruto de su trabajo y de su industria".

Quedan aún los otros derechos humanos, la égalité y la sûreté.

La égalité, aquí en su sentido apolítico, se reduce a la igualdad de la liberté que acabamos de describir, a saber: todos los hombres en cuanto tales son vistos por igual como mónadas independientes. De acuerdo con este significado, la Constitución de 1795 define el concepto de igualdad así:

Artículo 3 (Constitución de 1795): "La igualdad consiste en que la ley es la misma para todos, sea protegiendo, sea castigando".

¿Y la sûreté?

Artículo 8 (Constitución de 1793): "La seguridad consiste en la protección acordada por la sociedad a cada uno de sus miembros para que conserve su persona, sus derechos y sus propiedades".

La seguridad es el supremo concepto social de la sociedad burguesa, el concepto de orden público: la razón de existir de toda la sociedad es garantizar a cada uno de sus miembros la conservación de su persona, de sus derechos y de su propiedad. En este sentido, Hegel llama a la sociedad burguesa [civil] "el Estado de la necesidad y del entendimiento discursivo".

La idea de seguridad no saca a la sociedad burguesa de su egoísmo, al contrario: la seguridad es la garantía de su egoísmo.

Ninguno de los llamados derechos humanos va por tanto más allá del hombre egoísta, del hombre como miembro de la sociedad burguesa, es decir, del individuo replegado sobre sí mismo, su interés privado y su arbitrio privado, y disociado de la comunidad. Lejos de concebir al hombre como ser a nivel de especie, los derechos humanos presentan la misma vida de la especie, la sociedad, como un marco externo a los individuos, como una restricción de su independencia originaria. El único vínculo que les mantiene unidos es la necesidad natural, apetencias e intereses privados, la conservación de su propiedad y de su persona egoísta.

Ya es bastante incomprensible el que un pueblo que comienza a liberarse, a derribar todas las barreras que separan a sus diferentes miembros, a fundar una comunidad política, que un pueblo así proclame solemnemente (Declaración de 1791) la legitimidad del hombre egoísta, separado de su prójimo y de su comunidad; y, más aún, que repita esta proclamación en el momento preciso en que sólo la más heroica entrega puede salvar a la nación y por tanto es imperiosamente exigida, en el momento preciso en que el sacrificio de todos tiene que constituir el orden del día y el egoísmo ser castigado como un crimen (Declaración de los derechos del hombre, etc., de 1793). Aún más enigmáticos resultan estos hechos cuando vemos incluso que los emancipadores políticos reducen la ciudadanía, la comunidad política, a mero medio para la conservación de los llamados derechos humanos; el ciudadano es declarado servidor del hombre egoísta, el ámbito en que el hombre se comporta como comunidad queda degradado por debajo del ámbito en que se comporta como ser parcial; por último lo que vale como hombre propio y verdadero no es el hombre como ciudadano sino el hombre como burgués.

"El fin de toda asociación política es la conservación de los derechos naturales e imprescriptibles del hombre" (Declaración de los derechos, etc., de 1791, artículo 2). "El gobierno se halla instituido para garantizar al hombre el disfrute de sus derechos naturales e impres-criptibles" (Declaración, etc., de 1793, artículo 1º).

O sea que incluso en aquellos momentos de entusiasmo juvenil, llevado hasta el extremo por la fuerza de las circunstancias, la vida política se declara un mero medio, cuyo fin es la sociedad burguesa. Ciertamente su praxis revolucionaria se halla en flagrante contradicción con su teoría. Mientras que por ejemplo la seguridad es declarada como un derecho humano, la violación del secreto epistolar es puesta públicamente en el orden del día. Mientras se garantiza la "libertad indefinida de la prensa" (Constitución de 1793, artículo 122) como consecuencia del derecho humano de la libertad individual, la libertad de prensa es totalmente aniquilada, ya que la "libertad de prensa no debe ser permitida cuando compromete la libertad pública" (Robespierre el joven, Historia parlamentaria de la Revolución francesa por Buchez y Roux. Tomo 28, pág. 159). Es decir: el derecho humano de la libertad deja de ser un derecho en cuanto entra en conflicto con la vida política; en cambio, en teoría, la vida política no es sino la garantía de los derechos humanos, de los derechos del hombre individual, y por tanto tiene que ser dada de lado, en cuanto contradiga a su fin, esos derechos humanos. Pero la praxis es sólo la excepción y la teoría la regla.

Ahora bien, si se quiere ver también la praxis revolucionaria como la posición verdadera de esa relación, queda aún por resolver el enigma de por qué ésta se halla invertida en la conciencia de los emancipadores políticos, apareciendo el fin como medio y el medio como fin. Esta ilusión óptica de su conciencia seguiría siendo el mismo enigma, aunque ahora enigma psicológico, teórico.

El enigma es fácil de resolver.

La emancipación política es a la vez la disolución de la antigua sociedad en que se basa el Estado enajenado al pueblo, el poder de un soberano. La revolución política es la revolución de la sociedad burguesa. ¿Cómo caracterizar a la antigua sociedad? Con una palabra: feudalismo. La antigua sociedad burguesa [civil] tenía un carácter directamente político, es decir: los elementos de la vida civil, como por ejemplo la propiedad, la familia o el modo y manera del trabajo, estaban elevados a elementos de la vida del Estado en la forma del señorío de la tierra, del estamento y la corporación. De este modo, determinaban la relación de cada individuo con el conjunto del Estado, es decir, su relación política, su relación de separación y exclusión frente a las otras partes integrantes de la sociedad. En efecto, aquella organización de la vida del pueblo, en vez de elevar la propiedad o el trabajo a elementos sociales, completaba su separación del conjunto del Estado, convirtiéndolos en sociedades especiales dentro de la sociedad. Con todo, las funciones y condiciones vitales de la sociedad burguesa [civil] seguían siendo políticas, si bien en el sentido del feudalismo; es decir, que excluían al individuo del conjunto del Estado, transformaban la relación específica de su corporación con el conjunto del Estado en la relación general del individuo con la vida del pueblo y su específica actividad y situación burguesas en su actividad y situación generales. Como consecuencia de tal organización, también la unidad del Estado, así como la conciencia, la voluntad y la actividad de esta unidad, [en una palabra] el poder general del Estado, tienen que aparecer como cosa especial de un soberano aislado frente al pueblo y de sus servidores.

La revolución política derrocó este poder despótico, elevó los asuntos del Estado a cosa del pueblo y constituyó el Estado político en cosa pública, es decir, en Estado real. Con ello deshizo irremisiblemente todos los estamentos, corporaciones, gremios y privilegios, que eran otras tantas expresiones de la separación entre el pueblo y la cosa pública. La revolución política acabó así con el carácter político de la sociedad burguesa [civil]. Deshizo la sociedad burguesa en sus simples partes integrantes; por una parte los individuos, por la otra los elementos materiales y espirituales que constituyen el contenido vital, la situación burguesa de esos individuos. Dejó en libertad el espíritu político, que se había como dispersado, disgregado, perdido en los diversos callejones sin salida de la sociedad feudal; lo reagrupó de esa dispersión, lo liberó de su amalgama con la vida burguesa y lo constituyó como ámbito de la comunidad, de la cosa pública del pueblo en independencia ideal de esos elementos especiales de la vida burguesa. La ocupación y el puesto propios de cada uno quedaron reducidos a una significación meramente individual, dejaron de constituir la relación general del individuo con el todo del Estado. La cosa pública como tal se convirtió en el objetivo general de todo individuo, y la función política en su función general.

Sólo que la consumación del idealismo del Estado fue a su vez la consumación del materialismo de la sociedad burguesa. Junto con el yugo político, la sociedad burguesa se deshizo de los vínculos que aprisionaban su espíritu egoísta. La emancipación política fue a la vez la emancipación de la sociedad burguesa frente a la política, emancipación hasta de la apariencia de un contenido general.

En su disolución, la sociedad feudal había dejado al descubierto su fundamento: el hombre; pero el hombre como era su fundamento en la realidad, el hombre egoísta.

Este hombre, el miembro de la sociedad burguesa [civil], es pues la base, el presupuesto del Estado político. Tal base es la reconocida por el Estado político en los derechos humanos.

Pero la libertad del hombre egoísta y el reconocimiento de esta libertad es a su vez el reconocimiento del movimiento desenfrenado de los elementos espirituales y materiales que constituyen su contenido vital.

Así que el hombre no se liberó de la religión; obtuvo la libertad de religión. No se liberó de la propiedad; obtuvo la libertad de propiedad. No se liberó del egoísmo de los negocios; obtuvo la libertad en ellos.

Un solo acto constituye el Estado político y realiza a la vez la disolución de la sociedad burguesa en individuos independientes, cuya relación es el derecho, como lo era el privilegio entre los hombres de los estamentos y los gremios. Ahora bien, el hombre en cuanto miembro de la sociedad burguesa [civil], el hombre apolítico, tiene que aparecer como el hombre natural. Les droits de l´homme se presentan como droits naturels, porque la actividad conciente de sí se concentra en el acto político. El hombre egoísta es el resultado pasivo, meramente dado por la disolución de la sociedad, objeto de la certeza inmediata y por tanto objeto natural. La revolución política disuelve la vida burguesa en sus partes integrantes, sin revolucionar ni someter a crítica esas mismas partes. Para ella, la sociedad burguesa, el mundo de las necesidades, del trabajo, de los intereses privados, del derecho privado, son la base en que se apoya, un último presupuesto y por consiguiente su base natural. Por último, el hombre en cuanto miembro de la sociedad burguesa [civil] pasa por el hombre propiamente

tal, homme a diferencia del citoyen, pues es el hombre en su existencia sensible, individual, inmediata; en cambio el hombre político no es sino el hombre abstracto, artificial, el hombre como una persona alegórica, moral. El hombre real no es reconocido más que en la figura del individuo egoísta; el hombre verdadero en la del ciudadano abstracto.

La abstracción del hombre político ha sido descrita acertadamente por Rousseau:

"Quien se atreve a emprender la institucionalización de un pueblo, debe sentirse en condiciones de cambiar, por así decirlo, la naturaleza humana, de transformar cada individuo –que por sí mismo es un todo perfecto y solitario- en parte de un todo mayor, del que este individuo recibe de algún modo su vida y su ser; [...] de sustituir por una existencia parcial y moral la existencia física e independiente [...] Es preciso que le quite al hombre sus fuerzas propias, para darle otras que le serán extrañas y de las que no podrá usar sin la ayuda de otro" (Contract Social, libro II. Londres, 1782, pág. 67).

Toda emancipación consiste en reabsorber el mundo humano, las situaciones y relaciones, en el hombre mismo.

La emancipación política es la reducción del hombre, por una parte, a miembro de la sociedad burguesa, el individuo independiente y egoísta; por la otra, al ciudadano, la persona moral.

Sólo cuando el hombre real, individual, reabsorba en sí mismo al ciudadano abstracto y, como hombre individual, exista a nivel de especie en su vida empírica, en su trabajo individual, en sus relaciones individuales; sólo cuando, habiendo reconocido y organizado sus "fuerzas propias" como fuerzas sociales, ya no separe de sí la fuerza social en forma de fuerza política; sólo entonces, se habrá cumplido la emancipación humana.

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