Georg
Lukacs
Lenin:
La coherencia de su pensamiento (1924)
Capítulo 4 - El
imperialismo: guerra mundial y guerra civil
¿Hemos entrado acaso
en el período de las luchas revolucionarias decisivas? ¿Es este ya
el momento en el que el proletariado ha de llevar a cabo su misión
transformadora del mundo, bajo la pena de su propia desaparición?
En realidad, semejante
decisión únicamente puede deberse a una mayor madurez ideológica u
organizativa del proletariado en el caso de que esta madurez, es
decir, la decisión de combatir, no sea sino una consecuencia de la
situación económica y social objetiva del mundo, que empuja a actuar
así. Y un acontecimiento, sea cual fuere, derrota o victoria, no
puede en modo alguno decidir este problema. Es más, cuando se
considera un determinado acontecimiento aisladamente, ni siquiera se
puede determinar si se trata de una victoria o una derrota: únicamente
en virtud de su relación con la totalidad de la evolución hístórico-social
es convertido un hecho aislado en una victoria o una derrota a escala
histórico-universal.
De ahí que la
controversia en el seno de la socialdemocracia rusa (que entonces acogía
tanto a los mencheviques como a los bolcheviques), una discusión -que
estalló ya durante el curso de la primera revolución y alcanzó su
punto culminante una vez derrotada ésta- en torno al problema de si
al hablar de la revolución se tenía que escribir 1847 (o sea, antes
de la revolución decisiva) o 1848 (después de la revolución
decisiva), no pudiera menos de desbordar el marco de la estricta
problemática rusa.
Antes de darle una
solución ha de quedar resuelto el problema del carácter fundamental
de nuestra época. La cuestión más restringida, propiamente rusa, de
si la revolución de 1905 fue una revolución burguesa o una revolución
proletaria y de si el comportamiento proletario y revolucionario de
los obreros fue o no "deficiente", no puede, en realidad,
encontrar respuesta fuera de este contexto. De todos modos, el hecho
mismo de que se haya planteado tan enérgicamente este problema indica
ya la dirección en que debe buscarse su respuesta.
Porque la escisión del
movimiento obrero ruso en dos alas, la izquierda y la derecha, tiende
cada vez más, incluso fuera de Rusia, a adoptar la forma de una
controversia en torno al carácter general de la época. Controversia
sobre si ciertos fenómenos económicos, cada vez más claramente
perceptibles (concentración de capital, importancia creciente de los
grandes bancos, colonialismo, etc.), son sólo estadios
cuantitativamente superiores de la evolución "normal" del
capitalismo, o vienen a insinuar, por el contrario, la inminencia de
una nueva época del capitalismo, es decir, el imperialismo.
Una controversia en
torno a si las guerras cada vez más frecuentes al cabo de un periodo
de paz relativa (la guerra de los boers, la hispanoamericana, la
ruso-japonesa, etc.), han de ser consideradas como algo
"casual" o "episódico", o más bien han de ser
aceptadas como signos de un período en el que irán desarrollándose
guerras cada vez más violentas. Una controversia, en fin, en torno a
una cuestión bien concreta: si la evolución del capitalismo ha
entrado en una nueva fase de este tipo, ¿pueden bastar los viejos métodos
de lucha del proletariado para hacer valer sus intereses de clase bajo
condiciones diferentes? ¿Son, en tal caso, las nuevas formas de lucha
proletaria surgidas antes y durante la revolución rusa -huelga de
masas, insurrección armada- simples acontecimientos de importancia
local y restringida, "fallas", incluso, o
"errores", o hay que ver en ellos, por el contrario, los
primeros intentos espontáneos de las masas, acometidos con certero
instinto de clase, para adecuar su conducta a la situación mundial?
Conocemos la respuesta
práctica de Lenin a este complejo de problemas tan estrechamente
relacionados entre si. Viene expresada de la manera más clara en su
lucha en el Congreso de Stuttgart -poco tiempo después de la derrota
de la revolución rusa, cuando aún no se habían extinguido las
lamentaciones de los mencheviques por la actitud de los obreros rusos,
que habían ido, en su opinión, "demasiado lejos"- a favor
de una toma de posición clara y tajante de la Segunda Internacional
contra el peligro inminente de una guerra mundial imperialista,
procurando orientar, además, esta toma de posición en lo
concerniente a la actitud a adoptar contra dicha guerra.1
La proposición de
Lenin y Rosa Luxemburgo fue adoptada en Stuttgart y más tarde
ratificada por los Congresos de Copenhague y de Basilea. Lo cual
significa que la Segunda Internacional reconocía oficialmente el
peligro inminente de una guerra mundial imperialista y la necesidad de
que el proletariado lo combatiera de manera revolucionaria. De manera
pues, que, aparentemente, Lenin no estaba sólo en este punto. Tampoco
en su visión, por razones económicas, del imperialismo como nueva
fase del capitalismo.
La izquierda en bloque,
así como ciertos elementos centristas y el ala derecha de la Segunda
Internacional, percibieron los factores económicos reales que iban a
hacer posible la irrupción del imperialismo. Hilferding intentó
elaborar una teoría económica de estos nuevos fenómenos y Rosa
Luxemburgo llegó incluso a perfilar el complejo económico global del
imperialismo como fruto necesario del proceso de reproducción
capitalista, integrando orgánicamente el imperialismo en la teoría
de la historia del materialismo histórico y procurando de este modo
un fundamento económico concreto a la "teoría del
derrumbamiento".
Y, sin embargo, cuando
en agosto de 1914 -y mucho después- Lenin se encontró completamente
solo en la defensa de su punto de vista acerca de la guerra mundial,
esta soledad suya no era en modo alguno casual. Tampoco es explicable
por motivos psicológicos o morales, es decir, porque muchos de los
que anteriormente enjuiciaban también "adecuadamente" el
imperialismo hubieran sido dominados por la cobardía, etc. No. Las
tomas de posición de las diversas corrientes socialistas en agosto de
1914 fueron la consecuencia lógica y objetiva de sus anteriores líneas
tácticas, teóricas, etc., de conducta.
La concepción
leninista del imperialismo es, de manera aparentemente paradójica,
una producción teórica importante, por una parte, y, por otra, no es
mucho lo que, considerado como teoría puramente económica, contiene
de realmente nuevo. En cierto sentido se apoya en Hilferding y, desde
el estricto punto de vista económico, no puede ser comparada en
cuanto a profundidad y grandeza con la magnífica prosecución de la
teoría marxista de la producción realizada por Rosa Luxemburgo.
La superioridad de
Lenin no consiste sino en la íntima y concreta vinculación que ha
sido capaz de establecer entre la teoría económica del imperialismo
y el conjunto de los problemas políticos del presente, culminando así,
realmente, una hazaña teórica sin parangón. Ha sido capaz, en fin,
de convertir el contenido económico de la nueva fase en el hilo
conductor de todas las acciones concretas acometidas en un medio tan
decisivo.
De ahí, por ejemplo,
que rechazara Lenin durante la guerra ciertos puntos de vista
ultraizquierdistas de los comunistas polacos calificándolos de "economicismo
imperialista"; de ahí que consume su refutación de la idea de
Kautsky del "ultraimperialismo", una teoría que confiaba en
la creación de un trust capitalista mundial favorable a la paz, para
el que la guerra mundial no sería sino una vía "casual" y
en modo alguno "adecuada", especificando que Kautsky
introducía una separación entre la economía del imperialismo y su
política.
Por supuesto que la
teoría del imperialismo sustentada por Rosa Luxemburgo (y por
Pannekoek y otros izquierdistas) no podía ser en modo alguno
calificada como economicista en sentido estricto. Todos ellos -y Rosa
Luxemburgo sobre todo- subrayan aquellos momentos de la economía
imperialista en que ésta toma necesariamente un carácter político
(colonialismo, industria de armamentos, etc.). Y, sin embargo, esta
relación no es expuesta de manera verdaderamente concreta.
Es decir, que Rosa
Luxemburgo muestra de manera incomparable que como resultado del
proceso de acumulación, el tránsito al imperialismo, la época de
las luchas por conseguir mercados coloniales y centros de producción
de materias primas, así como las posibilidades de exportación de
capital, etc., resultan realmente inevitables; que esta época -la
fase postrera del capitalismo había de ser una época de guerras
mundiales. Pero con ello se limita a fundamentar la teoría de la época
entera, la teoría de este imperialismo moderno en general.
Por otra parte, tampoco
logra establecer un puente entre esta teoría y las necesidades
concretas del momento; sus artículos publicados bajo el rótulo de
Junius no son, en sus aspectos concretos, consecuencia necesaria
alguna de La acumulación de capital. El rigor teórico de su
enjuiciamiento de la época entera no llega a concretarse en ella en
un conocimiento claro de todas las fuerzas concretamente actuales,
cuya valoración y aprovechamiento revolucionario constituye una de
las tareas prácticas de la teoría marxista.
Pero la superioridad de
Lenin en este punto tampoco puede explicarse a base de fórmulas
manidas como "genialidad política", "clarividencia práctica",
etc. Es más bien una superioridad puramente teórica en el
enjuiciamiento del proceso general. Porque en toda su vida cabe
encontrar una sola decisión suya que no haya sido tomada obedeciendo
de manera concreta y objetiva a una toma de posición teórica previa.
Y el que la máxima fundamental de esta posición no sea otra que la
exigencia de un análisis concreto de la situación concreta, hace que
quienes no piensan dialécticamente, sitúen el problema en el terreno
de la práctica de la "Real Politik".
Para un marxista el análisis
concreto de la situación concreta no se opone a la teoría pura; por
el contrario, constituye el punto culminante de la auténtica teoría,
el punto en el que la teoría encuentra su realización verdadera, el
punto en el que se transforma en praxis.
Esta superioridad teórica
suya radica en el hecho de haber sido Lenin, de todos los sucesores de
Marx, el que ha tenido una visión menos deformada por las categorías
fetichistas de su medio capitalista. Porque la superioridad decisiva
de la economía marxista sobre todas las que la han precedido y
sucedido se debe a que ha logrado, en virtud de su método e incluso
en las cuestiones más complejas, en cuestiones en las que
aparentemente hay que operar con las categorías económicas más
puras (y, en consecuencia, más fetichistas), dar un giro a los
problemas tal que más allá de las categorías "puramente económicas"
resulten evidentes, en su proceso evolutivo, precisamente aquellas
clases cuyo ser social viene expresado por estas mismas categorías
económicas.
(Piénsese en la
diferencia entre capital variable y constante en contraposición a la
clásica distinción entre capital fijo y circulante. Unicamente a
través de estas distinciones resulta evidente la estructura clasista
de la sociedad burguesa. La formulación marxista del problema de la
plusvalía ha desvelado ya la división clasista existente entre
burguesía y proletariado. El aumento del capital constante muestra
esta relación en el contexto dinámico del proceso evolutivo de la
totalidad social, arrojando luz al mismo tiempo sobre la lucha de los
diferentes grupos capitalistas por el reparto de la plusvalía.)
La teoría del
imperialismo de Lenin es menos una teoría de su génesis económicamente
necesaria y de sus limites económicos -como la de Rosa Luxemburgo-,
que una teoría de las concretas fuerzas de clase que el imperialismo
desencadena y a las que en su mismo contexto hace operantes; la teoría
de la concreta situación mundial provocada por el imperialismo.
Al analizar la esencia
del capitalismo monopolista, lo que en primer lugar le interesa es la
situación mundial concreta y la división clasista de la sociedad a
que da lugar: cómo las grandes potencias coloniales se reparten de
facto la tierra, cómo evoluciona la división interna entre burguesía
y proletariado con el movimiento de concentración de capital (capas
puramente parasitarias de rentistas, aristocracia obrera, etc.). Y,
sobre todo, cómo la evolución interna del capitalismo monopolista
desborda -en virtud de los diferentes ritmos de los países- las
"zonas de intereses" establecidas antes de manera más o
menos duradera y por vía pacífica, desbordando así no pocos
compromisos de este tipo, dando lugar, en consecuencia, a conflictos
cuya solución sólo puede lograrse por la fuerza, es decir, acudiendo
a la guerra.
En la medida en que la
esencia del imperialismo es determinada como capitalismo monopolista y
su guerra como evolución necesaria y manifestación de esta tendencia
a una concentración cada vez mayor, camino del monopolio absoluto,
van resultando más claras las diferenciaciones de la sociedad
respecto de dicha guerra. Queda patente que imaginarse -a la Kautsky-
que algunas fracciones de la burguesía, "no interesadas"
directamente en el imperialismo, o incluso "desbordadas" por
él, pueden ser movilizadas en contra suya, no es sino una ingenua
ilusión.
La evolución
monopolista arrastra consigo a toda la burguesía, y es más, no sólo
encuentra apoyo en la pequeña burguesía -tan vacilante de por sí-
sino también en algunas fracciones del proletariado (aunque este
apoyo sólo sea, por supuesto, pasajero). Sin embargo, y a diferencia
de lo que opinan los escépticos profesionales, no es cierto que el
proletariado revolucionario acabe reducido por su inexorable oposición
al imperialismo a una posición de aislamiento.
La evolución de la
sociedad capitalista es siempre contradictoria. El capitalismo
monopolista crea, por primera vez en la historia, una economía
mundial en el auténtico sentido de la palabra; su guerra, la guerra
imperialista, es por eso la primera guerra mundial en el significado más
riguroso del término. Lo cual significa, sobre todo, que por primera
vez en la historia los oprimidos y explotados por el capitalismo han
dejado de estar solos en su lucha aislada contra sus opresores, en la
medida en que son arrastrados en su existencia entera al torbellino de
la guerra mundial.
La política
colonialista llevada a cabo por el capitalismo no se limita a explotar
a los pueblos coloniales con el saqueo de sus riquezas, como hacía en
los primeros tiempos de la evolución del capitalismo; ahora
transforma al mismo tiempo su estructura social, la vuelve
capitalista. Lo cual ocurre, por supuesto, con vistas a conseguir una
explotación más intensa de los mismos (exportación de capitales,
etc.), dando lugar, sin embargo, en los países coloniales
-contrariamente, desde luego, a las intenciones del capitalismo- al
comienzo de una evolución burguesa propia, cuya necesaria
consecuencia ideológica no es otra que el estallido de un movimiento
combativo a favor de la autonomía nacional.
Todo lo cual aún
resulta acentuado por la íntegra movilización de las reservas
humanas disponibles a que la guerra imperialista obliga a los países
imperialistas, arrastrando de este modo activamente a los pueblos
coloniales a la lucha y llegando incluso a favorecer parcialmente una
rápida industrialización de los mismos; de este modo el proceso es
acelerado tanto en el plano ideológico como en el económico.
La situación de los
pueblos coloniales no es, sin embargo, sino un caso extremo de la
relación existente entre el capitalismo monopolista y sus explotados.
La transición histórica de una época a otra jamás acontece mecánicamente;
es decir, jamás ocurre que un modo de producción irrumpa y comience
a resultar históricamente efectivo únicamente cuando el anterior, al
que viene a superar, haya cumplido ya plenamente su misión
conformadora de la sociedad.
Los modos de producción
que van superándose entre sí y las formas y estratificaciones
sociales a ellos correspondientes irrumpen más bien en la historia
entrecruzándose y operando unos frente a otros. De ahí que ciertas
evoluciones que abstractamente consideradas se parecen (por ejemplo,
la transición del feudalismo al capitalismo), tengan -a consecuencia
de lo diferente del contexto histórico en el que discurren- un
significado y una función completamente distintos, como una relación
totalmente heterogénea respecto de la totalidad histórica social.
El capitalismo
ascendente vino a favorecer la cristalización de las nacionalidades.
A partir de la gran fragmentación medieval fue transformando las
partes de mayor evolución capitalista de Europa en grandes naciones
-al cabo de toda una serie de intensas luchas revolucionarias. Las
luchas por la unidad de Italia y Alemania fueron las últimas de estas
luchas revolucionarias -objetivamente consideradas. El hecho, no
obstante, de que el capitalismo haya evolucionado en estos estados
hasta convertirse en un capitalismo monopolista de carácter
imperialista, y que incluso en algunos países atrasados (como Rusia o
Japón) comenzara a adoptar estas mismas formas, no implica en
absoluto que haya perdido su facultad de impulsar otras nacionalidades
en el resto del mundo.
Todo lo contrario. La
creciente evolución capitalista impulsó movimientos nacionales en
todos los pueblos de Europa que hasta la fecha "habían carecido
de historia". Sólo que las "luchas por la liberación
nacional" de estos países no han podido ya discurrir como luchas
contra el feudalismo o el absolutismo feudal -lo que les hubiera
convertido en indiscutiblemente progresistas- sino que, por el
contrario han de ser consideradas en el marco de la rivalidad
imperialista de las grandes potencias mundiales. De ahí que su
significado histórico y la valoración del mismo dependan de la función
concreta que en esta totalidad concreta les corresponda.
Marx fue perfectamente
consciente de la importancia de este problema. En su época, era un
problema esencialmente inglés: el de la relación anglo-irlandesa. Y
Marx subrayó con la mayor energía que "independientemente de
toda justicia internacional, transformar la actual unidad forzosa -es
decir, la esclavitud de Irlanda- en una alianza libre y en condiciones
de igualdad, si es posible, o en una separación total, si es
necesario, constituye la condición previa de la emancipación de la
clase obrera inglesa".
Marx vio claramente que
la explotación de Irlanda representaba, por una parte, un puntal
decisivo del capitalismo inglés, capitalismo que ya entonces -aunque
fuera el único en ello- poseía un indudable carácter monopolista, y
por otra, que la confusa toma de posición de la clase obrera inglesa
daba lugar a una división entre los oprimidos, a una lucha entre unos
explotados contra otros, en lugar de cristalizar en una lucha común
contra los explotadores comunes; de manera, pues, que sólo la lucha
por la liberación nacional de Irlanda podía coadyuvar a la creación
de un frente verdaderamente eficaz en la lucha del proletariado inglés
contra la burguesía inglesa.
Dentro del movimiento
inglés de la época fue desatendida esta visión marxista, que
tampoco pudo imponerse eficazmente en la teoría y la praxis de la
Segunda Internacional. También en este caso iba a ser Lenin quien
vivificara de nuevo esta teoría, pero con una vida mucho más activa
y concreta de la que pudo tener Marx. Porque de tener una simple
actualidad en el panorama mundial ha pasado a ser el problema central
del momento, de tal modo que Lenin no se ocupa ya de él por la vía
teórica, sino de manera puramente práctica.
Porque todo el mundo ha
de ver claramente en este contexto que el inmenso problema que se alza
ante nosotros -la sublevación de todos los oprimidos a escala
mundial, ya no sólo la sublevación de los obreros- es el mismo
problema que Lenin situó desde un principio enérgicamente en el
propio núcleo del problema agrario ruso, contra los populistas,
marxistas legales, economicistas, etc.
En todos estos casos se
trata de lo que Rosa Luxemburgo ha llamado el mercado
"exterior" del capitalismo, concepto con el que se alude al
mercado no capitalista, tanto si está situado dentro como si está
situado fuera de las fronteras políticas. El capitalismo en expansión
no puede subsistir sin él, pero, por otra parte, en lo concerniente a
este mercado, su función social no es otra que destruir su estructura
social originaria, convirtiéndolo al capitalismo, trasformándolo en
un mercado -capitalista- "interior", aunque sea esto mismo
lo que ha de acabar posibilitando sus aspiraciones de autonomía, etc.
Se trata, pues, de una
relación dialéctica. Sólo que Rosa Luxemburgo no llegó a
encontrar, a partir de esta justa y grandiosa perspectiva histórica,
el camino que podía llevar a la solución concreta de los problemas
concretos de la guerra mundial. Todo esto no pasó de ser, para ella,
una perspectiva histórica, la caracterización magnífica y grandiosa
de toda la época, pero sólo de la época considerada en su aspecto más
general. Fue Lenin quien dio el paso de la teoría a la praxis. Un
paso que, no obstante -y esto no hay que olvidarlo nunca- implica al
mismo tiempo un progreso teórico en la medida en que es un paso de lo
abstracto a lo concreto.
Esta conversión a lo
concreto a partir de la justa apreciación abstracta de la realidad
histórica actual, a partir de la evidenciación del general carácter
revolucionario del período imperialista en bloque, se agudiza al máximo
en el problema del carácter específico de esta revolución. Una de
las mayores hazañas teóricas de Marx fue la exacta diferenciación
que introdujo entre revolución burguesa y revolución proletaria. Una
diferenciación de especial importancia práctica y táctica dado el
inmaduro ilusionismo de sus contemporáneos, y que venia, además, a
ofrecer el único método apropiado para captar netamente los
elementos verdaderamente nuevos y verdaderamente proletarios del
movimiento revolucionario de la época.
En el marxismo vulgar,
sin embargo, esta diferenciación acabó convirtiéndose en una rígida
separación mecanicista. Separación en la que los oportunistas se han
basado para generalizar esquemáticamente el hecho de que toda
revolución de la época moderna, como indica cualquier observación
empírica adecuada, haya comenzado por ser una revolución burguesa,
por mucho que esté penetrada de acciones, reivindicaciones, etc.,
proletarias. En todos estos Casos la revolución es, pues, para los
oportunistas, una revolución meramente burguesa. Y el deber del
proletariado no es otro que apoyar esta revolución. Como consecuencia
de esta separación entre revolución burguesa y revolución
proletaria el proletariado ha de renunciar, pues, a sus propios
objetivos revolucionarios de clase.
La concepción
ultraizquierdista, sin embargo, que vislumbra claramente el sofisma
mecanicista de esta teoría y es perfectamente consciente del carácter
revolucionario y proletario de nuestra época, cae a su vez en otra
interpretación mecanicista no menos peligrosa. De la conciencia de
que el papel revolucionario histórico-universal de la burguesía en
la era imperialista toca ya a su fin, saca la conclusión -basándose
asimismo en una separación mecanicista entre revolución burguesa y
proletaria- de que hemos entrado en época de la revolución
proletaria pura.
Este punto de vista
tiene la peligrosa consecuencia práctica de pasar por alto, desdeñar
e incluso rechazar todos los movimientos de efervescencia y
descomposición que surgen necesariamente en la era imperialista (el
problema agrario, el colonial, el de las nacionalidades), y que son
objetivamente revolucionarios en relación con la revolución
proletaria; de este modo, estos teóricos de la revolución proletaria
pura renuncian voluntariamente a los más auténticos e importantes
aliados del proletariado; desprecian ese contexto revolucionario, que
da perspectivas concretas a la revolución proletaria, y esperan, en
un espacio abstracto -pensando que así ayudan a prepararla- una
revolución proletaria "pura".
"El que espera una
revolución social pura -dice Lenin- jamás llegará a vivirla, y no
pasa de ser un revolucionario verbal que no entiende la verdadera
revolución". Porque la verdadera revolución es la transformación
dialéctica de la revolución burguesa en proletaria. El hecho histórico
innegable de que la clase que en otro tiempo fue cabeza o beneficiaria
de las grandes revoluciones burguesas se haya convertido ya en una
clase objetivamente contrarrevolucionaria, no significa en modo alguno
que los problemas objetivos, en torno a los que giraron dichas
revoluciones, estén ya resueltos en el plano social y que las capas
de la sociedad vitalmente interesadas en una solución revolucionaria
estén ya satisfechas.
Todo lo contrario. El
giro contrarrevolucionario de la burguesía no implica únicamente su
hostilidad hacia el proletariado, sino el desvío, también, respecto
de sus propias tradiciones revolucionarias. Abandona al proletariado
la herencia de su propio pasado revolucionario. Con lo que el
proletariado se convierte en la única clase que está en disposición
de llevar consecuentemente a término la revolución burguesa. Es
decir que, por una parte, las reivindicaciones de la revolución
burguesa -que aún no han perdido su actualidad- únicamente pueden
culminar en el marco de una revolución proletaria, en tanto que, por
otra, la realización consecuente de estas reivindicaciones de la
revolución burguesa conduce necesariamente a la revolución
proletaria. La revolución equivale hoy a la culminación y superación
de la revolución burguesa.
El exacto conocimiento
de esta situación abre una perspectiva inmensa a las oportunidades y
posibilidades de la revolución proletaria. Pero esto impone al mismo
tiempo esfuerzos enormes al proletariado revolucionario y a su partido
dirigente. Porque para llevar a buen término esta transición dialéctica,
el proletariado no ha de limitarse a poseer un adecuado conocimiento
del contexto justo, sino que ha de ser al mismo tiempo capaz de
superar en el terreno práctico todas sus inclinaciones pequeñoburguesas,
hábitos del pensamiento, etc., que le han entorpecido la visión
clara de todas estas interrelaciones. (Por ejemplo, los prejuicios
nacionales.)
En consecuencia, el
proletariado se ve obligado a superarse a sí mismo, convirtiéndose
en líder de todos los oprimidos. En primer lugar, la lucha de los
pueblos oprimidos por su independencia nacional es una gran obra de
autoeducación revolucionaria, tanto para el proletariado del pueblo
opresor, que así supera paralelamente a esta conquista de la plena
autonomía nacional, su propio nacionalismo, como para el proletariado
del pueblo oprimido que, fiel a las consignas del federalismo, supera
una vez más su nacionalismo a beneficio de la solidaridad proletaria
internacional. Porque, como dice Lenin, "el proletariado lucha
por el socialismo y contra sus propias debilidades". La lucha por
la revolución, la utilización de las posibilidades objetivas de la
situación mundial y la lucha interior por la propia madurez de la
conciencia de clase revolucionaria son momentos indisolubles de un único
proceso dialéctico.
La guerra imperialista
procura, pues, aliados por todas partes al proletariado, cuando lucha
revolucionariamente contra la burguesía. Ahora bien, si el
proletariado no toma conciencia de su situación y de los deberes
inherentes a la misma, dicha guerra le obliga -a remolque de la
burguesía- a un terrible autoaniquilamiento. La guerra imperialista
crea una situación en el mundo en la que el proletariado puede
ponerse verdaderamente a la cabeza de todos los oprimidos y
explotados, en la que la lucha por su liberación puede llegar a
convertirse en guía y señal para la liberación de todos los
esclavizados por el capitalismo. Y sin embargo, puede convertirse al
mismo tiempo en una situación mundial en la que millones y millones
de proletarios se ven obligados a matarse unos a otros con la crueldad
más refinada para favorecer y consolidar la posición monopolista de
sus explotadores.
Cuál de ambos destinos
le toque en suerte al proletariado depende de la visión de su papel
histórico, de su conciencia de clase. Porque "los hombres hacen
su propia historia". Y no, por cierto, en circunstancias elegidas
por ellos, sino en las que encuentran inmediatamente dadas y que les
han sido legadas". No se trata, pues, de que el proletariado
tenga que elegir entre combatir o no, sino de que elija a favor de qué
intereses tiene que luchar, los suyos propios o los de la burguesía.
El problema que plantea la situación histórica del proletariado no
es el de una elección entre la guerra y la paz, sino el de una elección
entre guerra imperialista y guerra contra esta guerra, o sea, guerra
civil.
La necesidad de la
guerra civil como defensa del proletariado contra la guerra
imperialista emana, como todas las formas de lucha del proletariado,
de las condiciones de lucha que la evolución de la producción
capitalista y de la sociedad burguesa imponen al proletariado. La
actividad del partido, la importancia de la adecuada previsión teórica,
únicamente alcanza a conferir al proletariado esa fuerza de
resistencia o de ataque que en una situación dada posee ya
objetivamente en virtud de su posición de clase, pero que dada su
inmadurez en el plano de la teoría y en el de la organización no
eleva a la altura de lo objetivamente posible.
De ahí que aún con
anterioridad a la guerra imperialista surgiera la huelga de masas como
reacción espontánea del proletariado contra la fase imperialista del
capitalismo, y este hecho coherente, que la derecha y el centro de la
Segunda Internacional intentaron disimular por todos los medios, ha
ido convirtiéndose progresivamente en uno de los pilares teóricos
del ala radical.
También en este caso fue Lenin el primero en reconocerá muy pronto,
ya en 1905, que la huelga general no era suficiente como arma en la
lucha decisiva. Al dar a la fracasada insurrección de Moscú el
calificativo de etapa decisiva, pretendiendo fijar así sus
experiencias concretas frente a Plejánov, que sostenía que "no
se debla haber ido a las armas", Lenin estaba fundando teóricamente
la táctica proletaria necesaria en la guerra mundial.
Porque la fase
imperialista del capitalismo y, sobre todo, su culminación en la
guerra mundial indican que el capitalismo ha entrado en una situación
en la que ha de decidir entre su supervivencia o su desaparición. Y
con su agudo instinto de clase habituado a gobernar, consciente de que
paralelamente al crecimiento de su ámbito de influencia al desarrollo
de su aparato estatal está disminuyendo la base social real de su
dominio, se esfuerza con toda la energía de que es capaz tanto por
ampliar esta base (arrastrando a ella a las capas medias, corrompiendo
a la aristocracia obrera, etc.), corno por aplastar definitivamente a
sus enemigos mortales, antes de que estos estén en condiciones de
ofrecerle una auténtica resistencia.
De ahí que sea la
burguesía la que "liquida" en todas partes las formas
"pacíficas" de lucha de clases, formas en cuyo temporal,
aunque problemático, funcionamiento, descansaba íntegramente la teoría
del revisionismo, prefiriendo medios de lucha más enérgicos. (Piénsese
en América.) Se va apoderando cada vez con más energía del aparato
estatal, identificándose hasta tal punto con él, que incluso las
reivindicaciones de apariencia estrictamente económica de la clase
obrera chocan cada vez más intensamente contra esa pared, de tal modo
que los obreros se ven obligados a luchar contra el poder estatal (es
decir, por el poder estatal, aunque no sean conscientes de ello) si
quieren frenar el deterioro de su situación económica y la pérdida
de las posiciones ganadas.
En virtud de esta
evolución, el proletariado se ve obligado a acudir a la táctica de
las huelgas generales, con lo que el oportunismo, ante su temor a la
revolución, se siente inclinado a abandonar lo ya conseguido en lugar
de extraer las consecuencias revolucionarias de la acción. La huelga
general, sin embargo, es esencialmente, un medio revolucionario. Toda
huelga de masas crea una situación revolucionaria de la que la
burguesía, ayudada por el aparato estatal, extrae, hasta donde le
resulta posible, las consecuencias que le convienen.
Frente a estos medios,
sin embargo, el proletariado es impotente. Incluso el arma de la
huelga general le fracasa, si frente a la toma de armas de la burguesía
no acude él mismo a las armas. Lo cual le impone el esfuerzo de
armarse, de desorganizar el ejército de la burguesía -compuesto por
una mayoría de obreros y campesinos-, de volver contra la burguesía
sus propias armas. (La revolución de 1905 muestra numerosos ejemplos
de un penetrante instinto de clase, un instinto que, sin embargo, en
este punto no pasa de ser eso: un instinto.)
La guerra imperialista
extrema esta situación al máximo. La burguesía pone al proletariado
ante la alternativa de matar a sus camaradas de clase de otros países,
obedeciendo a sus intereses monopolistas, o morir por estos intereses,
o derrocar al poder de la burguesía por la fuerza de las armas. Los
restantes medios de lucha contra esta violencia extrema resultan
impotentes, ya que están condenados a estrellarse sin remedio contra
el aparato militar de los estados imperialistas. De manera, pues, que
si el proletariado quiere evadirse de esta extrema violencia, debe
asumir él mismo el combate contra dicho aparato militar: destruirlo
desde dentro y dirigir contra la propia burguesía las armas que la
burguesía imperialista se ve obligada a dar al pueblo, utilizándolas
así para acabar con el imperialismo.
Nada hay aquí de
extraordinario -en el plano teórico. Todo lo contrario. El núcleo de
la situación radica en las relaciones de clase entre burguesía y
proletariado. La guerra no es, según la definición de Clausewitz,
sino la prolongación de la político; y lo es, efectivamente, en
todos los sentidos. O sea, que la guerra no sólo significa, respecto
de la política exterior de un estado, la más extrema y activa
prosecución y culminación de la línea mantenida por el país en
"tiempos de paz", sino que viene a exacerbar también al máximo,
en el contexto de las diferencias clasistas internas de una nación (o
del mundo), todas aquellas tendencias que en "tiempos de
paz" se manifestaban activamente en el seno de la sociedad.
De manera, pues, que la
guerra no crea ninguna situación absolutamente nueva, ni respecto de
un país ni de una clase en el interior de una nación. Su novedad
radica en la transformación cualitativa de todos los problemas,
cuantitativamente intensificados de manera excepcional, a que da
lugar, provocando así -y sólo así- una nueva situación.
Considerada desde el ángulo
socio-económico, la guerra no es, pues, sino una etapa de la evolución
imperialista del capitalismo. De ahí que también sea necesariamente
una etapa en la lucha de clases del proletariado contra la burguesía.
La importancia de la teoría leninista del imperialismo radica en el
hecho de haber sido Lenin el primero en establecer, de manera teóricamente
consecuente, un nexo entre la guerra mundial y la evolución general,
probándolo claramente a la luz de los problemas concretos de la
guerra misma.
Ahora bien, como el
materialismo histórico es la teoría de la lucha proletaria de
clases, el establecimiento de este nexo hubiera quedado incompleto si
la teoría del imperialismo no hubiera sido al mismo tiempo una teoría
de las corrientes del movimiento obrero en la era imperialista. Por lo
tanto, no bastaba con vislumbrar claramente la forma en que el
proletariado debía actuar de acuerdo con sus intereses de clase en la
nueva situación internacional, creada por la guerra, sino que se tenía
que hacer ver al mismo tiempo cuáles eran los fundamentos teóricos
de las otras tomas "proletarias" de posición frente al
imperialismo y a su guerra, así como los sectores del proletariado
que se adherían a estas teorías, convirtiéndolas así en corrientes
políticas.
Se trataba, ante todo,
de probar que estas corrientes existían en realidad como tales.
Probar que la toma de posición de la socialdemocracia ante la guerra
no había sido fruto de un extravío momentáneo, ni de cobardía,
etc., sino la lógica consecuencia de su evolución anterior. Es
decir, que esta toma de posición tenía que ser comprendida en el
contexto general de la historia del movimiento obrero, que debla, en
fin, ser analizada en relación con las antiguas "divergencias de
opinión" que operaban en la socialdemocracia (revisionismo,
etc.).
Este punto de vista,
que a la luz del método marxista debería ser de todo punto evidente
(piénsese en el enjuiciamiento de las corrientes contemporáneas del
Manifiesto Comunista) no pudo ser fácilmente aceptado por el ala
revolucionaria del movimiento obrero. Ni siquiera el grupo de La
Internacional, el grupo de Franz Mehring y Rosa Luxemburgo, estaba en
condiciones de reelaborar mentalmente a fondo este punto de vista
metodológico, y luego aplicarlo.
Es evidente, sin
embargo, que toda condena del oportunismo y de su toma de posición
ante la guerra que no lo conciba como una corriente -históricamente
detectable- del movimiento obrero, valorando su actualidad como el
fruto orgánicamente maduro de todo su pasado, es incapaz de elevarse
a la más elemental altura de una discusión realmente marxista, y es
incapaz también de extraer de dicha condena sus concretas
consecuencias prácticas, necesarias en el momento de la acción, así
como también tácticas, aplicables al terreno de la organización.
Para Lenin, y una vez más
sólo para Lenin, estaba claro desde el estallido de la guerra mundial
que la actitud de Scheidemann, Plejánov, Vandervelde, etcétera, ante
la guerra, no era sino la lógica aplicación de los principios del
revisionismo a la situación actual.
Pero, ¿cuál es -en
suma- la esencia del revisionismo? En primer lugar, intenta superar
esa "unilateralidad" del materialismo dialéctico, en virtud
de la cual éste considera la totalidad de los fenómenos del
acontecer histórico-social exclusivamente desde el punto de vista de
clase del proletariado. Su punto de vista, por el contrario, es el de
los intereses de la "sociedad entera". Pero como estos
intereses globales -concretamente considerados- no existen en absoluto
y como lo que podría parecer tal cosa no pasa de ser el resultado
momentáneo de la interacción de las diferentes fuerzas clasistas que
luchan entre sí, el revisionista concibe el resultado siempre
cambiante del proceso histórico como un punto de partida metodológico
invariable. Con lo cual invierte también las cosas en el plano teórico.
Prácticamente
considerado, el revisionismo es -dado su punto de partida teórico- un
compromiso constante y necesario. El revisionismo siempre es ecléctico;
es decir, intenta suavizar -ya en el propio plano de la teoría- los
conflictos entre las clases, neutralizándolos entre sí, con el fin
de convertir su unidad -unidad que anda cabeza abajo y que, en
realidad, sólo existe en su cabeza- en el criterio para enjuiciar los
acontecimientos.
He aquí por qué el
revisionista rechaza -en segundo lugar- la dialéctica. Porque la dialéctica
no es otra cosa que la expresión conceptual de la evolución de la
sociedad, una evolución que tiene lugar, en realidad, a fuerza de
contradicciones, contradicciones (entre las clases, así como la
esencia antagónica de su ser económico, etc.) que constituyen el núcleo
y fundamento de todo acontecer, de tal modo que una "unidad"
de la sociedad, en tanto ésta descanse sobre una estratificación
clasista, no puede ser sino un concepto abstracto, el resultado
-pasajero- de la interacción de estas contradicciones.
Y como la dialéctica
-en cuanto método- no es más que la formulación teórica del hecho
de que la sociedad avanza a través de una serie de contradicciones,
pasando de un contrario a otro, es decir, revolucionariamente, el
rechazo teórico de la dialéctica implica necesariamente la ruptura
total con cualquier posible comportamiento revolucionario.
En la medida en que los
revisionistas -en tercer lugar- se niegan a reconocer la realidad de
la dialéctica como movimiento de contrarios que da siempre lugar a
algo nuevo, como algo realmente existente, se ven privados en su
pensamiento de la dimensión histórica, de lo concreto, de lo nuevo.
La realidad que experimentan está subordinada a unas "eternas
leyes de bronce" que actúan de manera esquemática y
mecanicista, y que -de acuerdo con su esencia- producen siempre lo
mismo, y a las que el hombre está sometido, por una especie de
fatalidad, como a las propias leyes de la naturaleza.
De manera, pues, que
basta con conocer estas leyes de una vez por todas para saber cómo
habrá de ir evolucionando el destino del proletariado. Suponer que
pueden presentarse situaciones nuevas, no sometidas a estas leyes, o
situaciones cuya resolución dependa de la decisión del proletariado,
es, para los revisionistas, muy poco científico. (La supervaloración
de las grandes individualidades, de la ética, etc., no es sino el
complemento necesario de semejante concepción.)
Estas leyes son, sin
embargo -en cuarto lugar-, las leyes de la evolución capitalista, y
subrayar su validez intemporal y suprahistórica implica que para el
revisionista la sociedad capitalista es, como para la burguesía
misma, la realidad, es decir, una realidad inmutable en lo esencial.
El revisionista no considera ya a la sociedad burguesa como algo
surgido históricamente y, en consecuencia, condenado a perecer históricamente,
ni a la ciencia como el medio idóneo para determinar el momento de
esta decadencia y trabajar para acelerarlo, sino -en el mejor de los
casos como un medio para mejorar la posición del proletariado dentro
de la sociedad burguesa. Todo pensamiento que vaya prácticamente más
allá del horizonte de la sociedad burguesa es, para el revisionismo,
una ilusión, una utopía.
De ahí que -en quinto
lugar- adopte una posición política "realista". Sacrifica
en todo momento los verdaderos intereses de la clase obrera en su
totalidad, cuya consecuente defensa califica de utópica, a los
intereses inmediatos de determinados grupos. Es evidente -incluso a la
luz de estas breves reflexiones- que el revisionismo puede llegar a
convertirse en una verdadera corriente del movimiento obrero únicamente
porque la nueva evolución del capitalismo permite mejorar económicamente
a ciertas capas obreras -aunque sólo sea pasajeramente. Y también
porque la estructura organizativa de los partidos obreros asegura a
estas capas y a sus representantes intelectuales una influencia
superior a la que pueden ejercer amplias masas revolucionarias -aunque
no lo sean sino de manera confusa e instintiva- del proletariado.
Todas las corrientes
oportunistas comparten un mismo denominador: no considerar jamás los
acontecimientos desde el punto de vista de clase del proletariado,
cayendo así en una "Realpolitik" (política realista) ecléctica,
ahistórica y no dialéctica; esto es lo que unifica sus diferentes
concepciones de la guerra y las presenta, sin excepción, como
necesaria consecuencia del revisionismo anterior. La incondicional
sumisión del ala derecha respecto de las potencias imperialistas de
su "propio" país, es la consecuencia orgánica de una
concepción según la cual la burguesía -no sin ciertas reservas, en
principio- es la clase rectora de la evolución histórica y el
proletariado debe apoyarla en su "papel progresista".
Cuando Kautsky califica
a la Internacional de simple instrumento para la paz, inutilizable a
efectos bélicos, no dice en realidad cosa muy distinta de lo que decía
el menchevique ruso Tscherewanin al estallar en lamentos a raíz de la
primera revolución rusa: "En plena llama revolucionaria, sin
embargo, cuando los objetivos revolucionarios parecen al alcance de la
mano, que difícil resulta esbozar la vía de una táctica menchevique
razonable", etc.
El oportunismo se
diferencia en razón de las capas de la burguesía en las que intenta
apoyarse y detrás de las que procura arrastrar al proletariado. Puede
ser, como en el caso del ala derecha, la industria pesada y la gran
banca. En cuyo caso el imperialismo es aceptado sin condiciones como
algo verdaderamente necesario. El proletariado debe satisfacer sus
intereses en la guerra imperialista, en la grandeza y en la victoria
de la nación "propia". O puede buscarse también una
alianza con aquellos sectores de la burguesía que se ven, sin duda,
forzados a participar en la evolución, pero que se sienten relegados
a un segundo plano, que se someten prácticamente al imperialismo (y
tienen, desde luego, que someterse a él) pero que de todos modos
reniegan de su servidumbre y "desean") que las cosas vayan
por otro camino; que, en consecuencia, aspiran a una pronta paz, al
librecambio, al retorno a una situación "normal", etc. Sin
que, evidentemente, sean capaces de oponerse nunca de manera activa al
imperialismo.
Por el contrario, se
limitan a combatir -inútilmente- para recibir también su parte del
botín imperialista (ciertos sectores de la industria ligera, la pequeña
burguesía, etc.). Desde este ángulo el imperialismo parece algo
"casual"; se procura llegar a una solución pacifista, a una
neutralización de las contradicciones. Y el proletariado -al que el
centro quiere subordinar a estas capas- debe abstenerse también de
luchar activamente contra la guerra. (Y no luchar equivale, en
realidad, a intervenir prácticamente en la guerra.) Debe contentarse
simplemente con proclamar la necesidad de una paz "justa",
etc.
La Internacional es la
expresión, en el plano de la organización, de la comunidad de
intereses de todo el proletariado mundial. Desde el momento en que se
acepta como teóricamente posible la lucha de obreros contra obreros a
beneficio de la burguesía, la Internacional ha dejado prácticamente
de existir. Y desde el momento en que se impone la evidencia de que
esta lucha sangrienta de obreros contra obreros a beneficio de las
potencias imperialistas rivales no es sino la necesaria consecuencia
de la línea anteriormente mantenida por los elementos determinantes
de la Internacional, no es posible hablar ya de enderezarla nuevamente
por el camino justo ni de reorganizarla.
Tomar nota de la
existencia del oportunismo corno corriente equivale a denunciar que el
oportunismo es el enemigo de clase del proletariado en su propio
campo. De manera, pues, que la eliminación de los oportunistas del
movimiento obrero es la condición previa e indispensable para toda
lucha victoriosa del proletariado contra la burguesía. Para preparar
la revolución proletaria es, pues, absolutamente necesario que los
obreros se liberen de esta influencia catastrófica, tanto en el ámbito
intelectual como en el de la estructura organizativa, Y como esta
lucha es, precisamente, la lucha de la totalidad de esta clase contra
la burguesía mundial, de esta lucha contra el oportunismo como
corriente se desprende una consecuencia necesaria: crear una nueva
Internacional proletaria, y revolucionaria.
El hundimiento de la
vieja Internacional en la ciénaga del oportunismo ha sido la
consecuencia de una época cuyo carácter revolucionario no resultaba
inmediatamente visible. Su desmoronamiento y la necesidad de una nueva
Internacional es un síntoma de lo inexorable del comienzo de un período
de guerras civiles. Lo que no significa en modo alguno, que haya de
lucharse a diario a partir de este momento en las barricadas.
Significa, antes bien, que esta necesidad puede presentarse en
cualquier momento; es decir, que la historia ha puesto la guerra civil
a la orden del día. Y un partido del proletariado y, en general, una
Internacional no pueden ser eficaces si no reconocen claramente esta
necesidad y se deciden a preparar para ella y sus consecuencias al
proletariado tanto en lo material, como en lo teórico y en el plano
de la organización.
Dicha preparación debe
partir de la comprensión del carácter de la época. Tan sólo cuando
la clase obrera se haya percatado de que la guerra mundial es la
consecuencia necesaria de la evolución imperialista del capitalismo y
vea claramente que la guerra civil es la única defensa con que cuenta
para no ser progresivamente aniquilada al servicio del capitalismo,
podrá comenzar la preparación material y organizativa de dicha
defensa. Y sólo cuando esta defensa sea realmente efectiva, se
convertirá el sordo rumor de todos los oprimidos en una alianza con
el proletariado que lucha por liberarse. De manera, pues, que el
proletariado ha de comenzar por poseer una rigurosa conciencia de
clase, materializada ante él de manera absolutamente visible, para
convertirse con su ayuda en la cabeza y guía de la verdadera lucha de
liberación, de la auténtica revolución mundial.
La Internacional que ha
surgido de esta lucha y ha surgido para esta misma lucha es, en
consecuencia, la unificación -perfectamente clara en el terreno de la
teoría y decididamente apta para la lucha- de los elementos
verdaderamente revolucionarios de la clase obrera; pero al mismo
tiempo es el órgano y el núcleo de la lucha de todos los oprimidos
del mundo por su liberación.
Es el partido
bolchevique; la concepción leninista del partido a escala mundial. De
idéntica manera a como la guerra mundial demostró en el macrocosmos
de una gigantesca destrucción a escala mundial de los poderes del
capitalismo en decadencia y las posibilidades de lucha contra él, así
Lenin vislumbró claramente en el macrocosmos del incipiente
capitalismo ruso las posibilidades de la revolución rusa.
Notas:
1.
En los años anteriores al estallido de la Primera Guerra Mundial la
Segunda Internacional -fundada en 1889, en el centenario de la
Revolución Francesa- se ocupó preferentemente del peligro cada vez más
perceptible de una conflagración bélica entre las grandes potencias
imperialistas. En 1907 -dos años después de la derrota de la primera
revolución rusa- se celebró en Stuttgart un importante congreso de
la Internacional en el que se discutieron problemas tan importantes
para la lucha obrera como el del empleo de la huelga general como arma
política (reclamado por los sectores más izquierdistas de la
socialdemocracia alemana) y, sobre todo, el de la inminente guerra
imperialista.
Los
socialistas tenían que elegir entre dos alternativas: o se entregaban
a la defensa de sus países, en el caso de que éstos fueran atacados,
subordinando a esta defensa su oposición a los gobiernos, o se sentían
relevados de toda obligación de este tipo como consecuencia de su
declarada hostilidad a los estados capitalistas. Tenían también que
pronunciarse acerca del colonialismo en cualquiera de sus formas,
adhiriéndose a las empresas colonialistas del momento o condenándolas
tajantemente.
El
congreso se encontró ante cuatro propuestas no excesivamente
diferentes entre sí, aunque tampoco plenamente coincidentes. La más
radical (la de Gustave Hervé) era una invitación a los obreros de
todos los países a rechazar todo tipo de "patriotismo burgués y
gubernamental que mentirosamente sostiene la existencia de una
comunidad de intereses entre todos los habitantes de un país".
La propuesta de Jules Guesde, a su vez, se manifestaba contra toda
posible campaña antimilitarista que pudiera distraer a la clase
obrera de su objetivo principal (la toma de poder político y la
socialización de la propiedad de los medios de producción), con lo
que realmente no se definía demasiado.
En
opinión de Vaillant y Jaurés los partidos socialistas debían
proponerse el desarme militar de la burguesía con el fin de armar a
la clase obrera, es decir, a todo el pueblo. Subrayaban, además, que
el primer deber de los proletarios era la solidaridad internacional,
de tal modo que su obligación no podía ser otra que impedir la
guerra por todos los medios, desde los parlamentarios a la huelga
general y la insurrección.
Bebel,
por último, definía las guerras como producto típico del
capitalismo imperialista y proponía la organización de un sistema
democrático de defensa que hiciera imposible toda agresión. En el
caso de que por fin estallara la guerra, los obreros estaban obligados
a impedir que se extendiera.
En
realidad, ninguna de las cuatro propuestas definía claramente la política
concreta a seguir. Al final del debate, Rosa Luxemburgo, Lenin y
Martov consiguieron imponer algunas enmiendas (presentadas a la
propuesta de Bebel), consiguiendo que el congreso proclamase la
necesidad de que la clase obrera impidiera la guerra por todos los
medios a su alcance, "medios que naturalmente habrán de variar
con arreglo a la intensidad de la lucha de clases y a la situación
política en general". Ahora bien, si a pesar de todo estallaba
la guerra, la clase obrera debía "intervenir a fin de ponerle término
en seguida, aprovechando con todas sus fuerzas la crisis económica y
política creada por la guerra, para agitar los estratos más
profundos del pueblo y precipitar la caída de la dominación
capitalista".
En
1910 se reunió un nuevo congreso socialista internacional en
Copenhague. En los tres años transcurridos, las grandes potencias
imperialistas habían acelerado perceptiblemente su carrera
armamentista. Los problemas a discutir eran muchos -las relaciones
entre los partidos y las cooperativas, el problema de los sindicatos,
el del desempleo, el de la legislación obrera y social, etc.- y, no
obstante, el de la guerra seguía pareciendo el más importante. Se
propuso la recomendación de la huelga general de trabajadores como
medio especialmente eficaz contra la guerra (sobre todo en las
industrias de armamentos, en los transportes, etc.). Pero esta
enmienda no logró imponerse. La propuesta aprobada en el congreso de
Copenhague ratificaba los acuerdos de Stuttgart, pero acababa
recomendando que los socialistas impusieran su pacifismo por vía
parlamentaria en sus países respectivos, votando contra los gastos
militares y navales, etc.
El
comienzo de la guerra de los Balcanes, a fines de 1912 -preludio de la
mundial-, hizo que se celebrara un nuevo congreso de La Internacional
en Basilea. Los acuerdos de Stuttgart y Copenhague contra la guerra
fueron ratificados de nuevo con toda energía. Las declaraciones a
favor de la paz fueron muy numerosas; pero el congreso no pasó de
recomendar a los socialistas que continuaran su labor pacifista
atendiendo a "todos los medios apropiados", teniendo en
cuenta que "el temor que la clase gobernante tenía a la revolución
proletaria había sido una garantía para la paz" (ya que, de
momento, las grandes potencias no habían intervenido prácticamente
en la conflagración balcánica).
Un
mes antes de la celebración, en agosto de 1914, de un nuevo congreso
de La Internacional socialista en Viena, fue asesinado el heredero del
trono de Austria, lo que, como todo el mundo sabe, precipitó los
acontecimientos. Se acordó trasladar el congreso a Paris, pero se
acabó por renunciar definitivamente a él.
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