Formación

 

Georg Lukacs

Lenin: La coherencia de su pensamiento (1924)

Capítulo 4 - El imperialismo: guerra mundial y guerra civil

¿Hemos entrado acaso en el período de las luchas revolucionarias decisivas? ¿Es este ya el momento en el que el proletariado ha de llevar a cabo su misión transformadora del mundo, bajo la pena de su propia desaparición?

En realidad, semejante decisión únicamente puede deberse a una mayor madurez ideológica u organizativa del proletariado en el caso de que esta madurez, es decir, la decisión de combatir, no sea sino una consecuencia de la situación económica y social objetiva del mundo, que empuja a actuar así. Y un acontecimiento, sea cual fuere, derrota o victoria, no puede en modo alguno decidir este problema. Es más, cuando se considera un determinado acontecimiento aisladamente, ni siquiera se puede determinar si se trata de una victoria o una derrota: únicamente en virtud de su relación con la totalidad de la evolución hístórico-social es convertido un hecho aislado en una victoria o una derrota a escala histórico-universal.

De ahí que la controversia en el seno de la socialdemocracia rusa (que entonces acogía tanto a los mencheviques como a los bolcheviques), una discusión -que estalló ya durante el curso de la primera revolución y alcanzó su punto culminante una vez derrotada ésta- en torno al problema de si al hablar de la revolución se tenía que escribir 1847 (o sea, antes de la revolución decisiva) o 1848 (después de la revolución decisiva), no pudiera menos de desbordar el marco de la estricta problemática rusa.

Antes de darle una solución ha de quedar resuelto el problema del carácter fundamental de nuestra época. La cuestión más restringida, propiamente rusa, de si la revolución de 1905 fue una revolución burguesa o una revolución proletaria y de si el comportamiento proletario y revolucionario de los obreros fue o no "deficiente", no puede, en realidad, encontrar respuesta fuera de este contexto. De todos modos, el hecho mismo de que se haya planteado tan enérgicamente este problema indica ya la dirección en que debe buscarse su respuesta.

Porque la escisión del movimiento obrero ruso en dos alas, la izquierda y la derecha, tiende cada vez más, incluso fuera de Rusia, a adoptar la forma de una controversia en torno al carácter general de la época. Controversia sobre si ciertos fenómenos económicos, cada vez más claramente perceptibles (concentración de capital, importancia creciente de los grandes bancos, colonialismo, etc.), son sólo estadios cuantitativamente superiores de la evolución "normal" del capitalismo, o vienen a insinuar, por el contrario, la inminencia de una nueva época del capitalismo, es decir, el imperialismo.

Una controversia en torno a si las guerras cada vez más frecuentes al cabo de un periodo de paz relativa (la guerra de los boers, la hispanoamericana, la ruso-japonesa, etc.), han de ser consideradas como algo "casual" o "episódico", o más bien han de ser aceptadas como signos de un período en el que irán desarrollándose guerras cada vez más violentas. Una controversia, en fin, en torno a una cuestión bien concreta: si la evolución del capitalismo ha entrado en una nueva fase de este tipo, ¿pueden bastar los viejos métodos de lucha del proletariado para hacer valer sus intereses de clase bajo condiciones diferentes? ¿Son, en tal caso, las nuevas formas de lucha proletaria surgidas antes y durante la revolución rusa -huelga de masas, insurrección armada- simples acontecimientos de importancia local y restringida, "fallas", incluso, o "errores", o hay que ver en ellos, por el contrario, los primeros intentos espontáneos de las masas, acometidos con certero instinto de clase, para adecuar su conducta a la situación mundial?

Conocemos la respuesta práctica de Lenin a este complejo de problemas tan estrechamente relacionados entre si. Viene expresada de la manera más clara en su lucha en el Congreso de Stuttgart -poco tiempo después de la derrota de la revolución rusa, cuando aún no se habían extinguido las lamentaciones de los mencheviques por la actitud de los obreros rusos, que habían ido, en su opinión, "demasiado lejos"- a favor de una toma de posición clara y tajante de la Segunda Internacional contra el peligro inminente de una guerra mundial imperialista, procurando orientar, además, esta toma de posición en lo concerniente a la actitud a adoptar contra dicha guerra.1

La proposición de Lenin y Rosa Luxemburgo fue adoptada en Stuttgart y más tarde ratificada por los Congresos de Copenhague y de Basilea. Lo cual significa que la Segunda Internacional reconocía oficialmente el peligro inminente de una guerra mundial imperialista y la necesidad de que el proletariado lo combatiera de manera revolucionaria. De manera pues, que, aparentemente, Lenin no estaba sólo en este punto. Tampoco en su visión, por razones económicas, del imperialismo como nueva fase del capitalismo.

La izquierda en bloque, así como ciertos elementos centristas y el ala derecha de la Segunda Internacional, percibieron los factores económicos reales que iban a hacer posible la irrupción del imperialismo. Hilferding intentó elaborar una teoría económica de estos nuevos fenómenos y Rosa Luxemburgo llegó incluso a perfilar el complejo económico global del imperialismo como fruto necesario del proceso de reproducción capitalista, integrando orgánicamente el imperialismo en la teoría de la historia del materialismo histórico y procurando de este modo un fundamento económico concreto a la "teoría del derrumbamiento".

Y, sin embargo, cuando en agosto de 1914 -y mucho después- Lenin se encontró completamente solo en la defensa de su punto de vista acerca de la guerra mundial, esta soledad suya no era en modo alguno casual. Tampoco es explicable por motivos psicológicos o morales, es decir, porque muchos de los que anteriormente enjuiciaban también "adecuadamente" el imperialismo hubieran sido dominados por la cobardía, etc. No. Las tomas de posición de las diversas corrientes socialistas en agosto de 1914 fueron la consecuencia lógica y objetiva de sus anteriores líneas tácticas, teóricas, etc., de conducta.

La concepción leninista del imperialismo es, de manera aparentemente paradójica, una producción teórica importante, por una parte, y, por otra, no es mucho lo que, considerado como teoría puramente económica, contiene de realmente nuevo. En cierto sentido se apoya en Hilferding y, desde el estricto punto de vista económico, no puede ser comparada en cuanto a profundidad y grandeza con la magnífica prosecución de la teoría marxista de la producción realizada por Rosa Luxemburgo.

La superioridad de Lenin no consiste sino en la íntima y concreta vinculación que ha sido capaz de establecer entre la teoría económica del imperialismo y el conjunto de los problemas políticos del presente, culminando así, realmente, una hazaña teórica sin parangón. Ha sido capaz, en fin, de convertir el contenido económico de la nueva fase en el hilo conductor de todas las acciones concretas acometidas en un medio tan decisivo.

De ahí, por ejemplo, que rechazara Lenin durante la guerra ciertos puntos de vista ultraizquierdistas de los comunistas polacos calificándolos de "economicismo imperialista"; de ahí que consume su refutación de la idea de Kautsky del "ultraimperialismo", una teoría que confiaba en la creación de un trust capitalista mundial favorable a la paz, para el que la guerra mundial no sería sino una vía "casual" y en modo alguno "adecuada", especificando que Kautsky introducía una separación entre la economía del imperialismo y su política.

Por supuesto que la teoría del imperialismo sustentada por Rosa Luxemburgo (y por Pannekoek y otros izquierdistas) no podía ser en modo alguno calificada como economicista en sentido estricto. Todos ellos -y Rosa Luxemburgo sobre todo- subrayan aquellos momentos de la economía imperialista en que ésta toma necesariamente un carácter político (colonialismo, industria de armamentos, etc.). Y, sin embargo, esta relación no es expuesta de manera verdaderamente concreta.

Es decir, que Rosa Luxemburgo muestra de manera incomparable que como resultado del proceso de acumulación, el tránsito al imperialismo, la época de las luchas por conseguir mercados coloniales y centros de producción de materias primas, así como las posibilidades de exportación de capital, etc., resultan realmente inevitables; que esta época -la fase postrera del capitalismo había de ser una época de guerras mundiales. Pero con ello se limita a fundamentar la teoría de la época entera, la teoría de este imperialismo moderno en general.

Por otra parte, tampoco logra establecer un puente entre esta teoría y las necesidades concretas del momento; sus artículos publicados bajo el rótulo de Junius no son, en sus aspectos concretos, consecuencia necesaria alguna de La acumulación de capital. El rigor teórico de su enjuiciamiento de la época entera no llega a concretarse en ella en un conocimiento claro de todas las fuerzas concretamente actuales, cuya valoración y aprovechamiento revolucionario constituye una de las tareas prácticas de la teoría marxista.

Pero la superioridad de Lenin en este punto tampoco puede explicarse a base de fórmulas manidas como "genialidad política", "clarividencia práctica", etc. Es más bien una superioridad puramente teórica en el enjuiciamiento del proceso general. Porque en toda su vida cabe encontrar una sola decisión suya que no haya sido tomada obedeciendo de manera concreta y objetiva a una toma de posición teórica previa. Y el que la máxima fundamental de esta posición no sea otra que la exigencia de un análisis concreto de la situación concreta, hace que quienes no piensan dialécticamente, sitúen el problema en el terreno de la práctica de la "Real Politik".

Para un marxista el análisis concreto de la situación concreta no se opone a la teoría pura; por el contrario, constituye el punto culminante de la auténtica teoría, el punto en el que la teoría encuentra su realización verdadera, el punto en el que se transforma en praxis.

Esta superioridad teórica suya radica en el hecho de haber sido Lenin, de todos los sucesores de Marx, el que ha tenido una visión menos deformada por las categorías fetichistas de su medio capitalista. Porque la superioridad decisiva de la economía marxista sobre todas las que la han precedido y sucedido se debe a que ha logrado, en virtud de su método e incluso en las cuestiones más complejas, en cuestiones en las que aparentemente hay que operar con las categorías económicas más puras (y, en consecuencia, más fetichistas), dar un giro a los problemas tal que más allá de las categorías "puramente económicas" resulten evidentes, en su proceso evolutivo, precisamente aquellas clases cuyo ser social viene expresado por estas mismas categorías económicas.

(Piénsese en la diferencia entre capital variable y constante en contraposición a la clásica distinción entre capital fijo y circulante. Unicamente a través de estas distinciones resulta evidente la estructura clasista de la sociedad burguesa. La formulación marxista del problema de la plusvalía ha desvelado ya la división clasista existente entre burguesía y proletariado. El aumento del capital constante muestra esta relación en el contexto dinámico del proceso evolutivo de la totalidad social, arrojando luz al mismo tiempo sobre la lucha de los diferentes grupos capitalistas por el reparto de la plusvalía.)

La teoría del imperialismo de Lenin es menos una teoría de su génesis económicamente necesaria y de sus limites económicos -como la de Rosa Luxemburgo-, que una teoría de las concretas fuerzas de clase que el imperialismo desencadena y a las que en su mismo contexto hace operantes; la teoría de la concreta situación mundial provocada por el imperialismo.

Al analizar la esencia del capitalismo monopolista, lo que en primer lugar le interesa es la situación mundial concreta y la división clasista de la sociedad a que da lugar: cómo las grandes potencias coloniales se reparten de facto la tierra, cómo evoluciona la división interna entre burguesía y proletariado con el movimiento de concentración de capital (capas puramente parasitarias de rentistas, aristocracia obrera, etc.). Y, sobre todo, cómo la evolución interna del capitalismo monopolista desborda -en virtud de los diferentes ritmos de los países- las "zonas de intereses" establecidas antes de manera más o menos duradera y por vía pacífica, desbordando así no pocos compromisos de este tipo, dando lugar, en consecuencia, a conflictos cuya solución sólo puede lograrse por la fuerza, es decir, acudiendo a la guerra.

En la medida en que la esencia del imperialismo es determinada como capitalismo monopolista y su guerra como evolución necesaria y manifestación de esta tendencia a una concentración cada vez mayor, camino del monopolio absoluto, van resultando más claras las diferenciaciones de la sociedad respecto de dicha guerra. Queda patente que imaginarse -a la Kautsky- que algunas fracciones de la burguesía, "no interesadas" directamente en el imperialismo, o incluso "desbordadas" por él, pueden ser movilizadas en contra suya, no es sino una ingenua ilusión.

La evolución monopolista arrastra consigo a toda la burguesía, y es más, no sólo encuentra apoyo en la pequeña burguesía -tan vacilante de por sí- sino también en algunas fracciones del proletariado (aunque este apoyo sólo sea, por supuesto, pasajero). Sin embargo, y a diferencia de lo que opinan los escépticos profesionales, no es cierto que el proletariado revolucionario acabe reducido por su inexorable oposición al imperialismo a una posición de aislamiento.

La evolución de la sociedad capitalista es siempre contradictoria. El capitalismo monopolista crea, por primera vez en la historia, una economía mundial en el auténtico sentido de la palabra; su guerra, la guerra imperialista, es por eso la primera guerra mundial en el significado más riguroso del término. Lo cual significa, sobre todo, que por primera vez en la historia los oprimidos y explotados por el capitalismo han dejado de estar solos en su lucha aislada contra sus opresores, en la medida en que son arrastrados en su existencia entera al torbellino de la guerra mundial.

La política colonialista llevada a cabo por el capitalismo no se limita a explotar a los pueblos coloniales con el saqueo de sus riquezas, como hacía en los primeros tiempos de la evolución del capitalismo; ahora transforma al mismo tiempo su estructura social, la vuelve capitalista. Lo cual ocurre, por supuesto, con vistas a conseguir una explotación más intensa de los mismos (exportación de capitales, etc.), dando lugar, sin embargo, en los países coloniales -contrariamente, desde luego, a las intenciones del capitalismo- al comienzo de una evolución burguesa propia, cuya necesaria consecuencia ideológica no es otra que el estallido de un movimiento combativo a favor de la autonomía nacional.

Todo lo cual aún resulta acentuado por la íntegra movilización de las reservas humanas disponibles a que la guerra imperialista obliga a los países imperialistas, arrastrando de este modo activamente a los pueblos coloniales a la lucha y llegando incluso a favorecer parcialmente una rápida industrialización de los mismos; de este modo el proceso es acelerado tanto en el plano ideológico como en el económico.

La situación de los pueblos coloniales no es, sin embargo, sino un caso extremo de la relación existente entre el capitalismo monopolista y sus explotados. La transición histórica de una época a otra jamás acontece mecánicamente; es decir, jamás ocurre que un modo de producción irrumpa y comience a resultar históricamente efectivo únicamente cuando el anterior, al que viene a superar, haya cumplido ya plenamente su misión conformadora de la sociedad.

Los modos de producción que van superándose entre sí y las formas y estratificaciones sociales a ellos correspondientes irrumpen más bien en la historia entrecruzándose y operando unos frente a otros. De ahí que ciertas evoluciones que abstractamente consideradas se parecen (por ejemplo, la transición del feudalismo al capitalismo), tengan -a consecuencia de lo diferente del contexto histórico en el que discurren- un significado y una función completamente distintos, como una relación totalmente heterogénea respecto de la totalidad histórica social.

El capitalismo ascendente vino a favorecer la cristalización de las nacionalidades. A partir de la gran fragmentación medieval fue transformando las partes de mayor evolución capitalista de Europa en grandes naciones -al cabo de toda una serie de intensas luchas revolucionarias. Las luchas por la unidad de Italia y Alemania fueron las últimas de estas luchas revolucionarias -objetivamente consideradas. El hecho, no obstante, de que el capitalismo haya evolucionado en estos estados hasta convertirse en un capitalismo monopolista de carácter imperialista, y que incluso en algunos países atrasados (como Rusia o Japón) comenzara a adoptar estas mismas formas, no implica en absoluto que haya perdido su facultad de impulsar otras nacionalidades en el resto del mundo.

Todo lo contrario. La creciente evolución capitalista impulsó movimientos nacionales en todos los pueblos de Europa que hasta la fecha "habían carecido de historia". Sólo que las "luchas por la liberación nacional" de estos países no han podido ya discurrir como luchas contra el feudalismo o el absolutismo feudal -lo que les hubiera convertido en indiscutiblemente progresistas- sino que, por el contrario han de ser consideradas en el marco de la rivalidad imperialista de las grandes potencias mundiales. De ahí que su significado histórico y la valoración del mismo dependan de la función concreta que en esta totalidad concreta les corresponda.

Marx fue perfectamente consciente de la importancia de este problema. En su época, era un problema esencialmente inglés: el de la relación anglo-irlandesa. Y Marx subrayó con la mayor energía que "independientemente de toda justicia internacional, transformar la actual unidad forzosa -es decir, la esclavitud de Irlanda- en una alianza libre y en condiciones de igualdad, si es posible, o en una separación total, si es necesario, constituye la condición previa de la emancipación de la clase obrera inglesa".

Marx vio claramente que la explotación de Irlanda representaba, por una parte, un puntal decisivo del capitalismo inglés, capitalismo que ya entonces -aunque fuera el único en ello- poseía un indudable carácter monopolista, y por otra, que la confusa toma de posición de la clase obrera inglesa daba lugar a una división entre los oprimidos, a una lucha entre unos explotados contra otros, en lugar de cristalizar en una lucha común contra los explotadores comunes; de manera, pues, que sólo la lucha por la liberación nacional de Irlanda podía coadyuvar a la creación de un frente verdaderamente eficaz en la lucha del proletariado inglés contra la burguesía inglesa.

Dentro del movimiento inglés de la época fue desatendida esta visión marxista, que tampoco pudo imponerse eficazmente en la teoría y la praxis de la Segunda Internacional. También en este caso iba a ser Lenin quien vivificara de nuevo esta teoría, pero con una vida mucho más activa y concreta de la que pudo tener Marx. Porque de tener una simple actualidad en el panorama mundial ha pasado a ser el problema central del momento, de tal modo que Lenin no se ocupa ya de él por la vía teórica, sino de manera puramente práctica.

Porque todo el mundo ha de ver claramente en este contexto que el inmenso problema que se alza ante nosotros -la sublevación de todos los oprimidos a escala mundial, ya no sólo la sublevación de los obreros- es el mismo problema que Lenin situó desde un principio enérgicamente en el propio núcleo del problema agrario ruso, contra los populistas, marxistas legales, economicistas, etc.

En todos estos casos se trata de lo que Rosa Luxemburgo ha llamado el mercado "exterior" del capitalismo, concepto con el que se alude al mercado no capitalista, tanto si está situado dentro como si está situado fuera de las fronteras políticas. El capitalismo en expansión no puede subsistir sin él, pero, por otra parte, en lo concerniente a este mercado, su función social no es otra que destruir su estructura social originaria, convirtiéndolo al capitalismo, trasformándolo en un mercado -capitalista- "interior", aunque sea esto mismo lo que ha de acabar posibilitando sus aspiraciones de autonomía, etc.

Se trata, pues, de una relación dialéctica. Sólo que Rosa Luxemburgo no llegó a encontrar, a partir de esta justa y grandiosa perspectiva histórica, el camino que podía llevar a la solución concreta de los problemas concretos de la guerra mundial. Todo esto no pasó de ser, para ella, una perspectiva histórica, la caracterización magnífica y grandiosa de toda la época, pero sólo de la época considerada en su aspecto más general. Fue Lenin quien dio el paso de la teoría a la praxis. Un paso que, no obstante -y esto no hay que olvidarlo nunca- implica al mismo tiempo un progreso teórico en la medida en que es un paso de lo abstracto a lo concreto.

Esta conversión a lo concreto a partir de la justa apreciación abstracta de la realidad histórica actual, a partir de la evidenciación del general carácter revolucionario del período imperialista en bloque, se agudiza al máximo en el problema del carácter específico de esta revolución. Una de las mayores hazañas teóricas de Marx fue la exacta diferenciación que introdujo entre revolución burguesa y revolución proletaria. Una diferenciación de especial importancia práctica y táctica dado el inmaduro ilusionismo de sus contemporáneos, y que venia, además, a ofrecer el único método apropiado para captar netamente los elementos verdaderamente nuevos y verdaderamente proletarios del movimiento revolucionario de la época.

En el marxismo vulgar, sin embargo, esta diferenciación acabó convirtiéndose en una rígida separación mecanicista. Separación en la que los oportunistas se han basado para generalizar esquemáticamente el hecho de que toda revolución de la época moderna, como indica cualquier observación empírica adecuada, haya comenzado por ser una revolución burguesa, por mucho que esté penetrada de acciones, reivindicaciones, etc., proletarias. En todos estos Casos la revolución es, pues, para los oportunistas, una revolución meramente burguesa. Y el deber del proletariado no es otro que apoyar esta revolución. Como consecuencia de esta separación entre revolución burguesa y revolución proletaria el proletariado ha de renunciar, pues, a sus propios objetivos revolucionarios de clase.

La concepción ultraizquierdista, sin embargo, que vislumbra claramente el sofisma mecanicista de esta teoría y es perfectamente consciente del carácter revolucionario y proletario de nuestra época, cae a su vez en otra interpretación mecanicista no menos peligrosa. De la conciencia de que el papel revolucionario histórico-universal de la burguesía en la era imperialista toca ya a su fin, saca la conclusión -basándose asimismo en una separación mecanicista entre revolución burguesa y proletaria- de que hemos entrado en época de la revolución proletaria pura.

Este punto de vista tiene la peligrosa consecuencia práctica de pasar por alto, desdeñar e incluso rechazar todos los movimientos de efervescencia y descomposición que surgen necesariamente en la era imperialista (el problema agrario, el colonial, el de las nacionalidades), y que son objetivamente revolucionarios en relación con la revolución proletaria; de este modo, estos teóricos de la revolución proletaria pura renuncian voluntariamente a los más auténticos e importantes aliados del proletariado; desprecian ese contexto revolucionario, que da perspectivas concretas a la revolución proletaria, y esperan, en un espacio abstracto -pensando que así ayudan a prepararla- una revolución proletaria "pura".

"El que espera una revolución social pura -dice Lenin- jamás llegará a vivirla, y no pasa de ser un revolucionario verbal que no entiende la verdadera revolución". Porque la verdadera revolución es la transformación dialéctica de la revolución burguesa en proletaria. El hecho histórico innegable de que la clase que en otro tiempo fue cabeza o beneficiaria de las grandes revoluciones burguesas se haya convertido ya en una clase objetivamente contrarrevolucionaria, no significa en modo alguno que los problemas objetivos, en torno a los que giraron dichas revoluciones, estén ya resueltos en el plano social y que las capas de la sociedad vitalmente interesadas en una solución revolucionaria estén ya satisfechas.

Todo lo contrario. El giro contrarrevolucionario de la burguesía no implica únicamente su hostilidad hacia el proletariado, sino el desvío, también, respecto de sus propias tradiciones revolucionarias. Abandona al proletariado la herencia de su propio pasado revolucionario. Con lo que el proletariado se convierte en la única clase que está en disposición de llevar consecuentemente a término la revolución burguesa. Es decir que, por una parte, las reivindicaciones de la revolución burguesa -que aún no han perdido su actualidad- únicamente pueden culminar en el marco de una revolución proletaria, en tanto que, por otra, la realización consecuente de estas reivindicaciones de la revolución burguesa conduce necesariamente a la revolución proletaria. La revolución equivale hoy a la culminación y superación de la revolución burguesa.

El exacto conocimiento de esta situación abre una perspectiva inmensa a las oportunidades y posibilidades de la revolución proletaria. Pero esto impone al mismo tiempo esfuerzos enormes al proletariado revolucionario y a su partido dirigente. Porque para llevar a buen término esta transición dialéctica, el proletariado no ha de limitarse a poseer un adecuado conocimiento del contexto justo, sino que ha de ser al mismo tiempo capaz de superar en el terreno práctico todas sus inclinaciones pequeñoburguesas, hábitos del pensamiento, etc., que le han entorpecido la visión clara de todas estas interrelaciones. (Por ejemplo, los prejuicios nacionales.)

En consecuencia, el proletariado se ve obligado a superarse a sí mismo, convirtiéndose en líder de todos los oprimidos. En primer lugar, la lucha de los pueblos oprimidos por su independencia nacional es una gran obra de autoeducación revolucionaria, tanto para el proletariado del pueblo opresor, que así supera paralelamente a esta conquista de la plena autonomía nacional, su propio nacionalismo, como para el proletariado del pueblo oprimido que, fiel a las consignas del federalismo, supera una vez más su nacionalismo a beneficio de la solidaridad proletaria internacional. Porque, como dice Lenin, "el proletariado lucha por el socialismo y contra sus propias debilidades". La lucha por la revolución, la utilización de las posibilidades objetivas de la situación mundial y la lucha interior por la propia madurez de la conciencia de clase revolucionaria son momentos indisolubles de un único proceso dialéctico.

La guerra imperialista procura, pues, aliados por todas partes al proletariado, cuando lucha revolucionariamente contra la burguesía. Ahora bien, si el proletariado no toma conciencia de su situación y de los deberes inherentes a la misma, dicha guerra le obliga -a remolque de la burguesía- a un terrible autoaniquilamiento. La guerra imperialista crea una situación en el mundo en la que el proletariado puede ponerse verdaderamente a la cabeza de todos los oprimidos y explotados, en la que la lucha por su liberación puede llegar a convertirse en guía y señal para la liberación de todos los esclavizados por el capitalismo. Y sin embargo, puede convertirse al mismo tiempo en una situación mundial en la que millones y millones de proletarios se ven obligados a matarse unos a otros con la crueldad más refinada para favorecer y consolidar la posición monopolista de sus explotadores.

Cuál de ambos destinos le toque en suerte al proletariado depende de la visión de su papel histórico, de su conciencia de clase. Porque "los hombres hacen su propia historia". Y no, por cierto, en circunstancias elegidas por ellos, sino en las que encuentran inmediatamente dadas y que les han sido legadas". No se trata, pues, de que el proletariado tenga que elegir entre combatir o no, sino de que elija a favor de qué intereses tiene que luchar, los suyos propios o los de la burguesía. El problema que plantea la situación histórica del proletariado no es el de una elección entre la guerra y la paz, sino el de una elección entre guerra imperialista y guerra contra esta guerra, o sea, guerra civil.

La necesidad de la guerra civil como defensa del proletariado contra la guerra imperialista emana, como todas las formas de lucha del proletariado, de las condiciones de lucha que la evolución de la producción capitalista y de la sociedad burguesa imponen al proletariado. La actividad del partido, la importancia de la adecuada previsión teórica, únicamente alcanza a conferir al proletariado esa fuerza de resistencia o de ataque que en una situación dada posee ya objetivamente en virtud de su posición de clase, pero que dada su inmadurez en el plano de la teoría y en el de la organización no eleva a la altura de lo objetivamente posible.

De ahí que aún con anterioridad a la guerra imperialista surgiera la huelga de masas como reacción espontánea del proletariado contra la fase imperialista del capitalismo, y este hecho coherente, que la derecha y el centro de la Segunda Internacional intentaron disimular por todos los medios, ha ido convirtiéndose progresivamente en uno de los pilares teóricos del ala radical.
También en este caso fue Lenin el primero en reconocerá muy pronto, ya en 1905, que la huelga general no era suficiente como arma en la lucha decisiva. Al dar a la fracasada insurrección de Moscú el calificativo de etapa decisiva, pretendiendo fijar así sus experiencias concretas frente a Plejánov, que sostenía que "no se debla haber ido a las armas", Lenin estaba fundando teóricamente la táctica proletaria necesaria en la guerra mundial.

Porque la fase imperialista del capitalismo y, sobre todo, su culminación en la guerra mundial indican que el capitalismo ha entrado en una situación en la que ha de decidir entre su supervivencia o su desaparición. Y con su agudo instinto de clase habituado a gobernar, consciente de que paralelamente al crecimiento de su ámbito de influencia al desarrollo de su aparato estatal está disminuyendo la base social real de su dominio, se esfuerza con toda la energía de que es capaz tanto por ampliar esta base (arrastrando a ella a las capas medias, corrompiendo a la aristocracia obrera, etc.), corno por aplastar definitivamente a sus enemigos mortales, antes de que estos estén en condiciones de ofrecerle una auténtica resistencia.

De ahí que sea la burguesía la que "liquida" en todas partes las formas "pacíficas" de lucha de clases, formas en cuyo temporal, aunque problemático, funcionamiento, descansaba íntegramente la teoría del revisionismo, prefiriendo medios de lucha más enérgicos. (Piénsese en América.) Se va apoderando cada vez con más energía del aparato estatal, identificándose hasta tal punto con él, que incluso las reivindicaciones de apariencia estrictamente económica de la clase obrera chocan cada vez más intensamente contra esa pared, de tal modo que los obreros se ven obligados a luchar contra el poder estatal (es decir, por el poder estatal, aunque no sean conscientes de ello) si quieren frenar el deterioro de su situación económica y la pérdida de las posiciones ganadas.

En virtud de esta evolución, el proletariado se ve obligado a acudir a la táctica de las huelgas generales, con lo que el oportunismo, ante su temor a la revolución, se siente inclinado a abandonar lo ya conseguido en lugar de extraer las consecuencias revolucionarias de la acción. La huelga general, sin embargo, es esencialmente, un medio revolucionario. Toda huelga de masas crea una situación revolucionaria de la que la burguesía, ayudada por el aparato estatal, extrae, hasta donde le resulta posible, las consecuencias que le convienen.

Frente a estos medios, sin embargo, el proletariado es impotente. Incluso el arma de la huelga general le fracasa, si frente a la toma de armas de la burguesía no acude él mismo a las armas. Lo cual le impone el esfuerzo de armarse, de desorganizar el ejército de la burguesía -compuesto por una mayoría de obreros y campesinos-, de volver contra la burguesía sus propias armas. (La revolución de 1905 muestra numerosos ejemplos de un penetrante instinto de clase, un instinto que, sin embargo, en este punto no pasa de ser eso: un instinto.)

La guerra imperialista extrema esta situación al máximo. La burguesía pone al proletariado ante la alternativa de matar a sus camaradas de clase de otros países, obedeciendo a sus intereses monopolistas, o morir por estos intereses, o derrocar al poder de la burguesía por la fuerza de las armas. Los restantes medios de lucha contra esta violencia extrema resultan impotentes, ya que están condenados a estrellarse sin remedio contra el aparato militar de los estados imperialistas. De manera, pues, que si el proletariado quiere evadirse de esta extrema violencia, debe asumir él mismo el combate contra dicho aparato militar: destruirlo desde dentro y dirigir contra la propia burguesía las armas que la burguesía imperialista se ve obligada a dar al pueblo, utilizándolas así para acabar con el imperialismo.

Nada hay aquí de extraordinario -en el plano teórico. Todo lo contrario. El núcleo de la situación radica en las relaciones de clase entre burguesía y proletariado. La guerra no es, según la definición de Clausewitz, sino la prolongación de la político; y lo es, efectivamente, en todos los sentidos. O sea, que la guerra no sólo significa, respecto de la política exterior de un estado, la más extrema y activa prosecución y culminación de la línea mantenida por el país en "tiempos de paz", sino que viene a exacerbar también al máximo, en el contexto de las diferencias clasistas internas de una nación (o del mundo), todas aquellas tendencias que en "tiempos de paz" se manifestaban activamente en el seno de la sociedad.

De manera, pues, que la guerra no crea ninguna situación absolutamente nueva, ni respecto de un país ni de una clase en el interior de una nación. Su novedad radica en la transformación cualitativa de todos los problemas, cuantitativamente intensificados de manera excepcional, a que da lugar, provocando así -y sólo así- una nueva situación.

Considerada desde el ángulo socio-económico, la guerra no es, pues, sino una etapa de la evolución imperialista del capitalismo. De ahí que también sea necesariamente una etapa en la lucha de clases del proletariado contra la burguesía. La importancia de la teoría leninista del imperialismo radica en el hecho de haber sido Lenin el primero en establecer, de manera teóricamente consecuente, un nexo entre la guerra mundial y la evolución general, probándolo claramente a la luz de los problemas concretos de la guerra misma.

Ahora bien, como el materialismo histórico es la teoría de la lucha proletaria de clases, el establecimiento de este nexo hubiera quedado incompleto si la teoría del imperialismo no hubiera sido al mismo tiempo una teoría de las corrientes del movimiento obrero en la era imperialista. Por lo tanto, no bastaba con vislumbrar claramente la forma en que el proletariado debía actuar de acuerdo con sus intereses de clase en la nueva situación internacional, creada por la guerra, sino que se tenía que hacer ver al mismo tiempo cuáles eran los fundamentos teóricos de las otras tomas "proletarias" de posición frente al imperialismo y a su guerra, así como los sectores del proletariado que se adherían a estas teorías, convirtiéndolas así en corrientes políticas.

Se trataba, ante todo, de probar que estas corrientes existían en realidad como tales. Probar que la toma de posición de la socialdemocracia ante la guerra no había sido fruto de un extravío momentáneo, ni de cobardía, etc., sino la lógica consecuencia de su evolución anterior. Es decir, que esta toma de posición tenía que ser comprendida en el contexto general de la historia del movimiento obrero, que debla, en fin, ser analizada en relación con las antiguas "divergencias de opinión" que operaban en la socialdemocracia (revisionismo, etc.).

Este punto de vista, que a la luz del método marxista debería ser de todo punto evidente (piénsese en el enjuiciamiento de las corrientes contemporáneas del Manifiesto Comunista) no pudo ser fácilmente aceptado por el ala revolucionaria del movimiento obrero. Ni siquiera el grupo de La Internacional, el grupo de Franz Mehring y Rosa Luxemburgo, estaba en condiciones de reelaborar mentalmente a fondo este punto de vista metodológico, y luego aplicarlo.

Es evidente, sin embargo, que toda condena del oportunismo y de su toma de posición ante la guerra que no lo conciba como una corriente -históricamente detectable- del movimiento obrero, valorando su actualidad como el fruto orgánicamente maduro de todo su pasado, es incapaz de elevarse a la más elemental altura de una discusión realmente marxista, y es incapaz también de extraer de dicha condena sus concretas consecuencias prácticas, necesarias en el momento de la acción, así como también tácticas, aplicables al terreno de la organización.

Para Lenin, y una vez más sólo para Lenin, estaba claro desde el estallido de la guerra mundial que la actitud de Scheidemann, Plejánov, Vandervelde, etcétera, ante la guerra, no era sino la lógica aplicación de los principios del revisionismo a la situación actual.

Pero, ¿cuál es -en suma- la esencia del revisionismo? En primer lugar, intenta superar esa "unilateralidad" del materialismo dialéctico, en virtud de la cual éste considera la totalidad de los fenómenos del acontecer histórico-social exclusivamente desde el punto de vista de clase del proletariado. Su punto de vista, por el contrario, es el de los intereses de la "sociedad entera". Pero como estos intereses globales -concretamente considerados- no existen en absoluto y como lo que podría parecer tal cosa no pasa de ser el resultado momentáneo de la interacción de las diferentes fuerzas clasistas que luchan entre sí, el revisionista concibe el resultado siempre cambiante del proceso histórico como un punto de partida metodológico invariable. Con lo cual invierte también las cosas en el plano teórico.

Prácticamente considerado, el revisionismo es -dado su punto de partida teórico- un compromiso constante y necesario. El revisionismo siempre es ecléctico; es decir, intenta suavizar -ya en el propio plano de la teoría- los conflictos entre las clases, neutralizándolos entre sí, con el fin de convertir su unidad -unidad que anda cabeza abajo y que, en realidad, sólo existe en su cabeza- en el criterio para enjuiciar los acontecimientos.

He aquí por qué el revisionista rechaza -en segundo lugar- la dialéctica. Porque la dialéctica no es otra cosa que la expresión conceptual de la evolución de la sociedad, una evolución que tiene lugar, en realidad, a fuerza de contradicciones, contradicciones (entre las clases, así como la esencia antagónica de su ser económico, etc.) que constituyen el núcleo y fundamento de todo acontecer, de tal modo que una "unidad" de la sociedad, en tanto ésta descanse sobre una estratificación clasista, no puede ser sino un concepto abstracto, el resultado -pasajero- de la interacción de estas contradicciones.

Y como la dialéctica -en cuanto método- no es más que la formulación teórica del hecho de que la sociedad avanza a través de una serie de contradicciones, pasando de un contrario a otro, es decir, revolucionariamente, el rechazo teórico de la dialéctica implica necesariamente la ruptura total con cualquier posible comportamiento revolucionario.

En la medida en que los revisionistas -en tercer lugar- se niegan a reconocer la realidad de la dialéctica como movimiento de contrarios que da siempre lugar a algo nuevo, como algo realmente existente, se ven privados en su pensamiento de la dimensión histórica, de lo concreto, de lo nuevo. La realidad que experimentan está subordinada a unas "eternas leyes de bronce" que actúan de manera esquemática y mecanicista, y que -de acuerdo con su esencia- producen siempre lo mismo, y a las que el hombre está sometido, por una especie de fatalidad, como a las propias leyes de la naturaleza.

De manera, pues, que basta con conocer estas leyes de una vez por todas para saber cómo habrá de ir evolucionando el destino del proletariado. Suponer que pueden presentarse situaciones nuevas, no sometidas a estas leyes, o situaciones cuya resolución dependa de la decisión del proletariado, es, para los revisionistas, muy poco científico. (La supervaloración de las grandes individualidades, de la ética, etc., no es sino el complemento necesario de semejante concepción.)

Estas leyes son, sin embargo -en cuarto lugar-, las leyes de la evolución capitalista, y subrayar su validez intemporal y suprahistórica implica que para el revisionista la sociedad capitalista es, como para la burguesía misma, la realidad, es decir, una realidad inmutable en lo esencial. El revisionista no considera ya a la sociedad burguesa como algo surgido históricamente y, en consecuencia, condenado a perecer históricamente, ni a la ciencia como el medio idóneo para determinar el momento de esta decadencia y trabajar para acelerarlo, sino -en el mejor de los casos como un medio para mejorar la posición del proletariado dentro de la sociedad burguesa. Todo pensamiento que vaya prácticamente más allá del horizonte de la sociedad burguesa es, para el revisionismo, una ilusión, una utopía.

De ahí que -en quinto lugar- adopte una posición política "realista". Sacrifica en todo momento los verdaderos intereses de la clase obrera en su totalidad, cuya consecuente defensa califica de utópica, a los intereses inmediatos de determinados grupos. Es evidente -incluso a la luz de estas breves reflexiones- que el revisionismo puede llegar a convertirse en una verdadera corriente del movimiento obrero únicamente porque la nueva evolución del capitalismo permite mejorar económicamente a ciertas capas obreras -aunque sólo sea pasajeramente. Y también porque la estructura organizativa de los partidos obreros asegura a estas capas y a sus representantes intelectuales una influencia superior a la que pueden ejercer amplias masas revolucionarias -aunque no lo sean sino de manera confusa e instintiva- del proletariado.

Todas las corrientes oportunistas comparten un mismo denominador: no considerar jamás los acontecimientos desde el punto de vista de clase del proletariado, cayendo así en una "Realpolitik" (política realista) ecléctica, ahistórica y no dialéctica; esto es lo que unifica sus diferentes concepciones de la guerra y las presenta, sin excepción, como necesaria consecuencia del revisionismo anterior. La incondicional sumisión del ala derecha respecto de las potencias imperialistas de su "propio" país, es la consecuencia orgánica de una concepción según la cual la burguesía -no sin ciertas reservas, en principio- es la clase rectora de la evolución histórica y el proletariado debe apoyarla en su "papel progresista".

Cuando Kautsky califica a la Internacional de simple instrumento para la paz, inutilizable a efectos bélicos, no dice en realidad cosa muy distinta de lo que decía el menchevique ruso Tscherewanin al estallar en lamentos a raíz de la primera revolución rusa: "En plena llama revolucionaria, sin embargo, cuando los objetivos revolucionarios parecen al alcance de la mano, que difícil resulta esbozar la vía de una táctica menchevique razonable", etc.

El oportunismo se diferencia en razón de las capas de la burguesía en las que intenta apoyarse y detrás de las que procura arrastrar al proletariado. Puede ser, como en el caso del ala derecha, la industria pesada y la gran banca. En cuyo caso el imperialismo es aceptado sin condiciones como algo verdaderamente necesario. El proletariado debe satisfacer sus intereses en la guerra imperialista, en la grandeza y en la victoria de la nación "propia". O puede buscarse también una alianza con aquellos sectores de la burguesía que se ven, sin duda, forzados a participar en la evolución, pero que se sienten relegados a un segundo plano, que se someten prácticamente al imperialismo (y tienen, desde luego, que someterse a él) pero que de todos modos reniegan de su servidumbre y "desean") que las cosas vayan por otro camino; que, en consecuencia, aspiran a una pronta paz, al librecambio, al retorno a una situación "normal", etc. Sin que, evidentemente, sean capaces de oponerse nunca de manera activa al imperialismo.

Por el contrario, se limitan a combatir -inútilmente- para recibir también su parte del botín imperialista (ciertos sectores de la industria ligera, la pequeña burguesía, etc.). Desde este ángulo el imperialismo parece algo "casual"; se procura llegar a una solución pacifista, a una neutralización de las contradicciones. Y el proletariado -al que el centro quiere subordinar a estas capas- debe abstenerse también de luchar activamente contra la guerra. (Y no luchar equivale, en realidad, a intervenir prácticamente en la guerra.) Debe contentarse simplemente con proclamar la necesidad de una paz "justa", etc.

La Internacional es la expresión, en el plano de la organización, de la comunidad de intereses de todo el proletariado mundial. Desde el momento en que se acepta como teóricamente posible la lucha de obreros contra obreros a beneficio de la burguesía, la Internacional ha dejado prácticamente de existir. Y desde el momento en que se impone la evidencia de que esta lucha sangrienta de obreros contra obreros a beneficio de las potencias imperialistas rivales no es sino la necesaria consecuencia de la línea anteriormente mantenida por los elementos determinantes de la Internacional, no es posible hablar ya de enderezarla nuevamente por el camino justo ni de reorganizarla.

Tomar nota de la existencia del oportunismo corno corriente equivale a denunciar que el oportunismo es el enemigo de clase del proletariado en su propio campo. De manera, pues, que la eliminación de los oportunistas del movimiento obrero es la condición previa e indispensable para toda lucha victoriosa del proletariado contra la burguesía. Para preparar la revolución proletaria es, pues, absolutamente necesario que los obreros se liberen de esta influencia catastrófica, tanto en el ámbito intelectual como en el de la estructura organizativa, Y como esta lucha es, precisamente, la lucha de la totalidad de esta clase contra la burguesía mundial, de esta lucha contra el oportunismo como corriente se desprende una consecuencia necesaria: crear una nueva Internacional proletaria, y revolucionaria.

El hundimiento de la vieja Internacional en la ciénaga del oportunismo ha sido la consecuencia de una época cuyo carácter revolucionario no resultaba inmediatamente visible. Su desmoronamiento y la necesidad de una nueva Internacional es un síntoma de lo inexorable del comienzo de un período de guerras civiles. Lo que no significa en modo alguno, que haya de lucharse a diario a partir de este momento en las barricadas. Significa, antes bien, que esta necesidad puede presentarse en cualquier momento; es decir, que la historia ha puesto la guerra civil a la orden del día. Y un partido del proletariado y, en general, una Internacional no pueden ser eficaces si no reconocen claramente esta necesidad y se deciden a preparar para ella y sus consecuencias al proletariado tanto en lo material, como en lo teórico y en el plano de la organización.

Dicha preparación debe partir de la comprensión del carácter de la época. Tan sólo cuando la clase obrera se haya percatado de que la guerra mundial es la consecuencia necesaria de la evolución imperialista del capitalismo y vea claramente que la guerra civil es la única defensa con que cuenta para no ser progresivamente aniquilada al servicio del capitalismo, podrá comenzar la preparación material y organizativa de dicha defensa. Y sólo cuando esta defensa sea realmente efectiva, se convertirá el sordo rumor de todos los oprimidos en una alianza con el proletariado que lucha por liberarse. De manera, pues, que el proletariado ha de comenzar por poseer una rigurosa conciencia de clase, materializada ante él de manera absolutamente visible, para convertirse con su ayuda en la cabeza y guía de la verdadera lucha de liberación, de la auténtica revolución mundial.

La Internacional que ha surgido de esta lucha y ha surgido para esta misma lucha es, en consecuencia, la unificación -perfectamente clara en el terreno de la teoría y decididamente apta para la lucha- de los elementos verdaderamente revolucionarios de la clase obrera; pero al mismo tiempo es el órgano y el núcleo de la lucha de todos los oprimidos del mundo por su liberación.

Es el partido bolchevique; la concepción leninista del partido a escala mundial. De idéntica manera a como la guerra mundial demostró en el macrocosmos de una gigantesca destrucción a escala mundial de los poderes del capitalismo en decadencia y las posibilidades de lucha contra él, así Lenin vislumbró claramente en el macrocosmos del incipiente capitalismo ruso las posibilidades de la revolución rusa.

Notas:

1. En los años anteriores al estallido de la Primera Guerra Mundial la Segunda Internacional -fundada en 1889, en el centenario de la Revolución Francesa- se ocupó preferentemente del peligro cada vez más perceptible de una conflagración bélica entre las grandes potencias imperialistas. En 1907 -dos años después de la derrota de la primera revolución rusa- se celebró en Stuttgart un importante congreso de la Internacional en el que se discutieron problemas tan importantes para la lucha obrera como el del empleo de la huelga general como arma política (reclamado por los sectores más izquierdistas de la socialdemocracia alemana) y, sobre todo, el de la inminente guerra imperialista.

Los socialistas tenían que elegir entre dos alternativas: o se entregaban a la defensa de sus países, en el caso de que éstos fueran atacados, subordinando a esta defensa su oposición a los gobiernos, o se sentían relevados de toda obligación de este tipo como consecuencia de su declarada hostilidad a los estados capitalistas. Tenían también que pronunciarse acerca del colonialismo en cualquiera de sus formas, adhiriéndose a las empresas colonialistas del momento o condenándolas tajantemente.

El congreso se encontró ante cuatro propuestas no excesivamente diferentes entre sí, aunque tampoco plenamente coincidentes. La más radical (la de Gustave Hervé) era una invitación a los obreros de todos los países a rechazar todo tipo de "patriotismo burgués y gubernamental que mentirosamente sostiene la existencia de una comunidad de intereses entre todos los habitantes de un país". La propuesta de Jules Guesde, a su vez, se manifestaba contra toda posible campaña antimilitarista que pudiera distraer a la clase obrera de su objetivo principal (la toma de poder político y la socialización de la propiedad de los medios de producción), con lo que realmente no se definía demasiado.

En opinión de Vaillant y Jaurés los partidos socialistas debían proponerse el desarme militar de la burguesía con el fin de armar a la clase obrera, es decir, a todo el pueblo. Subrayaban, además, que el primer deber de los proletarios era la solidaridad internacional, de tal modo que su obligación no podía ser otra que impedir la guerra por todos los medios, desde los parlamentarios a la huelga general y la insurrección.

Bebel, por último, definía las guerras como producto típico del capitalismo imperialista y proponía la organización de un sistema democrático de defensa que hiciera imposible toda agresión. En el caso de que por fin estallara la guerra, los obreros estaban obligados a impedir que se extendiera.

En realidad, ninguna de las cuatro propuestas definía claramente la política concreta a seguir. Al final del debate, Rosa Luxemburgo, Lenin y Martov consiguieron imponer algunas enmiendas (presentadas a la propuesta de Bebel), consiguiendo que el congreso proclamase la necesidad de que la clase obrera impidiera la guerra por todos los medios a su alcance, "medios que naturalmente habrán de variar con arreglo a la intensidad de la lucha de clases y a la situación política en general". Ahora bien, si a pesar de todo estallaba la guerra, la clase obrera debía "intervenir a fin de ponerle término en seguida, aprovechando con todas sus fuerzas la crisis económica y política creada por la guerra, para agitar los estratos más profundos del pueblo y precipitar la caída de la dominación capitalista".

En 1910 se reunió un nuevo congreso socialista internacional en Copenhague. En los tres años transcurridos, las grandes potencias imperialistas habían acelerado perceptiblemente su carrera armamentista. Los problemas a discutir eran muchos -las relaciones entre los partidos y las cooperativas, el problema de los sindicatos, el del desempleo, el de la legislación obrera y social, etc.- y, no obstante, el de la guerra seguía pareciendo el más importante. Se propuso la recomendación de la huelga general de trabajadores como medio especialmente eficaz contra la guerra (sobre todo en las industrias de armamentos, en los transportes, etc.). Pero esta enmienda no logró imponerse. La propuesta aprobada en el congreso de Copenhague ratificaba los acuerdos de Stuttgart, pero acababa recomendando que los socialistas impusieran su pacifismo por vía parlamentaria en sus países respectivos, votando contra los gastos militares y navales, etc.

El comienzo de la guerra de los Balcanes, a fines de 1912 -preludio de la mundial-, hizo que se celebrara un nuevo congreso de La Internacional en Basilea. Los acuerdos de Stuttgart y Copenhague contra la guerra fueron ratificados de nuevo con toda energía. Las declaraciones a favor de la paz fueron muy numerosas; pero el congreso no pasó de recomendar a los socialistas que continuaran su labor pacifista atendiendo a "todos los medios apropiados", teniendo en cuenta que "el temor que la clase gobernante tenía a la revolución proletaria había sido una garantía para la paz" (ya que, de momento, las grandes potencias no habían intervenido prácticamente en la conflagración balcánica).

Un mes antes de la celebración, en agosto de 1914, de un nuevo congreso de La Internacional socialista en Viena, fue asesinado el heredero del trono de Austria, lo que, como todo el mundo sabe, precipitó los acontecimientos. Se acordó trasladar el congreso a Paris, pero se acabó por renunciar definitivamente a él.

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