Georg
Lukacs
Lenin:
La coherencia de su pensamiento (1924)
Capítulo 5 - El
Estado como arma
La esencia
revolucionaria de una época resulta especialmente evidente en la
superación, por parte de la lucha de clases y de partidos, del carácter
de una lucha en el interior de una organización estatal determinada,
con el consiguiente desbordamiento de sus fronteras y su difusión más
allá de ellas. Por una parte parece una lucha por el poder estatal,
por otra, sin embargo, el Estado mismo es convertido también en
contrincante. No se lucha únicamente contra el Estado, sino que el
Estado mismo se revela como un arma de la lucha de clases, como uno de
los instrumentos esenciales para el mantenimiento de un dominio
clasista.
Marx y Engels
subrayaron repetidamente este carácter del Estado, analizándolo en
su completa interrelación con la evolución histórica y la revolución
proletaria. Marx y Engels dejaron sentados en términos claros e inequívocos
los fundamentos de una teoría del Estado en el marco del materialismo
histórico. Y este es, precisamente, el punto en que el oportunismo
-consecuente consigo mismo- más se ha alejado de Marx y Engels.
Porque en cualquier otro punto era posible presentar la "revisión"
de determinadas teorías económicas de tal modo que su base misma
siguiera concordando a pesar de todo con la esencia del método
marxista (línea de Bernstein) o bien dar a las teorías económicas
sustentadas de la manera más "ortodoxa" un giro mecanicista
y fatalista, nada dialéctico y no revolucionario (línea de Kautsky).
Pero la simple
suscitación de problemas que Marx y Engels consideraban como
cuestiones básicas de su teoría del Estado equivale ya a reconocer
la actualidad de la revolución proletaria. El oportunismo o de todas
las tendencias dominantes en la Segunda Internacional se manifestaba
de la manera más clara en su nulo planteamiento serio del problema
del Estado; en este punto fundamental no hay ninguna diferencia entre
Bernstein y Kautsky.
Todos, sin excepción,
se limitaron a aceptar el Estado de la sociedad burguesa. Y cuando lo
criticaban, su único propósito era combatir algunas de las formas
exteriores o manifestaciones estatales que podían perjudicar al
proletariado. Se enfrentaban con el Estado desde el exclusivo punto de
vista de unos intereses particulares e inmediatos, sin analizar ni
valorar jamás su esencia desde el punto de vista global del
proletariado.
La falta de madurez
revolucionaria del ala izquierda de la Segunda Internacional, así
como su innegable confusionismo, provenían asimismo de su incapacidad
para plantearse científicamente el problema del Estado. Llegaban a
veces al problema de la revolución, al problema de la lucha contra el
Estado, pero sin llegar a plantear el problema de manera concreta
-aunque sólo fuera a un nivel puramente teórico- ni mucho menos
dilucidar sus consecuencias concretas en la realidad histórica
actual.
También en este punto
ha sido Lenin el único en alcanzar nuevamente la altura teórica de
la concepción marxista, la pureza de la toma de posición
revolucionaria frente al problema del Estado. Y aún cuando su aporte
no fuera más allá de esto, no por ello dejaría de ser una aportación
teórica de máximo rango. Ahora bien, la recuperación leninista de
la teoría marxista del Estado no debe ser en modo alguno considerada
como una reconstrucción filológica de la teoría originaria o una
sistematización filosófica de sus principios más puros, sino como
una realización concreta de la misma, como su concretización en lo
práctico-actual (fiel en esto al típico proceder leninista).
Lenin vislumbró y situó
el problema del día del proletariado combativo. Con ello se lanzó
-por no salirnos de esta cuestión- por el camino de la decisiva
concretización del problema. Porque el enmascaramiento oportunista de
la teoría del Estado del materialismo histórico -una teoría
perfectamente clara- fue objetivamente posible por no haber sido
planteada esta teoría, con anterioridad a Lenin, sino de manera harto
general, como explicación histórica, económica, filosófica, etc.,
de la esencia del Estado.
Marx y Engels
aprehendieron, sin duda, de las manifestaciones revolucionarias
concretas de su época el progreso, real de la idea proletaria del
Estado (comuna), y subrayaron, desde luego, los inconvenientes de las
teorías erróneas del Estado para la gestión de la lucha proletaria
de clases (Crítica del programa de Gotha). Sin embargo, ni siquiera
sus discípulos más inmediatos, los mejores líderes de la época,
comprendieron la profunda relación existente entre el problema del
Estado y su inmediato trabajo cotidiano.
Para ello resultaba
imprescindible el genio teórico de Marx y de Engels, capaz de
vislumbrar lo actual -en un sentido histórico-universal, sobre todo-
de esta relación con las pequeñas luchas de cada día. El
proletariado todavía estaba en peores condiciones, por supuesto, para
vincular orgánicamente este problema medular a los problemas que de
manera inmediata iban presentándosela en su lucha cotidiana. El
problema adquiría cada vez mas el acento de un "objetivo
final" cuya decisión queda relegada al futuro.
Tan sólo gracias a
Lenin fue convertido ese "futuro" -también en el ámbito de
la teoría- en un presente. Ahora bien, únicamente en el momento en
el que el problema del Estado acaba siendo situado en el centro mismo
de la problemática actual le resulta al proletariado posible dejar de
considerar de manera concreta al Estado capitalista como su entorno
natural inamovible y único orden social posible en su presente
existencia. Esta toma de posición frente al Estado burgués es el único
camino por el que el proletariado accede a una auténtica
independización teórica respecto del Estado, convirtiéndose así su
actitud frente al mismo en una simple cuestión táctica.
Es, sin duda, evidente
que tanto la táctica de la legalidad a cualquier precio como el
romanticismo de la ilegalidad a ultranza padecen soterradamente de la
misma falta de independencia táctica respecto del Estado. El Estado
burgués no es considerado como instrumento de la lucha de clases de
la burguesía, con el que hay que contar como un factor de fuerza
real, pero tan sólo como tal factor de fuerza; el respeto al mismo
acaba convirtiéndose en una simple cuestión de eficacia.
De todos modos, el análisis
leninista del Estado como arma de la lucha de clases concreta el
problema todavía más acabadamente. No se limita a poner de relieve
las inmediatas consecuencias prácticas (tácticas, ideológicas,
etc.) del adecuado conocimiento histórico del Estado burgués, sino
que consigue que los rasgos concretos del Estado proletario resulten
evidentes en su orgánica vinculación con los restantes medios de
lucha del proletariado.
La tradicional división
operativa del movimiento obrero (partido, sindicato, cooperativa) se
revela hoy como insuficiente para la lucha revolucionaria del
proletariado. Resulta palpable la necesidad de crear órganos capaces
de reunir al proletariado entero e incluso más allá de éste a todos
los explotados de la sociedad capitalista (campesinos, soldados) en
masas considerables, para así dirigir su lucha. Estos órganos, los
soviets, son, no obstante, esencialmente -incluso en el seno todavía
de la sociedad burguesa- órganos del proletariado que se organiza en
clase. Con lo que la revolución entra en el orden del día. Porque
como dice Marx: "La organización de los elementos
revolucionarios como clase presupone la existencia acabada de todas
las fuerzas productivas que aún podrían desarrollarse en el seno de
la vieja sociedad".
Esta organización
global de la clase obrera tiene que emprender la lucha -quiéralo o
no- contra el aparato estatal de la burguesía. No hay elección
posible: o los consejos proletarios desorganizan el aparato estatal
burgués, o éste corrompe a los consejos, reduciéndolos a una
existencia meramente aparente, con lo que, en definitiva, los
aniquila. Se crea una situación en la que o bien la burguesía
consigue aplastar por vía contrarrevolucionaria los movimientos
revolucionarios de masas, reestableciendo la situación
"normal", el "orden", etc., o bien surge a partir
de los consejos y de las organizaciones de lucha del proletariado su
propia organización de dominio, su propio aparato estatal, un aparato
que también es, a su vez, una organización de la lucha de clases.
Los consejos obreros
revelan ya en 1905, en sus formas iniciales y menos evolucionadas,
etc., su carácter: son un contragobierno. En tanto que otros órganos
de la lucha de clases pueden todavía adaptarse tácticamente a una época
de dominio indiscutible de la burguesía, pudiendo realizar un trabajo
revolucionario en semejantes circunstancias, a la esencia del consejo
obrero pertenece el estar con el poder estatal de la burguesía en una
relación de rivalidad, compitiendo con él como lo que es, es decir,
un nuevo gobierno. De manera, pues, que cuando Martov reconoce a los
consejos como órganos de lucha, negando paralelamente su condición
de posible aparato estatal, no está haciendo en realidad otra cosa
que alejar la revolución, la efectiva toma de poder del proletariado,
de la teoría.
Cuando algunos teóricos
ultraizquierdistas, por el contrario, convierten a los consejos
obreros en una permanente organización de clase del proletariado,
pretendiendo que sustituyan a los sindicatos y al partido, están
evidenciando que son incapaces de comprender la diferencia existente
entre situaciones revolucionarias y no revolucionarias, y que no ven
claramente la función verdadera de los consejos obreros. No saben que
el simple conocimiento de la concreta posibilidad de los consejos
obreros desborda el marco de la sociedad burguesa, es una perspectiva
de la revolución proletaria, de tal modo que el consejo obrero debe
ser, en consecuencia, ininterrumpidamente difundido entre el
proletariado, y el proletariado ininterrumpidamente preparado para
esta tarea, y que su verdadera existencia -si no quiere reducirse a
una farsa- equivale ya a una lucha inexorable por el poder estatal, es
decir, a la guerra civil.
El consejo obrero como
aparato estatal no es sino el Estado como arma en la lucha de clases
del proletariado. La concepción no dialéctica y, en consecuencia, no
revolucionaria de los oportunistas ha deducido de la lucha del
proletariado contra el dominio clasista de la burguesía y de sus
esfuerzos por acceder a una sociedad sin clases que el proletariado,
en cuanto adversario, como hemos dicho, del dominio clasista burgués,
debe ser asimismo adversario de cualquier otro dominio de clase; y
que, en consecuencia, sus propias formas de dominio no pueden llegar a
ser en modo alguno órganos de dominio y de presión clasista.
Este punto de vista es,
abstractamente considerado, una utopía, ya que un dominio semejante
del proletariado no puede, en realidad, producirse nunca. Ahora bien,
analizado más concretamente y aplicado el presente se revela como una
capitulación ideológica ante la burguesía. La más elaborada forma
de dominio de la burguesía, es decir, la democracia, figura en esta
concepción como una forma preparatoria, al menos, de la democracia
proletaria; la mayor parte de las veces, sin embargo, como esta
democracia misma, y en la que sólo hay que esforzarse -acudiendo a la
agitación pacífica- porque la mayoría de la población sea ganada
para los "ideales" de la socialdemocracia.
El tránsito de la
democracia burguesa a la proletaria no es, pues, necesariamente
revolucionario. Lo único revolucionario es el tránsito de formas
estatales retrógradas a la democracia; en determinadas ocasiones, una
defensa revolucionaria de la democracia puede resultar necesaria en la
lucha contra la reacción social. (Lo falso y contrarrevolucionario de
esta mecánica separación de la revolución proletaria respecto de la
burguesa se evidencia de manera práctica en el hecho de que la
socialdemocracia jamás ha opuesto una resistencia seria a reacción
fascista alguna, defendiendo revolucionariamente a la democracia).
A la luz de esta
concepción, no solamente es alejada la revolución de la evolución
histórica y presentada -acudiendo a todo tipo de transiciones más o
menos inteligentemente perfiladas- como una "progresión"
hacia el socialismo, sino que el carácter clasista burgués de la
democracia es ocultado al proletariado. Y el factor del engaño radica
en la nula concepción dialéctica del concepto de mayoría. En
efecto, como el dominio de la clase obrera representa, por definición,
los intereses de la inmensa mayoría de la población, en muchos
obreros se desarrolla muy fácilmente la ilusión de que una
democracia formal pura, en la que la voz de todos y cada uno de los
ciudadanos cuenta lo mismo, puede ser el instrumento más adecuado
para expresar y defender los intereses de todos.
Pero en este
razonamiento se olvida simplemente -¡simplemente!- el hecho
insignificante de que los hombres no son individuos abstractos, átomos
aislados de un todo estatal, sino hombres concretos sin excepción,
hombres que ocupan un lugar determinado en la producción social y
cuyo ser social (y, mediatamente, su pensamiento, etc.), viene
determinado por esta posición.
La democracia pura de
la sociedad burguesa excluye esta mediación, vinculando
inmediatamente el simple individuo abstracto con el todo del Estado
-que en este contexto se presenta de manera no menos abstracta. Ya
simplemente por este carácter formal de la democracia pura es
pulverizada políticamente la sociedad burguesa. Lo que no implica
ninguna ventaja especial para la burguesía, sino sólo la condición
inexcusable de su dominio de clase.
Porque por mucho que un
dominio de clase se base en última instancia en la fuerza, no hay
dominio de clase que pueda sostenerse a la larga exclusivamente por la
violencia. Ya Talleyrand decía que "con las bayonetas es posible
hacerlo todo, salvo sentarse sobre ellas". Todo dominio de una
minoría está organizado socialmente de tal manera que concentra a la
clase dominante, preparándola para una acción unificada y coherente,
en tanto que desorganiza y fragmenta a las clases oprimidas.
En el caso del dominio
minoritario de la burguesía moderna hay que tener siempre presente
que la gran mayoría de la población no pertenece a ninguna de las
clases decisivas en la lucha de clases, ni al proletariado ni a la
burguesía; y que, en consecuencia, a la democracia pura le
corresponde la tarea social y clasista de salvaguardar a la burguesía
en la dirección de estas capas intermedias. (A lo que, por supuesto,
corresponde también la desorganización ideológica del proletariado.
Cuanto más antigua es la democracia de un país, cuanto más
puramente se ha desarrollado, tanto mayor es esta desorganización
ideológica, como puede verse de la manera más clara en Inglaterra y
Estados Unidos).
Es evidente, de todos
modos, que una democracia política de este tipo no es suficiente para
estos fines. No es sino la culminación política de un sistema social
cuyos restantes elementos son: la separación ideológica entre la
economía y la política, la creación de un aparato estatal burocrático,
que motiva que a grandes sectores de la pequeña burguesía les
interese moral y materialmente la solidez del Estado, el sistema de
partidos burgueses, la prensa, la escuela, la religión, etcétera.
Elementos que -dentro
de una división más o menos consciente del trabajo- persiguen un
mismo fin: evitar que surja entre las clases explotadas una ideología
que exprese sus intereses específicos, vincular a los miembros de
estas clases, en su condición de individuos aislados, es decir, como
simples "ciudadanos", etc., a un Estado abstracto -situado
por encima y mas allá de las clases-, desorganizar, en fin, estas
clases como tales clases, reduciendo a sus miembros a átomos fácilmente
manejables por la burguesía.
La conciencia de que
los consejos (consejos de obreros y de campesinos y de soldados)
constituyen el poder estatal del proletariado no es sino la tentativa,
por parte del proletariado, de trabajar, como clase rectora de la
revolución, contra este proceso de desorganización. El proletariado
debe empezar por constituirse a sí mismo como clase. Pero ha de
organizar también paralelamente a los elementos más vitales de las
capas intermedias, que se revuelven instintivamente contra el dominio
de la burguesía, preparándolos para la acción. Al mismo tiempo, sin
embargo, es preciso quebrantar la influencia material e ideológica de
la burguesía sobre los restantes sectores de estas clases.
Oportunistas más
inteligentes, como por ejemplo, Otto Bauer,1 han percibido también
que el sentido social de la dictadura del proletariado, de la
dictadura de los consejos, radica esencialmente en arrancar de modo
radical a la burguesía la posibilidad de una dirección ideológica
de estas clases, de los campesinos sobre todo, asegurando este papel
rector -durante el período de transición- para el proletariado.
Aplastar a la burguesía, destruir su aparato estatal, acabar con su
prensa, etc., son necesidades vitales para la revolución proletaria,
porque la burguesía, después de sus primeras derrotas en la lucha
por el dominio del Estado, no renuncia en absoluto a la recuperación
de su papel rector en lo económico y en lo político, y sigue siendo
durante mucho tiempo -incluso en el contexto de una lucha de clases
llevada a cabo en unas condiciones diferentes- la clase más poderosa.
El proletariado
prosigue, pues, con la ayuda del sistema estatal de consejos (es
decir, del sistema "soviético") la lucha que antes había
llevado contra el poder estatal capitalista. Tiene que aniquilar económicamente
a la burguesía, aislarla políticamente, someterla y acabar ideológicamente
con ella. Y tiene, al mismo tiempo, que llegar a ser para todas las
otras capas de la sociedad a las que el proletariado arranca de su
servidumbre respecto de la burguesía, un guía en el camino de su
libertad. Es decir, que no basta que el proletariado luche
objetivamente por los intereses de los otros sectores explotados.
Su forma estatal ha de
servir también para superar la apatía y fragmentación de estas
capas, educándolas de nuevo, educándolas con vistas a la acción,
con vistas a su autónoma participación en la vida del Estado. Una de
las funciones más importantes del sistema soviético es la de
vincular entre si todos aquellos elementos de la vida social que el
capitalismo desgarra. Y es allí donde este desgarramiento está únicamente
presente en la conciencia de las clases oprimidas, debe revelar a éstas
la vinculación existente entre estos elementos.
El sistema soviético
une, por ejemplo, inextricablemente política y economía; de este
modo vincula la existencia humana inmediata, con sus inmediatos
intereses cotidianos, etc., a los problemas esenciales de la
totalidad. En la realidad objetiva reestablece asimismo la unidad allí
donde los intereses clasistas de la burguesía imponían la
"división del trabajo", la unidad, sobre todo, entre el
"aparato del poder" (ejército, policía, administración,
justicia, etc.) y el "pueblo". Los campesinos armados y los
obreros son, como tal poder estatal, producto de la lucha de los
consejos y supuesto previo de su existencia.
El sistema soviético
procura vincular siempre la actividad de los hombres a los problemas
generales del Estado, de la economía, de la cultura, etc., luchando
al mismo tiempo para que la administración de todos estos problemas
no llegue a ser el privilegio de una capa burocrática cerrada y
aislada del conjunto de la vida social. Al devenir así consciente la
sociedad entera de la interrelación real de todos los factores de la
vida social (y al unificar objetivamente en un estadio ulterior lo que
hoy está objetivamente disociado -la ciudad y el campo, por ejemplo,
el trabajo intelectual y el manual, etcétera-) el sistema soviético
se convierte en un factor decisivo en la organización del
proletariado como clase.
Lo que en el
proletariado de la sociedad capitalista no pasaba de ser una
posibilidad, alcanza aquí existencia real; la auténtica energía
productiva del proletariado únicamente puede despertarse en toda su
plenitud después de la toma del poder estatal. Y lo que vale para el
proletariado, vale también para las otras capas oprimidas de la
sociedad burguesa.
Tampoco éstas pueden
desarrollarse realmente sino en este contexto, por más que también
en este orden estatal salgan siendo dirigidas. Aunque, como es obvio,
ser dirigidas en el capitalismo les suponía no poder vislumbrar su
descomposición social y económica, su opresión y su explotación.
Ahora, por el contrario -dirigidas por el proletariado- no solamente
pueden vivir más de acuerdo con sus propios intereses, sino que se
benefician también del desarrollo de unas energías que hasta ese
momento hablan permanecido ocultas y atrofiadas. Estos sectores son
dirigidos, tan sólo en la medida en que el contexto y la orientación
de este desarrollo están determinados por el proletariado, clase
dirigente de la revolución.
Ser dirigidas tiene,
pues, para las capas intermedias no proletarias, un sentido material
muy distinto según ello ocurra en el Estado proletario o en la
sociedad burguesa. Pero existe también una diferencia formal no desdeñable
debida al hecho de ser el Estado proletario el primer Estado de clase
de la historia que confiesa abiertamente, sin tapujos, que es tal
Estado de clase, es decir, un aparato de opresión, un instrumento de
la lucha de clases.
Esta franqueza, esta
falta de disimulo es lo que hace posible un verdadero entendimiento
entre el proletariado y otros sectores de la sociedad. Pero, sobre
todo, es un medio muy importante para la autoeducación del
proletariado. Porque así como fue de la mayor importancia despertar
en el proletariado la conciencia de que la fase de las luchas
revolucionarias había llegado ya, de que la lucha por el poder
estatal y por la dirección de la sociedad había ya estallado, no sería
menos peligroso que esta verdad se volviera rígida por falta de espíritu
dialéctico.
Seria, efectivamente,
muy peligroso que el proletariado, al liberarse de la ideología del
pacifismo en la lucha de clases y al comprender la importancia histórica
y el carácter inevitable de la fuerza, llegara ahora a hacerse a la
idea de que la violencia ayuda a solucionar todos los problemas del
dominio del proletariado en todas las circunstancias. Pero más
peligroso seria aún que el proletariado llegara a creer que la lucha
de clases termina con la conquista del poder estatal o, por lo menos,
se apacigua al producirse ésta.
El proletariado debe
comprender que la conquista del poder estatal no pasa de ser una fase
de esta lucha. Una vez tomado el poder estatal la lucha aún prosigue
en toda su violencia, y no cabe afirmar en modo alguno que las
relaciones de fuerza se han desplazado ya decisivamente en favor del
proletariado. Lenin repite incansablemente que la burguesía sigue
siendo la clase más poderosa aún una vez instaurada ya la república
soviética, aún una vez expropiada ya económicamente y aun incluso
una vez oprimida ya políticamente. Pero las relaciones de fuerzas se
han desplazado efectivamente en la medida en que el proletariado ha
conquistado una nueva y poderosa arma para su lucha de clases: el
estado.
Qué duda cabe: el
valor de esta arma, su capacidad de disolución, aislamiento y
destrucción de la burguesía, su capacidad para ganar y educar a los
otros sectores de la sociedad, asociándolos al Estado de los obreros
y campesinos, su capacidad, en fin, para organizar al proletariado
mismo y convertirlo realmente en clase dirigente, todo ello no se
adquiere, desde luego, automáticamente por la simple conquista del
poder estatal, ni se desarrolla forzosamente el Estado como medio de
lucha a partir del simple acto de la conquista del poder del Estado.
El valor del Estado como arma del proletariado depende de lo que el
proletariado sea capaz de hacer con él.
La actualidad de la
revolución se expresa en la actualidad del problema del Estado para
el proletariado. Lo cual plantea al mismo tiempo el problema del
socialismo, que en vez de una perspectiva lejana, de un objetivo final
se convierte en un problema de inmediata actualidad para el
proletariado. Esta proximidad tangible de la realización del
socialismo se ha convertido nuevamente en una relación dialéctica, y
podría ser funesto para el proletariado que esta proximidad del
socialismo fuera interpretada de manera utópica y mecanicista, es
decir, como si fuera su realización misma, lograda por la simple
conquista del poder (expropiación de los capitalistas, socialización,
etcétera).
Marx ha analizado con
extrema perspicacia el tránsito del capitalismo al socialismo,
indicando las múltiples formas estructurales burguesas que -no pueden
ser sino lentamente eliminadas y a través de una larga y costosa
evolución. Lenin traza asimismo con nitidez extrema la línea
divisoria respecto de la utopía. "Ningún comunista ha
discutido, según creo -nos dice- que la expresión "república
socialista soviética" expresa la determinación del poder soviético
de realizar el tránsito al socialismo y en absoluto cualquier posible
aceptación de las condiciones económicas dadas como ya
socialistas". La actualidad de la revolución significa, pues, la
conversión del socialismo en el punto central del orden del día para
el movimiento obrero. Pero tan sólo en el sentido de que debe luchar
día tras día por la realización de sus supuestos previos y que tan
sólo algunas medidas concretas del día representan ya pasos
concretos en el camino de su realización.
El oportunismo revela
precisamente en este punto, en su crítica de la relación entre
soviets y socialismo que se ha pasado definitivamente al campo de la
burguesía, que se ha convertido en un enemigo de clase del
proletariado. Porque por un lado considera todas las aparentes
concesiones que una burguesía momentáneamente asustada y
desorganizada ha hecho al proletariado (con la intención de
revocarlas tan pronto como le sea posible) como pasos efectivos hacia
el socialismo. (Piénsese en las "comisiones de socialización"
organizadas en Alemania y Austria en 1918-19 y hace ya mucho tiempo
liquidadas).2 Por otro denigra a la república soviética por no haber
dado vida inmediata al socialismo y por hacer, bajo formas proletarias
y bajo dirección asimismo proletaria, una revolución burguesa
simplemente. ("Rusia como república de campesinos",
"Nueva implantación del capitalismo", etc.).
En ambos casos se ve
claramente que para el oportunismo de toda laya el verdadero enemigo,
el enemigo que debe ser realmente combatido es la revolución
proletaria misma. Lo que, en realidad, no es sino la consecuente
prolongación de su toma de posición respecto de la guerra
imperialista. Al tratar Lenin a los oportunistas en la república soviética
como enemigos de la clase obrera tampoco hace, a su vez, sino
proseguir consecuentemente su crítica del oportunismo de antes y de
durante la guerra. El oportunismo forma parte también de la burguesía,
cuyo aparato moral y material debe ser destruido y cuya estructura
debe ser desorganizada por la dictadura, con el fin de evitar que su
influencia se extienda a aquellos sectores de clase cuya objetiva
situación de clase coadyuva a su inestabilidad.
Lo que agudiza al máximo
esta lucha, convirtiéndola en mucho más encarnizada de lo que era en
la época, por ejemplo, de la polémica suscitada por Bernstein es,
precisamente, la actualidad del socialismo. El Estado, como arma del
proletariado para la lucha por el socialismo y para el sometimiento de
la burguesía es, al mismo tiempo, un arma para acabar con el peligro
oportunista, un peligro que acecha a la lucha de clases protagonizada
por el proletariado y que debe proseguir con igual violencia en la
dictadura.
Notas:
1.
Otto Bauer (1881-1935) figura preeminente del ala izquierda del
Partido Socialista austriaco. Recién fundada la República de Austria
(a raíz del desmoronamiento del Imperio provocado por el resultado de
la Primera Guerra Mundial) ocupó el cargo de Ministro de Relaciones
Exteriores del nuevo gobierno.
2.
La revolución de Munich y las grandes huelgas de marzo de 1919
-sangrientamente reprimidas- crearon un clima tal de protesta en toda
Alemania que el gobierno comprendió la necesidad de hacer algunas
concesiones a la petición de reconocimiento de los recién creados
"consejos de obreros". No obstante, los socialistas -que
eran mayoría en el gobierno- se oponían a cualquier posible concesión
de poder político a los mismos.
Aún
así, el 15 de marzo de 1919 se firmó un acuerdo en Weimar creando
-de acuerdo con la nueva Constitución- consejos de obreros en las fábricas
y grandes complejos industriales, a los que, dado su carácter
representativo, correspondería intervenir en la regulación de los
problemas de la producción, así como en la confección de posibles
planes de realización. Para que este acuerdo entrara en vigor, debían
ser aprobadas unas leyes reglamentadoras. Al ser aprobadas éstas, sin
embargo, las atribuciones de los consejos -que duraron mientras duró
la República de Weimar- fueron más bien de poca monta: podían
intervenir en los despidos, supervisar las cuestiones de disciplina,
las condiciones de trabajo, etc.
En
cuanto a la socialización, se preveían leyes para socializar las
minas de carbón y las industrias de fuerzas eléctricas, pero, de
hecho, jamás hubo tal socialización.
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