Milcíades
Peña
Introducción
al pensamiento de Marx - 00
Presentación:
El marxismo de Milcíades Peña
Por
Marcelo Yunes
Milcíades
Peña (1933-1965)
fue uno de los más agudos y rigurosos marxistas argentinos, que en
su corta vida dejó un notable conjunto de estudios y debates,
especialmente sobre historia política y económica argentina.
Marxista militante (integró durante un período la corriente
trotskista orientada por Nahuel Moreno, que fundara el MAS), fue
implacable con la atmósfera de pedantería y aislamiento de los círculos
académicos; por otro lado, jamás aceptó el juicio sumario hacia
los intelectuales por parte de la mayoría de las organizaciones de
izquierda de su tiempo. Esta ubicación lo transformó en una rara
avis, un curioso ejemplar de marxista: despreciado por los
intelectuales por su carácter autodidacto y su compromiso con la
política revolucionaria, era considerado a su vez, por muchas
corrientes políticas militantes, un mero intelectual.
A
pesar de tratarse de notas no revisadas e incluso incompletas (el
curso original de 1958 constaba de ocho partes, de las que sólo se conservan
seis), la riqueza y profundidad de la concepción de Peña del
marxismo pueden apreciarse desde el comienzo mismo. Es notable que, en
un período en que pululaban en el ambiente de la izquierda (tanto
académica como política) infinidad de “manuales” de marxismo, de
materialismo histórico, de filosofía marxista, etc., espantosamente
dogmáticos y esquemáticos en su mayoría, el primer alerta de Peña
consista en huir de la idea de que “el marxismo es una especie de
victrola tragamonedas [donde] se aprieta un botón y sale una
respuesta para el problema que se quiere resolver (...) Eso es la
negación del marxismo, [que] exige un serio e intenso esfuerzo del
pensamiento (...) El marxismo de los burócratas [quiere] convertir el
pensamiento marxista en un diccionario donde está clasificado lo
verdadero y lo falso (...) Frente a esto, el pensamiento dialéctico,
el auténtico pensamiento marxista, afirma con Hegel que ‘la verdad
no es una moneda que pueda darse y recibirse sin más’. La verdad se
alcanza por el esfuerzo militante del pensamiento, y se alcanza a través
del error, de la permanente confrontación entre verdad y error (...)
El marxismo es pensamiento vivo y viviente... en permanente
confrontación con la realidad y consigo mismo” (los resaltados,
salvo indicación en contrario, son míos. MY).
Contra
las visiones entonces (y aún ahora) en boga, que consideraban el
marxismo o bien como una teoría y nada más, o bien como
esencialmente una ideología política, Peña rescata, de las fuentes
del propio Marx y en consonancia con las más fecundas
interpretaciones del marxismo del siglo XX (entre las que Peña
destaca especialmente las de Henri Lefebvre, Korsch y el primer Lukács),
el múltiple carácter del marxismo, que no se agota en una sola
faceta. Por eso define al marxismo provisoriamente, en una primera
etapa de la investigación, pero como una base sólida, de la
siguiente manera:
“1)
Una concepción general y total del hombre y del universo; 2) en función
de esa concepción del mundo, una crítica de la sociedad en que nació
el marxismo, la sociedad capitalista; 3) en función de esa crítica,
como resultado de esa crítica de la sociedad capitalista, es una política,
un programa de acción para la transformación revolucionaria de la
sociedad, para la creación de un nuevo tipo de relación entre los
hombres. (...) Para el público, incluso para el público que supone
ser marxista, el marxismo es sólo una crítica y un programa de lucha
por el socialismo. Pero en realidad éstos son sólo partes del
marxismo, y partes subordinadas a la concepción marxista del hombre,
que es la esencia y el punto de partida del marxismo, lógica y cronológicamente”.
Una
concepción humanista y no determinista de la historia
Peña
se inscribe decididamente en la tradición marxista dialéctica,
antipositivista y enemiga de la adoración fatalista de circunstancias
más allá del alcance humano, se llamen éstas Dios, el Destino o las
Leyes de la Historia. El rechazo de las religiones y su idea de que el
destino humano está trazado por alguna Divina Providencia no requiere
mayor explicación; en cambio, vale la pena considerar la polémica
que entabla Peña contra el determinismo histórico tan habitual
entonces en la izquierda: el marxismo, dice, “es profundamente
optimista, porque cree que el hombre es capaz de forjar un destino
cada vez más humano (...) esta sola característica basta para
hacerlo enemigo irreductible de toda religión. Pero atención. El
optimismo revolucionario no tiene nada que ver con el
‘progresivismo’ [que] cree que las contradicciones se resuelven
por sí mismas a lo largo del tiempo. Así oculta al hombre su propio
papel y anula el elemento humano activo, sin el cual no puede haber
ningún progreso”. Por eso, continúa Peña, la confianza del
marxismo en el porvenir “no es el optimismo ciego y complaciente del
‘progresivismo’. El marxismo sabe que la categoría del peligro es
esencial, es parte integrante de todo proceso de avance y desarrollo
de la humanidad. Y por lo tanto sabe que el término de ese proceso
puede ser la catástrofe, y que las más grandes posibilidades de
crear un mejor destino van incesantemente acompañadas por las más
tremendas posibilidades de volver hacia atrás y anular todo futuro
humano. Y el único que tiene la llave de cambios para indicar el
camino que se tomará es el hombre, sólo [su] voluntad consciente y
activa (...)”. Este pasaje recoge la mejor tradición de Rosa
Luxemburgo y su crítica al positivismo de la socialdemocracia
alemana. Al respecto, nos permitimos remitir al artículo de Michel Löwy
publicado en SoB Nº 7, “La significación metodológica de
Socialismo o Barbarie”.
Alienación
y libertad en Marx
La
matriz de la interpretación del marxismo en Peña es, entonces,
indiscutiblemente humanista, opuesta a la tradición economicista y
determinista de las corrientes estalinistas (cuyo peso en 1958 era
enormemente mayor que en la actualidad, lo que resalta la audacia de
Peña). Y esta preocupación por poner al hombre en el centro de la
reflexión se revela en el lugar que le asigna Peña a la teoría de
la alienación, por entonces casi desconocida por los lectores de
habla hispana debido a la inexistencia de traducción del trabajo más
conocido de Marx sobre el tema, los Manuscritos de 1844 (puede
consultarse nuestro comentario sobre parte de esos textos en
“Trabajo y alienación”, en SoB Nº 5).
Para
Peña, el marxismo “afirma que el sufrimiento y la explotación del
ser humano existen porque todavía no es plenamente humano, porque se
ha alienado, y sólo dejarán de existir cuando el hombre sea
plenamente hombre y se desaliene. Por eso habla (...) del rescate del
hombre, del reencuentro del hombre con sus nuevas cualidades. Alienación
y desalienación (...) sintetizan los dos conceptos fundamentales del
marxismo, la esencia, el corazón del pensamiento marxista. Alienación
quiere decir que el hombre está dominado por cosas que él creó
(...) En tres realidades, trabajo, producción de necesidades nuevas y
familia, están dados todos los elementos que originan la alienación
del hombre. (...) La alienación se revela en que los productos del
trabajo del hombre cobran existencia independiente (...) las
relaciones sociales entre los hombres aparecen como cosas que escapan
a su control y parecen regirse por leyes propias, casi
‘naturales’; [en que] el producto del trabajo de una parte de la
humanidad se transforma en poder de la otra parte de la humanidad; [en
que] el hombre ya no existe como hombre sino como obrero o tendero,
como intelectual o picapedrero, como parte de hombre, nunca como
totalidad humana; [en que] el hombre mismo se convierte en cosa, en
instrumento que otros hombres utilizan para sus propios fines, y en
fin, en que el trabajo mismo también se separa del hombre y se
convierte en cosa. Ya no es la realización de la capacidad creadora
sino un instrumento para satisfacer necesidades. (...) Desalienación
quiere decir que el hombre ponga bajo su control esas cosas que le
oprimen y que son partes de sí mismo, fruto de su trabajo”.
El
interés por esta problemática era escaso en la izquierda en general
y nulo en el estalinismo y la socialdemocracia. De ahí que Peña
hable de vulgarización y simplificación del marxismo, lo que condujo
a su desnaturalización, a ser reducido a “una simple interpretación
económica de la historia” o a un “programa de mejoras para la
clase obrera”. E insiste en su cuestionamiento a “los aparatos
burocráticos (...) que adoptaron el marxismo como un instrumento para
la justificación de su política”, y que de este modo “ayudaron,
con todo su poderío material, a mantener las nociones vulgares del
marxismo y a ocultar su esencia, esto es, la lucha contra la alienación,
la lucha para desarrollar al hombre”.
Contra
todas las corrientes del marxismo (las burocráticas en primer lugar,
pero también el estructuralismo de Althusser y el positivismo de
Della Volpe, por ejemplo), Peña rebate la extendida idea de que la
alienación es una preocupación temprana, “filosófica”, del
joven Marx, sin mayor influencia en su obra ulterior (que, para
Althusser, se había escrito incluso contra esas concepciones
iniciales). Por el contrario, Peña es taxativo: “sin comprender la
teoría de la alienación no puede entenderse el pensamiento económico
de Marx, porque todo El capital no es más que un
desenmascaramiento de la alienación humana, tal cual ella aparece
escondida en las categorías y leyes económicas de la sociedad
capitalista (...) La teoría de la alienación no es una cosa de la
juventud de Marx, que haya sido después dejada de lado. La teoría de
la alienación impregna todo el pensamiento de Marx en todos sus
momentos (...) Es en El capital donde encontramos a cada paso
la crítica a la alienación y el impulso hacia la desalienación del
hombre, que es el motor del pensamiento marxista”. La afirmación
parece temeraria, pero el repaso que en sustento de esta tesis hace Peña
de las obras de madurez de Marx, y especialmente de El capital,
se encuentra entre las páginas más brillantes y reveladoras de todo
el curso, y merecen ser trabajadas con atención.
Una
afirmación de Marx de 1842, “la libertad es la esencia del
hombre”, rescatada por Henri Lefebvre, es a su vez levantada por Peña
como bandera de una concepción del marxismo ajena a todo economicismo
unilateral. Haciendo un impecable resumen de textos de Marx, Engels y
Lenin sobre el tema (también aquí el trabajo del autor con las citas
es realmente extraordinario), concluye Peña en que “los clásicos
marxistas insisten decisivamente en que la libertad del hombre es la
aspiración fundamental del marxismo. El marxismo quiere hombres
plenamente humanos, libres de fetiches opresores. Mejorar el nivel de
vida es un paso absolutamente necesario, y el primer paso hacia esta
liberación del hombre, pero sólo el primer paso” (este último
resaltado es de Peña).
Por
eso, Peña retoma su definición inicial del marxismo para destacar
que los tres aspectos mencionados (la concepción del mundo, la crítica
a la sociedad y el programa de lucha para transformarla) tienen como
“objetivo único y decisivo (...) la lucha para desalienar al
hombre, la aspiración a rescatar para el hombre la plenitud humana.
En el marxismo, todo lo demás son sólo medios para este fin. El
desarrollo material de las fuerzas productivas (...) la liquidación
del capitalismo (...) el ascenso de la clase obrera al poder (...) es
fundamental y está muy bien (...) Pero, para el marxismo, ésos son
medios y nada más. Porque lo que el marxismo quiere –y esto es su
esencia- es un nuevo tipo de relaciones entre los hombres, en las que
los hombres no estén dominados por cosas ni fetiches, en las que el
hombre sea el amo absoluto de sus facultades y productos, y no esclavo
de la mercancía y el dinero, de la propiedad y el capital, del Estado
y la división del trabajo”.
Esta
extraordinaria invocación, décadas antes del colapso de las
sociedades mal llamadas “socialistas”, muestra hasta qué punto el
marxismo gozaba de parámetros para juzgar si la URSS, China, el Este
europeo, etc., cumplían, o al menos se acercaban a cumplir, el
“objetivo único y decisivo” de crear en verdad un nuevo tipo de
sociedad humana. El estrepitoso derrumbe de las variantes burocráticas
del “socialismo” es a la vez la expresión cabal del fracaso del
tipo de marxismo sobre el cual pretendían apoyarse. Tanto ese
socialismo como ese marxismo no podían estar más alejados de las
intenciones de Marx, y eso es lo que las palabras de Peña nos vienen
a recordar.
El
materialismo
Pocos
aspectos de la teoría marxista han sido tan mal o poco comprendidos
–incluso bárbaramente tergiversados- como el materialismo. Una vez
más, Peña se ve obligado a recurrir a un prolijo, casi filológico
examen de los textos clásicos del marxismo para desacreditar las
versiones más vulgares y empobrecedoras del materialismo, a cargo,
otra vez, del estalinismo, pero que se ha extendido mucho más allá
de sus fronteras.
La
cita de Lenin elegida por Peña como virtual acápite de este pasaje
(“el materialismo inteligente se halla más cerca del idealismo
inteligente que del materialismo necio”) oficia en cierto modo de
resumen de la crítica de Peña al dogmatismo de manual. Empezando por
el concepto de materia, que es despojado de toda connotación metafísica
y de toda oposición abstracta con el mundo humano: “la materia que
toma como base el marxismo no es la materia física o la naturaleza
mecánica, ni una materia general carente de cualidades. La materia de
la que parte el marxismo es el conjunto de las relaciones sociales que
presuponen, ciertamente, una naturaleza mecánica y, sobre todo,
fisiológica, pero que no coinciden, ni mucho menos, con ella. La
materia de que toma su nombre el materialismo histórico no es ni más
ni menos que la relación de unos hombres con otros y con la
naturaleza (Bloch). El materialista vulgar, dice Marx, no ve que ‘el
mundo sensible que lo rodea... es un producto histórico (...) Aún
los objetos de la certidumbre sensible más inmediata le son dados...
gracias al desarrollo de la sociedad, de la industria y del
comercio’ (...) El materialismo vulgar –que es lo que los
estalinistas pretenden hacer pasar por marxismo-, cae en la metafísica
de la materia, y aun de la materia mecánica, no de la materia
constituida por las relaciones sociales y la actividad del hombre
(...) considera a la materia como una cosa perennemente aislada del
sujeto, siempre condicionando al hombre y nunca condicionada por el
hombre”
En
el mismo sentido, Peña había ya enfilado sus cañones contra la
supuesta “ortodoxia” al recalcar que “el marxismo no es
simplemente materialismo (...) El marxismo niega que el hombre sea, así
sin más, producto directo de las circunstancias y del medio. El
marxismo reivindica la autonomía creadora del hombre. Tanto la
burocracia de los partidos socialdemócratas como la burocracia soviética
practican esta reducción del materialismo a un materialismo de trocha
angosta [que] reduce a la nada la iniciativa creadora del hombre y
eleva a las nubes el conservadurismo de los aparatos burocráticos,
caracterizados por su apego y sumisión rastrera a las circunstancias,
rechazando la lucha por modificarlas”.
Y
la diferencia entre este materialismo tosco y vulgar y el marxismo es
resumida como sigue: “la metafísica de la materia, la creencia en
que la materia tiene una independencia absoluta respecto del sujeto
que conoce –que la transforma- tiene un origen religioso, y es por
eso que se lleva tan bien con el sentido común”. En efecto, el
mundo, según la religión, ya fue encontrado por los hombres como
algo acabado e inmodificable. El marxismo, en cambio, sin dejar de
reconocer, por supuesto, que el mundo físico tiene una existencia
previa al mundo humano, plantea un decisivo cambio de acento: “desde
que el hombre aparece sobre la Tierra, la materia deja de existir
independientemente de la conciencia del hombre, porque desde el primer
momento el hombre actúa en y sobre la materia, y la transforma. (...)
Desde la aparición del sujeto, el objeto pierde su independencia,
entra en permanente relación con el sujeto, y ambos sólo existen en
función de y a través del otro, sin que ninguno pueda concebirse
‘independientemente’ del otro”.
Digamos
que, más cerca en el tiempo, una crítica muy similar podemos
encontrar, por ejemplo, en el filósofo argentino-mexicano Enrique
Dussel. La refutación del materialismo vulgar, al que no llama, como
Peña, “metafísico”, sino “cosmológico”, puede rastrearse en
sus obras más recientes, por ejemplo, en La producción teórica
de Marx (un comentario a los Grundrisse), México, Siglo XXI,
1998, páginas 35-37.
En
el mismo sentido se orienta la crítica a la teoría de que la
conciencia “refleja” la realidad, cuyas credenciales marxistas
tienen su origen en un muy discutible trabajo de Lenin de 1908, Materialismo
y empiriocriticismo. Nuevamente, Peña se apoya en las mejores
elaboraciones de su tiempo: “Lefebvre ha afirmado recientemente que
nada es más contrario a la dialéctica marxista que colocar lo real
de un lado y del otro su reflejo en la cabeza de los hombres. Tiene
completa razón. Porque el marxismo pone el énfasis no en la llamada
realidad, en las cosas que están fuera del hombre, sino en la
actividad creadora del hombre que conoce, transforma y crea esa
realidad y esas cosas exteriores (...) Para los aparatos, ser
materialistas es adaptarse a las condiciones exteriores (...) [Pero]
el hombre no se limita a tomar fotografías de la realidad; el hombre
construye la realidad. Por eso, mejor que ‘reflejo’ –que sugiere
una recepción pasiva- hay que hablar de interacción, de relación,
de proyección del objeto en el sujeto, y del sujeto en el objeto”.
En
relación con la tan vapuleada cuestión de la conciencia (cuyo rol ha
sido tan a menudo desdibujado en aras del poder omnímodo de las
“condiciones objetivas”), Peña no duda en defender su importancia
contra la vulgata: “El marxismo afirma que la conciencia no puede
explicarse a sí misma (...) no existe en el aire, sino que tiene sus
raíces en la tierra. Pero atención: de ningún modo puede reducirse
la conciencia a un mero reflejo del medio. El idealismo coloca a la
conciencia entre las nubes (...) El materialismo vulgar, por el
contrario, la reduce a nada y le quita toda autonomía, considerándola
como una mera secreción cerebral, como una especie de caspa que sale
en forma de ideas que no hacen más que reflejar, como fotografías,
el objeto exterior”.
Y
concluye su exposición con una definición que suena como un
martillazo: “El desprecio por la conciencia y por sus problemas es
totalmente extraño al marxismo. La gran batalla del marxismo se libra
precisamente en el terreno de la conciencia”.
La
dialéctica
De
entrada, el enfoque que propone Peña para estudiar este aspecto
fundamental del pensamiento se diferencia de los tradicionales: “la
dialéctica no se reduce en modo alguno a la serie de leyes que los
manualitos presentan como dialéctica: la transformación de la
cantidad en calidad, la unidad de los contrarios, etc. Estas son sólo
algunas partes de la dialéctica, que es la lógica, y nada más que
partes. Ponerlas separadas del conjunto, como recetas a aplicar a la
realidad, es lo más antidialéctico que pueda concebirse. Recién
entramos en el terreno de la dialéctica cuando nos esforzamos por
comprender cuándo, cómo, dónde y en qué condiciones una cantidad
se transforma en calidad, o un polo en su opuesto. Es decir, sólo
entramos en el terreno de la dialéctica cuando nos esforzamos por
captar la realidad viva, en su totalidad, con su movimiento, sus
contradicciones y sus mutaciones”.
La
definición inicial sorprende tanto por su sencillez como por su
originalidad, que revelan una profunda comprensión de Hegel y Marx.
Según Peña, “la dialéctica es un enfoque que trata de captar la
realidad exactamente como es y a la vez como debe ser, de acuerdo a lo
que ella misma contiene en potencia. La dialéctica significa conocer
las cosas concretamente, con todas sus características, y no como
entes abstractos, vacíos, reducidos a una o dos características. Por
eso la dialéctica significa ver las cosas en movimiento, es decir,
como procesos; por eso la dialéctica descubre y estudia la
contradicción que hay en el seno de toda unidad, y la unidad a la que
tiende toda contradicción. El pensamiento formal común, que tiene su
coronación en la lógica formal, tiende a despojar a la realidad de
su inmensa riqueza de contenido, de su infinita complejidad, y reduce
todo a esquemas y fórmulas vacías de contenido. (...) Al contrario,
penetrar a fondo en la realidad, captarla tal cual es en su
complejidad (...) eso es dialéctica”.
La
diferencia entre el enfoque formal y el dialéctico se basa en la
operación de separación que lleva a cabo el primero, que, abrumado
por la riqueza y complejidad de la realidad, abstrae, separa sus
componentes, haciéndoles perder su unidad primigenia en la que se
revelan las tendencias de su movimiento. Es esta reunificación de los
diversos planos y contenidos de la realidad la que caracteriza al
pensamiento dialéctico.
Resulta
instructivo el resumen de Peña de la evolución del pensamiento; ésta
comienza con el hombre primitivo, el cual “no entiende cosas
aisladas, ve situaciones, conjuntos, totalidades, del mismo modo que
los niños pequeños no entienden letras pero sí palabras, es decir,
conjuntos concretos dotados de sentido. Pero cuando la humanidad empezó
a dominar la naturaleza y a conocerla mejor, pudo y debió crearse una
formidable herramienta intelectual, que es el concepto abstracto. El
hombre pudo dejar de ver las cosas en su totalidad; pudo descomponerla
en partes, pudo analizarlas, pudo hacer abstracción. (...) Así
avanzaron las ciencias naturales. La lógica formal (...) fue un
formidable paso adelante... pero a la vez un formidable paso atrás
[porque] perdió para muchos siglos esa riqueza que caracterizaba el
pensamiento del primitivo, esa frescura de la capacidad para
aprehender la realidad como es, como un todo complejo y cambiante
(...) La dialéctica recupera para el pensamiento moderno esa riqueza
de contenido, esa creación, esa frescura, pero le incorpora el rigor,
la precisión, la exactitud que han aportado siglos de pensamiento
abstracto y lógica formal (...) ‘La verdad está en la
totalidad’, dice Hegel. Es decir: la idea verdadera es superación
de verdades limitadas y parciales, que se transforman en errores al
considerarlas inmóviles. Sólo la captación de la totalidad, donde
se unen lo idéntico y lo distinto, lo uno y lo múltiple, es decir,
la captación de lo concreto, sólo eso nos muestra la verdad (...) Y
ésta es la genial aportación de Hegel al pensamiento humano”.
Porque,
en efecto, captar la contradicción dentro de la unidad no es otra
cosa que captar las vicisitudes de lo que está vivo. Sólo lo muerto
no cambia. Como dice Hegel, ‘la fuerza de la vida consiste en llevar
dentro de sí la contradicción, soportarla y superarla’. Es esto
mismo lo que conduce a Peña a definir la filosofía marxista y el
marxismo como una totalidad abierta, siguiendo a Gramsci y a Labriola:
“Es totalidad porque es una filosofía que abarca el conjunto de los
problemas, no es parcial o fragmentaria sino total. Una filosofía que
no es un conjunto de teorías dispersas, sino un todo sistemático,
con una estructura y una organización interna. Por esto el marxismo
es una totalidad. Pero es una totalidad abierta, porque no es un
sistema cerrado, que pretende estar terminado, listo para la eternidad
y para ser aprendido de memoria. Al contrario, el marxismo reclama el
aporte continuo de nuevos datos, que se articulan con los ya
existentes (...) Para comprender mejor qué es esto de una totalidad
abierta, no hay más que observar lo que es un ser vivo. Un ser vivo
es una totalidad con una estructura, pero es una totalidad en
movimiento, que continuamente incorpora nuevos elementos, que tiene
conflictos, que se modifica pero que sigue siendo esencialmente el
mismo. Esto es también el marxismo: una totalidad abierta, que se
enriquece con cada nuevo avance del conocimiento humano”.
Dejamos
aclarado que aquí nos hemos referido sólo a algunos de los problemas
relacionados con el marxismo que trata Peña. Para desesperación del
lector, mencionaremos algunos de los que no hemos podido reseñar: la
teoría de las clases sociales (que revela un notable conocimiento de
la sociología moderna), las relaciones entre marxismo y ciencia, la
concepción marxista de las ideologías, más discusiones
concernientes al economicismo y a la fórmula estructura/superestructura, comentarios de las Tesis sobre Feuerbach y
el concepto de praxis e, incluso, unas valiosísimas indicaciones a un
grupo de estudio de la Historia de la Revolución Rusa de
Trotsky que muestran un abordaje a la pedagogía y un criterio metodológico
para el estudio dignos del mejor marxismo. Próximamente intentaremos
hacer justicia a ese material. Mientras tanto, esperamos haber
despertado el interés por conocer ésta y otras obras de este
marxista argentino.
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