Los
pecados de Haití
Por
Eduardo Galeano
Brecha, Montevideo, 26/07/96
La democracia
haitiana nació hace un ratito. En su breve tiempo de vida, esta
criatura hambrienta y enferma no ha recibido más que bofetadas.
Estaba recién nacida, en los días de fiesta de 1991, cuando fue
asesinada por el cuartelazo del general Raoul Cedras. Tres años más
tarde, resucitó. Después de haber puesto y sacado a tantos
dictadores militares, Estados Unidos sacó y puso al presidente
Jean-Bertrand Aristide, que había sido el primer gobernante electo
por voto popular en toda la historia de Haití y que había tenido la
loca ocurrencia de querer un país menos injusto.
El
voto y el veto
Para borrar las
huellas de la participación estadounidense en la dictadura carnicera
del general Cedras, los infantes de marina se llevaron 160 mil páginas
de los archivos secretos. Aristide regresó encadenado. Le dieron
permiso para recuperar el gobierno, pero le prohibieron el poder. Su
sucesor, René Préval, obtuvo casi el 90 por ciento de los votos,
pero más poder que Préval tiene cualquier mandón de cuarta categoría
del Fondo Monetario o del Banco Mundial, aunque el pueblo haitiano no
lo haya elegido ni con un voto siquiera.
Más que el voto,
puede el veto. Veto a las reformas: cada vez que Préval, o alguno de
sus ministros, pide créditos internacionales para dar pan a los
hambrientos, letras a los analfabetos o tierra a los campesinos, no
recibe respuesta, o le contestan ordenándole:
-Recite la lección.
Y como el gobierno haitiano no termina de aprender que hay que
desmantelar los pocos servicios públicos que quedan, últimos pobres
amparos para uno de los pueblos más desamparados del mundo, los
profesores dan por perdido el examen.
La
coartada demográfica
A fines del año
pasado cuatro diputados alemanes visitaron Haití. No bien llegaron,
la miseria del pueblo les golpeó los ojos. Entonces el embajador de
Alemania les explicó, en Port-au-Prince, cuál es el problema:
-Este es un país
superpoblado -dijo-. La mujer haitiana siempre quiere, y el hombre
haitiano siempre puede.
Y se rió. Los
diputados callaron. Esa noche, uno de ellos, Winfried Wolf, consultó
las cifras. Y comprobó que Haití es, con El Salvador, el país más
superpoblado de las Américas, pero está tan superpoblado como
Alemania: tiene casi la misma cantidad de habitantes por quilómetro
cuadrado.
En sus días en Haití,
el diputado Wolf no sólo fue golpeado por la miseria: también fue
deslumbrado por la capacidad de belleza de los pintores populares. Y
llegó a la conclusión de que Haití está superpoblado... de
artistas.
En realidad, la
coartada demográfica es más o menos reciente. Hasta hace algunos años,
las potencias occidentales hablaban más claro.
La
tradición racista
Estados Unidos invadió
Haití en 1915 y gobernó el país hasta 1934. Se retiró cuando logró
sus dos objetivos: cobrar las deudas del City Bank y derogar el artículo
constitucional que prohibía vender plantaciones a los extranjeros.
Entonces Robert Lansing, secretario de Estado, justificó la larga y
feroz ocupación militar explicando que la raza negra es incapaz de
gobernarse a sí misma, que tiene "una tendencia inherente a la
vida salvaje y una incapacidad física de civilización". Uno de
los responsables de la invasión, William Philips, había incubado
tiempo antes la sagaz idea: "Este es un pueblo inferior, incapaz
de conservar la civilización que habían dejado los franceses".
Haití había sido la
perla de la corona, la colonia más rica de Francia: una gran plantación
de azúcar, con mano de obra esclava. En El espíritu de las leyes,
Montesquieu lo había explicado sin pelos en la lengua: "El azúcar
sería demasiado caro si no trabajaran los esclavos en su producción.
Dichos esclavos son negros desde los pies hasta la cabeza y tienen la
nariz tan aplastada que es casi imposible tenerles lástima. Resulta
impensable que Dios, que es un ser muy sabio, haya puesto un alma, y
sobre todo un alma buena, en un cuerpo enteramente negro".
En cambio, Dios había
puesto un látigo en la mano del mayoral. Los esclavos no se distinguían
por su voluntad de trabajo. Los negros eran esclavos por naturaleza y
vagos también por naturaleza, y la naturaleza, cómplice del orden
social, era obra de Dios: el esclavo debía servir al amo y el amo debía
castigar al esclavo, que no mostraba el menor entusiasmo a la hora de
cumplir con el designio divino. Karl von Linneo, contemporáneo de
Montesquieu, había retratado al negro con precisión científica:
"Vagabundo, perezoso, negligente, indolente y de costumbres
disolutas". Más generosamente, otro contemporáneo, David Hume,
había comprobado que el negro "puede desarrollar ciertas
habilidades humanas, como el loro que habla algunas palabras".
La
humillación imperdonable
En 1803 los negros de
Haití propinaron tremenda paliza a las tropas de Napoleón Bonaparte,
y Europa no perdonó jamás esta humillación infligida a la raza
blanca. Haití fue el primer país libre de las Américas. Estados
Unidos había conquistado antes su independencia, pero tenía medio
millón de esclavos trabajando en las plantaciones de algodón y de
tabaco. Jefferson, que era dueño de esclavos, decía que todos los
hombres son iguales, pero también decía que los negros han sido, son
y serán inferiores.
La bandera de los
libres se alzó sobre las ruinas. La tierra haitiana había sido
devastada por el monocultivo del azúcar y arrasada por las
calamidades de la guerra contra Francia, y una tercera parte de la
población había caído en el combate. Entonces empezó el bloqueo.
La nación recién nacida fue condenada a la soledad. Nadie le
compraba, nadie le vendía, nadie la reconocía.
El
delito de la dignidad
Ni siquiera Simón
Bolívar, que tan valiente supo ser, tuvo el coraje de firmar el
reconocimiento diplomático del país negro. Bolívar había podido
reiniciar su lucha por la independencia americana, cuando ya España
lo había derrotado, gracias al apoyo de Haití. El gobierno haitiano
le había entregado siete naves y muchas armas y soldados, con la única
condición de que Bolívar liberara a los esclavos, una idea que al
Libertador no se le había ocurrido. Bolívar cumplió con este
compromiso, pero después de su victoria, cuando ya gobernaba la Gran
Colombia, dio la espalda al país que lo había salvado. Y cuando
convocó a las naciones americanas a la reunión de Panamá, no invitó
a Haití pero invitó a Inglaterra.
Estados Unidos
reconoció a Haití recién sesenta años después del fin de la
guerra de independencia, mientras Etienne Serres, un genio francés de
la anatomía, descubría en París que los negros son primitivos
porque tienen poca distancia entre el ombligo y el pene. Para
entonces, Haití ya estaba en manos de carniceras dictaduras
militares, que destinaban los famélicos recursos del país al pago de
la deuda francesa: Europa había impuesto a Haití la obligación de
pagar a Francia una indemnización gigantesca, a modo de perdón por
haber cometido el delito de la dignidad.
La historia del acoso
contra Haití, que en nuestros días tiene dimensiones de tragedia, es
también una historia del racismo en la civilización occidental.
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