El
7 de noviembre (25 de octubre según el antiguo calendario ruso) de
1917 se produjo la revolución más importante del siglo XX, cuyo
triunfo (y posterior derrota) sigue un factor determinante de la
realidad política mundial. Para conmemorar esta fecha, nada mejor que
releer el relato de uno de sus principales protagonistas, León
Trotsky.
De su libro
Mi Vida, publicamos estos capítulos:
“Es
un cuadro maravilloso ver a los obreros armados de fusil junto a los
soldados...”
Por
los días en que Kornilof atacó la capital, los encarcelados tuvimos
la vida pendiente de un tenue hilillo. Para todos era evidente que si
Kornilof lograba entrar en Petrogrado, lo primero que haría sería
matar a los bolcheviques apresados por Kerensky. Además, el Comité
ejecutivo central temía que las "guardias blancas" de la
capital cayesen sobre la cárcel. Mandaron, pues, un gran destacamento
militar para que protegiese la prisión. Pero resultó, naturalmente,
que las tropas no eran "democráticas", sino bolchevistas y
que estaban dispuestas a ponernos en libertad en cuanto quisiéramos.
Sin embargo, esto hubiera sido la señal para el alzamiento inmediato,
y no había llegado todavía el momento. Además, el propio Gobierno
empezó a ponernos, a poco, en libertad; inspirado, por supuesto, en
los mismos motivos que le habían impulsado a llamar a los marineros
bolchevistas para que defendiesen el Palacio de Invierno. De la cárcel
me trasladé directamente al Comité de defensa de la revolución, que
acababa de constituirse, donde hube de sentarme en torno a una mesa
con aquellos mismos caballeros que me habían mandado a la cárcel
como agente de los Hohenzollers y que, por lo visto, todavía no habían
tenido tiempo para retirar la imputación. Confieso sinceramente que
de sólo ver la catadura de aquellos socialrevolucionarios y
mencheviques, le daban a uno ganas de desear que el tal Kornilof les
echase la mano al cuello y se líase con ellos a cintarazos. Pero este
deseo, además de ser poco piadoso, era impolítico. Los bolcheviques
se engancharon a la defensa de la ciudad y estuvieron por todas partes
en los primeros puestos. La experiencia de la intentona de Kornilof
vino a completar la que ya teníamos de las jornadas de Julio. Se
demostraba otra vez más que los Kerensky y Cía. no tenían detrás
de sí ninguna fuerza real propia. Aquel ejército que se levantó en
armas contra Kornilof, era el que había de derrocar el régimen en
Octubre. Nos aprovechamos del peligro de la hora para armar a los
obreros que Zeretelli había venido desarmando todo el tiempo
concienzudamente.
La
ciudad, aquellos días, permanecía muda. Todo el mundo cataba
esperando la llegada de Kornilof, unos con esperanza, otros con miedo.
Los chicos oyeron decir que podía presentarse mañana mismo, y al día
siguiente, bien temprano, estaban mirando por la ventana, en ropas
menores y con los ojazos muy abiertos, a ver si le veían. Pero
Kornilof no se presentó. El alzamiento revolucionario de las masas
fue tan potente, que el general sublevado se evaporó como una nube.
Pero no sin dejar huella: aquella intentona sirvió de mucho a los
bolcheviques.
"La
venganza–escribí yo por aquellos días–no se hace esperar.
Nuestro partido, perseguido, acorralado, calumniado, jamás conquistó
tantos adeptos como en estos tiempos últimos. Y esta expansión no
tardará en transmitiese de la capital a las provincias, de las
ciudades a los pueblos y a los cuarteles... Sin dejar de ser ni por un
momento una organización de clase del proletariado, nuestro partido,
bajo el fuego de las represalias, se ha convertido en el verdadero guía
de las masas oprimidas, esclavizadas, defraudadas y
acorraladas..."
Apenas
acertábamos ya a llevar cuenta con aquella nube de nuevos afiliados.
En el Soviet de Petrogrado, el número de bolcheviques crecía de día
en día. Ya estábamos al filo de la mitad. Sin embargo, en la
presidencia, no había uno solo. Surgió el problema de la reelección.
Les propusimos a los mencheviques y socialrevolucionarios una
presidencia mixta. Luego, supimos que a Lenin le había disgustado
esto, porque temía que detrás de ello hubiese una tendencia
conciliadora. Sin embargo, no logramos llegar a un acuerdo. A pesar de
que acabábamos de luchar juntos contra Kornilof, Zeretelli se negó a
aceptar una presidencia de coalición. Era precisamente lo que
nosotros queríamos. No quedaba, pues, más camino que votar por
listas. Me pareció oportuno plantear la cuestión de si Kerensky debía
o no figurar en la lista de los contrarios. Aunque de un modo formal
pertenecía a la presidencia, no aparecía nunca por el Soviet y no se
recataba para mostrar, viniese o no a cuento, el desprecio que sentía
por él. La pregunta pilló desprevenida a la presidencia. Kerensky no
gozaba allí de estimación ni de respeto. No obstante, era mucho
pedir que se desautorizase nada menos que al presidente del Consejo.
Los señores de la presidencia cuchichearon un rato, y al cabo dieron
a conocer la resolución: "¡Naturalmente que debe figurar en la
lista!" Era también lo que nosotros deseábamos. Reproduzco un
fragmento del acta de aquella sesión: "Nosotros abrigábamos la
creencia de que Kerensky no pertenecía ya al Soviet (gran ovación).
Pero, por lo visto, estábamos equivocados. Entre Tcheidse y Sabadell
flota la sombra de Kerensky. Y cuando se os proponga que aprobéis la
política de la presidencia tened en cuenta–¡no lo olvidéis!–que
lo que se os pide es que votéis por la política de Kerensky (gran
ovación)." Esto bastó para que se viniesen con nosotros cien o
doscientos delegados que estaban indecisos. El Soviet contaba con
bastante más de mil componentes. Las votaciones se hacían saliendo
por las puertas. En la sala de sesiones reinaba una excitación
tremenda. No se trataba de la presidencia. Tratábase de la revolución.
Yo me paseaba por los pasillos, de arriba abajo, con unos cuantos
amigos. Calculábamos que nos faltarían unos cien votos para
conseguir la mitad, y aun esto lo considerábamos como un triunfo.
Luego se vió que teníamos más de cien votos sobre los que sumaba la
coalición de socialrevolucionarios y mencheviques. Habíamos vencido.
Subí a ocupar el sitio del presidente. Zeretelli, en su discurso de
despedida, hizo votos porque nos sostuviésemos en el Soviet, por lo
menos, la mitad del tiempo que ellos habían estado al frente de la
revolución. Tanto vale decir que nuestros adversarios no nos daban de
vida más que unos tres meses. Se equivocaron de medio a medio.
Supimos ir, derechos y seguros, a la conquista del Poder.
La
noche que decide
Se
acercaba la hora decisiva de la revolución. El Smolny estaba
convertido en una verdadera fortaleza. Arriba, en los tejados,
quedaban como herencia del antiguo Comité ejecutivo unas veinte
ametralladoras. El Comandante del Smolny, capitán Grekof, era acérrimo
enemigo nuestro. En cambio, el jefe del destacamento de ametralladoras
vino a decirme que sus hombres estaban con los bolcheviques. Encargué
a alguien–tal vez a Markin–de que repasase las ametralladoras. El
diagnóstico fue que estaban en mal estado, abandonadas. Los soldados
se emperezaban precisamente porque no tenían el menor deseo de salir
a la defensa de Kerensky. Hice que mandasen otro destacamento de
ametralladoras, seguro y en buenas condiciones. Estaba amaneciendo el
día 24 de Octubre. Yo iba de piso en piso, para no estarme quieto en
un sitio, para convencerme de que todo marchaba bien y para infundir
ánimos a los necesitados de ellos. Por encima de las losas de
aquellos claustros, interminables y envueltos todavía en sombras, oíase
el rodar de las ametralladoras arrastradas por los soldados, con un
estrépito alegre y bullicioso. Era el nuevo destacamento, avisado por
mí. Por las puertas asomaban la cabeza, con cara de susto, los pocos
socialrevolucionarios y mencheviques que se habían quedado en el
Smolny. Aquella música no prometía nada bueno, a sus oídos. Poco a
poco fueron desfilando todos, uno detrás de otro, y nos quedamos dueños
absolutos de aquel edificio, que se disponía a plantar la bandera
bolchevista en la capital y en todo el país.
Por
la mañana temprano, me encontré en la escalera con un obrero y una
obrera que venían corriendo, jadeantes, de la imprenta del partido a
avisar que el Gobierno había prohibido la publicación de nuestro órgano
central en la prensa y la del periódico del Soviet de Petrogrado.
Dijeron que la imprenta había sido sellada por un agente del
Gobierno, que se había presentado en compañía de unos cuantos
cadetes de la Escuela Militar. De primera intención, esta noticia nos
arredró un poco, con ese poder que tienen los trámites formalistas
sobre la razón.
–¿No
podemos arrancar el sello?–preguntó la obrera.
–Arrancadlo
tranquilamente, y para que no os pase nada os mandaremos una escolta
segura–le contesté yo.
–Hay
allí cerca–dijo la obrera, muy segura de sí–un batallón de
Zapadores, cuyos soldados se encargarán de protegernos.
El
Comité revolucionario de guerra dió inmediatamente el siguiente
decreto: "1.º Las imprentas de los periódicos revolucionarios
deberán abrirse inmediatamente. 2.º Los redactores e impresores
proseguirán sus trabajos para la publicación de los periódicos. 3.º
El deber y el honor de proteger las imprentas revolucionadas contra
cualquier ataque de la contrarrevolución se encomienda a los bravos
soldados del Regimiento de Lituania y al 6.º Batallón de Zapadores
de la reserva." La imprenta siguió trabajando ya sin interrupción
y los dos periódicos salieron a la calle.
El
día 24 surgieron dificultades en la Central de Teléfonos. Los
cadetes de la Escuela Militar habían tomado posesión del edificio y,
a su amparo, las telefonistas declararon la oposición al Soviet. Se
negaban a darnos comunicación. Era el primer acto, episódico todavía,
de sabotaje. El Comité militar revolucionario mandó a Teléfonos un
destacamento de marineros, que instalaron dos cañoncitos pequeños a
la entrada y con esto se restablecieron en seguida, las comunicaciones
telefónicas. Empezamos a adueñarnos de los organismos
administrativos.
El
Comité hallábase reunido en sesión permanente en el tercer piso del
Smolny, en un cuarto pequeño que hacía esquina. En aquel cuarto venían
a concentrarse todos los informes que se recibían acerca de los
movimientos de tropas, el espíritu de los soldados y obreros, las
agitaciones en los cuarteles, los planes de los pogromistas, los amaños
de los políticos burgueses y de los embajadores extranjeros, la vida
en el Palacio de Invierno, las deliberaciones de los antiguos partidos
representados en el Soviet. De todas partes se recibían
informaciones. Por allí desfilaban obreros, soldados, oficiales,
porteros, cadetes socialistas de la Escuela militar, personal doméstico,
mujeres de pequeños empleados. Muchos de ellos no hacían más que
contarme tonterías, pero otros aportaban datos serios y de valor.
Durante la semana anterior yo casi no había puesto los pies fuera del
Smolny; me pasaba las noches vestido y tumbado en un sofá de cuero, y
dormía en los breves ratos que me dejaban libre, despertado
constantemente por los correos, los informadores, los motociclistas,
los telegrafistas, las incesantes llamadas al teléfono. Se acercaba
el momento decisivo. Era evidente que ya no había modo de volverse
atrás.
En
la noche del 24 al 25 de octubre, los vocales del Comité
revolucionario se repartieron por los distritos. Yo me quedé solo en
el Smolny. Más tarde, se presentó Kamenef. Kamenef era opuesto al
golpe, pero venía a pasar esta noche decisiva junto a mí. Nos
instalarnos en el cuartito del tercer piso, que en aquella noche, la
noche en que había de decidirse la revolución, semejaba al puente de
mando de un buque. En la sala de al lado, grande y solitaria, había
una cabina telefónica. El teléfono estaba sonando constantemente,
para asuntos que unas veces eran importantes y otras sin interés. El
timbre subrayaba el silencio expectante. No era difícil imaginarse la
ciudad de Petrogrado, abandonada, envuelta por la noche, mal
alumbrada, azotada por los vientos otoñales. Los burgueses y los
empleados, acurrucados en sus camas, hacían esfuerzos por
representarse lo que estaría ocurriendo a aquella hora en las calles,
peligrosas y llenas de misterio. Los barrios obreros dormían con ese
sueño de vela de los campamentos en pie de guerra. Comisiones y
grupos de los partidos del Gobierno, agotados e impotentes,
deliberaban en los palacios de los zares, donde los fantasmas vivos de
la democracia se daban de bruces con los fantasmas todavía no
esfumados de la monarquía. De tiempo en tiempo, la seda y los dorados
del salón se hunden en la oscuridad: no hay carbón bastante. En los
distritos de la ciudad montan la guardia destacamentos de obreros,
marineros y soldados. Los jóvenes proletarios van armados de fusil y
llevan el torso ceñido por las cartucheras de las ametralladoras. Las
patrullas de las calles vivaquean calentándose junto a las hogueras.
En dos docenas de teléfonos se concentra toda la vida intelectual de
la ciudad, que en esta noche de otoño alza la cabeza para salir de
una época y entrar en otra.
A
aquel cuarto del tercer piso vienen a parar los informes de todos los
distritos, barrios y suburbios. Todo está previsto, al parecer; los
caudillos en sus puestos, las comunicaciones aseguradas, nada se ha
olvidado. Nueva revisión mental. Esta noche es la que decide.
La
víspera, dije en mi informe ante los delegados del segundo congreso
del Soviet, y lo dije con una absoluta convicción: "Si no cedéis
no habrá guerra civil. Nuestros enemigos capitularán instantáneamente
y vosotros ocuparéis sin lucha el lugar que os corresponde, que por
derecho os pertenece." No hay por qué dudar en el triunfo de un
alzamiento de esta naturaleza. Y, sin embargo, con éstas horas de una
preocupación profunda y tensa, pues esta noche es la que decide.
El
Gobierno ha movilizado a los cadetes de la Escuela Militar y ayer dió
al crucero Aurora, fondeado en el Neva, orden de levar anclas. La
dotación del Aurora la forman aquellos mismos marineros bolchevistas
a quienes en el mes de agosto se presentara Zeretelli, sombrero en
mano, a pedirles que defendiesen el Palacio de Invierno contra
Kornilof. Los marinos se han dirigido al Comité militar
revolucionario preguntando qué deben hacer. Y esta noche el Aurora
continuará en el mismo sitio en que ayer estaba. Me telefonean de
Pavlovsk diciendo que el Gobierno reclama de allí artillería, que ha
pedido a Zarskoie Selo un batallón de asalto, a Peterhof el envío de
fuerzas de la Escuela de insignias. Kerensky tiene acuartelados en el
Palacio de Invierno a los cadetes de la Escuela militar, a gran número
de oficiales y a los batallones de mujeres. Doy orden a los comisarios
para que repartan por el camino de Petrogrado patrullas seguras que
cierren el paso a las tropas pedidas por el Gobierno y manden
agitadores que salgan a su encuentro. Todas nuestras conversaciones se
cursan telefónicamente y pueden ir a parar, en su integridad, a manos
del Gobierno. Pero es posible que éste ya no disponga ni siquiera de
medios para sorprenderlas. "Y si no conseguís persuadir a las
tropas para que no sigan adelante, echad mano a las armas. Me respondéis
de esto con la cabeza." Se lo repito varias veces, pero sin estar
muy seguro todavía de la eficacia de mis órdenes. La revolución es
aún demasiado confiada, bondadosa, optimista y ligera. Todavía le
gusta más amenazar con las armas que emplearlas. Sigue confiando en
la eficacia de la palabra y la persuasión. Y de momento, no se
equivoca. Las concentraciones de elementos enemigos se evaporan al
solo, contacto de su cálido aliento. El día 24, dimos orden de que a
la primera intentona de los "Cien negros" para organizar
pogromos en las calles, se echase mano a las armas y se reprimiese el
intento despiadadamente. Pero los enemigos no se atreven a salir a la
calle. Están ocultos. La calle es nuestra. Nuestros comisarios montan
la guardia en todos los caminos que conducen a Petrogrado. La Escuela
de insignias y los artilleros no han acudido al llamamiento del
Gobierno. Sólo una parte de los cadetes de Oranienbaum pudo
deslizarse al amparo de la noche por entre nuestras mallas, seguida de
cerca por mis llamadas telefónicas. La aventura acabó mandando
parlamentarios al Smolny. El Gobierno provisional busca en vano donde
apoyarse. El suelo vacila bajo sus pies.
La
guardia exterior del Smolny ha sido reforzada por un nuevo
destacamento de ametralladoras. Las comunicaciones con todas las
fuerzas de la guarnición son permanentes. En todos los regimientos
hay compañías de vela sobre las armas. Los comisarios están
preparados, atentos al primer aviso. En el Smolny se encuentran
delegados de todos los cuerpos de tropa, a disposición del Comité
militar revolucionario para en caso de que se interrumpan las
comunicaciones. De todos los distritos de la ciudad se lanzan a la
calle destacamentos armados, llaman a las puertas o las abren sin
llamar y ocupan militarmente todos los edificios públicos. Estos
destacamentos se encuentran casi en todas partes con amigos que los
habían estado esperando impacientemente. Comisarios especiales,
nombrados al efecto, vigilan en las estaciones los trenes que llegan y
salen, principalmente los transportes de soldados. No se ve por ningún
lado motivo de inquietud. Todos los puntos importantes de la ciudad
caen bajo nuestro poder, casi sin resistencia, sin lucha, sin víctimas.
El teléfono nos manda de todas partes la consigna: "¡Aquí,
nosotros!"
Todo
va bien. No puede ir mejor. Podemos dejar un momento el teléfono. Me
siento en el sofá. La tensión nerviosa cede. Por ello mismo, siento
que una vaga oleada de cansancio me sube a la cabeza. "¡Deme
usted un pitillo!", le digo a Kamenef. Todavía fumaba, aunque no
regularmente. Le doy dos grandes chupadas al cigarrillo y apenas si
tengo tiempo a decir para mis adentros: "¡Esto no más
faltaba!", cuándo pierdo el conocimiento. La propensión a caer
desvanecido ante un dolor físico fuerte o un gran malestar, era
herencia de mi madre. Un médico tomó pretexto de ello para achacarme
epilepsia. Cuando recobré el conocimiento, vi cerca de mí la cara de
Kamenef, toda asustada.
–¿Quiere
usted que vaya a buscarle alguna medicina?–me preguntó.
–No,
mejor sería–le dije después de una breve reflexión–que buscásemos
algo de comer. Intento acordarme de cuándo he comido, la última vez
y no lo consigo: debo de llevar un día entero sin probar bocado.
Por
la mañana, me lanzo sobre la prensa burguesa y la conciliadora. Ni
una palabra acerca del alzamiento, ya iniciado. Los periódicos se habían
hartado de clamar tanto y tan furiosamente acerca del alzamiento
armado que se avecinaba, acerca de los saqueos, los arroyos de sangre
que correrían, las violencias, etc., que no se dieron cuenta siquiera
de que el alzamiento había empezado ya. La prensa daba pleno crédito
a nuestras negociaciones con el estado mayor e interpretaba como
indecisión nuestras declaraciones diplomáticas. Entre tanto, los
destacamentos de soldados, marineros e individuos de la Guardia roja,
ejecutando las órdenes que recibían del Smolny, sin caos, sin lucha
en las calles, casi sin disparar un tiro, sin derramamiento de sangre,
iban ocupando un edificio público tras otro.
El
buen burgués se frotaba los ojos, asustado, ante el nuevo régimen.
¿Pero es posible que los bolcheviques hayan conquistado el Poder, es
posible? Una comisión de la Duma municipal se me presentó a hacerme
unas preguntas verdaderamente peregrinas, inefables: si planeábamos
alguna Manifestación y cuál y para cuándo, advirtiéndome que la
Duma municipal debía "tener conocimiento de ello con
veinticuatro horas de antelación"; qué medidas había tomado el
Soviet para salvaguardar la seguridad y el orden público, etc., etc.
Yo les contesté exponiéndoles cuál era la doctrina dialéctica
acerca de la revolución y propuse a la Duma municipal que erigiese un
delegado para que le representase en el Comité revolucionario. Esto
les aterró más que la misma sublevación Concluí, como siempre,
aplicando el criterio de la defensa armada:
–Si
el Gobierno emplea el hierro, nosotros contestaremos con el acero.
–¿Nos
disolverán ustedes, por haber sido contrarios a la entrega del Poder
a los Soviets?
–La
Duma municipal–les contesté–, tal como se halla constituida, ya
no responde a la realidad, y si surgiese algún conflicto, propondríamos
al pueblo que fuese a unas nuevas elecciones, donde se decidiría.
La
comisión se retiró con la misma prudencia con que había venido,
pero dejando detrás de sí una sensación segura de victoria.
¡Cuánto
han cambiado las cosas en esta noche! No hace más que tres semanas
que hemos conseguido la mayoría en el Soviet de Petrogrado. No éramos
casi, más que una bandera, sin imprenta propia, sin caja, sin
secciones. Todavía la noche anterior acordaba el Gobierno prender al
Comité militar revolucionario y andaba buscando nuestras señas. Y he
aquí que, de pronto, se presenta una comisión de la Duma municipal
ante estos revolucionarios "proscritos" para preguntarles qué
suerte va a ser la suya.
El
Gobierno seguía reunido como siempre en el Palacio de Invierno. Pero
más que. Gobierno era una sombra de sí mismo. Políticamente, puede
decirse que ya no existía. Durante la jornada del 25 de Octubre, el
Palacio de Invierno vióse poco a poco cercado de tropas. Hacia la una
de la tarde hablé en el Soviet de Petrogrado acerca de la situación.
La reseña publicada en el periódico describe mi informe del modo
siguiente: "Declaro, en nombre del Comité revolucionario de
guerra, que el Gobierno provisional ya no existe (aplausos). Algunos
Ministros han sido detenidos ya (bravo). Los demás serán hechos
presos dentro de unas horas o en plazo de pocos días (aplausos). La
guarnición revolucionaria, que se ha puesto a las órdenes del Comité
revolucionario de guerra, ha disuelto el anteparlamento (gran ovación).
Hemos pasado la noche en vela, observando por teléfono cómo las
secciones de los soldados revolucionarios y de las guardias obreras
cumplían calladamente con su misión, mientras el buen burgués dormía
tranquilamente, sin sospechar siquiera que entretanto un Poder nuevo
se alzaba sobre las ruinas del antiguo. Las estaciones, las centrales
de Correos y Telégrafos, la Agencia de Telégrafos de Petrogrado, el
Banco Nacional, están ocupados por nuestras tropas (gran ovación).
El Palacio de Invierno no ha sido tomado aún pero su suerte se
decidirá dentro de pocos minutos (aplausos)."
Esta
noticia escueta da una idea falsa del ambiente de aquella asamblea. En
mi recuerdo se conservan los datos siguientes, que vienen a completar
el informe de los periódicos. Al comunicar yo el cambio de Gobierno
que se había operado aquella noche, se produjo un silencio tenso que
duró varios segundos, tras de lo cual estalló el aplauso; pero no un
aplauso ruidoso, sino reflexivo. La sala se mantenía en una actitud
expectante ante los acontecimientos. Cuando la clase obrera se disponía
a lanzarse a la lucha, estaba poseída de un entusiasmo
indescriptible. Pero ahora, cruzado ya el umbral de Poder, este
entusiasmo apasionado cedía el paso a la reflexión y a la preocupación.
En este repliegue psicológico, palpitaba un instinto histórico,
certero, ya que ante nosotros acechaban todavía las grandes
resistencias de un mundo que no se resignaba a morir. La lucha, el
hambre el frío, el desorden, la sangre y la muerte. ¿Podremos con
todo esto?, se preguntaban muchos en silencio. De aquí el semblante
de preocupación y de cuidado. ¡Podremos!, contestaban todos. En la
lejanía apuntaban peligros nuevos, pero por el momento velaba la
sensación de nuestro gran triunfo y esta sensación nos cantaba en la
sangre. Las masas le dieron expresión en el recibimiento delirante
que tributaron a Lenin, el cual, después de cuatro meses de ausencia,
volvió a presentarse en público, por vez primera, en esta reunión.
Ya
bien caída la tarde, esperando a que se abriese el Congreso del
Soviet, Lenin y yo nos fuimos a descansar a un cuarto próximo al salón
de sesiones, en el que no había más que sillas. No sé quién nos
puso unas mantas en el suelo, y alguien–creo que fué la hermana de
Lenin–nos tendió unas almohadas. Nos tumbamos el uno al lado del
otro. Los cuerpos y las almas se distendieron, como muelles que se
aflojan después de una tremenda tensión. Era un descanso bien
ganado. Pero no podíamos conciliar el sueño. Nos pusimos a hablar a
media voz. Lenin va estaba definitivamente tranquilo por la dilación
del alzamiento, que tanto le había preocupado. Sus temores se
disipaban. En su voz, había tonos de una gran cordialidad. Me preguntó
por las patrullas e individuos de la Guardia roja.
–¡Es
un cuadro maravilloso ver a los obreros armados de fusil junto a los
soldados, calentándose a las hogueras!–repetía en tono
conmovido–. ¡Al fin hemos conseguido unir al soldado con el obrero!
De
pronto, se incorporó para preguntarme:
–¿Y
el Palacio de Invierno? ¿No está tomado todavía? ¿Supongo que no
pasará nada, eh?
Hice
ademán de levantarme para ir al teléfono a informarme de lo que
hubiese, pero me retuvo.
–Estése
usted quieto, que ya encargaré yo a alguien que pregunte.
Sin
embargo, el descanso no había de durar mucho. En el salón de al
lado, comenzaba la sesión del congreso del Soviet. La hermana de
Lenin, Ulianova, vino corriendo a donde yo estaba:
–¡Está
hablando Dan, y le llaman a usted!
Dan,
al que le faltaba la voz, hacía reproches a los
"conspiradores" y profetizaba el fracaso inevitable del
alzamiento. Exigía que formásemos una coalición con los
socialrevolucionarios y los mencheviques. ¿De modo que los partidos
que, ayer todavía, cuando estaban en el Poder, atizaban la campaña
contra nosotros y nos mandaban a la cárcel, venían hoy, después que
los habíamos derribado, a buscar una inteligencia con los vencedores?
Me
levanté a contestar a Dan y en su persona a una etapa ya superada de
la revolución: "No estamos ante una conspiración, sino ante un
alzamiento. El alzamiento del pueblo en armas no necesita de
justificación. Nosotros no hemos hecho más que templar la energía
revolucionaria de los obreros y los soldados. No hemos hecho más que
forjar abiertamente para el alzamiento la voluntad de las masas. Y
ahora, cuando el alzamiento ha triunfado, se nos viene a proponer que
renunciemos a la victoria y sellemos un pacto. ¿Con quién? Con
vosotros, que no sois nada ni representáis nada; con unos quebrados e
insolventes que ya no tienen misión alguna que cumplir y que no
quieren resignarse a ser arrastrados a las barreduras de la historia,
de las que forman parte desde hoy." Era la última réplica
nuestra en aquel gran diálogo que se había iniciado el 3 de abril,
en el momento de llegar Lenin a Petrogrado.
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