A 66 años de su asesinato
León Trotsky y América Latina
Socialismo o Barbarie, periódico,
17/08/06
Hace 66 años, el 21 de agosto de
1940, Trotsky moría asesinado por Ramón Mercader, un sicario agente
del estalinismo. En esta oportunidad, queremos homenajear al gran
revolucionario ruso presentando una faceta suya no tan conocida: sus
intuiciones y observaciones a propósito de América Latina.
La persecución mortal de Stalin,
en pleno curso de los siniestros Juicios de Moscú había logrado que
el gobierno noruego lo expulsara. Así Trotsky vino a recalar en México
el 9 de enero de 1937, luego de que el presidente de ese país, Lázaro
Cárdenas, le concediera derecho de asilo.
Con enorme agudeza y
sensibilidad, casi desde sus primeras líneas sobre un mundo que debía
resultar casi enteramente nuevo para él, Trotsky va delineando una
serie de señalamientos sobre México y Latinoamérica en el concierto
del capitalismo imperialista a nivel mundial. Sus textos expresan
una gran riqueza de valoraciones y definiciones que se muestra hoy de
total actualidad.
Tres elementos constituyen,
creemos, el centro de su reflexión sobre el tema: 1) el carácter
semicolonial de la mayoría de las naciones latinoamericanas y cómo
la emancipación de todos los imperialismos es la clave para la
liberación de la región; 2) el carácter de los gobiernos
“nacionalistas burgueses” (el caso del propio Cárdenas, contemporáneo
a la estadía de Trotsky) como “bonapartismo sui generis”, es
decir, gobiernos que se caracterizan por maniobrar entre el
imperialismo, la burguesía nacional y la clase obrera, incluso haciéndoles
concesiones a ésta, pero sin ir nunca, a lo sumo, mas allá de un
mero capitalismo de Estado (como vemos, el proceso del chavismo
está lejos de ser una novedad), y 3) la necesidad de la centralidad
de la clase obrera y de que ésta se dé una perspectiva política
absolutamente independiente para resolver incluso las elementales
tareas democráticas, nacionales y agrarias pendientes en la región,
como parte de la pelea por la Unidad Socialista de Latinoamérica.
La actualidad de estos escritos,
de los cuales hemos seleccionado los aquí reproducidos, es entonces
candente, en momentos en que gobiernos como los de Chávez y Evo
Morales tienen un fuerte impacto sobre sectores de masas, y cuando está
planteado el desafío de la ubicación de los socialistas
revolucionarios frente a ellos.
La política de
Roosevelt en América Latina
(*)
(3 de septiembre de
1938)
Las principales
esferas de actividad del imperialismo yanqui se distribuyen entre los
continentes de Europa, Asia y América Latina, en cada uno de los
cuales sigue un curso diferente en conformidad con sus intereses
generales y ajustado a las circunstancias concretas en que se ha
desarrollado en relación a las otras potencias.
En América Latina
aunque enfrentando a un poderoso rival bajo la forma de Gran Bretaña
y en una escala menor pero creciente al Japón y Alemania, Estados
Unidos se mantiene como la fuerza imperialista dominante. Los Estados
Unidos aparecieron en escena en una fecha posterior a países tales
como España, Portugal, Alemania e Inglaterra, pero a vueltas de siglo
estaba ya en camino de dejar atrás a sus rivales. Su rápido
desarrollo industrial y financiero, los problemas a que se enfrentaron
los países europeos durante la guerra mundial y la transformación de
los Estados Unidos en el acreedor mundial durante ese periodo,
facilitaron su elevación a la cúspide y le permitieron establecer su
hegemonía imperialista sobre la mayoría de los países de Centro y
Sud América y del Mar Caribe.
Los Estados Unidos
habían proclamado su intención de mantener esta hegemonía contra
las intrusiones del imperialismo europeo y japonés. La forma política
de esta proclamación es la Doctrina Monroe, la que, a fines del siglo
XIX ha sido uniformemente interpretada por todas las administraciones
de Washington como el derecho del imperialismo yanqui a la posición
dominante en los países latinoamericanos, preliminar a la conquista
del papel de su explotador exclusivo. En los países centroamericanos,
del Caribe y del norte de la América del Sur, en particular, esto ha
significado la reducción de los pueblos al estado de colonias o
semicolonias oprimidas del imperialismo yanqui y a la imposición, a
menudo por medio del uso más descarado de la fuerza, de gobiernos que
son simples títeres en manos de Wall Street, respaldados por la
intervención diplomática y militar directa del gobierno de los
Estados Unidos.
Con objeto de obtener
la “puerta cerrada” en América Latina esto es, cerrada para los
rivales y abierta sólo para los Estados Unidos el “democrático”
imperialismo yanqui ha sido apuntalado en los países latinoamericanos
por las más autocráticas dictaduras militares “criollas las que
han servido para sostener la estructura imperialista y garantizar una
ininterrumpida corriente de superutilidades al Coloso del Norte. El
carácter real del “democrático” capitalismo yanqui se revela
mejor que nada por las dictaduras tiránicas en los países
latinoamericanos, con las que se hallan indisolublemente ligadas su
suerte y su política, y sin las cuales los días de su predominio
imperialista en el hemisferio occidental están contados. Los déspotas
sanguinarios bajo cuya oprimente dominación sufren los millones de
obreros y campesinos de América Latina, los Vargas y los Batista, no
son, en esencia, más que las herramientas políticas de los “democráticos”
Estados Unidos imperialistas. En países como Puerto Rico, el
imperialismo yanqui, a través de su gobernador Winship, directa y
rudamente procesa y suprime el movimiento nacionalista.
En muchos de los países
latinoamericanos, la ascendente burguesía nacional, buscando una
mayor participación en el botín y aun esforzándose por aumentar la
medida de su independencia -es decir, por conquistar la posición
dominante en la explotación de su propio país- es cierto que trata
de utilizar las rivalidades y conflictos de los imperialistas
extranjeros con este fin. Pero su debilidad general y su retrasada
aparición les impide alcanzar un más alto nivel de desarrollo que el
de servir a un amo imperialista contra otro. No pueden lanzar una
lucha seria contra toda dominación imperialista y por una auténtica
independencia nacional por temor a desencadenar un movimiento de masas
de los trabajadores del país, que a su vez amenazaría su propia
existencia social. El ejemplo reciente de Vargas, que trata de
utilizar la rivalidad entre los Estados Unidos y Alemania, pero al
mismo tiempo mantiene la más salvaje dictadura sobre las masas
populares, viene al caso.
La administración
Roosevelt, a pesar de todas sus almibaradas pretensiones, no ha
alterado realmente la tradición imperialista de sus predecesores. Ha
reiterado enfáticamente la maligna Doctrina Monroe; ha confirmado sus
demandas monopolísticas sobre América Latina en las Conferencias de
Buenos Aires; ha santificado con su aprobación a los execrables regímenes
de Vargas y Batista; su exigencia de una mayor escuadra para patrullar
no sólo el Pacífico, sino también el Atlántico, es una prueba de
su determinación de esgrimir la fuerza armada de los Estados Unidos
en defensa de su poder imperialista en la parte sur del hemisferio.
Bajo Roosevelt, la
política del puño de hierro en América Latina se cubre con el
guante de terciopelo de las pretensiones demagógicas de amistad y
“democracia”. La política del “buen vecino” no es más que la
tentativa de unificar al hemisferio occidental bajo la hegemonía de
Washington, como un sólido bloque. esgrimido por este último en su
vigorosa campaña para cerrar la puerta de los dos continentes
americanos a todos los poderes imperialistas, excepto él mismo. Esta
política se complementa materialmente por medio de los tratados de
comercio favorables que Estados Unidos se empeña en celebrar con los
países latinoamericanos en la esperanza de desalojar sistemáticamente
del mercado a sus rivales. El papel decisivo que juega el comercio
exterior en la vida económica de los Estados Unidos impele a este último
hacia esfuerzos aún más decididos para excluir a todos los
competidores del mercado latinoamericano, por medio de una combinación
de producción barata, diplomacia, artimañas y cuando es necesario,
de la fuerza.
Al mismo tiempo, la
política del imperialismo yanqui necesariamente aumentará la
resistencia revolucionaria de los pueblos latinoamericanos a los que
debe explotar con creciente intensidad. Esta resistencia, a su vez,
chocará con la más feroz represión y tentativas de supresión por
parte de los Estados Unidos, que se revelarán aún más plenamente
como el gendarme de la explotación imperialista extranjera y un
puntal de las dictaduras nativas. Por su misma posición, por
consiguiente, Washington, al servicio de Wall Street, desempeñará un
papel crecientemente reaccionario en los países latinoamericanos. Así,
los Estados Unidos aparecen como el amo predominante y agresivo de América
Latina, listo para proteger su poder con las armas en la mano contra
cualquier asalto serio de sus rivales imperialista o contra cualquier
tentativa de los pueblos de América Latina para liberarse de su
expoliadora dominación.
(*). Publicada en Escritos
Varios, Editorial Cultura Obrera, México, 1973, y reproducido en
Escritos latinoamericanos, Buenos Aires, CEIP, 1999. Franklin Delano
Roosevelt era el presidente de EEUU cuando Trotsky escribió el artículo.
La industria
nacionalizada y la administración obrera
(**)
(12 de mayo de 1939)
En los países
industrialmente atrasados el capital extranjero juega un rol decisivo.
De ahí la relativa debilidad de la burguesía nacional en relación
al proletariado nacional. Esto crea condiciones especiales de poder
estatal. El gobierno oscila entre el capital extranjero y el nacional,
entre la relativamente débil burguesía nacional y el relativamente
poderoso proletariado. Esto le da al gobierno un carácter
bonapartista sui generis, de índole particular. Se eleva, por así
decirlo, por encima de las clases. En realidad, puede gobernar o bien
convirtiéndose en instrumento del capital extranjero y sometiendo al
proletariado con las cadenas de una dictadura policial, o maniobrando
con el proletariado, llegando incluso a hacerle concesiones, ganando
de este modo la posibilidad de disponer de cierta libertad en relación
a los capitalistas extranjeros. La actual política (del gobierno
mexicano. Trad.) se ubica en la segunda alternativa; sus mayores
conquistas son la expropiación de los ferrocarriles y de las compañías
petroleras.
Estas medidas se
encuadran enteramente en los marcos del capitalismo de estado. Sin
embargo, en un país semicolonial, el capitalismo de estado se halla
bajo la gran presión del capital privado extranjero y de sus
gobiernos, y no puede mantenerse sin el apoyo activo de los
trabajadores. Eso es lo que explica por qué, sin dejar que el poder
real escape de sus manos, (el gobierno mexicano) trata de darles a las
organizaciones obreras una considerable parte de responsabilidad en la
marcha de la producción de las ramas nacionalizadas de la industria.
¿Cuál debería ser
la política del partido obrero en estas circunstancias? Sería un
error desastroso, un completo engaño, afirmar que el camino al
socialismo no pasa por la revolución proletaria, sino por la
nacionalización que haga el estado burgués en algunas ramas de la
industria y su transferencia a las organizaciones obreras. Pero esta
no es la cuestión. El gobierno burgués llevo a cabo por sí mismo la
nacionalización y se ha visto obligado a pedir la participación de
los trabajadores en la administración de la industria nacionalizada.
Por supuesto, se puede evadir la cuestión aduciendo que, a menos que
el proletariado tome el poder, la participación de los sindicatos en
el manejo de las empresas del capitalismo de estado no puede dar
resultados socialistas. Sin embargo, una política tan negativa de
parte del ala revolucionaria no sería comprendida por las masas y
reforzaría las posiciones oportunistas. Para los marxistas no se
trata de construir el socialismo con las manos de la burguesía, sino
de utilizar las situaciones que se presentan dentro del capitalismo de
estado y hacer avanzar el movimiento revolucionario de los
trabajadores.
La participación en
los parlamentos burgueses no puede ya ofrecer resultados positivos
importantes; en determinadas situaciones, puede incluso conducir a la
desmoralización de los diputados obreros. Pero esto no es argumento
para que los revolucionarios apoyen el antiparlamentarismo.
Sería inexacto
identificar la participación obrera en la administración de la
industria nacionalizada con la participación de los socialistas en un
gobierno burgués (lo que se llama ministerialismo). Todos los
miembros de un gobierno están ligados por lazos de solidaridad. Un
partido representado en el gobierno es responsable de la política del
gobierno en su conjunto. La participación en el manejo en una cierta
rama de la industria brinda, en cambio, una amplia oportunidad de
oposición política. En caso de que los representantes obreros estén
en minoría en la administración, tienen todas las oportunidades para
proclamar y publicar sus propuestas rechazadas por la mayoría,
ponerlas en conocimiento de los trabajadores, etc.
La participación de
los sindicatos en la administración de la industria nacionalizada
puede compararse con la de los socialistas en los gobiernos
municipales, donde ganan a veces la mayoría y están obligados a
dirigir una importante economía urbana, mientras la burguesía continúa
dominando el estado y siguen vigentes las leyes burguesas de
propiedad. En la municipalidad, los reformistas se adaptan pasivamente
al régimen burgués. En el mismo terreno, los revolucionarios hacen
todo lo que pueden en interés de los trabajadores y, al mismo tiempo,
les enseñan a cada paso que, sin la conquista del poder del estado,
la política municipal es impotente.
La diferencia es, sin
duda, que en el gobierno municipal los trabajadores ganan ciertas
posiciones por medio de elecciones democráticas, mientras que en la
esfera de la industria nacionalizada el propio gobierno los invita a
hacerse cargo de determinados puestos. Pero esta diferencia tiene un
carácter puramente formal. En ambos casos, la burguesía se ve
obligada a conceder a los trabajadores ciertas esferas de actividad.
Los trabajadores las utilizan en favor de sus propios intereses.
Sería necio no tener
en cuenta los peligros que surgen de una situación en que los
sindicatos desempeñan un papel importante en la industria
nacionalizada. El riesgo radica en la conexión de los dirigentes
sindicales con el aparato del capitalismo de estado, en la
transformación de los representantes del proletariado en rehenes del
estado burgués. Pero por grande que pueda ser este peligro, sólo
constituye una parte del peligro general, más exactamente, de una
enfermedad general: la degeneración burguesa de los aparatos
sindicales en la época del imperialismo, no sólo en los viejos
centros metropolitanos sino también en los países coloniales. Los líderes
sindicales son, en la abrumadora mayoría de los casos, agentes políticos
de la burguesía y de su estado. En la industria nacionalizada pueden
volverse, y ya se están volviendo, sus agentes administrativos
directos. Contra esto no hay otra alternativa que luchar por la
independencia del movimiento obrero en general; y en particular por la
formación en los sindicatos de firmes núcleos revolucionarios que, a
la vez que defienden la unidad del movimiento sindical, sean capaces
de luchar por una política de clase y una composición revolucionaria
de los organismos directivos.
Otro peligro reside
en el hecho de que los bancos y otras empresas capitalistas, de las
cuales depende económicamente una rama determinada de la industria
nacionalizada, pueden utilizar, y sin duda lo harán, métodos
especiales de sabotaje para poner obstáculos en el camino de la
administración obrera, desacreditarla y empujarla al desastre. Los
dirigentes reformistas tratarán de evitar el peligro adaptándose
servilmente a las exigencias de sus proveedores capitalistas, en
particular de los bancos. Los líderes revolucionarios, en cambio, del
sabotaje bancario extraerán la conclusión de que es necesario
expropiar los bancos y establecer un solo banco nacional, que llevaría
la contabilidad de toda la economía. Por supuesto, esta cuestión
debe estar indisolublemente ligada a la de la conquista del poder por
la clase trabajadora.
Las distintas
empresas capitalistas, nacionales y extranjeras, conspirarán
inevitablemente, junto con las instituciones estatales, para
obstaculizar la administración obrera de la industria nacionalizada.
Por su parte, las organizaciones obreras que manejen las distintas
ramas de la industria nacionalizada deben unirse para intercambiar
experiencias, darse mutuo apoyo económico, y actuar unidas ante el
gobierno, por las condiciones de crédito, etc. Por supuesto, esa
dirección central de la administración obrera de las ramas
nacionalizadas de la industria debe estar en estrecho contacto con los
sindicatos.
Para resumir, puede
afirmarse que este nuevo campo de trabajo implica las más grandes
oportunidades y los mayores peligros. Estos consisten en que el
capitalismo de estado, por medio de sindicatos controlados, puede
contener a los obreros, explotarlos cruelmente y paralizar su
resistencia. Las posibilidades revolucionarias consisten en que, basándose
en sus posiciones en ramas industriales de excepcional importancia,
los obreros lleven el ataque contra todas las fuerzas del capital y
del estado burgués. ¿Cuál de estas posibilidades triunfará? ¿Y en
cuanto tiempo? Naturalmente, es imposible predecirlo. Depende
totalmente de la lucha de las diferentes tendencias en la clase
obrera, de la experiencia de los propios trabajadores, de la situación
mundial. De todos modos, para utilizar esta nueva forma de actividad
en interés de los trabajadores y no de la burocracia y aristocracia
obreras, sólo se necesita una condición: la existencia de un partido
marxista revolucionario que estudie cuidadosamente todas las formas de
actividad de la clase obrera, critique cada desviación, eduque y
organice a los trabajadores, gane influencia en los sindicatos y
asegure una representación obrera revolucionaria en la industria
nacionalizada.
(**) Publicado en Escritos,
Tomo X, pág. 482, Bogotá, Editorial Pluma, 1977.
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