Prólogo a la reedición de la biografía de Eugene
Debs
Por Mike Davis Sin Permiso, 29/10/06
Traducción
de Xavier Fontcuberta Estrada
Mike
Davis prologa una reedición de la clásica biografía de Eugene Debs
escrita por Ray Ginger en 1949 y reflexiona sobre la historia del
movimiento obrero socialista en los EEUU.
Al
contrario que muchos de mis coetáneos en la Nueva Izquierda de los años
sesenta, nunca llevé pañales de rojo. Yo no podía alardear de una
valiente abuela yidisch que cerró la puerta a las Centurias Negras,
de un abuelo que conoció a Lenin, o de padres que colectaron dinero
para enviar ambulancias a España o se enamoraron en un concierto de
Paul Robeson. Aunque crecí en un hogar fuertemente vinculado al
sindicalismo, donde Pat Gorman (el líder de los Meatcutters) y
Franklin D. Roosevelt eran deidades paternales, no había ni
distintivos de Earl Browder ni Little Red Songbooks (Breves
Cancioneros Rojos) escondidos por ahí en el tocador de mis padres.
Sencillamente éramos ordinarios trabajadores de cuello azul votantes
de los demócratas. Y aun así, como mucha de la gente sin un origen
de izquierdas, hay una pequeña pero importante huella de Eugene
Victor Debs en la historia de mi familia – un testimonio casero de
su perdurable influencia.
¿Debs?
Durante generaciones Gene Debs, junto con la política de clase
trabajadora a la cual él dedicó su vida, ha sido censurado de
nuestros planes de estudios o, peor aún, reducido a una mera
curiosidad: el socialista que obtuvo un 6% del voto presidencial en
1912. Como su mismo héroe personal, John Brown del Harper's Ferry,
la vida y las metas de Debs no terminan de encajar en los panteones
históricos respetables o en la narrativa del progreso nacional. Sin
embargo Debs, el fantasma de esa otra América radical, se resiste a
desaparecer. Sea como el líder de los huelguistas de Pullman en 1894,
como uno de los fundadores del Industrial Workers of the World
(Trabajadores Industriales del Mundo) en 1905, como candidato
presidencial socialista en 1912, o como el preso político de Woodrow
Wilson más famoso en 1920, Debs ocupó un lugar demasiado
preponderante en la historia contemporánea como para ser
sencillamente expulsado por la condescendencia de una posteridad
ignorante u hostil.
Como
muchos otros agradecidos lectores, tropecé por primera vez con Debs a
través de la extraordinaria biografía de Ray Ginger, y di con Ginger
gracias al Chevy del 55 azul pastel que estrellé en un muro
durante una carrera callejera con colegas adolescentes y borrachos, el
día de San Valentín de 1964. Mientras estaba en el hospital, el
bueno de mi padre me trajo un ejemplar de The Bending Cross
(publicado por primera vez en 1949) – posiblemente con la esperanza
de desengancharme de la basura de libros sobre maquear coches (Crash
Car Club, Hot Rod Inferno y por el estilo) a la que yo era
claramente adicto. Su sindicato, los Amalgamated Meatcutters and
Butcher Workmen (Trabajadores de Mataderos y Carniceros Unidos)
tenía un papel decisivo en la restauración de la casa de Debs en
Terre Haute, y él pensó que yo podría hallar algo de inspiración y
madurez en la biografía de Ginger. Mi madre, que incesantemente nos
recordaba que ella no era una “liberal sensiblera” como mi padre
(su presidente favorito era Calvin Coolidge) sostenía que algunos
meses en un reformatorio juvenil o incluso mejor, en San Quentin,
arreglarían mi carácter muchísimo más que un buen libro; sin
embargo, echó un vistazo al Ginger y comentó “a tu abuelo le
gustaba”.
Esa
fue, como mínimo, una revelación sorprendente. Cuando mi combativo
abuelo irlandés, Jack Ryan, volvió de ir a la carga en la Colina de
San Juan (o lo que sea que hiciese en la batalla de Santiago de 1898),
irritó enormemente a sus nuevos cuñados de Columbus (Ohio) al
convertirse en abierto partidario de Teddy Roosevelt y el ala
progresista del Partido Republicano. El clan de mi abuela, los
Mulligan, eran miembros de las hermandades del ferrocarril, y Demócratas
acérrimos hasta la médula (un tío abuelo solía reconocer que votar
al GOP era casi tan impensable como “ser visto en público bebiendo
limonada con un metodista”). Y sin embargo hasta que finalmente se
pasó a F.D.R. en 1936, mi abuelo se mantuvo siempre como un leal
Republicano (de ahí la extraña afinidad de mi madre por Silent
Cal), con la chocante excepción de las elecciones presidenciales
de 1920, cuando votó por un socialista convicto en lugar de por un
hijo de Ohio y candidato del GOP, el senador Warren G. Harding.
Casi
un millón de americanos, de hecho, votaron en 1920 por el prisionero
federal número 9653, y muchos de ellos eran camaradas poco comunes,
como mi abuelo republicano: gente que no estaba necesariamente de
acuerdo con la política de Debs, pero que admiraba su devoción por
la causa de los trabajadores y su valor para denunciar la carnicería
de la Primera Guerra Mundial. Según mi madre, mi abuelo había oído
hablar una vez a Debs desde el furgón de cola de su famoso “Red
Special”, el tren que lo llevó a través del Medio Oeste
durante las elecciones de 1908, y estaba consternado de que “la
conciencia de América” hubiese sido sentenciado a diez años en la
cárcel federal, por criticar al Presidente Wilson y la guerra en su
famoso discurso de Canton (Ohio) en junio de 1918. Y estaba
particularmente cabreado con Wilson por haber mantenido a Debs y
cientos de otros socialistas y sindicalistas en la cárcel mucho después
del Armisticio, y por deportar a miles de “agentes subversivos” en
1919 sin siquiera aparentar un debido proceso. El abuelo creía que
Wilson estaba ebrio de poder, intoxicado por su propia retórica
moralista.
De
hecho el dramático choque entre Wilson y Debs, que Ginger esboza con
maestría, fue una de las grandes confrontaciones político-morales en
la historia moderna de América, enfrentando al progresismo moralista
y autocomplaciente contra un desafiante socialismo. Mi abuelo, aunque
fuese él mismo un Bull Moose Progressive, detestaba la
rimbombante hipocresía de Wilson y la intolerancia calvinista. Aunque
Wilson permanece consagrado en la mitología de los libros de texto
como el “gran idealista”, fue de hecho el enemigo presidencial más
despiadado de las libertades civiles y la disidencia política en toda
la historia americana. Las cazas de brujas y las listas negras de los
primeros años de la Guerra Fría palidecen al lado del reino de
terror antirradical desatado por la administración Wilson. Además de
encarcelar a los líderes del Industrial Workers of the World
(Trabajadores Industriales del Mundo) y del Partido Socialista de América,
Wilson suprimió la prensa de izquierdas radical, impuso la ley
marcial en los pueblos mineros fuertemente militantes de Montana y
Arizona, envió la guarnición federal para hacer respetar el poder de
las empresas en los campos madereros del noroeste del Pacífico y soltó
a los guardas de la American Protective League (Liga Americana
de Protección) para dar caza a prófugos, quemar librerías radicales
y apalear o incluso linchar inmigrantes radicales de izquierdas.
Mientras pontificaba sobre los “derechos de las pequeñas
naciones”, invadió México, Haití y la República Dominicana, así
como también mandó dos grandes fuerzas expedicionarias para ayudar a
los “Blancos” en la guerra civil rusa. En contraste con estas
intervenciones tan agresivas, el aristócrata de la supremacía blanca
de Virginia se negó a levantar un solo dedo mientras los
afroamericanos eran masacrados en las calles de East St. Louis en 1917
y de Chicago en 1919.
Si
esta política de despotismo presidencial, represión interna e
intervenciones en ultramar – todo ello perfumado con piadosos e
inacabables sermones – suena familiar, es con toda seguridad debido
a que Woodrow Wilson, tanto como Ronald Reagan o Dick Nixon, es el
espejo en que se mira George W. Bush; y sólo por el hecho de que Debs
fuese el más destacado oponente público del imperialismo liberal de
Wilson, su vida y su política merecerían hoy en día nuestra atenta
atención. Pero el bombero ferroviario de Indiana – que sólo tenía
14 años cuando empezó por primera vez a trabajar por 50 centavos al
día en las tiendas de la línea Vandalia – también se mantiene
como un paradigma de firmeza de carácter incomparable para aquéllos
que pretendan cambiar el mundo.
En
estos tiempos sin héroes – una cínica “edad de calma” parecida
a los años veinte – es fácil perder la fe en la capacidad humana
de transformación: a la edad de treinta años, como muy tarde, muchos
de los activistas contemporáneos han visto dispersarse las filas de
seguidores a su causa más por la ambición y el egoísmo que por la
represión o la fatiga. Es fácil creer que a nuestra especie le falta
el gen necesario para el fraternalismo socialista y el cooperativismo
mancomunado. Vemos tan poca evidencia de auténtico desinterés o
compromiso inquebrantable con los principios, que estamos casi
obligados a aceptar definiciones reaccionarias de la naturaleza humana
como inherentemente competitiva, consumista y de estrechez de miras.
Tal vez es inevitable que jóvenes radicales se conviertan en
conservadores de mediana edad, que los rebeldes de los talleres se
conviertan en autocráticos burócratas sindicalistas, y que los héroes
de ayer a favor de los derechos civiles acaben como politicuchos
hastiados en el páramo moral del Partido Demócrata. Y tal vez a
consecuencia de ello, sea mejor cultivar silenciosamente la anarquía
en los bosques de Oregon o simplemente tirar la toalla y sacarse un
MBA.
En
cambio, The Bending Cross nos ofrece un anticuado – y sí,
incorregiblemente romántico – ethos para el activismo; un
antídoto contra el hastiado cinismo posmoderno, que aparece
convincente y coherente gracias al ejemplo de la vida misma de Debs.
Es irónico que el líder socialista fuese encarcelado por
“deslealtad”, ya que lo que más distinguió a Debs fue su firmeza
moral y lealtad inquebrantable al movimiento obrero. Cuando la
administración de Cleveland movilizó tanto a la caballería como a
los juzgados para destruir la American Railway Union (Sindicato
del Ferrocarril Americano), el primer acto de Debs después de salir
de la cárcel fue asumir personalmente todas las deudas del sindicato,
incluso aunque después le llevase 15 años pagarlas. Del mismo modo,
cuando cientos de socialistas y miembros del IWW (Industrial
Workers of the World – Trabajadores Industriales del Mundo)
contrarios a la guerra fueron enviados a prisión en 1917 y 1918, Debs
prometió unírseles, a pesar de tener tan mala salud que su familia
temía que se estaba exponiendo de facto a una sentencia de muerte.
Pero
la estatura moral de Debs, como muestra Ginger, se formó directamente
en la extraordinaria cultura de la camaradería y la solidaridad que
se había forjado en las épicas huelgas de las décadas de 1890 y
1900. En una época dónde los huelguistas derrotados eran marcados de
por vida y poseer una carné del sindicato (especialmente si era rojo)
podía conllevar una paliza o la cárcel, los trabajadores militantes
debían contar con vehementes vínculos de solidaridad y fraternidad.
Dentro del Partido Socialista, especialmente entre sus bases, esto se
convirtió en un espíritu de amor y celebración: un afecto y
camaradería que impregnó el movimiento durante sus primeros años a
pesar de las incesantes peleas y batallas entre facciones.
Debs
era la personificación del ideal del “buen camarada” y obtenía
su sueldo no por estar en un alto cargo o ser una celebridad del
celuloide, sino por el cariño de la gente común. A su vez, él
constantemente cuidaba de transmitir fuerza y optimismo a una
militancia a menudo agotada y desmoralizada. Ginger nos describe un
pequeño incidente cuando Debs estaba subiendo al tren en Terre Haute
en 1918 camino de su penoso viaje a la prisión federal: “Un minero
del carbón surgió de entre la multitud y agarró el brazo de Debs:
‘Estamos contigo, Gene – por Dios, estamos contigo hasta el último
de nosotros’. Debs le besó en la mejilla y murmuró: ‘Ya lo sé.
Hasta el último suspiro resistiremos juntos, todos nosotros.
Solamente si resistimos juntos podemos esperar una victoria. Vosotros
cuidad de los de fuera y yo cuidaré de los de dentro’.
El
conocido afecto que exhibía Debs ha sido a menudo desacreditado
condescendientemente por escritores que no son socialistas como
muestra de un carácter generoso pero ingenuo: H. L. Mencken, por
ejemplo, alabó públicamente al socialista encarcelado como el
“hombre más decente en América” pero luego desechó el trabajo
de su vida describiéndolo como la misión de un loco. Los liberales y
los social-demócratas, por su lado, a menudo retratan a Debs como una
figura cordial, incluso trágica, la cual contribuyó noblemente al
avance de las reformas a pesar de su romance con una “revolución
americana” sin porvenir.
The
Bending Cross
debería desengañar a los lectores de todas esas preconcepciones que
pintan a Debs como un santurrón loco o como un precursor utópico del
New Deal. Como ampliamente demuestra Ginger, Debs merecía
totalmente la subversiva reputación que le imputaban los robber
barons (barones ladrones) y los presidentes Cleveland y Wilson.
Fue un fiero luchador por la justicia social en exactamente el mismo
sentido que John Brown y Malcom X, y a pesar de su rechazo hacia la
violencia, no vaciló en aconsejar una defensa propia con armas a los
mineros cercados de Colorado, o en recordar a sus camaradas de clase
media que el cooperativismo mancomunado y su placentero reino seria
seguramente inaugurado con una guerra revolucionaria. Nadie – ni
Mother Jones ni incluso Big Hill Haywood – tomó parte en tantas
huelgas, participó en tantos piquetes, o en general estuvo en tantos
campos de batalla de la guerra de clases como Debs. Puede que él haya
sido la figura unificadora – de hecho el más fulcro – del Partido
Socialista, pero también se alineó sistemáticamente con el ala
izquierda durante las divisorias y graves disputas sobre la supuesta
recomendación del sabotaje por parte del IWW, la oposición a la
guerra y al servicio militar obligatorio, y el apoyo a la Revolución
de Octubre.
Si
el Debs liberal o socialdemócrata es un hombre del Oeste Medio (Main
Street Terre Haute) puro y simple, el Debs real – por muy poco
viajado que estuviese fuera de los viejos 48 estados – fue una
figura central del socialismo internacional, parte de ese heroico puñado
de prominentes líderes de antes de la guerra – incluyendo a Jean
Jaures, Rosa Luxemburgo, Karl Liebknecht, James Connolly, Leon Trotsky
y V.I. Lenin – que se opusieron a la capitulación de la Segunda
Internacional ante el frenesí militar y el asesinato en masa. Su
internacionalismo fue repetidamente demostrado con su entusiasmo por
la Revolución Mexicana, su apoyo a las revueltas irlandesa e india y
su inmediata y ferviente solidaridad con el experimento revolucionario
en Rusia. “Nikolai Lenin”, observa Ginger, “correspondió
completamente al respeto y la admiración de Debs”, y en su famosa Letter
to American Workers (Carta a los Trabajadores Americanos) de 1918
alabó al recién encarcelado opositor contra la guerra como la
encarnación de las mejores cualidades de la clase trabajadora
americana.
Debs,
evidentemente, también personificaba algunas de sus carencias. Como
otros líderes radicales de los trabajadores, solía tragar con todo
menos con la teoría, y tenía muy poco interés en las complejidades
de la reproducción capitalista y las crisis económicas. Se convirtió
en un marxista orgulloso, pero estaba más capacitado para citar en
sus discursos a Víctor Hugo o a Abraham Lincoln. A pesar de su
amistad con innumerables modernistas o bohemios de primera fila, sus
gustos literarios o culturales seguían apreciando el recargado
sentimentalismo de las décadas de 1870 y 1880 (si bien Debs nunca fue
tan desesperadamente anticuado o encorsetado como su buen amigo Upton
Sinclair). Mucho más importante es que su poderosa identificación
con la tradición abolicionista coexistió durante muchos años con la
tolerancia hacia el racismo que impregnaba las segregadas hermandades
de los ferrocarriles. Aunque finalmente se convirtió en un valiente y
claro defensor de la igualdad racial, su visión del sindicalismo
industrial como el gran motor del cambio social dejaba poco espacio,
conceptual o programático, para un papel autónomo y democrático-revolucionario
de los movimientos negros de liberación.
Ginger
es muy duro con la tendencia de Debs a usar jerga (casi inevitable en
una vida de continua oratoria), sus más que frecuentes estancias en
el bar y su incapacidad para usar su experiencia en la cárcel para
instruirse adecuadamente en teoría social e historia. Pero Debs
resulta del todo irresistible por su corriente humanidad, y sus
excesos de retórica sentimentalista (y a veces de alcohol) difícilmente
desmerecen la grandeza moral de su resistencia desafiante o la estratégica
claridad de su síntesis del sindicalismo industrial y la izquierda
socialista. Debs fue el mejor valedor de la izquierda americana, pero
no el único, y The Bending Cross nos presenta una comunidad de
almas similares y queridas: Henry Demarest Lloyd, Kate Richards
O’Hare, Mother Bloor, Floyd Dell, Jack London, David Karsner,
Elizabeth Gurley Flynn, Frank Harris, Ralph Chaplin, John Reed, Alfred
Wagenknecht, Fred Warren, Carl Sandburg, Art Young, Theodore Debs y
los muchos otros que una vez llevaron el Red Special.
Cuando
Ginger escribió este libro en 1949, algunas de las principales
figuras del socialismo de Debs estaban todavía vivas, y el Partido
Comunista todavía no había sido hecho añicos por la persecución de
McCarthy y las revelaciones de Krushchev sobre los crímenes de
Stalin. Hoy en día, casi tres generaciones después, la Nueva
Izquierda ya ha ido y venido y algunos de los acontecimientos clave de
la vida de Debs, como la huelga de Pullman, están enterrados en el
siglo pasado. El significado último del socialismo de Debs depende
pues de si la presente generación quiere o no tejer sus propios vínculos
con este pasado rebelde. Corresponde, en otras palabras, al lector
decidir con qué se quedará de esta maravillosa biografía, y si las
lejanas vidas de Debs y sus camaradas nos inspiran para emulares o por
el contrario sólo nos apenan por nuestra propia y triste época.
.- Mike Davis es
miembro del Consejo Editorial de Sin Permiso.
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