“La
historia de las revoluciones es para nosotros, por encima de todo, la
historia de la irrupción violenta de las masas en el gobierno de sus
propios destinos...”
7 de
noviembre: aniversario de la Revolución Socialista en Rusia
A los 89
años del estallido de la revolución más trascendental de la
historia , publicamos estás páginas de uno de sus principales
protagonistas. Son el Prólogo y el Capítulo I de la Historia de
la Revolución Rusa, de León Trótsky
Prólogo
En los dos
primeros meses del año 1917 reinaba todavía en Rusia la dinastía de
los Romanov. Ocho meses después estaban ya en el timón los
bolcheviques, un partido ignorado por casi todo el mundo a principios
de año y cuyos jefes, en el momento mismo de subir al poder, se
hallaban aún acusados de alta traición. La historia no registra otro
cambio de frente tan radical, sobre todo si se tiene en cuenta que
estamos ante una nación de ciento cincuenta millones de habitantes.
Es evidente que los acontecimientos de 1917, sea cual fuere el juicio
que merezcan, son dignos de ser investigados.
La historia
de la revolución, como toda historia, debe, ante todo, relatar los
hechos y su desarrollo. Mas esto no basta. Es menester que del relato
se desprenda con claridad por qué las cosas sucedieron de ese modo y
no de otro. Los sucesos históricos no pueden considerarse como una
cadena de aventuras ocurridas al azar ni engarzarse en el hilo de una
moral preconcebida, sino que deben someterse al criterio de las leyes
que los gobiernan. El autor del presente libro entiende que su misión
consiste precisamente en sacar a la luz esas leyes.
El rasgo
característico más indiscutible de las revoluciones es la intervención
directa de las masas en los acontecimientos históricos. En tiempos
normales, el Estado, sea monárquico o democrático, está por encima
de la nación; la historia corre a cargo de los especialistas de este
oficio: los monarcas, los ministros, los burócratas, los
parlamentarios, los periodistas. Pero en los momentos decisivos,
cuando el orden establecido se hace insoportable para las masas, éstas
rompen las barreras que las separan de la palestra política, derriban
a sus representantes tradicionales y, con su intervención, crean un
punto de partida para el nuevo régimen. Dejemos a los moralistas
juzgar si esto está bien o mal. A nosotros nos basta con tomar los
hechos tal como nos los brinda su desarrollo objetivo. La historia de
las revoluciones es para nosotros, por encima de todo, la historia de
la irrupción violenta de las masas en el gobierno de sus propios
destinos.
Cuando en
una sociedad estalla la revolución, luchan unas clases contra otras,
y, sin embargo, es de una innegable evidencia que las modificaciones
por las bases económicas de la sociedad y el sustrato social de las
clases desde que comienza hasta que acaba no bastan, ni mucho menos,
para explicar el curso de una revolución que en unos pocos meses
derriba instituciones seculares y crea otras nuevas, para volver en
seguida a derrumbarlas. La dinámica de los acontecimientos
revolucionarios se halla directamente informada por los rápidos
tensos y violentos cambios que sufre la sicología de las clases
formadas antes de la revolución.
La sociedad
no cambia nunca sus instituciones a medida que lo necesita, como un
operario cambia sus herramientas. Por el contrario, acepta prácticamente
como algo definitivo las instituciones a que se encuentra sometida.
Pasan largos años durante los cuales la obra de crítica de la
oposición no es más que una válvula de seguridad para dar salida al
descontento de las masas y una condición que garantiza la estabilidad
del régimen social dominante; es, por ejemplo, la significación que
tiene hoy la oposición socialdemócrata en ciertos países. Han de
sobrevenir condiciones completamente excepcionales, independientes de
la voluntad de los hombres o de los partidos, para arrancar al
descontento las cadenas del conservadurismo y llevar a las masas a la
insurrección.
Por tanto,
esos cambios rápidos que experimentan las ideas y el estado de espíritu
de las masas en las épocas revolucionarias no son producto de la
elasticidad y movilidad de la psiquis humana, sino al revés, de su
profundo conservadurismo. El rezagamiento crónico en que se hallan
las ideas y relaciones humanas con respecto a las nuevas condiciones
objetivas, hasta el momento mismo en que éstas se desploman catastróficamente,
por decirlo así, sobre los hombres, es lo que en los períodos
revolucionarios engendra ese movimiento exaltado de las ideas y las
pasiones que a las mentalidades policíacas se les antoja fruto puro y
simple de la actuación de los "demagogos". Las masas no van
a la revolución con un plan preconcebido de la sociedad nueva, sino
con un sentimiento claro de la imposibilidad de seguir soportando la
sociedad vieja. Sólo el sector dirigente de cada clase tiene un
programa político, programa que, sin embargo, necesita todavía ser
sometido a la prueba de los acontecimientos y a la aprobación de las
masas. El proceso político fundamental de una revolución consiste
precisamente en que esa clase perciba los objetivos que se desprenden
de la crisis social en que las masas se orientan de un modo activo por
el método de las aproximaciones sucesivas. Las distintas etapas del
proceso revolucionario, consolidadas pro el desplazamiento de unos
partidos por otros cada vez más extremos, señalan la presión
creciente de las masas hacia la izquierda, hasta que el impulso
adquirido por el movimiento tropieza con obstáculos objetivos.
Entonces comienza la reacción: decepción de ciertos sectores de la
clase revolucionaria, difusión del indeferentismo y consiguiente
consolidación de las posiciones adquiridas por las fuerzas
contrarrevolucionarias. Tal es, al menos, el esquema de las
revoluciones tradicionales.
Sólo
estudiando los procesos políticos sobre las propias masas se alcanza
a comprender el papel de los partidos y los caudillos que en modo
alguno queremos negar. Son un elemento, si no independiente, sí muy
importante, de este proceso. Sin una organización dirigente, la energía
de las masas se disiparía, como se disipa el vapor no contenido en
una caldera. Pero sea como fuere, lo que impulsa el movimiento no es
la caldera ni el pistón, sino el vapor.
Son
evidentes las dificultades con que tropieza quien quiere estudiar los
cambios experimentados por la conciencia de las masas en épocas de
revolución. Las clase oprimidas crean la historia en las fábricas,
en los cuarteles, en los campos, en las calles de la ciudad. Mas no
acostumbran a ponerla por escrito. Los períodos de tensión máxima
de las pasiones sociales dejan, en general, poco margen par ala
contemplación y el relato. Mientras dura la revolución, todas las
musas, incluso esa musa plebeya del periodismo, tan robusta, lo pasan
mal. A pesar de esto, la situación del historiador no es desesperada,
ni mucho menos. Los apuntes escritos son incompletos, andan sueltos y
desperdigados. Pero, puestos a la luz de los acontecimientos, estos
testimonios fragmentarios permiten muchas veces adivinar la dirección
y el ritmo del proceso histórico. Mal o bien, los partidos
revolucionarios fundan su técnica en la observación de los cambios
experimentados por la conciencia de las masas. La senda histórica del
bolchevismo demuestra que esta observación, al menos en sus rasgos más
salientes, es perfectamente factible. ¿Por qué lo accesible al político
revolucionario en el torbellino de la lucha no ha de serlo también
retrospectivamente al historiador?
Sin embargo,
los procesos que se desarrollan en la conciencia de las masas no son
nunca autóctonos ni independientes. Pese a los idealistas y a los eclécticos,
la conciencia se halla determinada por la existencia. Los supuestos
sobre los que surgen la Revolución de Febrero y su suplantación por
la de Octubre tienen necesariamente que estar informados por las
condiciones históricas en que se formó Rusia, por su economía, sus
clases, su Estado, por las influencias ejercidas sobre ella por otros
países. Y cuanto más enigmático nos parezca el hecho de que un país
atrasado fuera el primero en exaltar al poder al proletariado, más
tenemos que buscar la explicación de este hecho en las características
de ese país, o sea en lo que le diferencia de los demás.
En los
primeros capítulos del presente libro esbozamos rápidamente la
evolución de la sociedad rusa y de sus fuerzas intrínsecas, acusando
de este modo las peculiaridades históricas de Rusia y su peso específico.
Confiamos en que el esquematismo de esas páginas no asustará al
lector. Más adelante, conforme siga leyendo, verá a esas mismas
fuerzas sociales vivir y actuar.
Este trabajo
no está basado precisamente en los recuerdos personales de su autor.
El hecho de que éste participara en los acontecimientos no le exime
del deber de basar su estudio en documentos rigurosamente comprobados.
El autor habla de sí mismo allí donde la marcha de los
acontecimientos le obliga a hacerlo, pero siempre en tercera persona.
Y no por razones de estilo simplemente, sino porque el tono subjetivo
que en las autobiografías y en las memorias es inevitable sería
inadmisible en un trabajo de índole histórica.
Sin embargo,
la circunstancia de haber intervenido personalmente en la lucha
permite al autor, naturalmente, penetrar mejor, no sólo en la sicología
de las fuerzas actuantes, las individuales y las colectivas, sino
también en la concatenación interna de los acontecimientos. Mas para
que esta ventaja dé resultados positivos, precisa observar una
condición, a saber: no fiarse a los datos de la propia memoria, y
esto no sólo en los detalles, sino también en lo que respecta a los
motivos y a los estados de espíritu. El autor cree haber guardado
este requisito en cuanto de él dependía.
Todavía
hemos de decir dos palabras acerca de la posición política del
autor, que en función de historiador, sigue adoptando el mismo punto
de vista que adoptaba en función de militante ante los
acontecimientos que relata. El lector no está obligado, naturalmente,
a compartir las opiniones políticas del autor, que éste, por su
parte, no tiene tampoco por qué ocultar. Pero sí tiene derecho a
exigir de un trabajo histórico que no sea precisamente la apología
de una posición política determinada, sino una exposición,
internamente razonada, del proceso real y verdadero de la revolución.
Un trabajo histórico sólo cumple del todo con su misión cuando en
sus páginas los acontecimientos se desarrollan con toda su forzosa
naturalidad.
¿Mas tiene
esto algo que ver con la que llaman "imparcialidad" histórica?
Nadie nos ha explicado todavía claramente en qué consiste esa
imparcialidad. El tan citado dicho de Clemenceau de que las
revoluciones hay que tomarlas o desecharlas en bloc es, en el mejor de
los casos, un ingenioso subterfugio: ¿cómo es posible abrazar o
repudiar como un todo orgánico aquello que tiene su esencia en la
escisión? Ese aforismo se lo dicta a Clemenceau, por una parte, la
perplejidad producida en éste por el excesivo arrojo de sus
antepasados, y, por otra, la confusión en que se halla el
descendiente ante sus sombras.
Uno de los
historiadores reaccionarios, y, por tanto, más de moda en la Francia
contemporánea, L. Madelein, que ha calumniado con palabras tan
elegantes a la Gran Revolución, que vale tanto como decir a la
progenitora de la nación francesa, afirma que "el historiador
debe colocarse en lo alto de las murallas de la ciudad sitiada,
abrazando con su mirada a sitiados y sitiadores"; es, según él,
la única manera de conseguir una "justicia conmutativa".
Sin embargo, los trabajos de este historiador demuestran que si él se
subió a lo alto de las murallas que separan a los dos bandos, fue,
pura y simplemente, para servir de espía a la reacción. Y menos mal
que en este caso se trata de batallas pasadas, pues en épocas de
revolución es un poco peligroso asomar la cabeza sobre las murallas.
Claro está que, en los momentos peligrosos, estos sacerdotes de la
"justicia conmutativa" suelen quedarse sentados en casa
esperando a ver de qué parte se inclina la victoria.
El lector
serio y dotado de espíritu crítico no necesita de esa solapada
imparcialidad que le brinda la copa de la conciliación llena de posos
de veneno reaccionario, sino de la metódica escrupulosidad que va a
buscar en los hechos honradamente investigados, apoyo manifiesto para
sus simpatías o antipatías disfrazadas, a la contrastación de sus
nexos reales, al descubrimiento de las leyes por que se rigen. Ésta
es la única objetividad histórica que cabe, y con ella basta, pues
se halla contrastada y confirmada, no por las buenas intenciones del
historiador de que él mismo responde, sino por las leyes que rigen el
proceso histórico y que él se limita a revelar.
Para
escribir este libro nos han servido de fuentes numerosas publicaciones
periódicas, diarios y revistas, memorias, actas y otros materiales,
en parte manuscritos y, principalmente, los trabajos editados por el
Instituto para la Historia de la Revolución en Moscú y Leningrado.
Nos ha parecido superfluo indicar en el texto las diversas fuentes, ya
que con ello no haríamos más que estorbar la lectura. Entre las
antologías de trabajos históricos hemos manejado my en particular
los dos tomos de los Apuntes para la Historia de la Revolución de
Octubre (Moscú-Leningrado, 1927). Escritos por distintos autores, los
trabajos monográficos que forman estos dos tomos no tienen todos el
mismo valor, pero contienen, desde luego, abundante material de
hechos.
Cronológicamente
nos guiamos en todas las fechas por el viejo calendario, rezagado en
trece fechas, como se sabe, respecto al que regía en el resto del
mundo y hoy rige también en los Soviets. El autor no tenía más
remedio que atenerse al calendario que estaba en vigor durante la
revolución. Ningún trabajo le hubiera costado, naturalmente,
trasponer las fechas según el cómputo moderno. Pero esta operación,
eliminando unas dificultades, habría creado otras de más monta. El
derrumbamiento de la monarquía pasó a la historia con el nombre de
Revolución de Febrero. Sin embargo, computando la fecha por el
calendario occidental, ocurrió en marzo. La manifestación armada que
se organizó contra la política imperialista del gobierno provisional
figura en la historia con el nombre de "jornadas de abril",
siendo así que, según el cómputo europeo, tuvo lugar en mayo. Sin
detenernos en otros acontecimientos y fechas intermedios, haremos
notar, finalmente, que la Revolución de Octubre se produjo, según el
calendario europeo, en noviembre. Como vemos, ni el propio calendario
se puede librar del sello que estampan en él los acontecimientos de
la Historia, y al historiador no le es dado corregir las fechas históricas
con ayuda de simples operaciones aritméticas. Tenga en cuenta el
lector que antes de derrocar el calendario bizantino, la revolución
hubo de derrocar las instituciones que a él se aferraban.
Capítulo
I
El rasgo
fundamental y más constante de la historia de Rusia es el carácter
rezagado de su desarrollo, con el atraso económico, el primitivismo
de las formas sociales y el bajo nivel de cultura que son su obligada
consecuencia.
La población
de aquellas estepas gigantescas, abiertas a los vientos inclementes
del Oriente y a los invasores asiáticos, nació condenada por la
naturaleza misma a un gran rezagamiento. La lucha con los pueblos nómadas
se prolonga hasta fines del siglo XVII. La lucha con los vientos que
arrastran en invierno los hielos y en verano la sequía aún se sigue
librando hoy en día. La agricultura -base de todo el desarrollo del
país- progresaba de un modo extensivo: en el norte eran talados y
quemados los bosques, en el sur se roturaban las estepas vírgenes;
Rusia fue tomando posesión de la naturaleza no en profundidad, sino
en extensión.
Mientras que
los pueblos bárbaros de Occidente se instalaban sobre las ruinas de
la cultura romana, muchas de cuyas viejas piedras pudieron utilizar
como material de construcción, los eslavos de Oriente se encontraron
en aquellas inhóspitas latitudes de la estepa huérfanos de toda
herencia: su antecesores vivían en un nivel todavía más bajo que el
suyo. Los pueblos de la Europa occidental, encerrados en seguida
dentro de sus fronteras naturales, crearon los núcleos económicos y
de cultura de las sociedades industriales. La población de la llanura
oriental, tan pronto vio asomar los primeros signos de penuria, penetró
en los bosques o se fue a las estepas. En Occidente, los elementos más
emprendedores y de mayor iniciativa de la población campesina
vinieron a la ciudad, se convirtieron en artesanos, en comerciantes.
Algunos de los elementos activos y audaces de Oriente se dedicaron
también al comercio, pero la mayoría se convirtieron en cosacos, en
colonizadores.
El proceso
de diferenciación social tan intensivo en Occidente, en Oriente veíase
contenido y esfumado por el proceso de expansión. "El zar de los
moscovitas, aunque cristiano, reina sobre gente de inteligencia
perezosa", escribía Vico, contemporáneo de Pedro I. Aquella
"inteligencia perezosa" de los moscovitas reflejaba la
lentitud del ritmo económico, la vaguedad informe de las relaciones
de clase, la indigencia de la historia interior.
Las antiguas
civilizaciones de Egipto, India y la China tenían características
propias que se bastaban a sí mismas y disponían de tiempo suficiente
para llevar sus relaciones sociales, a pesar del bajo nivel de sus
fuerzas productivas, casi hasta esa misma minuciosa perfección que
daban a sus productos los artesanos de dichos países. Rusia hallábase
enclavada entre Europa y Asia, no sólo geográficamente, sino también
desde un punto de vista social e histórico. Se diferenciaba en la
Europa occidental, sin confundirse tampoco con el Oriente asiático,
aunque se acercase a uno u otro continente en los distintos momentos
de su historia, en uno u otro respecto. El Oriente aportó el yugo tártaro,
elemento importantísimo en la formación y estructura del Estado
ruso. El Occidente era un enemigo mucho más temible; pero al mismo
tiempo un maestro. Rusia no podía asimilarse a las formas de Oriente,
compelida como se hallaba a plegarse constantemente a la presión económica
y militar de Occidente.
La
existencia en Rusia de un régimen feudal, negada por los
historiadores tradicionales, puede considerarse hoy indiscutiblemente
demostrada por las modernas investigaciones. Es más: los elementos
fundamentales del feudalismo ruso eran los mismos que los de
Occidente. Pero el solo hecho de que la existencia en Rusia de una época
feudal haya tenido que demostrarse mediante largas polémicas científicas,
es ya claro indicio del carácter imperfecto del feudalismo ruso, de
sus formas indefinidas, de la pobreza de sus monumentos culturales.
Los países
atrasados se asimilan las conquistas materiales e ideológicas de las
naciones avanzadas. Pero esto no significa que sigan a estas últimas
servilmente, reproduciendo todas las etapas de su pasado. La teoría
de la reiteración de los ciclos históricos -procedente de Vico y sus
secuaces- se apoya en la observación de los ciclos de las viejas
culturas precapitalistas y, en parte también, en las primeras
experiencias del capitalismo. El carácter provincial y episódico de
todo el proceso hacia que, efectivamente, se repitiesen hasta cierto
punto las distintas fases de cultura en los nuevos núcleos humanos.
Sin embargo, el capitalismo implica la superación de estas
condiciones. El capitalismo prepara y, hasta cierto punto, realiza la
universalidad y permanencia en la evolución de la humanidad. Con esto
se excluye ya la posibilidad de que se repitan las formas evolutivas
en las distintas naciones. Obligado a seguir a los países avanzados,
el país atrasado no se ajusta en su desarrollo a la concatenación de
las etapas sucesivas. El privilegio de los países históricamente
rezagados -que lo es realmente- está en poder asimilarse las cosas o,
mejor dicho, en obligarse a asimilárselas antes del plazo previsto,
saltando por alto toda una serie de etapas intermedias. Los salvajes
pasan de la flecha al fusil de golpe, sin recorrer la senda que separa
en el pasado esas dos armas. Los colonizadores europeos de América no
tuvieron necesidad de volver a empezar la historia por el principio.
Si Alemania o los Estados Unidos pudieron dejar atrás económicamente
a Inglaterra fue, precisamente, porque ambos países venían rezagados
en la marcha del capitalismo. Y la anarquía conservadora que hoy
reina en la industria hullera británica y en la mentalidad de
MacDonald y de sus amigos es la venganza por ese pasado en que
Inglaterra se demoró más tiempo del debido empuñando el cetro de la
hegemonía capitalista. El desarrollo de una nación históricamente
atrasada hace, forzosamente, que se confundan en ella, de una manera
característica, las distintas fases del proceso histórico. Aquí el
ciclo presenta, enfocado en su totalidad, un carácter confuso,
embrollado, mixto.
Claro está
que la posibilidad de pasar por alto las fases intermedias no es nunca
absoluta; hállase siempre condicionada en última instancia por la
capacidad de asimilación económica y cultural del país. Además,
los países atrasados rebajan siempre el valor de las conquistas
tomadas del extranjero al asimilarlas a su cultura más primitiva. De
este modo, el proceso de asimilación cobra un carácter
contradictorio. Así por ejemplo, la introducción de los elementos de
la técnica occidental, sobre todo la militar y manufacturera, bajo
Pedro I se tradujo en la agravación del régimen servil como forma
fundamental de la organización del trabajo. El armamento y los empréstitos
a la europea -productos, indudablemente, de una cultura más elevada-
determinaron el robustecimiento del zarismo, que, a su vez, se
interpuso como un obstáculo ante el desarrollo del país.
Las leyes de
la historia no tienen nada de común con el esquematismo pedantesco.
El desarrollo desigual, que es la ley más general del proceso histórico,
no se nos revela, en parte alguna, con la evidencia y la complejidad
con que la patentiza el destino de los países atrasados. Azotados por
el látigo de las necesidades materiales, los países atrasados vense
obligados a avanzar a saltos. De esta ley universal del desarrollo
desigual de la cultura se deriva otra que, a falta de nombre más
adecuado, calificaremos de ley del desarrollo combinado, aludiendo a
la aproximación de las distinta etapas del camino y a la confusión
de distintas fases, a la amalgama de formas arcaicas y modernas. Sin
acudir a esta ley, enfocada, naturalmente, en la integridad de su
contenido material, sería imposible comprender la historia de Rusia
ni la de ningún otro país de avance cultural rezagado, cualquiera
que sea su grado.
Bajo la
presión de Europa, más rica, el Estado ruso absorbía una parte
proporcional mucho mayor de la riqueza nacional que los Estados
occidentales, con lo cual no sólo condenaba a las masas del pueblo a
una doble miseria, sino que atentaba también contra las bases de las
clases pudientes. Pero, al propio tiempo, necesitado del apoyo de
estas últimas, forzaba y reglamentaba su formación. Resultado de
esto era que las clases privilegiadas, que se habían ido
burocratizando, no pudiesen llegar a desarrollarse nunca en toda su
pujanza, razón por la cual el Estado iba acercándose cada vez más
al despotismo asiático.
La
autocracia bizantina, adoptada oficialmente por los zares moscovitas
desde principios del siglo XVI, domeñó a los boyardos feudales con
ayuda de la nobleza y sometió a ésta a su voluntad, entregándole
los campesinos como siervos para erigirse sobre estas bases en el
absolutismo imperial petersburgués. Para comprender el retraso con
que se desarrolla este proceso histórico, baste decir que la
servidumbre de la gleba, que surge en el transcurso del siglo XVI, se
perfecciona en el XVII y florece en el XVIII, para no abolirse jurídicamente
hasta 1861.
El clero
desempeña, después de la nobleza, un papel bastante importante, pero
completamente mediatizado, en el proceso de formación de la
autocracia zarista. La Iglesia no se remonta nunca en Rusia a las
alturas del poder que llega a ocupar en el Occidente católico, y se
contenta con llenar las funciones de servidora espiritual cerca de la
autocracia, apuntándose esto como un mérito de su datarios del brazo
secular. Los patriarcas cambiaban al cambiar los zares. En el período
petersburgués, la sujeción de la Iglesia al Estado hízose todavía
más servil. Los doscientos mil curas y frailes integraban en el fondo
la burocracia del país, eran una especie de cuerpo policiaco de la
fe: en justa reciprocidad, la policía secular amparaba el monopolio
del clero ortodoxo en materia de fe y protegía sus tierras y sus
rentas.
La eslavofilia, este mesianismo del atraso, razonaba su filosofía
diciendo que el pueblo ruso y su Iglesia eran fundamentalmente democráticos,
en tanto que la Rusia oficial no era otra cosa que la burocracia
alemana implantada por Pedro el Grande. Marx observaba, a este propósito:
"Exactamente lo mismo que los asnos teutónicos desplazaron el
despotismo de Federico II, etc., a los franceses, como si los esclavos
atrasados no necesitaran siempre de esclavos civilizados para
amaestrarlos". Esta breve observación refleja perfectamente no sólo
la vieja filosofía de los eslavófilos, sino también el evangelio
moderno de los "racistas".
La
incidencia del feudalismo ruso y de toda la historia rusa antigua
cobraba su más triste expresión en la ausencia de auténticas
ciudades medievales como centros de artesanía, de comercio. En Rusia
el artesanado no tuvo tiempo de desglosarse por entero de la
agricultura y conservó siempre el carácter del trabajo a domicilio.
Las viejas ciudades rusas eran centros comerciales, administrativos,
militares y de la nobleza; centros, por consiguiente, consumidores y
no productores. La misma ciudad de Novgorod, tan cercana a la Hansa y
que no llegó a conocer el yugo tártaro, era una ciudad comercial sin
industria. Cierto es que la dispersión de los oficios campesinos,
repartidos por las distintas comarcas, creaba la necesidad de una red
comercial extensa. Pero los mercaderes nómadas no podían ocupar, en
modo alguno, el puesto que en Occidente ocupaba la pequeña y media
burguesía de los gremios de artesanos en el comercio y la industria,
indisolublemente unida a su periferia campesina. Además, las
principales vías de comunicación del comercio ruso conducían al
extranjero, asegurando así al capital extranjero, desde los tiempos más
remotos, el puesto directivo y dando un carácter semicolonial a todas
las operaciones, en que el comerciante ruso quedaba reducido al papel
de intermediario entre las ciudades occidentales y la aldea rusa. Este
género de relaciones económicas experimentó un cierto avance en la
época del capitalismo ruso y tuvo su apogeo y suprema expresión en
la guerra imperialista.
La
insignificancia de las ciudades rusas, que es lo que más contribuyó
a formar en Rusia el tipo de Estado asiático, excluía, en
particular, la posibilidad de un movimiento de Reforma encaminada a
sustituir la Iglesia ortodoxa burocrático-feudal por una variante
cualquiera moderna del cristianismo adaptada a las necesidades de la
sociedad burguesa. La lucha contra la Iglesia del Estado no trascendía
de los estrechos límites de las sectas campesinas, sin excluir la más
poderosa de todas, el cisma de los "creyentes viejos".
Quince años
antes de que estallase la gran Revolución francesa se desencadenó en
Rusia el movimiento de los cosacos, labriegos y obreros serviles de
los montes Urales, acaudillado por Pugachev. ¿Qué le faltó a
aquella furiosa insurrección popular para convertirse en verdadera
revolución? Le faltó el tercer estado. Sin la democracia industrial
de las ciudades, era imposible que la guerra campesina se transformase
en revolución, del mismo modo que las sectas aldeanas no podían
llevar a cabo una Reforma. Lejos de provocar una revolución, el
alzamiento de Pugachev sirvió para consolidar el absolutismo burocrático
como servidor fiel de los intereses de la nobleza, y volvió a
demostrar su eficacia en una hora difícil.
La
europeización del país, que comenzó formalmente bajo Pedro el
Grande, fue convirtiéndose cada vez más, en el transcurso del siglo
siguiente, en una necesidad de la propia clase gobernante, es decir,
de la nobleza. En 1825, la intelectualidad aristocrática, dando
expresión política a esta necesidad, se lanzó a una conspiración
militar, con el fin de poner freno a la autocracia. Presionada por el
desarrollo de la burguesía europea, la nobleza avanzada intentaba, de
este modo, suplir la ausencia del tercer estado. Pero no se resignaba,
a pesar de todo, a renunciar a sus privilegios de casta; aspiraba a
combinarlos con el régimen liberal por el que luchaba; por eso, lo
que más temía era que se levantaran los campesinos. No tiene nada de
extraño que aquella conspiración no pasara de ser la hazaña de unos
cuantos oficiales brillantes, pero aislados, que sucumbieron casi sin
lucha. Ese sentido tuvo la sublevación de los "decembristas".(1)
Los
terratenientes que poseían fábricas fueron los primeros de su
estamento que se iniciaron hacia la sustitución del trabajo servil
por el trabajo libre. Otro de los factores que impulsaban esta medida
era la exportación, cada día mayor, de cereales rusos al extranjero.
En 1861, la burocracia noble, apoyándose en los terratenientes
liberales, implanta la reforma campesina. El impotente liberalismo
burgués, reducido a su papel de comparsa, no tuvo más remedio que
contemplar el cambio pasivamente. No hace falta decir que el zarismo
resolvió el problema fundamental de Rusia, esto es, la cuestión
agraria, de un modo todavía más mezquino y rapaz de como la monarquía
prusiana había de resolver, a la vuelta de pocos años, el problema
capital de Alemania: su unidad nacional. La solución de los problemas
que incumben a una clase por obra de otra es una de las combinaciones
a que aludíamos, propias de los países atrasados.
Pero donde
se revela de un modo más indiscutible la ley del desarrollo combinado
es en la historia y el carácter de la industria rusa. Nacida tarde,
no repite la evolución de los países avanzados, sino que se
incorpora a éstos, adaptando a su atraso propio las conquistas más
modernas. Si la evolución económica general de Rusia saltó sobre
los períodos del artesanado gremial y de la manufactura, algunas
ramas de su industria pasaron por alto toda una serie de etapas técnico-industriales
que en Occidente llenaron varias décadas. Gracias a esto, la
industria rusa pudo desarrollarse en algunos momentos con una rapidez
extraordinaria. Entre la revolución de 1905 y la guerra, Rusia dobló,
aproximadamente, su producción industrial. A algunos historiadores
rusos esto les parece una razón bastante concluyente para deducir que
"hay que abandonar la leyenda del atraso y del progreso
lento". En rigor la posibilidad de un tan rápido progreso hallábase
condicionada precisamente por el atraso del país, que no sólo
persiste hasta el momento de la liquidación de la vieja Rusia, sino
que aún perdura como herencia de ese pasado hasta el día de hoy.
El termómetro
fundamental para medir el nivel económico de una nación es el
rendimiento del trabajo, que, a su vez, depende del peso específico
de la industria en la economía general del país. En vísperas de la
guerra, cuando la Rusia zarista había alcanzado el punto culminante
de su bienestar, la parte alícuota de riqueza nacional que correspondía
a cada habitante era ocho o diez veces inferior a la de los Estados
Unidos, lo cual no tiene nada de sorprendente si se tiene en cuenta
que las cuatro quintas partes de la población obrera de Rusia se
concentraban en la agricultura, mientras que en los Estados Unidos,
por cada persona ocupada en las labores agrícolas había 2,5 obreros
industriales. Añádase a esto que en vísperas de la guerra Rusia tenía
0,4 kilómetros de líneas férreas por cada 100 kilómetros
cuadrados, mientras que en Alemania la proporción era de 1,7 y de 7
en Autria-Hungría, y por el estilo, todos los demás coeficientes
comparativos que pudiéramos mencionar.
Como ya
hemos dicho, es precisamente en el campo de la economía donde se
manifiesta con su máximo relieve la ley del desarrollo combinado. Y
así, mientras que hasta el momento mismo de estallar la revolución,
la agricultura se mantenía, con pequeñas excepciones, casi en el
mismo nivel del siglo XVII, l la industria, en lo que a su técnica y
a su estructura capitalista se refería, estaba al nivel de los países
más avanzados, y, en algunos respectos, los sobrepasaba. En el año
1914 las pequeñas industrias con menos de cien obreros representaban
en los Estados Unidos un 35 por 100 del censo total de obreros
industriales, mientras que en Rusia este porcentaje era tan sólo de
17,8. La mediana y la gran industria, con una nómina de 100 a 1.000
obreros, representaban un peso específico aproximadamente igual; los
centros fabriles gigantescos que daban empleo a más de mil obreros
cada uno y que en los Estados Unidos sumaban el 17,8 por 100 del censo
total de la población obrera, en Rusia representaban el 41,4 por 100.
En las regiones industriales más importantes este porcentaje era
todavía más elevado: en la zona de Petrogrado era de 44,4 por 100;
en la de Moscú, de 57,3 por 100. A idénticos resultados llegamos
comparando la industria rusa con la inglesa o alemana. Este hecho, que
nosotros fuimos los primeros en registrar en el año 1908, se aviene
mal con la idea que vulgarmente se tiene del atraso económico de
Rusia. Y, sin embargo, no excluye este atraso, sino que lo complementa
dialécticamente.
También la
fusión del capital industrial con el bancario se efectuó en Rusia en
proporciones que tal vez no haya conocido ningún otro país. Pero la
mediatización de la industria por los Bancos equivalía a su
mediatización por el mercado financiero de la Europa occidental. La
industria pesada (metal, carbón, petróleo) se hallaba sometida casi
por entero al control del capital financiero internacional , que se
había creado una red auxiliar y mediadora de Bancos en Rusia. La
industria ligera siguió las mismas huellas. En términos generales,
cerca del 40 por 100 del capital acciones invertido en Rusia pertenecía
a extranjeros, y la proporción era considerablemente mayor en las
ramas principales de la industria. Sin exageración, puede decirse que
los paquetes de acciones que controlaban los principales bancos,
empresas y fábricas de Rusia estaban en manos de extranjeros,
debiendo advertirse que la participación de los capitales de
Inglaterra, Francia y Bélgica representaba casi el doble de la de
Alemania.
Las
condiciones originarias de la industria rusa y de su estructura
informan el carácter social de la burguesía de Rusia y su fisonomía
política. La intensa concentración industrial suponía, ya de suyo,
que entre las altas esferas capitalistas y las masas del pueblo no
hubiese sito para una jerarquía de capas intermedias. Añádase a
esto que los propietarios de las más importantes empresas
industriales, bancarias y de transportes eran extranjeros que
cotizaban los beneficios obtenidos en Rusia y su influencia política
en los parlamentos extranjeros, razón por la cual no sólo no les
interesaba fomentar la lucha por el parlamentarismo ruso, sino que
muchas veces le hacían frente: bate recordar el vergonzoso papel que
desempeñaba en Rusia la Francia oficial. Tales eran las causas
elementales e insuperables del aislamiento político y del odio al
pueblo de la burguesía rusa. Y si ésta, en los albores de su
historia, no había alcanzado el grado necesario de madurez para
acometer la reforma del Estado, cuando las circunstancias le depararon
la ocasión de ponerse al frente de la revolución demostró que
llegaba ya tarde.
En
consonancia con el desarrollo general del país, la base sobre la que
se formó la clase obrera rusa no fue el artesanado gremial, sino la
agricultura; no fue la ciudad, sino el campo. Además, el proletariado
de Rusia no fue formándose paulatinamente a lo largo de los siglos,
arrastrando tras sí el peso del pasado, como en Inglaterra, sino a
saltos, por una transformación súbita de las condiciones de vida, de
las relaciones sociales, rompiendo bruscamente con el ayer. Esto fue,
precisamente, lo que, unido al yugo concentrado el zarismo, hizo que
los obreros rusos se asimilaran las conclusiones más avanzadas del
pensamiento revolucionario, del mismo modo que la industria rusa,
llegada al mundo con retraso, se asimiló las últimas conquistas de
la organización capitalista.
El
proletariado ruso tornaba a producir, una y otra vez, la breve
historia de sus orígenes. Al tiempo que en la industria metalúrgica,
sobre todo en Petersburgo, cristalizaba y surgía una categoría de
proletarios depurados que habían roto completamente con la aldea, en
los Urales seguía predominando el tipo obrero de semiproletario,
semicampesino. La afluencia de nuevas hornadas de mano de obra del
campo a las regiones industriales renovaba todos los años los lazos
que unían al proletariado con su cantera social.
La
incapacidad de acción política de la burguesía se hallaba
directamente informado por el carácter de sus relaciones con el
proletariado y la clase campesina. La burguesía no podía arrastrar
consigo a los obreros a quienes la vida de todos los días enfrentaba
con ella y que, además, aprendieron en seguida a generalizar sus
problemas. Y la misma incapacidad demostraba para atraerse a los
campesinos, atada como estaba a los terratenientes por una red de
intereses comunes y temerosa de que el régimen de propiedad, en
cualquiera de sus formas, se viniese a tierra. El retraso de la
revolución rusa no era tan sólo, como se ve, un problema de cronología,
sino que afectaba también a la estructura social del país.
Inglaterra
hizo su revolución puritana en una época en que su población total
no pasaba de los cinco millones y medio de habitantes, de los cuales
medio millón correspondía a Londres. En la época de la Revolución
francesa París no contaba tampoco con más de medio millón de almas
de los veinticinco que formaban el censo total del país. A principios
del siglo XX Rusia tenía cerca de ciento cincuenta millones de
habitantes, más de tres millones de los cuales se concentraban en
Petrogrado y Moscú. Detrás de estas cifras comparativas laten
grandes diferencias sociales. La Inglaterra del siglo XVII, como la
Francia del siglo XVIII, no conocían aún el proletariado moderno. En
cambio, en Rusia la clase obrera contaba, en 1905, incluyendo la
ciudad y el campo, no menos de diez millones de almas, que, con sus
familias, venían a representar más de veinticinco millones de almas,
cifra que superaba la de la población total de Francia en la época
de la Gran Revolución. Desde los artesanos acomodados y los
campesinos independientes que formaban en el ejército de Cromwell
hasta los proletarios industriales de Petersburgo, pasando por los
sansculottes de París, la revolución hubo de modificar profundamente
su mecánica social, sus métodos, y con éstos también,
naturalmente, sus fines.
Los
acontecimientos de 1905 fueron el prologo de las dos revoluciones de
1917: la de Febrero y la de Octubre. El prólogo contenía ya todos
los elementos del drama, aunque éstos no se desarrollasen hasta el
fin. La guerra ruso-japonesa hizo tambalearse al zarismo. La burguesía
liberal se valió del movimiento de las masas para infundir un poco de
miedo desde la oposición a la monarquía. Pero los obreros se
emanciparon de la burguesía, organizándose aparte de ella y frente a
ella en los soviets, creados entonces por vez primera. Los campesinos
s levantaron, al grito de "¡tierra!", en toda la gigantesca
extensión del país. Los elementos revolucionarios del ejército sentíanse
atraídos, tanto como los campesinos, por los soviets, que, en el
momento álgido de la revolución, disputaron abiertamente el poder a
la monarquía. Fue entonces cuando actuaron pro primera vez en la
historia de Rusia todas las fuerzas revolucionarias: carecían de
experiencia y les faltaba la confianza en sí mismas. Los liberales
retrocedieron ostentosamente ante la revolución en el preciso momento
en que se demostraba que no bastaba con hostilizar al zarismo, sino
que era preciso derribarlo. La brusca ruptura de la burguesía con el
pueblo, que hizo que ya entonces se desprendiese de aquélla una parte
considerable de la intelectualidad democrática, facilitó a la
monarquía la obra de selección dentro del ejército, le permitió
seleccionar las fuerzas fieles al régimen y organizar una sangrienta
represión contra los obreros y campesinos. Y, aunque con algunas
costillas rotas, el zarismo salió vivo y relativamente fuerte de la
prueba de 1905.
¿Qué
alteraciones introdujo en el panorama de las fuerzas sociales el
desarrollo histórico que llena los once años que median entre el prólogo
y el drama? Durante este período se acentúa todavía más la
contradicción entre el zarismo y las exigencias de la historia. La
burguesía se fortificó económicamente, pero ya hemos visto que su
fuerza se basaba en la intensa concentración de la industria y en la
importancia creciente del capital extranjero. Adoctrinada por las enseñanzas
de 1905, la burguesía se hizo aún más conservadora y suspicaz. El
peso específico dentro del país de la pequeña burguesía y de la
clase media, que ya antes era insignificante, disminuyó más aún. La
intelectualidad democrática no disponía del menor punto consistente
de apoyo social. Podía gozar de una influencia política transitoria,
pero nunca desempeñar un papel propio: hallábase cada vez más
mediatizada por el liberalismo burgués. En estas condiciones no había
más que un partido que pudiera brindar un programa, una bandera y una
dirección a los campesinos: el proletariado. La misión grandiosa que
le estaba reservada engendró la necesidad inaplazable de crear una
organización revolucionaria propia, capaz de reclutar a las masas del
pueblo y ponerlas al servicio de la revolución, bajo la iniciativa de
los obreros. Así fue como los soviets de 1905 tomaron en 1917 un
gigantesco desarrollo. Que los soviets -dicho sea de paso- no son,
sencillamente, producto del atraso histórico de Rusia, sino fruto de
la ley del desarrollo social combinado, lo demuestra por sí solo el
hecho de que el proletariado del país más industrial del mundo,
Alemania, no hallase durante la marejada revolucionaria de 1918-1919 más
forma de organización que los soviets.
La Revolución
de 1917 perseguía como fin inmediato el derrumbamiento de la monarquía
burocrática. Pero, a diferencia de las revoluciones burguesas
tradicionales, daba entrada en la acción, en calidad de fuerza
decisiva, a una nueva clase, hija de los grandes centros industriales
y equipada con una nueva organización y nuevos métodos de lucha. La
ley del desarrollo social combinado se nos presenta aquí en su
expresión última: la revolución, que comienza derrumbando toda la
podredumbre medieval, a la vuelta de pocos meses lleva al poder al
proletariado acaudillado por el partido comunista.
El punto de
partida de la revolución rusa fue la revolución democrática. Pero
planteó en términos nuevos el problema de la democracia política.
Mientras los obreros llenaban el país de soviets, dando entrada en
ellos a los soldados y, en algunos sitios, a los campesinos, la
burguesía seguía entreteniéndose en discutir si debía o no
convocarse la Asamblea constituyente. Conforme vayamos exponiendo los
acontecimientos, veremos dibujarse esta cuestión de un modo
perfectamente concreto. Por ahora queremos limitarnos a señalar el
puesto que corresponde a los soviets en la concatenación histórica
de las ideas y las formas revolucionarias.
La revolución
burguesa de Inglaterra, planteada a mediados del siglo XVIII, se
desarrolló bajo el manto de la Reforma religiosa. El súbdito inglés,
luchando por su derecho a rezar con el devocionario que mejor le
pareciese, luchaba contra el rey, contra la aristocracia, contra los
príncipes de la Iglesia y contra Roma. Los presbiterianos y los
puritanos de Inglaterra estaban profundamente convencidos de que
colocaban sus intereses terrenales bajo la suprema protección de la
providencia divina. Las aspiraciones por que luchaban las nuevas
clases confundíanse inseparablemente en sus conciencias con los
textos de la Biblia y los ritos del culto religioso. Los emigrantes
del Mayflower llevaron consigo al otro lado del océano esta tradición
mezclada con su sangre. A esto se debe la fuerza excepcional de
resistencia de la interpretación anglosajona del cristianismo. Y
todavía es hoy el día en que los ministros "socialistas"
de la Gran Bretaña encubren su cobardía con aquellos mismos textos mágicos
en que los hombres del siglo XVII buscaban una justificación para su
bravura.
En Francia,
donde no prendió la Reforma, la Iglesia católica perduró como
Iglesia del Estado hasta la revolución, que había de ir a buscar no
a los textos de la Biblia, sino a las abstracciones de la democracia,
la expresión y justificación para los fines de la sociedad burguesa.
Y por grande que sea el odio que los actuales directores de Francia
sientan hacia el jacobinismo, el hecho es que, gracias a la mano dura
de Robespierre, pueden permitirse ellos hoy el lujo de seguir
disfrazando su régimen conservador bajo fórmulas por medio de las
cuales se hizo saltar en otro tiempo a la vieja sociedad.
Todas las
grandes revoluciones han marcado a la sociedad burguesa una nueva
etapa y nuevas formas de conciencia de sus clases. Del mismo modo que
en Francia no prendió la Reforma, en Rusia no prendió tampoco la
democracia formal. El partido revolucionario ruso a quien incumbió la
misión de dejar estampado su sello en toda una época, no acudió a
buscar la expresión de los problemas de la revolución a la Biblia,
ni a esa democracia "pura" que no es más que el
cristianismo secularizado, sino a las condiciones materiales de las
clases que integran la sociedad. El sistema soviético dio a estas
condiciones su expresión más sencilla, más diáfana y más franca.
El régimen de e los trabajadores se realiza por vez primera en la
historia bajo los soviets que, cualesquiera que sean las vicisitudes
históricas que les estén reservadas, ha echado raíces tan profundas
e indestructibles en la conciencia de las masas como, en su tiempo, la
Reforma o la democracia pura.
(1)"Decembristas"
o "dekabristas" por el mes de diciembre, en que tuvo lugar
la sublevación. [NDT.]
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