92º aniversario del genocidio armenio
El silencio de los inocentes
Por Soledad Barruti y
Violeta Gorodischer
rodelu.net
, 15/04/07
A
punto de cumplirse su 92º aniversario, el genocidio armenio sigue
siendo una de las masacres más grandes del siglo XX y probablemente
la más negada: en Turquía se pena con la cárcel la sola mención de
la palabra genocidio, el gobierno niega su existencia y ya hay
intelectuales y periodistas muertos y exiliados por sostener lo
contrario. Sin embargo, desde la Argentina, se están llevando
adelante dos procesos únicos con respecto al tema: por un lado, en la
UBA (Universidad de Buenos Aires) se ha organizado el primer Archivo
de Relatos Orales que recopila los testimonios de los sobrevivientes
que emigraron a esta parte del mundo; por otro, una fundación de
descendientes ha comenzado un juicio internacional para que se
reconozca la existencia del genocidio. Radar entrevistó a los
escritores, investigadores, recopiladores y responsables de este
movimiento y ofrece en exclusiva algunos de esos testimonios sobre las
caravanas por el desierto, las torturas, las violaciones, las ciudades
incendiadas y los fusilados que han vivido para contarlo.
El próximo 24 de
abril se cumple el 92º aniversario del genocidio armenio. El primero
del siglo XX. Ensayo del nazismo y antecedente de lo que ha dado en
llamarse la Solución Final. El permiso necesario que encontraron
muchos gobiernos para ejercer su poder y eliminar a un pueblo que
actuaba en oposición a sus intereses. Engranaje calculado, el plan
implicaba que la masacre jamás fuera reconocida oficialmente ni mucho
menos castigada: de ahí que en la actualidad aún se la siga negando
desde distintos sectores, tanto en Turquía como a nivel
internacional. Mientras el gobierno argentino acaba de promulgar una
ley por la cual cada 24 de abril se conmemorará el “Día de Acción
por la Tolerancia y el Respeto entre los Pueblos” en recordación de
este genocidio, la pregunta obligada es qué ocurrió con las víctimas
y los sobrevivientes, dónde están los intelectuales, y quiénes
levantan hoy la voz para que el horror deje de ser silenciado.
El genocidio
Dos millones de personas vivían en
Armenia Occidental bajo el dominio del Imperio Otomano antes de la
Primera Guerra Mundial, mientras que Persia dominaba la región
Oriental que más tarde sería anexada a Rusia. A pesar de las
diferencias étnicas y religiosas (cristianos los armenios y
musulmanes los turcos) y de ser un pueblo conquistado que vivía
subyugado social, económica y culturalmente, durante 600 años no
hubo enfrentamientos armados entre ambos. Hasta que hacia fines del
siglo XIX, impulsados por las ideas progresistas que llegaban de
Europa, algunos grupos de armenios comenzaron a dar muestras de querer
modificar sus condiciones de vida. Pero Armenia continuaba siendo ese
territorio clave, cruce de caminos comerciales entre Oriente y
Occidente, motivo por el cual el Imperio no estaba dispuesto a aceptar
el desmembramiento. Y, ante las primeras rebeliones, llegaron las
primeras respuestas. Dos masacres anunciaron lo que vendría: entre
1894 y 1897 fueron asesinados más de 200 mil armenios, y en 1909 se
sumaron 30 mil a la lista.
Cuando estalló la Primera Guerra, en
1914, todo armenio varón y menor de 45 años que habitaba en Turquía
fue obligado a enlistarse en las tropas otomanas, ahora controladas
por un grupo de universitarios militarizados conocidos como los Jóvenes
Turcos (miembros del partido Comité de Unión y Progreso, CUP), para
luchar junto a Alemania contra la amenaza zarista. En el bando
enemigo, los armenios rusos formaban parte del ejército del zar y
debieron ir al frente europeo. Pero el resultado no fue el esperado.
Por un lado estuvo la negativa de los armenios que formaban parte de
las tropas del Imperio Otomano a iniciar acciones contra los armenios
que habitaban territorio ruso; y por el otro, las acciones subversivas
de armenios rusos en territorio otomano desataron la ira turca. Y la
represalia que no se hizo esperar: los soldados armenios fueron
culpados de traición por su sola nacionalidad, desarmados y enviados
a realizar trabajos forzados. Los Jóvenes Turcos habían comenzado su
fase antiarmenia.
Fue así como el 24 de abril se formó
una Organización Especial (OS) integrada por ex presidiarios
entrenados para limpiar de armenios el territorio turco. Se ordenó
una deportación masiva hacia la Mesopotamia y el desierto que,
durante más de un año, se extendió en las zonas de influencia y en
los campesinados alejados de cualquier territorio de conflicto. Cada
ciudadano contaba con dos días para abandonar su hogar: a los más
influyentes, a los más preparados, se los fusilaba directamente, y el
resto debía lanzarse hacia una de las tantas caravanas por el
desierto en las que se sucederían las matanzas indiscriminadas, los
abusos contra mujeres y niños, el abandono de personas hasta su lenta
y agónica muerte por hambre y sed. Hubo en esos éxodos más de 25
campos de concentración, en su mayoría abiertos, y se hundieron en
el mar barcos cargados de víctimas. El desierto se cubrió de cadáveres
sin tumba. Hasta que ya casi no quedó nadie. De los dos millones de
armenios sobrevivieron menos de 600 mil, y ninguno en territorio
otomano.
Los que lograron escapar de la
deportación se ocultaron gracias a la ayuda de funcionarios
conocidos, amigos o misioneros, y se exiliaron donde pudieron: Siria,
el Líbano, Rusia. Y de allí a cualquier parte del mundo.
De la negacion
al habla
Guerra entre pueblos, esgrimieron los
turcos. Ataque en legítima defensa. Deportación por cuestiones
estratégicas. El genocidio fue negado desde el primer día en que
comenzó. Y a lo largo del siglo XX, Turquía se encargó de cuidar y
mantener su maquinaria del olvido. La intención era clara: borrar las
huellas de la existencia armenia, por todas las vías posibles. A la
muerte tangente, real, vino a sumarse entonces la muerte simbólica:
aquí no ha ocurrido nada, no hay nada que transmitir. Arando
cementerios, deportando a los niños en edad de recordar, imponiendo
leyes totalitarias que restringen el acto mismo del habla, el Estado
turco quiso llevar el negacionismo al extremo. No dejar rastros.
Lejos, diseminados por América, Europa
y Asia, los sobrevivientes, que llevaron con ellos sus historias
grabadas en la memoria, callaron. Llevados a comenzar una nueva vida,
con sus familias desintegradas, mutiladas, muertas, no tenían a quién
contar. Así, el duelo de todo un pueblo nunca pudo ser hecho, porque
para eso es necesario decir. Un testigo que hable y uno que esté
dispuesto a escuchar. Creer en lo que se escucha y autentificar de esa
forma la vivencia. Recién entonces, el duelo podría hacerse
efectivo. Alejandro Schneider, doctor en Historia, director del
Proyecto Exilio Político Armenio y codirector del Programa de
Historia Oral de Filosofía y Letras de la Universidad de Buenos
Aires, lo supo desde el primer momento. Por eso, junto con la Fundación
Luisa Hairabedian y un grupo de profesores e investigadores de la UBA,
creó en la Argentina el primer Archivo de Relatos Orales que funciona
en la Biblioteca de la Facultad de Filosofía y Letras. Un Archivo de
la Palabra que rescata para el mundo la memoria de los sobrevivientes
del genocidio armenio que llegaron en un exilio forzado a nuestro país.
Porque hoy, a los 90, 100 y hasta 104 años de edad, esos testigos
necesitan llevar a cabo la transmisión: son los niños deportados que
habían presenciado el horror y que podían, aún pueden, recordar.
“Nos interesa preservar la historia y la memoria; la historia oral
en particular permite dar voz a quienes no la han tenido”, sostiene
Schneider. “Porque los armenios fueron un pueblo perseguido,
torturado, asesinado es que nosotros tenemos que dar voz a esos
sobrevivientes para constituir la historia, dar una respuesta al
negacionismo histórico.” La convocatoria es abierta a todo aquel
que quiera participar brindando información o recogiendo testimonios.
¿Cuál es el método? Analizar historias de vida en base a
entrevistas no rígidas, con preguntas semiabiertas donde el
entrevistado cuenta cómo era su infancia, a qué se dedicaban sus
padres, cuántos hermanos tenía, en qué barrio vivía, si llegaba a
estudiar, cómo era el pueblo, cómo era la relación con los turcos.
“Pero, usted, ¿por qué tardó tanto en llegar? Ellos sufrieron, lo
sintieron en el cuerpo, ellos sabían mejor. ¿Por qué tardaron
tanto? ¿Cuántas generaciones pasaron? Yo querría ser útil para
decir la verdad”, disparó hace poco una sobreviviente de 94 años.
“Acá las sensaciones son múltiples,
son relatos muy cargados y hay que estar muy pendiente del otro. Son
personas muy grandes que de repente tienen que cortar el relato por el
llanto o por la bronca”, explica Lucila Tossounian, una antropóloga
de 29 años que desde hace dos colabora en el programa. Como ella,
nieta de un sobreviviente, casi todos los involucrados en el proyecto
son jóvenes descendientes de armenios que al presentarse bromean por
el “ian” que homologa los apellidos y les permite definirse como
“la nueva generación”. Ellos, dicen, no reconocen su armenidad a
través de símbolos y valores tradicionales sino por esta búsqueda
que les permite reencontrarse con una historia tantas veces negada. Si
uno de los interrogantes dejados por las grandes masacres es cómo se
puede contar el dolor, lo que la experiencia viene a mostrar es que
existen diversos caminos: “Yo a mis abuelos, que eran
sobrevivientes, no los conocí, y mis padres no hablaban del tema, con
lo cual nunca sabía bien qué decir sobre el genocidio armenio. Tenía
un vacío no sé si de información, pero sí de transmisión
familiar”, dice Alexis Papazian, historiador recién recibido. “Si
ellos pueden contar, es justamente porque esas experiencias se las están
transmitiendo a un entrevistador. En el entorno familiar no es siempre
tan fácil: la ausencia de transmisión también es una forma de
relato; que yo no me haya enterado también es lo que hace en algún
punto que hoy esté acá”, asegura.
Actualmente trabajan en el Archivo doce
recopiladores, jóvenes profesionales egresados de Antropología,
Sociología, Historia, Filosofía y Derecho que, además de
entrevistar sobrevivientes en Buenos Aires, ya viajaron a San Luis, Córdoba
y Montevideo. Toman a la palabra como tesoro invaluable, camino hacia
la verdad. “La metodología de Historia Oral puso a la palabra casi
en pie de igualdad con el testimonio escrito”, plantea Schneider.
“Hasta ahora todos los relatos orales coinciden en los incendios de
casas, en las violaciones de niños y mujeres, en las caravanas de la
muerte por el desierto. Ahí saturamos el criterio de verdad y
llegamos a la conclusión de que esto evidentemente existió, no se
puede negar.” Sin embargo, la mitad de los sobrevivientes que
brindaron testimonio en el último año falleció poco tiempo después.
¿Es posible vincular ambos hechos, el testimonio y su muerte? ¿Es
posible pensar que descansan en paz habiendo entregado esa historia
que cargaron durante tantas décadas? En cualquier caso, para los
investigadores, el apuro corre en paralelo al trabajo hecho. La tarea
de los recopiladores es contrarreloj: “Donde haya un sobreviviente,
allá vamos”, es el lema. Porque el propósito principal es el de
crear una base de datos con testimonios de personas que en cinco o
diez años ya no van a vivir. “Lo importante es poder tener un
registro que haga a la memoria, y por otra parte, los testimonios nos
van a servir como prueba”, aseguran.
Una familia, una
causa
Como prueba, incluso en su sentido
legal. Porque si por un lado los testimonios ayudan a demostrar la
existencia del genocidio armenio como hecho histórico, por el otro
contribuyen a la acción sin antecedentes en todo el mundo que inició
hace siete años el escribano Gregorio Hairabedian, cuya familia
materna y paterna fue diezmada en el genocidio: la Causa por el
Derecho a la Verdad y el Derecho al Duelo contra el Estado turco.
Fueron años de estudio que incluyeron una lectura exhaustiva de la
causa del caso Rodolfo Walsh, el proceso efectuado contra Augusto
Pinochet por el juez Baltasar Garzón y finalmente lo que sería la señal
de largada que tanto estaba esperando: las acciones iniciadas por los
familiares de los desaparecidos durante la última dictadura militar
argentina una vez abolidas las leyes de Punto Final y Obediencia
Debida. “Encontré que había un paralelo entre las motivaciones que
los genocidas tuvieron allá en 1915 y las que tuvieron acá en 1976.
Hay una matriz común que es la de extirpar, la de exterminar un
pueblo determinado”, explica Hairabedian.
“Eso me hizo pensar que era posible
llevar a juicio el exterminio de cientos de miles de personas entre
los cuales se encontraban todos mis ancestros, calculados en más de
50 personas.” Luego de una primera resolución negativa que fue
apelada, el juez Norberto Oyarbide hizo lugar al pedido del escribano
y emitió exhortos a todos los países involucrados en la causa para
que abrieran sus archivos y enviaran a la Argentina las pruebas
necesarias. “Ese fue un paso importantísimo para la Justicia
argentina en general porque para iniciar la causa se basó simplemente
en el artículo 118 de la Constitución Nacional Argentina, que hace
referencia a los delitos de la violación de los derechos de las
personas cometidos fuera del territorio nacional. Y éste es el primer
caso en donde se aplicó esta ley en nuestro país.”
Al poco tiempo, su hija Luisa
Hairabedian se convirtió en su abogada y, cuando las respuestas
favorables de los primeros países empezaron a llegar, los dos
entendieron que iba a ser necesario viajar a Europa para buscar
personalmente las pruebas y seguir adelante con el juicio. Entonces
iniciaron gestiones con cancilleres, embajadores, abogados y juristas,
y lograron despabilar el adormecido sistema jurídico internacional
que se empecinaba en olvidar lo ocurrido. “No fue nada sencillo,
pero logramos obtener varios documentos de Estados Unidos, Francia,
Alemania, España...”
Sin embargo, el destino tiende sus
redes, va trazando el camino sin explicar por qué: a cuatro años de
trabajar en el proceso, Luisa murió en un trágico accidente de
autos. Y acá es cuando entró a escena Federico Gaitán, su hijo de
23 años, que pasó a convertirse en la voz cantante del juicio y en
recopilador de testimonios orales. Para darle un marco aún más sólido
a su trabajo, abuelo y nieto decidieron crear una Fundación que
llevara el nombre de Luisa (Luisa Hairabedian) y tuviera los mismos
desafíos que ella tenía en vida. Así, casi sin proponérselo,
lograron algo que hasta entonces parecía imposible: sumar a todas las
instituciones armenias a la causa, que trascendió la historia de la
familia para devenir causa de toda una comunidad.
“Actualmente estamos esperando los
documentos del Vaticano. Algunos países no contestaron todavía, como
Rusia, pero tenemos trámites adelantados en Bélgica, e Inglaterra
respondió favorablemente. Así que ya podemos acreditar que en
Armenia hubo un delito de lesa humanidad”, resume Federico. Una vez
que logren reunir todas las pruebas, el juez emitirá un petitorio con
el procedimiento a seguir.
Lo que venga de aquí en adelante no
será una tarea sencilla, y para comprobarlo alcanza con echar un
vistazo a la situación actual del otro lado del océano. Los únicos
casos que existen en la Justicia internacional sobre el genocidio
armenio tienen que ver con reclamos patrimoniales o pedidos de
resarcimiento económico de descendientes armenios estadounidenses.
Mientras la Unión Europea evalúa el ingreso de Turquía a la
mega–alianza económica, ese país continúa rigiéndose bajo una
ley cuyo Código Penal establece que la sola mención del genocidio es
punible con un castigo que va de los tres a los diez años de cárcel.
Los intelectuales armenios siguen siendo perseguidos (ver recuadro)
por su armenidad, y los poquísimos turcos que se animan a tener una
visión opuesta a la del gobierno deben exiliarse, como sucedió
recientemente con el Premio Nobel de Literatura, Orhan Pamuk. Con
respecto a la causa argentina, el gobierno turco respondió a los
exhortos diciendo simplemente que no le correspondía informar ni
abrir archivos. Pero, pese a todo, los Hairabedian siguen firmes en su
lucha, alentados por los logros que obtuvieron hasta el momento:
“Turquía continúa con la postura negacionista, y los actuales
gobernantes son encubridores y eso los inculpa también. Acá hubo un
delito, y la existencia de un delito se tiene que demostrar en una
instancia judicial. Hay que obligar a Turquía a ir a un juicio. Y
nosotros somos muy positivos en eso. Sabemos que vamos a llegar a
Europa. Y si no llego yo, llegará mi nieto. Nos guían las dos
grandes banderas que la humanidad tiene siempre que levantar: la de la
verdad y la de la justicia. Porque además sabemos que desde nuestra
particularidad armenia estamos también trabajando en la lucha por la
verdad y la justicia en cualquier rincón del mundo”.
Relato basado en
relato
Fue la escritora Claudia Piñeiro,
autora del best–seller Las viudas de los jueves, quien recogió la
historia de esta familia para contarla en una obra de teatro. Bajo el
título Un mismo árbol verde, el núcleo de la trama es el genocidio
armenio, corriendo en paralelo a nuestra última dictadura militar.
Como ella misma dice, Piñeiro no hizo más que dar forma a hechos que
le contaron, porque Luisa Hairabedian era su amiga y, con el proyecto
de armar entre ambas el guión de una película, le relataba los
dramas que había atravesado su abuela: el sufrimiento por la usurpación
y expulsión de su casa familiar, las atrocidades a las que sometían
a los deportados, la muerte de cinco de sus hijos por hambre en la
caravana con la que atravesó el desierto, la supervivencia en medio
del terror, su llegada a la Argentina donde volvería a enfrentarse
con el pasado cuando los militares irrumpieran en su casa para
secuestrar y torturar a una de sus nietas. Relato basado en relato,
historias secretas pasadas de generación en generación. “Muchas
veces sucede que alguien se acerca a un escritor creyendo que la
historia que tiene para contar es única y merece ser escrita, como si
ponerlo en letras sobre un papel, pasar de lo oral a lo escrito, le
diera otra categoría”, dice Claudia Piñeiro. “Pero no siempre
esas historias llegan a comprometer la voluntad de escritura. En este
caso, la pasión con la que Luisa me contaba su historia hizo que la
sintiera como propia.” Por eso, a tres años de la muerte de su
amiga, se propuso completar esa tarea proyectada en conjunto a través
de Un mismo árbol verde, reestrenada en el teatro Payró con el
auspicio de la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación y la
actuación de Marta Bianchi y Noemí Frenkel. Cruce entre realidad y
ficción, podría decirse que todo está ahí: los estragos del vínculo
madre–hija, el recuerdo del pánico, la iniciativa del juicio político,
los militares argentinos irrumpiendo con una violencia que llevó a la
metzma (como se nombra en armenio a la abuela) a gritar desesperada:
“¡Volvieron los turcos!”, mientras la separaban de su nieta.
“Lo que a mí me impacta de estas situaciones es el profundo temor
de que las historias se repitan”, plantea la autora. “Como en la
Colonia Penitenciaria de Kafka, cuando los seguidores de quien
aplicaba la tortura con la máquina de tallar la condena sobre el
cuerpo dicen que ya llegarán tiempos en que ellos y sus métodos podrán
volver a la luz. A mí se me pone la piel de gallina.”
Tal vez sea el haber oído, el no haber
inventado sino recibido, lo que hace que Claudia Piñeiro sienta que
la historia no es suya. Por eso, hoy en día cede lo que cobra por
derechos de autor a la Fundación Hairabedian: “A pesar de haber
hecho un trabajo profesional, yo siento una especie de pudor, no sé
si la historia es mía. Tengo una sensación de que en algún punto no
me pertenece”, dice. Afirmación discutible, desde ya. Pero tal vez
lo importante no sea eso sino el propósito. La voluntad. La certeza
de que, de una u otra forma, determinadas cosas deben ser dichas: los
hechos, como las palabras, no tienen dueño. Y en boca de la misma Piñeiro:
“Sólo la memoria de todos puede evitar nuevos genocidios”.
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