Los
"neocon" se apuntan a la revolución global
Por
Eric Hobsbawn (*)
El
Mundo / Rebelión, 30/06/05
Tres
continuidades enlazan a la América de la Guerra Fría con su intento de
reafirmar su supremacía mundial a partir de 2001. La primera es su posición
de preponderancia internacional, primero fuera de la zona de influencia de
los regímenes comunistas durante la Guerra Fría y absoluta desde el
desmoronamiento de la URSS. Esta hegemonía ya no descansa meramente en la
magnitud de la economía estadounidense. Por inmensa que ésta sea, ha
declinado desde 1945 y en términos relativos lo sigue haciendo. Ya no es
el gigante mundial de la industria. El centro del mundo industrializado se
está desplazando rápidamente al Extremo Oriente. A diferencia de las
antiguas potencias imperialistas y de la mayor parte del resto de naciones
industrializadas, Estados Unidos ha dejado de ser un exportador neto de
capital y el poder financiero del Estado se basa en la continua
disponibilidad que muestran otros países, la mayoría de ellos asiáticos,
para mantener un déficit fiscal que de otro modo se haría intolerable.
Hoy
en día, la influencia de la economía estadounidense se fundamenta en
gran medida en la herencia de la Guerra Fría: la categoría de moneda
internacional que mantiene el dólar, las relaciones exteriores de las
empresas estadounidenses establecidas durante esa época (principalmente
en sectores relacionados con la Defensa), la reestructuración de los
intercambios comerciales y las operaciones financieras de acuerdo con los
patrones norteamericanos, muy a menudo bajo los auspicios de firmas de
este mismo país. Son sin duda unos activos muy importantes, que irán
disminuyendo muy lentamente. Por otro lado, como evidenció la Guerra de
Irak, la enorme influencia exterior de Estados Unidos, basada como estaba
en una auténtica «coalición de los conjurados» contra la URSS, carece
de un fundamento análogo desde la caída del Muro de Berlín. Sólo el
enorme poder militar y tecnológico de Estados Unidos está fuera de toda
duda y lo convierte en la única potencia que puede desencadenar una
intervención militar eficaz en cualquier parte del mundo sin apenas
preparación. Ya ha demostrado por dos veces su capacidad de ganar guerras
pequeñas con enorme rapidez. Y, sin embargo, como la propia Guerra de
Irak ha demostrado, ni siquiera esta fuerza destructiva sin parangón
basta para ejercer el control efectivo sobre un país que se resiste a él,
y mucho menos sobre el mundo entero. No obstante, el dominio de Estados
Unidos es real y la desintegración de la URSS lo ha hecho global.
El
segundo elemento de continuidad lo forman las peculiaridades del imperio
estadounidense, que siempre ha preferido establecer estados satélite o
los protectorados a fundar colonias propiamente dichas. El expansionismo
implícito en el nombre que se escogió para las 13 colonias
independientes de la costa atlántica (Estados Unidos de América) era
continental y no colonial. El expansionismo posterior del destino
manifiesto era continental pero también apuntaba al Extremo Oriente y se
inspiraba en la supremacía comercial y marítima del Imperio Británico.
Se podría decir incluso que la supremacía total de EEUU sobre el mundo
occidental fue demasiado ambiciosa como para limitarse a una mera
administración colonial sobre territorios concretos.
De
tal modo que el imperio americano consistió de estados técnicamente
independientes que actuaban al dictado de Washington, pero, dada su
independencia, esto exigía estar continuamente dispuesto a presionar a
sus gobiernos, incluso para posibilitar un cambio de régimen y, donde
fuera viable (como por ejemplo las diminutas repúblicas del Caribe),
intervenir militarmente cada cierto tiempo.
La
tercera continuidad vincula a los neconservadores de George Bush con la
certeza que tenían los colonos puritanos de actuar como instrumento de
Dios en la Tierra y también con la Revolución estadounidense, la cual,
como todas las grandes revoluciones, desarrolló una mentalidad mesiánica
a nivel mundial, sólo limitada por el deseo de proteger a la nueva
sociedad y a la libertad universal de la corrupción del viejo mundo. La
manera más eficaz de solucionar el conflicto entre aislacionismo y
globalismo fue explotada sistemáticamente en el siglo XX y todavía sigue
valiéndole a Washington en el XXI. Fue descubrir un enemigo exterior que
representaba una amenaza inmediata y mortal para el modo de vida americano
y sus ciudadanos. El fin de la URSS retiró al candidato más obvio, pero
a comienzos de los 90 se había detectado otro en el choque entre
Occidente y otras culturas reticentes a aceptarlo, especialmente el islam.
De ahí que el enorme potencial político que entrañaban las atrocidades
de Al Qaeda el 11 de Septiembre fuera reconocido y explotado de inmediato
por los supremacionistas de Washington.
La
I Guerra Mundial, que convirtió a EEUU en una potencia mundial, presenció
el primer intento de trasladar a la realidad estas ideas de transformación
del mundo, pero el fracaso de Woodrow Wilson fue espectacular y debería
servir de lección a los actuales ideólogos supremacionistas de
Washington, quienes correctamente reconocen a Wilson como un predecesor.
Hasta el final de la Guerra Fría, la existencia de otra superpotencia les
imponía ciertos límites, pero con la caída de la URSS éstos
desaparecieron. Francis Fukuyama proclamó prematuramente el fin de la
Historia, el triunfo universal y para siempre de la versión
estadounidense de la sociedad capitalista. Al mismo tiempo, la
superioridad militar de EEUU estimuló una ambición desproporcionada en
un Estado suficientemente poderoso como para creerse capaz de dominar el
mundo, algo que el Imperio Británico nunca llegó a considerar.
De
hecho, en los inicios del siglo XXI, EEUU llegó a ocupar una posición de
poder e influencia global única en la Historia. A día de hoy, es de
acuerdo con los criterios tradicionales de política internacional la única
gran potencia y desde luego la única cuyo poder e intereses abarcan el
planeta entero. Sobresale singularmente entre todas las demás.
Todos
los grandes imperios y potencias de la Historia supieron que no eran los
únicos y ninguno se encontró en posición de aspirar a una dominación
verdaderamente global. Ninguno llegó a creerse invulnerable.
Sin
embargo, esto no basta para explicar la evidente megalomanía de la política
estadounidense desde que un grupo de elite de Washington decidió que el
11 de Septiembre proporcionaba la oportunidad ideal para declarar su
dominación unilateral del mundo. Para empezar, carecía del apoyo de los
artífices tradicionales del imperio norteamericano desde 1945: el
Departamento de Estado, el establishment del Ejército y la Inteligencia y
los estadistas e ideólogos de la supremacía durante la Guerra Fría
(gente como Kissinger y Brzezinski). Estos últimos eran hombres tan
despiadados como Rumsfeld o Wolfowitz (en la década de los 80
desencadenaron un genocidio maya en Guatemala), habían diseñado y
administrado una política de hegemonía imperial sobre la mayor parte del
globo durante dos generaciones y estaban perfectamente dispuestos a
extenderla sobre el mundo entero. Pero eran y siguen siendo críticos con
los estrategas del Pentágono y los supremacistas neoconservadores porque
resulta evidente que éstos no tienen ninguna idea concreta, más que
imponer el dominio unilateral a través de la fuerza militar,
contradiciendo, por cierto, toda la experiencia acumulada de los diplomáticos
y estrategas de EEUU.
Incluso
aquéllos que comparten las ideas de los viejos generales y procónsules
del imperio mundial de EEUU (tanto de gobiernos demócratas como
republicanos) estarán de acuerdo en que no existe ninguna justificación
racional de la política actual de Washington pensando en las ambiciones
imperiales de Estados Unidos, ni de hecho tampoco en los intereses del
capitalismo estadounidense en el mundo.
Quizá
únicamente tenga sentido de cara a cálculos electorales o de política
doméstica. Quizá sea síntoma de una crisis más profunda de la sociedad
norteamericana. Quizá se trate de la colonización (esperemos que
pasajera) del poder de Washington por un grupo de doctrinarios
cuasirrevolucionarios. Paradójicamente, un apasionado ex marxista hoy
partidario de Bush me dijo una vez medio en broma: «Después de todo, ésta
es la única oportunidad que se me va a presentar de hacer la revolución
mundial».
Parece
razonable pensar que el proyecto va a fracasar. Sin embargo, mientras siga
adelante, continuará haciendo del mundo un lugar intolerable para aquéllos
directamente expuestos a la ocupación armada estadounidense y mucho más
inseguro para el resto de nosotros.
(*)
Eric Hobsbawm es autor de La era de los extremos: el corto siglo XX
(1914–1991). Este es un fragmento de su prólogo a la nueva edición de
América: el nuevo imperialismo.
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