Crisis y ocaso del
Imperio (*)
Por Eric Hobsbawm (**)
rodelu.net, 15/10/05
Tres hilos conductores
relacionan a los Estados Unidos globales de la era de la Guerra Fría con
el intento de afirmar su supremacía mundial a partir del año 2001. El
primero es su posición de dominación internacional, fuera de la esfera
de influencia de los regímenes comunistas durante la Guerra Fría, y en
el plano global desde la desintegración de la URSS.
Esa hegemonía ya no se
basa en la magnitud de la economía estadounidense. Si bien esta es
importante, declinó a partir de 1945, y esa relativa declinación continúa.
Ya no es el gigante de la producción global. El centro del mundo
industrializado se desplaza con rapidez hacia la mitad oriental de Asia. A
diferencia de los países imperialistas anteriores, y de la mayor parte de
los demás países industriales desarrollados, los Estados Unidos dejaron
de ser un exportador neto de capital y de ser el principal actor del juego
internacional de compra o instalación de empresas en otros países, y la
fuerza financiera del Estado reside en la persistente disposición de
otros, sobre todo de los asiáticos, a mantener un déficit fiscal que de
lo contrario sería intolerable.
En la actualidad, la
influencia de la economía estadounidense descansa en gran medida en el
legado de la Guerra Fría: el papel del dólar estadounidense como divisa
mundial, las conexiones internacionales de las firmas estadounidenses que
se crearon durante esa era (sobre todo en industrias relacionadas con la
defensa), la reestructuración de las prácticas comerciales y
transacciones económicas internacionales según pautas estadounidenses, a
menudo con el auspicio de firmas estadounidenses. Se trata de elementos
poderosos que seguramente sólo se reducirán con lentitud.
Por otro lado, tal como lo
demostró la guerra de Irak, la gran influencia política de los Estados
Unidos en el exterior, que se basaba en una verdadera "coalición
voluntaria" contra la URSS, no tiene bases similares desde la caída
del Muro de Berlín. El enorme poder tecnológico-militar de los Estados
Unidos resulta imposible de desafiar. Hace de los Estados Unidos actuales
la única potencia capaz de una intervención militar efectiva inmediata
en cualquier lugar del mundo, y en dos ocasiones demostró que puede ganar
guerras pequeñas con gran rapidez. Sin embargo, como indica la guerra de
Irak, ni siquiera esa capacidad destructiva basta para imponer un control
eficaz en un país que resiste, y menos aún en el mundo. A pesar de ello,
el dominio de los Estados Unidos es real, y la desintegración de la URSS
lo hizo global.
El segundo hilo conductor
es el peculiar estilo del imperio estadounidense, que siempre prefirió
los estados satélite o los protectorados a las colonias formales. El
expansionismo implícito en el nombre elegido para las trece colonias
independientes de la costa este del Atlántico (Estados Unidos de América)
era continental, no colonial. El expansionismo posterior del "destino
manifiesto" fue tanto hemisférico como orientado al este de Asia, y
tuvo como modelo la supremacía marítima y el comercio global del imperio
británico. Hasta podría decirse que, en su afirmación de una completa
supremacía estadounidense sobre el hemisferio occidental, era demasiado
ambicioso como para verse limitado a la administración colonial de sus
partes.
Así, el imperio
estadounidense consistió en estados técnicamente independientes que
obedecían a Washington, pero, dada su independencia, eso exigía una
constante disposición a ejercer presión sobre los gobiernos, lo que
comprendía presiones de "cambio de régimen" y, donde era
posible (tal como en las minirrepúblicas de la región del Caribe), periódicas
intervenciones armadas estadounidenses.
El tercer hilo conductor
relaciona a los neoconservadores de George Bush con la certeza de los
colonos puritanos de ser un instrumento de Dios en la tierra y con la
Revolución Americana que, como todas las grandes revoluciones, desarrolló
convicciones misioneras mundiales sólo limitadas por el deseo de proteger
a la nueva sociedad de libertad universal de la corrupción del Viejo
Mundo.
La forma más eficaz de
resolver el conflicto entre aislacionismo y globalismo fue algo que se
explotó de manera sistemática en el siglo XX y que Washington sigue
utilizando en el siglo XXI. Suponía descubrir un enemigo externo que
representara una amenaza inmediata y mortal para el estilo de vida
estadounidense y la vida de sus ciudadanos. El fin de la URSS eliminó al
candidato más obvio, pero para principios de los años 90 ya se había
detectado otro en el "choque" entre Occidente y otras culturas
renuentes a aceptarlo, sobre todo el islam. De ahí que los dominadores
mundiales de Washington de inmediato reconocieran y explotaran las enormes
posibilidades políticas de los atentados de Al-Qaeda del 11 de setiembre.
La Primera Guerra Mundial,
que convirtió a los Estados Unidos en una potencia global, presenció el
primer intento de llevar a la realidad esas visiones de conversión
mundial, pero el fracaso de Woodrow Wilson fue espectacular, y tal vez
debería ser una lección para los ideólogos actuales de la supremacía
mundial de Washington, quienes con toda razón reconocen a Wilson como
predecesor. Hasta el fin de la Guerra Fría, la existencia de otra
superpotencia les imponía límites, pero la caída de la URSS los eliminó.
Francis Fukuyama proclamó de forma prematura "el fin de la
historia", el triunfo universal y permanente de la versión
estadounidense de sociedad capitalista. Al mismo tiempo, la superioridad
militar de los Estados Unidos alentó una ambición desproporcionada en un
estado lo suficientemente poderoso como para creerse capaz de la supremacía
mundial, algo que nunca hizo el imperio británico en su momento. De
hecho, cuando comenzó el siglo XXI, los Estados Unidos ocuparon una
posición sin precedentes y extraordinaria en términos históricos de
influencia y poder global. Por ahora es, según los criterios
tradicionales de la política internacional, la única gran potencia, y
sin duda la única cuyo poder e intereses se extienden a todo el mundo.
Domina a todas las demás.
Todos los grandes imperios
y potencias de la historia sabían que no eran los únicos, y ninguno
estuvo en posición de apuntar de forma genuina a la dominación global.
Ninguno de ellos se consideraba invulnerable.
Sin embargo, eso no explica
del todo la evidente megalomanía de la política estadounidense desde que
un grupo de funcionarios de Washington decidió que el 11 de setiembre les
daba la oportunidad ideal para declarar su dominio sobre el mundo. Y la
razón es que carecieron del apoyo de los pilares tradicionales del
imperio estadounidense posterior a 1945, el Departamento de Estado, las
fuerzas armadas y la inteligencia, y de los estadistas e ideólogos de la
supremacía de la Guerra Fría, de hombres como Kissinger y Brzezinski.
Estos eran personas tan
implacables como los Rumsfeld y los Wolfowitz. (Fue en su época que en
Guatemala tuvo lugar un genocidio de mayas en los años 80.) Habían
elaborado una política de hegemonía imperial sobre la mayor parte del
mundo durante dos generaciones, y estaban dispuestos a extenderla a todo
el globo. Criticaron y siguen criticando a los planificadores del Pentágono
y a los neoconservadores que impulsan la supremacía mundial porque es
evidente que éstos no tienen más ideas concretas que la imposición de
su supremacía mediante la fuerza militar, con lo que tiran así por la
borda toda la experiencia acumulada de planificación militar y diplomacia
de los Estados Unidos. No cabe duda de que el desastre de Irak confirmará
su escepticismo.
Incluso aquellos que no
comparten la opinión de los viejos generales y procónsules del imperio
mundial de los Estados Unidos (que fueron tanto los de los gobiernos demócratas
como los de los republicanos) coincidirán en que no puede haber ninguna
justificación racional para la política actual de Washington en términos
de los intereses de las ambiciones imperiales estadounidenses o los
intereses globales del capitalismo estadounidense.
Puede ser que sólo tenga
sentido en términos de cálculos, electorales o de otro tipo, de la política
interna de los Estados Unidos. Puede ser un síntoma de una crisis más
profunda en el seno de la sociedad estadounidense. Puede ser que
represente la colonización —cabe esperar que por poco tiempo— del
poder de Washington por un grupo de doctrinarios cuasi revolucionarios.
(Por lo menos un defensor ''ex marxista'' de Bush me dijo, y sólo a
medias en broma: "Después de todo, esta es la única oportunidad de
apoyar la revolución mundial que parece aproximarse.") Todavía no
puede darse respuesta a esas preguntas.
Es indudable que el
proyecto fracasará. Sin embargo, mientras continúa, seguirá haciendo
del mundo un lugar intolerable para aquellos que se vean expuestos en
forma directa a la ocupación armada estadounidense, y un lugar menos
seguro para el resto de nosotros.
(*)
Extracto del prólogo a la nueva edición de America: The New Imperialism
From White Settlement to World Hegemony. de V. G. Kieman.
(*)
* Académicos y lectores coinciden en señalarlo como el más prestigioso
de los historiadores vivos. Creció entre Viena y Berlín, emigró a
Inglaterra y estudió en Cambridge. Afiliado al comunismo en Gran Bretaña,
favoreció como historiador una visión marxista e internacionalista,
desde trabajos tempranos, como "Rebeldes primitivos", hasta la
"Historia del siglo XX". Catedrático del Birbeck College, de la
Universidad de Londres, suele decir que el siglo XX empezó con la Primera
Guerra Mundial, y finalizó en 1989 con la disolución de la URSS.
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