La carrera energética mundial y sus consecuencias
(Segunda parte)
Las dos caras de un energo–fascismo emergente
Por Michael T. Klare (*)
Z Net,17/01/07
Traducido por Eva Calleja y revisado por Anahí
Seri
No será el "Islamo–fascismo" sino el
"Energo–fascismo", la lucha mundial fuertemente militarizada
por los cada vez más escasos suministros de energía, el que dominara los
asuntos mundiales (y ensombrecerá las vidas de la gente corriente) en las
próximas décadas. Esto es así porque los principales mandatarios
gubernamentales están cada vez menos dispuestos a confiar en las fuerzas
de mercado para satisfacer las necesidades nacionales de energía y están
asumiendo la responsabilidad directa de la obtención, entrega y asignación
de los suministros de energía. Los líderes de los principales países
son cada vez más propensos a usar la fuerza cuando lo consideran
necesario para superar cualquier resistencia a sus prioridades energéticas.
En el caso de los EE.UU., esto ha obligado a reconvertir nuestras fuerzas
armadas en un servicio mundial de protección del petróleo (http://www.tomdispatch.com/index.mhtml?pid=157241)
; otras dos muestras significativas del emergente Energo–fascismo son:
la llegada de Rusia como un "superpoder energético" y las
implicaciones represivas a los planes para confiar en la energía nuclear.
Los ricos y los pobres en energía
Con la demanda mundial de energía en crecimiento
constante y unos suministros que disminuyen (o al menos no aumentan al
mismo ritmo), el mundo se está dividiendo incluso más que antes en dos
clases de naciones: los que tienen energía propia y los que no la tienen.
Los que la tienen, son países con suficientes reservas domésticas
(alguna combinación de petróleo, gas, carbón, energía hidráulica,
uranio y fuentes alternativas de energía) para satisfacer sus propias
necesidades y poder exportar a otros países; y los que no la tienen
carecen de dichas reservas y deben compensar este déficit con
importaciones caras o sufrir las consecuencias.
De 1950 al 2000, cuando la energía era abundante y
barata, la distinción no era tan obvia mientras los pobres en energía
poseían otra forma de poder: inmensa riqueza (como Japón), armas
nucleares (como Gran Bretaña y Francia); o amigos poderosos (como los países
de la OTAN y del Pacto de Varsovia). No hace falta decir que para los países
pobres que no poseían ninguna de estas ventajas, ser un país sin energía
propia era una carga incluso entonces, contribuyendo poderosamente a una
crisis en su deuda externa que todavía afecta a muchos de ellos. En la
actualidad, estas otras muestras de poder han pasado a ser menos
importantes y la distinción entre los que tienen energía propia y los
que no la tienen es mucho más significativa, incluso para países ricos y
poderosos como EE.UU. y Japón.
Sorprendentemente, hoy en día hay muy pocos países
con energía propia en el mundo. Los más notables entre estos pocos
privilegiados son Australia, Canadá, Kazajstán, Kuwait, Nigeria, Qatar,
Rusia, Arabia Saudita, Venezuela, Irán, Irak (si estuviese libre de
conflictos) y unos pocos más. Estos países están en una posición
envidiable ya que no tienen que pagar precios astronómicos por petróleo
y gas natural importados y sus élites gobernantes pueden exigir toda
clase de beneficios, políticos, económicos, diplomáticos y militares, a
los lideres extranjeros que llaman a la puerta para comprar grandes
cantidades de sus productos energéticos. De hecho, pueden dedicarse al
delicioso juego de enfrentar a un líder extranjero contra otro, juego al
que el presidente de Kazajstán, Nursultan
Nazarbeyev, un invitado regular en Washington y Pekín, es muy
aficionado.
Yendo un poco más lejos, esta búsqueda de favores
puede llevar a un intento de dominio político, haciendo de la venta de
petróleo y gas natural un contingente que hará consentir al receptor
sobre ciertas demandas políticas expuestas por el vendedor. Ningún país
ha abrazado esta estrategia con mayor vigor y entusiasmo que la Rusia de
Vladimir Putin.
El nacimiento del superpoder energético
Al final de la Guerra Fría, parecía como si Rusia
fuese un ex superpoder desolado y echado a perder, empobrecido de espíritu,
riquezas e influencia. Durante años, los políticos norteamericanos le
trataron con desdén. Sus líderes fueron forzados a aceptar acuerdos
humillantes como la expansión de la OTAN a antiguos satélites de Moscú
en Europa del Este y la abolición del Tratado Anti Mísiles Balísticos.
A muchos en Washington debía de parecerles como si Rusia fuese solo una
reliquia histórica, una ex potencia que ya no iba a desempeñar un papel
importante en la política mundial.
Hoy en día, Moscú y no Washington, parece ser
quien ríe el último. Con el control sobre las mayores reservas en
Eurasia de gas natural y carbón así como enormes reservas de petróleo y
uranio, Rusia es el nuevo mandamás, un superpoder energético en vez de
uno militar, pero un superpoder después de todo.
Primero, echemos un vistazo al panorama general: Rusia
es el rey absoluto de los productores de gas natural. Según BP
(antiguamente British Petroleum), este país solo posee 1,7 cuatrillones
de píes cúbicos de reservas
de gas fehacientes, o lo que es lo mismo un 27% del total de
reservas mundiales. Esto es incluso más significativo de lo que puede
parecer ya que Europa y la antigua URSS dependen más del gas natural para
sus necesidades totales de energía, un 34%, que ninguna otra región en
el mundo. (En Norteamérica, donde el petróleo es el combustible
dominante, el gas natural supone sólo un 25% del total). Ya que Rusia es,
con mucha diferencia, el principal suministrador del gas de Eurasia,
disfruta de una posición de dominio en el suministro sin igual entre
otros suministradores de energía, excepto Arabia Saudita con al petróleo.
Incluso en eso, Rusia es el segundo principal productor del planeta, sólo
1,4 millón de barriles menos que los 11 millones de barriles diarios de
Arabia Saudita a principios del 2006. Rusia también posee las segundas
mayores reservas de carbón del mundo (después de los EE.UU.) y es el
principal consumidor de energía nuclear, con 31 reactores operativos.
Poco después de asumir el cargo de presidente en
1999, Vladimir Putin se dispuso a convertir esta superabundancia de energía,
el equivalente económico a un arsenal nuclear, en una forma de influencia
política que devolvería a Rusia su estatus de superpoder. Al controlar
el flujo de energía a otras partes de Eurasia desde Rusia y las antiguas
republicas soviéticas como Kazajstán y Turkmenistán (cuya energía se
exporta a través de oleoductos rusos), dedujo que podría ejercitar la
clase de influencia política que disfrutaron los mandatarios soviéticos
durante el apogeo de la Guerra Fría. Para conseguirlo, sin embargo, tenía
que dar marcha atrás a la amplia privatización de la industria del petróleo
y gas que ocurrió a principios de los 90 después del desmantelamiento de
la URSS y devolver elementos vitales de la industria energética privada
en Rusia a manos del estado. Como no había ninguna forma legítima de
hacer esto bajo el sistema legal post comunista en Rusia, Putin y sus
asociados se valieron de métodos ilegítimos y autoritarios para
desprivatizar estos valiosos recursos. Aquí, podemos ver otra cara
emergente del Energo–fascismo.
Es llamativo que el mismo Putin hubiera detallado
hacia tiempo las razones para concentrar el control sobre las fuentes de
energía en Rusia en manos del estado. En un resumen de 1999 de su tesis
de doctorado sobre "Materias Primas Minerales en la Estrategia para
Desarrollar la Economía Rusa", afirma que el estado ruso debe
supervisar la utilización de las materias primas minerales del país,
incluyendo los campos petrolíferos en manos privadas, por el bien de la
población rusa. "El estado tiene el derecho a regular el proceso de
adquisición y uso de las materias primas, y particularmente de las
materias primas minerales, independientemente de quien sea el
propietario", escribió. "En este sentido, el estado actúa en
el interés de la sociedad en general." No se puede imaginar una
mejor justificación para el Energo–fascismo.
La expresión más famosa de esta opinión ha sido
el llamado Asunto Jodorkovsky. En 2003, Mijail
Jodorkovsky, el consejero delegado de Yukos, entonces el
principal productor de petróleo de Rusia, fue arrestado acusado de fraude
y evasión de impuestos. Había ido en contra de Putin buscando toda clase
de acuerdos energéticos independientemente del estado, incluyendo
posibles empresas conjuntas con Exxon Mobil, y apoyando a las fuerzas políticas
contrarias a Putin en Rusia; cualquiera de las dos cosas podía haber sido
suficiente para ganarse la ira del Kremlim.
Sin embargo, ahora está claro que el objetivo último
de Putin al preparar la detención fue ganar el control de Yuganskneftegaz,
principal activo de Yukos, que suponía un 11% de la producción petrolera rusa . Con Jodorkovsky y sus
principales asociados en la cárcel esperando juicio, el gobierno subastó
Yuganskneftegaz a una compañía tapadera, la cual después la revendió a
la compañía estatal Rosneft
a un precio más bajo que el del mercado. De un solo golpe,
Putin se las arregló para desbaratar Yukos y convertir a Rosneft en la
principal productora de petróleo del país.
El presidente ruso también ha buscado extender el
control estatal a la distribución y exportación de petróleo y gas
bloqueando cualquier intento de compañías privadas para construir
oleoductos que puedan competir con los que pertenecen y son operados por Gazprom
, el monopolio de gas propiedad del estado, y Transneft
, monopolio estatal de oleoductos. Los EE.UU. y otras naciones
consumidoras llevan tiempo presionando a favor de la construcción de
oleoductos y gaseoductos privados en Rusia para aumentar la salida de
energía a Europa y otros mercados extranjeros y también para diluir el
poder de Gazprom y Transneft. El Kremlin, sin embargo, ha frenado sistemáticamente
dichos intentos.
Si la concentración de propiedad de los recursos
en manos del estado por medios dudosamente legales es una dimensión del
energo–fascismo emergente en Rusia, una segunda es la utilización de
este poder para intimidar a estados sin recursos energéticos propios en
las fronteras rusas. La expresión más notable de esto hasta la fecha ha
sido el corte de suministro de gas natural a Ucrania
el 1 de enero de 2006. En apariencia, Gazprom cortó el flujo por una
disputa sobre los precios del gas ruso, pero la mayoría de los
observadores creen que la acción tuvo la intención de amonestar al
presidente de Ucrania, prooccidental, Victor
A. Yushchenko. Recuerden, esto sucedió justo en invierno, y el
gas natural es la principal fuente de calor en Ucrania, al igual que en la
mayoría de países de Europa del Este y la antigua URSS. Grazprom reanudó
el suministro después de un compromiso de última hora sobre los precios
y siguiendo grandes quejas de clientes de Europa occidental que estaban
sufriendo sus propias perdidas (ya que los ucranianos desviaron el gas que
se dirigía a Europa para su propio uso). Este fue el momento cuando quedo
claro para todos que Moscú estaba totalmente dispuesto a abrir y cerrar
el grifo de energía como una herramienta en la política exterior.
Desde entonces, Moscú ha empleado esta táctica en
varias ocasiones para intimidar a otros estados vecinos en lo que
denominan su "extranjero cercano" (como los EE.UU. solían
hablar de América Latina como su "patio trasero"). El 29 de
julio de 2006, alegando un escape, Transneft paró los envíos de petróleo
a la refinería de Mazeikiu en Lituania después de que sus propietarios
anunciaran su venta a una compañía polaca, no a una rusa. Los
observadores de esta acción especulan
que los políticos rusos intentaban forzar una absorción rusa de la
refinería.
En Noviembre, Gazprom amenazó con multiplicar por
más de dos el precio del gas natural al antiguo miembro de URSS, Georgia,
pasando de 100$ a 230$ los 1.000 metros cúbicos. La alternativa que se
ofrecía era un cese en los envíos. De nuevo, la presión política se
cree que fue por lo menos una parte del motivo
ya que el gobierno prooccidental de Georgia ha desafiado a Moscú en una
amplia variedad de temas. En diciembre, Gazprom utilizó el mismo truco
con Bielorrusia, exigiendo un mayor reajuste de precios de un aliado
cercano (y empobrecido) que recientemente había mostrado signos de
independencia.
Ésta es pues otra cara del energo–fascismo en
Rusia: el uso de su energía como un instrumento de influencia política y
de coerción a estados vecinos debilitados y sin energía propia. "No
es que la energía sea una nueva arma atómica", dijo Cliff Kupchan,
asesor del Grupo Eurasia al Financial Times, "pero Rusia sabe
que el petro–poder, aplicado agresivamente y con inteligencia, puede dar
réditos diplomáticos."
El Gran Hermano y el renacimiento nuclear
La última cara del energo–fascismo que se va a
comentar aquí es el aumento inevitable de la vigilancia y represión
estatal atendiendo a un esperado incremento en la energía nuclear. Al
comenzar a escasear el petróleo y el gas natural, los líderes de
gobiernos e industria sin duda presionarán para conseguir una mayor
dependencia de la energía nuclear para obtener energía adicional. Este
es un programa que posiblemente ganará impulso con la creciente
preocupación por el calentamiento global, principalmente como resultado
de las emisiones de dióxido de carbono procedente de la combustión de
petróleo, gas y carbón. El presidente Bush ha hablado
repetidamente de su deseo de fomentar una mayor dependencia de la energía
nuclear y el Decreto
de Política Energética de 2005, apoyado por el gobierno, ya
provee una variedad de incentivos para empresas eléctricas para que
construyan nuevos reactores en EE.UU. Otros países como Francia, China,
Japón, Rusia y la India también planean aumentar su dependencia de la
energía nuclear, incrementando ampliamente la expansión de reactores
nucleares en el mundo.
Numerosos problemas obstaculizan este llamado
renacimiento, entre ellos los gastos astronómicos que implica y el hecho
de que no se haya ideado todavía un sistema seguro para almacenar a largo
plazo los deshechos nucleares. Además, a pesar de las mejoras en la
seguridad de las centrales nucleares, persisten las preocupaciones sobre
el riesgo de accidentes nucleares como los que ocurrieron en Three
Mile Island en 1979 y en Chernóbil
en 1986. Pero éste no es el lugar para valorar estos temas. Déjenme que
me centre en dos aspectos especialmente preocupantes de un futuro
crecimiento de la industria de la energía nuclear: la posible
federalización de la ubicación de los reactores nucleares en EE.UU. y
las implicaciones represivas mundiales de una mayor disponibilidad de
materiales nucleares que podrían caer en manos de terroristas, criminales
y estados "canalla".
Actualmente, las municipalidades, condados y
estados en EE.UU. todavía ejercen un control considerable sobre la
concesión de permisos para la construcción de nuevas centrales
nucleares, concediendo a los ciudadanos en estas jurisdicciones la
oportunidad de resistirse a la ubicación de un reactor en "su patio
trasero". Durante décadas, éste ha sido uno de los principales obstáculos
para la construcción de nuevos reactores en EE.UU. junto con el costoso y
duradero proceso jurídico necesario para meterse en el bolsillo a
legislaturas estatales, juntas de condados y agencias medioambientales. Si
prevalece esta práctica, posiblemente nunca veremos un verdadero
"renacimiento" de la energía nuclear aquí, incluso si se
construyen unos pocos reactores nuevos en áreas rurales pobres donde la
resistencia ciudadana es mínima. Por lo tanto, la única manera de
aumentar la dependencia de la energía nuclear es federalizar el proceso
de permisos dejando a las agencias locales de lado y concediendo a los burócratas
federales el poder sin restricciones para conceder permisos para la
construcción de nuevos reactores.
¿Le parece improbable al lector? Bien,
consideremos lo siguiente: la Ley de Política Energética de 2005
estableció un precedente importante para la federalización
de dicha autoridad privando a los funcionarios estatales y locales de su
poder para aprobar la ubicación de plantas de "regasificación"
de gas natural. Se trata de plantas enormes que se utilizan para
reconvertir el gas natural líquido, transportado en barco desde
suministradores extranjeros, en gas que se puede distribuir por tuberías
a los clientes en EE.UU. Varias localidades de las costas este y oeste han
luchado contra la construcción de dichas plantas en sus puertos por miedo
a que puedan explotar (no es una preocupación nada rebuscada) o se puedan
convertir en objetivos terroristas, pero han perdido el poder legal para
hacerlo. ¡Pues vaya con la democracia local!
Esta es mi preocupación: que un gobierno futuro
apruebe una enmienda a la Ley sobre Política Energética dando al
gobierno federal la misma autoridad para la ubicación de reactores
nucleares que la que ahora tiene para las plantas de regasificación. Los
federales entonces anunciarán planes para construir docenas o incluso
cientos de nuevos reactores en o cerca de lugares como Boston, New York,
Chicago, San Francisco, Los Ángeles, Denver y lugares parecidos,
argumentando una necesidad urgente de energía adicional. La población
protestará en masa. Los funcionarios locales, comprendiendo a los
manifestantes, se negaran a detenerlos en masa. Pero ahora estamos
hablando de desafiar ordenes federales, no estatales o municipales. Después
de esto, se envía a la Guardia Nacional o al ejército regular para
sofocar las protestas y proteger la construcción de los reactores: energo–fascismo
en acción.
Finalmente, existe otro peligro de la proliferación
de la energía nuclear: habrá que aumentar sistemáticamente la
vigilancia estatal de todas las personas incluso remotamente relacionadas
con el comercio de energía nuclear. Después de todo, cada planta de
enriquecimiento de uranio, cada reactor nuclear, cada almacén de desechos
nucleares, y cualquiera de los pasos intermedios entre ellos, es una
fuente potencial de materiales fisionables para terroristas, traficantes
del mercado negro, o estados "canalla" como Irán y Corea del
Norte. Esto significa, por supuesto, que todo el personal empleado en
estas plantas, y todos sus contratistas y subcontratistas (y todos sus
familiares y contactos) tendrán que ser constantemente investigados por
posibles conexiones ilícitas y ser mantenidos bajo estricta vigilancia
todo el tiempo. Cuantos más reactores haya, más plantas y más
contratistas tendrán que estar sujetos a esta clase de vigilancia, y
cuanto más, los empleados de seguridad también tendrán que estar
sujetos a unos niveles incluso más altos de vigilancia por parte de las
agencias de seguridad del estado. Es una fórmula para Gran Hermano a una
enorme escala.
Y luego está el problema especial de los reactores
generadores. Estas plantas generan más material fisionable que
el que consumen, a menudo en forma de plutonio, el cual, a su vez, se
puede someter a combustión en reactores para generar electricidad pero
también se puede usar como combustible de armas nucleares. Aunque esta
clase de reactores están actualmente prohibidos en EE.UU., otros países,
incluido Japón
, están construyéndolos para rebajar su dependencia de los combustibles
fósiles y el uranio natural, también un recurso finito. Al aumentar la
demanda de energía nuclear, más países (incluso, posiblemente, EE.UU.)
tendrán que construir reactores generadores. Pero esto aumentará
inmensamente el suministro global de plutonio listo para las bombas, lo
cual obligará a un aumento incluso mayor de vigilancia estatal sobre la
industria de la energía nuclear en todos sus aspectos.
El puño de hierro del estado
Todos los fenómenos discutidos en estos dos artículos,
la transformación del ejército de EE.UU. en un servicio mundial de
protección de petróleo, el crecimiento del equivalente energético de
una gran carrera armamentista, la emergencia de Rusia como un superpoder
energético y la necesidad de un aumento de la vigilancia a la industria
de la energía nuclear, son manifestaciones de una única tendencia que
abarca estos diversos aspectos: la tendencia de los estados a extender su
control sobre cada aspecto de la producción energética, compra,
transporte y ubicación. Esto, a su vez, es una respuesta al agotamiento
de los suministros energéticos mundiales y un desplazamiento en la
ubicación de la producción de energía, del norte al sur. Todo esto
lleva ya tiempo ocurriendo, pero esta destinado a ganar un mayor impulso
en los años venideros.
Muchos ciudadanos y organizaciones preocupadas, el Apollo
Alliance , el Rocky
Mountain Institute , y el Worldwatch
Institute , por nombrar unos pocos, están tratando de
desarrollar respuestas democráticas razonables a estos problemas
derivados del agotamiento de la energía, inestabilidad en zonas
productores de energía y el calentamiento global. La mayoría de los líderes
de los gobiernos, sin embargo, parecen tener la intención de enfrentarse
a estos problemas mediante un aumento del control estatal y una mayor
confianza en el uso de la fuerza militar. Si no nos resistimos a esta
tendencia, el energo–fascismo puede ser nuestro futuro.
(*) Michael T. Klare es Catedrático de Estudios
sobre Paz y Seguridad Mundial en el Colegio Hampshire y el autor de Blood
and Oil: The Dangers and Consequences of America´s Growing Dependence on
Imported Petroleum (Sangre y Petróleo: Los Peligros y Consecuencias
de la Creciente Dependencia de EE.UU. del Petróleo Importado) (editorial
Owl).
Este artículo apareció primero en Tomdispatch.com,
un weblog de Nation Institute, que ofrece un suministro continuo de
fuentes alternativas y de opinión de Tom Engelhardt, durante largo tiempo
redactor editorial, cofundador de The American Empire Project (El
Projecto del Imperio Norteamericano) y autor de The End Of Victory
Culture (El final de la Cultura de la Victoria, una historia del
triunfalismo norteamericano en la Guerra Fría), una novela, The Last
Days of Publishing, (Los Últimos Días del Mundo Editorial) y Mission
Unaccomplished (Misión Incumplida), (Nation Books), la primera
colección de entrevistas de Tomdispatch.
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