El
capitalismo senil
Por
Samir
Amin
Existe
una especie de consenso amplio —gracias también al derrumbe de las
primera experiencia de construcción de una alternativa socialista—
sobre la idea de que el capitalismo representaría un horizonte
insuperable. Esta interpretación olvida una serie de características
nuevas, a través de las cuales se expresa lo que suelo definir como la
“senilidad” del sistema capitalista.
—
I —
La
tesis que sostendremos en nuestro ensayo pretende criticar los
estereotipos y prejuicios actuales. En efecto, existe una especie de
consenso amplio —gracias también al derrumbe de las primera experiencia
de construcción de una alternativa socialista— sobre la idea de que el
capitalismo representaría un horizonte insuperable y que, en
consecuencia, el futuro se inscribiría en el cuadro de los principios de
base que rigen su reproducción. Según esta teoría, el sistema
capitalista tendría una flexibilidad sin par, que le permitiría
adaptarse a todas las transformaciones, absorbiéndolas y sometiéndolas a
las exigencias de la lógica fundamental que lo define.
Es
indudable que la historia del capitalismo está constituida por sucesivas
fases de expansión y de profundización, atravesadas por momentos de
transición más o menos caóticos (crisis estructurales). La interpretación
más tradicional de esta historia se fundamenta en la formulación de la
teoría de los ciclos largos, elaborada por Kondratiev, cuyo carácter
demasiado determinista y, en ocasiones, pasivo, nunca nos ha convencido
por completo.
Cada
una de las fases sucesivas de expansión (fase A, en el lenguaje de
Kondratiev) es anunciada por importantes transformaciones de diferente
naturaleza, entre las cuales está una concentración de innovaciones
tecnológicas, que provocan profundos cambios en las formas de organización
de la producción y del trabajo. A su vez, la crisis de transición se
expresa a través del cambio en las relaciones de fuerza sociales y políticas,
que habían gobernado la fase precedente. En la actualidad nos encontramos
en una transición de esta naturaleza (fase B, según el lenguaje de
Kondratiev).
Este
consenso intelectual se traduce, pues, en la adhesión a la idea según la
cual la presente fase de crisis estructural —con todos los
desequilibrios y el desorden característicos— debe ser superada sin
tener que renunciar a las reglas fundamentales que rigen la vida económica
y social del capitalismo. En otras palabras, se anuncia y será aceptada
una nueva fase A de acumulación y de expansión mundial, porque la misma
implicará un “progreso” ampliamente compartido, aunque eventualmente
se revele desigual.
Tal
consenso une hoy a los doctrinarios liberales, los reformistas
“moderados” y aquellos también reformistas que poco a poco fueron
abandonando su radicalismo original. Estos intelectuales, como ellos
repiten con frecuencia, “tienen confianza en los mecanismos del
mercado”, que garantizarían —si la locura de los Estados no los
condujera a tratar de obstaculizar su pleno desarrollo— una nueva fase
de “prosperidad”, capaz, a su vez, de fundar una nueva era de paz
internacional y de extender la democracia a un gran número de naciones.
Para ello, es necesario un “director de orquesta”, que permite superar
la tempestad pasajera. De esta forma se justifica el hegemonismo de los
Estados Unidos, definido benign neglect por los liberales
norteamericanos. Muchos posmodernistas —y el mismo Toni Negri (al cual
nos referiremos más adelante)— han ido adoptando gradualmente este
punto de vista, mientras que para otros muchos reformistas radicales y
revolucionarios, la nueva fase de expansión no excluye las luchas
sociales, es más, las estimula, creando las condiciones para su posible
desarrollo. Sin embargo, no basta decirlo.
En
efecto, esta interpretación olvida una serie de características nuevas,
a través de las cuales se expresa lo que suelo definir como la
“senilidad” del sistema capitalista. Pero esta senilidad no significa
el inicio de un final ya seguro, que podríamos esperar con la
tranquilidad que nos ofrece la certeza. Por el contrario, se concretiza en
una renovada violencia, con la cual el sistema trata, de todos modos, de
resistir en el tiempo, aun al costo de imponerle a la humanidad una
barbarie atroz. Así, pues, la senilidad les impone a los reformistas
radicales y a los revolucionarios una prueba de radicalidad aún mayor,
junto con la exigencia de no ceder a las tentaciones del discurso
tranquilizador sobre el espíritu del tiempo y sobre el posmodernismo. En
este caso, el radicalismo no es sinónimo de apego dogmático a las tesis
radicales y revolucionarias de la anterior fase de la historia (me
refiero, grosso modo, al siglo xx), sino de una renovación radical, que
tiene en cuenta el alcance de las transformaciones en curso en el mundo
contemporáneo.
—
II —
La
primera de las transformaciones importantes a considerar es la actual
“revolución científica y tecnológica”.
Una
revolución tecnológica —cualquiera que sea (y ha habido varias en la
historia, en particular en la del capitalismo) — cambia de manera
radical los modos de organización de la producción y del trabajo.
Descompone las formas consolidadas para reconstruir, a partir de la
ruptura con los modelos anteriores, nuevos sistemas organizativos. El
proceso no es inmediato y esta fase puede revelarse bastante caótica. Al
debilitar a las clases trabajadoras, el proceso de descomposición vuelve
improductivas las formas de organización y las luchas que estas clases
habían utilizado en el período precedente y que fueron eficaces en el
pasado, pues se adaptaban a las condiciones de la época. En estos
momentos de transición, las relaciones sociales de fuerza mutan en favor
del capital. Y es esto lo que encontramos en la fase actual.
Pero
es necesario ir más allá y preguntarse acerca de la especificidad de la
revolución tecnológica en curso, compararla con las anteriores y
relacionarla con la dinámica de la acumulación del capital, de la cual
renueva algunos aspectos, aunque manteniendo la lógica general dominante.
Pero no es posible hacer eso sin haber precisado antes el concepto de
capitalismo.
El
capitalismo no es sinónimo de “economía de mercado”, como propone la
vulgata liberal. El concepto extendido de economía de mercado, o de
“mercados generalizados”, no se corresponde en absoluto con la
realidad, es solo el axioma básico de la teoría de un mundo imaginario,
en el que viven los “economistas puros”. El capitalismo se define a
través de una relación social, que asegura el dominio del capital sobre
el trabajo. El mercado aparece en un segundo momento.
El
dominio del capital sobre el trabajo se realiza, en concreto, a través de
la apropiación exclusiva del capital (que define la clase beneficiada, es
decir, la burguesía), y con la exclusión de los trabajadores de su
posesión. Ahora bien, desde esta perspectiva, ¿cómo se presentan los
efectos de la revolución tecnológica en marcha? Esta es la verdadera
pregunta que debemos plantearnos acerca de la revolución tecnológica.
En
la historia del capitalismo, las revoluciones tecnológicas anteriores (el
telar industrial y la máquina de vapor, el acero y los ferrocarriles, el
complejo electricidad-petróleo-automóvil-avión) necesitaban de
inversiones masivas para la cadena productiva. Se trataba de innovaciones
que economizaban el trabajo directo, a costa de invertir una mayor
cantidad de trabajo indirecto en las instalaciones. La innovación
economizaba la cantidad total de trabajo necesario para suministrar un
volumen determinado de producto, pero, sobre todo, trasladaba el trabajo
de la producción directa a la producción de las instalaciones
industriales. De esta forma, las anteriores revoluciones tecnológicas
fortalecían el poder de los propietarios del capital (en este caso, de
las instalaciones), afectando a quienes las operaban (los trabajadores).
Por
el contrario, la nueva revolución tecnológica —en sus dos vertientes
principales, la informática y la genética— parece permitir, al mismo
tiempo, un ahorro del trabajo directo y de las instalaciones (por lo menos
en lo referente al volumen total de las inversiones). Pero exige otra
división del trabajo total empleado, más favorable al trabajo
calificado.
¿Qué
significa este elemento específico, y nuevo, de la actual revolución
tecnológica? ¿Cuáles son sus consecuencias potenciales (con
independencia de las relaciones sociales específicas del capitalismo) y
reales (es decir, en el marco de estas relaciones)?
En
este caso, el aspecto potencial y el real entran en conflicto. La revolución
tecnológica significa que se puede producir mayor riqueza con menos
trabajo, sin atribuirle al capital el poder que ejercía antes sobre el
trabajo. Las condiciones para permitir la sustitución del capitalismo por
otro modo de producción ya están presentes. Sin embargo, el capitalismo,
aunque se representa objetivamente como un fenómeno transitorio, continúa
existiendo y afirma como nunca la pretensión del capital de dominar el
trabajo. En el mundo del capitalismo real, el trabajo no puede ser
utilizado por sí solo, sino por el capital que lo domina, pues le
suministra ganancias, en la medida en que la “inversión” resulta
rentable. Pero este proceder, al excluir del trabajo una cantidad
creciente de trabajadores potenciales (y privándolos, en consecuencia, de
cualquier ganancia), condena al sistema productivo a contraerse en términos
absolutos y, de todos modos, a desarrollarse a un ritmo de crecimiento muy
inferior al que permitiría la revolución tecnológica. Más adelante
examinaremos, a propósito de las leyes agrarias, el ejemplo más
escandaloso de esta perspectiva de marginación masiva que demanda la
actual expansión del capitalismo.
Los
discursos dominantes eluden el debate sobre los límites del capitalismo,
que se relacionan con la nueva organización del trabajo (la llamada
“sociedad en red”) y las referidas a las transformaciones de la
propiedad del capital (el “capitalismo popular” y el “modo de
acumulación patrimonial”), e, incluso, con la ciencia convertida en
“factor fundamental de producción”.
Analicemos
en primer lugar el “fin del trabajo”, la “sociedad en red” (que
elimina las jerarquías verticales y los sustituye por interrelaciones
horizontales), la afirmación del “individuo” (sin tener en cuenta su
status social —propietario capitalista o trabajador—) como “sujeto
de la historia”. Todas las modalidades de este discurso, hoy de moda (de
Rifkin a Castells y a Negri), fingen que el capitalismo ya no existe o
que, en todo caso, las exigencias objetivas de la nueva tecnología
transformarían su realidad hasta disolver el carácter fundamental,
basado en la jerarquía vertical, que asegura el dominio del capital sobre
el trabajo. En realidad, esta teoría es la expresión de una “ilusión
tecnicista”. Una ilusión que se repite constantemente a lo largo de la
historia, porque la ideología del sistema siempre ha tenido necesidad de
ella para evadir la verdadera cuestión: ¿quién controla el uso de la
tecnología?
Veamos
ahora el segundo discurso, que se refiere a la pretendida difusión de la
propiedad del capital, abierto ya a la “gente normal” a través de las
inversiones en la bolsa y los fondos de pensión. Se trata en realidad del
viejo discurso del “capitalismo popular”, definido de forma más
pretenciosa como “modo de acumulación patrimonial” (Aglietta). Un
discurso que no presenta nada nuevo y no tiene relación alguna con la
realidad.
El
tercer discurso se refiere a la idea según la cual la ciencia ya se habría
convertido en “el factor de producción determinante”. Una afirmación
a primera vista interesante y seductora, considerando los grandes
conocimientos científicos y los medios técnicos utilizados en la
producción moderna. Pero esta teoría se basa en una confusión de fondo,
pues las relaciones sociales (capital y trabajo), por una parte, y los
conocimientos y el saber, por otra, no tienen el mismo status en la
organización de la producción. En efecto, desde tiempos inmemoriales
esta última ha necesitado del saber y de los conocimientos: la eficiencia
del cazador no depende solo de las flechas, sino también del conocimiento
de los animales; ningún campesino habría podido cultivar el trigo sin
poseer conocimientos acumulados sobre la naturaleza.
Ciencia
y saber siempre han estado presentes, pero como telón de fondo, detrás
de las relaciones sociales (¿quién es el propietario de la flecha, del
terreno, de la fábrica?). La verdadera cuestión, que este discurso elude
(al igual que la econometría que se propone “medir” los aportes específicos
a la “productividad general” del capital, del trabajo y de la
ciencia), es saber quién controla los conocimientos necesarios para la
producción. Aún ayer, la cultura del clérigo, muy superior a la del
campesino, justificaba la administración del poder (poco importa si en la
actualidad consideramos esos conocimientos por completo imaginarios).
En
realidad, el capitalismo se ha construido a sí mismo privando a los
productores de la propiedad sobre sus medios de producción y de sus
conocimientos. El avance de las fuerzas productivas ha sido regido por
esta privatización. El obrero semiartesano de las fábricas del siglo xix
fue sustituido, en la era fordista, por el obrero-masa descalificado,
mientras que los conocimientos técnicos fueron asumidos por las
“direcciones técnicas”, que, a su vez, estaban sometidos a la
autoridad suprema de las direcciones comerciales y financieras. Al
respecto, la ofensiva del agrobusiness actual es significativa: las
empresas transnacionales se han arrogado el derecho —que la OMC pretende
“proteger”— de apoderarse de los conocimientos colectivos del mundo
rural, en particular del tercer mundo, para reproducirlos bajo la forma de
semillas industriales, cuya exclusiva pretenden tener, a través de la
“reventa” (forzosa) a los campesinos, que han sido privados del libre
uso de sus conocimientos. Tal es el caso, en verdad paradójico, del arroz
basmati, ¡revendido por una empresa norteamericana a los campesinos
indios! Más allá del peligro de empobrecimiento del patrimonio genético
de las especies terrestres, que trae consigo esta política de las
empresas transnacionales del agrobusiness, cómo definir tales
procedimientos si no con el término de piratería. ¿Se trata del tan
manido espíritu empresarial o, por el contrario, de una especie de racket?[1]
En
la actualidad, muchos sostienen que estamos asistiendo a una inversión de
tendencia en la organización de las producciones ultramodernas. Es una
afirmación bastante simplista, según la cual las nuevas técnicas, además
de requerir menos trabajo, demandan una mayor calificación. Una afirmación,
sin embargo, que debe ser revisada y corregida. En efecto, el capital
conserva el control absoluto sobre el conjunto de estos procesos
productivos. Se puede comprobar en el campo de la informática, regulado
por los gigantescos oligopolios que dirigen y controlan la producción, la
difusión y el uso de los programas e, incluso, a los mismos usuarios, a
través de la fabricación de “virus” y de la venta forzosa de los
medios para protegerse de estos. Se evidencia también en el campo de la
genética, donde los gigantescos oligopolios organizan la “investigación”
sobre la base de las perspectivas comerciales y mediante el racket
organizado de los conocimientos de los campesinos, al cual aludía
anteriormente.
Sin
duda, existen factores nuevos: la fuerte reducción del trabajo total,
posible gracias a la utilización de las nuevas tecnologías o, para
decirlo de otra forma, a su elevada productividad. Pero en el
funcionamiento real del sistema esta economía del factor trabajo se
acompaña, a través de la exclusión, de una brutal reducción de la masa
de trabajadores utilizada por el capital. La tesis de los partidarios del
capitalismo es que los excluidos de hoy podrán trabajar mañana, gracias
a la expansión de los mercados. Como ayer en el fordismo, los puestos de
trabajo suprimidos por el aumento de la productividad serán compensados
por los nuevos puestos de trabajo y por la expansión general.
La
mencionada tesis todavía podría ser creíble únicamente si previera la
intervención del Estado regulador. De lo contrario, el “mercado” es
una fuente de exclusión, pues al marginado sin rédito lo ignora el
mercado, que solo reconoce la demanda solvente. El “mercado” pone en
funcionamiento un sistema regresivo que excluye cada vez más y concentra
la producción sobre una reducción de la demanda solvente. Este sería el
caso del fordismo de ayer (y en efecto lo fue en la crisis de los años
30) si, a partir de 1945, el Estado no hubiera intervenido para
contrarrestar los efectos de la espiral regresiva, haciendo uso del
“contrato social”, que permitía una nueva relación fuerza de
trabajo/capital. Un contrato que permitió, además, la expansión de los
mercados: el Estado ya no era solo el instrumento unilateral del capital,
sino también el instrumento del compromiso social. Es por esta razón que
en el capitalismo el Estado democrático solo puede ser un Estado
regulador social del mercado.
Pero
¿por qué no puede suceder lo mismo en el futuro, mediante el despliegue
de las potencialidades de las nuevas tecnologías? ¿El rechazo a las
posiciones doctrinales de los liberales no constituye un elogio al
reformismo, a la intervención del Estado regulador?
La
respuesta es afirmativa, pero a condición de que se entienda que el
alcance de las reformas necesarias para buscar una solución al problema
—integrar y no excluir— debe diferir de lo propuesto por los pocos
reformistas que sobrevivieron a las ideas liberales. O sea, se trata de
proponer reformas radicales en el verdadero sentido de la palabra, que
ataquen el principio de la propiedad, mediante el cual se realiza el
control de la utilización de las nuevas tecnologías para beneficio
exclusivo del capital oligopólico.
En
este análisis, una tal exigencia de radicalismo constituye solo una cara
de la moneda. La otra está representada, precisamente, por la propia
senilidad del capitalismo, por la imposibilidad del sistema de producir
otra cosa que no sea una creciente exclusión. Se debe entonces concluir
que la construcción de otra forma de organización de la sociedad ha
devenido una necesidad, que el capitalismo ya cumplió su tiempo, que la
formulación de una racionalidad diferente a la manifestada por la
productividad del capital, se ha convertido en la condición ineludible
del progreso de la humanidad. Las reformas radicales —casi
revolucionarias— son la condición fundamental para la aplicación
concreta del potencial de la revolución tecnológica. Creer que esta última
pueda por sí sola producir un potencial tan enorme me parece, por lo
menos, bastante ingenuo.
—
III —
El
capitalismo no solo es un modo de producción, sino también un sistema
mundial fundado sobre el dominio general de este modelo. Esta vocación de
conquista del capitalismo se ha manifestado, de forma constante, desde sus
inicios. Sin embargo, en su expansión mundial, el capitalismo ha
construido, reproducido y profundizado sin cesar una asimetría entre sus
centros de conquista y las periferias dominadas. Por esta razón hemos
definido el capitalismo como un sistema imperialista natural, o, como
hemos escrito, el imperialismo representa la “fase permanente” del
capitalismo.
En
el contraste expresado a través de esta asimetría creciente, es
interesante notar la contradicción principal del capitalismo, entendido
como sistema mundial. Tal contradicción se manifiesta también en términos
ideológicos y políticos, a través del contraste entre el discurso
universalista del capital y la realidad de lo que produce su expansión,
es decir, la creciente desigualdad entre los pueblos de la Tierra.
El
carácter imperialista del capitalismo se ha concretado en las formas
sucesivas de la relación asimétrica y desigual centros/periferias, en la
cual cada una de las etapas adopta un carácter específico, pues las
leyes que rigen su reproducción se relacionan estrechamente con las
especificidades de la acumulación del capital. Así, pues, en la historia
de los últimos cinco siglos ha habido momentos —que representan pasajes
de separación entre las fases imperialistas— caracterizados por la
afirmación de nuevas especificidades.
Sin
volver a la presentación y al análisis concerniente a su historia,
recordaremos algunas conclusiones que se refieren, de manera directa, a la
entrada del capitalismo en la fase de senilidad.
En
el curso de todas las fases anteriores de la expansión capitalista, el
imperialismo había tenido un carácter de conquista, es decir,
“integraba” con una fuerza cada vez mayor regiones y poblaciones que
hasta aquel momento estaban fuera de su radio de acción. Además, el
imperialismo tenía un carácter plural, era el producto de diferentes
centros imperialistas en fuerte competencia por el control de la expansión
mundial. Hoy, estas dos características del imperialismo están cediendo
el paso a dos nuevos elementos, contrarios por completo a los precedentes.
En primer lugar, el imperialismo ya “no integra”. En su nueva expansión
mundial, el nuevo capitalismo excluye, en vez de integrar, en proporción
mucho mayor que en el pasado. En segundo lugar, el imperialismo ha asumido
un carácter singular, se ha convertido en un imperialismo colectivo del
conjunto de centros, o sea, de la tríada Estados Unidos-Europa-Japón. De
manera objetiva, estas dos nuevas características tienen vínculos muy
estrechos entre sí.
El
viejo imperialismo era “exportador de capitales”, tomaba la iniciativa
de invadir las sociedades periféricas y de establecer en ellas nuevas
estructuras de producción (de naturaleza capitalista). De esta forma,
construía el nuevo sistema y destruía el viejo. Esta segunda dimensión
—destructiva—, que retomaremos más adelante, no debe ser ignorada,
aunque prevalezca el aspecto destructivo. Sin embargo, la construcción
capital-imperialista, en su totalidad, no ha sido portadora de una gradual
“homogeneización” de las sociedades del mundo capitalista. Por el
contrario, se ha construido una relación asimétrica centros/periferias.
El
capital exportado nunca fue puesto a disposición de la sociedad que lo
recibía. Se hacía retribuir siempre de diversas formas (ganancias
directas obtenidas por los nuevos sistemas, y excedentes sustraídos a los
modos de producción sometidos). Esta transferencia de valores de las
periferias a los centros, en las modalidades específicas de las
diferentes fases del desarrollo imperialista (las que hemos definido como
formas sucesivas de la ley del valor globalizado), es uno de los elementos
decisivos de la construcción asimétrica.
Ahora
bien, con independencia de la entidad de tal extracción, el capital
imperialista continuaba su camino, exportando otros capitales para
conquistar otros espacios sometidos a su expansión. Desde este punto de
vista, el capital continuaba su vocación “constructiva”: su capacidad
de “integrar” era superior a la de “excluir”. En cuanto tal, la
expansión capitalista podía alimentar, en las periferias, la ilusión de
la posibilidad de “alcanzar” a los demás, permaneciendo dentro del
sistema global. Esta ilusión —que definiríamos como el proyecto de la
“burguesía nacional”— estaba muy presente en el escenario político.
Los aduladores del imperialismo en los centros (como Bill Warren y otros
por el estilo) se basaban en la dimensión “constructiva” de la
expansión capitalista, para decantar su pretendido carácter
“progresista”. El capital británico “construía” puertos y
ferrocarriles en Argentina, en la India y en otras partes del mundo.
Observamos, además, que el imperialismo no puede, en ningún caso, ser
reducido a la única dimensión política (la colonización) que lo acompaña,
como lo ha hecho Negri. Países sin colonias, como Suiza y Suecia,
formaban parte del mismo sistema imperialista, al igual que Gran Bretaña
y Francia. El imperialismo no es un “fenómeno político” situado
fuera de la esfera de la vida económica, es el producto de las lógicas
que rigen la acumulación del capital.
Todo
parece indicar que el capítulo de esta expansión constructiva se ha
cerrado de manera definitiva. El actual flujo de ganancias y de
transferencias de capital de Sur a Norte supera con amplitud, y no solo en
términos cuantitativos, el reducido flujo de nuevas exportaciones de
capital desde el Norte hacia el Sur. Este desequilibrio podría ser solo
coyuntural, como lo afirma el discurso liberal del pasado, pero en
realidad no es así. El desequilibrio se traduce en un vuelco en las
relaciones entre la dimensión constructiva y la destructiva, ambas
inherentes al capitalismo. Hoy, una ulterior expansión —incluso
marginal— del capital en las periferias implica destrucciones de alcance
inimaginable. He aquí un ejemplo concreto: en la actualidad, la apertura
de la agricultura a la expansión del capital, marginal en términos de
oportunidades potenciales para la inversión (y en términos de creación
de puestos de trabajo modernos, de alta productividad), vuelve a poner en
discusión la supervivencia del género humano.
En
línea general, en la lógica del capitalismo, las nuevas posiciones monopólicas
de las cuales son beneficiarios los centros —el control de las tecnologías,
del acceso a los recursos naturales, de las comunicaciones— se unen y se
unirán cada vez más a un flujo creciente de transferencias de valor
producido en el Sur, en beneficio del segmento que domina el capital
globalizado (el capital “transnacional”), proveniente de las nuevas
periferias “competitivas”, más avanzadas en el proceso de
industrialización moderna.
También,
desde otro punto de vista, el imperialismo ha evolucionado, pasando de los
estadios anteriores, caracterizados por la violenta competencia de los
imperialismos nacionales, al de la gestión colectiva del nuevo sistema
mundial dominado por la “tríada”. Existen diversas razones que
explican esta evolución sobre las cuales volveremos más adelante. Pero
entre ellas está, sin duda, la exigencia política de una gestión
colectiva, impuesta por el alcance creciente de las destrucciones
provocadas por la continuidad que la expansión capitalista comporta. Las
principales víctimas de tales destrucciones son los pueblos del Sur, pues
el nuevo imperialismo implica, e implicará cada vez más, “la guerra
permanente” (del capitalismo transnacional, que domina y se manifiesta a
través del control de los Estados de la tríada) contra los pueblos del
Sur. Esta guerra no es coyuntural, ni tampoco es el fruto de la arrogancia
del establishment republicano de los Estados Unidos, representado en la
persona del siniestro Bush junior, sino que se inserta en las exigencias
de la estructura del imperialismo en su nueva fase de desarrollo.
En
otras palabras, el imperialismo de las anteriores fases históricas de la
expansión capitalista mundial se basaba en el papel “activo” de los
centros, que “exportaban” capitales hacia las periferias, para
impulsar un desarrollo asimétrico, que podemos definir dependiente o
desigual. Sin embargo, el imperialismo colectivo de la tríada y, en
particular, el del “centro de centros” (los Estados Unidos), ya no
funciona de esta manera. Los Estados Unidos absorben una fracción
considerable del excedente, generado por la comunidad internacional, y la
tríada deja de ser una exportadora importante de capitales hacia las
periferias. El excedente sustraído por la tríada bajo diferentes formas
(entre las que se encuentran la deuda de los países en vías de
desarrollo y de los países del Este), ya no constituye la contrapartida
de nuevas inversiones productivas. El mismo carácter parasitario de este
modo de funcionamiento del sistema imperialista es un signo de senilidad,
que evidencia la creciente contradicción centros/periferias (llamada
Norte-Sur).
Esta
clausura en sí mismos de los centros, que abandonan a su “triste
destino” a las periferias, es considerada por los sostenedores de los
actuales discursos ideológicos-mediáticos como la prueba de que el
imperialismo desaparecerá, porque el Norte no puede prescindir del Sur.
Una afirmación que no solo es desmentida cotidianamente por los hechos (¿cómo
explicar entonces la OMC, el FMI y las intervenciones de la OTAN?), sino
que niega la esencia misma de la ideología burguesa, la cual ha sabido
consolidar su vocación universal. Pero ¿el abandono de tal vocación, a
favor del nuevo discurso sobre el llamado “culturalismo
posmodernista”, no es acaso el símbolo de la senilidad del sistema, que
no tiene nada más que proponer al 80% de la población mundial?
La
hegemonía de los Estados Unidos se articula sobre esta exigencia objetiva
del nuevo imperialismo colectivo, el cual tiene que controlar la creciente
contradicción centros/periferias, recurriendo, cada vez más
frecuentemente, a la violencia. Los Estados Unidos, con su “supremacía
militar”, parecen ser la punta de diamante de este sistema, y su
proyecto de “control militar del mundo” es el medio para asegurar su
eficacia.
La
“supremacía militar” norteamericana no es solo de naturaleza técnica,
sino también de carácter político. Los países europeos tienen también
la capacidad técnica para bombardear Irak, Somalia u otros países, pero
a ellos les resultaría más difícil porque su opinión pública (todavía
y por ahora) está influenciada por valores “universalistas”,
“humanitarios” y “democráticos”, que podrían obligar a
reconsiderar las eventuales decisiones militaristas. La clase dirigente de
los Estados Unidos no conoce dificultades análogas, pues es capaz de
manipular con facilidad una opinión pública bastante ingenua, pero puede
también aprovecharse de los valores “supremos” a los que se refiere
la cultura norteamericana, a “la misión confiada por Dios al pueblo
norteamericano” o, en términos más brutales, a la misión atribuida al
sheriff protector del Bien contra el Mal, como escribe James Woolsey, ex
director de la CIA, en un artículo de Le Monde (5 de marzo de 2002), en
el cual la pobreza intelectual compite con la arrogancia.
Esta
“supremacía”, los Estados Unidos se la cobran a sus socios de la tríada
imponiéndoles, como al resto del mundo, el financiamiento del gigantesco
déficit norteamericano.
La
clase dirigente de los Estados Unidos sabe que la economía de su país es
vulnerable, que el nivel de los consumos globales supera sus
posibilidades, y que la única forma para obligar al resto del mundo a
financiar su déficit es imponérselo con el despliegue de su poderío
militar. Pero no tiene opción, la administración norteamericana ha
tomado ya el camino de la afirmación de esta forma de hegemonía,
moviliza a su pueblo —en primer lugar a la clase media—, proclamando
su intención de “defender a cualquier precio el American way of life”.
El precio a pagar puede ser la destrucción de sectores enteros de la
humanidad. Pero no importa. La clase dirigente estadounidense cree poder
arrastrar en su aventura sanguinaria a sus socios europeos, a Japón e,
incluso, a cambio del servicio que le ofrece a esta “comunidad de clases
acomodadas”, obtener su consentimiento para el financiamiento del déficit
norteamericano. Pero, ¿hasta cuándo?
De
inmediato viene a la mente una comparación. Hasta hace poco tiempo, las
potencias democráticas (no obstante su carácter imperialista) se mantenían
alejadas de las fascistas, que habían optado por imponer su proyecto de
“nuevo orden” (término utilizado también por Bush padre para
calificar el nuevo proyecto de globalización), con la violencia militar.
Nos podemos preguntar si la opinión pública europea, fiel a los valores
humanistas y democráticos, obligará a sus Estados a alejarse del plan
norteamericano de control militar del mundo.
¿Hasta
cuándo los europeos estarán dispuestos a aceptar la preparación explícita
de la agresión nuclear norteamericana? ¿Terminarán por reaccionar ante
la creación por parte de la CIA de una “oficina de la mentira”,
encargada de confundir a la opinión pública con la fabricación de
noticias infundadas (un concierto de la democracia y de la libertad de
prensa que con seguridad no le habría disgustado a Goebbels)?
A
esto se suma que el precio pagado por Europa (y por Japón), para que se
desarrolle la hegemonía norteamericana, es considerable y continuará
creciendo. La sociedad norteamericana —cuya supervivencia, en las formas
en que se ha manifestado y que quisiera mantener a cualquier precio,
depende del aporte de los otros al financiamiento de su derroche— ¡se
comporta como si fuera capaz de regir el mundo! La actual coyuntura de la
economía mundial depende del mantenimiento del derroche norteamericano.
Bastaría una recesión, que afectara a los Estados Unidos, para poner de
rodillas a las exportaciones de Europa y Asia —cuya naturaleza es, en
parte, la de un tributo unilateral pagado a la nueva Roma—. Al optar por
hacer que su desarrollo económico dependa de estas exportaciones
absurdas, en vez de consolidar sus sistemas específicos de producción y
consumo (lo que equivaldría a un desarrollo autocentrado), los europeos y
asiáticos han caído en la trampa, pues un solo país —los Estados
Unidos— tiene el derecho de ser soberano y de aplicar los principios de
un desarrollo autocentrado, proyectado, de forma agresiva, hacia la
conquista del mundo exterior. Todos los demás están invitados a
mantenerse en el ámbito de un desarrollo dirigido al exterior, o sea, a
convertirse en economías accesorias de los Estados Unidos. Es la visión
del “siglo xxi norteamericano”. Aunque no pienso que esta absurda
situación se pueda mantener por mucho más tiempo.
El
carácter parasitario, cada vez más marcado, del imperialismo colectivo
de la tríada, sin nada que ofrecer al mundo (representado por la mayoría),
y de los Estados Unidos, punta de diamante de este imperialismo,
representa un signo de senilidad del sistema, que se suma a los analizados
con anterioridad a propósito de la diferencia creciente entre las
potencialidades de la nueva tecnología (su capacidad para “resolver
todos los problemas materiales de la humanidad”) y su aporte efectivo en
el marco de las relaciones social-capitalistas (caracterizadas por una
desigualdad y una marginación de masas crecientes).
Pero,
como habíamos visto, la senilidad se une a un nuevo desarrollo de la
violencia, concebida como último recurso para perpetuar el sistema.
—
IV —
Analicemos
ahora el ejemplo de las gigantescas devastaciones que el capitalismo
contemporáneo causa en la agricultura de los países de la periferia.
Todas
las sociedades anteriores al capitalismo eran sociedades campesinas y su
agricultura estaba regida por diferentes lógicas, todas ajenas a la
definida por el capitalismo (la máxima productividad del capital). De
hecho, el capitalismo histórico ha iniciado una gran ofensiva contra la
agricultura campesina. En la actualidad, el mundo rural y campesino
representa aún la mitad de la humanidad, aunque su producción está
dividida en dos sectores, cuyos aspectos económicos y sociales son
perfectamente distintos.
La
agricultura capitalista, regida por el principio de la productividad del
capital, ubicada casi exclusivamente en la América del Norte, en Europa,
en la parte meridional de la América Latina y en Australia, da trabajo a
pocas decenas de miles de agricultores, que no pueden ya ser considerados
verdaderos “campesinos”. Sin embargo, su productividad, en dependencia
directa de la mecanización (cuya exclusiva a nivel mundial poseen en la
práctica) y de la superficie de la cual disponen, oscila entre los diez
mil y los veinte mil quintales anuales de “cereales-equivalente” por
trabajador.
En
cambio, los agricultores campesinos representan casi la mitad de la
humanidad, es decir, tres mil millones de seres humanos. Estos
agricultores se dividen, a su vez, entre los que se benefician de la
revolución verde (fertilizantes, pesticidas y semillas selectas), cuya
producción oscila entre cien mil y quinientos mil quintales por
trabajador, y aquellos que no han conocido aún tal revolución, cuya
producción varía en torno a los diez mil quintales.
La
diferencia entre la productividad de la agricultura mecanizada más
avanzada y la rural más pobre, que era de 10 a 1 en 1940, ha alcanzado
hoy la proporción de 2 000 a 1. En otras palabras, los ritmos de
desarrollo de la productividad en la agricultura han superado con amplitud
los de otras actividades, provocando una reducción de precios reales en
proporción de 5 a 1.
El
capitalismo siempre ha combinado su dimensión constructiva (la acumulación
del capital y el desarrollo de las fuerzas productivas) con la
destructiva, reduciendo al ser humano a un simple suministrador de fuerza
de trabajo, tratado como una simple mercancía, destruyendo a largo plazo
algunas bases naturales de la reproducción y de la vida, y borrando
fragmentos anteriores de sociedades y, en ocasiones, pueblos enteros
—como es el caso de los indios de la América del Norte. El capitalismo
siempre ha desarrollado acciones simultáneas de “integración”
(integrando a los trabajadores que sometía a las diferentes formas de
explotación del capital en expansión, a través de la “ocupación”,
en términos inmediatos) y de “exclusión” (excluyendo a aquellos que
perdieron las posiciones que ocupaban en el sistema anterior, y no se habían
integrado al nuevo). Aunque en su fase ascendente —históricamente
progresista— ha desarrollado una labor, sobre todo, de integración.
En
la actualidad ya no es así, como se puede comprobar dramáticamente en el
caso de la cuestión agraria. Sucede que si se tuviera que “integrar”
la agricultura al conjunto de reglas generales de la “competencia”
(como lo impone la OMC tras la conferencia de Doha, en noviembre del
2001), equiparando los productos agrícolas y alimentarios a las “otras
mercancías”, las consecuencias serían dramáticas, teniendo en cuenta
las enormes desigualdades entre el agro-business y la producción
campesina.
En
efecto, bastaría una veintena de millones de factorías modernas —si se
les concediera el acceso a las grandes superficies de tierra necesarias
(sustrayéndolas a las economías campesinas y escogiendo los terrenos
mejores), y a los mercados necesarios para sus infraestructuras—, para
producir lo esencial de lo que los consumidores solventes compran a los
campesinos. Pero ¿qué sucedería a los miles de millones de productores
campesinos no competitivos? Serían eliminados inexorablemente, en el
breve plazo de algunas décadas. ¿Cuál será entonces el destino de
estos miles de millones de hombres, pobres entre los pobres, que para
subsistir dependen de esa pequeña producción agrícola (recordemos que
tres cuartos de las personas subalimentadas provienen del mundo rural)? En
un período de cincuenta años ningún desarrollo industrial, más o menos
competitivo, incluso en la hipótesis muy optimista de un crecimiento
constante del 7% anual para los tres cuartos de la población humana, podría
satisfacer más de un tercio de esta necesidad. En otras palabras, el
capitalismo, por su naturaleza, se revela incapaz de resolver la cuestión
agraria y las únicas perspectivas que ofrece son las de un mundo de
favelas y de cinco mil millones de hombres de más, sobrantes.
Hemos
llegado al punto en que, para abrir un nuevo sector a la expansión del
capital (“la modernización de la producción agrícola”), se debe
destruir, en términos de personas, sociedades completas: de una parte,
veinte millones de nuevos productores eficientes (cincuenta millones de
personas, incluyendo a sus familias), tres mil millones de marginados de
la otra. La dimensión creadora de la operación representa solo una gota
en el mar de la destrucción que genera. Se puede concluir que el
capitalismo entró ya en su fase senil descendente, pues la lógica que
rige este sistema ya no es capaz de asegurar la más elemental
supervivencia de la mitad de la humanidad. El capitalismo se convierte en
barbarie, invita directamente al genocidio. Por esta razón, es más
necesario que nunca sustituirlo por otras lógicas de desarrollo, con una
racionalidad superior.
El
argumento que esgrimen los defensores del capitalismo se basa en el hecho
de que Europa ha encontrado su solución en el éxodo rural. ¿Por qué
razón, entonces, los países del Sur no podrían reproducir, con dos
siglos de atraso, un modelo de transformación análogo? Se olvida, sin
embargo, que las industrias y los servicios urbanos del siglo xix europeo
exigían una mano de obra abundante y que su excedente pudo emigrar en
masa hacia América. El tercer mundo actual no tiene esta posibilidad y,
si quiere ser competitivo como se le impone, debe recurrir a las tecnologías
modernas que requieren de poca mano de obra. La radicalización producida
por la expansión mundial del capital, le impide al Sur la reproducción
retardada del modelo del Norte.
Este
argumento, o sea, un desarrollo del capitalismo capaz de resolver la
cuestión agraria en los centros del sistema, ha ejercido siempre una
fuerte atracción, incluso en el marxismo histórico. Lo demuestra el célebre
libro de Kautsky (La cuestión agraria), anterior a la Primera Guerra
Mundial y libro sagrado de la socialdemocracia en este sector. Un punto de
vista similar fue heredado del leninismo y aplicado —con los dudosos
resultados que todos conocemos— en las políticas de “modernización
de la agricultura” colectivizada de la época estalinista. Los hechos
demuestran que el capitalismo, precisamente porque no puede separarse del
imperialismo, ha “resuelto” (a su modo) el problema agrario en los
centros del sistema, creando, sin embargo, uno nuevo en las periferias, el
cual es incapaz de resolver (si no es con el genocidio de la mitad de la
humanidad). En el campo del marxismo histórico solo el maoísmo captó el
alcance de este problema. Por este motivo, quien critica al maoísmo
—apreciando en este modelo una “desviación campesina” del
marxismo— demuestra con tal afirmación que carece de los instrumentos
necesarios para entender qué es, en realidad, el capitalismo contemporáneo
(que sigue siendo y será siempre imperialista) y se limita a suplir su
incapacidad para comprender, con un discurso abstracto sobre el modelo de
producción capitalista.
Entonces,
¿qué hacer?
Para
nosotros, la única solución posible es favorecer el mantenimiento de una
agricultura campesina durante una gran parte del siglo xxi. No por un
regreso nostálgico al pasado, sino simplemente porque la solución del
problema pasa a través de la superación de la lógica del capitalismo y
se inserta en la transición secular hacia el socialismo mundial. Por
tanto, se deben elaborar políticas de regulación de las relaciones entre
el “mercado” y la agricultura campesina. A nivel nacional y regional,
estas regulaciones, específicas y adaptadas a las condiciones locales,
deben proteger la producción nacional, garantizando así la indispensable
seguridad alimentaria de las naciones y neutralizando el arma alimentaria
del imperialismo, o sea, la disociación entre los precios internos y los
del llamado mercado mundial. Al mismo tiempo, estas regulaciones —a través
de un aumento de la productividad de la agricultura campesina, sin dudas
lento, pero constante— deben permitir el control sobre el traslado de la
población de los campos a las ciudades. A nivel del llamado mercado
mundial, la regulación más deseable podría realizarse, con
probabilidad, a través de los acuerdos interregio-nales, por ejemplo,
entre Europa, de una parte, y África, el Medio Oriente, China y la India,
de la otra, respondiendo a las exigencias de un desarrollo que integre en
vez de excluir.
—
V —
La
senilidad del capitalismo no se manifiesta solo en el campo de la
reproducción económica y social. En esta infraestructura fundamental se
insertan diferentes manifestaciones, signos, al mismo tiempo, del atraso
del pensamiento universalista burgués (que los nuevos discursos ideológicos
han sustituido por el posmodernismo) y de la regresión en las prácticas
de gestión política (volviendo a cuestionar la tradición democrática
burguesa).
A
pesar de que el carácter financiero del sistema de gestión económica
es, en nuestra opinión, transitorio, típico de un momento de crisis como
el actual, ese fenómeno implica teorías ideológicas particulares.
Algunas —como el anuncio del pretendido paso a un “capitalismo
popular” (en la versión simplista de los discursos electorales o en la
pretenciosa versión del “modo de acumulación patrimonial”)— no son
otra cosa que testimonios de ingenuidad (para quienes se las creen) o de
condicionamiento. Otras teorías demuestran una alienación aún mayor. La
convicción de que “el dinero produce frutos”, olvidando cualquier
referencia a la base productiva, que permite a su propietario
beneficiarse, constituye una evidente regresión del pensamiento económico,
que ha llegado a la cumbre de la alienación y, en consecuencia, a la
decadencia de la razón.
El
discurso ideológico del posmodernismo se alimenta de regresiones
similares. Al recuperar todos los lugares comunes producidos por la
desorientación, característicos de momentos como el actual, lanza
llamados incoherentes a la desconfianza con respecto a conceptos de
progreso y de universalismo. Pero, en vez de profundizar en la materia,
con una crítica seria a las limitaciones de estas expresiones de la
cultura del Iluminismo y de la historia burguesa, y de analizar sus
contradicciones efectivas, cuyas consecuencias son agravadas por la
senilidad del sistema, este discurso se limita a sustituirlas por
afirmaciones de la ideología liberal norteamericana: “vivir con su
tiempo”, “adaptarse”, “administrar la cotidianidad”, o sea, no
reflexionar acerca de la naturaleza del sistema y evitar el
cuestionamiento de sus actuales decisiones.
En
vez del esfuerzo necesario para superar los límites del universalismo
burgués, el elogio a las diferencias heredadas funciona en perfecto
acuerdo con las exigencias del proyecto de globalización del imperialismo
contemporáneo. Este proyecto puede producir solo un sistema organizado de
apartheid a escala mundial, alimentado por las ideologías
“comunitaristas” reaccionarias de la tradición norteamericana. De
este modo, la que hemos definido como “regresión culturalista”, hoy
de moda, es aplicada y manipulada por los dueños del sistema, o
reutilizada por los pueblos dominados y desorientados (bajo la forma, por
ejemplo, del Islam o del hinduismo político).
El
conjunto de estas manifestaciones de desorientación y regresión, con
respecto a lo que fue el pensamiento burgués, se une a un deterioro de la
práctica política. El mismo principio de la democracia se basa en la
posibilidad de optar por alternativas. Cuando la ideología logra que se
acepte la idea, de que “no existen alternativas”, porque la adhesión
a un principio de racionalidad superior meta-social, permitiría eliminar
la necesidad y la posibilidad de escoger, significa que ya no hay
democracia. De hecho, el llamado principio de la “racionalidad de los
mercados” desarrolla, exactamente, esta función en la ideología del
capitalismo senil. La práctica democrática, por tanto, se vacía de
cualquier contenido y se abre el camino a lo que habíamos definido como
“una democracia de baja intensidad”, en la que las payasadas
electorales o los desfiles de moda ocupan el lugar de los programas políticos,
en la “sociedad del espectáculo”. La política, deslegitimada por
estas prácticas, se degrada, queda a la deriva y pierde su función
potencial de darles un sentido y una coherencia a los proyectos sociales
alternativos.
Por
otra parte, ¿no estamos quizá observando un “cambio de look” de la
misma burguesía, como clase dominante organizada? Durante toda la fase
ascendente de su historia, la burguesía se constituyó como elemento
principal de la “sociedad civil”. Ello no implicaba tanto una relativa
estabilidad de los hombres (las mujeres eran pocas entonces) o de las
dinastías familiares de empresarios capitalistas (la competencia implica
siempre una cierta movilidad en cuanto a la pertenencia a esta clase,
donde se alternan quiebras y éxitos empresariales) como la fuerte
estructuración de la clase alrededor de sistemas de valores y de
conducta. Así, la clase dominante podía confiar en la honorabilidad de
sus miembros para sostener la legitimidad de sus privilegios.
La
situación actual, en cambio, es muy diferente. Un modelo muy parecido al
mafioso se está afirmando, tanto en el mundo de los negocios como en el
de la política. La separación entre estos dos mundos —que sin ser
absoluta caracterizaba, en cualquier caso, a los sistemas precedentes del
capitalismo histórico— está desapareciendo. Por lo demás, este modelo
no se refiere solo a los países del tercer mundo y a los países ex
socialistas del Este, sino que se está convirtiendo en la regla, en el
corazón mismo del capitalismo central. ¿Cómo definir, de otro modo, a
personajes como Berlusconi, Bush (involucrado en el escándalo Enron) y
tantos otros? Muchos países del tercer mundo han inventado términos muy
apropiados para definir a la nueva clase política. En México los llaman
los señores del poder, en Egipto baltagui (la traducción literal es
fanfarrones, un término que no habría sido utilizado nunca para
calificar a la aristocracia de una época o a la tecnocracia de Nasser).
En ambos casos, los términos incluyen a los millonarios (hombres de
negocios) y a los políticos. Sin embargo, falta aún una investigación
sistemática acerca de las transformaciones en curso de la burguesía en
el capitalismo senil.
—
VI —
Pero
un sistema senil no es un sistema que dejará pasar con tranquilidad sus
últimos días. Por el contrario, la senilidad genera un clima de renovada
violencia.
El
sistema mundial no ha entrado en una nueva fase “no imperialista”, que
podríamos eventualmente definir como “postimperialista”. La
naturaleza de un sistema imperialista exasperado (pues siente que está
perdiendo sin recibir) es exactamente, lo contrario. El análisis que
Negri y Hardt realizan acerca de un “imperio” (sin imperialismo), de
hecho limitado solo a la tríada, sin tener en cuenta al resto del mundo,
se inserta, por desgracia, en la tradición del occidentalismo y en el
actual discurso dominante. Las diferencias entre el nuevo imperialismo y
el anterior se deben buscar en otra parte. Mientras que el imperialismo
del pasado se conjugaba en plural (los “imperialismos” en conflicto),
el reciente es colectivo (una tríada, aunque con una presencia hegemónica
de los Estados Unidos). En consecuencia, los conflictos entre los socios
de la tríada tienen un carácter menor, mientras que asumen mayor
importancia los conflictos entre la tríada y el resto del mundo. La
disolución del proyecto europeo ante la hegemonía norteamericana se
explica por el hecho de que, mientras la acumulación, en la fase
imperialista, se basaba en el binomio centros industriales/periferias no
industrializadas, en las condiciones actuales el contraste se desarrolla
entre los beneficiarios de los nuevos monopolios de los centros (tecnologías,
acceso a los recursos naturales, comunicaciones, armas de destrucción
masiva) y las periferias industrializadas, aunque subordinadas a estos
monopolios. Negri y Hardt, para fundamentar su teoría, tuvieron que
elaborar una definición estrictamente política del fenómeno
imperialista (“la proyección del poder nacional más allá de sus
fronteras), sin relación alguna con las exigencias de la acumulación y
la reproducción del capital. Esta definición simplista, típica de las
actuales ciencias políticas académicas (en particular de la
norteamericana), elude los problemas reales. Los discursos utilizados
hacen referencia a una categoría de imperio ahistórica, y confunden, de
forma festinada, imperio romano, otomano, austro-húngaro, ruso,
colonialismo británico y francés, sin preocuparse por considerar las
especificidades de estas construcciones históricas, irreductibles unas a
las otras.
El
nuevo imperio, en cambio, es definido como una “red de poderes”, cuyo
centro está en todas partes y en ninguna, reduciendo así la importancia
de la instancia representada por el Estado nacional. Por lo demás, esta
transformación se atribuye al desarrollo de las fuerzas productivas (la
revolución tecnológica). Sin embargo, se trata de un análisis ingenuo,
que aísla el poder de la tecnología del marco de las relaciones sociales
en las que actúa. Una vez más se encuentran referencias al discurso
dominante, vulgarizado por los diferentes Rawls, Castells, Touraine, Reich
y otros, de la tradición del pensamiento político liberal
norteamericano.
Los
problemas reales planteados por la articulación entre la instancia política
(Estado) y la realidad de la globalización, que deberían ser el centro
del análisis de las verdaderas “novedades” en la evolución del
sistema capitalista, se eluden con la afirmación gratuita según la cual
el Estado casi ha dejado de existir. En realidad, incluso en las fases
precedentes del capitalismo globalizado, el Estado no había sido nunca
“omnipotente”. Su poder había estado siempre limitado por la lógica
que regía las globalizaciones de la época. En este sentido, Wallerstein
llegó a atribuir a las determinaciones globales un carácter decisivo
sobre el destino de los Estados. Hoy, la situación no ha cambiado, la
diferencia entre la globalización (el imperialismo) actual y el de ayer
hay que buscarla en otras condiciones.
El
nuevo imperialismo tiene un centro —la tríada— y un centro de
centros, que aspira a ejercer su hegemonía, los Estados Unidos. Ejerce su
dominio colectivo sobre el conjunto de las periferias de la Tierra (tres
cuartos de la humanidad), a través de instituciones creadas al efecto.
Algunas tienen la tarea de la gestión económica del sistema imperialista
mundial. En primera fila está la OMC, cuya función real no es, como lo
afirma, garantizar la “libertad de los mercados”, sino proteger a los
monopolios (de los centros) y modelar los sistemas de producción de las
periferias en función de las exigencias de los centros; el FMI, en
cambio, no se ocupa de las relaciones entre las tres monedas principales a
nivel mundial (el dólar, el euro y el yen), sino que realiza las
funciones de autoridad monetaria colonial colectiva; el Banco Mundial es
una especie de Ministerio de Propaganda del G7. Otras instituciones tienen
la responsabilidad de la gestión política del sistema, y entre estas
debemos recordar a la OTAN, ¡que se ha erigido en sustituto de la ONU
para hablar en nombre de la colectividad mundial! La aplicación sistemática
del control militar del mundo por parte de los Estados Unidos expresa, de
forma en extremo brutal, la realidad imperialista.
El
libro de Negri y Hardt no habla de los problemas relativos a las funciones
de estas instituciones, ni hace referencia a la multiplicidad de elementos
que podrían perturbar la tesis simplista del “poder en red”: las
bases militares, las intervenciones violentas, el papel de la CIA y otros.
Del
mismo modo, no se abordan las verdaderas cuestiones planteadas por la
revolución tecnológica acerca de la estructura de clases del sistema, y
se prefiere recurrir a la categoría indeterminada de multitud, que es el
equivalente del término gente (people, en inglés) de la sociología
vulgar. Son otros los verdaderos problemas: la revolución tecnológica en
marcha (cuya realidad no puede ser discutida), como todas las revoluciones
tecnológicas, descompone con violencia las formas anteriores de
organización del trabajo y de las clases, mientras que las nuevas formas
de recomposición no han obtenido aún resultados evidentes.
Para
dar una apariencia de legitimidad a las prácticas imperialistas de las tríadas
y del hegemonismo norteamericano, el sistema ha producido un discurso
ideológico adaptado a las nuevas tareas agresivas. Este discurso sobre
“el enfrentamiento de las civilizaciones” pretende cimentar el racismo
occidental y lograr que la opinión pública acepte la aplicación de un
apartheid a escala mundial. En nuestra opinión, este discurso es mucho más
importante que las diferentes teorías sobre la llamada sociedad en red.
El
crédito de que goza la tesis del “imperio” en una parte de la
izquierda occidental y entre los jóvenes, se debe, sobre todo, a las
severas críticas que hace al Estado y a la nación. El Estado (burgués)
y el nacionalismo (chovinista) han sido siempre objeto de rechazo por
parte de la izquierda radical, y con justicia. Afirmar que el nuevo
capitalismo determina su desaparición, solo puede causar placer. Pero
lamentablemente, tal afirmación no tiene ningún fundamento. Con el
capitalismo tardío se vuelve actual la necesidad objetiva y la
posibilidad real del deterioro de la ley del valor, la revolución tecnológica
hace posible el desarrollo de una sociedad de redes, mientras que la
profundización de la globalización representa un desafío para las
naciones. Pero el capitalismo senil, a través de la violencia del
imperialismo que lo acompaña, anula todas estas potencialidades de
emancipación. La idea de que el capitalismo pueda adaptarse a
transformaciones liberadoras —o sea, producir, incluso
involuntariamente, el socialismo— está en el centro de la ideología
liberal norteamericana. Su función sirve solo para desviar la atención
de los problemas verdaderos y de las luchas necesarias para solucionarlos.
La estrategia “antiestatal”, que el libro de Negri y Hardt sugiere, se
vincula a la del capital, que trata de “limitar las intervenciones públicas”
(“desregular”) para su exclusivo beneficio, reduciendo el papel del
Estado a las funciones de policía (sin suprimirlo del todo, eliminando
solo su función política, lo que le permite desarrollar otras
funciones). Este discurso “antinación” trata de que se acepte a los
Estados Unidos como gran potencia militar y policial del mundo. Aunque lo
que necesitamos es otra cosa. Tenemos que desarrollar la praxis política,
darle un sentido verdadero, lograr que avance la democracia social y
civil, darles a los pueblos y a las naciones un margen de acción más
amplio en la globalización.
Es
cierto que las fórmulas aplicadas en el pasado han perdido su eficacia
por causa de las nuevas condiciones. Es también cierto que algunos
adversarios de la realidad neoliberal e imperialista no se han dado cuenta
de ello y continúan sintiendo nostalgia del pasado. Sin embargo, el
problema aún está presente en toda su evidencia.
—
VII —
La
senilidad se manifiesta a través de la sustitución del modelo anterior
de “destrucción creadora” por un modo de “destrucción no
creadora”. Retomemos el análisis de J. Beinstein: hay “destrucción
creadora” (término utilizado por Schumpeter) cuando en la fase inicial
hay un aumento de la demanda, mientras que —si al inicio teníamos una
disminución de la demanda—, la destrucción producida por cualquier
innovación tecnológica deja de ser creadora.
O
se puede analizar esta transformación cualitativa del capitalismo en los
términos propuestos por Hoogdvelt: se asiste al tránsito de un
“capitalismo en expansión (expanding capitalism) a un capitalismo en
contracción (shrinking capitalism)”.
La
acumulación del capital ha comportado siempre dos dimensiones simultáneas,
una constructiva y una destructiva. Como cualquier sistema viviente, el
capitalismo se funda en esta contradicción interna característica. Como
cualquier sistema viviente, el capitalismo no está destinado a ser
eterno. Como cualquier sistema viviente, llegará un momento en que las
fuerzas destructivas asociadas a su reproducción prevalezcan sobre las
que aseguran su legitimidad, a través de su dimensión positiva y
constructiva. Hoy nos encontramos exactamente en esa fase: la continuación
de la acumulación —en el marco de las relaciones sociales características
del capitalismo y del imperialismo, vinculado a este de forma indisoluble,
y sobre la base de las nuevas tecnologías— implica un verdadero
genocidio. Más de la mitad de la humanidad es ya “inútil”. Estas
personas no se pueden “integrar” (ni siquiera como simples
suministradores de fuerza de trabajo explotada) y están destinadas a ser
“excluidas”. En la actualidad, el capitalismo excluye más de lo que
integra, a niveles altos y en proporciones gigantescas. El capitalismo ha
llegado a su tiempo. En vez de permitir la aplicación de los potenciales
avances de la ciencia y la tecnología (aquella “sociedad en red” que
no es o que existe solo en sus aspectos deformes, impuestos por la
dominación del capital) o la aceleración del desarrollo en las
periferias, el capitalismo imperialista anula estas potencialidades de
emancipación.
La
alternativa objetivamente necesaria y posible implica el derribo de las
relaciones sociales que aseguran el dominio del capital y el de los
centros sobre las periferias. ¿Cómo definir esta alternativa, si no con
la expresión del socialismo a escala mundial? Un sistema en el que la
integración de los hombres no sería hecha por el “mercado” (que, en
las condiciones del capitalismo contemporáneo, excluye en vez de
integrar), sino por la democracia, en el significado más pleno del término).
Esta
alternativa es posible, pero no puede ser considerada “automática”,
porque la imponen por las “leyes de la historia”. Cualquier sistema
que envejece está destinado a descomponerse, pero los elementos que de él
se derivan pueden recomponerse de forma diferente. Ya en 1917 Rosa
Luxemburgo hablaba de “socialismo o barbarie”, y hace treinta años yo
mismo había resumido los términos de la alternativa en la fórmula
“revolución o decadencia”. Estamos convencidos de la posibilidad de
hacer un análisis teórico de las razones de esta “incertidumbre”,
fundamental en el desarrollo humano, mediante la tesis de una
“subdeterminación” (en lugar de la “sobredeterminación”) de la
articulación de las diferentes instancias que constituyen la estructura
de los sistemas sociales.
Tomado
de La Rivista del Manifesto, Roma, septiembre de 2002
Traducción
del italiano por Giselle Sarracino
1.-
Organización delictiva que ejerce el chantaje y la extorsión con medios
intimidatorios y violentos, bastante difundida en varios sectores de la
actividad empresarial. (N. de la T.)
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