La
confusión creada por el discurso dominante entre los conceptos de
“economía de mercado libre” y “capitalismo” es la causa principal
de la peligrosa tendencia a relajar las críticas hacia las políticas que
se están poniendo práctica. “Mercado”, término que evidentemente
hace referencia a la competencia, no es igual a “capitalismo”, cuyo
contenido está específicamente definido por los límites impuestos a la
competencia implícitos en el monopolio de la propiedad privada,
incluyendo el control oligopólico que ejercen ciertos grupos mediante la
exclusión de otros. “Mercado” y “capitalismo” son conceptos
diferentes, siendo el capitalismo real justo lo contrario de lo que
constituye el mercado imaginario.
Por
otra parte, el capitalismo entendido en sentido abstracto como modo de
producción, se basa en un mercado integrado por tres dimensiones: un
mercado para los productos del trabajo social, un mercado financiero, y un
mercado de trabajo. Sin embargo, el capitalismo entendido como un sistema
global real se basa en la expansión universal del mercado únicamente
sobre las dos primeras dimensiones [mencionadas], dado que la creación de
un auténtico mercado de trabajo mundial se ve oscurecida por la
existencia perpetua de fronteras políticas nacionales, a pesar de la
globalización de la economía; globalización que se ve, por lo tanto,
siempre truncada. En consecuencia, el capitalismo real es
necesariamente polarizador a escala global, y el desarrollo desigual que
genera se ha convertido en la contradicción más violenta y creciente que
no puede ser superada según la lógica del capitalismo.
Los
“centros” son el producto de la Historia, que permitió el
establecimiento en ciertas regiones del sistema capitalista de una hegemonía
nacional burguesa y de un Estado que bien puede ser calificado de nacional-capitalista.
La burguesía y el Estado burgués son, en este contexto, inseparables;
[así], es únicamente la llamada ideología “liberal” la que,
contrariamente a todas las expectativas, puede permitirse hablar de economía
capitalista, dejando el Estado a un lado. El Estado burgués asume un carácter
nacional cuando controla el proceso de acumulación, ciertamente dentro de
los límites impuestos desde el exterior, pero ello ocurre así cuando
tales limitaciones se ven en gran medida relativizadas por su propia
capacidad para responder a su propias acciones, o incluso de tomar parte
en la formulación de las mismas.
Por
su parte, las “periferias” se definen simplemente en términos
negativos: son regiones que no se han establecido como centros del
sistema capitalista global. Por lo tanto, representan a países y regiones
que no controlan en el ámbito local el proceso de acumulación [de la
riqueza], que consecuentemente se ve influenciado por limitaciones
externas. Por esta razón, las periferias no están “estancadas”, si
bien su desarrollo no ha sido similar al que ha caracterizado al centro en
las sucesivas fases de la expansión global del capitalismo. La burguesía
y el capital local no están necesariamente ausentes del escenario
socio-político local, y las periferias no son sinónimo de “sociedades
pre-capitalistas”. Sin embargo, la existencia formal del Estado tampoco
es sinónimo del Estado nacional-capitalista (incluso cuando la burguesía
controla ampliamente la maquinaria estatal), puesto que no controla el
proceso de acumulación.
La
coexistencia en cada una de las etapas del desarrollo global de
“centros” y “periferias” definida de tal modo en el sistema
capitalista mundial es bastante obvia. La cuestión, por lo tanto, no
consiste en que reconozcamos este hecho, sino más bien en saber hasta qué
punto las periferias se mueven hacia la cristalización de nuevos
centros. De un modo más concreto, la pregunta es saber si las fuerzas
que operan en el sistema global están avanzando en esta dirección o si
se mueven en dirección contraria, más allá de los cambios que las
afectan a lo largo de las diversas fases del desarrollo del sistema.
En
su expansión global, el capitalismo real ha contribuido siempre a que
aumente la desigualdad entre los pueblos. Tal desigualdad no es el
producto de circunstancias peculiares que se deban a un determinado país
o periodo de tiempo. Es el producto de la lógica inmanente de la
acumulación del capital. El racismo es la consecuencia inevitable de este
sistema. En el discurso al uso de la ideología dominante, la
economía de libre mercado ignora naturalmente la disparidad existente
entre individuos y pueblos, promoviendo la “democracia”. En la práctica,
el capitalismo real es algo bien distinto, puesto que crea
desigualdades entre los pueblos y alimenta así las formas más
elementales de racismo.
En
el momento actual de globalización neoliberal, se dice que la situación
de desigualdad entre los pueblos está aparentemente sufriendo un vuelco.
Se supone que la nueva globalización ofrece una “oportunidad” a
aquellos países que acepten el reto inherente [a la globalización] y
sepan integrarse de un modo inteligente dentro del sistema. Entonces,
estos países podrían “alcanzar” al antiguo centro. Veremos, sin
embargo, que tal cosa no ocurre. Por el contrario, el ejercicio de nuevas
formas de dominio monopolista ejercido sobre todo el sistema por parte del
centro explica la creciente polarización y desigualdad entre los
pueblos. La lógica de esta forma de globalización consiste nada más y
nada menos que en la organización del apartheid a escala global.
GLOBALIZACIÓN
ES IGUAL A IMPERIALISMO
El
imperialismo no es una “fase” del capitalismo;(1) de hecho, no es ni
siquiera la más avanzada: desde el principio, [el imperialismo] forma
parte de la expansión capitalista. La conquista imperialista del planeta
por parte de los europeos y sus retoños norteamericanos fue
ejecutada en dos fases, y puede que esté entrando en una tercera.
1.
La primera fase de esta devastadora empresa se organizó a partir de la
conquista de las Américas, dentro del marco del sistema mercantilista de
la Europa atlántica del momento. El resultado neto [de esta empresa] fue
la destrucción de las civilizaciones indias y su hispanización /
cristianización, o simplemente el genocidio total sobre el cual se
construyeron los Estados Unidos. El racismo fundamental de los colonos
anglosajones explica por qué este modelo se reprodujo en otros lugares
como Australia, Tasmania (el genocidio más completo de la Historia), y en
Nueva Zelanda. Porque, si bien los españoles católicos actuaron en el
nombre de la religión que había de ser impuesta sobre los pueblos
conquistados, los anglo-protestantes extrajeron de sus lecturas bíblicas
el derecho a liquidar a los “infieles”. La infame esclavitud de los
negros, necesaria por el exterminio de los indios (o precisamente por su
resistencia), rápidamente se extendió para asegurar que se “sacaría
provecho” de las zonas útiles del continente. Hoy en día, nadie duda
de los verdaderos motivos de todos estos horrores o ignora la estrecha
relación que mantienen con la expansión del capital mercantilista. Sin
embargo, los europeos del momento aceptaron un discurso ideológico que
les justificaba, y las voces de protesta (como por ejemplo la de [Fray
Bartolomé] de las Casas) no encontraron demasiados oyentes simpatizantes.
Los
resultados desastrosos de esta primera fase de la expansión capitalista
mundial dieron origen, algún tiempo después, a las fuerzas liberadoras
que retaron a la misma lógica que las había producido. La primera
revolución en el hemisferio occidental fue la de los esclavos de Santo
Domingo (el actual Haití) a finales del siglo dieciocho, seguida un siglo
más tarde por la revolución mexicana de 1910 y cincuenta años después
por la revolución cubana. Si no cito aquí la famosa “revolución
americana” o las de las colonias españolas que la siguieron poco después
es porque dichas revoluciones únicamente transfirieron el poder [de
decisión] de la metrópolis a las manos de los colonos para que
continuaran haciendo exactamente lo mismo, ejecutando los mismos proyectos
con mayor brutalidad si cabe, pero sin tener que repartirse los beneficios
con la “madre patria”.
2.
La segunda fase de devastación imperialista se basó en la revolución
industrial y quedó manifestada en el control colonial ejercido sobre Asia
y África. La “apertura de mercados” – como por ejemplo el mercado
del opio impuesto por los puritanos ingleses a los chinos – y la toma de
los recursos naturales del planeta era lo que de verdad se escondía [tras
esta fase], como todo el mundo sabe hoy. Pero nuevamente, la opinión
europea – incluyendo al movimiento obrero de la Segunda Internacional
– no vio esta realidad y aceptó el nuevo discurso legitimador del
capitalismo. En esta ocasión, [dicho discurso] era el de la “misión
civilizadora”.(2) Las voces que con mayor claridad expresaron esta idea
en su momento fueron las de los cínicos burgueses; como, por ejemplo,
Cecil Rhodes, que contemplaba la conquista colonial como un medio para
evitar la revolución social en Inglaterra. Una vez más, las voces de
protesta – desde la Comuna de París a los bolcheviques – tuvieron
escasa resonancia. Esta segunda fase del imperialismo está en el origen
del mayor problema al que la humanidad ha tenido que hacer frente: la
aplastante polarización que ha hecho aumentar la desigualdad entre los
pueblos de una media de dos a uno en 1800 hasta el actual sesenta a uno,
solamente con el 20% de la población mundial incluida en los centros
que se benefician del sistema. Al mismo tiempo, los prodigiosos logros de
la civilización capitalista dieron lugar a las confrontaciones más
violentas entre los poderes imperialistas que el mundo ha podido
contemplar. La agresión imperialista produjo nuevamente fuerzas que se
resistían a sus proyectos: las revoluciones socialistas de Rusia y China
(que tuvieron lugar en periferias que eran víctimas de la expansión
polarizante del capitalismo real, y no precisamente por accidente), y las
revoluciones de liberación nacional. Su victoria trajo casi medio siglo
de respiro durante el periodo que siguió a la Segunda Guerra Mundial, que
alimentó la ilusión de que el capitalismo, obligado a adaptarse a una
nueva situación, había conseguido por fin civilizarse.
La
cuestión del imperialismo (y con ella la de sus opuestos, liberación y
desarrollo), ha seguido teniendo un peso considerable en la historia del
capitalismo hasta nuestros días. Así, la victoria de los movimientos de
liberación nacional que justo después de la Segunda Guerra Mundial
consiguieron la independencia de las naciones de Asia y África, no
solamente puso fin al sistema colonial, sino que, de algún modo, puso fin
a la era de expansión europea que se había abierto en 1492. Durante
cuatro siglos y medio, del 1500 a 1950, dicha expansión había sido la
forma en que se desarrolló el capitalismo histórico, hasta el punto de
que estos dos aspectos de la misma realidad se hicieron inseparables. No
cabe duda de que el “sistema mundial de 1492” había quedado ya
superado a finales del siglo dieciocho y principios del diecinueve con la
independencia de las Américas. Pero esta ruptura fue sólo aparente,
porque la independencia en cuestión no había sido una victoria de los
pueblos indígenas y los esclavos importados por los colonos (excepto en
Haití), sino de los mismos colonos, que transformaron América en una segunda
Europa. La independencia que reconquistaron los pueblos de Asia y África
tuvo un significado bien diferente.
Las
clases gobernantes en las naciones coloniales europeas comprendieron que
se había abierto una nueva página en la Historia. Se dieron cuenta de
que tendrían que dejar a un lado la idea de que el crecimiento de su
economía doméstica capitalista debía estar unido al éxito de su
expansión imperial. Tal idea no era solamente defendida por los viejos
poderes coloniales – fundamentalmente Inglaterra, Francia, y Holanda –
sino también por los nuevos centros capitalistas que se formaron durante
el siglo diecinueve: Alemania, los Estados Unidos, y Japón.
Los
conflictos intra-europeos e internacionales era fundamentalmente luchas
por las colonias, dentro del sistema imperialista de 1492. Entendiéndose,
claro está, que los EEUU tenían derechos exclusivos sobre todo el Nuevo
Continente.
La
construcción de un gran espacio europeo (desarrollado, rico, con un
potencial científico y tecnológico de primera clase y tradiciones
militares fuertes), constituía entonces una alternativa sólida sobre la
cual asentar un nuevo renacer de la acumulación capitalista, esta vez sin
“colonias” —es decir, sobre las bases de una nueva forma de
globalización, diferente a la del sistema de 1492. La pregunta era cómo
este nuevo sistema mundial se diferenciaría del viejo, si seguiría
siendo un sistema polarizador como el anterior, si se establecería sobre
bases diferentes, o si dejaría de hacerlo.
No
cabe duda de que esta construcción, que ni con mucho ha llegado a su fin
pero que en la actualidad está atravesando una crisis que bien podría
poner en duda su trascendencia a largo plazo, es una tarea difícil de
realizar. Aún no se han encontrado fórmulas que permitan reconciliar las
realidades históricas de cada nación (y que tanto peso tienen), con la
formación de una Europa políticamente unida. Además, la visión de cómo
este espacio económico y político europeo encajaría dentro del nuevo
sistema global (un espacio que aún no se ha construido), sigue siendo
bastante ambigua, por no decir brumosa. ¿Será este espacio económico
rival del otro gran espacio creado en esa segunda Europa que son
los Estados Unidos? Si así fuera, ¿cómo afectaría esta rivalidad a las
relaciones de Europa y los EEUU con el resto del mundo? ¿Se enfrentarán
ambos rivales como lo hicieron los poderes imperialistas en épocas
anteriores? ¿O actuarán acaso a la par? ¿Elegirán entonces los
europeos participar como apoderados [de los Estados Unidos] en esta nueva
versión del sistema imperialista de 1492, manteniendo sus opciones políticas
en la línea de las de Washington? ¿Bajo qué condiciones podría
convertirse la construcción de Europa en una parte de la globalización
que pondría fin de una vez por todas al sistema de 1492?
3.
En la actualidad, somos testigos de una tercera ola de devastación del
mundo causada por la expansión imperialista, con al aliciente del colapso
del sistema soviético y los regímenes populistas-nacionalistas del
Tercer Mundo. Los objetivos del capital dominante siguen siendo los
mismos: el control sobre la expansión de los mercados, el saqueo de los
recursos naturales del planeta, la sobre-explotación de las reservas del
trabajo en la periferia, etc. —aunque [dichos objetivos] se persiguen
bajo condiciones que son novedosas y en algunos aspectos incluso muy
diferentes a las que caracterizaron el anterior periodo imperialista. El
discurso ideológico diseñado para ganarse el consentimiento de los
pueblos que conforman la Tríada del centro (EEUU-Canadá, la Unión
Europea, y Japón), se ha renovado y se fundamenta ahora en la “obligación
de intervenir” que supuestamente halla su justificación en la defensa
de la “democracia”, los “derechos de los pueblos”, y el
“humanitarismo”. Los ejemplos de doble rasero son tan flagrantes que
para asiáticos y africanos el cinismo del lenguaje empleado es bastante
obvio. La opinión [pública] occidental, sin embargo, responde a esta
situación con tanto entusiasmo como lo hacía ante las justificaciones
que se ofrecían en las fases tempranas del imperialismo.
Es
más: los EEUU están llevando a la práctica una estrategia diseñada
para asegurar su hegemonía absoluta mediante una demostración de fuerza
militar que lleva consigo la consolidación en la estela [norteamericana]
del resto de socios que conforman la mencionada Tríada. Desde este punto
de vista, la guerra de Kosovo cumplió una función crucial, ya que supuso
la capitulación total de los Estados europeos, que apoyaron la posición
norteamericana sobre la adopción por parte de la OTAN de un “nuevo
concepto estratégico” tras la “victoria” sobre Yugoslavia entre el
23 y 25 de abril de 1999. Según este “nuevo concepto” (conocido en la
otra orilla del Atlántico de un modo más franco como la doctrina
Clinton), la misión de la OTAN ha de extenderse, en términos prácticos,
a toda Asia y África (recordemos que, desde la promulgación de la Doctrina
Monroe el derecho a intervenir en el continente americano quedó
reservado exclusivamente a los Estados Unidos); hecho éste que supone
admitir que la OTAN no es en realidad una alianza defensiva, sino un
instrumento de ataque al servicio de los Estados Unidos. Al mismo tiempo,
esta misión se ve redefinida en términos tan vagos como se quiera
imaginar, términos que incluyen nuevas “amenazas” (crimen
internacional, “terrorismo”, la “peligrosa” adquisición de armas
por parte de algunos países al margen de la OTAN, etc.) que permiten
justificar casi cualquier agresión que sea útil a los Estados Unidos.
Clinton no vaciló al hablar de “Estados canalla” que deberían ser
atacados “de modo preventivo”, sin aclarar en qué consistía la
“canallería” en cuestión. Además, la OTAN se ve así libre de la
obligación de actuar únicamente cuando lo manden las Naciones Unidas,
estamento que es tratado con un desprecio igual al que los poderes
fascistas mostraron hacia la Liga de Naciones (nótese la sorprendente
similitud entre los términos empleados).
La
ideología norteamericana pone buen cuidado en envolver su producto (el
proyecto imperialista) en un lenguaje inefable que habla de la “misión
histórica de los EEUU”. Tradición ésta que se ha transmitido desde la
época de los “padres fundadores” de la nación, seguros de la
inspiración divina [que les acompañaba].(3) Los liberales
estadounidenses —en el sentido político del término—, que se
consideran a sí mismos como la “izquierda” de su sociedad, comparten
esta ideología. En consecuencia, presentan la hegemonía norteamericana
como necesariamente “benigna”, fuente de progreso en cuanto a su
escrupulosa moral y su práctica democrática; una hegemonía que necesariamente
beneficiará a quienes, a ojos de estos liberales, no son víctimas de
este proyecto, sino beneficiarios del mismo. La hegemonía norteamericana,
la paz mundial, la democracia, y el progreso material quedan así unidos
como términos inseparables. La realidad está situada, por supuesto, en
otra parte.
El
increíble apoyo que el proyecto ha recibido de la opinión pública
europea, y muy especialmente de la opinión de los sectores de izquierda
en aquellos lugares en los que la izquierda disfruta de mayoría —ya que
la opinión pública estadounidense es tan ingenua que no supone ningún
obstáculo—, es una catástrofe que tendrá consecuencias terribles. Las
intensivas campañas de los medios de comunicación, que se concentran
sobre aquellas regiones en las que Washington ha decidido intervenir,
explican sin duda, al menos parcialmente, este acuerdo generalizado. Pero
detrás de todo ello, la gente en Occidente está convencida de que,
precisamente porque los EEUU y los países de la Unión Europea son
“democráticos”, sus gobiernos son incapaces de actuar “de mala
fe”, cosa reservada para los sangrientos “dictadores” del Este. Están
tan cegados por esta idea que se olvidan de la decisiva influencia que
tienen los intereses del capital dominante. Así, una vez más la gente en
los países imperialistas consigue tener la conciencia limpia.
EL
LEGADO DEL SIGLO XX: EL SUR FRENTE A LA NUEVA GLOBALIZACIÓN
1.
Durante el periodo de
posguerra tras el fin de la Segunda Guerra Mundial, que yo llamo la “Era
Bandung” (1955-1975),(4) los Estados del Tercer Mundo instituyeron políticas
de desarrollo autocéntrico (real o potencial) casi exclusivamente de
alcance nacional, precisamente en un esfuerzo por reducir la polarización
mundial, o dicho de otra manera, en un esfuerzo por “ponerse al día”.
El resultado desigual de estas políticas fue la creación de un Tercer
Mundo compuesto por un conjunto de naciones muy diferentes unas de otras.
En la actualidad, podemos distinguir tres grupos:
1.-
Los países capitalista del este asiático (Corea del Sur, Taiwán y
Singapur), así como algunos países del sureste asiático como Malasia,
Tailandia, o China, en los cuales los índices de crecimiento han ido
subiendo al tiempo que se hundían en el resto del mundo. Si pasamos por
alto la crisis que ha afectado a estos países desde 1997, debemos contar
a estos países dentro de los competidores activos en los mercados
mundiales de productos industriales. Este dinamismo económico se ha visto
en general acompañado de un empeoramiento relativo de las diferencias
sociales (punto éste último que convendría analizar caso por caso y
trazando líneas divisorias muy finas), así como de menores niveles de
vulnerabilidad (debido a la intensificación de las relaciones
intra-regionales en el Este asiático similar a la de la Unión Europea) y
de una eficaz intervención estatal (puesto que el Estado ha mantenido un
papel fundamental a la hora de poner en práctica estrategias nacionales
de desarrollo, incluso en los casos en que existe apertura hacia el
exterior).
2.-
Los países de América Latina y la India, que poseen una capacidad
industrial similar enorme. La integración regional es algo menor en este
caso (el 20% en América Latina), y las intervenciones estatales son menos
consistentes. El ahondamiento de las desigualdades, que son ya de por sí
enormes en ambas regiones, resulta trágico debido a que los índices de
crecimiento permanecen en niveles modestos.
3.-
Los países de África y del mundo árabe e islámico, que en conjunto han
permanecido atrapados en una división internacional del trabajo ya pasada
de moda. Siguen siendo exportadores de materias primas, bien porque aún
no han entrado en la era industrial, o porque sus industrias son frágiles,
vulnerables, y poco competitivas. Aquí, las diferencias sociales se
manifiestan principalmente en el crecimiento de las masas pobres y
excluidas. No existe el menor signo de progreso en pos de la integración
regional (inter-africana o inter-árabe). El crecimiento es prácticamente
nulo. Aunque este grupo incluye tanto a países “ricos” (países
exportadores de petróleo con poblaciones pequeñas) como a países pobres
o muy pobres, ninguno de ellos puede ser considerado como un agente activo
que participe en la configuración del sistema mundial. En este sentido,
están completamente marginados. Estos países pueden ser analizados según
tres supuestos modelos de desarrollo (el desarrollo basado en la exportación
de productos agrícolas, de productos mineros, o del petróleo), o bien
según los diferentes tipos de hegemonía social que resultaron del
proceso de liberación nacional. Veríamos entonces con claridad cómo el
“desarrollo” en cuestión no fue más que un intento de unirse a la
expansión global del capitalismo del momento y que, en semejantes
condiciones, el término “desarrollo” no es precisamente el más
apropiado.
Los
niveles de competitividad en el ámbito de la producción industrial no
son lo único que separa a las periferias activas de las que están
marginadas. Existen también diferencias políticas. Los poderes políticos
de las periferias activas (y detrás de ellos la sociedad en su totalidad,
con todas sus contradicciones), tienen un proyecto y una estrategia
para llevar a cabo dicho proyecto. Es éste el caso de China o de Corea y,
en menor medida, de la India, algunos países del sureste asiático, y un
puñado de países latinoamericanos. Estos proyectos nacionales se
enfrentan a los proyectos del imperialismo global dominante; el resultado
de esta confrontación dará forma al mundo de mañana. Las periferias
marginadas, por otra parte, no tienen ni un proyecto propio (aún cuando
la retórica de quienes defienden una visión política del Islam afirma
tenerlo), ni una estrategia propia. Son los poderes imperialistas los que
“piensan por ellos” y quienes tienen la iniciativa en exclusiva de
concebir “proyectos” que afectan a estas regiones (tales como los
tratados de asociación entre la UE y los países de África, el Caribe y
el Pacífico, el “proyecto” para el Próximo Oriente de los EEUU e
Israel, y los vagos proyectos mediterráneos de Europa), proyectos que de
hecho no encuentran ningún tipo de oposición en otros proyectos que
surjan de la iniciativa local. Estos países son, por tanto, sujetos
pasivos de la globalización. La creciente diferencia que existe entre
estos tres grupos de países ha terminado con la idea de “Tercer
Mundo” y ha puesto fin al frente unido de estrategias que surgieron
durante la Era Bandung (1955-1975).
Aún
así, los observadores no terminan en ponerse de acuerdo a la hora de
evaluar la verdadera naturaleza de los países que conformaban el llamado
Tercer Mundo y las posibilidades de que se produzca una expansión
capitalista en los mismos. Para algunos, los países más dinámicos
dentro de ese grupo de países emergentes están en el camino que terminará
“poniéndolos al día” y no forman ya parte de la “periferia”,
incluso cuando dentro de la jerarquía global permanezcan aún en un nivel
intermedio. Para otros (yo me incluyo en este grupo), estos países
constituyen la periferia del mañana. El contraste entre centro y
periferia, que entre 1800 y 1950 era sinónimo del contraste existente
entre las economías industrializadas y las no industrializadas, se basa
ahora en criterios nuevos y diferentes. [Estos criterios] pueden ser
identificados mediante el análisis de cinco tipos de monopolio que ejerce
la ya mencionada Tríada, tema sobre el cual volveremos.
En
todos aquellos casos en los que la industrialización ha progresado de
manera notable, las periferias siempre han poseído enormes
“reservas”, término con el cual quiero decir que una proporción
considerable (con variaciones) de su mano de obra trabaja en actividades
de baja productividad (eso si es que trabaja). Esto ocurre así porque las
políticas de modernización (es decir, los intentos por “ponerse al día”)
imponen la elección de tecnologías que en sí son modernas (con el fin
de ser eficientes, e incluso competitivas); elección que es tremendamente
cara en términos de la utilización de recursos escasos tales como el
capital y la mano de obra especializada. Esta ausencia de un balance
dentro del sistema se ve agravada cuando el proceso de modernización en
cuestión se ve acompañado de una creciente desigualdad en la distribución
de los ingresos. Bajo estas condiciones, el contraste entre el centro y la
periferia sigue siendo extremo. En el primero [el centro], esta reserva
pasiva, que de hecho existe, constituye una minoría (y, aunque varía con
el tiempo de acuerdo con las circunstancias, es siempre menor al 20%). En
la periferia, [esta reserva] constituye siempre la mayoría. Las únicas
excepciones son Corea y Taiwán que han disfrutado de un crecimiento sin
parangón en otras zonas, y ello por varias razones, incluyendo el factor
geoestratégico que les ha sido tremendamente favorable (dado que a ambos
países se les ayudó a que hicieran frente al peligro de ser
“contaminados” por el comunismo chino).
¿Y
qué decir de las regiones marginadas? ¿Son estas regiones un fenómeno
carente de precedentes históricos? ¿O son, por el contrario, expresión
de la tendencia permanente a la expansión capitalista, tendencia ésta
que durante un corto periodo de tiempo tras la Segunda Guerra Mundial se
vio ligeramente obstaculizada por un marco de relaciones de poder que era
un poquito más favorable para las periferias en su conjunto? Si éste es
el caso, fue esta situación excepcional la que, a pesar de las
diferencias existentes entre los países que formaban el Tercer Mundo,
constituyó la base de su “solidaridad” en sus respectivas luchas anti-coloniales,
sus demandas respecto al precio de las materias primas, y su voluntad política
de modernizarse, amén de una voluntad de industrializarse que los poderes
occidentales intentaron desbaratar. Precisamente porque diferentes países
alcanzaron diferentes niveles de éxito en todos estos frentes, la cohesión
y solidaridad [entre los países] del Tercer Mundo se desmoronó.
En
este sentido, algunos países podrían ser calificados de
“marginados”, término que sugiere que dichos países se han quedado
“fuera” del sistema global, o que como mucho han quedado integrados en
el mismo únicamente de un modo superficial y que en consecuencia su
desarrollo implica un “mayor” grado de integración. En realidad,
todas las regiones del globo (incluyendo a la “marginada” África) están
igualmente integradas en el sistema global, pero lo están de diferente
manera. El concepto de la marginalización es falso porque oculta la
verdadera cuestión, que no es “¿hasta qué punto están estas
regiones integradas?”, sino más bien “¿de qué modo lo están?”
África
quedó integrada en el sistema global desde los comienzos de dicho
sistema, durante la fase mercantilista del capitalismo temprano (1500 a
1800), y más tarde durante el periodo colonial (1800 a 1960). El
resultado de este modo de inserción dentro del capitalismo a escala
mundial fue catastrófico para los africanos. Primero, porque retrasó un
siglo los inicios de una revolución agrícola. [En África] fue posible
extraer un excedente del trabajo del campesinado y de las propias riquezas
naturales sin recurrir a inversiones modernizadoras (como la maquinaria o
los fertilizantes), sin pagar lo que se debía pagar por la mano de obra
(que se reproducía a sí misma en el marco de la auto-suficiencia
tradicional), y sin ni siquiera garantizar el mantenimiento de las
condiciones naturales para la reproducción de la riqueza (por ejemplo,
mediante el saqueo de las tierras de cultivo y de los bosques). Simultáneamente,
este modo de desarrollo de los recursos naturales tuvo lugar en el
contexto de la desigual división del trabajo a nivel internacional, con
lo cual se evitó la formación de una clase media local. Por el
contrario, cada vez que esta última mostraba visos de estar formándose,
las autoridades coloniales se apresuraban a eliminarla.
Como
resultado de todo esto, los llamados “países menos desarrollados” en
la actualidad están situados, como todo el mundo sabe, en África. Estos
países que hoy conforman ese “cuarto mundo” han sido en su mayor
parte destrozados por la intensidad de su integración en una fase
temprana en la expansión global del capitalismo. Bangladesh es también
ejemplo de ello, como Estado sucesor de la joya de la colonización británica
en la India: Bengala. Existen muy pocos países que sean “pobres” y no
estén integrados o estén poco integrados en el sistema global. Quizás
hasta hace poco pudiéramos contar entre los mismos a Yemen del Norte o
Afganistán. Su integración, que aún hoy se está produciendo tal como
se produjo la integración de otros hace tiempo, tiene como único
resultado la “modernización de la pobreza”, simbolizada por barrios
de chabolas llenos de campesinos sin tierra. La debilidad del movimiento
de liberación nacional y de los Estados que siguieron a dichos Estados
colonizados se remonta a esta formación colonial. Esta debilidad no es
por tanto producto de una África precolonial que hubiera desaparecido por
arte de magia, como pretende la ideología del capitalismo global, que
intenta dotarse de legitimidad volviendo al discurso racista de costumbre.
Las “críticas” hacia el África independiente (críticas que incluyen
a la clase media corrupta del estamento político, su falta de visión
económica, o la tenacidad con la que se mantiene su estructura de
comunidades rurales) se olvidan de mencionar el hecho de que todas estas
características del África actual tienen su origen en el periodo que va
de 1880 a 1960.
2.
Supongamos que las
tendencias que dominan en la actualidad siguen siendo la fuerza activa que
determine la evolución tanto del sistema en su totalidad como de las
diversas partes que lo componen. En tal caso, ¿cómo sería la evolución
de las relaciones entre lo que yo llamo el ejército activo de
trabajadores (que son la totalidad de trabajadores involucrados, al menos
potencialmente, en actividades competitivas en el mercado mundial), y la reserva
pasiva (que sería el resto, constituido no sólo por marginados y
parados, sino también por aquellos que están empleados en actividades de
baja productividad y que están condenados a vivir en la pobreza)?
Según
algunos observadores, los países de la Tríada seguirán con la evolución
iniciada tras la adopción del neo-liberalismo, y en consecuencia una
amplia reserva de mano de obra se reconstituirá como tal dentro de su
propio territorio. Podría añadir que para mantener su posición
dominante a escala global, estos países bien podrían reorganizarse en
torno a cinco monopolios [fundamentales], abandonando por tanto segmentos
enteros de la producción industrial “tradicional” que podría quedar
relegada a las periferias dinámicas, pero siempre manteniendo el control
[de las mismas] mediante el ejercicio de los monopolios mencionados. En
ese caso, este conjunto de reserva reconstituido sería aún mayor.
En las periferias afectadas por esta situación, encontraríamos
igualmente una estructura dual caracterizada por la coexistencia de un conjunto
activo (empleado en los segmentos “normales” de la producción
industrial), y un conjunto de reserva [de mano de obra]. De
manera que, de algún modo, la mencionada evolución acercaría a los dos
grupos (centro y periferia), pese a que se mantuviera una cierta jerarquía
mediante el ejercicio del monopolio.
Se
ha escrito bastante sobre este tema, así como sobre la revisión profunda
que todo ella implica no sólo en lo referente al concepto mismo del
trabajo, sino también en lo referente a la relativa homogeneización
producida por un sistema de producción nacional, e incluso en el caso del
contraste existente entre centro y periferia. El “final del trabajo”
que se anuncia de acuerdo con esta línea de pensamiento, la llamada nueva
sociedad interconectada, y la recomposición de la vida social en
torno a la interacción de diversos “proyectos” (lo que en ocasiones
se ha dado en llamar la “sociedad de proyectos” por oposición a la
sociedad industrial fordiana)… Todo ello son algunos de los
problemas a los que la futurología presta atención. Sea cual sea
la forma en la que se expresen, estas propuestas ya no defienden la idea
de que las sociedades pueden seguir siendo relativamente homogéneas
gracias a la generalización de la forma dominante de relaciones sociales.
En todas partes, tanto en los centros como en las periferias, sería
necesario que las economías y las sociedades avanzasen a velocidades
distintas. En todas partes habría un “primer mundo” de ricos que
disfrutarían de las comodidades de esta nueva “sociedad de
proyectos”, y un “segundo” mundo de trabajadores explotados, así
como un “tercer” o incluso “cuarto” mundo de excluidos.
Los
optimistas políticos pueden decir que la yuxtaposición de los
territorios de centro y periferia con un ejército activo y una reserva
permitirá la creación de las condiciones que permitan una renovación de
la lucha de clases capaces de actuar radicalmente y a nivel internacional.
Mis
objeciones a tales esperanzas se basan en dos observaciones que pueden
quedar resumidas de la siguiente manera:
1.-
En los centros, será probablemente imposible que se reconstituya una
reserva amplia y permanente [de mano de obra] y que la economía tenga
como centro actividades conectadas a los cinco monopolios. El sistema político
de la Tríada no lo permitirá. De un modo u otro, pues, explosiones
violentas harán que el movimiento se separe de la ruta marcada por la
opción neo-liberal, modelo que se convertirá entonces en insostenible.
Irá bien hacia la izquierda, hacia compromisos sociales nuevos y
progresistas, o hacia la derecha, con movimientos populistas nacionales de
tendencia fascista.
2-
En las periferias, incluso en las más dinámicas, y por las mismas
razones explicadas más arriba, será imposible que se produzca una
expansión de las actividades productivas modernas tal que permita
absorber las enormes reservas [de población] que en la actualidad se
ocupan de actividades de baja productividad. Las periferias dinámicas
seguirán siendo lo que son, es decir, sociedades llenas de todas las
contradicciones que produce la existencia de enclaves modernizados
(incluso siendo grandes) rodeados de áreas de extensión considerable que
están poco modernizadas; todas estas contradicciones mantendrán [a estos
países] en una posición subalterna, en una actitud de subordinación
respecto a los cinco monopolios del centro. La idea (desarrollada por los
revolucionarios chinos, entre otros), de que únicamente el socialismo
puede resolver los problemas de estas sociedades sigue siendo verdadera.
Esto eso, sigue siendo verdadera si por socialismo entendemos no una fórmula
que ya está despejada y es definitiva, sino un movimiento que
articule la solidaridad de todos, un movimiento que salga delante de
acuerdo con la estrategia de la gente y que permita asegurar la
transferencia gradual y organizada por métodos civilizados de las vastas
reservas existentes hacia los enclaves modernos. Esto requiere una
“desvinculación” entendida como la subordinación de las relaciones
exteriores a la lógica de esta fase popular y nacional de esta larga
transición.
Debería
añadir que la noción de la “competitividad” se utiliza mal en el
discurso actual. En dicho discurso, el término ha quedado reducido a ser
un concepto micro-económico (similar a la visión miope de un director de
empresa), mientras que son los sistemas de producción (que históricamente
son nacionales) cuya eficacia de conjunto dota a las empresas que los
componen de la capacidad de competir.
Sobre
la base de las observaciones y reflexiones que he apuntado, se puede ver
que el mundo que queda fuera de la Tríada central queda constituido en
tres niveles periféricos:
*
Primer nivel: los antiguos países socialistas, China, Corea, Taiwán,
India, Brasil y México, países que han construido con éxito sistemas de
producción nacionales (países que son potencialmente, si es que no lo
son ya realmente, “competitivos”).
*
Segundo nivel: países que se han embarcado en un proceso de
industrialización pero que no han tenido éxito a la hora de crear
sistemas nacionales de producción: los países árabes, Sudáfrica, Irán,
Turquía, América Latina… Entre todos estos países se encuentran
ocasionalmente establecimientos industriales “competitivos” (gracias
sobre todo a la disponibilidad de mano de obra barata), pero no de sistemas
competitivos.
*
Tercer nivel: países que no han entrado en la revolución industrial (básicamente,
los denominados países ACP).(5) Estos países son potencialmente
“competitivos” solamente en aquellos terrenos en los que los recursos
naturales son un factor determinante: minas, petróleo, o productos agrícolas
tropicales.
En
ninguno de los países incluidos en los dos primeros niveles ha sido
posible absorber a las reservas “pasivas”, que van del 40% de Rusia al
80% de China o Irán. En África la proporción llega o incluso supera el
90%. En estas condiciones, hablar del objetivo estratégico de ser
“competitivo” es balbucir palabras sin sentido.
LOS
MONOPOLIOS RENOVADOS DE LOS CENTROS IMPERIALISTAS
1.
La posición que un país
ocupa en la pirámide global está definida por el nivel de competitividad
de sus productos en el mercado mundial. Reconocer este truismo no implica
compartir la idea tan aceptada en la ciencia económica popular de que
dicha posición se alcanza mediante la puesta en práctica de políticas
económicas “racionales” cuya racionalidad es medida
precisamente según el nivel de obediencia mostrado ante las llamadas
“leyes objetivas del mercado”. Yo sugiero que, muy al contrario de
este sinsentido que se acepta sin más, la “competitividad” en
cuestión es el producto complejo de un conjunto de condiciones que operan
en la realidad económica, política, y social. Es más, también sugiero
que en este combate desigual los centros se han aprovechado de lo que yo
denomino “los cinco monopolios”, cuya acción se ha visto articulada
del modo más efectivo posible. Estos cinco monopolios plantean por tanto
un reto a la teoría social en su totalidad. En mi opinión, son los
siguientes:
1.-
El monopolio ejercido en las áreas de la tecnología, que exige gastos
gigantescos que únicamente un Estado grande y rico puede pensar en
sostener. Sin la ayuda estatal (cosa que el discurso liberal nunca
menciona), y especialmente en lo referente a la ayuda del gasto militar,
el monopolio en la mayor parte de estas áreas no podría mantenerse.
2.-
El monopolio sobre el control de los flujos financieros a nivel global. La
liberalización del establecimiento de las principales instituciones
financieras que operan en el mercado financiero mundial ha otorgado a este
monopolio una eficacia sin precedentes. No hace mucho, la mayor parte de
los ahorros de una nación podían circular únicamente en el espacio
(generalmente nacional) que era gobernada por sus propias instituciones
financieras. Hoy este ya no es el caso: los ahorros están centralizados
mediante la intervención de las instituciones financieras cuyo campo de
operaciones es en la actualidad todo el planeta. Son estas entidades las
que forman el llamado capital financiero, que es el segmento más
globalizado del capital. Aún así, este privilegio se asienta sobre una lógica
política que asegura la aceptación de la globalización financiera. Sería
posible retar a esta lógica con una sencilla decisión política de desvincularse
[del sistema], incluso si tal acción se viese limitada al ámbito de
las transferencias financieras. Es más, la libre circulación del capital
financiero global tiene lugar dentro de un marco definido por el sistema
monetario mundial. Dicho sistema se basa a su vez en el dogma de la libre
apreciación del valor de las divisas en el mercado, de acuerdo con las
teorías que postulan que el dinero es una mercancía como cualquier otra,
así como de la referencia al dólar norteamericano como la divisa
universal. La primera de estas condiciones no tiene base científica
alguna, y la segunda funciona porque no hay alternativa. La divisa
nacional de un país concreto puede cumplir satisfactoriamente con la
función de una divisa internacional únicamente si las condiciones de la
competencia internacional producen un excedente estructural de
exportaciones procedentes del país en cuestión, asegurando así su
capacidad para financiar el ajuste estructural de otros [países]. En el
siglo XIX, tal fue el caso de Gran Bretaña. No es el caso hoy de los
Estados Unidos, que, por el contrario, financian su propio déficit
mediante los préstamos que impone a los demás. No es tampoco el caso de
los rivales de los Estados Unidos, porque por ejemplo el excedente de
Alemania desapareció con la unificación, y los excedentes japoneses son
totalmente inadecuados para financiar el ajuste estructural ajeno. En
estas condiciones, la globalización financiera, lejos de ser un
desarrollo “natural”, es extremadamente frágil. A corto plazo genera
únicamente inestabilidad permanente, y no genera por tanto la estabilidad
necesaria para que se produzca un proceso de ajuste que permita operar con
eficacia.
3.-
El monopolio del acceso a los recursos naturales del planeta. Los peligros
que la estúpida explotación de dichos recursos presenta para el planeta
(peligros que el capitalismo, al estar basado en nada más que una
racionalidad social a corto plazo, no puede superar), refuerzan el
significado del monopolio que ejercen los países ya desarrollados, cuya
única preocupación es la de impedir que otros adopten sus propias prácticas
de despilfarro.
4.-
El monopolio ejercido en al campo de las comunicaciones y los medios [de
comunicación], que no solamente contribuyen a la homogeneización de la
cultura mundial que transmiten en sus niveles más bajos, sino que abren
también las puertas a nuevas formas de manipulación política. La
expansión del mercado de los modernos medios de comunicación es ya uno
de los factores principales en la erosión del concepto y la práctica de
la democracia en el mismo Occidente.
5.-
Finalmente, el monopolio de las armas de destrucción masiva. Este
monopolio, que quedó limitado en el periodo de posguerra a la estructura
bi-polar del poder mundial, se ha convertido nuevamente en el arma total
que mantiene en la reserva la diplomacia norteamericana, como lo fue en
1945. Aunque el término “proliferación” lleva parejo el peligro más
que obvio de perder el control de un modo impredecible, en ausencia de un
control global verdaderamente democrático sobre el desarme global total,
no es posible combatir este monopolio verdaderamente inaceptable.
Estos
cinco monopolios definen el marco dentro del cual se expresa la ley del
valor de la globalización. Lejos de ser la expresión de una racionalidad
económica “pura” que pueda ser separada de su encuadre político y
social, la ley del valor constituye una expresión condensada de
todos estos factores condicionantes. Creo que todos estos factores anulan
la trascendencia de la industrialización de las periferias, devaluando el
trabajo productivo incorporado a sus productos, al tiempo que sobrevalora
el supuesto valor añadido otorgado a dichas actividades mediante las
cuales los nuevos monopolios actúan en beneficio del centro. Surge así
una nueva jerarquía en la distribución de salarios a escala mundial,
distribución que hoy es más desigual que nunca, y que coloca en una
situación subordinada a las industrias de las periferias, reduciéndolas
al estatus de subcontratas; proporcionando así una nueva base a una
polarización que determinará su futuro.
2.
El sistema global y las
instituciones internacionales están siendo en la actualidad reorganizadas
con vistas a reforzar los monopolios anteriormente mencionados, monopolios
de los que la Tríada central se beneficia.
La
Organización Mundial del Comercio (OMC) fue establecida precisamente con
el objetivo de reforzar estas “ventajas” del capital transnacional y
dotarlas de legitimidad mediante el gobierno de la economía global. Los
llamados “derechos de la propiedad intelectual e industrial” fueron
concebidos con vistas a perpetuar el monopolio de las multinacionales,
garantizar sus enormes beneficios, y crear numerosos obstáculos
adicionales al desarrollo industrial autónomo de las periferias. Un buen
ejemplo de ese modelo de “apartheid a escala global” es el escándalo
de las principales multinacionales farmacéuticas que reclaman el derecho
a acceder de modo libre y gratuito al mercado mundial, perjudicando así
cualquier intento de producir localmente medicinas más baratas: mientras
los habitantes de los países ricos siguen teniendo acceso a cuidados médicos
eficaces, el resto (los pueblos del Sur) ven cómo se les niega el derecho
a la vida. De igual modo, la ofensiva de la OMC para integrar la
agricultura en un mercado mundial abierto y no regulado destruirá todo
intento por parte de los países del Sur de garantizar su seguridad
alimentaria, y arrojará a cientos de millones de campesinos del Sur en
los brazos de la pobreza.
La
lógica que domina esta políticas de sobreprotección sistemática de los
monopolios del Norte niega la validez misma del discurso dominante
respecto a las ventajas del llamado “comercio libre, y libre acceso al
mercado”. Estas políticas contradicen brutalmente ese mismo discurso,
que se convierte así en nada más que pura “propaganda”; es decir, en
una mentira.
En
contraste con este proyecto que ha legalizado el apartheid a escala
global, lo que se necesita es una “ley internacional de los pueblos”,
y no una ley de los negocios, como si los intereses comerciales
constituyeran en exclusiva los únicos derechos legítimos. En ese marco,
¿podríamos esperar que se desarrollase una ley novedosa y más elevada
que garantizase que todos los habitantes del planeta fueran tratados con
dignidad, lo cual es prerrequisito para que participen de un modo activo y
creativo en la construcción del futuro? Sería ésta un cuerpo legal
multidimensional que tratase los derechos del ser humano (con plena
igualdad, evidentemente, entre hombres y mujeres) concebido como un ser
con derechos políticos, sociales (a la vida, al trabajo, y a la
seguridad), pero también los derechos de las comunidades y los pueblos, y
las relaciones entre Estados. Ese es sin duda un programa que llevará décadas
de reflexión, debates, acciones y decisiones.
El
principio del respeto a la soberanía de las naciones debe permanecer como
piedra angular de la legalidad internacional. Si quienes dieron forma a la
Carta de las Naciones Unidas eligieron proclamar dicho principio, fue
precisamente porque había sido negado por los poderes fascistas. En su
conmovedor discurso ante la Liga de las Naciones en 1935, el emperador [de
Etiopía] Haile Selassie había ya dejado claro que la violación de dicho
principio (violación que las democracias del momento habían aceptado de
manera cobarde), presagiaba ya el fin de la organización. El hecho de que
hoy en día sean las mismas democracias las que violen este principio
fundamental con la misma brutalidad no es una circunstancia atenuante sino
más bien un agravante. Es más, [este hecho] ha marcado ya el escasamente
glorioso principio del fin de las Naciones Unidas, [organización] que es
tratada como una oficina que simplemente pone la firma a decisiones
tomadas en otros estamentos y ejecutadas por otros. La adopción solemne
del principio de soberanía nacional en 1945 se vio lógicamente acompañada
de la prohibición de utilizar la guerra como recurso válido. Los Estados
tienen permiso para defenderse contra cualquiera que viole su soberanía
mediante agresión, pero son condenados si son ellos los agresores. Aún
así, los países miembros de la OTAN han agredido a la antigua
Yugoslavia.
No
cabe duda que la interpretación del principio de soberanía tal y como
queda contemplado en la Carta de las Naciones Unidas era absoluta. Hoy en
día, la opinión pública de los países democráticos no acepta sin más
que este principio autorice a los gobiernos a hacer lo que les venga en
gana con los seres humanos que estén bajo su jurisdicción, cambio de
actitud que representa un progreso definitivo en la conciencia moral de la
humanidad. Pero entonces, ¿cómo reconciliar estos dos principios, que
pueden entrar en conflicto? Ciertamente, no eliminando uno de los términos
de la ecuación: o soberanía estatal, o derechos humanos. Precisamente el
camino elegido por los EEUU (seguido de sus aliados europeos) no es
solamente el equivocado, sino que además es un camino que oculta los
verdaderos objetivos de la operación, que nada tienen que ver con el
respeto por los derechos humanos, a pesar de la campaña mediática que
nos quiere hacer creer tal cosa.
Las
Naciones Unidas deberían ser el foro en el que se elabore la ley
internacional. Ningún otro foro sería respetado. Para cumplir con esto,
habría que reformar la propia organización. Habrá que pensar en métodos
(incluyendo la renovación o cambios institucionales) que permitan a las
fuerzas sociales reales estar representadas en dicho foro junto a
los gobiernos (que representan a dichas fuerzas de un modo bastante
imperfecto, y eso en el mejor de los casos). La organización deberá
marcarse como meta el integrar en un todo coherente las reglas de la
legislación internacional (como por ejemplo el respeto a la soberanía),
las normas relativas a los derechos de los individuos y los pueblos, y
aquellas normas relativas a los derechos sociales y económicos que han
quedado olvidados en el discurso liberal estándar y que necesariamente
requieren una regularización de los mercados. Eso sería suficiente para
establecer un programa de peso con preguntas que yo no intentaré tratar
aquí, puesto que las respuestas a las mismas habrían de ser
inevitablemente demasiado breves. No cabe duda que el proceso será largo.
Pero no hay otro atajo: la Historia de la humanidad aún no ha llegado a
su fin; continuará progresando de acuerdo con sus posibilidades.
La
otra principal institución “internacional” que es instrumental para
el cumplimiento del plan del capital transnacional de “apartheid a
escala global”, apoyada por los gobiernos de la Tríada, es la OTAN.
La
geopolítica mundial constituye el marco dentro del cual todas las
estrategias de desarrollo han de quedar necesariamente englobadas. Así ha
sido siempre, al menos en lo que respecta al mundo moderno, es decir, el
sistema capitalista mundial desde 1492. Las relaciones de poder que en las
sucesivas fases de expansión capitalista han configurado este sistema
geopolítico facilitan el desarrollo (en el sentido más ordinario del término)
de los países dominantes, y constituyen un obstáculo para el resto. El
momento actual se caracteriza por la puesta en práctica de un proyecto de
hegemonía estadounidense a escala mundial. Es más, hoy en día este
proyecto ocupa todo el escenario global. Ya no hay un contra-proyecto que
tenga como objetivo limitar el espacio controlado por los EEUU, como fue
el caso durante la era bipolar (1945-1990). Además de sus ambigüedades
originales, el proyecto europeo ha entrado en una fase de retroceso. Los
países del Sur (el Grupo del 77 y los países no alineados), que durante
la Era Bandung (1955-1975) tenían la ambición de formar un bloque común
opuesto al imperialismo occidental, han dejado a un lado esta idea.
Incluso China, que va a su aire, apenas tiene otra ambición que no sea la
de proteger su proyecto nacional (que por casualidad es en sí ambiguo), y
tampoco pretende ser un socio activo en la formación del orden mundial.
La
hegemonía de los EEUU descansa sobre un pilar básico: su poderío
militar. Construido sistemáticamente desde 1945, y cubriendo en la
actualidad el planeta entero (dividido en regiones, cada una de ellas
perteneciente a una “unidad de comando militar de los Estados
Unidos”), esta hegemonía se vio obligada en su momento a aceptar la
coexistencia pacífica impuesta por el poderío militar soviético. Al
terminar la llamada Guerra Fría, y a pesar del colapso de la URSS cuya
pretendida “amenaza” había servido como pretexto para el
establecimiento del sistema militar norteamericano, Washington eligió no
desmantelar dicho sistema, sino al contrario, reforzarlo y extenderlo a
aquellas regiones que hasta entonces habían escapado a su control.
El
instrumento preferido por la ofensiva hegemónica es por lo tanto el ejército.
La hegemonía estadounidense, que a su vez se erige en garante de la
hegemonía de la Tríada sobre el sistema mundial, exige por tanto que sus
aliados accedan a seguir la estela norteamericana, como por ejemplo hacen
Gran Bretaña, Alemania, y Japón, y de que además reconozcan la necesidad
de hacerlo, sin ningún tipo de crisis emocional o de tembleque de mano
por cuestiones “culturales”. Esto significa a su vez que todos los
discursos con los que los políticos europeos alimentan a su audiencia
sobre el poder económico de Europa no tienen una trascendencia real. Al
situarse exclusivamente en el terreno de las disputas mercantiles, sin un
proyecto propio, Europa está vencida de antemano. Y Washington sabe esto
muy bien. La OTAN habla hoy en nombre de la “comunidad internacional”,
despreciando así el principio democrático que rige a dicha comunidad a
través de las Naciones Unidas. En los debates norteamericanos sobre esta
estrategia global en cuestión, los derechos humanos y la democracia casi
nunca se mencionan. Se invocan únicamente cuando son útiles para la
puesta en práctica de dicha estrategia global. De ahí su deslumbrante
cinismo y el empleo sistemático [de la cultura] del doble rasero.
No
es difícil conocer cuáles son los objetivos y los medios del proyecto
estadounidense. [Son principios] que se exponen de manera constante en un
leguaje cuya principal virtud es su franqueza, incluso cuando la
justificación de los objetivos se sumerge en el discurso farisaico y
santurrón que caracteriza a la tradición norteamericana. La estrategia
global norteamericana tiene cinco objetivos: (1) neutralizar y subyugar al
resto de sus socios en la Tríada (Europa y Japón) y minimizar su
capacidad de actuar fuera de la órbita de los Estados Unidos; (2)
establecer su control militar a través de la OTAN y latinamericanizar
las zonas de la antigua órbita soviética; (3) ejercitar un control
exclusivo sobre Oriente Próximo y Asia Central y sus recursos petrolíferos;
(4) romper con China, asegurarse la subordinación de los otros grandes
Estados (Brasil y la India), y evitar la formación de bloques regionales
que puedan negociar los términos del proceso de globalización; (5)
marginar a las regiones del Sur que no presentan ningún interés estratégico.
La
OMC y la OTAN, como sustitutos de las Naciones Unidas, son los principales
instrumentos del nuevo orden (o desorden) mundial, es decir,
del nuevo apartheid global del sistema imperialista. Otras instituciones
del sistema global juegan también un papel en este marco, apoyando las
estrategias globales de la OMC y la OTAN. Este es el caso, por ejemplo,
del Banco Mundial. Esta institución, presentada a menudo pomposamente
como el principal gabinete de estrategas encargado de formular las
opciones estratégicas de la economía global, no es en realidad tan
importante. El Banco Mundial es poco más que una especie de “Ministerio
de Propaganda” del G-7 que se encarga de elaborar eslóganes y
discursos, mientras la responsabilidad real de tomar decisiones estratégicas
a nivel económico recae sobre la OMC, al tiempo que las decisiones políticas
se dejan en manos de la OTAN. El Fondo Monetario Internacional (FMI) es más
importante [que el Banco Mundial], pero no tanto como se suele afirmar.
Mientras el principio sobre los índices del intercambio flexible
gobiernen el sistema monetario internacional y mientras el FMI no sea
responsable de las relaciones existentes entre las principales divisas (dólar,
marco-euro, y yen), el Fondo operará únicamente como una especie de
autoridad suprema de divisas sobre el Sur, gobernado por el Norte.
3.
En el marco del capitalismo
global, la competitividad comparativa de los sistemas productivos de la Tríada
y los mundos periféricos, así como las tendencias de su evolución, son
sin duda factores importantes a medio plazo. Tomados en su conjunto,
producen en casi todas partes economías que funcionan a varias
velocidades: hay ciertos sectores, regiones, y proyectos (especialmente
los de las gigantes multinacionales) que están registrando en la
actualidad fuertes niveles de crecimiento y consiguiendo altos beneficios;
otros se están estancando, han entrado en declive, o simplemente se están
rompiendo. Los mercados de trabajo están segmentados de manera que se
puedan adaptar a esta situación.
Una
vez más cabe preguntar, ¿es este un fenómeno novedoso? ¿O acaso el
hecho, por el contrario, de funcionar a diferentes velocidades constituye
la norma en la historia del capitalismo? En este último caso, el hecho de
que este fenómeno se viese atenuado durante el periodo de posguerra
(1945-1980) constituye una excepción, porque en aquel momento las
relaciones sociales se veían necesitadas de intervenciones sistemáticas
por parte del Estado (el Estado del Bienestar, el Estado soviético,
el Estado nacional del Tercer Mundo de Bandung, etc.) El Estado
facilitaba el crecimiento y la modernización de las fuerzas productivas
mediante la organización de las transferencias necesarias entre regiones
y sectores.
Así
que no resulta nada fácil distinguir, en esta realidad tan enmarañada,
aquellos fenómenos que forman parte de tendencias relevantes a largo
plazo, de aquellos que dependen de circunstancias concretas
correspondientes al manejo inmediato de las crisis. En la fase actual,
ambos tipos de fenómenos son muy reales. Está la cuestión de “las
crisis y cómo se manejan las crisis”. Y está por otro lado la
“continua transformación de los sistemas”. La cuestión principal que
me gustaría señalar es la siguiente: las transformaciones que se
producen en el seno del sistema capitalista no son el producto de fuerzas
meta-sociales a las que debamos someternos como si de leyes de la
naturaleza se tratara (aceptando que no hay alternativa), sino el producto
de las relaciones sociales. Así, siempre hay diferentes opciones posibles
que corresponden a diferentes formas de equilibrio social.
Por
lo tanto, nos vemos enfrentados a una “nueva cuestión del
desarrollo”, que hace más imperativo que nunca ir más allá de la visión
limitada del “ponerse al día” que dominó el siglo XX. Seguramente,
la nueva pregunta del desarrollo incluye una dimensión si no de
“ponerse al día”, sí al menos de expandir las fuerzas productivas.
Pero nos obliga también de manera inmediata a dar mucha más importancia
de la que le dábamos en el pasado a lo que se requiere para construir
otra sociedad a escala global.
CONDICIONES
PARA CREAR UNA ALTERNATIVA AL APARTHEID GLOBAL
1.
No existen unas “leyes de
expansión capitalista” impuestas como si fueran una fuerza cuasi-sobrenatural,
lo mismo que ningún tipo de determinismo histórico existió antes de que
existiera la Historia misma. Las tendencias inherentes al propio concepto
del capital siempre se topan con la resistencia de fuerzas que se oponen a
sus efectos. La Historia real es por tanto el resultado de este conflicto
entre la lógica de la expansión capitalista y la lógica resultante de
la resistencia de las fuerzas sociales a la expansión [capitalista].
Por
ejemplo, la industrialización de las periferias en el curso del periodo
de posguerra (1945-1990) no fue el resultado natural de la expansión
capitalista, sino más bien de las condiciones impuestas a dicha expansión
por las victorias del proceso de liberación nacional que impuso esta
industrialización, a la cual el capital global hubo de adaptarse. La
eficacia en declive el Estado nación, como resultado de la globalización
capitalista, no es determinante de manera irreversible en el futuro. Por
el contrario, las respuestas naturales de la globalización pueden “dar
pistas” a la expansión global, para mejor o para peor, dependiendo de
las circunstancias. Por ejemplo, las preocupaciones medioambientales que
están en conflicto con la lógica del capital (dado que este último es
un concepto que por naturaleza piensa a corto plazo), podrían aportar
cambios sustanciales en el ajuste del capital. Cabría citar muchos otros
ejemplos.
La
respuesta efectiva a estos retos solamente puede encontrarse si se
comprende que la Historia no está regida por el despliegue inevitable de
leyes económicas “puras”. Son las respuestas sociales a las
tendencias expresadas por dichas leyes las que dan lugar a la Historia,
leyes que a su vez definen el contexto de relaciones sociales dentro del
cual dichas leyes operan. Las fuerzas “antisistéma” (designación
posible de este rechazo organizado, coherente y efectivo a someterse
unilateral y totalmente a las exigencias de estas supuestas leyes —que,
en realidad, dan forma a la ley del beneficio característica del
capitalismo como sistema) influyen sobre la Historia real tanto como la lógica
“pura” de la acumulación capitalista. [Son estas fuerzas] las que
dirigen las posibilidades y formas de expansión que después se
desarrollan en los contextos organizados por esas mismas fuerzas.
Una
respuesta humanista al reto de la expansión globalizada del capitalismo
no es en absoluto “utópica”. Al contrario, es el único proyecto
realista posible en el sentido de que el comienzo de una evolución hacia
esta respuesta ha de poder congregar rápidamente a poderosas fuerzas
sociales capaces de imponer su lógica. Si existe una utopía (en el
sentido más aceptado y negativo del término) es precisamente la
posibilidad de dirigir todo el sistema limitando su regulación a través
del mercado.
Para
identificar las condiciones de esta alternativa humanista, es fundamental
comenzar con la diversidad de las aspiraciones que motivan la movilización
social y las luchas sociales, y quizás clasificar dichas aspiraciones en
cinco grupos:
1)
la aspiración hacia una democracia política, el imperio de la ley, y la
libertad intelectual;
2)
la justicia social;
3)
el respeto de los diversos grupos y comunidades;
4)
la mejora en la utilización de los recursos ecológicos, y
5)
la aspiración de alcanzar una posición más favorable dentro del sistema
global.
Se
puede reconocer fácilmente que los protagonistas de los movimientos que
tienen las mencionadas aspiraciones son raramente idénticos. Por ejemplo,
la preocupación por ofrecer al país una posición más elevada dentro de
la jerarquía global (posición que viene definida en términos de
riqueza, poder, y autonomía de movimiento), constituye una preocupación
fundamental entre las clases dirigentes y las autoridades incluso cuando
el mencionado objetivo cuenta con las simpatías del conjunto de la
población. Gozar de respeto – en el sentido más amplio del término, o
en otras palabras, un respeto que suponga igualdad real – puede
constituir un objetivo que movilice a las mujeres en tanto que mujeres, o
a grupos culturales, lingüísticos o religiosos sometidos a situaciones
discriminatorias. Los movimientos que se inspiran en dichos objetivos podrían
trascender las barreras de clase. Por otra parte, las aspiraciones de una
mayor justicia social definida según las preferencias de los movimientos
motivados por tales aspiraciones, o por una mejora de las condiciones
materiales, una legislación más efectiva y oportuna, o un nuevo sistema
de relaciones sociales y un sistema de producción radicalmente diferente,
se expresarán sin duda a través de la lucha de clases. Todo ello podría
tomar la forma de una reclamación por parte del campesinado o de una
parte del campesinado de llevar a cabo una reforma agraria, una
redistribución de la propiedad, una legislación que fuera más favorable
a los trabajadores del campo, precios más favorables, etc. Podría
expresarse también en el contexto de los derechos sindicales, una
legislación laboral, o incluso en la petición de una política estatal
que consistiera en una intervención verdaderamente efectiva a favor de
los trabajadores, llegando incluso a la nacionalización Pero también
puede darse bajo la forma de peticiones por parte de grupos profesionales
o empresariales que pidan mayores ventajas fiscales. Puede canalizarse
mediante peticiones que afecten a todos los ciudadanos, como ocurre con
los movimientos que presionan por el derecho a la educación, los cuidados
médicos, la vivienda, o mutatis mutandis, el derecho a un mejor
empleo de los recursos medioambientales. La aspiración democrática puede
ser limitada y concreta, sobre todo cuando inspira a un movimiento que
lucha contra una autoridad no democrática. Al mismo tiempo, puede ser
integradora y ser por tanto concebida como la fuerza que ayude a promover
todas las demás demandas sociales.
Un
gráfico sobre la distribución actual de dichos movimientos mostraría
sin duda enormes desigualdades en su distribución. Pero sabemos que tal
gráfico no es estático, puesto que en el caso de que exista un problema,
existe siempre (al menos potencialmente) un movimiento para encontrar la
solución apropiada al mismo. Sin embargo, pecaríamos de excesivo
optimismo si imagináramos que la resultante de este cuadro de fuerzas que
operan en campos tan diversos promoverá un movimiento conjunto coherente
que pueda movilizar a [sus] sociedades con el fin de presionar en pos de
la justicia y la democracia. El caos surge tanto de la naturaleza como del
propio orden. Sería igualmente ingenuo ignorar la reacción de las
autoridades ante tales movimientos. La distribución geográfica de estos
poderes y las estrategias que han desarrollado para enfrentarse a los
retos que se les presentan tanto en el ámbito local como en el
internacional responden a consideraciones que son distintas a las que
inspiran sus objetivos.
En
otras palabras, la posibilidad de que los movimientos sociales vaguen sin
rumbo, de que sean explotados y manipulados, es también una realidad que
podría finalmente dejarles sin poder, u obligarles a adoptar un punto de
vista diferente al propio. Existe una estrategia política global para
dirigir el mundo. Su objetivo es asegurar la máxima desintegración de
potenciales fuerzas anti-sistema, facilitando el declive del sistema
estatal. Es decir, que haya tantas Eslovenias, Chechenias, Kosovos
y Kuwaits como sea posible. La utilización de las demandas de ser
reconocidos e incluso la manipulación de las mismas, son todas
bienvenidas en este sentido. Cuestiones como comunidad, afiliación étnica,
religión, o cualquier otra forma de identidad son por tanto una de las
mayores preocupaciones de nuestra era.
El
principio básico de la democracia, que implica un respeto real por la
diversidad nacional, étnica, religiosa, cultural, e ideológica, no puede
ser burlado. No se puede tratar la diversidad de otra manera que no sea
una práctica sincera de la democracia. De otro modo, [la diversidad] se
convierte inevitablemente en un instrumento que los oponentes pueden
utilizar en beneficio propio.
En
el Tercer Mundo de la Era Bandung, los movimientos de liberación nacional
tuvieron a menudo éxito a la hora de unir a los diversos grupos étnicos
y comunidades religiosas frente al enemigo imperialista. Mientras las
clases gobernantes en la primera generación de Estados africanos
superaron realmente las barreras étnicas, muy pocos sistemas de poder
fueron capaces de manejar esta diversidad de un modo democrático y
consolidar sus logros, si es que los hubo. En este sentido, su escasa
tendencia a la práctica de la democracia produjo resultados deplorables,
lo mismo que su manera de tratar otros problemas a los que se enfrentaban
sus sociedades. Con la crisis subsiguiente, las impotentes clases
gobernantes jugaron a menudo un papel decisivo en la vuelta a lo
comunitario como medio para prolongar el “control” que ejercían sobre
las masas. Sin embargo, incluso en muchas democracias burguesas auténticas,
la diversidad comunitaria está lejos de ser tratada correctamente.
El
éxito del culturalismo está a la altura de la incapacidad inherente al
tratamiento en democracia de la diversidad, entendiéndose el culturalismo
de tal modo que la afirmación de las diferencias en cuestión pueden ser
“primordiales” y deben “tener prioridad” (por ejemplo, sobre las
diferencias de clase), y que además se supone que pueden ser “trans-históricas”;
en otras palabras, [son diferencias] basadas en inamovibles históricos
(tal es el caso de los culturalismos de índole religiosa que a menudo
conducen al oscurantismo y al fanatismo).
Propondremos
entonces un criterio esencial para poder comprender en todo su alcance el
revoltijo de demandas de reconocimiento que se dan en el ámbito social,
así como en otros niveles. Los aspectos considerados progresistas son
aquellas demandas que pretenden luchar contra la explotación social y
presionar a favor de mayores niveles de democracia en todas sus
dimensiones. Por otro lado, todas aquellas demandas que “carecen de un
programa social” (porque según afirman, eso “no es importante”),
demandas que se supone “no se oponen a la globalización” (¡porque
quizás eso también sea insignificante!), y que además son presentadas
ya desde un principio como fuera de los límites del concepto de
democracia (acusada de “occidental”), son claramente reaccionarias y
sirven completamente los intereses del capital dominante. Al mismo tiempo,
éste último está al tanto de la situación y apoya tales demandas,
incluso cuando los medios de comunicación se dedican a utilizar su
contenido bárbaro para denunciar a pueblos que son víctimas del sistema
mediante la utilización y manipulación de dichos movimientos.
La
alternativa humanista al apartheid a escala global no puede apoyarse sobre
un sentimiento de nostalgia que mire hacia el pasado: tampoco puede
basarse en la afirmación de una diversidad heredada del pasado. Esto no
será efectivo, a menos que se produzca dentro de un marco orientado
resultamente hacia el futuro. Lo cual conlleva ir más allá de la
globalización capitalista truncada y polarizadora, construir una nueva
globalización post-capitalista basa en la igualdad real entre los
pueblos, comunidades, Estados, e individuos.
Las
diversidades heredadas crean problemas porque existen. Al concentrarnos en
ellas, perdemos de vista otras formas de diversidad que son acaso más
interesantes, aquellas que el futuro generará con su propio movimiento.
El concepto asociado a tal diversidad procede de la misma noción
emancipatoria de la democracia y la modernidad perpetuamente incompleta
que la acompaña. Las utopías creativas alrededor de las cuales podrían
cristalizar las luchas de los pueblos en pos de la igualdad y la justicia
siempre encuentran su justificación en los múltiples sistemas de valores
existentes. Los sistemas de análisis social – inevitable complemento de
lo anterior – se inspiran en teorías sociales que son en sí mismas
diversas. Las estrategias propuestas con vistas a moverse de un modo
efectivo en la dirección adecuada no pueden ser monopolio exclusivo de
ninguna organización. Esta diversidad de la invención futura no es sólo
inevitable: es también bienvenida.
2.
La alternativa al apartheid global es por lo tanto un mundo pluri-céntrico,
en el cual una serie de relaciones económicas y políticas menos
desiguales se organicen sistemáticamente entre regiones y países que han
heredado los efectos destructivos de la polarización producida por la
expansión del capitalismo, mediante un complejo conjunto de
negociaciones, políticas y normas reguladoras que tengan como objetivo:
1.-
Renegociar las “cuotas de mercado” y las normas de acceso al mismo.
Este proyecto, por supuesto, reta a las normas de la OMC que, detrás de
la palabrería de la “competencia justa” está exclusivamente
preocupada por la defensa de los privilegios de los oligopolios activos a
escala mundial.
2.-
Renegociar los sistemas de los mercados del capital, con vistas a poner
fin a la dominación ejercida por la especulación financiera y orientar
las inversiones hacia actividades productivas tanto en el Norte como en el
Sur.
3.-
Renegociar los sistemas monetarios, con vistas a crear acuerdos y sistemas
regionales que aseguren la estabilidad relativa de las tarifas de cambio,
amén de la organización de su interdependencia. Este proyecto reta al
FMI, al “estándar dólar”, y al principio de las tarifas de cambio
libre y fluctuante.
4.-
Comenzar a establecer un sistema impositivo mundial – por ejemplo,
gravando los ingresos resultantes de la explotación de los recursos
naturales, y redistribuyendo estos fondos a escala global en proyectos
concretos, de acuerdo con criterios preestablecidos.
5.-
Desmilitarizar el planeta, empezando por la reducción de los arsenales de
armas de destrucción masiva de los países más poderosos.
Este
programa para la reconciliación de la globalización con las autonomías
locales y regionales (que yo denomino un modelo de desvinculación
apropiado a los nuevos retos), incluiría una seria revisión del concepto
de “ayuda” y el tratamiento del problema de la democratización del
sistema de Naciones Unidas. Ese sistema podría entonces trabajar de un
modo efectivo en pos del desarme (lo cual sería posible mediante fórmulas
de seguridad nacional y regional asociadas mediante una reorganización
regional). Podría también dotarse a las Naciones Unidas de un
“parlamento mundial” capaz de reconciliar las demandas del
universalismo (derechos del individuo, de los colectivos, y de los
pueblos; derechos sociales y políticos, etc.) con la diversidad de las
herencias históricas y culturales [de los pueblos].
Evidentemente,
no existe ninguna posibilidad de que este proyecto vaya poco a poco
tomando forma hasta que dentro del Estado nación no empiecen a tomar
forma fuerzas sociales y proyectos que puedan sacar adelante las reformas
necesarias, lo cual es imposible dentro de los límites impuestos por el
liberalismo y la globalización polarizadora. Sea una cuestión de
reformas en un sector concreto, o de visiones más amplias sobre la
democratización de las sociedades y su dirección política y económica,
estas fases iniciales son indispensables. Sin ellas, la visión de una
reorganización mundial que nos saque de la crisis y pueda hacer
“despegar” nuevamente el desarrollo, seguirá siendo una completa utopía.
Este
último punto nos obliga a dejar espacio a propuestas de acción
inmediata, alrededor de las cuales se puedan movilizar fuerzas sociales y
políticas reales: primero en el ámbito local, incluso si tienen un propósito
más amplio (“globalizar la lucha”). Estoy pensando en los muchos
tipos de normativas que podrían ser puestas en práctica rápidamente:
económicas (por ejemplo, gravar las transferencias financieras, abolir
los paraísos fiscales que son refugios de impuestos para el capital
extranjero, o cancelar la deuda); ecológicas (proteger las especies,
prohibir productos y métodos dañinos, poner en marcha un sistema
globalizado de impuestos sobre el consumo de ciertas energías no
renovables); sociales (legislación laboral, códigos de inversión, la
participación de los representantes del pueblo en los cuerpos de decisión
internacionales); políticas (democracias y derechos individuales), y
culturales (como el rechazo a la comodificación de los bienes
culturales).
Sin
embargo, el programa que a medio plazo yo he propuesto no está meramente
diseñado para modificar las formas de regulación del mercado para
proteger al débil (clases y naciones, esto es). Su componente político
es no menos importante. Las ideas principales son el desarme y la
elaboración de un nuevo sistema legal internacional que gobierne a
individuos, pueblos, y Estados.
Los
retos y las alternativas son, por lo tanto, dos: o bien una globalización
neo-liberal que en realidad conduce a un apartheid global, o una
globalización policéntrica negociada sobre las bases que
brevemente he descrito.
Texto
presentado en la Conferencia Mundial Contra el Racismo de Durban
(Sudáfrica, 28 agosto–1
septiembre 2001)
Notas: