El imperialismo en

el siglo XXI

 

¿Globalización o apartheid a escala global?

Por Samir Amin 

La confusión creada por el discurso dominante entre los conceptos de “economía de mercado libre” y “capitalismo” es la causa principal de la peligrosa tendencia a relajar las críticas hacia las políticas que se están poniendo práctica. “Mercado”, término que evidentemente hace referencia a la competencia, no es igual a “capitalismo”, cuyo contenido está específicamente definido por los límites impuestos a la competencia implícitos en el monopolio de la propiedad privada, incluyendo el control oligopólico que ejercen ciertos grupos mediante la exclusión de otros. “Mercado” y “capitalismo” son conceptos diferentes, siendo el capitalismo real justo lo contrario de lo que constituye el mercado imaginario.

Por otra parte, el capitalismo entendido en sentido abstracto como modo de producción, se basa en un mercado integrado por tres dimensiones: un mercado para los productos del trabajo social, un mercado financiero, y un mercado de trabajo. Sin embargo, el capitalismo entendido como un sistema global real se basa en la expansión universal del mercado únicamente sobre las dos primeras dimensiones [mencionadas], dado que la creación de un auténtico mercado de trabajo mundial se ve oscurecida por la existencia perpetua de fronteras políticas nacionales, a pesar de la globalización de la economía; globalización que se ve, por lo tanto, siempre truncada. En consecuencia, el capitalismo real es necesariamente polarizador a escala global, y el desarrollo desigual que genera se ha convertido en la contradicción más violenta y creciente que no puede ser superada según la lógica del capitalismo.

Los “centros” son el producto de la Historia, que permitió el establecimiento en ciertas regiones del sistema capitalista de una hegemonía nacional burguesa y de un Estado que bien puede ser calificado de nacional-capitalista. La burguesía y el Estado burgués son, en este contexto, inseparables; [así], es únicamente la llamada ideología “liberal” la que, contrariamente a todas las expectativas, puede permitirse hablar de economía capitalista, dejando el Estado a un lado. El Estado burgués asume un carácter nacional cuando controla el proceso de acumulación, ciertamente dentro de los límites impuestos desde el exterior, pero ello ocurre así cuando tales limitaciones se ven en gran medida relativizadas por su propia capacidad para responder a su propias acciones, o incluso de tomar parte en la formulación de las mismas.

Por su parte, las “periferias” se definen simplemente en términos negativos: son regiones que no se han establecido como centros del sistema capitalista global. Por lo tanto, representan a países y regiones que no controlan en el ámbito local el proceso de acumulación [de la riqueza], que consecuentemente se ve influenciado por limitaciones externas. Por esta razón, las periferias no están “estancadas”, si bien su desarrollo no ha sido similar al que ha caracterizado al centro en las sucesivas fases de la expansión global del capitalismo. La burguesía y el capital local no están necesariamente ausentes del escenario socio-político local, y las periferias no son sinónimo de “sociedades pre-capitalistas”. Sin embargo, la existencia formal del Estado tampoco es sinónimo del Estado nacional-capitalista (incluso cuando la burguesía controla ampliamente la maquinaria estatal), puesto que no controla el proceso de acumulación.

La coexistencia en cada una de las etapas del desarrollo global de “centros” y “periferias” definida de tal modo en el sistema capitalista mundial es bastante obvia. La cuestión, por lo tanto, no consiste en que reconozcamos este hecho, sino más bien en saber hasta qué punto las periferias se mueven hacia la cristalización de nuevos centros. De un modo más concreto, la pregunta es saber si las fuerzas que operan en el sistema global están avanzando en esta dirección o si se mueven en dirección contraria, más allá de los cambios que las afectan a lo largo de las diversas fases del desarrollo del sistema.

En su expansión global, el capitalismo real ha contribuido siempre a que aumente la desigualdad entre los pueblos. Tal desigualdad no es el producto de circunstancias peculiares que se deban a un determinado país o periodo de tiempo. Es el producto de la lógica inmanente de la acumulación del capital. El racismo es la consecuencia inevitable de este sistema. En el discurso al uso de la ideología dominante, la economía de libre mercado ignora naturalmente la disparidad existente entre individuos y pueblos, promoviendo la “democracia”. En la práctica, el capitalismo real es algo bien distinto, puesto que crea desigualdades entre los pueblos y alimenta así las formas más elementales de racismo.

En el momento actual de globalización neoliberal, se dice que la situación de desigualdad entre los pueblos está aparentemente sufriendo un vuelco. Se supone que la nueva globalización ofrece una “oportunidad” a aquellos países que acepten el reto inherente [a la globalización] y sepan integrarse de un modo inteligente dentro del sistema. Entonces, estos países podrían “alcanzar” al antiguo centro. Veremos, sin embargo, que tal cosa no ocurre. Por el contrario, el ejercicio de nuevas formas de dominio monopolista ejercido sobre todo el sistema por parte del centro explica la creciente polarización y desigualdad entre los pueblos. La lógica de esta forma de globalización consiste nada más y nada menos que en la organización del apartheid a escala global.

GLOBALIZACIÓN ES IGUAL A IMPERIALISMO

El imperialismo no es una “fase” del capitalismo;(1) de hecho, no es ni siquiera la más avanzada: desde el principio, [el imperialismo] forma parte de la expansión capitalista. La conquista imperialista del planeta por parte de los europeos y sus retoños norteamericanos fue ejecutada en dos fases, y puede que esté entrando en una tercera.

1. La primera fase de esta devastadora empresa se organizó a partir de la conquista de las Américas, dentro del marco del sistema mercantilista de la Europa atlántica del momento. El resultado neto [de esta empresa] fue la destrucción de las civilizaciones indias y su hispanización / cristianización, o simplemente el genocidio total sobre el cual se construyeron los Estados Unidos. El racismo fundamental de los colonos anglosajones explica por qué este modelo se reprodujo en otros lugares como Australia, Tasmania (el genocidio más completo de la Historia), y en Nueva Zelanda. Porque, si bien los españoles católicos actuaron en el nombre de la religión que había de ser impuesta sobre los pueblos conquistados, los anglo-protestantes extrajeron de sus lecturas bíblicas el derecho a liquidar a los “infieles”. La infame esclavitud de los negros, necesaria por el exterminio de los indios (o precisamente por su resistencia), rápidamente se extendió para asegurar que se “sacaría provecho” de las zonas útiles del continente. Hoy en día, nadie duda de los verdaderos motivos de todos estos horrores o ignora la estrecha relación que mantienen con la expansión del capital mercantilista. Sin embargo, los europeos del momento aceptaron un discurso ideológico que les justificaba, y las voces de protesta (como por ejemplo la de [Fray Bartolomé] de las Casas) no encontraron demasiados oyentes simpatizantes.

Los resultados desastrosos de esta primera fase de la expansión capitalista mundial dieron origen, algún tiempo después, a las fuerzas liberadoras que retaron a la misma lógica que las había producido. La primera revolución en el hemisferio occidental fue la de los esclavos de Santo Domingo (el actual Haití) a finales del siglo dieciocho, seguida un siglo más tarde por la revolución mexicana de 1910 y cincuenta años después por la revolución cubana. Si no cito aquí la famosa “revolución americana” o las de las colonias españolas que la siguieron poco después es porque dichas revoluciones únicamente transfirieron el poder [de decisión] de la metrópolis a las manos de los colonos para que continuaran haciendo exactamente lo mismo, ejecutando los mismos proyectos con mayor brutalidad si cabe, pero sin tener que repartirse los beneficios con la “madre patria”.

2. La segunda fase de devastación imperialista se basó en la revolución industrial y quedó manifestada en el control colonial ejercido sobre Asia y África. La “apertura de mercados” – como por ejemplo el mercado del opio impuesto por los puritanos ingleses a los chinos – y la toma de los recursos naturales del planeta era lo que de verdad se escondía [tras esta fase], como todo el mundo sabe hoy. Pero nuevamente, la opinión europea – incluyendo al movimiento obrero de la Segunda Internacional – no vio esta realidad y aceptó el nuevo discurso legitimador del capitalismo. En esta ocasión, [dicho discurso] era el de la “misión civilizadora”.(2) Las voces que con mayor claridad expresaron esta idea en su momento fueron las de los cínicos burgueses; como, por ejemplo, Cecil Rhodes, que contemplaba la conquista colonial como un medio para evitar la revolución social en Inglaterra. Una vez más, las voces de protesta – desde la Comuna de París a los bolcheviques – tuvieron escasa resonancia. Esta segunda fase del imperialismo está en el origen del mayor problema al que la humanidad ha tenido que hacer frente: la aplastante polarización que ha hecho aumentar la desigualdad entre los pueblos de una media de dos a uno en 1800 hasta el actual sesenta a uno, solamente con el 20% de la población mundial incluida en los centros que se benefician del sistema. Al mismo tiempo, los prodigiosos logros de la civilización capitalista dieron lugar a las confrontaciones más violentas entre los poderes imperialistas que el mundo ha podido contemplar. La agresión imperialista produjo nuevamente fuerzas que se resistían a sus proyectos: las revoluciones socialistas de Rusia y China (que tuvieron lugar en periferias que eran víctimas de la expansión polarizante del capitalismo real, y no precisamente por accidente), y las revoluciones de liberación nacional. Su victoria trajo casi medio siglo de respiro durante el periodo que siguió a la Segunda Guerra Mundial, que alimentó la ilusión de que el capitalismo, obligado a adaptarse a una nueva situación, había conseguido por fin civilizarse.

La cuestión del imperialismo (y con ella la de sus opuestos, liberación y desarrollo), ha seguido teniendo un peso considerable en la historia del capitalismo hasta nuestros días. Así, la victoria de los movimientos de liberación nacional que justo después de la Segunda Guerra Mundial consiguieron la independencia de las naciones de Asia y África, no solamente puso fin al sistema colonial, sino que, de algún modo, puso fin a la era de expansión europea que se había abierto en 1492. Durante cuatro siglos y medio, del 1500 a 1950, dicha expansión había sido la forma en que se desarrolló el capitalismo histórico, hasta el punto de que estos dos aspectos de la misma realidad se hicieron inseparables. No cabe duda de que el “sistema mundial de 1492” había quedado ya superado a finales del siglo dieciocho y principios del diecinueve con la independencia de las Américas. Pero esta ruptura fue sólo aparente, porque la independencia en cuestión no había sido una victoria de los pueblos indígenas y los esclavos importados por los colonos (excepto en Haití), sino de los mismos colonos, que transformaron América en una segunda Europa. La independencia que reconquistaron los pueblos de Asia y África tuvo un significado bien diferente.

Las clases gobernantes en las naciones coloniales europeas comprendieron que se había abierto una nueva página en la Historia. Se dieron cuenta de que tendrían que dejar a un lado la idea de que el crecimiento de su economía doméstica capitalista debía estar unido al éxito de su expansión imperial. Tal idea no era solamente defendida por los viejos poderes coloniales – fundamentalmente Inglaterra, Francia, y Holanda – sino también por los nuevos centros capitalistas que se formaron durante el siglo diecinueve: Alemania, los Estados Unidos, y Japón.

Los conflictos intra-europeos e internacionales era fundamentalmente luchas por las colonias, dentro del sistema imperialista de 1492. Entendiéndose, claro está, que los EEUU tenían derechos exclusivos sobre todo el Nuevo Continente.

La construcción de un gran espacio europeo (desarrollado, rico, con un potencial científico y tecnológico de primera clase y tradiciones militares fuertes), constituía entonces una alternativa sólida sobre la cual asentar un nuevo renacer de la acumulación capitalista, esta vez sin “colonias” —es decir, sobre las bases de una nueva forma de globalización, diferente a la del sistema de 1492. La pregunta era cómo este nuevo sistema mundial se diferenciaría del viejo, si seguiría siendo un sistema polarizador como el anterior, si se establecería sobre bases diferentes, o si dejaría de hacerlo.

No cabe duda de que esta construcción, que ni con mucho ha llegado a su fin pero que en la actualidad está atravesando una crisis que bien podría poner en duda su trascendencia a largo plazo, es una tarea difícil de realizar. Aún no se han encontrado fórmulas que permitan reconciliar las realidades históricas de cada nación (y que tanto peso tienen), con la formación de una Europa políticamente unida. Además, la visión de cómo este espacio económico y político europeo encajaría dentro del nuevo sistema global (un espacio que aún no se ha construido), sigue siendo bastante ambigua, por no decir brumosa. ¿Será este espacio económico rival del otro gran espacio creado en esa segunda Europa que son los Estados Unidos? Si así fuera, ¿cómo afectaría esta rivalidad a las relaciones de Europa y los EEUU con el resto del mundo? ¿Se enfrentarán ambos rivales como lo hicieron los poderes imperialistas en épocas anteriores? ¿O actuarán acaso a la par? ¿Elegirán entonces los europeos participar como apoderados [de los Estados Unidos] en esta nueva versión del sistema imperialista de 1492, manteniendo sus opciones políticas en la línea de las de Washington? ¿Bajo qué condiciones podría convertirse la construcción de Europa en una parte de la globalización que pondría fin de una vez por todas al sistema de 1492?

3. En la actualidad, somos testigos de una tercera ola de devastación del mundo causada por la expansión imperialista, con al aliciente del colapso del sistema soviético y los regímenes populistas-nacionalistas del Tercer Mundo. Los objetivos del capital dominante siguen siendo los mismos: el control sobre la expansión de los mercados, el saqueo de los recursos naturales del planeta, la sobre-explotación de las reservas del trabajo en la periferia, etc. —aunque [dichos objetivos] se persiguen bajo condiciones que son novedosas y en algunos aspectos incluso muy diferentes a las que caracterizaron el anterior periodo imperialista. El discurso ideológico diseñado para ganarse el consentimiento de los pueblos que conforman la Tríada del centro (EEUU-Canadá, la Unión Europea, y Japón), se ha renovado y se fundamenta ahora en la “obligación de intervenir” que supuestamente halla su justificación en la defensa de la “democracia”, los “derechos de los pueblos”, y el “humanitarismo”. Los ejemplos de doble rasero son tan flagrantes que para asiáticos y africanos el cinismo del lenguaje empleado es bastante obvio. La opinión [pública] occidental, sin embargo, responde a esta situación con tanto entusiasmo como lo hacía ante las justificaciones que se ofrecían en las fases tempranas del imperialismo.

Es más: los EEUU están llevando a la práctica una estrategia diseñada para asegurar su hegemonía absoluta mediante una demostración de fuerza militar que lleva consigo la consolidación en la estela [norteamericana] del resto de socios que conforman la mencionada Tríada. Desde este punto de vista, la guerra de Kosovo cumplió una función crucial, ya que supuso la capitulación total de los Estados europeos, que apoyaron la posición norteamericana sobre la adopción por parte de la OTAN de un “nuevo concepto estratégico” tras la “victoria” sobre Yugoslavia entre el 23 y 25 de abril de 1999. Según este “nuevo concepto” (conocido en la otra orilla del Atlántico de un modo más franco como la doctrina Clinton), la misión de la OTAN ha de extenderse, en términos prácticos, a toda Asia y África (recordemos que, desde la promulgación de la Doctrina Monroe el derecho a intervenir en el continente americano quedó reservado exclusivamente a los Estados Unidos); hecho éste que supone admitir que la OTAN no es en realidad una alianza defensiva, sino un instrumento de ataque al servicio de los Estados Unidos. Al mismo tiempo, esta misión se ve redefinida en términos tan vagos como se quiera imaginar, términos que incluyen nuevas “amenazas” (crimen internacional, “terrorismo”, la “peligrosa” adquisición de armas por parte de algunos países al margen de la OTAN, etc.) que permiten justificar casi cualquier agresión que sea útil a los Estados Unidos. Clinton no vaciló al hablar de “Estados canalla” que deberían ser atacados “de modo preventivo”, sin aclarar en qué consistía la “canallería” en cuestión. Además, la OTAN se ve así libre de la obligación de actuar únicamente cuando lo manden las Naciones Unidas, estamento que es tratado con un desprecio igual al que los poderes fascistas mostraron hacia la Liga de Naciones (nótese la sorprendente similitud entre los términos empleados).

La ideología norteamericana pone buen cuidado en envolver su producto (el proyecto imperialista) en un lenguaje inefable que habla de la “misión histórica de los EEUU”. Tradición ésta que se ha transmitido desde la época de los “padres fundadores” de la nación, seguros de la inspiración divina [que les acompañaba].(3) Los liberales estadounidenses —en el sentido político del término—, que se consideran a sí mismos como la “izquierda” de su sociedad, comparten esta ideología. En consecuencia, presentan la hegemonía norteamericana como necesariamente “benigna”, fuente de progreso en cuanto a su escrupulosa moral y su práctica democrática; una hegemonía que necesariamente beneficiará a quienes, a ojos de estos liberales, no son víctimas de este proyecto, sino beneficiarios del mismo. La hegemonía norteamericana, la paz mundial, la democracia, y el progreso material quedan así unidos como términos inseparables. La realidad está situada, por supuesto, en otra parte.

El increíble apoyo que el proyecto ha recibido de la opinión pública europea, y muy especialmente de la opinión de los sectores de izquierda en aquellos lugares en los que la izquierda disfruta de mayoría —ya que la opinión pública estadounidense es tan ingenua que no supone ningún obstáculo—, es una catástrofe que tendrá consecuencias terribles. Las intensivas campañas de los medios de comunicación, que se concentran sobre aquellas regiones en las que Washington ha decidido intervenir, explican sin duda, al menos parcialmente, este acuerdo generalizado. Pero detrás de todo ello, la gente en Occidente está convencida de que, precisamente porque los EEUU y los países de la Unión Europea son “democráticos”, sus gobiernos son incapaces de actuar “de mala fe”, cosa reservada para los sangrientos “dictadores” del Este. Están tan cegados por esta idea que se olvidan de la decisiva influencia que tienen los intereses del capital dominante. Así, una vez más la gente en los países imperialistas consigue tener la conciencia limpia.

EL LEGADO DEL SIGLO XX: EL SUR FRENTE A LA NUEVA GLOBALIZACIÓN

1. Durante el periodo de posguerra tras el fin de la Segunda Guerra Mundial, que yo llamo la “Era Bandung” (1955-1975),(4) los Estados del Tercer Mundo instituyeron políticas de desarrollo autocéntrico (real o potencial) casi exclusivamente de alcance nacional, precisamente en un esfuerzo por reducir la polarización mundial, o dicho de otra manera, en un esfuerzo por “ponerse al día”. El resultado desigual de estas políticas fue la creación de un Tercer Mundo compuesto por un conjunto de naciones muy diferentes unas de otras. En la actualidad, podemos distinguir tres grupos:

1.- Los países capitalista del este asiático (Corea del Sur, Taiwán y Singapur), así como algunos países del sureste asiático como Malasia, Tailandia, o China, en los cuales los índices de crecimiento han ido subiendo al tiempo que se hundían en el resto del mundo. Si pasamos por alto la crisis que ha afectado a estos países desde 1997, debemos contar a estos países dentro de los competidores activos en los mercados mundiales de productos industriales. Este dinamismo económico se ha visto en general acompañado de un empeoramiento relativo de las diferencias sociales (punto éste último que convendría analizar caso por caso y trazando líneas divisorias muy finas), así como de menores niveles de vulnerabilidad (debido a la intensificación de las relaciones intra-regionales en el Este asiático similar a la de la Unión Europea) y de una eficaz intervención estatal (puesto que el Estado ha mantenido un papel fundamental a la hora de poner en práctica estrategias nacionales de desarrollo, incluso en los casos en que existe apertura hacia el exterior).

2.- Los países de América Latina y la India, que poseen una capacidad industrial similar enorme. La integración regional es algo menor en este caso (el 20% en América Latina), y las intervenciones estatales son menos consistentes. El ahondamiento de las desigualdades, que son ya de por sí enormes en ambas regiones, resulta trágico debido a que los índices de crecimiento permanecen en niveles modestos.

3.- Los países de África y del mundo árabe e islámico, que en conjunto han permanecido atrapados en una división internacional del trabajo ya pasada de moda. Siguen siendo exportadores de materias primas, bien porque aún no han entrado en la era industrial, o porque sus industrias son frágiles, vulnerables, y poco competitivas. Aquí, las diferencias sociales se manifiestan principalmente en el crecimiento de las masas pobres y excluidas. No existe el menor signo de progreso en pos de la integración regional (inter-africana o inter-árabe). El crecimiento es prácticamente nulo. Aunque este grupo incluye tanto a países “ricos” (países exportadores de petróleo con poblaciones pequeñas) como a países pobres o muy pobres, ninguno de ellos puede ser considerado como un agente activo que participe en la configuración del sistema mundial. En este sentido, están completamente marginados. Estos países pueden ser analizados según tres supuestos modelos de desarrollo (el desarrollo basado en la exportación de productos agrícolas, de productos mineros, o del petróleo), o bien según los diferentes tipos de hegemonía social que resultaron del proceso de liberación nacional. Veríamos entonces con claridad cómo el “desarrollo” en cuestión no fue más que un intento de unirse a la expansión global del capitalismo del momento y que, en semejantes condiciones, el término “desarrollo” no es precisamente el más apropiado.

Los niveles de competitividad en el ámbito de la producción industrial no son lo único que separa a las periferias activas de las que están marginadas. Existen también diferencias políticas. Los poderes políticos de las periferias activas (y detrás de ellos la sociedad en su totalidad, con todas sus contradicciones), tienen un proyecto y una estrategia para llevar a cabo dicho proyecto. Es éste el caso de China o de Corea y, en menor medida, de la India, algunos países del sureste asiático, y un puñado de países latinoamericanos. Estos proyectos nacionales se enfrentan a los proyectos del imperialismo global dominante; el resultado de esta confrontación dará forma al mundo de mañana. Las periferias marginadas, por otra parte, no tienen ni un proyecto propio (aún cuando la retórica de quienes defienden una visión política del Islam afirma tenerlo), ni una estrategia propia. Son los poderes imperialistas los que “piensan por ellos” y quienes tienen la iniciativa en exclusiva de concebir “proyectos” que afectan a estas regiones (tales como los tratados de asociación entre la UE y los países de África, el Caribe y el Pacífico, el “proyecto” para el Próximo Oriente de los EEUU e Israel, y los vagos proyectos mediterráneos de Europa), proyectos que de hecho no encuentran ningún tipo de oposición en otros proyectos que surjan de la iniciativa local. Estos países son, por tanto, sujetos pasivos de la globalización. La creciente diferencia que existe entre estos tres grupos de países ha terminado con la idea de “Tercer Mundo” y ha puesto fin al frente unido de estrategias que surgieron durante la Era Bandung (1955-1975).

Aún así, los observadores no terminan en ponerse de acuerdo a la hora de evaluar la verdadera naturaleza de los países que conformaban el llamado Tercer Mundo y las posibilidades de que se produzca una expansión capitalista en los mismos. Para algunos, los países más dinámicos dentro de ese grupo de países emergentes están en el camino que terminará “poniéndolos al día” y no forman ya parte de la “periferia”, incluso cuando dentro de la jerarquía global permanezcan aún en un nivel intermedio. Para otros (yo me incluyo en este grupo), estos países constituyen la periferia del mañana. El contraste entre centro y periferia, que entre 1800 y 1950 era sinónimo del contraste existente entre las economías industrializadas y las no industrializadas, se basa ahora en criterios nuevos y diferentes. [Estos criterios] pueden ser identificados mediante el análisis de cinco tipos de monopolio que ejerce la ya mencionada Tríada, tema sobre el cual volveremos.

En todos aquellos casos en los que la industrialización ha progresado de manera notable, las periferias siempre han poseído enormes “reservas”, término con el cual quiero decir que una proporción considerable (con variaciones) de su mano de obra trabaja en actividades de baja productividad (eso si es que trabaja). Esto ocurre así porque las políticas de modernización (es decir, los intentos por “ponerse al día”) imponen la elección de tecnologías que en sí son modernas (con el fin de ser eficientes, e incluso competitivas); elección que es tremendamente cara en términos de la utilización de recursos escasos tales como el capital y la mano de obra especializada. Esta ausencia de un balance dentro del sistema se ve agravada cuando el proceso de modernización en cuestión se ve acompañado de una creciente desigualdad en la distribución de los ingresos. Bajo estas condiciones, el contraste entre el centro y la periferia sigue siendo extremo. En el primero [el centro], esta reserva pasiva, que de hecho existe, constituye una minoría (y, aunque varía con el tiempo de acuerdo con las circunstancias, es siempre menor al 20%). En la periferia, [esta reserva] constituye siempre la mayoría. Las únicas excepciones son Corea y Taiwán que han disfrutado de un crecimiento sin parangón en otras zonas, y ello por varias razones, incluyendo el factor geoestratégico que les ha sido tremendamente favorable (dado que a ambos países se les ayudó a que hicieran frente al peligro de ser “contaminados” por el comunismo chino).

¿Y qué decir de las regiones marginadas? ¿Son estas regiones un fenómeno carente de precedentes históricos? ¿O son, por el contrario, expresión de la tendencia permanente a la expansión capitalista, tendencia ésta que durante un corto periodo de tiempo tras la Segunda Guerra Mundial se vio ligeramente obstaculizada por un marco de relaciones de poder que era un poquito más favorable para las periferias en su conjunto? Si éste es el caso, fue esta situación excepcional la que, a pesar de las diferencias existentes entre los países que formaban el Tercer Mundo, constituyó la base de su “solidaridad” en sus respectivas luchas anti-coloniales, sus demandas respecto al precio de las materias primas, y su voluntad política de modernizarse, amén de una voluntad de industrializarse que los poderes occidentales intentaron desbaratar. Precisamente porque diferentes países alcanzaron diferentes niveles de éxito en todos estos frentes, la cohesión y solidaridad [entre los países] del Tercer Mundo se desmoronó.

En este sentido, algunos países podrían ser calificados de “marginados”, término que sugiere que dichos países se han quedado “fuera” del sistema global, o que como mucho han quedado integrados en el mismo únicamente de un modo superficial y que en consecuencia su desarrollo implica un “mayor” grado de integración. En realidad, todas las regiones del globo (incluyendo a la “marginada” África) están igualmente integradas en el sistema global, pero lo están de diferente manera. El concepto de la marginalización es falso porque oculta la verdadera cuestión, que no es “¿hasta qué punto están estas regiones integradas?”, sino más bien “¿de qué modo lo están?”

África quedó integrada en el sistema global desde los comienzos de dicho sistema, durante la fase mercantilista del capitalismo temprano (1500 a 1800), y más tarde durante el periodo colonial (1800 a 1960). El resultado de este modo de inserción dentro del capitalismo a escala mundial fue catastrófico para los africanos. Primero, porque retrasó un siglo los inicios de una revolución agrícola. [En África] fue posible extraer un excedente del trabajo del campesinado y de las propias riquezas naturales sin recurrir a inversiones modernizadoras (como la maquinaria o los fertilizantes), sin pagar lo que se debía pagar por la mano de obra (que se reproducía a sí misma en el marco de la auto-suficiencia tradicional), y sin ni siquiera garantizar el mantenimiento de las condiciones naturales para la reproducción de la riqueza (por ejemplo, mediante el saqueo de las tierras de cultivo y de los bosques). Simultáneamente, este modo de desarrollo de los recursos naturales tuvo lugar en el contexto de la desigual división del trabajo a nivel internacional, con lo cual se evitó la formación de una clase media local. Por el contrario, cada vez que esta última mostraba visos de estar formándose, las autoridades coloniales se apresuraban a eliminarla.

Como resultado de todo esto, los llamados “países menos desarrollados” en la actualidad están situados, como todo el mundo sabe, en África. Estos países que hoy conforman ese “cuarto mundo” han sido en su mayor parte destrozados por la intensidad de su integración en una fase temprana en la expansión global del capitalismo. Bangladesh es también ejemplo de ello, como Estado sucesor de la joya de la colonización británica en la India: Bengala. Existen muy pocos países que sean “pobres” y no estén integrados o estén poco integrados en el sistema global. Quizás hasta hace poco pudiéramos contar entre los mismos a Yemen del Norte o Afganistán. Su integración, que aún hoy se está produciendo tal como se produjo la integración de otros hace tiempo, tiene como único resultado la “modernización de la pobreza”, simbolizada por barrios de chabolas llenos de campesinos sin tierra. La debilidad del movimiento de liberación nacional y de los Estados que siguieron a dichos Estados colonizados se remonta a esta formación colonial. Esta debilidad no es por tanto producto de una África precolonial que hubiera desaparecido por arte de magia, como pretende la ideología del capitalismo global, que intenta dotarse de legitimidad volviendo al discurso racista de costumbre. Las “críticas” hacia el África independiente (críticas que incluyen a la clase media corrupta del estamento político, su falta de visión económica, o la tenacidad con la que se mantiene su estructura de comunidades rurales) se olvidan de mencionar el hecho de que todas estas características del África actual tienen su origen en el periodo que va de 1880 a 1960.

2. Supongamos que las tendencias que dominan en la actualidad siguen siendo la fuerza activa que determine la evolución tanto del sistema en su totalidad como de las diversas partes que lo componen. En tal caso, ¿cómo sería la evolución de las relaciones entre lo que yo llamo el ejército activo de trabajadores (que son la totalidad de trabajadores involucrados, al menos potencialmente, en actividades competitivas en el mercado mundial), y la reserva pasiva (que sería el resto, constituido no sólo por marginados y parados, sino también por aquellos que están empleados en actividades de baja productividad y que están condenados a vivir en la pobreza)?

Según algunos observadores, los países de la Tríada seguirán con la evolución iniciada tras la adopción del neo-liberalismo, y en consecuencia una amplia reserva de mano de obra se reconstituirá como tal dentro de su propio territorio. Podría añadir que para mantener su posición dominante a escala global, estos países bien podrían reorganizarse en torno a cinco monopolios [fundamentales], abandonando por tanto segmentos enteros de la producción industrial “tradicional” que podría quedar relegada a las periferias dinámicas, pero siempre manteniendo el control [de las mismas] mediante el ejercicio de los monopolios mencionados. En ese caso, este conjunto de reserva reconstituido sería aún mayor. En las periferias afectadas por esta situación, encontraríamos igualmente una estructura dual caracterizada por la coexistencia de un conjunto activo (empleado en los segmentos “normales” de la producción industrial), y un conjunto de reserva [de mano de obra]. De manera que, de algún modo, la mencionada evolución acercaría a los dos grupos (centro y periferia), pese a que se mantuviera una cierta jerarquía mediante el ejercicio del monopolio.

Se ha escrito bastante sobre este tema, así como sobre la revisión profunda que todo ella implica no sólo en lo referente al concepto mismo del trabajo, sino también en lo referente a la relativa homogeneización producida por un sistema de producción nacional, e incluso en el caso del contraste existente entre centro y periferia. El “final del trabajo” que se anuncia de acuerdo con esta línea de pensamiento, la llamada nueva sociedad interconectada, y la recomposición de la vida social en torno a la interacción de diversos “proyectos” (lo que en ocasiones se ha dado en llamar la “sociedad de proyectos” por oposición a la sociedad industrial fordiana)… Todo ello son algunos de los problemas a los que la futurología presta atención. Sea cual sea la forma en la que se expresen, estas propuestas ya no defienden la idea de que las sociedades pueden seguir siendo relativamente homogéneas gracias a la generalización de la forma dominante de relaciones sociales. En todas partes, tanto en los centros como en las periferias, sería necesario que las economías y las sociedades avanzasen a velocidades distintas. En todas partes habría un “primer mundo” de ricos que disfrutarían de las comodidades de esta nueva “sociedad de proyectos”, y un “segundo” mundo de trabajadores explotados, así como un “tercer” o incluso “cuarto” mundo de excluidos.

Los optimistas políticos pueden decir que la yuxtaposición de los territorios de centro y periferia con un ejército activo y una reserva permitirá la creación de las condiciones que permitan una renovación de la lucha de clases capaces de actuar radicalmente y a nivel internacional.

Mis objeciones a tales esperanzas se basan en dos observaciones que pueden quedar resumidas de la siguiente manera:

1.- En los centros, será probablemente imposible que se reconstituya una reserva amplia y permanente [de mano de obra] y que la economía tenga como centro actividades conectadas a los cinco monopolios. El sistema político de la Tríada no lo permitirá. De un modo u otro, pues, explosiones violentas harán que el movimiento se separe de la ruta marcada por la opción neo-liberal, modelo que se convertirá entonces en insostenible. Irá bien hacia la izquierda, hacia compromisos sociales nuevos y progresistas, o hacia la derecha, con movimientos populistas nacionales de tendencia fascista.

2- En las periferias, incluso en las más dinámicas, y por las mismas razones explicadas más arriba, será imposible que se produzca una expansión de las actividades productivas modernas tal que permita absorber las enormes reservas [de población] que en la actualidad se ocupan de actividades de baja productividad. Las periferias dinámicas seguirán siendo lo que son, es decir, sociedades llenas de todas las contradicciones que produce la existencia de enclaves modernizados (incluso siendo grandes) rodeados de áreas de extensión considerable que están poco modernizadas; todas estas contradicciones mantendrán [a estos países] en una posición subalterna, en una actitud de subordinación respecto a los cinco monopolios del centro. La idea (desarrollada por los revolucionarios chinos, entre otros), de que únicamente el socialismo puede resolver los problemas de estas sociedades sigue siendo verdadera. Esto eso, sigue siendo verdadera si por socialismo entendemos no una fórmula que ya está despejada y es definitiva, sino un movimiento que articule la solidaridad de todos, un movimiento que salga delante de acuerdo con la estrategia de la gente y que permita asegurar la transferencia gradual y organizada por métodos civilizados de las vastas reservas existentes hacia los enclaves modernos. Esto requiere una “desvinculación” entendida como la subordinación de las relaciones exteriores a la lógica de esta fase popular y nacional de esta larga transición.

Debería añadir que la noción de la “competitividad” se utiliza mal en el discurso actual. En dicho discurso, el término ha quedado reducido a ser un concepto micro-económico (similar a la visión miope de un director de empresa), mientras que son los sistemas de producción (que históricamente son nacionales) cuya eficacia de conjunto dota a las empresas que los componen de la capacidad de competir.

Sobre la base de las observaciones y reflexiones que he apuntado, se puede ver que el mundo que queda fuera de la Tríada central queda constituido en tres niveles periféricos:

* Primer nivel: los antiguos países socialistas, China, Corea, Taiwán, India, Brasil y México, países que han construido con éxito sistemas de producción nacionales (países que son potencialmente, si es que no lo son ya realmente, “competitivos”).

* Segundo nivel: países que se han embarcado en un proceso de industrialización pero que no han tenido éxito a la hora de crear sistemas nacionales de producción: los países árabes, Sudáfrica, Irán, Turquía, América Latina… Entre todos estos países se encuentran ocasionalmente establecimientos industriales “competitivos” (gracias sobre todo a la disponibilidad de mano de obra barata), pero no de sistemas competitivos.

* Tercer nivel: países que no han entrado en la revolución industrial (básicamente, los denominados países ACP).(5) Estos países son potencialmente “competitivos” solamente en aquellos terrenos en los que los recursos naturales son un factor determinante: minas, petróleo, o productos agrícolas tropicales.

En ninguno de los países incluidos en los dos primeros niveles ha sido posible absorber a las reservas “pasivas”, que van del 40% de Rusia al 80% de China o Irán. En África la proporción llega o incluso supera el 90%. En estas condiciones, hablar del objetivo estratégico de ser “competitivo” es balbucir palabras sin sentido.           

LOS MONOPOLIOS RENOVADOS DE LOS CENTROS IMPERIALISTAS

1. La posición que un país ocupa en la pirámide global está definida por el nivel de competitividad de sus productos en el mercado mundial. Reconocer este truismo no implica compartir la idea tan aceptada en la ciencia económica popular de que dicha posición se alcanza mediante la puesta en práctica de políticas económicas “racionales” cuya racionalidad es medida precisamente según el nivel de obediencia mostrado ante las llamadas “leyes objetivas del mercado”. Yo sugiero que, muy al contrario de este sinsentido que se acepta sin más, la “competitividad” en cuestión es el producto complejo de un conjunto de condiciones que operan en la realidad económica, política, y social. Es más, también sugiero que en este combate desigual los centros se han aprovechado de lo que yo denomino “los cinco monopolios”, cuya acción se ha visto articulada del modo más efectivo posible. Estos cinco monopolios plantean por tanto un reto a la teoría social en su totalidad. En mi opinión, son los siguientes:

1.- El monopolio ejercido en las áreas de la tecnología, que exige gastos gigantescos que únicamente un Estado grande y rico puede pensar en sostener. Sin la ayuda estatal (cosa que el discurso liberal nunca menciona), y especialmente en lo referente a la ayuda del gasto militar, el monopolio en la mayor parte de estas áreas no podría mantenerse.

2.- El monopolio sobre el control de los flujos financieros a nivel global. La liberalización del establecimiento de las principales instituciones financieras que operan en el mercado financiero mundial ha otorgado a este monopolio una eficacia sin precedentes. No hace mucho, la mayor parte de los ahorros de una nación podían circular únicamente en el espacio (generalmente nacional) que era gobernada por sus propias instituciones financieras. Hoy este ya no es el caso: los ahorros están centralizados mediante la intervención de las instituciones financieras cuyo campo de operaciones es en la actualidad todo el planeta. Son estas entidades las que forman el llamado capital financiero, que es el segmento más globalizado del capital. Aún así, este privilegio se asienta sobre una lógica política que asegura la aceptación de la globalización financiera. Sería posible retar a esta lógica con una sencilla decisión política de desvincularse [del sistema], incluso si tal acción se viese limitada al ámbito de las transferencias financieras. Es más, la libre circulación del capital financiero global tiene lugar dentro de un marco definido por el sistema monetario mundial. Dicho sistema se basa a su vez en el dogma de la libre apreciación del valor de las divisas en el mercado, de acuerdo con las teorías que postulan que el dinero es una mercancía como cualquier otra, así como de la referencia al dólar norteamericano como la divisa universal. La primera de estas condiciones no tiene base científica alguna, y la segunda funciona porque no hay alternativa. La divisa nacional de un país concreto puede cumplir satisfactoriamente con la función de una divisa internacional únicamente si las condiciones de la competencia internacional producen un excedente estructural de exportaciones procedentes del país en cuestión, asegurando así su capacidad para financiar el ajuste estructural de otros [países]. En el siglo XIX, tal fue el caso de Gran Bretaña. No es el caso hoy de los Estados Unidos, que, por el contrario, financian su propio déficit mediante los préstamos que impone a los demás. No es tampoco el caso de los rivales de los Estados Unidos, porque por ejemplo el excedente de Alemania desapareció con la unificación, y los excedentes japoneses son totalmente inadecuados para financiar el ajuste estructural ajeno. En estas condiciones, la globalización financiera, lejos de ser un desarrollo “natural”, es extremadamente frágil. A corto plazo genera únicamente inestabilidad permanente, y no genera por tanto la estabilidad necesaria para que se produzca un proceso de ajuste que permita operar con eficacia.

3.- El monopolio del acceso a los recursos naturales del planeta. Los peligros que la estúpida explotación de dichos recursos presenta para el planeta (peligros que el capitalismo, al estar basado en nada más que una racionalidad social a corto plazo, no puede superar), refuerzan el significado del monopolio que ejercen los países ya desarrollados, cuya única preocupación es la de impedir que otros adopten sus propias prácticas de despilfarro.

4.- El monopolio ejercido en al campo de las comunicaciones y los medios [de comunicación], que no solamente contribuyen a la homogeneización de la cultura mundial que transmiten en sus niveles más bajos, sino que abren también las puertas a nuevas formas de manipulación política. La expansión del mercado de los modernos medios de comunicación es ya uno de los factores principales en la erosión del concepto y la práctica de la democracia en el mismo Occidente.

5.- Finalmente, el monopolio de las armas de destrucción masiva. Este monopolio, que quedó limitado en el periodo de posguerra a la estructura bi-polar del poder mundial, se ha convertido nuevamente en el arma total que mantiene en la reserva la diplomacia norteamericana, como lo fue en 1945. Aunque el término “proliferación” lleva parejo el peligro más que obvio de perder el control de un modo impredecible, en ausencia de un control global verdaderamente democrático sobre el desarme global total, no es posible combatir este monopolio verdaderamente inaceptable.

Estos cinco monopolios definen el marco dentro del cual se expresa la ley del valor de la globalización. Lejos de ser la expresión de una racionalidad económica “pura” que pueda ser separada de su encuadre político y social, la ley del valor constituye una expresión condensada de todos estos factores condicionantes. Creo que todos estos factores anulan la trascendencia de la industrialización de las periferias, devaluando el trabajo productivo incorporado a sus productos, al tiempo que sobrevalora el supuesto valor añadido otorgado a dichas actividades mediante las cuales los nuevos monopolios actúan en beneficio del centro. Surge así una nueva jerarquía en la distribución de salarios a escala mundial, distribución que hoy es más desigual que nunca, y que coloca en una situación subordinada a las industrias de las periferias, reduciéndolas al estatus de subcontratas; proporcionando así una nueva base a una polarización que determinará su futuro.

2. El sistema global y las instituciones internacionales están siendo en la actualidad reorganizadas con vistas a reforzar los monopolios anteriormente mencionados, monopolios de los que la Tríada central se beneficia.

La Organización Mundial del Comercio (OMC) fue establecida precisamente con el objetivo de reforzar estas “ventajas” del capital transnacional y dotarlas de legitimidad mediante el gobierno de la economía global. Los llamados “derechos de la propiedad intelectual e industrial” fueron concebidos con vistas a perpetuar el monopolio de las multinacionales, garantizar sus enormes beneficios, y crear numerosos obstáculos adicionales al desarrollo industrial autónomo de las periferias. Un buen ejemplo de ese modelo de “apartheid a escala global” es el escándalo de las principales multinacionales farmacéuticas que reclaman el derecho a acceder de modo libre y gratuito al mercado mundial, perjudicando así cualquier intento de producir localmente medicinas más baratas: mientras los habitantes de los países ricos siguen teniendo acceso a cuidados médicos eficaces, el resto (los pueblos del Sur) ven cómo se les niega el derecho a la vida. De igual modo, la ofensiva de la OMC para integrar la agricultura en un mercado mundial abierto y no regulado destruirá todo intento por parte de los países del Sur de garantizar su seguridad alimentaria, y arrojará a cientos de millones de campesinos del Sur en los brazos de la pobreza.

La lógica que domina esta políticas de sobreprotección sistemática de los monopolios del Norte niega la validez misma del discurso dominante respecto a las ventajas del llamado “comercio libre, y libre acceso al mercado”. Estas políticas contradicen brutalmente ese mismo discurso, que se convierte así en nada más que pura “propaganda”; es decir, en una mentira.

En contraste con este proyecto que ha legalizado el apartheid a escala global, lo que se necesita es una “ley internacional de los pueblos”, y no una ley de los negocios, como si los intereses comerciales constituyeran en exclusiva los únicos derechos legítimos. En ese marco, ¿podríamos esperar que se desarrollase una ley novedosa y más elevada que garantizase que todos los habitantes del planeta fueran tratados con dignidad, lo cual es prerrequisito para que participen de un modo activo y creativo en la construcción del futuro? Sería ésta un cuerpo legal multidimensional que tratase los derechos del ser humano (con plena igualdad, evidentemente, entre hombres y mujeres) concebido como un ser con derechos políticos, sociales (a la vida, al trabajo, y a la seguridad), pero también los derechos de las comunidades y los pueblos, y las relaciones entre Estados. Ese es sin duda un programa que llevará décadas de reflexión, debates, acciones y decisiones.

El principio del respeto a la soberanía de las naciones debe permanecer como piedra angular de la legalidad internacional. Si quienes dieron forma a la Carta de las Naciones Unidas eligieron proclamar dicho principio, fue precisamente porque había sido negado por los poderes fascistas. En su conmovedor discurso ante la Liga de las Naciones en 1935, el emperador [de Etiopía] Haile Selassie había ya dejado claro que la violación de dicho principio (violación que las democracias del momento habían aceptado de manera cobarde), presagiaba ya el fin de la organización. El hecho de que hoy en día sean las mismas democracias las que violen este principio fundamental con la misma brutalidad no es una circunstancia atenuante sino más bien un agravante. Es más, [este hecho] ha marcado ya el escasamente glorioso principio del fin de las Naciones Unidas, [organización] que es tratada como una oficina que simplemente pone la firma a decisiones tomadas en otros estamentos y ejecutadas por otros. La adopción solemne del principio de soberanía nacional en 1945 se vio lógicamente acompañada de la prohibición de utilizar la guerra como recurso válido. Los Estados tienen permiso para defenderse contra cualquiera que viole su soberanía mediante agresión, pero son condenados si son ellos los agresores. Aún así, los países miembros de la OTAN han agredido a la antigua Yugoslavia.

No cabe duda que la interpretación del principio de soberanía tal y como queda contemplado en la Carta de las Naciones Unidas era absoluta. Hoy en día, la opinión pública de los países democráticos no acepta sin más que este principio autorice a los gobiernos a hacer lo que les venga en gana con los seres humanos que estén bajo su jurisdicción, cambio de actitud que representa un progreso definitivo en la conciencia moral de la humanidad. Pero entonces, ¿cómo reconciliar estos dos principios, que pueden entrar en conflicto? Ciertamente, no eliminando uno de los términos de la ecuación: o soberanía estatal, o derechos humanos. Precisamente el camino elegido por los EEUU (seguido de sus aliados europeos) no es solamente el equivocado, sino que además es un camino que oculta los verdaderos objetivos de la operación, que nada tienen que ver con el respeto por los derechos humanos, a pesar de la campaña mediática que nos quiere hacer creer tal cosa.

Las Naciones Unidas deberían ser el foro en el que se elabore la ley internacional. Ningún otro foro sería respetado. Para cumplir con esto, habría que reformar la propia organización. Habrá que pensar en métodos (incluyendo la renovación o cambios institucionales) que permitan a las fuerzas sociales reales estar representadas en dicho foro junto a los gobiernos (que representan a dichas fuerzas de un modo bastante imperfecto, y eso en el mejor de los casos). La organización deberá marcarse como meta el integrar en un todo coherente las reglas de la legislación internacional (como por ejemplo el respeto a la soberanía), las normas relativas a los derechos de los individuos y los pueblos, y aquellas normas relativas a los derechos sociales y económicos que han quedado olvidados en el discurso liberal estándar y que necesariamente requieren una regularización de los mercados. Eso sería suficiente para establecer un programa de peso con preguntas que yo no intentaré tratar aquí, puesto que las respuestas a las mismas habrían de ser inevitablemente demasiado breves. No cabe duda que el proceso será largo. Pero no hay otro atajo: la Historia de la humanidad aún no ha llegado a su fin; continuará progresando de acuerdo con sus posibilidades.

La otra principal institución “internacional” que es instrumental para el cumplimiento del plan del capital transnacional de “apartheid a escala global”, apoyada por los gobiernos de la Tríada, es la OTAN.

La geopolítica mundial constituye el marco dentro del cual todas las estrategias de desarrollo han de quedar necesariamente englobadas. Así ha sido siempre, al menos en lo que respecta al mundo moderno, es decir, el sistema capitalista mundial desde 1492. Las relaciones de poder que en las sucesivas fases de expansión capitalista han configurado este sistema geopolítico facilitan el desarrollo (en el sentido más ordinario del término) de los países dominantes, y constituyen un obstáculo para el resto. El momento actual se caracteriza por la puesta en práctica de un proyecto de hegemonía estadounidense a escala mundial. Es más, hoy en día este proyecto ocupa todo el escenario global. Ya no hay un contra-proyecto que tenga como objetivo limitar el espacio controlado por los EEUU, como fue el caso durante la era bipolar (1945-1990). Además de sus ambigüedades originales, el proyecto europeo ha entrado en una fase de retroceso. Los países del Sur (el Grupo del 77 y los países no alineados), que durante la Era Bandung (1955-1975) tenían la ambición de formar un bloque común opuesto al imperialismo occidental, han dejado a un lado esta idea. Incluso China, que va a su aire, apenas tiene otra ambición que no sea la de proteger su proyecto nacional (que por casualidad es en sí ambiguo), y tampoco pretende ser un socio activo en la formación del orden mundial.

La hegemonía de los EEUU descansa sobre un pilar básico: su poderío militar. Construido sistemáticamente desde 1945, y cubriendo en la actualidad el planeta entero (dividido en regiones, cada una de ellas perteneciente a una “unidad de comando militar de los Estados Unidos”), esta hegemonía se vio obligada en su momento a aceptar la coexistencia pacífica impuesta por el poderío militar soviético. Al terminar la llamada Guerra Fría, y a pesar del colapso de la URSS cuya pretendida “amenaza” había servido como pretexto para el establecimiento del sistema militar norteamericano, Washington eligió no desmantelar dicho sistema, sino al contrario, reforzarlo y extenderlo a aquellas regiones que hasta entonces habían escapado a su control.

El instrumento preferido por la ofensiva hegemónica es por lo tanto el ejército. La hegemonía estadounidense, que a su vez se erige en garante de la hegemonía de la Tríada sobre el sistema mundial, exige por tanto que sus aliados accedan a seguir la estela norteamericana, como por ejemplo hacen Gran Bretaña, Alemania, y Japón, y de que además reconozcan la necesidad de hacerlo, sin ningún tipo de crisis emocional o de tembleque de mano por cuestiones “culturales”. Esto significa a su vez que todos los discursos con los que los políticos europeos alimentan a su audiencia sobre el poder económico de Europa no tienen una trascendencia real. Al situarse exclusivamente en el terreno de las disputas mercantiles, sin un proyecto propio, Europa está vencida de antemano. Y Washington sabe esto muy bien. La OTAN habla hoy en nombre de la “comunidad internacional”, despreciando así el principio democrático que rige a dicha comunidad a través de las Naciones Unidas. En los debates norteamericanos sobre esta estrategia global en cuestión, los derechos humanos y la democracia casi nunca se mencionan. Se invocan únicamente cuando son útiles para la puesta en práctica de dicha estrategia global. De ahí su deslumbrante cinismo y el empleo sistemático [de la cultura] del doble rasero.

No es difícil conocer cuáles son los objetivos y los medios del proyecto estadounidense. [Son principios] que se exponen de manera constante en un leguaje cuya principal virtud es su franqueza, incluso cuando la justificación de los objetivos se sumerge en el discurso farisaico y santurrón que caracteriza a la tradición norteamericana. La estrategia global norteamericana tiene cinco objetivos: (1) neutralizar y subyugar al resto de sus socios en la Tríada (Europa y Japón) y minimizar su capacidad de actuar fuera de la órbita de los Estados Unidos; (2) establecer su control militar a través de la OTAN y latinamericanizar las zonas de la antigua órbita soviética; (3) ejercitar un control exclusivo sobre Oriente Próximo y Asia Central y sus recursos petrolíferos; (4) romper con China, asegurarse la subordinación de los otros grandes Estados (Brasil y la India), y evitar la formación de bloques regionales que puedan negociar los términos del proceso de globalización; (5) marginar a las regiones del Sur que no presentan ningún interés estratégico.

La OMC y la OTAN, como sustitutos de las Naciones Unidas, son los principales instrumentos del nuevo orden (o desorden) mundial, es decir, del nuevo apartheid global del sistema imperialista. Otras instituciones del sistema global juegan también un papel en este marco, apoyando las estrategias globales de la OMC y la OTAN. Este es el caso, por ejemplo, del Banco Mundial. Esta institución, presentada a menudo pomposamente como el principal gabinete de estrategas encargado de formular las opciones estratégicas de la economía global, no es en realidad tan importante. El Banco Mundial es poco más que una especie de “Ministerio de Propaganda” del G-7 que se encarga de elaborar eslóganes y discursos, mientras la responsabilidad real de tomar decisiones estratégicas a nivel económico recae sobre la OMC, al tiempo que las decisiones políticas se dejan en manos de la OTAN. El Fondo Monetario Internacional (FMI) es más importante [que el Banco Mundial], pero no tanto como se suele afirmar. Mientras el principio sobre los índices del intercambio flexible gobiernen el sistema monetario internacional y mientras el FMI no sea responsable de las relaciones existentes entre las principales divisas (dólar, marco-euro, y yen), el Fondo operará únicamente como una especie de autoridad suprema de divisas sobre el Sur, gobernado por el Norte.

3. En el marco del capitalismo global, la competitividad comparativa de los sistemas productivos de la Tríada y los mundos periféricos, así como las tendencias de su evolución, son sin duda factores importantes a medio plazo. Tomados en su conjunto, producen en casi todas partes economías que funcionan a varias velocidades: hay ciertos sectores, regiones, y proyectos (especialmente los de las gigantes multinacionales) que están registrando en la actualidad fuertes niveles de crecimiento y consiguiendo altos beneficios; otros se están estancando, han entrado en declive, o simplemente se están rompiendo. Los mercados de trabajo están segmentados de manera que se puedan adaptar a esta situación.

Una vez más cabe preguntar, ¿es este un fenómeno novedoso? ¿O acaso el hecho, por el contrario, de funcionar a diferentes velocidades constituye la norma en la historia del capitalismo? En este último caso, el hecho de que este fenómeno se viese atenuado durante el periodo de posguerra (1945-1980) constituye una excepción, porque en aquel momento las relaciones sociales se veían necesitadas de intervenciones sistemáticas por parte del Estado (el Estado del Bienestar, el Estado soviético, el Estado nacional del Tercer Mundo de Bandung, etc.) El Estado facilitaba el crecimiento y la modernización de las fuerzas productivas mediante la organización de las transferencias necesarias entre regiones y sectores.

Así que no resulta nada fácil distinguir, en esta realidad tan enmarañada, aquellos fenómenos que forman parte de tendencias relevantes a largo plazo, de aquellos que dependen de circunstancias concretas correspondientes al manejo inmediato de las crisis. En la fase actual, ambos tipos de fenómenos son muy reales. Está la cuestión de “las crisis y cómo se manejan las crisis”. Y está por otro lado la “continua transformación de los sistemas”. La cuestión principal que me gustaría señalar es la siguiente: las transformaciones que se producen en el seno del sistema capitalista no son el producto de fuerzas meta-sociales a las que debamos someternos como si de leyes de la naturaleza se tratara (aceptando que no hay alternativa), sino el producto de las relaciones sociales. Así, siempre hay diferentes opciones posibles que corresponden a diferentes formas de equilibrio social.

Por lo tanto, nos vemos enfrentados a una “nueva cuestión del desarrollo”, que hace más imperativo que nunca ir más allá de la visión limitada del “ponerse al día” que dominó el siglo XX. Seguramente, la nueva pregunta del desarrollo incluye una dimensión si no de “ponerse al día”, sí al menos de expandir las fuerzas productivas. Pero nos obliga también de manera inmediata a dar mucha más importancia de la que le dábamos en el pasado a lo que se requiere para construir otra sociedad a escala global.

CONDICIONES PARA CREAR UNA ALTERNATIVA AL APARTHEID GLOBAL

1. No existen unas “leyes de expansión capitalista” impuestas como si fueran una fuerza cuasi-sobrenatural, lo mismo que ningún tipo de determinismo histórico existió antes de que existiera la Historia misma. Las tendencias inherentes al propio concepto del capital siempre se topan con la resistencia de fuerzas que se oponen a sus efectos. La Historia real es por tanto el resultado de este conflicto entre la lógica de la expansión capitalista y la lógica resultante de la resistencia de las fuerzas sociales a la expansión [capitalista].

Por ejemplo, la industrialización de las periferias en el curso del periodo de posguerra (1945-1990) no fue el resultado natural de la expansión capitalista, sino más bien de las condiciones impuestas a dicha expansión por las victorias del proceso de liberación nacional que impuso esta industrialización, a la cual el capital global hubo de adaptarse. La eficacia en declive el Estado nación, como resultado de la globalización capitalista, no es determinante de manera irreversible en el futuro. Por el contrario, las respuestas naturales de la globalización pueden “dar pistas” a la expansión global, para mejor o para peor, dependiendo de las circunstancias. Por ejemplo, las preocupaciones medioambientales que están en conflicto con la lógica del capital (dado que este último es un concepto que por naturaleza piensa a corto plazo), podrían aportar cambios sustanciales en el ajuste del capital. Cabría citar muchos otros ejemplos.

La respuesta efectiva a estos retos solamente puede encontrarse si se comprende que la Historia no está regida por el despliegue inevitable de leyes económicas “puras”. Son las respuestas sociales a las tendencias expresadas por dichas leyes las que dan lugar a la Historia, leyes que a su vez definen el contexto de relaciones sociales dentro del cual dichas leyes operan. Las fuerzas “antisistéma” (designación posible de este rechazo organizado, coherente y efectivo a someterse unilateral y totalmente a las exigencias de estas supuestas leyes —que, en realidad, dan forma a la ley del beneficio característica del capitalismo como sistema) influyen sobre la Historia real tanto como la lógica “pura” de la acumulación capitalista. [Son estas fuerzas] las que dirigen las posibilidades y formas de expansión que después se desarrollan en los contextos organizados por esas mismas fuerzas.

Una respuesta humanista al reto de la expansión globalizada del capitalismo no es en absoluto “utópica”. Al contrario, es el único proyecto realista posible en el sentido de que el comienzo de una evolución hacia esta respuesta ha de poder congregar rápidamente a poderosas fuerzas sociales capaces de imponer su lógica. Si existe una utopía (en el sentido más aceptado y negativo del término) es precisamente la posibilidad de dirigir todo el sistema limitando su regulación a través del mercado.

Para identificar las condiciones de esta alternativa humanista, es fundamental comenzar con la diversidad de las aspiraciones que motivan la movilización social y las luchas sociales, y quizás clasificar dichas aspiraciones en cinco grupos:

1) la aspiración hacia una democracia política, el imperio de la ley, y la libertad intelectual;

2) la justicia social;

3) el respeto de los diversos grupos y comunidades;

4) la mejora en la utilización de los recursos ecológicos, y

5) la aspiración de alcanzar una posición más favorable dentro del sistema global.

Se puede reconocer fácilmente que los protagonistas de los movimientos que tienen las mencionadas aspiraciones son raramente idénticos. Por ejemplo, la preocupación por ofrecer al país una posición más elevada dentro de la jerarquía global (posición que viene definida en términos de riqueza, poder, y autonomía de movimiento), constituye una preocupación fundamental entre las clases dirigentes y las autoridades incluso cuando el mencionado objetivo cuenta con las simpatías del conjunto de la población. Gozar de respeto – en el sentido más amplio del término, o en otras palabras, un respeto que suponga igualdad real – puede constituir un objetivo que movilice a las mujeres en tanto que mujeres, o a grupos culturales, lingüísticos o religiosos sometidos a situaciones discriminatorias. Los movimientos que se inspiran en dichos objetivos podrían trascender las barreras de clase. Por otra parte, las aspiraciones de una mayor justicia social definida según las preferencias de los movimientos motivados por tales aspiraciones, o por una mejora de las condiciones materiales, una legislación más efectiva y oportuna, o un nuevo sistema de relaciones sociales y un sistema de producción radicalmente diferente, se expresarán sin duda a través de la lucha de clases. Todo ello podría tomar la forma de una reclamación por parte del campesinado o de una parte del campesinado de llevar a cabo una reforma agraria, una redistribución de la propiedad, una legislación que fuera más favorable a los trabajadores del campo, precios más favorables, etc. Podría expresarse también en el contexto de los derechos sindicales, una legislación laboral, o incluso en la petición de una política estatal que consistiera en una intervención verdaderamente efectiva a favor de los trabajadores, llegando incluso a la nacionalización Pero también puede darse bajo la forma de peticiones por parte de grupos profesionales o empresariales que pidan mayores ventajas fiscales. Puede canalizarse mediante peticiones que afecten a todos los ciudadanos, como ocurre con los movimientos que presionan por el derecho a la educación, los cuidados médicos, la vivienda, o mutatis mutandis, el derecho a un mejor empleo de los recursos medioambientales. La aspiración democrática puede ser limitada y concreta, sobre todo cuando inspira a un movimiento que lucha contra una autoridad no democrática. Al mismo tiempo, puede ser integradora y ser por tanto concebida como la fuerza que ayude a promover todas las demás demandas sociales.

Un gráfico sobre la distribución actual de dichos movimientos mostraría sin duda enormes desigualdades en su distribución. Pero sabemos que tal gráfico no es estático, puesto que en el caso de que exista un problema, existe siempre (al menos potencialmente) un movimiento para encontrar la solución apropiada al mismo. Sin embargo, pecaríamos de excesivo optimismo si imagináramos que la resultante de este cuadro de fuerzas que operan en campos tan diversos promoverá un movimiento conjunto coherente que pueda movilizar a [sus] sociedades con el fin de presionar en pos de la justicia y la democracia. El caos surge tanto de la naturaleza como del propio orden. Sería igualmente ingenuo ignorar la reacción de las autoridades ante tales movimientos. La distribución geográfica de estos poderes y las estrategias que han desarrollado para enfrentarse a los retos que se les presentan tanto en el ámbito local como en el internacional responden a consideraciones que son distintas a las que inspiran sus objetivos.

En otras palabras, la posibilidad de que los movimientos sociales vaguen sin rumbo, de que sean explotados y manipulados, es también una realidad que podría finalmente dejarles sin poder, u obligarles a adoptar un punto de vista diferente al propio. Existe una estrategia política global para dirigir el mundo. Su objetivo es asegurar la máxima desintegración de potenciales fuerzas anti-sistema, facilitando el declive del sistema estatal. Es decir, que haya tantas Eslovenias, Chechenias, Kosovos y Kuwaits como sea posible. La utilización de las demandas de ser reconocidos e incluso la manipulación de las mismas, son todas bienvenidas en este sentido. Cuestiones como comunidad, afiliación étnica, religión, o cualquier otra forma de identidad son por tanto una de las mayores preocupaciones de nuestra era.

El principio básico de la democracia, que implica un respeto real por la diversidad nacional, étnica, religiosa, cultural, e ideológica, no puede ser burlado. No se puede tratar la diversidad de otra manera que no sea una práctica sincera de la democracia. De otro modo, [la diversidad] se convierte inevitablemente en un instrumento que los oponentes pueden utilizar en beneficio propio.

En el Tercer Mundo de la Era Bandung, los movimientos de liberación nacional tuvieron a menudo éxito a la hora de unir a los diversos grupos étnicos y comunidades religiosas frente al enemigo imperialista. Mientras las clases gobernantes en la primera generación de Estados africanos superaron realmente las barreras étnicas, muy pocos sistemas de poder fueron capaces de manejar esta diversidad de un modo democrático y consolidar sus logros, si es que los hubo. En este sentido, su escasa tendencia a la práctica de la democracia produjo resultados deplorables, lo mismo que su manera de tratar otros problemas a los que se enfrentaban sus sociedades. Con la crisis subsiguiente, las impotentes clases gobernantes jugaron a menudo un papel decisivo en la vuelta a lo comunitario como medio para prolongar el “control” que ejercían sobre las masas. Sin embargo, incluso en muchas democracias burguesas auténticas, la diversidad comunitaria está lejos de ser tratada correctamente.

El éxito del culturalismo está a la altura de la incapacidad inherente al tratamiento en democracia de la diversidad, entendiéndose el culturalismo de tal modo que la afirmación de las diferencias en cuestión pueden ser “primordiales” y deben “tener prioridad” (por ejemplo, sobre las diferencias de clase), y que además se supone que pueden ser “trans-históricas”; en otras palabras, [son diferencias] basadas en inamovibles históricos (tal es el caso de los culturalismos de índole religiosa que a menudo conducen al oscurantismo y al fanatismo).

Propondremos entonces un criterio esencial para poder comprender en todo su alcance el revoltijo de demandas de reconocimiento que se dan en el ámbito social, así como en otros niveles. Los aspectos considerados progresistas son aquellas demandas que pretenden luchar contra la explotación social y presionar a favor de mayores niveles de democracia en todas sus dimensiones. Por otro lado, todas aquellas demandas que “carecen de un programa social” (porque según afirman, eso “no es importante”), demandas que se supone “no se oponen a la globalización” (¡porque quizás eso también sea insignificante!), y que además son presentadas ya desde un principio como fuera de los límites del concepto de democracia (acusada de “occidental”), son claramente reaccionarias y sirven completamente los intereses del capital dominante. Al mismo tiempo, éste último está al tanto de la situación y apoya tales demandas, incluso cuando los medios de comunicación se dedican a utilizar su contenido bárbaro para denunciar a pueblos que son víctimas del sistema mediante la utilización y manipulación de dichos movimientos.

La alternativa humanista al apartheid a escala global no puede apoyarse sobre un sentimiento de nostalgia que mire hacia el pasado: tampoco puede basarse en la afirmación de una diversidad heredada del pasado. Esto no será efectivo, a menos que se produzca dentro de un marco orientado resultamente hacia el futuro. Lo cual conlleva ir más allá de la globalización capitalista truncada y polarizadora, construir una nueva globalización post-capitalista basa en la igualdad real entre los pueblos, comunidades, Estados, e individuos.

Las diversidades heredadas crean problemas porque existen. Al concentrarnos en ellas, perdemos de vista otras formas de diversidad que son acaso más interesantes, aquellas que el futuro generará con su propio movimiento. El concepto asociado a tal diversidad procede de la misma noción emancipatoria de la democracia y la modernidad perpetuamente incompleta que la acompaña. Las utopías creativas alrededor de las cuales podrían cristalizar las luchas de los pueblos en pos de la igualdad y la justicia siempre encuentran su justificación en los múltiples sistemas de valores existentes. Los sistemas de análisis social – inevitable complemento de lo anterior – se inspiran en teorías sociales que son en sí mismas diversas. Las estrategias propuestas con vistas a moverse de un modo efectivo en la dirección adecuada no pueden ser monopolio exclusivo de ninguna organización. Esta diversidad de la invención futura no es sólo inevitable: es también bienvenida.

2. La alternativa al apartheid global es por lo tanto un mundo pluri-céntrico, en el cual una serie de relaciones económicas y políticas menos desiguales se organicen sistemáticamente entre regiones y países que han heredado los efectos destructivos de la polarización producida por la expansión del capitalismo, mediante un complejo conjunto de negociaciones, políticas y normas reguladoras que tengan como objetivo:

1.- Renegociar las “cuotas de mercado” y las normas de acceso al mismo. Este proyecto, por supuesto, reta a las normas de la OMC que, detrás de la palabrería de la “competencia justa” está exclusivamente preocupada por la defensa de los privilegios de los oligopolios activos a escala mundial.

2.- Renegociar los sistemas de los mercados del capital, con vistas a poner fin a la dominación ejercida por la especulación financiera y orientar las inversiones hacia actividades productivas tanto en el Norte como en el Sur.

3.- Renegociar los sistemas monetarios, con vistas a crear acuerdos y sistemas regionales que aseguren la estabilidad relativa de las tarifas de cambio, amén de la organización de su interdependencia. Este proyecto reta al FMI, al “estándar dólar”, y al principio de las tarifas de cambio libre y fluctuante.

4.- Comenzar a establecer un sistema impositivo mundial – por ejemplo, gravando los ingresos resultantes de la explotación de los recursos naturales, y redistribuyendo estos fondos a escala global en proyectos concretos, de acuerdo con criterios preestablecidos.

5.- Desmilitarizar el planeta, empezando por la reducción de los arsenales de armas de destrucción masiva de los países más poderosos.

Este programa para la reconciliación de la globalización con las autonomías locales y regionales (que yo denomino un modelo de desvinculación apropiado a los nuevos retos), incluiría una seria revisión del concepto de “ayuda” y el tratamiento del problema de la democratización del sistema de Naciones Unidas. Ese sistema podría entonces trabajar de un modo efectivo en pos del desarme (lo cual sería posible mediante fórmulas de seguridad nacional y regional asociadas mediante una reorganización regional). Podría también dotarse a las Naciones Unidas de un “parlamento mundial” capaz de reconciliar las demandas del universalismo (derechos del individuo, de los colectivos, y de los pueblos; derechos sociales y políticos, etc.) con la diversidad de las herencias históricas y culturales [de los pueblos].

Evidentemente, no existe ninguna posibilidad de que este proyecto vaya poco a poco tomando forma hasta que dentro del Estado nación no empiecen a tomar forma fuerzas sociales y proyectos que puedan sacar adelante las reformas necesarias, lo cual es imposible dentro de los límites impuestos por el liberalismo y la globalización polarizadora. Sea una cuestión de reformas en un sector concreto, o de visiones más amplias sobre la democratización de las sociedades y su dirección política y económica, estas fases iniciales son indispensables. Sin ellas, la visión de una reorganización mundial que nos saque de la crisis y pueda hacer “despegar” nuevamente el desarrollo, seguirá siendo una completa utopía.

Este último punto nos obliga a dejar espacio a propuestas de acción inmediata, alrededor de las cuales se puedan movilizar fuerzas sociales y políticas reales: primero en el ámbito local, incluso si tienen un propósito más amplio (“globalizar la lucha”). Estoy pensando en los muchos tipos de normativas que podrían ser puestas en práctica rápidamente: económicas (por ejemplo, gravar las transferencias financieras, abolir los paraísos fiscales que son refugios de impuestos para el capital extranjero, o cancelar la deuda); ecológicas (proteger las especies, prohibir productos y métodos dañinos, poner en marcha un sistema globalizado de impuestos sobre el consumo de ciertas energías no renovables); sociales (legislación laboral, códigos de inversión, la participación de los representantes del pueblo en los cuerpos de decisión internacionales); políticas (democracias y derechos individuales), y culturales (como el rechazo a la comodificación de los bienes culturales).

Sin embargo, el programa que a medio plazo yo he propuesto no está meramente diseñado para modificar las formas de regulación del mercado para proteger al débil (clases y naciones, esto es). Su componente político es no menos importante. Las ideas principales son el desarme y la elaboración de un nuevo sistema legal internacional que gobierne a individuos, pueblos, y Estados.

Los retos y las alternativas son, por lo tanto, dos: o bien una globalización neo-liberal que en realidad conduce a un apartheid global, o una globalización policéntrica negociada sobre las bases que brevemente he descrito.

Texto presentado en la Conferencia Mundial Contra el Racismo de Durban (Sudáfrica, 28 agosto–1 septiembre 2001)

Notas:

1.- Referencia a la obra de Lenin. [Nota de CSCA.]

2.- El término hace referencia a la idea dominante entre los administradores coloniales europeos durante el siglo XIX de que las empresas coloniales emprendidas por sus respectivos países en África y Asia respondían a principios inspirados en la Ilustración, según los cuales las empresas coloniales tenían como fin esencial el de civilizar a los pueblos atrasados de las colonias. Véase la obra de Conklin, Alice L., A Mission to Civilize: The Republican Idea of Empire in France and West Africa, 1895-1930, Stanford University Press, Stanford, 1997, obra en la que la autora analiza la inspiración laica y republicana de la ideología colonial francesa expresada en la llamada “mission civilisatrice” desde finales del siglo XIX. [Nota de CSCA.]

3.- El término “padres fundadores” (en inglés, founding fathers), hace referencia a las principales figuras políticas que participaron en la constitución como país independiente de los Estados Unidos, entre los que destacan George Washington, Thomas Jefferson (autor de la Declaración de Independencia), John Adams, James Madison, o Benjamín Franklin. Históricamente se refiere también a los hacedores de la Constitución de los Estados Unidos, reunidos en la Convención de Philadelphia de 1787. En la cultura norteamericana actual, el término tiene una resonancia casi mítica, tanto para conservadores y fundamentalistas cristianos como para liberales. [Nota de CSCA.]

4.- A lo largo del texto, Samin Amín se refiere la “Era Bandung” como a la etapa de desarrollo y auge del Movimiento de No Alineados que promovieron Naser, Nehru y Tito, entre otros. [Nota de CSCA.]

5.- Países de África, el Caribe y el Pacífico que son miembros de la Convención de Lomé y que, habiendo sido antiguas colonias europeas, disfrutan de ciertas preferencias aduaneras con la UE. [Nota de CSCA.]

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