Linajes
imperiales
Sobre
Imperio, de Michael Hardt y Antonio Negri
Por
Giovanni Arrighi
1
El
libro de Michael Hardt y Antonio Negri, Empire (Imperio),[1]
es un poderoso antídoto contra la melancolía, la suspicacia y la
hostilidad que en general han caracterizado la reacción de la izquierda
radical ante el advenimiento de la llamada globalización. Aunque
denuncian sus aspectos destructivos, Hardt y Negri celebran la globalización
como el amanecer de una nueva era llena de promesas para la realización
de los deseos de los condenados de la tierra. Tal como Marx insistía en
la naturaleza progresista del capitalismo comparado con las formas de
sociedad desplazadas por él, Hardt y Negri sostienen ahora que el imperio
es un gran avance sobre el mundo de las naciones-estado y de los
imperialismos contendientes que lo precedieron.
El
imperio es la nueva lógica y estructura del mando, que ha surgido con la
globalización de los intercambios económicos y culturales. Es el poder
soberano que regula en efecto esos intercambios globales y por lo tanto
gobierna el mundo. A diferencia de los imperios de los tiempos premodernos
y modernos, el singular imperio de la época posmoderna no tiene límites/fronteras
territoriales ni centro del poder. Es un aparato de mando descentralizado
y desterritorializado que incorpora a todo el reino global.
El
establecimiento de esta nueva lógica y estructura del mando ha ido de la
mano con "la realización del mercado mundial y una auténtica
subsunción de la sociedad mundial bajo el capital". El mundo de las
naciones-estado y los imperialismos contendientes que caracterizó a los
tiempos modernos "servía a las necesidades y promovía los intereses
del capital en su fase de conquista global". Al mismo tiempo, sin
embargo, "creaba y reforzaba límites rígidos [...] que bloqueaban
el libre flujo del capital, el trabajo y las mercancías, con lo que
necesariamente impedían la plena realización del mercado mundial"
(p. 332). Al realizarse el capital en el mercado mundial, "tiende a
un espacio liso definido por flujos descodificados, flexibilidad, modulación
continua y una igualación tendencial" (p. 327).
La
idea del imperio como un "espacio liso" es un tema central del
libro. El alisamiento no sólo afecta la división del mundo en
naciones-estados y sus imperios, al unir y mezclar los distintos colores
nacionales "en el arcoíris imperial global", sino que, cosa
importantísima, afecta a su división en el primer, segundo y tercer
mundo, norte y sur, núcleo y periferia. Si bien el segundo mundo ha
desaparecido, el tercer mundo "entra en el primero, se establece en
el corazón como gueto, villa-miseria, favela". El primer mundo, a su
vez, "es transferido al tercero bajo la forma de bolsas de valores y
bancos, corporaciones transnacionales y gélidos rascacielos del dinero y
el mando". Como resultado, "centro y periferia, norte y sur ya
no definen un orden internacional, sino que se han acercado uno al
otro" (pp. XIII, 253-54 y 334-37).
Como
en la mayoría de las interpretaciones de la globalización, Hardt y Negri
sitúan sus orígenes en el nuevo poder que la computadora y la revolución
informática han puesto en manos del capital. Al hacer posible
"vincular en tiempo real a los diferentes grupos de la fuerza de
trabajo en todo el mundo", la revolución permitió al capital
"debilitar las resistencias estructurales de la fuerza de
trabajo" e "imponer tanto la flexibilidad temporal como la
movilidad espacial". El capital especulativo y financiero fortalecen
la tendencial al acudir "allí donde el precio de la mano de obra es
menor y donde la fuerza administrativa para garantizar la explotación es
mayor". Como resultado, "los países que aún mantienen las
rigideces de la fuerza de trabajo y se oponen a su plena flexibilidad y
movilidad son castigados, atormentados y finalmente destruidos" (pp.
337-38).
En
contraste, sin embargo, con la mayoría de las interpretaciones de la
globalización, Hardt y Negri no conciben las fuerzas de trabajo como
simples receptoras -más o menos renuentes- de las tendencias del capital.
Por una parte, las luchas proletarias "causaron directamente" la
crisis capitalista de fines de los sesenta y principios de los setenta y,
con ello, "forzaron al capital a modificar sus propias estructuras y
a sufrir un cambio de paradigma" (p. 261):
“Si
la guerra de Vietnam no hubiera tenido lugar, si no hubiera habido
revueltas obreras y estudiantiles en los años sesenta, si no hubiera
habido 1968 ni la segunda ola de los movimientos de las mujeres, si no
hubiera habido toda la serie de luchas antiimperialistas, el capital se
hubiera contentado con mantener su propio ordenamiento del poder [...]. Se
hubiera contentado por varias buenas razones: porque los límites
naturales del desarrollo le servían bien; porque estaba amenazado por el
desarrollo del trabajo inmaterial; porque sabía que la movilidad
transversal y la hibridación de la fuerza de trabajo mundial abría el
potencial de nuevas crisis y conflictos de clase en un nivel nunca antes
experimentado. La reestructuración de la producción [...] se vio
anticipada por el surgimiento de una nueva subjetividad [...], fue
impulsada desde abajo, por un proletariado cuya composición ya había
cambiado.” (pp. 275-76).
Por
otra parte, este nuevo proletariado -o "multitud", como lo
llaman Hardt y Negri- aprovechó prontamente las nuevas oportunidades de
liberación y adquisición de poder creadas por la globalización. A este
respecto, la práctica clave ha sido la migración:
“La
resistencia de la multitud a su encadenamiento -su lucha contra la
esclavitud de pertenecer a una nación, una identidad y un pueblo, y por
tanto su deserción de la soberanía y de los límites que ésta le pone a
la subjetividad- es enteramente positiva [...]. Los verdaderos héroes de
la liberación del actual tercer mundo pueden haber sido en realidad los
emigrantes y los flujos de población que han destruido las viejas y las
nuevas fronteras (pp. 361-63)”.
La
multitud es, pues, a la vez protagonista y beneficiaria de la destrucción
de las fronteras que marca el advenimiento del imperio.
Además,
la propia globalización de las redes de producción y control del capital
otorga poder a todos y cada uno de los puntos en rebeldía. Las
articulaciones horizontales entre las luchas -y, por tanto, la mediación
de líderes, sindicatos y partidos- ya no son necesarias. "Con sólo
enfocar sus propios poderes, concentrar sus energías en una espiral tensa
y compacta [...] las luchas golpean directamente las articulaciones más
altas del orden imperial" (pp. 56-59).
Como
Hardt y Negri reconocen, esta doble adquisición de poder por parte de la
multitud bajo el imperio deja abierta la cuestión fundamental de qué
tipo de programa político permitiría a la multitud cruzar y romper las
barreras a su deseo de liberación que las iniciativas imperiales
restablecen continuamente. Todo lo que pueden decir por el momento es que
la ciudadanía global (Papiers pour tous!) es un primer elemento de
ese programa, seguida por un segundo elemento: un sueldo social y un
ingreso garantizado para todos los individuos. "Una vez que la
ciudadanía [global] haya alcanzado a todos, podríamos llamar a ese
ingreso garantizado un ingreso de ciudadanía, que le es debido a cada
persona como miembro de la sociedad [mundial]" (pp. 399-403).
Ésta
es probablemente la imagen más optimista de la naturaleza y las
consecuencias de la globalización que haya propuesto hasta ahora la
izquierda radical. Me parece encomiable que los autores tengan el propósito
de deshacerse de cualquier nostalgia por las estructuras de poder propias
de una época anterior del desarrollo capitalista. Y también su intento
de mostrar que la nueva lógica y estructura del mando en el mundo es
tanto una respuesta a las luchas anteriores de los explotados y oprimidos
como un terreno más favorable que las estructuras previas para las luchas
actuales contra nuevas formas de explotación y opresión. Sin embargo la
forma en que Hardt y Negri persiguen estos encomiables propósitos
presenta graves problemas.
La
mayoría de estos problemas derivan de que Hardt y Negri confían
excesivamente en metáforas y teorías, y sistemáticamente eluden los
datos empíricos. Aunque sin duda la erudición desplegada a todo lo largo
del libro seducirá a muchos lectores, los más escépticos rechazarán
las afirmaciones que no tienen fundamento en datos empíricos o, peor aún,
que son de una falsedad fácil de probar a partir de datos ampliamente
accesibles. Me limitaré a señalar dos ejemplos cruciales, uno relativo a
la supuesta "lisura" del espacio del imperio, y el otro sobre la
forma en que la actual movilidad del trabajo y del capital iguala las
condiciones de producción y reproducción en todo ese espacio.
Es
difícil cuestionar que la desaparición del segundo mundo ha vuelto anacrónico
hablar de un primer y un tercer mundo. También hay abundantes pruebas de
que los signos de modernidad asociados a la riqueza del primer mundo
original (los "gélidos rascacielos del dinero y el mando" de
que hablan Hardt y Negri) han proliferado en lo que era el tercer mundo, y
también puede ser cierto que los signos de la marginación asociados a la
pobreza del tercer mundo son más visibles ahora en lo que era el primer
mundo que hace veinte o treinta años. Sin embargo, no se sigue de esto
que la distancia entre la pobreza del viejo tercer mundo (o sur) y la
riqueza del viejo primer mundo (o norte) haya disminuido de manera
significativa. En realidad, todos los datos disponibles demuestran una
extraordinaria persistencia de la brecha entre los ingresos del norte y el
sur, medidos como producto nacional bruto per cápita. Baste mencionar que
en 1999 el ingreso per cápita promedio en los países del viejo
"tercer mundo" era sólo 4.6% del ingreso per cápita de los países
del viejo "primer mundo", es decir, casi exactamente lo que era
en 1960 (4.5%) y en 1980 (4.3%). De hecho, si excluimos a China de nuestro
cálculo, el porcentaje muestra un descenso constante de 6.4 en 1960, a
6.0 en 1980 y 5.5 en 1999 (calculado a partir de World Bank 1984 y 2001).
Así
pues, es falso que esté en marcha actualmente una cancelación de la
brecha entre norte y sur como afirman Hardt y Negri. También es dudosa su
apreciación de la dirección y el tamaño de los actuales flujos de
capital y trabajo. Para empezar, exageran vastamente la novedad de tales
flujos. En especial, cuando menosprecian las migraciones del siglo XIX
como "liliputienses" en comparación con las de fines del siglo
XX. En proporción, los flujos decimonónicos fueron en realidad mucho
mayores, especialmente si incluimos las migraciones dentro de y desde Asia
(Held et al., 1999, cap. 6). Además, sólo es parcialmente cierto que el
capital especulativo y financiero ha ido hacia "donde el precio de la
mano de obra es menor y donde la fuerza administrativa para garantizar la
explotación es mayor". Es decir, es verdad sólo si todos los demás
factores, de todo tipo, se mantuvieran iguales, y en especial el ingreso
nacional per cápita. Pero casi todos los demás factores (y
particularmente el ingreso nacional per cápita) no son en absoluto iguales
en las diversas regiones y jurisdicciones del mundo. Como resultado, una
parte mucho mayor de los flujos de capital ocurre entre los países ricos
(donde el precio de la mano de obra es comparativamente alto y la fuerza
administrativa para garantizar la explotación es comparativamente menor),
y en realidad es relativamente poco el capital que fluye de los países
ricos a los países pobres.
Éstos
no son los únicos entre los hechos narrados en Empire que resultan
falsos al examinarlos de cerca. Pero sí son de los más centrales para la
credibilidad, no sólo de la reconstrucción de las actuales tendencias
que hace el libro, sino también de sus conclusiones políticas. Porque el
optimismo de Hardt y Negri sobre las oportunidades que abre la globalización
para la liberación de la multitud descansa en buena medida sobre el
supuesto de que bajo el imperio el capital tiende a un doble igualamiento
de las condiciones de existencia de la multitud: igualamiento a través de
la movilidad del capital del norte al sur e igualamiento a través de la
movilidad de la mano de obra del sur hacia el norte. Si estos mecanismos
no operan -como por el momento parecen no operar-, el camino hacia la
ciudadanía global y hacia un ingreso garantizado para todos los
ciudadanos puede ser mucho más largo, más accidentado y más traicionero
de lo que a Hardt y Negri les gustaría que pensáramos.
2
Me
ocuparé de la(s) configuración(es) posible(s) de esta larga marcha,
accidentada y traicionera, respondiendo a la crítica que hacen Hardt y
Negri a mi propia versión de la evolución del capitalismo histórico al
principio y durante los tiempos modernos. Hardt y Negri me incluyen entre
los autores que "preparan [prepararon] el terreno para el análisis y
la crítica del imperio" (p. 471, n. 5). Al mismo tiempo, señalan mi
reconstrucción de los ciclos sistémicos de acumulación en The Long
Twentieth Century (El largo siglo XX) (Arrighi, 1994) como un
ejemplo de las teorías cíclicas del capitalismo que oscurecen la novedad
de las transformaciones contemporáneas ("del imperialismo al imperio
y de la nación-estado a la regulación política del mercado
global"), y oscurecen también la fuerza impulsora de esas
transformaciones (una "lucha de clases [que] al empujar a la nación-estado
hacia su abolición y al superar así las barreras que ella planteaba,
propone la constitución del imperio como sede del análisis y del
conflicto") (pp. 237-38). Más específicamente, en su opinión,
“en el contexto del argumento cíclico de Arrighi es imposible reconocer
una ruptura del sistema, un cambio de paradigma, un suceso. En cambio,
todo debe siempre volver, y la historia del capitalismo se convierte así
en el eterno retorno de lo mismo. Al final, ese análisis cíclico oculta
el motor del proceso de crisis y reestructuración [...]. Parece que la
crisis de los años setenta hubiera sido simplemente parte de los ciclos
objetivos e inevitables de la acumulación capitalista, y no el resultado
del ataque proletario y anticapitalista tanto en los países dominantes
como en los países subordinados. La acumulación de esas luchas fue el
motor de la crisis, y éstas determinaron los términos y la naturaleza de
la reestructuración capitalista [...]. Tenemos que reconocer en qué
lugar de las redes transnacionales de producción, de los circuitos del
mercado mundial y de las estructuras globales del mando capitalista existe
un potencial de ruptura y el motor de un futuro que no esté simplemente
condenado a repetir los ciclos anteriores del capitalismo”. (p. 239)
Esta
afirmación me parece curiosa por dos razones. Una es que durante treinta
años he estado proponiendo una tesis sobre la crisis de los años setenta
que en muchos aspectos se parece a lo que, según Hardt y Negri, The
Long Twentieth Century oscurece. Y la otra es que, aunque The Long
Twentieth Century en efecto construye ciclos, su argumento no es en
absoluto cíclico, ni contradice mi tesis anterior sobre la crisis de los
años setenta. Simplemente la coloca en una perspectiva histórica más
amplia. Permítaseme ocuparme de estas dos cuestiones.
En
un artículo originalmente publicado en italiano en 1972, yo señalaba
algunas diferencias cruciales entre la incipiente crisis capitalista de
los años setenta y las crisis de 1873-1896 y de los años treinta. La más
importante de esas diferencias era el papel de las luchas obreras como
precipitantes en el caso de la crisis de los setenta. Yo sostenía, además,
que esta y otras diferencias significaban que la crisis entonces
incipiente tenía menos probabilidades que las anteriores de dar por
resultado una intensificación de las rivalidades interimperialistas y una
consecuente disrupción del mercado mundial. Más bien se podía esperar
que la nueva crisis fortaleciera la unidad del mercado mundial y la
tendencia a la descentralización de la producción industrial hacia
regiones capitalistamente "menos desarrolladas" de la economía
global (Arrighi, [1972] 1978).
En
The Geometry of Imperialism (La geometría del imperialismo),
publicado seis años más tarde, yo llevaba este análisis un paso más
allá. No sólo subrayaba de nuevo que el tipo de integración económica
mundial mediante la inversión directa que se había desarrollado bajo la
hegemonía estadounidense era menos susceptible de quebrarse en un estado
generalizado de guerra entre potencias capitalistas que el tipo de
integración económica mundial mediante flujos mercantiles y financieros
típico de la hegemonía británica del siglo XIX. Además, señalaba que
las luchas de los trabajadores consolidaban esas nuevas formas de
integración económica mundial, y sugería que con el tiempo se podía
esperar que esa consolidación debilitara a las naciones-estado como forma
primaria de organización política del capitalismo mundial (Arrighi,
[1978] 1983, pp. 146-48). Se seguía de este argumento que precisamente
las teorías del "imperialismo" que mejor habían servido para
predecir tendencias en la primera mitad del siglo XX (en especial Hobson,
[1902] 1938; Hilferding, [1910] 1981, y Lenin, [1916] 1952) se habían
vuelto irredimiblemente obsoletas. Y se habían vuelto obsoletas por la
sencilla razón de que el capitalismo mundial instituido bajo la hegemonía
estadounidense ya no generaba la tendencia a la guerra entre potencias
capitalistas que constituía su explanandum específico. En la
medida en que el sistema de naciones-estado en efecto estaba dejando de
ser la forma primaria de organización política del capitalismo mundial,
la obsolescencia de esas teorías se volvería permanente (Arrighi, [1978]
1983, pp. 149-73).
Doce
años más tarde (Arrighi, 1990), refundí estos argumentos en una versión
del "largo" siglo XX que se enfocaba en el ascenso del
movimiento obrero mundial a fines del siglo XIX, la bifurcación del
movimiento en la trayectoria socialdemócrata y la trayectoria marxista a
principios del siglo XX, la forma en que las luchas obreras en ambas
trayectorias habían provocado una reorganización "reformista"
fundamental del capitalismo mundial bajo la hegemonía estadounidense al
final de la segunda guerra mundial, y la crisis que ambos tipos de
movimientos enfrentaron en los años ochenta como consecuencia no deseada
de sus anteriores éxitos. Como ocurre en el parecido relato que hacen
Hardt y Negri, yo diagnosticaba esta crisis -incluyendo y en especial la
crisis del marxismo tal como fue instituido en la primera mitad del siglo
XX- como un desarrollo positivo, más que negativo, para el futuro del
proletariado mundial. Mientras el marxismo se había desarrollado históricamente
en una dirección antitética a la prevista y defendida por Marx, decía
yo, las transformaciones del capitalismo mundial -y sobre todo el grado
sin precedentes de integración del mercado mundial- volvían más y no
menos relevantes las predicciones y prescripciones de Marx para el
presente y el futuro del movimiento obrero mundial.
A
partir de premisas diferentes y mediante una línea de argumentación
distinta, yo llegaba así a conclusiones muy similares a una de las tesis
centrales de Imperio. A diferencia de Hardt y Negri, sin embargo,
yo matizaba esas conclusiones advirtiendo que no convenía confiar
excesivamente en el plan marxiano de las cosas:
“Porque
en un aspecto importante el plan marxiano mismo sigue teniendo graves
deficiencias -a saber, en la forma en que se ocupa del papel que desempeñan
la edad, el sexo, la raza, la nacionalidad, la religión y otras
especificidades naturales e históricas en la formación de la identidad
social del proletariado mundial [...] sin duda, la carrera de reducción
de costos [de los setenta y ochenta] ha proporcionado claras pruebas en
apoyo de la observación [de Marx] de que para el capital todos los
miembros del proletariado son instrumentos de trabajo, más o menos
costosos según su edad, sexo, color, nacionalidad, religión, etcétera.
Sin embargo, también ha mostrado que de esa predisposición del capital
no se puede inferir, como hace Marx, una predisposición de la mano de
obra a renunciar a sus diferencias naturales e históricas como medios
para afirmar, individual y colectivamente, una identidad social
distintiva. Siempre que se han enfrentado a dicha predisposición del
capital a tratar a la mano de obra como una masa indiferenciada, sin más
individualidad que una capacidad diversa para aumentar el valor del
capital, los proletarios se han rebelado. Casi invariablemente, han echado
mano de o creado desde cero cualquier combinación de rasgos distintivos
(edad, sexo, color y variadas especificidades geohistóricas) para
imponerle al capital algún tipo de tratamiento especial. Como
consecuencia, el patriarcado, el racismo y el chovinismo han sido parte
integrante de la formación del movimiento obrero mundial en sus dos
trayectorias, y sobreviven de una forma u otra en la mayoría de las
ideologías y organizaciones proletarias.” (Arrighi, 1990, p. 63;
subrayado original).
Ya
antes de terminar The Long Twentieth Century, yo estaba mucho menos
optimista que Hardt y Negri ante la posibilidad de que, bajo la nueva
integración del mercado mundial, la "salida" proletaria
(migraciones sur-norte) y la "voz" proletaria (luchas contra la
explotación, la exclusión y la opresión) promovieran una mayor
solidaridad, igualdad y democracia por sobre las divisiones nacionales,
civilizatorias, raciales y de género. En mi opinión los años noventa
proporcionaron abundantes pruebas tanto contra la concepción idealizada e
idealista de la multitud que proponen Hardt y Negri en Empire, como
a favor de mi anterior advertencia de que la intensificación de la
competencia en el mercado mundial -incluida y sobre todo su intensificación
a través de la migración de la mano de obra- podía muy bien fortalecer
la disposición patriarcal, racista y chovinista del proletariado mundial.
Ésa es la primera razón importante por la que en mi opinión podemos
esperar que el camino a la ciudadanía global y a un ingreso garantizado
para todos los ciudadanos será mucho más largo, accidentado y
traicionero de lo que creen Hardt y Negri.
Otras
razones igualmente importantes tienen que ver con la visión idealizada e
idealista que tienen Hardt y Negri no sólo de la multitud, sino también
del capital y del imperio. En este sentido se vuelve relevante la forma
errónea en que interpretan la reconstrucción que yo hacía de los ciclos
sistémicos de acumulación. Porque esa reconstrucción no impide
reconocer las rupturas sistémicas y los cambios de paradigma, ni describe
la historia del capitalismo como el eterno retorno de lo mismo, ni oculta
el motor del proceso de crisis y reestructuración, como afirman Hardt y
Negri. En realidad, hace exactamente lo contrario al mostrar que, en la
historia mundial, las rupturas sistémicas y los cambios de paradigma se
producen precisamente cuando lo "mismo" (bajo la forma de
recurrentes expansiones de todo el sistema) parece retornar (y en un
sentido en efecto retorna). Además, al comparar los periodos sucesivos de
retorno/ruptura, esa reconstrucción muestra cómo ha cambiado el motor de
la crisis y reestructuración (así como el agente de la expansión
capitalista) a lo largo del tiempo, de modo que la actual crisis es
novedosa en varios aspectos claves.
Más
específicamente, la reconstrucción de los ciclos sistémicos de
acumulación sirve a un doble propósito. Primero, para identificar los
rasgos distintivos del capitalismo mundial como un sistema social histórico
(por oposición a ideo-típico). Y segundo, para identificar qué es
verdaderamente nuevo en la actual situación del capitalismo mundial a la
luz de toda su historia, por oposición a lo que puede parecer nuevo a la
luz de alguna visión temporal o espacialmente parcial de esa historia. Me
parece que esas dos precisiones son esenciales si queremos reconocer con
bases históricas -para parafrasear el pasaje de Hardt y Negri antes
citado- dónde está, en las estructuras globales del mando capitalista,
el potencial para la ruptura y el motor de un futuro que no esté
simplemente condenado a repetir los anteriores ciclos del capitalismo. Ese
reconocimiento históricamente fundado no contradice tanto (aunque en
parte sí lo hace) como añade nuevas dimensiones importantes a mi
anterior apreciación de las nuevas condiciones del mando mundial y a la
que hacen Hardt y Negri. Permítaseme mencionar brevemente las más
importantes entre esas nuevas dimensiones.
Primero,
aunque confirma que es plausible sostener que hoy día está en proceso de
formación un estado mundial (que no tengo objeción en denominar
"imperio"), mi reconstrucción de los ciclos sistémicos de
acumulación le añade tanto una escala temporal como un elemento de
incertidumbre a la actual transición de una fase de la historia mundial
basada en estados nacionales a una fase posible, pero en modo alguno
segura, de mundo-estado. Como muestran The Long Twentieth Century y
los trabajos subsecuentes sobre las transiciones hegemónicas, el
capitalismo mundial se hallaba originalmente imbricado en un sistema de
ciudades-estado, y la transición de la fase ciudad-estado a la fase nación-estado
del capitalismo se prolongó varios siglos. Durante por lo menos dos
siglos de esa transición, las ciudades-estado (notablemente Venecia) o
las diásporas mercantiles originadas en las ciudades-estado (notablemente
la genovesa) siguieron siendo las protagonistas de la dinámica
capitalista, mientras que el agente principal de la transición misma era
un estado (las Provincias Unidas) que combinaba rasgos de las declinantes
ciudades-estado y de las naciones-estado en ascenso (Arrighi, 1994, pp.
11, 36-47 y 82-158; Arrighi y Silver et al., 2001, pp. 37-58). Aunque
también notamos cierta aceleración en el ritmo de las transformaciones
del sistema mundo, la experiencia parece sugerir que la actual transición
del mando mundial de la fase nación-estado a la fase mundo-estado tomará
por lo menos un siglo. También sugiere que por lo menos algunos estados
nacionales o formas híbridas de nación-estado y mundo-estado pueden ser
los protagonistas de la transición.
Segundo,
gran parte de la incertidumbre que rodea las transformaciones actuales
deriva del hecho de que los periodos de expansión financiera y transición
hegemónica del pasado han sido momentos de inestabilidad creciente y de
involuntaria autodestrucción capitalista. Aunque no es probable que se
presente uno de los factores que en el pasado tuvieron importancia en esa
inestabilidad y autodestrucción (las guerras interimperialistas), el
intento de la potencia hegemónica hoy día en decadencia (Estados Unidos)
por imponer al mundo su dominio explotador puede muy bien llegar a ser una
fuente de inestabilidad y autodestrucción tan grave como lo fueron
esfuerzos similares por parte de sus predecesores (Arrighi y Silver, 2001,
pp. 976-79 y 982-83). Así, parafraseando a Joseph Schumpeter (1954, p.
163), The Long Twentieth Century concluía que, “antes de que la
humanidad se asfixie (o se deleite) en el calabozo (o en el paraíso) de
un imperio mundial poscapitalista o de una sociedad mundial de mercado
poscapitalista, puede muy bien arder en los horrores (o la gloria) de la
violenta escalada que ha acompañado la liquidación del orden mundial de
la guerra fría”. (Arrighi, 1994, p. 356).
Tercero,
una comparación entre la transición actual y las del pasado confirma en
efecto la influencia históricamente novedosa que han tenido las luchas
proletarias y anticapitalistas, tanto en los países dominantes como en
los países subordinados, en el desencadenamiento de la crisis de los años
setenta. De hecho, es muy real que la actual expansión financiera (a
diferencia de similares expansiones del pasado) ha servido ante todo
-parafraseando a Immanuel Wallerstein (1995, p. 25)- como instrumento para
contener las demandas combinadas de los pueblos del mundo no occidental
(demanda de relativamente poco por persona, pero para mucha gente) y de
las clases trabajadoras occidentales (para relativamente poca gente, pero
de mucho por persona). Al mismo tiempo, sin embargo, la expansión
financiera y la reestructuración de la economía política global
asociada a esa expansión han logrado desorganizar en medida considerable
a las fuerzas sociales que fueron portadoras de esas demandas en los
movimientos de finales de los sesenta y la década de los setenta.
Fundamental en ese éxito ha sido la reproducción de la brecha de
ingresos norte-sur que, como señalo antes, es tan grande hoy día como
hace veinte o cuarenta años. Es difícil creer que esa brecha enorme y
persistente no continuará desempeñando un papel decisivo, no sólo en
las identidades y disposiciones del proletariado del norte y del sur, sino
también en los procesos de formación del mundo-estado. Como mostró de
manera ejemplar la implosión de la reunión de la Organización Mundial
de Comercio en Seattle, la incipiente lucha por la orientación social del
mundo-estado es tanto una lucha entre norte y sur como una lucha entre
capital y trabajo. En realidad, dado que los poseedores del capital siguen
estando concentrados de manera aplastante en el norte mientras que la
vasta y creciente mayoría del proletariado mundial se concentra en el
sur, las dos luchas son en buena medida dos lados de la misma moneda (Silver
y Arrighi, 2001; Silver en preparación).
Finalmente,
aunque la brecha general norte-sur ha permanecido notablemente estable,
durante los últimos cuarenta años ha habido una importante reubicación
de las actividades manufactureras y de la proporción del mercado mundial
de América del Norte y Europa occidental hacia el oriente de Asia. Así,
entre 1960 y 1999, la parte del valor agregado que correspondía al
oriente de Asia (una buena medida de la parte del mercado mundial
controlada por los residentes de la región) aumentó de 13% a 25.9%,
mientras que la parte que correspondía a América del Norte disminuyó de
35.2% a 29.8% y la parte de Europa occidental bajó de 40.5% a 32.3%.
Todavía más significativo fue el cambio que se observó en el valor
agregado de la manufactura, donde la parte del oriente de Asia aumentó en
el mismo periodo de 16.4% a 35.2%, contra un descenso de la parte
correspondiente a América del Norte de 42.2% a 29.9% y de la parte de
Europa occidental de 32.4% a 23.4% (todos los porcentajes, calculados a
partir de World Bank, 1984 y 2001). Es poco plausible que unos cambios de
este orden no afecten la constitución del imperio, particularmente si
consideramos que el oriente de Asia tiene una historia de formación del
estado y del mercado mucho más larga que Europa y América del Norte (Arrighi
y Silver, 2001, cap. 4). Y sin embargo, Hardt y Negri se centran
exclusivamente en los linajes euroamericanos del imperio y ni siquiera
contemplan la posibilidad de su hibridación con linajes asiáticos.
En
resumen, el imperio puede en efecto estar en construcción, pero si es así,
puede pasar un siglo o más antes de que la humanidad sepa si su
constitución ha triunfado o fracasado y, en caso de que haya triunfado,
cuáles serán sus contenidos sociales y culturales. Entre tanto, todo lo
que podemos desear es que las clases dominantes de aquellos centros de la
economía global que están en decadencia y en ascenso desplieguen en sus
acciones una inteligencia mayor que hasta ahora; que las luchas
proletarias acaben con sus tentaciones patriarcales, racistas y
chovinistas, y que los activistas e intelectuales de buena voluntad logren
comprender mejor de dónde viene el imperio y adónde puede o no puede ir.
Revista
Chiapas
Nº 14 – 2002 — Traducción de Paloma Villegas
Notas:
[1] Michael Hardt y Antonio Negri,
Empire, Harvard University Press, Cambridge, Massachusetts, y Londres,
2000. Esta reseña aparecerá en Historical Materialism.
Bibliografía
Arrighi,
Giovanni, "Towards a Theory of Capitalist Crisis", New Left
Review, n. 111, [1972] 1978, pp. 3-24.
---,
The Geometry of Imperialism. The Limits of Hobson’s Paradigm, 2ª
ed., Verso, Londres, [1978] 1983.
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