Arde Bagdad
Por Alejandro Nadal desde Bagdad
La Jornada, 22/07/04
A 52 grados centígrados, Bagdad es
un horno. Pero eso no se compara con el infierno que viven las fuerzas
de esta ocupación ilegal. Los soldados de Estados Unidos muertos en
esa guerra inútil probablemente rebasarán los 900 para cuando estas
líneas sean publicadas. Los heridos suman más de 5 mil 200, y más
de la mitad de ellos no ha regresado al teatro de operaciones, lo que
indica que sufrieron heridas graves, con vastas implicaciones en el
costo y la logística militar.
Cuando lleguen las elecciones
presidenciales en Estados Unidos, el número de bajas rebasará las
mil pero eso es sólo una parte del problema para los dirigentes en
Washington. La aventura en Irak es un carrusel de infortunios. Comenzó
con la historia de las armas de destrucción masiva, el pretexto clave
para la invasión. Siempre se supo que no había un programa iraquí
creíble para desarrollar armas de destrucción masiva, y el grupo de
inspectores de Naciones Unidas, encabezado por Hans Blix, fue bastante
claro sobre este punto. Sin embargo, el Comité de inteligencia del
Senado de Estados Unidos acaba de publicar en su informe que los
servicios de inteligencia "pudieron haberse equivocado en sus
informes sobre el programa de armas de destrucción masiva de Saddam
Hussein".
El cinismo de la declaración,
cuando todos sabían que ese programa era, para fines prácticos,
inexistente, es un escándalo. El único misterio aquí es saber a quién
se quiere engañar.
Por el lado iraquí, la estimación
más confiable del número de civiles muertos desde que comenzó la
guerra supera los 13 mil 118. Eso no importa en los medios
estadunidenses, pero es la variable más relevante para el pueblo de
Irak. Por eso el resentimiento contra Estados Unidos y las fuerzas de
ocupación es tan intenso. No es sorpresa entonces que el procónsul
Paul Bremer hubiera escogido una vergonzosa ceremonia clandestina para
la "devolución de soberanía".
Pero así los estadunidenses
negaron a los iraquíes que colaboraron con la ocupación el gusto de
participar en una ceremonia abierta para izar la bandera de Irak. Por
cierto, ¿cuál bandera fue izada, la "nueva" o la utilizada
en los tiempos de Saddam? No importa: a dos días de la fecha
anunciada, en secreto y a toda prisa se llevó a cabo la transmisión
de poderes a los nuevos títeres. Al recordar las desgracias de los muñecos
puestos en el poder en Saigón hace tres décadas, deben estar haciéndose
preguntas sobre lo que les depara el destino. ¿El nefasto Negroponte
les inspirará algo de seguridad?
La democracia en Irak se convirtió
en el segundo señuelo importante después del fiasco de las armas de
destrucción masiva. El aniquilamiento del partido Baaz del depuesto
Saddam Hussein era una prioridad para el nuevo régimen. Pero tanto en
Fallujah como en otras ciudades de Irak, las fuerzas de ocupación se
vieron obligadas a restituir en el poder a los viejos funcionarios del
odiado partido oficial. Hasta los restos del viejo ejército de Saddam
Hussein y sus guardias republicanas resucitaron para guardar una
semblanza de orden en Fallujah y otras ciudades. Parece que la
doctrina Bremer era la de un pasito para adelante, dos para atrás.
Los ocupantes se imaginan que su
democracia de partidos corruptos es la única que existe en el
planeta. Y para imponer esta democracia a la Bush-Blair-Berlusconi
deben lograr primero la pacificación del territorio de Irak. Y esa
meta se anuncia difícil. Hace unos días el clérigo sunnita Akram
Ubayed Furaih hizo un llamado para declarar una guerra santa en contra
de las tropas invasoras, amenazando a los estadunidenses con convertir
a Ramadi, una ciudad a cien kilómetros de Bagdad, en su tumba.
Definitivamente la democracia se predica mejor con el ejemplo que con
la guerra.
El símbolo de los prisioneros
iraquíes torturados en Abu Ghraib ha marcado de manera indeleble el
significado profundo de la presencia de Estados Unidos en Irak. Los
llamados de los clérigos chiítas y sunitas a resistir la ocupación
y a exigir la salida de las tropas estadunidenses de Irak son
minimizados por las autoridades en Washington, pero sobre el terreno
ardiente constituyen una fuerza que da ánimos a la resistencia
armada. Esta semana los llamados se repitieron en Um Qasr y en Samarra,
lo que no presagia nada bueno para los ocupantes anglo-sajones. Los
muertos estadunidenses en julio superan las muertes en junio,
disipando cualquier idea sobre la estabilización de la situación.
San Agustín definió a la guerra
como un proceso en el que los ocupantes imponen un orden y después lo
llaman paz. No podía haber mejor ejemplo que Irak para ilustrar la
sabiduría antigua. Pero el orden impuesto no va a durar mucho y
amenaza con socavar las bases mismas de la sociedad que ordenó la
ocupación. El costo total estimado de la guerra en Irak ya rebasa los
122 mil millones de dólares, y la cifra seguirá aumentando. Esa
cicatriz financiera no va a desaparecer fácilmente y tendrá
repercusiones profundas en la economía de Estados Unidos por muchos años.
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