Tan invadido como antes
Por Luis Méndez Asensio (*)
AIS, 08/07/04
La puesta en escena no ha podido
ser más eficaz. Estados Unidos consiguió transmitir a buena parte
del mundo, incluido desde luego su auditorio, la sensación de que los
iraquíes han recuperado su soberanía a pesar de que algunos poderes
esenciales seguirá ejerciéndolos en exclusiva la potencia ocupante.
Las tropas estadounidenses se encargarán de vigilar y mantener la
seguridad en todo el país, por encima de las autoridades autóctonas,
y la gestión de los recursos energéticos, principal fuente de
ingresos de Irak, continuará a cargo de las trasnacionales con sede
en Washington y sus múltiples valedores políticos.
La Autoridad Provisional designada por
Washington para manejar las riendas de Irak tras el derrocamiento del
régimen de Sadam Husein en mayo de 2003, entregó un bastón de
mando, más reluciente que auténtico, al Gobierno interino dirigido
por el primer ministro Iyad Allawi, incondicional de los
estadounidenses y notable del chiísmo, que es la corriente musulmana
mayoritaria en este país árabe aun cuando haya sido relegada durante
las últimas décadas por un Estado que, sobre todo, alardeó de su
condición laica en una zona plagada de mezquitas.
El puesto de Presidente de la República,
fundamentalmente honorífico, ha recaído sobre el jefe de una gran
tribu sunita, Ghazi al Yawar, mientras que las dos vicepresidencias
serán detentadas por dos jefes religiosos, uno de ellos chiíta y
otro kurdo, como representante este último de una de las minorías étnicas
más oprimidas en esos pagos. El Gobierno de transición, según reseñan
los titulares, ha sido consecuencia de intensas negociaciones entre el
procónsul Paul Bremer, las distintas facciones iraquíes y el
representante de Naciones Unidas. Pero obviamente, fue una negociación
desnivelada en origen, desde el momento en que Estados Unidos descartó
cualquier acuerdo entre iguales al establecer como inamovibles sus
competencias en materia de seguridad y administración petrolera con
tal de que su ascendiente permaneciera intocable una vez se hubiera
realizado la transacción. Naciones Unidas, tras la resistencia de
algunos miembros de su Consejo de Seguridad a convalidar la invasión,
legitimó finalmente a Estados Unidos con una resolución (1546) que
transforma de un plumazo a la potencia ocupante en fuerza
multinacional, concediendo a ésta la última palabra en todo lo
relativo a “las operaciones ofensivas de naturaleza delicada” y
otorgando al gobierno interino las facultades necesarias para el
desarrollo de las fuerzas de seguridad iraquíes. Así las cosas, y
convenientemente apartado de las grandes ligas, el equipo de Alawi
tendrá como misión preparar al país para las elecciones que se
celebrarán previsiblemente en enero del año que viene, además de
encargarse de la desmovilización o reabsorción de los más de cien
mil milicianos de todas las tendencias que sobreviven en Irak.
Que tras el publicitado traspaso de
poderes sólo haya salido del país árabe un individuo (Bremer),
mientras permanecen allí 130 mil soldados estadounidenses y varios
cientos de asesores de esta misma nacionalidad, expresa a las claras
que hemos asistido a una devolución de soberanía mucho más
efectista que efectiva. El nombramiento de John Negroponte como
embajador de Estados Unidos en Irak, y su perfil de halcón consumado
en los últimos años de la Guerra Fría, refuerza la tesis de que
Washington se halla dispuesto a mantener el control en esa nación
después de hacer unas cuantas concesiones de cara a la galería. Por
supuesto, las elecciones que tendrán lugar en noviembre en Estados
Unidos, en las que George W. Bush se juega su reelección, han pesado
sobremanera en este cambio de decorado con el que Washington pretende
también perder visibilidad o, lo que es lo mismo, sustraerse en la
medida de lo posible al implacable rastreo mediático al que está
siendo sometido por los estropicios de una guerra mucho más costosa
de lo que imaginaban sus mejores adivinos.
(*) Periodista y escritor
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