Irak resiste

 

Bagdad Año Cero

El pillaje de Irak tras una utopía neoconservadora

Por Naomi Klein (*)
Harper's Magazine,
septiembre 2004
Traducción de Julio Fernández Baraibar, Nac&Pop, 11/09/04

Fue solamente después de haber estado en Bagdad durante un mes que encontré lo que estaba buscando. Había viajado a Iraq un año después que comenzase la guerra, en el momento más alto de lo que debería haber sido un boom de la industria de la construcción, pero después de semanas de búsqueda no he visto una sola maquinaria pesada fuera de tanques y humvees. Luego lo vi: una grúa para la construcción. Era grande, amarilla e impresionante y cuando la entreví a la vuelta de una esquina en un atareado distrito comercial pensé que finalmente iba a ser testigo de la reconstrucción sobre la que tanto había oído hablar. Pero mientras me acercaba me di cuenta que la grúa no estaba verdaderamente reconstruyendo nada, ninguno de los bombardeados edificios públicos que aún yacen en ruinas por toda la ciudad, ni tampoco ninguna de las muchas líneas de alta tensión que continúan en retorcidas pilas incluso cuando el calor del verano comenzaba derretirlas. No, la grúa estaba izando un gigantesco cartel publicitario de un edificio de tres pisos: Sunbula: Miel 100% Natural, made in Saudi Arabia”.

Viendo el cartel, no pude sino pensar en algo que el senador John Mc Cain había dicho en octubre pasado. Iraq, dijo, es “un grandioso pote de miel que atrae a millones de moscas”. Las moscas a las cuales McCain se estaba refiriendo eran los Halliburton y Bechtel., así como los aventurados capitalistas que afluían a Irak en la senda abierta por los vehículos Bradley Fighting y las bombas guiadas por láser. La miel que los atraía no eran sólo los contratos sin licitación y la afamada riqueza petrolera de Irak sino la miríada de oportunidades de inversión ofrecidas por un país que había sido abierto después de década de haber estado sellado, primero por la política económica nacionalista de Saddam Hussein, luego por las asfixiantes sanciones de las Naciones Unidas.

Mirando el cartel de miel, recordé la más común de las explicaciones sobre lo que había ido mal en Iraq, una protesta repetida por todos desde John Kerry a Pat Buchanan: Irak sufre sangre y privaciones porque George W. Bus no tiene un plan de post guerra.

El único problema con esta teoría es que no es verdad. La Administración Bush tiene, en verdad, un plan para qué hacer después de la guerra; para decirlo simplemente, se trata de poner tanta miel como sea posible y luego sentarse y esperar que vengan las moscas.

La teoría de la miel de la reconstrucción iraquí deriva de la más apreciada creencia de los arquitectos ideológicos de la guerra: que la codicia es buena. No buena sólo para ellos y sus amigos sino buena para la humanidad, y ciertamente buena para los iraquíes. La codicia crea ganancias, las cuales crean crecimiento, el cual crea trabajos, productos y servicios y cualquier otra cosa que alguien pudiera posiblemente necesitar o querer. El papel de un buen gobierno, entonces, es crear las condiciones óptimas para que las corporaciones prosigan su codicia sin fondo, de modo que, a su turno, puedan satisfacer las necesidades de la sociedad.

El problema es que los gobiernos, aun los gobiernos neoconservadores, raramente tienen la oportunidad de probar lo correcto de su sagrada teoría: a pesar de sus enormes esfuerzos ideológicos, aun los republicanos de George Bush son, en sus propias cabezas, eternamente saboteados por entrometidos demócratas, obstinados sindicatos y alarmados ambientalistas.

Irak iba a cambiar todo esto. En un lugar de la tierra, la teoría finalmente sería puesta en práctica en su más perfecta e incomprometida forma. Un país de 25 millones no sería reconstruido como era antes de la guerra; sería borrado, desaparecido. En su lugar aparecería una deslumbrante sala de exposiciones para las políticas del laissez-faire, una utopía como el mundo jamás había visto. Cada medida política que liberara a las corporaciones multinacionales a perseguir su búsqueda de ganancias sería puesta en marcha: un estado encogido, una fuerza de trabajo flexible, fronteras abiertas, impuestos mínimos, sin aranceles, sin restricciones a la propiedad.

El pueblo de Iraq tendría, por supuesto, que enfrentar un corto período de dolor: activos comerciales, previamente de propiedad estatal, deberían ser entregados para crear nuevas oportunidades al crecimiento y la inversión. Algunos trabajos se perderían y, como los productos extranjeros afluirían a través de las fronteras, los empresarios locales y las familias campesinas, desafortunadamente, serían incapaces de competir. Pero para los autores de este plan, esto sería un pequeño precio a pagar para el florecimiento de la economía que seguramente explotaría una vez que las condiciones apropiadas estuvieran dadas, un florecimiento tan poderoso que el país prácticamente se reconstruiría por sí mismo.

El hecho de que este florecimiento nunca haya llegado y que Irak continué temblando bajo las explosiones de muy diferente tipo nunca debería ser culpado a la ausencia de un plan. Más bien, la culpa surge con el plan en sí, y la extraordinariamente violenta ideología sobre la cual esta basado.

Los torturadores creen que cuando son aplicados golpes eléctricos sobre varias partes del cuerpo simultáneamente, los sujetos quedan tan confusos sobre de dónde viene el dolor que son incapaces de resistencia. Un manual desclasificado de la CIA, Interrogatorio de Contrainteligencia, de 1963 describe cómo un trauma infligido a prisioneros abre –“un intervalo” -que puede ser extremadamente breve- “de animación suspendida, una especie de shock psicológico o parálisis. En este momento la fuente está mucho más abierta a la sugestión, mucho más predispuesto a cumplimentar”.

Una teoría similar se aplica en las terapias de shock económico o el “tratamiento de shock”, el horrible término usado para describir la rápida implementación de las reformas de libre mercado impuestas en Chile en el inicio del golpe del general Augusto Pinochet.

La teoría es que estos dolorosos ajustes económicos son absorbidos rápidamente en el período posterior de una crisis socia sísmica como una guerra, un golpe o un colapso gubernamental, la población queda tan atónita, tan preocupada por las presiones de la diaria supervivencia, que también entra en animación suspendida, incapaz de resistir. Como declaró el Almirante Lorenzo Gotuzzo, el ministro de Economía de Pinochet: “La cola del perro debe ser cortada de un solo hachazo”.

Esta es en esencia la tesis operante en Iraq, y de acuerdo con la creencia de que las compañías privadas son más adecuadas que los gobiernos para, prácticamente, todas las tareas, la Casa Blanca decidió privatizar la tarea de privatizar la economía estatal de Iraq. Dos meses antes que comenzara la guerra, USAID comenzó a diseñar una orden de trabajo, para ser llevada a cabo por una empresa privada, de supervisar “la transición de Iraq a un sistema económico de mercado sustentable”. El documento establece que la empresa ganadora tendrá “una ventaja apropiada para la única oportunidad de rápido progreso en esta área presentada por la actual configuración de circunstancias políticas”. Lo cual es precisamente lo que pasó. Paul Bremer, que dirigió la ocupación estadounidense de Iraq desde el 2 de mayo del 2003, hasta que tomó un temprano vuelo desde Bagdad el 28 de junio, admite que cuando arribó “Bagdad estaba bajo fuego, literalmente, mientras yo conducía desde el aeropuerto”. Pero antes de que los fuegos del ataque militar “de choque y terror” (shock and awe) fueran extinguidos, Bremer desplegó su terapia de choque, imponiendo más drásticos cambios en un agotador verano que todo lo que el FMI ha tratado de promulgar a lo largo de tres décadas en Latinoamérica. Joseph Stiglitz, premio Nóbel y ex economista jefe del Banco Mundial, describe las reformas de Bremer como –“una forma de terapia de shock aun más radical que las llevadas a cabo en el ex mundo soviético”.

El tono del mandato de Bremer fue establecido con un primer acto después de hacerse cargo: echó a 500.000 empleados públicos, muchos de ellos soldados, pero también médicos, enfermeras, maestros, editores y gráficos.

Lo siguiente fue abrir las fronteras del país para una importación absolutamente irrestricta, sin aranceles, sin impuestos, sin inspecciones, sin tasas. Iraq, declaró Bremer dos semanas después de su llegada, estaba “abierto para los negocios”.

Un mes más tarde, Bremer develó la pieza maestra de sus reformas. Antes de la invasión, la economía de Iraq no relacionada con el petróleo había estado dominada por 200 empresas estatales, las cuales producían todo desde cemento y papel a lavarropas. En junio, Bremer voló a una cumbre económica en Jordán y anunció que esas firmas serían privatizadas inmediatamente. “Dar ineficientes empresas estatales a manos privadas –dijo–, es esencial para la recuperación de la economía iraquí”. Sería la más grande liquidación de un estado desde el colapso de la Unión Soviética.

Pero la ingeniería económica de Bremer sólo había comenzado. En septiembre, para atraer inversiones extranjeras a Iraq, decretó un radical paquete de leyes sin precedentes en su generosidad a las corporaciones multinacionales.

Esta la Orden 37 que bajaba la tasa de impuestos a las empresas de un 40 % a un escaso 15 %. Estaba la Orden 39, la cual permitía a las empresas extranjeras poseer el 100 por ciento de los activos iraquíes, fuera del sector de recursos naturales. Aun mejor, los inversores podían tomar el 100 por ciento de sus ganancias que hicieran en Iraq fuera del país, no se les podría exigir reinversiones y no pagarían impuestos. Bajo la Orden 39 podrían firmar leasings y contratos que tendrían una vigencia de 40 años. La Orden 40 daba la bienvenida a los bancos extranjeros a Iraq bajo las mismas condiciones favorables. Todo lo que quedó de la política económica de Saddam Hussein era una ley restringiendo los sindicatos y los convenios colectivos.

Si estas medidas suenan familiar, ellos es porque son las mismas que las multinacionales alrededor del planeta pretenden imponer a los gobiernos nacionales y en los acuerdos comerciales internacionales. Pero mientras esas reformas son sólo establecidas parcialmente o de modo desordenado, Bremer las puso en ejecución todas juntas, todas al mismo tiempo. De la noche a la mañana, Iraq pasó de ser el país más aislado del mundo a ser, en los papeles, el mercado más abierto.

Por fin, la teoría de la terapia de shock parecía sostenerse: los iraquíes envueltos en una violencia tanto militar como económica, estaban demasiado ocupados tratando de sobrevivir para montar una respuesta política a la campaña de Bremer.

La preocupación sobre la privatización del sistema de aguas corrientes era un lujo inimaginable con la mitad de la población carente de acceso a agua potable; el debate sobre los escasos impuestos debería esperar hasta que volviese la luz eléctrica. Aun en la prensa internacional, las nuevas leyes de Bremer fueron fácilmente superadas por más dramáticas noticias sobre caos político y creciente criminalidad.

Alguna gente estaba, por supuesto, poniendo atención. Aquel otoño estuvo inundado de exhibiciones de negocios “reconstruyendo Iraq”, en Washington, Londres, Madrid y Amman. The Economist describe el Iraq bajo Bremer como “un sueño capitalista”, y se lanzó un torbellino de nuevas firmas consultoras prometiendo ayudar a las empresas a acceder al mercado iraquí, sus directorios con pilas de republicanos bien conectados. La más prominente fue New Bridge Strategies, iniciada por Joe Allbaugh, ex jefe de campaña de Bush-Cheney. “Obtener los derechos para distribuir productos Procter & Gamble puede ser una mina de oro”, se inspiró uno de los socios de estas compañías. “Un negocio 7-Eleven, con buen stock, puede voltear treinta tiendas iraquíes; un Wal-Mart, podría cubrir todo el país.”

Rápidamente hubo rumores de que un McDonald's abriría en el centro de Bagdad, la inversión estaba casi colocada para levantar un lujoso hotel Starwood, y General Motors estaba planeando construir una planta automotriz.

Por el lado financiero, HSBC tendría filiales en todo el país, el Citigroup estaba preparando ofrecer sustanciales préstamos garantizados con futuras ventas de petróleo iraquí y estaba sonando la campana para abrir una Bolsa de Comercio al estilo New York en Bagdad, cualquier día de estos.

En solamente unos pocos meses, el plan posbélico de convertir a Iraq en un laboratorio para los neoconservadores había sido llevado a cabo. Leo Strauss puede haber provisto el marco intelectual para invadir Iraq preventivamente, pero fue aquel otro profesor de la universidad de Chicago, Milton Friedman, autor del manifiesto antigubernamental Capitalismo y Libertad que proporcionó el manual sobre qué hacer una vez que el país estuviera seguro en manos norteamericanas. Esto represento una enorme victoria para el ala más ideológica de la administración Bush. Pero fue también algo más: la culminación de dos eslabonadas luchas por el poder, una entre exiliados iraquíes aconsejando a la Casa Blanca en su estrategia de post guerra, la otra dentro mismo de la Casa Blanca.

Como ha mostrado el historiador británico Dilip Hiro, en Secretos y Mentiras: la Operación -Libertad Iraquí- y después, los exiliados iraquíes impulsando la invasión estaban divididos, gruesamente, en dos campos. En uno estaban los pragmáticos, que preferían deshacerse de Saddam y su entorno inmediato, asegurar el acceso al petróleo y lentamente introducir reformas de libre mercado. Muchos de esos exiliados eran parte del futuro Departamento de Estado del Proyecto Iraq, el cual generó un informe de trece volúmenes sobre cómo restaurar los servicios básicos y la transición de la democracia después de la guerra.

Por el otro lado estaba el sector Año Cero, aquellos que creían que Iraq estaba tan contaminado que debía ser borrado del mapa y rehecho de los cimientos. El principal vocero de los pragmáticos era Iyad Allawi, un ex alto funcionario baathista, que rompió con Saddam y comenzó a trabajar para la CIA. El principal vocero para Año Cero era Ahmad Chalabi, cuyo odio al estado iraquí por la expropiación de los activos de su familia durante la revolución de 1958 era tan profundo que anhelaba ver al país entero completa y totalmente quemado, todo, menos el ministerio del Petróleo, el cual sería el núcleo del nuevo Iraq, el grupo de células de las cuales crecería una nueva nación. Llamó a esta proceso desbaathización.

Una batalla paralela entre pragmáticos y verdaderos creyentes tenía lugar en la Administración Bush. Los pragmáticos eran hombres como el Secretario de Estado Colin Powell y el general Jay Garner, el primer enviado a Iraq después de la guerra. El plan del general Garner era simple y suficiente: asegurar la infraestructura, tener rápidas y sucias elecciones, dejar la terapia de shock al FMI y concentrarse en asegurar las bases militares norteamericanas según el modelo de Filipinas. “Creo que debemos ver a Iraq como nuestra estación de aprovisionamiento en el Medio Oriente”, dijo a la BBC.

También parafraseó a T.E. Lawrence, diciendo: “Es mejor para ellos hacer esto imperfectamente que para nosotros hacérselo a ellos perfectamente”. Por el otro lado estaba el usual equipo de neo conservadores: el vicepresidente Dick Cheney, el secretario de Defensa Donald Rumsfeld (quien elogió las “barredoras reformas” de Bremen como “una de las más iluminadas e invitantes leyes impositivas y de inversión en todo el mundo libre”), el segundo Secretario de Defensa Paul Wolfowitz y quizás, más centralmente, el subsecretario de Defensa Douglas Feith.

Mientras el departamento de Estado tenía su informe sobre el Futuro de Iraq, los neoconservadores tenía el contrato de USAID con la Bearing Point para rehacer la economía de Iraq: en 108 páginas la palabra privatización fue mencionada no menos de cincuenta veces. A los verdaderos creyentes de la Casa Blanca, los planes del general Garner para la posguerra les parecían desesperadamente poco ambiciosos. ¿Por qué instalar una mera estación de aprovisionamiento cuando uno podía tener un modelo de mercado libre? ¿Por qué pensar en términos de Filipinas cuando uno pude tener un faro de esperanza para todo el mundo?.

Los Año Cero del lado iraquí hacían naturales alianzas con los Neo conservadores de la Casa Blanca: el furioso odio de Chalabi al estado Baathista encajaba perfectamente con el odio neoconservador al estado en general y las dos agendas surgieron fortalecidas. Juntos llegaron a imaginar la invasión a Iraq como una especie de Éxtasis: donde el resto del mundo veía muerte, ellos veían un nacimiento -un país redimido a través de la violencia, purificado por el fuego. Iraq no estaba siendo destruido por misiles cruceros, racimos de bombas, caos y saqueo; estaba naciendo de nuevo.

El 9 de abril del 2003, el día en que cayó Bagdad, fue el día Uno del Año Cero.

Mientras se desarrollaba la guerra, no era claro si serían los pragmáticos y los Año Cero quienes tomarían el control sobre el Iraq ocupado. Pero la velocidad con la cual el país fue conquistado aumento dramáticamente el capital político neoconservador, ya que ellos habían estado prediciendo una fácil victoria. Ocho días después que George Bush aterrizara en aquel avión con la bandera que decía Misión Cumplida, el presidente ratificó la visión neoconservadora para Iraq como el modelo de un estado corporativo que se abriría a toda la región.

El 9 de mayo, Bush propuso el “establecimiento de un área de libre comercio EE.UU. - Medio Oriente en el término de una décad” ; tres días después Bush envió a Paul Bremen a Bagdad para reemplazar a Jay Garner, quien había estado en el cargo sólo tres semanas.

El mensaje era inequívoco: los pragmáticos habían perdido. Iraq pertenecía a los creyentes.

Un diplomático de la era Reagan, convertido en empresario, Bremer había probado recientemente su habilidad para transformar escombros en oro, esperando exactamente un mes después de los ataques del 11 de Septiembre para lanzar Crisis Consulting Practice, una compañía de seguros vendiendo “seguros contra riesgo de terrorismo” a las multinacionales. Bremer tenía dos lugartenientes en el frente económico: Thomas Foley y Michael Fleischer, las cabezas del “desarrollo del sector privado” en la Autoridad Provisional de la Coalición (APC). Foley es un multimillonario de Greenwich, Connecticut, antiguo amigo de la familia Bush y un pionero de la campaña Bush-Cheney, que ha descrito a Iraq como una “fiebre del oro de California”.

Fleischer, un capitalista venture, es el hermano del ex vocero de la Casa Blanca, Ari Fleischer. Ninguno de ellos tiene una experiencia diplomática de alto nivel y ambos usan el término corporativo “especialista turnaroun” (un poco de todo) para describir lo que hacen. De acuerdo a Foley, esto los califica singularmente a ellos para administrar la economía iraquí, ya que Iraq es “la madre de todos los turnarounds”.

Muchos de los otros puestos del APC eran iguales ideológicamente. La Zona Verde, la ciudad dentro de una ciudad que hospeda los cuarteles generales de la ocupación en los antiguos palacios de Saddam, fue llenada con jóvenes republicanos extraídos de la Fundación Heritag. A todos ellos se les dio responsabilidades que nunca hubieran soñado recibir en EEUU. Jay Hallen, un joven de 24 años que había solicitado un empleo en la Casa Blanca, fue puesto en el cargo de organizar la nueva Bolsa de Valores de Bagdad.

Scout Edwin, de veintidós años, ex empleado de Dick Cheney escribió en un correo electrónico a su casa que “estoy asistiendo a iraquíes en la administración de las finanzas y haciendo el presupuesto para las fuerzas de seguridad domésticas”. ¿Cuál fue su trabajo favorito en el college antes de éste? “Mi período como conductor de un camión vendedor de helados.”

En aquellos tempranos días, la Zona Verde se sentía un poco como los Cuerpos de Paz, para gente que cree que los Cuerpos de Paz son un complot comunista. Era la oportunidad de dormir sobre catres de campaña, usa botas del Ejército, y gritar entrando, todo ello mientras eran custodiados todo el día por verdaderos soldados.

Los equipos de contadores de KPMG, banqueros inversores, vividores de “think tanks” y jóvenes republicanos que poblaban la Zona Verde tenían mucho en común con las misiones del FMI que reordenan las economías de países en desarrollo desde las suites presidenciales de los hoteles Sheraton en todo el mundo. Excepto por una pequeña diferencia: en Iraq no estaban negociando con el gobierno para que acepte sus “ajustes estructurales” a cambio de un préstamo; ellos eran el gobierno.

Se dieron, sin embargo, algunos pequeños pasos para traer a Iraq a políticos designados por los EE.UU. Yegor Gaidar, el cerebro maestro del remate de las privatizaciones rusas a mediados de los '90 que entregaron los activos del país a los oligarcas reinantes, fue invitado para compartir su sabiduría a una conferencia en Bagdad. Marek Belka, quien como ministro de economía supervisó el mismo proceso en Polonia, fue traído también.

Los iraquíes que probaran mayores talentos en repetir las líneas neoconservadoras fueron seleccionados para actuar como lo que USAID llama “campeones de la política”. Hombres como Ahmad al Mukhtar, que me dijo de sus compatriotas: “Son haraganes. Los iraquíes por naturaleza son muy dependientes. Tienen que depender de ellos mismos, es la única manera de sobrevivir en el mundo de hoy”.

Aunque no tiene antecedentes económicos y su último trabajo era leer las noticias en inglés en la televisión, al Mukhtar fue elegido director de relaciones internacionales en el Ministerio de Comercio y encabeza la representación de Iraq en la Organización Mundial de Comercio.

Había estado siguiendo el frente económico de la guerra durante casi un año y decidí ir a Iraq. Atendí las exhibiciones comerciales de Reconstruyendo Iraq, estudié las leyes impositivas y de inversiones de Bremen, me reuní con contratistas en sus oficinas centrales en Estados Unidos, entreviste funcionarios del gobierno en Washington que son los que hacen las políticas.

Pero mientras preparaba el viaje a Iraq en Marzo para ver de cerca este experimento utópico de libre mercado, me iba quedando crecientemente en claro que nada estaba yendo de acuerdo al plan. Bremen había estado trabajando la teoría de que si uno construía una utopía corporativa las corporaciones vendrían. Pero, ¿dónde estaban? Las multinacionales norteamericanas eran felices de aceptar los dólares de los contribuyentes yanquis para reconstruir los sistemas de teléfono o electricidad, pero no estaban apostando su propio dinero en Iraq. No había, hasta ahora, ningún McDonald's ni Wal-Mart en Bagdad e, incluso, la venta de fábricas del estado, anunciadas tan confidencialmente nueve meses atrás, no se habían materializado.

Algo del retraso tenía que ver con los riesgos físicos que implica hacer negocios en Iraq. Pero también había otros riesgos más significativos. Cuando Paul Bremen derogó la constitución baathista de Iraq y la reemplazó con lo que The Economist saludó aprobatoriamente como “la lista de deseos de los inversores extranjeros”, había un pequeño detalle que faltaba mencionar: todo era completamente ilegal.

El APC derivaba su autoridad legal de la resolución 1483 del Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas., aprobado en mayo del 2003, el cual reconocía a los Estados Unidos y al Reino Unido como legítimos ocupantes de Iraq. Fue esta resolución que le dio poder a Bremen para hacer unilateralmente las leyes en Iraq. Pero la resolución también establecía que los EE.UU. y Gran Bretaña debían “cumplimentar sus obligaciones según la ley internacional incluyendo en particular las Convenciones de Ginebra de 1949 y las Regulaciones de La Haya de 1907”.

Ambas convenciones nacieron como un intento de recortar la desafortunada tendencia histórica entre los poderes ocupantes de rescribir las leyes de modo tal de poder despojar económicamente las naciones que controlaban. Con esto en la mente, las convenciones estipularon que un ocupante debe subordinarse a las leyes existentes en el país, a menos de estar “absolutamente impedido” de hacerlo.

También establecen que un ocupante no es dueño de los “edificios públicos, de los patrimonios reales, bosques y campos de agricultura” del país que está ocupando, sino que es, más bien, su administrador y custodia, guardándolos bajo seguro hasta que la soberanía sea restablecida.

Esta era la verdadera amenaza al plan Año Cero: como EE.UU. no es dueño de los activos de Iraq, no puede legalmente venderlos, lo cual significa que cuando la ocupación termine, un gobierno iraquí podría llegar al poder y decidir que quieren mantener las empresas públicas en manos del Estado, o, como es la norma en la región del Golfo, exceptuar a las empresas extranjera de tener el 100 por ciento de activos nacionales. Si esto ocurriera, las inversiones hechas bajo las reglas de Bremen podrían ser expropiadas, dejando a las empresas sin recurso por sus inversiones habían violado la ley internacional desde el principio.

En noviembre, abogados comerciales comenzaron a aconsejar a sus clientes corporativos no ir a Iraq todavía, que sería mejor esperar hasta después de la transición. Las compañías de seguro estaban tan asustadas que ni una de las grandes firmas aseguraría a los inversores por “riesgos políticos”, esa área de la ley de seguros que protege a las empresas contra gobiernos extranjeros que se vuelvan nacionalistas o socialistas y expropien las inversiones.

Incluso los políticos iraquíes sostenidos por EE.UU. hasta ahora tan obediente, comenzaron a ponerse nerviosos acerca de sus propios futuros políticos si continuaban con los planes de privatización. El ministro de Comunicaciones Haider al-Abadi me dijo sobre su primera reunión con Bremen: “Yo le dije: mire, no tenemos el mandato para vender nada de esto. La privatización es una gran cosa, pero tenemos que esperar hasta que haya un gobierno iraquí”. El ministro de Industria Mohamad Tofiq fue aun más directo: “No voy a hacer nada que no sea legal. Eso es todo”.

Ambos al-Abadi y Tofiq me contaron sobre una reunión, nunca informada a la prensa, que tuvo lugar a fines de Octubre del 2003. En esta reunión los 25 miembros del Consejo de Gobierno de Iraq, así como los 25 ministros interinos decidieron unánimemente que no participarían en la privatización de las empresas estatales de Iraq o de su infraestructura de propiedad pública.

Pero Bremer no cedió. La ley internacional prohíbe a los ocupantes vender activos estatales por ellos mismo, pero no dice nada acerca de los gobiernos títeres que ellos nombran. Originalmente, Bremer había prometido entregar el poder a un gobierno iraquí elegido por elecciones directas, pero a principios de noviembre fue a Washington para una reunión privada con el presidente Bush y volvió con un plan B. El 30 de junio la ocupación finalizaría oficialmente, pero no realmente. Sería reemplazada por un gobierno designado, elegido por Washington. Este gobierno no estaría atado por las leyes internacionales que impiden al ocupante vender activos estatales, pero estaría atado por una “Constitución interina”, un documento que protegería las leyes de inversión y de privatización de Bremer.

El plan era riesgoso. La fecha límite del 30 de junio estaba espantosamente cerca, y había sido elegida por una razón menor: para que el presidente Bus pudiera anunciar el fin de la ocupación de Iraq durante la campaña electoral. Si todo iba de acuerdo con el plan, Bremer tendría éxito en forzar a un gobierno iraquí soberano a aplicar sus ilegales reformas. Pero si algo salía mal, tendría que seguir adelante con el pase de gobierno del 30 de junio de todas maneras porque, por entonces, Karl Rove, y no Dick Cheney o Donald Rumsfeld, estaría llamando los disparos. Y si hay que elegir entre la ideología en Iraq y la elegibilidad de George W. Bush, todos saben quien gana.

Al principio, el plan B parecía andar correctamente. Bremer persuadió al Consejo de Gobierno Iraquí de acordar en todo: el nuevo cronograma, el gobierno interino y la constitución interina. Incluso maniobró para introducir sigilosamente en la constitución una cláusula completamente pasada por alto, el Artículo 26. Establecía que durante la duración del gobierno interino, “las leyes, regulaciones, órdenes y directivas dictadas por la APC permanecerían en vigencia” y sólo podrían ser cambiadas después de una elección general.

Bremer había encontrado este resquicio legal. Habría una ventana –siete meses– entre que la ocupación estuviera oficialmente derogada y que las elecciones generales tuviese fecha de realización. Dentro de esta ventana, las prohibiciones de las Convenciones de Ginebra y La Haya sobre privatizaciones no tendrían más aplicación, pero las propias leyes de Bremer, gracias al artículo 26, permanecerían. Durante esos siete meses, los inversores extranjeros podrían venir a Iraq y firmar contratos por cuarenta años para comprar los activos iraquíes. Si un futuro gobierno electo iraquí decidía cambiar las reglas, los inversores podrían exigir compensación. Pero Bremer tiene un formidable oponente: el gran Ayatolá Ali Al Sistani, el más alto clérigo shiíta en Iraq. al Sistani trató de bloquear el plan de Bremer en cada vuelta, llamando a elecciones inmediatas y para que la constitución fuera escrita después de esas elecciones, no antes. Ambas demandas, de ser aceptadas, hubieran cerrado la ventana de la privatización de Bremer.

Entonces, el 2 de marzo con los miembros shiítas del Consejo de Gobierno rehusando firmar la constitución interina, cinco bombas explotaron en frente de mezquitas en Karbala y Bagdad, matando cerca de 200 feligreses.

El general John Abizaid, el comandante en Jefe norteamericano en Iraq, advirtió que el país esta en el umbral de una guerra civil. Asustado por esta perspectiva, al Sistani retrocedió y los políticos shiítas firmaron la constitución interina. Era una historia conocida: el shock de un ataque violento pavimenta el camino para más terapia de shock.

Cuando llegué a Iraq una semana más tarde, el proyecto económico parecía estar nuevamente en ruta. Todo lo que le quedaba a Bremer era obtener su constitución interina ratificada por una resolución del Consejo de Seguridad. Entonces los nerviosos abogados y los corredores de seguros podrían relajarse y la liquidación de Iraq podría finalmente comenzar. La APC, mientras tanto, había lanzado una nueva y gran ofensiva de relaciones públicas destinada a reasegurar a los inversores que Iraq era ya un seguro y excitante lugar para hacer negocios.

La pieza central de la campaña era la Exposición Destino Bagdad, una masiva exposición comercial para potenciales inversores que tendría lugar a principio de abril en el Centro Internacional Bagdad. Era el primer evento de esta naturaleza dentro de Iraq y los organizadores habían denominado a la feria comercial con las siglas DBX, como si fuera alguna suerte de carrera de bicicletas auspiciadas por Mountain Dew. Hablando de deportes extremos, Thomas Foley viajó a Washington a contar a un montón de ejecutivos que los riesgos en Iraq son comparables a “los de esquiar o andar en moto, los cuales, para muchos, son riesgos aceptables”.

Pero tres horas después de mi arribo a Bagdad, encontré esos reaseguros extremadamente difíciles de creer. No había desempacada cuando mi cuarto de hotel se llenó de escombros y las ventanas de la recepción estallaron. Calle abajo, el Hotel Monte Líbano había sido bombardeado, en ese momento el más grande ataque en su tipo desde el final oficial de la guerra. Al día siguiente, otro hotel fue bombardeado en Basra, y dos hombres de negocios finlandeses fueron asesinados camino a una reunión en Bagdad.

El brigadier general Mark Kimmitt finalmente admitió que había un diseño en juego: “los extremistas han comenzado a abandonar los objetivos duros.(y) ahora están dirigiéndose a objetivos específicamente más blandos”.

Al día siguiente, el Departamento de Estado actualizó su advertencia de viaje: los ciudadanos norteamericanos estaban “severamente alertados de viajar a Iraq”. Los riesgos físicos de hacer negocios en Iraq parecían haber entrado en una espiral sin control. Esto, reitero, no era parte del plan original. Cuando Bremer llegó por primera vez a Bagdad, la resistencia armada era tan escasa que podía caminar las calles con un mínimo entorno de seguridad. Durante sus cuatro meses en el cargo, 109 soldados norteamericano fueron muertos y 570 heridos. En los cuatro meses siguientes, cuando la terapia de shock de Bremer había hecho efecto, el número de bajas norteamericanas casi se duplicó, con 195 soldados muertos y 1633 heridos. Hay muchos en Iraq que arguyen que esos eventos están conectados, que las reformas de Bremer fueron el principal y único factor de crecimiento de la resistencia armada.

Tomen, por ejemplo, las primeras bajas de Bremer. Los soldados y trabajadores que él echó sin pensiones ni indemnizaciones no desaparecieron tranquilamente. Muchos de ellos fueron directamente a los mujadines, formando la médula de la resistencia armada. “Medio millón de personas están ahora peor, y allí tienes el grifo que mantiene a la insurgencia activa. Es un empleo alternativo”, dice Hussain Kubba, directivo de un prominente grupo empresario iraquí, Kubba Consulting.

Algunas de las otras víctimas económicas de Bremer también han evitado irse tranquilamente. Se dice que muchos de los empresarios cuyas compañías fueron amenazadas por las leyes de inversión de Bremer han decidido hacer inversiones en ellos mismos, en la resistencia. Es parcialmente su dinero el que mantiene a luchadores con Kalashnikovs y RPGs.

Este desarrollo presenta un desafío a la lógica básica de la terapia de shock: los neoconservadores estaban convencidos que si ellos traían sus reformas rápida e impiadosamente, los iraquíes quedarían atónitos como para resistir. Pero el shock parece haber tenido el efecto contrario, en lugar de la predicha parálisis, puso a muchos iraquíes en acción, mucha de ella extrema. Haider al-Abadi, ministro de Comunicación de Iraq, lo puso de esta manera: “Sabemos que hay terroristas en el país, previamente no habían tenido éxito, estaban aislados. Ahora, porque la totalidad del país esta descontento y una gran cantidad de gente no tiene trabajo . esos terroristas están encontrando oídos que escuchan”.

Bremer estaba ahora peleado no sólo con los iraquíes que se oponían a sus planes sino con los comandantes militares de Estados Unidos encargados de derrotar a la insurgencia que sus políticas estaban alimentando.

Comenzaron a expresarse algunas preguntas heréticas: ¿en lugar de echar gente, qué pasa si el APC crea nuevos trabajos para los iraquíes? ¿Y si en lugar de vender apresuradamente las 200 empresas estatales de Iraq, que pasaría si las pusiéramos nuevamente a trabajar?

Desde el comienzo, la conducción de los neoconservadores no había manifestado sino desdén por las empresas estatales. De acuerdo con su Año Cero -regocijo apocalíptico, cuando los saqueadores bajaron a las fábricas durante la guerra- las fuerzas norteamericanas no hicieron nada. Sabah Asaad, director gerente de una fábrica de refrigeración fuera de Bagdad, me dijo que mientras el saqueo se llevaba a cabo, él fue a las cercanías de una base de la Armada de los EE.UU. y pidió ayuda. “Pedí a uno de los oficiales que enviara dos soldados y un vehículo para ayudarme a echar a los saqueadores. Yo estaba llorando. El oficial me dijo: -Lo siento, no podemos hacer nada, necesitamos una orden del presidente Bush”.

En Washington, Donald Runsfeld dijo, encogiendo los hombros: “La gente libre es libre de equivocarse, de cometer crímenes y hacer cosas malas”.

Ver los restos de la fábrica de Assad, grande como una cancha de fútbol, es entender por que Frank Gehry tuvo una crisis artística después del 11 de Septiembre y fue durante un corto tiempo incapaz de diseñar estructuras que recordasen los escombros de los edificios modernos.

La fábrica saqueada e incendiada de Asaad se parecía extraordinariamente a una versión heavy-metal del premio Guggenheim de Gehry en Bilbao, España, con olas de acero, retorcidas por el fuego, yaciendo en montones dorados terroríficamente hermosos. Sin embargo, no todo estaba perdido. “Los saqueadores tenían buenas intenciones” –me dijo uno de los pintores de Asaad–, explicando que dejaron las herramientas y las maquinarias “para que pudiéramos trabajar de nuevo”. Porque las maquinarias todavía están ahí, muchos administradores de empresas en Iraq dicen que les costaría poco volver a la plena producción. Necesitan generados de emergencia para arreglárselas con los cortes de corriente diarios, y necesitan capital para insumos y materias primas. Si esto se consigue, tendría tremendas consecuencias para la reconstrucción de Iraq, porque significaría que muchos de los materiales claves necesarios para la reconstrucción -cemento y acero, ladrillos y muebles- podrían ser producidos en el país.

Pero esto no ha sucedido. Inmediatamente después del final nominal de la guerra, el Congreso se apropió de 2.500 millones de dólares para la reconstrucción de Iraq, seguido de un adicional de 18 mil 400 millones de dólares en octubre. Sin embargo, a julio del 2004, las empresas estatales de Iraq han sido puntillosamente excluidas de los contratos de reconstrucción. En su lugar, los miles de millones han ido a empresas occidentales, con la mayor parte de los materiales para la reconstrucción importado a altos precios del exterior.

Con un desempleo del orden del 67 %, los productos importados y los trabajadores extranjeros fluyendo a través de las fronteras se una vuelto una fuente de tremendo resentimiento en Iraq y, encima, otro grifo que aviva la insurgencia. Y los iraquíes no tienen que mirar muy lejos para recordar esta injusticia; esta expuesta en el más ubicuo símbolo de la ocupación: el muro antiexplosiones. Las losas de diez pies de alto de concreto reforzado están en todas partes en Iraq, separando los protegidos -la gente en hoteles modernos, casas lujosas, bases militares y, por supuesto, la Zona Verde- de los desprotegidos y expuestos.

Si esto no fue suficiente, todos los muros son importados, del Kurdistan, Turquía o, incluso, más lejos, esto pese al hecho de que Iraq fue, una vez, uno de los mayores productores de comento, y podría serlo fácilmente de nuevo. Hay diecisiete fábricas de cemento estatales a los largo del país, pero la mayoría está inactiva o trabajando a la mitad de su capacidad. De acuerdo al Ministro de Industria, ninguna de esas fábricas han recibido un solo contrato para ayudar a la reconstrucción, aun cuando podrían producir los muros y satisfacer otras necesidades de cemento a costos notablemente menores.

La APC paga hasta $ 1.000 por cada muro de concreto; los productores locales dicen que podrían hacerlos por $ 100. El Ministro Tofiq dice que hay una simple razón por la cual los norteamericanos se niegan a que las fábricas de cemento de Iraq se pongan nuevamente en movimiento: entre los que toman las decisiones, “ninguno cree en el sector público”. Tofiq dijo que varias compañías norteamericanas habían expresado un fuerte interés en comprar las fabricas estatales de cemento. Esto da pie a una amplia convicción en Iraq acerca de que hay una deliberada estrategia para descuidar las empresas estatales, una práctica conocida como “hambrea y luego vende”.

Este tipo de ceguera ideológica ha vuelto a los ocupantes de Iraq en prisioneros de sus propias políticas, escondidos detrás de muros que, por su propia existencia , alientan la ira contra la presencia de los EE.UU. y, con ello, aumentando la necesidad de nuevos muros. En Bagdad las barreras de cemento han recibido el popular sobrenombre de muros de Bremer.

Mientras la insurgencia crecía, se hizo inmediatamente claro que si Bremer continuaba con sus de vender las empresas estatales, podría empeorar la violencia. No había duda de que las privatizaciones requerirían más despidos: el Ministro de Industria estima que alrededor de 145.000 trabajadores serían despedidos para hacer a las empresas deseables para los inversores, con cada uno de esos trabajadores sosteniendo en promedio una familia de cinco miembros. Para los asediados ocupantes de Iraq la pregunta era: ¿aceptarían estas víctimas de la terapia de shock su destino o se rebelarían?

La respuesta llegó, de un modo bastante dramático, a una de las más grandes empresas estatales, la Compañía General de Aceites Vegetales. El complejo de seis fábricas produce aceite de cocina, jabón de tocador, detergentes para la ropa, crema de afeitar y shampoo. Al menos esto es lo dicho por un recepcionista que me dio brillantes folletos y almanaques que alardeaban de modernos instrumentos y el último y más avanzado desarrollo en el campo de la industria Pero cuando me acerqué a la fábrica de jabón, descubrí un grupo de trabajadores durmiendo fuera de un oscurecido edificio. Nuestro guía corrió hacia ellos, gritando algo a una mujer con un guardapolvo blanco de laboratorio, y súbitamente la fábrica se puso en actividad: se prendieron luces, los motores comenzaron a funcionar y los trabajadores –todavía parpadeando de sueño- comenzaron a llenar botellas de plástico de dos litros con un líquido azul pálido.

Le pregunté a Nada Ahmed, la mujer con el guardapolvo blanco, por qué la fábrica no estaba trabajando unos minutos antes. Me explicó que sólo tenían electricidad y materiales suficientes sólo para poner las máquinas en funcionamiento un par de horas por día, pero que cuando llegaban las visitas -posibles inversores, funcionarios ministeriales, periodistas- tenían que ponerla en marcha.. “Por show”, explicó. Detrás de nosotros una docena de voluminosas máquinas estaban inactivas, cubiertas por láminas de plástico grueso y aseguradas con cinta adhesiva.

En un oscuro rincón de la planta cruzamos a un anciano curvado sobre una bolsa llena de tapas blancas de plástico. Con una fina hoja de metal mojada en cera, tallaba cuidadosamente los bordes de cada tapa, dejando a sus pies una pila de virutas. “Como no tenemos la pieza adecuada para el modelo, tenemos que cortarlas a mano”, nos explicó disculpándose el supervisor. “No hemos recibido repuestos de Alemania desde que comenzaron las sanciones”.

Noté que aún en la línea de montaje que estaba nominalmente funcionando casi no había mecanización: las botellas eran dispuestas bajo los pitorros de alimentación a mano porque la cinta transportadora no corría, las tapas que alguna vez eran puesta a máquina eran puestas a martillazos con una maza de madera. Incluso el agua para la fábrica se tomaba de un pozo afuera, recogida a mano y acarreada adentro.

La solución propuesta por los ocupantes de EE.UU no era organizar la planta sino venderla, así que cuando Bremer anunció la venta en junio del 2003 esta estaba entre las primeras empresas mencionadas. Sin embargo cuando visité la fábrica en marzo, nadie quería hablar sobre el plan de privatización; la mera mención de la palabra dentro de la planta generaba un embarazoso silencio y significativas miradas. Todo esto parecía una poco antinatural cantidad de subtexto para una fábrica de jabón, y traté de llegar al fondo cuando entrevisté al gerente asistente. Pero la entrevista en sí misma fue igualmente rara: gasté una semana y media para armarla, enviando preguntas escritas para su aprobación, obteniendo un nota de permiso firmada por el ministro de Industria, siendo preguntada e indagada en varias oportunidades.

Pero cuando finalmente comenzó la entrevista, el gerente asistente se negó a darme su nombre y no me permitió grabar la conversación. “Cada gerente mencionado en la prensa es atacado posteriormente”, me dijo. Y cuando le pregunté si la compañía iba a ser vendida, me dio esta oblicua respuesta: “Si la decisión fuera de los trabajadores, ellos están contra la privatización; pero si es de los funcionarios de alto rango y el gobierno, la privatización es una orden y las órdenes deben ser cumplidas.”

Dejé la planta sintiendo que sabía menos que cuando llegué. Pero en el camino hacia los portones, un joven guardia de seguridad le entregó a mi traductor una nota. Quería encontrarse conmigo después del trabajo en un restaurant cercano, “para averiguar lo que realmente ocurría con la privatización”. Su nombre era Mahmud, y tenía veinticinco años con una prolija barba y grandes ojos negros. (Por su seguridad omito su apellido) Su historia comenzó en julio, unas pocas semanas después del anuncio de Bremer sobre la privatización. El gerente de la compañía, en el camino al trabajo, fue asesinado a tiros. Los informes de prensa especulaban que el gerente había sido asesinado porque estaba a favor del plan de privatización de la planta, pero Mahmud estaba convencido que había sido asesinado porque se oponía al plan. “Nunca hubiera vendido las fábricas como quieren los norteamericanos. Por eso lo mataron”.

El hombre muerto fue reemplazado por un nuevo gerente, Mudhfar Ja'far. Poco después de hacerse cargo Ja'far llamó a una reunión con funcionarios del ministerio para discutir la venta de la fábrica de jabón, lo que implicaba el despido de dos terceras partes de sus empleados. Custodiando esta reunión había varios funcionarios de seguridad de la planta. Ellos pudieron escuchar desde muy cerca los plantes de Ja'far y rápidamente informaron sobre las alarmantes noticias as su compañeros. “Estábamos shockeados, –me explicó Mahmud– Si el sector privado compra nuestra compañía, la primer cosa que harán será reducir la planta de personal para hacer más dinero. Y seremos forzados un destino muy duro, porque la fábrica es nuestro único medio de vida.”

Asustados con este perspective, un grupo de unos diecisiete trabajadores, incluyendo a Mahmud, fueron a la oficina de Ja'far para confronter con él sobre lo que habían oído. “Desgraciadamente, no estaba ahí, solamente estaba el gerente asistente, con el que tú estuviste”, me dijo Mahmud. Se inició una trifulca: un trabajador atacó al gerente asistente, y un guardaespalda disparó tres tiros a los obreros. El grupo atacó entonces al guardaespalda, tomó su arma y, dice Mahmud, “y lo apuñalaron con un cuchillo en la espalda tres veces. Pasó un mes en el hospital”. En enero hubo aun más violencia.

Camino al trabajo, Ja'far, el gerente y su hijo fueron tiroteados y severamente heridos. Mahmud me dijo que no tenía idea quien estaba detrás del ataque, pero yo comencé a entender por que los gerentes de fábrica en Iraq tratan de mantener un bajo perfil.

Al final de la reunión, pregunté a Mahmud qué ocurriría si la planta fuese vendida pese a las objeciones de los obreros. “Hay dos posibilidades –me dijo, mirándome a los ojos y sonriendo gentilmente– O prendemos fuego a la fábrica y dejamos que las llamas la devoren por completo, o nos encerramos dentro de ella. Pero no será privatizada.”

Si hubo algún momento en el que los iraquíes estaban tan desorientados como para no poder resistir la terapia de shock, ese momento ha pasado definitivamente. Las relaciones laborales, como todo en Iraq, se han convertido en un deporte sangriento. La violencia en las calles aúlla en los portones de las fábricas, amenazando engullirlas. Los obreros temen perder el trabajo como a una sentencia de muerte y los gerentes, a su vez, temen a sus trabajadores, un hecho que hace a la privatización sustancialmente más complicada que lo que los neoconservadores habían previsto. Es en Basra donde las conexiones entre las reformas económicas y el levantamiento de la resistencia fue puesto en sus términos más agudos. En diciembre el sindicato de los trabajadores petroleros estaba negociando con el Ministro de Petróleo un aumento salarial. Como no obtenían nada, los trabajadores ofrecieron al ministro una simple elección: aumentaba sus magros salaries o todos ellos se unirían a la resistencia armada. Recibieron un sustancial aumento.

Cuando termino la reunión con Mahmud, oí que había una gran manifestación fuera de los cuarteles de la APC. Seguidores del joven clérigo radical Moqtada al Sadr estaban protestando por el cierre de su periódico, al Hawza, por la policía militar. El APS acusó al al Hawza de publicar “falsos artículos” que podían “aumentar los reales riesgos de violencia”.

Como ejemplo citaban un artículo que denunciaba que Bremer “está llevando adelante una política de hambreamiento del pueblo iraquí para aumentar nuestra preocupación por la procura del pan diario, de modo tal que no tengamos posibilidades de exigir por nuestras libertades políticas e individuales”. Me sonó menos a literatura de odio que a un conciso sumario de la receta de Milton Friedman para la terapia de shock.

Unos pocos días antes que el periódico fuese cerrado, yo había ido a Bufa durante las oraciones del viernes para escuchar a al Sadr en su mezquita. Inició un tirada contra la recientemente firmada Constitución interina de Bremer, llamándola “un documento injusto y terrorista”.

El mensaje del sermón era claro: el gran Ayatolá Alí al Sistani pudo haber retrocedido en el tema de la constitución, pero al Sadr y sus seguidores estaban determinados a pelear. Y si ellos ganaban sabotearían el cuidadoso plan neoconservador de ensillar al próximo gobierno de iraq con su lista de deseos.

Con el cierre del periódico, Bremer estaba dando a al Sadr su respuesta: no estaba negociando con este ignoto jovencito; más bien lo sacaría a la fuerza.

Cuando llegué a la manifestación, las calles estaban llenas de hombres vestidos de negro, lo que rápidamente sería el legendario Ejército de al-Mahdi.

Me impresionó que si Mahmud perdía su trabajo como guardia de seguridad en la fábrica de jabón, podría ser uno de ellos. Esto es lo que son los soldados de al Sadr: hombres que han sido echados por los grandes planes de los neoconservadores para Iraq, que no ven ninguna posibilidad de trabajo, y cuyos vecinos no han visto nada de la prometida reconstrucción. Bremer ha fracasado para estos jóvenes hombres, y en todo lo que Bremer ha fracasado, Moqtada al Sadr astutamente ha tenido la intención de tener éxito.

En los barrios pobres shiítas, desde Bagdad hasta Basra, una red de Centros Sadr coordina una especie de reconstrucción en la sombra. Con fondos de donaciones, los centros envían electricista a arreglar líneas eléctricas o telefónicas, organizan la recolección de basura, dirigen el tránsito donde los semáforos no funcionan. Y sí, organizan milicias también. Al Sadr tomó las víctimas económicas de Bremer, las vistió de negro y les dio rústicas Kalashnikovs.

Sus milicianos protegían las mezquitas y las empresas del estado cuando las autoridades de la ocupación no lo hacían, pero en algunas áreas también avanzaron más, celosamente hicieron cumplir la ley islámica volcando bebidas alcohólicas y aterrorizando mujeres sin velo.

En verdad, el astronómico aumento de la rama de fundamentalismo religioso que al Sadr representa es otro tipo de consecuencia de la terapia de shock de Bremer: si la reconstrucción hubiera provisto de trabajo, seguridad y servicios a los iraquíes, al Sadr hubiera sido privado de su misión y sus numerosos seguidores.

Al mismo tiempo que los seguidores de al Sadr gritaban “Muera Norteamérica” fuera de la Zona Verde, algo estaba pasando en otra parte del país que cambiaría todo. Cuatro soldados mercenarios norteamericanos fueron muertos en Fallujah, sus cuerpos desmembrados y carbonizados colgaron como trofeos sobre el Éufrates.

Los ataques darían a los neoconservadores un golpe desvastador, del que nunca se recuperarían. Con esas imágenes, invertir en Iraq repentinamente dejó de ser algo como un sueño capitalista: se convirtió en una macabra pesadilla hecha realidad.

El día que dejé Bagdad fue el peor. Fallujah esta sitiada y el brigadier general Kimmitt estaba amenazando “destruir el Ejército de al-Mahdi”.

Al final alrededor de 2.000 iraquíes fueron asesinados en esas dos campañas gemelas. Yo había sido dejada en un control de seguridad a varias millas del aeropuerto, luego cargada en un bus relleno de contratistas arrastrando bolsos hechos a toda prisa. Aunque nadie lo llamaba así, esto era una evacuación. Durante la siguiente semana, 1.500 contratistas dejaron Iraq y algunos gobiernos comenzaron a sacar a sus compatriotas del país por vía aérea. En el bus nadie hablaba: todos escuchábamos el fuego del mortero, estirando nuestros cuellos para ver el rojo resplandor. Un tipo llevando un maletín del KPMG decidió alivianarnos las cosas. “¿Hay clase bussiness en este vuelo?”, pregunto al silencioso pasaje. Desde el fondo alguien respondió: “Todavía no.”

Por cierto, todavía puede faltar un tiempo antes de que la clase bussiness realmente llegue a Iraq. Cuando aterrizamos en Amman, supimos que nos habíamos ido justo a tiempo. Esa mañana tres civiles japoneses fueron secuestrados y sus captores amenazaban con prenderles fuego vivos. Dos días más tarde desapareció Nicholas Berg y no fue visto de nuevo hasta la película de su asesinato dada a conocer por sus captores, un mensaje aun más terrorífico para los contratistas de los EE.UU. que el de los cuerpos carbonizados en Fallujah. Ese fue el comienzo de la ola de secuestros y asesinatos de extranjeros, la mayoría de ellos hombres de negocios, de un arco iris de países: Surcorea, Italia, China, Nepal, Pakistán, Filipinas, Turquía.

A fines de junio se informó de la muerte de más de noventa contratistas en Iraq. Cuando fueron secuestrados siete contratistas turcos en junio, sus captores exigieron a la compañía “cancelar todos los contratos y sacar a sus empleados de Iraq”. Muchas compañías de seguros dejaron de vender seguros de vida a contratistas y otras comenzaron a poner pólizas tan altas como $10.000 a la semana por un ejecutivo occidental soltero, el mismo monto que, según se informa, algunos insurgentes pagan por un americano muerto.

Por su parte, los organizadores del DBX, la histórica feria comercial de Bagdad, decidieron instalarla en la adorable ciudad turística de Diyarbakir en Turquía, a sólo 250 km. de la frontera iraquí. Un paisaje iraquí, sólo que sin los temidos iraquíes. Tres semanas más tarde tan sólo quince personas manifestaron su interés por una conferencia del Departamento de Comercio sobre inversiones en Iraq, en Lansing, Michigan. Su anfitrión, el congresista republicano Mike Rogers, traó de reasegurar a su escéptica audiencia diciendo que Iraq es “como cualquier barrio peligroso en cualquier parte de América”.

Los inversores extranjeros, a los que se les ofrecieron todos los imaginables atractivos del libre mercado, no estaban claramente convencidos; no hay todavía ningún signo de ellos. Keith Crane, un economista señor en la Rand Corporation que ha trabajado para APS lo ha dicho francamente: “No creo que el directorio de una empresa multinacional podría a probar una inversión importante en este ambiente. Si la gente se está tiroteando, es muy difícil para los negocios”. Hamid Jassim Khamis, el gerente de la más grande planta embotelladora de refrescos en la región, me dijo que no puede encontrar ningún inversor, aun cuando tiene las exclusivas licencias para producir Pepsi en Iraq central. “Mucha gente se nos ha acercado para invertir en la empresa, pero ahora están realmente dudando.”

Khamis dijo que no podría culparlos; en cinco meses ha sobrevivido a un intento de asesinato, una persecución en auto, dos bombas puestas a la entrada de su empresa y al secuestro de su hijo.

Pese a haberse otorgado la primera licencia en cuarenta años a un banco extranjero para operar en Iraq, el HSBC todavía no ha abierto sus sucursales, una decisión que podría significar la pérdida de la licencia. Procter & Gamble ha puesto su joint venture en bodega y lo mismo ha hecho la General Motors.

Los financistas norteamericanos de los complejos comerciales y lujosos hoteles Starwood caminan con pies de plomo y la Siemens AG ha sacado a la mayoría de su personal de Iraq. La campana no ha sonado aún en la Bolsa de Comercio de Bagdad -de hecho uno no puede usar sus tarjetas de crédito en la economía al contado de Iraq-. La New Bridge Strategies, la compañía que en octubre había lanzado su “como un Wal-Mart podía tomar todo el país”, suena ahora bastante más humildemente. “MacDonald's no abrirá ningún negocio en la brevedad” dijo al Washington Post el socio de la empresa Ed Rogers. Tampoco Wal-Mart.

El Financial Times ha declarado a Iraq “el lugar más peligroso en el mundo para hacer negocios”. Es casi un logro: tratando de diseñar el mejor lugar del mundo para hacer negocios, los neoconservadores han logrado crear el peor, el más elocuente indicio de la lógica que guía los mercados libres desregulados.

La violencia no sólo ha espantado a los inversores. También forzó a Bremer, antes de irse, a abandonar muchas de sus centrales políticas económicas. La privatización de las empresas estatales no está en la agenda; en su lugar, varias de las empresas estatales han sido ofrecidas en leasing, pero sólo si el inversor acuerda no echar un sólo empleado. Miles de trabajadores públicos que Bremer echó han sido reincorporados, y ha habido significativos aumentos en el sector público en general. Los planes para terminar con el programa alimentario también han sido echados al cesto. No parece ser el mejor momento para negar a millones de iraquíes la única comida que tienen.

El golpe final para el sueño de los neoconservadores llegó en las semanas previas al cambio de mando. La Casa Blanca y el APS estaban apurados para obtener que el Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas aprobase la resolución del cambio de mando. Se habían esforzado para darle el principal puesto al ex agente de la CIA Iyad llawi, un movimiento que aseguraría que Iraq se convierta, por lo menos, en la estación de reabastecimiento para las tropas norteamericanas que Jay Garner originalmente previó. Pero si las grandes corporaciones de inversores iban a venir a Iraq en el futuro, necesitarían un sólido garante de que las leyes económicas de Bremer regirían. Había un sólo camino para hacerlo: la resolución del Consejo de Seguridad tenía que ratificar la constitución interina, la que consolidaba las leyes de Bremer durante el gobierno interino.

Pero al Sistani una vez más objetó, esta vez inequívocamente, diciendo que la constitución había sido “rechazada por la mayoría del pueblo iraquí”.

El 8 de junio, el Consejo de Seguridad unánimemente aprobó una resolución que aprobaba el plan de entrega del mando, pero que no hacía absolutamente ninguna referencia a la constitución. Cara a cara con esta derrota de largo alcance, George W. Bus celebró la resolución como una victoria histórica, que llegó justo a tiempo para una foto electoral para la cumbre del G-8 en Georgia.

Con las leyes de Bremer en el limbo, los ministros iraquíes están ya hablando abiertamente de derogar los contrtos firmados por el APS. El esquema de préstamos del Citigroup ha sido rechazado como un uso indebido de los ingresos petroleros de Iraq. El ministro de comunicaciones de Iraq está amenazando renegociar los contratos con las tres empresas de comunicación que proveen al país su desastrosamente pobre servicio de telefonía celular. Y a las empresas libanesas y norteamericanas que se hicieron cargo de la red televisiva estatal se les informó que podían perder sus licencias por que no son iraquíes. “Vamos a ver si podemos cambiar el contrato –dijo, en mayo, Hamid al-Kifaey, vocero del Consejo de Gobierno–.“No tienen la más mínima idea sobre Iraq.” Para la mayoría de los inversores, esta completa falta de certeza legal simplemente hace a Iraq demasiado riesgoso.

Pero mientras la resistencia iraquí ha maniobrado para asustar a la primer ola de atracadores corporativos, hay pocas dudas de que volverán. Se lo que fuere el próximo gobierno iraquí -nacionalista, islámico o liberal- heredará una aplastante deuda de 120 mil millones de dólares. Entonces, como en todos los países pobres del mundo, hombres con trajes azul oscuro del FMI aparecerán en la puerta, portando préstamos y promesas de boom económico, siempre que se lleven a cabo ciertos ajustes estructurales, que, por supuesto, serán un poco dolorosos al principio pero que bien valdrá el sacrifico al final.

De hecho, este proceso ya ha empezado: el FMI está por aprobar préstamos de 2.000 a 2.500 millones de dólares, según el acuerdo sobre las condiciones. Después de una interminable sucesión de corajuda resistencia y con la pérdida de tantas vidas, Iraq se convertirá en una nación pobre como cualquier otra, con políticos determinados a introducir las políticas rechazadas por la vasta mayoría de la población, y todos los imperfectos compromisos que trae aparejado. El libre mercado sin duda llegará a Iraq, pero el sueño neoconservador de transformar el país en una utopía de libre mercado ya ha muerto, una víctima de una sueño aun mayor, un segundo mandato para George W. Bush.

La gran ironía histórica de la catástrofe ocurrida en Iraq es que las reformas de terapia de shock que se suponía iban a producir un boom económico que reconstruiría el país han activado una resistencia que últimamente hizo imposible la reconstrucción. Las reformas de Bremer desataron fuerzas que ni los neoconservadores predijeron ni podrían esperar controlar, desde insurrecciones armadas dentro de las fábricas hasta decenas de miles de jóvenes desempleados tomando las armas. Estas fuerzas han transformado el Año Cero en Iraq en el espejo opuesto de lo que los neoconservadores anhelaban: no una utopía corporativa sino una macabra dystopia, donde ir a una simple reunión de negocios puede hacerte terminar linchado, quemado vivo o decapitado. Estos peligros son tan grandes que en Iraq el capitalismo global se ha retirado, por lo menos por ahora.

Para los neoconservadores esto debe ser un desarrollo shockeante: su creencia ideológica en la codicia se ha vuelto más fuerte que la codicia misma.

Iraq fue para los neoconservadores lo que Afganistan fue a los Taliban: el único lugar en la tierra donde ellos podían forzar a todos a vivir según la más literal y estéril interpretación de sus textos sagrados. Uno pensaría que los sangrientos resultados de este experimento podrían inspirar una crisis de fe: en el país donde ellos han reinado absolutamente libres, donde no había más gobierno local para echarle la culpa, donde las reformas económicas fueron introducidas con el máximo impacto y más perfectamente, crearon, en lugar de un libre mercado modelo, un fallido estadio que ningún inversor sensato podría tocar. Y todavía los neoconservadores de la Zona Verde y sus maestros en Washington no están más dispuestos a reexaminar el meollo de sus creencias que los mullah taliban estaban inclinados a rever sus almas, cuando su estado islámico se deslizó a un depravado Hades de opio y esclavitud sexual. Cuando los hechos amenazan a los verdaderos creyentes, ellos simplemente cierran sus ojos y oran más fuerte.

Que es precisamente lo que Thomas Foley ha estado haciendo. El ex cabecilla del “desarrollo del sector privado” ha dejado Iraq, un país que ha descrito como “la madre de un poco de todo” y ha aceptado otro trabajo “un poco de todo”, como el presidente del comité de reelección de George Bush en Connecticut.

El 30 de abril en Washington se dirigió a una multitud de empresarios sobre las perspectivas de los negocios en Bagdad. Era un día bastante duro para dar un discurso optimista: esa mañana habían aparecido las primeras fotografías de Abu Ghraib, incluyendo la del prisionero encapuchado con cables eléctricos atados a sus manos. Era otro tipo de terapia de choque, mucho más literal que la que Foley había ayudado a administrar, pero no enteramente desconectada. “Sea lo que fuere que estén viendo, nada es tan malo como parece –dijo Foley a la multiud– Tienen que aceptar esto con fe.”·

(*) Naomi Klein es la autora de No Logo y escritora y productora de La Toma, un nuevo documental sobre las fábricas ocupadas en la Argentina.

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