Bagdad Año Cero
El pillaje de Irak tras una utopía neoconservadora
Por
Naomi Klein (*)
Harper's Magazine, septiembre 2004
Traducción de Julio Fernández Baraibar, Nac&Pop,
11/09/04
Fue solamente después de haber estado en Bagdad durante un
mes que encontré lo que estaba buscando. Había viajado a Iraq un año
después que comenzase la guerra, en el momento más alto de lo que
debería haber sido un boom de la industria de la construcción, pero
después de semanas de búsqueda no he visto una sola maquinaria
pesada fuera de tanques y humvees. Luego lo vi: una grúa para la
construcción. Era grande, amarilla e impresionante y cuando la entreví
a la vuelta de una esquina en un atareado distrito comercial pensé
que finalmente iba a ser testigo de la reconstrucción sobre la que
tanto había oído hablar. Pero mientras me acercaba me di cuenta que
la grúa no estaba verdaderamente reconstruyendo nada, ninguno de los
bombardeados edificios públicos que aún yacen en ruinas por toda la
ciudad, ni tampoco ninguna de las muchas líneas de alta tensión que
continúan en retorcidas pilas incluso cuando el calor del verano
comenzaba derretirlas. No, la grúa estaba izando un gigantesco cartel
publicitario de un edificio de tres pisos: “Sunbula:
Miel 100% Natural, made in Saudi Arabia”.
Viendo el cartel, no pude sino pensar en algo que el senador
John Mc Cain había dicho
en octubre pasado. Iraq, dijo, es “un grandioso pote de miel que
atrae a millones de moscas”. Las moscas a las cuales McCain se
estaba refiriendo eran los Halliburton y Bechtel., así como los
aventurados
capitalistas
que afluían a Irak en la senda abierta por los vehículos Bradley Fighting y las bombas guiadas por láser. La
miel que los atraía no eran sólo los contratos sin licitación y la afamada riqueza petrolera
de
Irak sino la
miríada de oportunidades de inversión ofrecidas por un país que había
sido abierto después de década de haber estado sellado, primero por
la política económica nacionalista de Saddam Hussein, luego por las
asfixiantes sanciones de las Naciones Unidas.
Mirando el cartel de miel, recordé la más común de las
explicaciones sobre lo que había ido mal en Iraq, una protesta repetida por todos desde John
Kerry a Pat
Buchanan: Irak sufre sangre y privaciones porque George W. Bus no
tiene un plan de post guerra.
El único problema con esta teoría es que no es verdad. La
Administración Bush tiene, en verdad, un plan para qué hacer después
de la guerra; para decirlo simplemente, se trata de poner tanta miel
como sea posible y luego sentarse y esperar que vengan las moscas.
La teoría de la miel de la reconstrucción iraquí deriva de
la más apreciada creencia de los arquitectos ideológicos de la guerra: que la codicia es
buena. No
buena sólo para ellos y sus amigos sino buena para la humanidad, y
ciertamente buena para los iraquíes. La codicia crea ganancias, las
cuales crean crecimiento, el cual crea trabajos, productos y servicios
y cualquier otra cosa que alguien pudiera posiblemente necesitar o
querer. El papel de un buen gobierno, entonces, es crear las
condiciones óptimas para que las corporaciones prosigan su codicia
sin fondo, de modo que, a su turno, puedan satisfacer las necesidades
de la sociedad.
El problema es que los gobiernos, aun los gobiernos
neoconservadores, raramente tienen la oportunidad de probar lo
correcto de su sagrada teoría: a pesar de sus enormes esfuerzos ideológicos,
aun los republicanos de George Bush son, en sus propias cabezas,
eternamente saboteados por entrometidos demócratas, obstinados
sindicatos y alarmados ambientalistas.
Irak iba a cambiar todo esto. En un lugar de la tierra, la
teoría finalmente sería puesta en práctica en su más perfecta e incomprometida forma. Un
país de 25 millones no sería reconstruido como era antes de la
guerra; sería
borrado,
desaparecido. En su lugar aparecería una deslumbrante sala de exposiciones para las políticas del laissez-faire,
una utopía como el mundo jamás había visto. Cada medida política que liberara a las
corporaciones
multinacionales
a perseguir su búsqueda de ganancias sería puesta en marcha: un
estado encogido, una fuerza de trabajo flexible, fronteras abiertas,
impuestos mínimos, sin aranceles, sin restricciones a la propiedad.
El pueblo de Iraq tendría, por supuesto, que enfrentar un
corto período de dolor: activos comerciales, previamente de propiedad estatal, deberían
ser entregados
para crear nuevas oportunidades al crecimiento y la inversión.
Algunos
trabajos se perderían y, como los productos extranjeros afluirían a través de las fronteras, los empresarios locales y
las familias campesinas, desafortunadamente, serían incapaces de competir. Pero para los autores
de este plan,
esto sería un pequeño precio a pagar para el florecimiento de la
economía que
seguramente explotaría una vez que las condiciones apropiadas
estuvieran dadas, un florecimiento tan poderoso que el país prácticamente
se reconstruiría por sí mismo.
El hecho de que este florecimiento nunca haya llegado y que
Irak continué temblando bajo
las explosiones de muy diferente tipo nunca debería ser
culpado a la
ausencia de un plan. Más bien, la culpa surge con el plan en sí, y la extraordinariamente violenta ideología
sobre la cual esta basado.
Los torturadores creen que cuando son aplicados golpes eléctricos
sobre varias partes
del cuerpo simultáneamente, los sujetos quedan tan confusos
sobre de dónde
viene el dolor que son incapaces de resistencia. Un manual desclasificado de la CIA, Interrogatorio de
Contrainteligencia, de 1963 describe cómo un trauma infligido a prisioneros abre –“un
intervalo” -que puede ser extremadamente breve- “de animación suspendida, una
especie de shock psicológico o parálisis. En este momento la fuente
está mucho más abierta a la sugestión, mucho más predispuesto a
cumplimentar”.
Una teoría similar se aplica en las terapias de shock económico
o el “tratamiento de shock”, el horrible término usado
para describir la rápida implementación de las reformas de libre
mercado impuestas en Chile en el inicio del golpe del general Augusto
Pinochet.
La teoría es que estos dolorosos ajustes económicos
son absorbidos rápidamente en el período posterior de una crisis
socia sísmica como una guerra, un golpe o un colapso gubernamental,
la población queda tan atónita, tan preocupada por las presiones de
la diaria supervivencia, que también entra en animación suspendida,
incapaz de resistir. Como declaró el Almirante Lorenzo Gotuzzo, el
ministro de Economía de Pinochet: “La cola del perro debe ser
cortada de un solo hachazo”.
Esta es en esencia la tesis operante en Iraq, y de acuerdo
con la creencia de que las compañías privadas son más adecuadas que los gobiernos
para,
prácticamente,
todas las tareas, la Casa Blanca decidió privatizar la tarea de privatizar la economía estatal de Iraq. Dos meses
antes que comenzara la guerra, USAID comenzó a diseñar una orden de trabajo, para ser llevada
a
cabo por una
empresa privada, de supervisar “la transición de Iraq a un sistema
económico de mercado sustentable”.
El documento establece que la empresa ganadora tendrá “una
ventaja apropiada para la única oportunidad de rápido progreso en
esta área presentada por la actual configuración de circunstancias
políticas”. Lo cual es precisamente lo que pasó. Paul Bremer,
que dirigió la ocupación estadounidense de Iraq desde el 2 de mayo
del 2003, hasta que tomó un temprano vuelo desde Bagdad el 28 de
junio, admite que cuando arribó “Bagdad estaba bajo fuego,
literalmente, mientras yo conducía desde el aeropuerto”. Pero
antes de que los fuegos del ataque militar “de choque y terror”
(shock and awe) fueran extinguidos, Bremer desplegó su terapia de
choque, imponiendo más drásticos cambios en un agotador verano que
todo lo que el FMI ha tratado de promulgar a lo largo de tres décadas
en Latinoamérica. Joseph Stiglitz, premio Nóbel y ex economista jefe
del Banco Mundial, describe las reformas de Bremer como –“una
forma de terapia de shock aun más radical que las llevadas a cabo en
el ex mundo soviético”.
El tono del mandato de Bremer fue establecido con un primer
acto después de hacerse cargo: echó a 500.000 empleados públicos,
muchos de ellos soldados, pero también médicos, enfermeras,
maestros, editores y gráficos.
Lo siguiente fue abrir las fronteras del país para una
importación absolutamente irrestricta, sin aranceles, sin impuestos,
sin inspecciones, sin tasas. Iraq, declaró Bremer dos semanas después
de su llegada, estaba “abierto para los negocios”.
Un mes más tarde, Bremer develó la pieza maestra de sus
reformas. Antes de la invasión, la economía de Iraq no relacionada
con el petróleo había estado dominada por 200 empresas estatales,
las cuales producían todo desde cemento y papel a lavarropas. En
junio, Bremer voló a una cumbre económica en Jordán y anunció que
esas firmas serían privatizadas inmediatamente. “Dar
ineficientes empresas estatales a manos privadas –dijo–, es
esencial para la recuperación de la economía iraquí”. Sería
la más grande liquidación de un estado desde el colapso de la Unión
Soviética.
Pero la ingeniería económica de Bremer sólo había
comenzado. En septiembre, para atraer inversiones extranjeras a Iraq,
decretó un radical paquete de leyes sin precedentes en su generosidad
a las corporaciones multinacionales.
Esta la Orden 37 que bajaba la tasa de impuestos a las
empresas de un 40 % a un escaso 15 %. Estaba la Orden 39, la cual
permitía a las empresas extranjeras poseer el 100 por ciento de los
activos iraquíes, fuera del sector de recursos naturales. Aun mejor,
los inversores podían tomar el 100 por ciento de sus ganancias que
hicieran en Iraq fuera del país, no se les podría exigir
reinversiones y no pagarían impuestos. Bajo la Orden 39 podrían
firmar leasings y contratos que tendrían una vigencia de 40 años. La
Orden 40 daba la bienvenida a los bancos extranjeros a Iraq bajo las
mismas condiciones favorables. Todo lo que quedó de la política económica
de Saddam Hussein era una ley restringiendo los sindicatos y los
convenios colectivos.
Si estas medidas suenan familiar, ellos es porque son las
mismas que las multinacionales alrededor del planeta pretenden imponer
a los gobiernos nacionales y en los acuerdos comerciales
internacionales. Pero mientras esas reformas son sólo establecidas
parcialmente o de modo desordenado, Bremer las puso en ejecución
todas juntas, todas al mismo tiempo. De la noche a la mañana, Iraq
pasó de ser el país más aislado del mundo a ser, en los papeles, el
mercado más abierto.
Por fin, la teoría de la terapia de shock parecía
sostenerse: los iraquíes envueltos en una violencia tanto militar
como económica, estaban demasiado ocupados tratando de sobrevivir
para montar una respuesta política a la campaña de Bremer.
La preocupación sobre la privatización del sistema de aguas
corrientes era un lujo inimaginable con la mitad de la población
carente de acceso a agua potable; el debate sobre los escasos
impuestos debería esperar hasta que volviese la luz eléctrica. Aun
en la prensa internacional, las nuevas leyes de Bremer fueron fácilmente
superadas por más dramáticas noticias sobre caos político y
creciente criminalidad.
Alguna gente estaba, por supuesto, poniendo atención. Aquel
otoño estuvo inundado de exhibiciones de negocios “reconstruyendo
Iraq”, en Washington, Londres, Madrid y Amman. The Economist
describe el Iraq bajo Bremer como “un sueño capitalista”,
y se lanzó un torbellino de nuevas firmas consultoras prometiendo
ayudar a las empresas a acceder al mercado iraquí, sus directorios
con pilas de republicanos bien conectados. La más prominente fue New
Bridge Strategies, iniciada por Joe Allbaugh, ex jefe de campaña de
Bush-Cheney. “Obtener los derechos para distribuir productos
Procter & Gamble puede ser una mina de oro”, se inspiró uno
de los socios de estas compañías. “Un negocio 7-Eleven, con
buen stock, puede voltear treinta tiendas iraquíes; un Wal-Mart, podría
cubrir todo el país.”
Rápidamente hubo rumores de que un McDonald's abriría en el
centro de Bagdad, la
inversión estaba casi colocada para levantar un lujoso hotel
Starwood, y
General Motors estaba planeando construir una planta automotriz.
Por el lado financiero, HSBC tendría filiales en todo el país,
el Citigroup estaba preparando ofrecer sustanciales préstamos garantizados con
futuras ventas de petróleo
iraquí y estaba sonando la campana para abrir una Bolsa
de Comercio al
estilo New York en Bagdad, cualquier día de estos.
En solamente unos pocos meses, el plan posbélico de
convertir a Iraq en un laboratorio para los neoconservadores había sido llevado a cabo. Leo
Strauss puede haber provisto el marco intelectual para invadir Iraq
preventivamente, pero fue aquel otro profesor de la universidad de
Chicago, Milton Friedman, autor del manifiesto antigubernamental
Capitalismo y Libertad que proporcionó el manual sobre qué hacer una
vez que el país estuviera seguro en manos norteamericanas. Esto
represento una enorme victoria para el ala más ideológica de la
administración Bush. Pero fue también algo más: la culminación de
dos eslabonadas luchas por el poder, una entre exiliados iraquíes
aconsejando a la Casa Blanca en su estrategia de post guerra, la otra
dentro mismo de la Casa Blanca.
Como ha mostrado el historiador británico Dilip Hiro, en
Secretos y Mentiras: la Operación -Libertad Iraquí- y después, los
exiliados iraquíes impulsando la invasión estaban divididos,
gruesamente, en dos campos. En uno estaban los pragmáticos,
que preferían deshacerse de Saddam y su entorno inmediato, asegurar
el acceso al petróleo y lentamente introducir reformas de libre
mercado. Muchos de esos exiliados eran parte del futuro Departamento
de Estado del Proyecto Iraq, el cual generó un informe de trece volúmenes
sobre cómo restaurar los servicios básicos y la transición de la
democracia después de la guerra.
Por el otro lado estaba el sector Año Cero, aquellos que creían
que Iraq estaba tan contaminado que debía ser borrado del mapa y
rehecho de los cimientos. El principal vocero de los pragmáticos era
Iyad Allawi, un ex alto funcionario baathista, que rompió con Saddam
y comenzó a trabajar para la CIA. El principal vocero para Año Cero
era Ahmad Chalabi, cuyo odio al estado iraquí por la expropiación de
los activos de su familia durante la revolución de 1958 era tan
profundo que anhelaba ver al país entero completa y totalmente
quemado, todo, menos el ministerio del Petróleo, el cual sería el núcleo
del nuevo Iraq, el grupo de células de las cuales crecería una nueva
nación. Llamó a esta proceso desbaathización.
Una batalla paralela entre pragmáticos y verdaderos
creyentes tenía lugar en la Administración Bush. Los pragmáticos eran hombres como el Secretario
de Estado Colin Powell y el general Jay Garner, el primer enviado a
Iraq
después de la
guerra. El plan del general Garner era simple y suficiente: asegurar la infraestructura, tener rápidas y sucias
elecciones, dejar la terapia de shock al FMI y concentrarse en asegurar las bases militares
norteamericanas
según el modelo de Filipinas. “Creo que debemos ver a Iraq como
nuestra estación de aprovisionamiento en el Medio Oriente”,
dijo a la BBC.
También parafraseó a T.E. Lawrence, diciendo: “Es
mejor para ellos hacer esto imperfectamente que para nosotros hacérselo
a ellos perfectamente”. Por el otro lado estaba el usual
equipo de neo conservadores: el vicepresidente Dick Cheney, el
secretario de Defensa Donald Rumsfeld (quien elogió las “barredoras
reformas” de Bremen como “una de las más iluminadas e
invitantes leyes impositivas y de inversión en todo el mundo libre”),
el segundo Secretario de Defensa Paul Wolfowitz y quizás, más
centralmente, el subsecretario de Defensa Douglas Feith.
Mientras el departamento de Estado tenía su informe sobre el
Futuro de Iraq, los neoconservadores tenía el contrato de USAID con
la Bearing Point para rehacer la economía de Iraq: en 108 páginas la
palabra privatización fue mencionada no menos de cincuenta
veces. A los verdaderos creyentes de la Casa Blanca, los planes del
general Garner para la posguerra les parecían desesperadamente poco
ambiciosos. ¿Por qué instalar una mera estación de
aprovisionamiento cuando uno podía tener un modelo de mercado libre?
¿Por qué pensar en términos de Filipinas cuando uno pude tener un
faro de esperanza para todo el mundo?.
Los Año Cero del lado iraquí hacían naturales alianzas con
los Neo conservadores de la Casa Blanca: el furioso odio de Chalabi al
estado Baathista encajaba perfectamente con el odio neoconservador al
estado en general y las dos agendas surgieron fortalecidas. Juntos
llegaron a imaginar la invasión a Iraq como una especie de Éxtasis:
donde el resto del mundo veía muerte, ellos veían un nacimiento -un
país redimido a través de la violencia, purificado por el fuego.
Iraq no estaba siendo destruido por misiles cruceros, racimos de
bombas, caos y saqueo; estaba naciendo de nuevo.
El 9 de abril del 2003, el día en que cayó Bagdad, fue el día
Uno del Año Cero.
Mientras se desarrollaba la guerra, no era claro si serían
los pragmáticos y los Año Cero quienes tomarían el control sobre el Iraq ocupado. Pero la
velocidad con
la cual el país fue conquistado aumento dramáticamente el capital político neoconservador, ya que ellos habían
estado prediciendo una fácil victoria. Ocho días después que George Bush aterrizara en aquel
avión con la bandera
que decía Misión Cumplida, el presidente ratificó la visión
neoconservadora
para Iraq como el modelo de un estado corporativo que se abriría a
toda la región.
El 9 de mayo, Bush propuso el “establecimiento de un área
de libre comercio EE.UU. - Medio Oriente en el término de una décad”
; tres días después Bush envió a Paul Bremen a Bagdad para
reemplazar a Jay Garner, quien había estado en el cargo sólo tres
semanas.
El mensaje era inequívoco: los pragmáticos habían perdido.
Iraq pertenecía a los creyentes.
Un diplomático de la era Reagan, convertido en empresario,
Bremer había probado recientemente su habilidad para transformar
escombros en oro, esperando exactamente un mes después de los ataques
del 11 de Septiembre para lanzar Crisis Consulting Practice, una compañía
de seguros vendiendo “seguros contra riesgo de terrorismo”
a las multinacionales. Bremer tenía dos lugartenientes en el frente
económico: Thomas Foley y Michael Fleischer, las cabezas del “desarrollo
del sector privado” en la Autoridad Provisional de la Coalición
(APC). Foley es un multimillonario de Greenwich, Connecticut, antiguo
amigo de la familia Bush y un pionero de la campaña Bush-Cheney, que
ha descrito a Iraq como una “fiebre del oro de California”.
Fleischer, un capitalista venture, es el hermano del
ex vocero de la Casa Blanca, Ari Fleischer. Ninguno de ellos tiene una experiencia diplomática
de alto nivel y ambos usan el término corporativo “especialista
turnaroun” (un poco de todo) para describir lo que hacen. De acuerdo a Foley, esto
los califica singularmente a ellos para administrar la economía iraquí,
ya que Iraq es “la madre de todos los turnarounds”.
Muchos
de los otros puestos del APC eran iguales ideológicamente. La Zona
Verde, la ciudad dentro de una ciudad que hospeda los cuarteles
generales de la ocupación en los antiguos palacios de Saddam, fue
llenada con jóvenes republicanos extraídos de la Fundación Heritag.
A todos ellos se les dio responsabilidades que nunca hubieran soñado
recibir en EEUU. Jay Hallen, un joven de 24 años que había
solicitado un empleo en la Casa Blanca, fue puesto en el cargo de
organizar la nueva Bolsa de Valores de Bagdad.
Scout Edwin, de veintidós años, ex empleado de Dick Cheney
escribió en un correo electrónico a su casa que “estoy
asistiendo a iraquíes en la administración de las finanzas y
haciendo el presupuesto para las fuerzas de seguridad domésticas”.
¿Cuál fue su trabajo favorito en el college antes de éste? “Mi
período como conductor de un camión vendedor de helados.”
En aquellos tempranos días, la Zona Verde se sentía un poco
como los Cuerpos de Paz, para gente que cree que los Cuerpos de Paz
son un complot comunista. Era la oportunidad de dormir sobre catres de
campaña, usa botas del Ejército, y gritar entrando, todo ello
mientras eran custodiados todo el día por verdaderos soldados.
Los equipos de contadores de KPMG, banqueros inversores,
vividores de “think tanks” y jóvenes republicanos que
poblaban la Zona Verde tenían mucho en común con las misiones del
FMI que reordenan las economías de países en desarrollo desde las
suites presidenciales de los hoteles Sheraton en todo el mundo.
Excepto por una pequeña diferencia: en Iraq no estaban negociando con
el gobierno para que acepte sus “ajustes estructurales” a
cambio de un préstamo; ellos eran el gobierno.
Se dieron, sin embargo, algunos pequeños pasos para traer a
Iraq a políticos designados por los EE.UU. Yegor Gaidar, el cerebro
maestro del remate de las privatizaciones rusas a mediados de los '90
que entregaron los activos del país a los oligarcas reinantes, fue
invitado para compartir su sabiduría a una conferencia en Bagdad.
Marek Belka, quien como ministro de economía supervisó el mismo
proceso en Polonia, fue traído también.
Los iraquíes que probaran mayores talentos en repetir las líneas
neoconservadoras fueron seleccionados para actuar como lo que USAID
llama “campeones de la política”. Hombres como
Ahmad al Mukhtar, que me dijo de sus compatriotas: “Son
haraganes. Los iraquíes por naturaleza son muy dependientes. Tienen
que depender de ellos mismos, es la única manera de sobrevivir en el
mundo de hoy”.
Aunque no tiene antecedentes económicos y su último trabajo
era leer las noticias en inglés en la televisión, al Mukhtar fue
elegido director de relaciones internacionales en el Ministerio de
Comercio y encabeza la representación de Iraq en la Organización
Mundial de Comercio.
Había estado siguiendo el frente económico de la guerra
durante casi un año y decidí ir a Iraq. Atendí las exhibiciones comerciales de
Reconstruyendo Iraq, estudié las leyes impositivas y de inversiones de Bremen, me reuní
con
contratistas en sus oficinas centrales en Estados Unidos, entreviste funcionarios del gobierno en Washington que son los
que hacen las políticas.
Pero mientras preparaba el viaje a Iraq en Marzo para ver de
cerca este experimento utópico
de libre mercado, me iba quedando crecientemente en
claro que nada
estaba yendo de acuerdo al plan. Bremen había estado trabajando la teoría de que si uno construía una
utopía corporativa las corporaciones vendrían. Pero, ¿dónde estaban? Las multinacionales
norteamericanas
eran felices de aceptar los dólares de los contribuyentes yanquis para reconstruir los sistemas de teléfono o
electricidad, pero no estaban apostando su propio dinero en Iraq. No había, hasta ahora, ningún McDonald's ni
Wal-Mart en Bagdad e, incluso, la venta de fábricas del
estado,
anunciadas tan confidencialmente nueve meses atrás, no se habían materializado.
Algo del retraso tenía que ver con los riesgos físicos que
implica hacer negocios en Iraq. Pero también había otros riesgos más
significativos. Cuando Paul Bremen derogó la constitución baathista
de Iraq y la reemplazó con lo que The Economist saludó
aprobatoriamente como “la lista de deseos de los inversores
extranjeros”, había un pequeño detalle que faltaba mencionar:
todo era completamente ilegal.
El APC derivaba su autoridad legal de la resolución 1483 del
Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas., aprobado en mayo del
2003, el cual reconocía a los Estados Unidos y al Reino Unido como
legítimos ocupantes de Iraq. Fue esta resolución que le dio poder a
Bremen para hacer unilateralmente las leyes en Iraq. Pero la resolución
también establecía que los EE.UU. y Gran Bretaña debían “cumplimentar
sus obligaciones según la ley internacional incluyendo en particular
las Convenciones de Ginebra de 1949 y las Regulaciones de La Haya de
1907”.
Ambas convenciones nacieron como un intento de recortar la
desafortunada tendencia histórica
entre los poderes ocupantes de rescribir las leyes de
modo tal de
poder despojar económicamente las naciones que controlaban. Con esto
en la mente, las convenciones estipularon que un ocupante debe
subordinarse a las leyes existentes en el país, a menos de estar “absolutamente
impedido” de hacerlo.
También establecen que un ocupante no es dueño de los “edificios
públicos, de los patrimonios reales, bosques y campos de
agricultura” del país que está ocupando, sino que es, más
bien, su administrador y custodia, guardándolos bajo seguro hasta que
la soberanía sea restablecida.
Esta era la verdadera amenaza al plan Año Cero: como EE.UU.
no es dueño de los activos de Iraq, no puede legalmente venderlos, lo
cual significa que cuando la ocupación termine, un gobierno iraquí
podría llegar al poder y decidir que quieren mantener las empresas públicas
en manos del Estado, o, como es la norma en la región del Golfo,
exceptuar a las empresas extranjera de tener el 100 por ciento de
activos nacionales. Si esto ocurriera, las inversiones hechas bajo las
reglas de Bremen podrían ser expropiadas, dejando a las empresas sin
recurso por sus inversiones habían violado la ley internacional desde
el principio.
En noviembre, abogados comerciales comenzaron a aconsejar a
sus clientes corporativos
no ir a Iraq todavía, que sería mejor esperar hasta después de
la transición.
Las compañías de seguro estaban tan asustadas que ni una de las grandes firmas aseguraría a los inversores por “riesgos
políticos”, esa área de la ley de seguros que protege a las empresas contra gobiernos
extranjeros
que se vuelvan nacionalistas o socialistas y expropien las inversiones.
Incluso los políticos iraquíes sostenidos por EE.UU. hasta
ahora tan obediente,
comenzaron a ponerse nerviosos acerca de sus propios futuros
políticos si
continuaban con los planes de privatización. El ministro de Comunicaciones Haider al-Abadi me dijo sobre su
primera reunión con Bremen: “Yo le dije: mire, no tenemos el mandato para vender nada
de esto. La privatización es una gran cosa, pero tenemos que esperar
hasta que haya un gobierno iraquí”. El ministro de Industria Mohamad Tofiq fue aun más
directo: “No
voy a hacer nada que no sea legal. Eso es todo”.
Ambos
al-Abadi y Tofiq me contaron sobre una reunión, nunca
informada a la prensa, que tuvo lugar a fines de Octubre del 2003. En
esta reunión los 25 miembros del Consejo de Gobierno de Iraq, así
como los 25 ministros interinos decidieron unánimemente que no
participarían en la privatización de las empresas estatales de Iraq
o de su infraestructura de propiedad pública.
Pero Bremer no cedió. La ley internacional prohíbe a los
ocupantes vender activos estatales por ellos mismo, pero no dice nada
acerca de los gobiernos títeres que ellos nombran. Originalmente,
Bremer había prometido entregar el poder a un gobierno iraquí
elegido por elecciones directas, pero a principios de noviembre fue a
Washington para una reunión privada con el presidente Bush y volvió
con un plan B. El 30 de junio la ocupación finalizaría oficialmente,
pero no realmente. Sería reemplazada por un gobierno designado,
elegido por Washington. Este gobierno no estaría atado por las leyes
internacionales que impiden al ocupante vender activos estatales, pero
estaría atado por una “Constitución interina”, un
documento que protegería las leyes de inversión y de privatización
de Bremer.
El plan era riesgoso. La fecha límite del 30 de junio estaba
espantosamente cerca, y había sido elegida por una razón menor: para que el presidente
Bus pudiera anunciar el fin de la ocupación de Iraq durante la campaña
electoral. Si
todo iba de acuerdo con el plan, Bremer tendría éxito en forzar a un gobierno iraquí soberano a aplicar
sus ilegales reformas. Pero si algo salía mal, tendría que seguir adelante con el pase
de gobierno del 30 de junio de todas maneras porque, por entonces, Karl Rove, y no Dick
Cheney o
Donald Rumsfeld, estaría llamando los disparos. Y si hay que elegir
entre la ideología en Iraq y la elegibilidad de George W. Bush, todos
saben quien gana.
Al principio, el plan B parecía andar correctamente. Bremer
persuadió al Consejo de
Gobierno Iraquí de acordar en todo: el nuevo cronograma, el
gobierno
interino y la constitución interina. Incluso maniobró para introducir sigilosamente en la constitución una cláusula
completamente pasada por
alto, el Artículo 26. Establecía que durante la duración del
gobierno
interino, “las leyes, regulaciones, órdenes y directivas
dictadas
por la APC
permanecerían en vigencia”
y sólo podrían ser cambiadas después de una elección general.
Bremer había encontrado este resquicio legal. Habría una
ventana –siete meses–
entre que la ocupación estuviera oficialmente derogada y que las elecciones generales tuviese fecha de realización.
Dentro de esta ventana, las prohibiciones de las Convenciones de Ginebra y La Haya sobre
privatizaciones
no tendrían más aplicación, pero las propias leyes de Bremer, gracias al artículo 26, permanecerían.
Durante esos siete meses, los inversores extranjeros podrían venir a Iraq y firmar
contratos por cuarenta años para comprar los activos iraquíes. Si un futuro gobierno electo
iraquí decidía
cambiar las reglas, los inversores podrían exigir compensación.
Pero Bremer
tiene un formidable oponente: el gran Ayatolá Ali Al Sistani, el más alto clérigo shiíta en Iraq. al Sistani trató
de bloquear el plan de Bremer en cada vuelta, llamando a elecciones inmediatas y para que la
constitución
fuera escrita después de esas elecciones, no antes. Ambas demandas, de ser aceptadas, hubieran cerrado la
ventana de la privatización de Bremer.
Entonces, el 2 de marzo con los miembros shiítas del Consejo
de Gobierno
rehusando firmar la constitución interina, cinco bombas explotaron en
frente de mezquitas en Karbala y Bagdad, matando cerca de 200
feligreses.
El general John Abizaid, el comandante en Jefe norteamericano
en Iraq, advirtió que el país esta en el umbral de una guerra civil. Asustado
por
esta
perspectiva, al Sistani retrocedió y los políticos shiítas firmaron
la constitución
interina. Era una historia conocida: el shock de un ataque violento pavimenta el camino para más terapia de
shock.
Cuando llegué a Iraq una semana más tarde, el proyecto económico
parecía estar nuevamente en ruta. Todo lo que le quedaba a Bremer era obtener su
constitución
interina ratificada por una resolución del Consejo de Seguridad. Entonces los nerviosos abogados y los corredores
de seguros podrían
relajarse y la liquidación de Iraq podría finalmente comenzar. La
APC, mientras
tanto, había lanzado una nueva y gran ofensiva de relaciones públicas destinada a reasegurar a los inversores que
Iraq era ya un seguro y excitante lugar para hacer negocios.
La pieza central de la campaña era la Exposición Destino
Bagdad, una masiva exposición comercial para potenciales inversores
que tendría lugar a principio de abril en el Centro Internacional
Bagdad. Era el primer evento de esta naturaleza dentro de Iraq y los
organizadores habían denominado a la feria comercial con las siglas
DBX, como si fuera alguna suerte de carrera de bicicletas auspiciadas
por Mountain Dew. Hablando de deportes extremos, Thomas Foley viajó a
Washington a contar a un montón de ejecutivos que los riesgos en Iraq
son comparables a “los de esquiar o andar en moto, los cuales,
para muchos, son riesgos aceptables”.
Pero tres horas después de mi arribo a Bagdad, encontré
esos reaseguros extremadamente
difíciles de creer. No había desempacada cuando mi cuarto de hotel
se llenó de escombros y las ventanas de la recepción estallaron.
Calle abajo, el Hotel Monte Líbano había sido bombardeado, en ese
momento el más grande ataque en su tipo desde el final oficial de la
guerra. Al día siguiente, otro hotel fue bombardeado en Basra, y dos
hombres de negocios finlandeses fueron asesinados camino a una reunión
en Bagdad.
El brigadier general Mark Kimmitt finalmente admitió que había
un diseño en juego: “los extremistas han comenzado a abandonar
los objetivos duros.(y) ahora están dirigiéndose a objetivos específicamente
más blandos”.
Al día siguiente, el Departamento de Estado actualizó su
advertencia de viaje: los ciudadanos norteamericanos estaban “severamente
alertados de viajar a Iraq”. Los riesgos físicos de hacer
negocios en Iraq parecían haber entrado en una espiral sin control.
Esto, reitero, no era parte del plan original. Cuando Bremer llegó
por primera vez a Bagdad, la resistencia armada era tan escasa que podía
caminar las calles con un mínimo entorno de seguridad. Durante sus
cuatro meses en el cargo, 109 soldados norteamericano fueron muertos y
570 heridos. En los cuatro meses siguientes, cuando la terapia de
shock de Bremer había hecho efecto, el número de bajas
norteamericanas casi se duplicó, con 195 soldados muertos y 1633
heridos. Hay muchos en Iraq que arguyen que esos eventos están
conectados, que las reformas de Bremer fueron el principal y único
factor de crecimiento de la resistencia armada.
Tomen, por ejemplo, las primeras bajas de Bremer. Los
soldados y trabajadores
que él echó sin pensiones ni indemnizaciones no desaparecieron
tranquilamente. Muchos de ellos fueron directamente a los mujadines,
formando la médula de la resistencia armada. “Medio millón de
personas están ahora peor, y allí tienes el grifo que mantiene a la
insurgencia activa. Es un empleo alternativo”, dice
Hussain Kubba, directivo de un prominente grupo empresario iraquí,
Kubba Consulting.
Algunas de las otras víctimas económicas de Bremer también
han evitado irse tranquilamente. Se dice que muchos de los empresarios
cuyas compañías fueron amenazadas por las leyes de inversión de
Bremer han decidido hacer inversiones en ellos mismos, en la
resistencia. Es parcialmente su dinero el que mantiene a luchadores
con Kalashnikovs y RPGs.
Este desarrollo presenta un desafío a la lógica básica de
la terapia de shock: los
neoconservadores estaban convencidos que si ellos traían sus reformas
rápida e impiadosamente, los iraquíes quedarían atónitos como para
resistir. Pero el shock parece haber tenido el efecto contrario, en
lugar de la predicha parálisis, puso a muchos iraquíes en acción,
mucha de ella extrema. Haider al-Abadi, ministro de Comunicación de
Iraq, lo puso de esta manera: “Sabemos que hay terroristas en el
país, previamente no habían tenido éxito, estaban aislados. Ahora,
porque la totalidad del país esta descontento y una gran cantidad de
gente no tiene trabajo . esos terroristas están encontrando oídos
que escuchan”.
Bremer estaba ahora peleado no sólo con los iraquíes que se
oponían a sus planes sino con los comandantes militares de Estados
Unidos encargados de derrotar a la insurgencia que sus políticas
estaban alimentando.
Comenzaron a expresarse algunas preguntas heréticas: ¿en
lugar de echar gente, qué pasa si el APC crea nuevos trabajos para
los iraquíes? ¿Y si en lugar de vender apresuradamente las 200
empresas estatales de Iraq, que pasaría si las pusiéramos nuevamente
a trabajar?
Desde el comienzo, la conducción de los neoconservadores no
había manifestado
sino desdén por las empresas estatales. De acuerdo con su Año Cero
-regocijo apocalíptico, cuando los saqueadores bajaron a las fábricas
durante la guerra- las fuerzas norteamericanas no hicieron nada. Sabah
Asaad, director gerente de una fábrica de refrigeración fuera de
Bagdad, me dijo que mientras el saqueo se llevaba a cabo, él fue a
las cercanías de una base de la Armada de los EE.UU. y pidió ayuda. “Pedí
a uno de los oficiales que enviara dos soldados y un vehículo para
ayudarme a echar a los saqueadores. Yo estaba llorando. El oficial me
dijo: -Lo siento, no podemos hacer nada, necesitamos una orden del
presidente Bush”.
En Washington, Donald Runsfeld dijo, encogiendo los hombros: “La
gente libre es libre de equivocarse, de cometer crímenes y hacer
cosas malas”.
Ver los restos de la fábrica de Assad, grande como una
cancha de fútbol, es entender por que Frank Gehry tuvo una crisis artística
después del 11 de Septiembre y fue durante un corto tiempo incapaz de diseñar estructuras
que recordasen los escombros de los edificios modernos.
La fábrica saqueada e incendiada de Asaad se parecía
extraordinariamente a una versión heavy-metal del premio Guggenheim de Gehry en Bilbao, España,
con olas de acero, retorcidas por el fuego, yaciendo en montones
dorados terroríficamente hermosos. Sin embargo, no todo estaba
perdido. “Los saqueadores tenían buenas intenciones” –me
dijo uno de los pintores de Asaad–, explicando que dejaron las
herramientas y las maquinarias “para que pudiéramos trabajar de
nuevo”. Porque las maquinarias todavía están ahí,
muchos administradores de empresas en Iraq dicen que les costaría
poco volver a la plena producción. Necesitan generados de emergencia
para arreglárselas con los cortes de corriente diarios, y necesitan
capital para insumos y materias primas. Si esto se consigue, tendría
tremendas consecuencias para la reconstrucción de Iraq, porque
significaría que muchos de los materiales claves necesarios para la
reconstrucción -cemento y acero, ladrillos y muebles- podrían ser
producidos en el país.
Pero esto no ha sucedido. Inmediatamente después del final
nominal de la guerra, el
Congreso se apropió de 2.500 millones de dólares para la
reconstrucción
de Iraq, seguido de un adicional de 18 mil 400 millones de dólares en octubre. Sin embargo, a julio del 2004,
las empresas estatales de Iraq han sido puntillosamente excluidas de los contratos de reconstrucción.
En su lugar, los miles de millones han ido a empresas occidentales,
con la mayor parte de los materiales para la reconstrucción importado
a altos precios del exterior.
Con un desempleo del orden del 67 %, los productos importados
y los trabajadores extranjeros fluyendo a través de las fronteras se una
vuelto una fuente de
tremendo resentimiento en Iraq y, encima, otro grifo que aviva
la
insurgencia. Y los iraquíes no tienen que mirar muy lejos para
recordar esta injusticia; esta expuesta en el más ubicuo símbolo
de la ocupación: el muro antiexplosiones. Las losas de diez pies de alto de
concreto reforzado están en todas partes en Iraq, separando los protegidos -la gente en
hoteles modernos,
casas lujosas, bases militares y, por supuesto, la Zona Verde- de
los
desprotegidos y expuestos.
Si esto no fue suficiente, todos los muros son importados,
del Kurdistan, Turquía o, incluso, más lejos, esto pese al hecho de
que Iraq fue, una vez, uno de los mayores productores de comento, y
podría serlo fácilmente de nuevo. Hay diecisiete fábricas de
cemento estatales a los largo del país, pero la mayoría está
inactiva o trabajando a la mitad de su capacidad. De acuerdo al
Ministro de Industria, ninguna de esas fábricas han recibido un solo
contrato para ayudar a la reconstrucción, aun cuando podrían
producir los muros y satisfacer otras necesidades de cemento a costos
notablemente menores.
La APC paga hasta $ 1.000 por cada muro de concreto; los
productores locales dicen que podrían hacerlos por $ 100. El Ministro
Tofiq dice que hay una simple razón por la cual los norteamericanos
se niegan a que las fábricas de cemento de Iraq se pongan nuevamente
en movimiento: entre los que toman las decisiones, “ninguno cree
en el sector público”. Tofiq dijo que varias compañías
norteamericanas habían expresado un
fuerte interés
en comprar las fabricas estatales de cemento. Esto da pie a una amplia convicción en Iraq acerca de que hay una
deliberada estrategia para descuidar las empresas estatales, una práctica conocida como “hambrea
y luego vende”.
Este tipo de ceguera ideológica ha vuelto a los ocupantes de
Iraq en prisioneros de
sus propias políticas, escondidos detrás de muros que, por su propia
existencia , alientan la ira contra la presencia de los EE.UU. y, con
ello,
aumentando la necesidad de nuevos muros. En Bagdad las barreras de cemento han recibido el popular sobrenombre de muros
de Bremer.
Mientras la insurgencia crecía, se hizo inmediatamente claro
que si Bremer continuaba con
sus de vender las empresas estatales, podría empeorar la
violencia. No
había duda de que las privatizaciones requerirían más despidos: el Ministro de Industria estima que alrededor de
145.000 trabajadores
serían despedidos para hacer a las empresas deseables para los
inversores, con cada uno de esos trabajadores sosteniendo en promedio
una familia de cinco miembros. Para los asediados ocupantes de Iraq la
pregunta era: ¿aceptarían estas víctimas de la terapia de shock su
destino o se rebelarían?
La respuesta llegó, de un modo bastante dramático, a una de
las más grandes empresas estatales, la Compañía General de Aceites
Vegetales. El complejo de seis fábricas produce aceite de cocina, jabón
de tocador, detergentes para la ropa, crema de afeitar y shampoo. Al
menos esto es lo dicho por un recepcionista que me dio brillantes
folletos y almanaques que alardeaban de modernos instrumentos y
el último y más avanzado desarrollo en el campo de la industria
Pero cuando me acerqué a la fábrica de jabón, descubrí un grupo de
trabajadores durmiendo fuera de un oscurecido edificio. Nuestro guía
corrió hacia ellos, gritando algo a una mujer con un guardapolvo
blanco de laboratorio, y súbitamente la fábrica se puso en
actividad: se prendieron luces, los motores comenzaron a funcionar y
los trabajadores –todavía parpadeando de sueño- comenzaron a
llenar botellas de plástico de dos litros con un líquido azul pálido.
Le pregunté a Nada Ahmed, la mujer con el guardapolvo
blanco, por qué la fábrica no estaba trabajando unos minutos antes. Me explicó que sólo
tenían electricidad y materiales suficientes sólo para poner las máquinas
en
funcionamiento
un par de horas por día, pero que cuando llegaban las visitas -posibles inversores, funcionarios
ministeriales, periodistas- tenían que ponerla en marcha.. “Por show”, explicó.
Detrás de nosotros una docena de voluminosas máquinas estaban inactivas, cubiertas por láminas
de plástico grueso y aseguradas con cinta adhesiva.
En un oscuro rincón de la planta cruzamos a un anciano
curvado sobre una bolsa llena de tapas blancas de plástico. Con una fina hoja de metal
mojada en cera,
tallaba cuidadosamente los bordes de cada tapa, dejando a sus pies
una pila de
virutas. “Como no tenemos la pieza adecuada para el modelo, tenemos
que cortarlas a mano”,
nos explicó disculpándose el supervisor. “No hemos recibido
repuestos de Alemania desde que comenzaron las sanciones”.
Noté que aún en la línea de montaje que estaba
nominalmente funcionando casi no había mecanización: las botellas
eran dispuestas bajo los pitorros de alimentación
a mano porque la cinta transportadora no corría, las tapas que
alguna vez
eran puesta a máquina eran puestas a martillazos con una maza de
madera. Incluso el agua para la fábrica se tomaba de un pozo afuera, recogida a mano y acarreada adentro.
La solución propuesta por los ocupantes de EE.UU no era
organizar la planta sino venderla, así que cuando Bremer anunció la
venta en junio del 2003 esta estaba entre las primeras empresas
mencionadas. Sin embargo cuando visité la fábrica en marzo, nadie
quería hablar sobre el plan de privatización; la mera mención de la
palabra dentro de la planta generaba un embarazoso silencio y
significativas miradas. Todo esto parecía una poco antinatural
cantidad de subtexto para una fábrica de jabón, y traté de llegar
al fondo cuando entrevisté al gerente asistente. Pero la entrevista
en sí misma fue igualmente rara: gasté una semana y media para
armarla, enviando preguntas escritas para su aprobación, obteniendo
un nota de permiso firmada por el ministro de Industria, siendo
preguntada e indagada en varias oportunidades.
Pero cuando finalmente comenzó la entrevista, el gerente
asistente se negó a darme su nombre y no me permitió grabar la
conversación. “Cada gerente mencionado en la prensa es atacado
posteriormente”, me dijo. Y cuando le pregunté si la compañía
iba a ser vendida, me dio esta oblicua respuesta: “Si la decisión
fuera de los trabajadores, ellos están contra la privatización; pero
si es de los funcionarios de alto rango y el gobierno, la privatización
es una orden y las órdenes deben ser cumplidas.”
Dejé la planta sintiendo que sabía menos que cuando llegué.
Pero en el camino hacia
los portones, un joven guardia de seguridad le entregó a mi
traductor una
nota. Quería encontrarse conmigo después del trabajo en un restaurant
cercano, “para averiguar lo que realmente ocurría con la privatización”.
Su nombre era Mahmud, y tenía veinticinco años con una prolija barba y grandes ojos negros. (Por su seguridad omito su apellido)
Su historia comenzó en julio, unas pocas semanas después del anuncio
de Bremer sobre la privatización. El gerente de la compañía, en el
camino al trabajo, fue asesinado a tiros. Los informes de prensa
especulaban que el gerente había sido asesinado porque estaba a favor
del plan de privatización de la planta, pero Mahmud estaba convencido
que había sido asesinado porque se oponía al plan. “Nunca
hubiera vendido las fábricas como quieren los norteamericanos. Por
eso lo mataron”.
El hombre muerto fue reemplazado por un nuevo gerente,
Mudhfar Ja'far. Poco después de hacerse cargo Ja'far llamó a una
reunión con funcionarios del ministerio para discutir la venta de la
fábrica de jabón, lo que implicaba el despido de dos terceras partes
de sus empleados. Custodiando esta reunión había varios funcionarios
de seguridad de la planta. Ellos pudieron escuchar desde muy cerca los
plantes de Ja'far y rápidamente informaron sobre las alarmantes
noticias as su compañeros. “Estábamos shockeados, –me
explicó Mahmud– Si el sector privado compra nuestra compañía,
la primer cosa que harán será reducir la planta de personal para
hacer más dinero. Y seremos forzados un destino muy duro, porque la fábrica
es nuestro único medio de vida.”
Asustados con este perspective, un grupo de unos diecisiete
trabajadores, incluyendo a Mahmud, fueron a la oficina de Ja'far para
confronter con él sobre lo que habían oído. “Desgraciadamente, no estaba ahí,
solamente estaba el gerente asistente, con el que tú estuviste”,
me dijo Mahmud. Se inició una trifulca: un trabajador atacó al
gerente asistente, y un guardaespalda disparó tres tiros a los
obreros. El grupo atacó entonces al guardaespalda, tomó su arma y,
dice Mahmud, “y lo apuñalaron con un cuchillo en la espalda tres
veces. Pasó un mes en el hospital”. En enero hubo aun más
violencia.
Camino al trabajo, Ja'far, el gerente y su hijo fueron
tiroteados y severamente heridos. Mahmud me dijo que no tenía idea
quien estaba detrás del ataque,
pero yo comencé a entender por que los gerentes de fábrica en
Iraq tratan de
mantener un bajo perfil.
Al final de la reunión, pregunté a Mahmud qué ocurriría
si la planta fuese vendida pese a las objeciones de los obreros. “Hay dos posibilidades
–me dijo, mirándome
a los ojos y sonriendo gentilmente– O prendemos fuego a la fábrica
y dejamos que las llamas la devoren por completo, o nos encerramos
dentro de ella. Pero no será privatizada.”
Si hubo algún momento en el que los iraquíes estaban tan
desorientados como para no poder resistir la terapia de shock, ese
momento ha pasado definitivamente.
Las relaciones laborales, como todo en Iraq, se han
convertido en
un deporte sangriento. La violencia en las calles aúlla en los portones de las fábricas, amenazando engullirlas. Los
obreros temen perder el trabajo como a una sentencia de muerte y los gerentes, a su vez, temen
a sus
trabajadores, un hecho que hace a la privatización sustancialmente más
complicada que
lo que los neoconservadores habían previsto. Es en Basra donde las
conexiones entre las reformas económicas y el levantamiento de la resistencia fue puesto en sus términos más agudos.
En diciembre el
sindicato de los trabajadores petroleros estaba negociando con
el Ministro de
Petróleo un aumento salarial. Como no obtenían nada, los trabajadores ofrecieron al ministro una simple elección:
aumentaba sus magros salaries o todos ellos se unirían a la resistencia armada.
Recibieron un sustancial
aumento.
Cuando termino la reunión con Mahmud, oí que había una
gran manifestación fuera de los cuarteles de la APC. Seguidores del
joven clérigo radical Moqtada al Sadr estaban protestando por el
cierre de su periódico, al Hawza, por la policía militar. El APS
acusó al al Hawza de publicar “falsos artículos” que podían
“aumentar los reales riesgos de violencia”.
Como ejemplo citaban un artículo que denunciaba que Bremer “está
llevando adelante una política de hambreamiento del pueblo iraquí
para aumentar nuestra preocupación por la procura del pan diario, de
modo tal que no tengamos posibilidades de exigir por nuestras
libertades políticas e individuales”. Me sonó menos a
literatura de odio que a un conciso sumario de la receta de Milton
Friedman para la terapia de shock.
Unos pocos días antes que el periódico fuese cerrado, yo
había ido a Bufa durante las oraciones del viernes para escuchar a al Sadr en su mezquita. Inició un
tirada contra la recientemente firmada Constitución interina de
Bremer, llamándola
“un documento injusto y terrorista”.
El mensaje del sermón era claro: el gran Ayatolá Alí al
Sistani pudo haber retrocedido en el tema de la constitución, pero al
Sadr y sus seguidores estaban determinados a pelear. Y si ellos
ganaban sabotearían el cuidadoso plan neoconservador de ensillar al
próximo gobierno de iraq con su lista de deseos.
Con el cierre del periódico, Bremer estaba dando a al Sadr
su respuesta: no estaba negociando con este ignoto jovencito; más
bien lo sacaría a la fuerza.
Cuando llegué a la manifestación, las calles estaban llenas
de hombres vestidos de negro, lo que rápidamente sería el legendario
Ejército de al-Mahdi.
Me impresionó que si Mahmud perdía su trabajo como guardia
de seguridad en la fábrica de jabón, podría ser uno de ellos. Esto
es lo que son los soldados de al Sadr: hombres que han sido echados
por los grandes planes de los neoconservadores para Iraq, que no ven
ninguna posibilidad de trabajo, y cuyos vecinos no han visto nada de
la prometida reconstrucción. Bremer ha fracasado para estos jóvenes
hombres, y en todo lo que Bremer ha fracasado, Moqtada al Sadr
astutamente ha tenido la intención de tener éxito.
En los barrios pobres shiítas, desde Bagdad hasta Basra, una
red de Centros Sadr coordina una especie de reconstrucción en la
sombra. Con fondos de donaciones, los centros envían electricista a
arreglar líneas eléctricas o telefónicas, organizan la recolección
de basura, dirigen el tránsito donde los semáforos no funcionan. Y sí,
organizan milicias también. Al Sadr tomó las víctimas económicas
de Bremer, las vistió de negro y les dio rústicas Kalashnikovs.
Sus milicianos protegían las mezquitas y las empresas del
estado cuando las autoridades de la ocupación no lo hacían, pero en
algunas áreas también avanzaron más, celosamente hicieron cumplir
la ley islámica volcando bebidas alcohólicas y aterrorizando mujeres
sin velo.
En verdad, el astronómico aumento de la rama de
fundamentalismo religioso que al Sadr representa es otro tipo de
consecuencia de la terapia de shock de Bremer: si la reconstrucción
hubiera provisto de trabajo, seguridad y servicios a los iraquíes, al
Sadr hubiera sido privado de su misión y sus numerosos seguidores.
Al mismo tiempo que los seguidores de al Sadr gritaban “Muera
Norteamérica” fuera de la Zona Verde, algo estaba pasando en
otra parte del país que cambiaría todo. Cuatro soldados mercenarios
norteamericanos fueron muertos en Fallujah, sus cuerpos desmembrados y
carbonizados colgaron como trofeos sobre el Éufrates.
Los ataques darían a los neoconservadores un golpe
desvastador, del que nunca se recuperarían. Con esas imágenes,
invertir en Iraq repentinamente dejó de ser algo como un sueño
capitalista: se convirtió en una macabra pesadilla hecha realidad.
El día que dejé Bagdad fue el peor. Fallujah esta sitiada y
el brigadier general
Kimmitt estaba amenazando “destruir el Ejército de al-Mahdi”.
Al final alrededor de 2.000 iraquíes fueron asesinados en
esas dos campañas gemelas. Yo había sido dejada en un control de
seguridad a varias millas del aeropuerto, luego cargada en un bus
relleno de contratistas arrastrando bolsos hechos a toda prisa. Aunque
nadie lo llamaba así, esto era una evacuación. Durante la siguiente
semana, 1.500 contratistas dejaron Iraq y algunos gobiernos comenzaron
a sacar a sus compatriotas del país por vía aérea. En el bus nadie
hablaba: todos escuchábamos el fuego del mortero, estirando nuestros
cuellos para ver el rojo resplandor. Un tipo llevando un maletín del
KPMG decidió alivianarnos las cosas. “¿Hay clase bussiness en
este vuelo?”, pregunto al silencioso pasaje. Desde el fondo
alguien respondió: “Todavía no.”
Por cierto, todavía puede faltar un tiempo antes de que la
clase bussiness realmente llegue a Iraq. Cuando aterrizamos en Amman,
supimos que nos habíamos ido justo a tiempo. Esa mañana tres civiles
japoneses fueron secuestrados y sus captores amenazaban con prenderles
fuego vivos. Dos días más tarde desapareció Nicholas Berg y no fue
visto de nuevo hasta la película de su asesinato dada a conocer por
sus captores, un mensaje aun más terrorífico para los contratistas
de los EE.UU. que el de los cuerpos
carbonizados
en Fallujah. Ese fue el comienzo de la ola de secuestros y asesinatos de extranjeros, la mayoría de ellos
hombres de negocios, de un arco iris de países: Surcorea, Italia, China, Nepal, Pakistán,
Filipinas, Turquía.
A fines de junio se informó de la muerte de más de noventa
contratistas en Iraq. Cuando fueron secuestrados siete contratistas
turcos en junio, sus captores exigieron a la compañía “cancelar
todos los contratos y sacar a sus empleados de Iraq”. Muchas
compañías de seguros dejaron de vender seguros de vida a
contratistas y otras comenzaron a poner pólizas tan altas como
$10.000 a la semana por un ejecutivo occidental soltero, el mismo
monto que, según se informa, algunos insurgentes pagan por un
americano muerto.
Por su parte, los organizadores del DBX, la histórica feria
comercial de Bagdad,
decidieron instalarla en la adorable ciudad turística de Diyarbakir
en Turquía, a
sólo 250 km. de la frontera iraquí. Un paisaje iraquí, sólo que sin los temidos iraquíes. Tres semanas más tarde
tan sólo quince personas manifestaron su interés por una conferencia del Departamento de
Comercio sobre
inversiones en Iraq, en Lansing, Michigan. Su anfitrión, el congresista republicano Mike Rogers, traó de
reasegurar a su escéptica audiencia diciendo que Iraq es “como cualquier barrio peligroso en
cualquier parte de América”.
Los inversores extranjeros, a los que se les ofrecieron todos
los imaginables atractivos del libre mercado, no estaban claramente
convencidos; no hay todavía ningún signo de ellos. Keith Crane, un
economista señor en la Rand Corporation que ha trabajado para APS lo
ha dicho francamente: “No creo que el directorio de una empresa
multinacional podría a probar una inversión importante en este
ambiente. Si la gente se está tiroteando, es muy difícil para los
negocios”. Hamid Jassim Khamis, el gerente de la más grande
planta embotelladora de refrescos en la región, me dijo que no puede
encontrar ningún inversor, aun cuando tiene las exclusivas licencias
para producir Pepsi en Iraq central. “Mucha gente se nos ha
acercado para invertir en la empresa, pero ahora están realmente
dudando.”
Khamis dijo que no podría culparlos; en cinco meses ha
sobrevivido a un intento de asesinato, una persecución en auto, dos bombas puestas a la
entrada de su
empresa y al secuestro de su hijo.
Pese a haberse otorgado la primera licencia en cuarenta años
a un banco extranjero
para operar en Iraq, el HSBC todavía no ha abierto sus
sucursales,
una decisión que podría significar la pérdida de la licencia. Procter & Gamble ha puesto su joint venture en
bodega y lo mismo ha hecho la General Motors.
Los financistas norteamericanos de los complejos comerciales
y lujosos hoteles Starwood caminan con pies de plomo y la Siemens AG
ha
sacado a la
mayoría de su personal de Iraq. La campana no ha sonado aún en la
Bolsa de Comercio de Bagdad -de hecho uno no puede usar sus tarjetas
de crédito en la economía al contado de Iraq-. La New Bridge
Strategies, la compañía que en octubre había lanzado su “como
un Wal-Mart podía tomar todo el país”, suena ahora bastante más
humildemente. “MacDonald's no abrirá ningún negocio en la
brevedad” dijo al Washington Post el socio de la empresa
Ed Rogers. Tampoco Wal-Mart.
El Financial Times ha declarado a Iraq “el lugar
más peligroso en el mundo para hacer negocios”. Es casi
un logro: tratando de diseñar el mejor lugar del mundo para hacer
negocios, los neoconservadores han logrado crear el peor, el más
elocuente indicio de la lógica que guía los mercados libres
desregulados.
La violencia no sólo ha espantado a los inversores. También
forzó a Bremer, antes de irse, a abandonar muchas de sus centrales
políticas económicas. La privatización de las empresas estatales no
está en la agenda; en su lugar, varias de las empresas estatales han
sido ofrecidas en leasing, pero sólo si el inversor acuerda no echar
un sólo empleado. Miles de trabajadores públicos que Bremer echó
han sido reincorporados, y ha habido significativos aumentos en el
sector público en general. Los planes para terminar con el programa
alimentario también han sido echados al cesto. No parece ser el mejor
momento para negar a millones de iraquíes la única comida que
tienen.
El golpe final para el sueño de los neoconservadores llegó
en las semanas previas al cambio de mando. La Casa Blanca y el APS
estaban apurados para obtener que el Consejo de Seguridad de las
Naciones Unidas aprobase la resolución del cambio de mando. Se habían
esforzado para darle el principal puesto al ex agente de la CIA Iyad
llawi, un movimiento que aseguraría que Iraq se convierta, por lo
menos, en la estación de reabastecimiento para las tropas
norteamericanas que Jay Garner originalmente previó. Pero si las
grandes corporaciones de inversores iban a venir a Iraq en el futuro,
necesitarían un sólido garante de que las leyes económicas de
Bremer regirían. Había un sólo camino para hacerlo: la resolución
del Consejo de Seguridad tenía que ratificar la constitución
interina, la que consolidaba las leyes de Bremer durante el gobierno
interino.
Pero al Sistani una vez más objetó, esta vez inequívocamente,
diciendo que la constitución había sido “rechazada por la mayoría
del pueblo iraquí”.
El 8 de junio, el Consejo de Seguridad unánimemente aprobó
una resolución que aprobaba el plan de entrega del mando, pero que no
hacía absolutamente ninguna referencia a la constitución. Cara a
cara con esta derrota de largo alcance, George W. Bus celebró la
resolución como una victoria histórica, que llegó justo a tiempo
para una foto electoral para la cumbre del G-8 en Georgia.
Con las leyes de Bremer en el limbo, los ministros iraquíes
están ya hablando
abiertamente de derogar los contrtos firmados por el APS. El
esquema de préstamos
del Citigroup ha sido rechazado como un uso indebido de los ingresos
petroleros de Iraq. El ministro de comunicaciones de Iraq está
amenazando renegociar los contratos con las tres empresas de
comunicación que proveen al país su desastrosamente pobre servicio
de telefonía
celular. Y a las empresas libanesas y norteamericanas que se
hicieron cargo
de la red televisiva estatal se les informó que podían perder sus licencias por que no son iraquíes. “Vamos
a ver si podemos cambiar el contrato –dijo, en mayo, Hamid al-Kifaey, vocero del Consejo de
Gobierno–.“No tienen la más mínima idea sobre Iraq.”
Para la mayoría de los inversores, esta completa falta de certeza
legal simplemente hace a Iraq demasiado riesgoso.
Pero mientras la resistencia iraquí ha maniobrado para
asustar a la primer ola de atracadores corporativos, hay pocas dudas de que volverán. Se lo
que fuere el próximo gobierno iraquí -nacionalista, islámico o
liberal- heredará una aplastante deuda de 120 mil millones de dólares.
Entonces, como en todos los países pobres del mundo, hombres con
trajes azul oscuro del FMI aparecerán en la puerta, portando préstamos
y promesas de boom económico, siempre que se lleven a cabo ciertos
ajustes estructurales, que, por supuesto, serán un poco dolorosos al
principio pero que bien valdrá el sacrifico al final.
De hecho, este proceso ya ha empezado: el FMI está por
aprobar préstamos de 2.000 a 2.500 millones de dólares, según el
acuerdo sobre las condiciones. Después de una interminable sucesión
de corajuda resistencia y con la pérdida de tantas vidas, Iraq se
convertirá en una nación pobre como cualquier otra, con políticos
determinados a introducir las políticas rechazadas por la vasta mayoría
de la población, y todos los imperfectos compromisos que trae
aparejado. El libre mercado sin duda llegará a Iraq, pero el sueño
neoconservador de transformar el país en una utopía de libre mercado
ya ha muerto, una víctima de una sueño aun mayor, un segundo mandato
para George W. Bush.
La gran ironía histórica de la catástrofe ocurrida en Iraq
es que las reformas de
terapia de shock que se suponía iban a producir un boom
económico que
reconstruiría el país han activado una resistencia que últimamente hizo imposible la reconstrucción. Las
reformas de Bremer desataron fuerzas que ni los neoconservadores predijeron ni podrían
esperar controlar, desde insurrecciones armadas dentro de las fábricas
hasta decenas de miles de jóvenes desempleados tomando las armas.
Estas fuerzas han transformado el Año Cero en Iraq en el espejo
opuesto de lo que los neoconservadores anhelaban: no una utopía
corporativa sino una macabra dystopia, donde ir a una simple
reunión de negocios puede hacerte terminar linchado, quemado vivo o
decapitado. Estos peligros son tan grandes que en Iraq el capitalismo
global se ha retirado, por lo menos por ahora.
Para los neoconservadores esto debe ser un desarrollo
shockeante: su creencia ideológica en la codicia se ha vuelto más
fuerte que la codicia misma.
Iraq fue para los neoconservadores lo que Afganistan fue a
los Taliban: el único lugar en la tierra donde ellos podían forzar a todos a vivir según
la más literal y
estéril interpretación de sus textos sagrados. Uno pensaría
que los
sangrientos resultados de este experimento podrían inspirar una crisis de fe: en el país donde ellos han reinado
absolutamente libres, donde no había más gobierno local para echarle la culpa, donde
las reformas económicas
fueron introducidas con el máximo impacto y más perfectamente,
crearon, en lugar de un libre mercado modelo, un fallido estadio que
ningún inversor sensato podría tocar. Y todavía los
neoconservadores de la Zona Verde y sus maestros en Washington no están
más dispuestos a reexaminar el meollo de sus creencias que los mullah
taliban estaban inclinados a rever sus almas, cuando su estado islámico
se deslizó a un depravado Hades de opio y esclavitud sexual. Cuando
los hechos amenazan a los verdaderos creyentes, ellos simplemente
cierran sus ojos y oran más fuerte.
Que es precisamente lo que Thomas Foley ha estado haciendo.
El ex cabecilla del “desarrollo del sector privado” ha
dejado Iraq, un país que ha descrito como “la madre de un poco
de todo” y ha aceptado otro trabajo “un poco de todo”,
como el presidente del comité de reelección de George Bush en
Connecticut.
El 30 de abril en Washington se dirigió a una multitud de
empresarios sobre las perspectivas de los negocios en Bagdad. Era un día
bastante duro para dar un discurso optimista: esa mañana habían
aparecido las primeras fotografías de Abu Ghraib, incluyendo la del
prisionero encapuchado con cables eléctricos atados a sus manos. Era
otro tipo de terapia de choque, mucho más literal que la que Foley
había ayudado a administrar, pero no enteramente desconectada. “Sea
lo que fuere que estén viendo, nada es tan malo como parece –dijo
Foley a la multiud– Tienen que aceptar esto con fe.”·
(*) Naomi Klein es la autora de No Logo y escritora y
productora de La Toma, un nuevo documental sobre las fábricas
ocupadas en la Argentina.
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