Irak
y la política árabe
Por
Fawaz Gerges (*)
Mundo Árabe, septiembre 2004
Mientras
Estados Unidos y Gran Bretaña se hallan enzarzados en un acalorado
debate sobre las explicaciones propuestas en su día para desencadenar
la guerra contra Irak, no ha tenido lugar esfuerzo alguno de reflexión
o introspección en el seno del mundo árabe. Los gobernantes árabes
se manifiestan muy parcamente sobre el lamentable fracaso de su
diplomacia y su incapacidad para articular una postura realmente
operativa con el objetivo de anteponer los intereses del pueblo iraquí
a los de Sadam. En vísperas de la guerra los políticos árabes, en
lugar de aportar alternativas para ayudar a los iraquíes a librarse
de la tiranía que les oprimía, se preocuparon por cuestiones de
naturaleza únicamente polémica como exponer abiertamente su oposición
a la guerra impulsada por Estados Unidos o culpar a Sadam.
La
diplomacia interna árabe fue un ejercicio de relaciones públicas,
destinado al consumo público, más que un esfuerzo concertado
orientado a la solución de la crisis. En lugar de verdaderas
actuaciones, palabras. La crisis iraquí ha venido a reforzar la
afirmación de que los discursos de los gobiernos árabes son
“zahira sawtiya” (un fenómeno meramente sónico) que no se toman
en serio amigos ni enemigos. Prescindiendo de si las elites dirigentes
árabes supieron sopesar la gravedad de la crisis y sus posibles
repercusiones en el contexto de la región, su inacción puso de
relieve no sólo las divisiones y fracturas en el seno de sus propias
filas sino también su insolvencia moral.
El
viejo orden se desmoronaba ante sus propios ojos. No obstante, los
dirigentes árabes enterraron la cabeza en la arena confiando en que
la tormenta pasaría rasante sobre ellos acarreando un perjuicio ínfimo
a sus regímenes autocráticos. Ni siquiera repararon en la
posibilidad o conveniencia de ser previsores, promoviendo iniciativas
para expulsar del poder a Sadam que podrían haber dificultado la
justificación norteamericana de la guerra. Los estados árabes no
repararon apenas en una estrategia que habría ahorrado la invasión
al pueblo iraquí impidiendo al tiempo que EE.UU. la llevara a cabo a
costa de Sadam. Dada la determinación de la Administración de Bush
de ir a la guerra, los árabes no estaban en condiciones de matar dos
pájaros de un tiro: salvar el régimen baazista y ahorrar
padecimientos a la población iraquí. No consiguieron alcanzar una
decisión clara en el sentido de ayudar a la población e
–indirectamente– tomaron partido por Sadam.
Actuar
en nombre del pueblo iraquí habría exigido la experiencia y
competencia necesarias para inaugurar la senda de un complejo proceso
de adopción de decisiones apoyado en un liderazgo dotado de visión
de futuro, en unión de una mayor sensatez y buen criterio propios de
una política realista. En lugar de ello, en el escenario diplomático
y a través de comunicaciones tanto formales como informales, sólo
afloraron necios convencionalismos, dilaciones y falta de decisión,
recriminaciones e inacción: en otras palabras, parálisis.
La
gravedad de la situación política obligaba a inclinarse por
estrategias de miras más ambiciosas y amplias –aunque no exentas de
dificultades– que habrían implicado poseer capacidad iniciativa,
visión a medio y largo plazo y disposición a arrostrar riesgos...
elementos muy escasos en la política árabe. Por el contrario, los
gobernantes árabes dieron prueba de emplear un doble lenguaje ya
fuera en sus declaraciones abiertas o en sus insinuaciones dirigidas
tanto a sus respectivas ciudadanías como al mundo en general. Juraron
públicamente por el Altísimo que se opondrían a la guerra que se
avecinaba, mientras al propio tiempo en privado aparentaban ser
impotentes y prometían apoyar a su amo la superpotencia. Tanto da
para el caso que no probaran ni potenciaran su capacidad negociadora
en términos similares con respecto a Turquía. Tanto da que no se
situaran al mismo nivel de su ciudadanía en la cuestión de contraer
obligaciones con Washington ni en la relativa a los días contados del
régimen de Sadam. Podría haberse opuesto un argumento convincente en
el sentido de que Sadam debía marcharse por el bien de los iraquíes
y la supervivencia de su Estado y no simplemente porque los poderes fácticos
de la Casa Blanca perseguían el final del régimen de Sadam Husein.
Sin
embargo, aspirar en este caso a cualquier forma de sensatez o previsión
habría equivalido a pedir demasiado a todo esos cínicos sempiternos
que han sobrevivido durante tanto tiempo gracias a su maestría en el
arte de hablar con doblez y de inducir insidiosamente a la confusión.
El problema en toda esta farsa radica no sólo en el pesimismo y la
visión negativa que va infiltrándose en la sociedad –y en el
desencadenamiento frenético de toda suerte de teorías basadas en la
conspiración– sino también en la mayor exacerbación de la crisis
de legitimidad que aqueja al orden político en el Mundo Árabe.
Nunca
con anterioridad se han visto los dirigentes autócratas tan desnudos
a ojos de sus ciudadanos como se ven ahora. Resulta casi un milagro el
hecho de que el sistema autocrático que caracteriza a los estados árabes
haya resistido durante tanto tiempo investido de tan escasa
legitimidad. No es desechable la eventualidad de su desplome repentino
mediante un estallido, conforme a la lógica de los iraníes.
A
los dirigentes políticos del Mundo Árabe –admitamos la verdad–
no les preocuparon ni Sadam Husein ni sus súbditos encarcelados. Su
objetivo primordial fue preservar el statu quo y limitar en la medida
de lo posible el impacto de la crisis sobre sus “feudos de tribu y
clan”. Confiaban asimismo en complacer a la Administración Bush y
evitar convertirse en el blanco de los partidarios de la línea dura
de la extrema derecha estadounidense. Su supervivencia política
adquirió carácter de preferencia absoluta, prescindiendo de los
efectos deletéreos a largo plazo sobre sus propios regímenes y del
equilibrio geoestratégico de poder.
Cuando,
por fin, los jefes de Estado árabes se reunieron en El Cairo en vísperas
de la guerra, se dividieron en dos campos. Los nacionalistas –Siria,
Yemen, Libia y Sudán– deseaban consolidar su postura de oposición
a la guerra inminente, así como impedir que cualquier Estado árabe
diera apoyo logístico y material a las fuerzas invasoras
norteamericanas. Aunque los aliados de EE.UU. –Egipto, Arabia Saudí,
Jordania y Kuwait– hicieron constar de forma unánime su oposición
verbal a la guerra, rehusaron dar su conformidad a la prohibición de
proporcionar apoyo logístico a Estados Unidos. Al fin y al cabo, esos
gobiernos ya habían facilitado a la Administración Bush acceso a sus
bases y puertos mediante previo acuerdo. Fue, como todos sabían,
trato hecho.
Sin
embargo, la forma clásica del ceremonial de los intercambios verbales
entre estados árabes hubo de cumplirse y respetarse fielmente
prescindiendo de su total ausencia de contenido. El campo de los
partidarios de EE.UU. insistió también en la cuestión de que evitar
la guerra se hallaba en manos de Sadam, a fin de poder acusarle por la
ruptura de las hostilidades y, consecuentemente, justificarse a ojos
de sus pueblos. En suma, la cumbre árabe en vísperas de la guerra
constituyó un desastroso fracaso. Puso al descubierto profundas
disensiones entre los estados árabes y una falta general de previsión
y perspectiva. Los gobiernos nacionalistas adoptaron la senda de las
elevadas exigencias éticas sin parar mientes en la odisea del pueblo
iraquí y la creciente irritación de Estados Unidos. Los habituales
aliados de EE.UU., por su parte, carecían de la necesaria previsión
conceptual y valentía ética para establecer las reglas básicas
conducentes a evitar la guerra: Sadam y sus colaboradores más próximos
debían irse, hecho lo cual la comunidad internacional –junto a la
Liga Árabe– ayudaría a los iraquíes a rehacer y reconstruir sus
quebrantadas instituciones según directrices más representativas.
Aunque tal cosa tampoco habría sido fácil –dada la misma obsesión
de Sadam de retener el poder–, incluso él, al verse ante un frente
árabe unido y una invasión extranjera inminente, podría haber
buscado finalmente una salida diplomática, una fórmula para salvar
la cara que garantizara su supervivencia y la de su familia.
Esta
arriesgada estrategia, en el caso de los estados árabes moderados,
habría resultado preferible a la inacción, puesto que habría
colocado a la mayoría de los árabes al lado del pueblo iraquí. Sin
alianza a la vista, se vieron reducidos a la condición de
espectadores pasivos del drama que se desplegaba ante sus ojos...
convirtiéndose así en juguete tanto en las manos de Sadam como de la
Administración Bush. La división en el seno de las filas árabes
permitió a esta última afirmar que contaba con un apoyo árabe tácito
a su operación militar para derribar al dictador iraquí, y el
primero afirmó –y tal vez incluso creyó– que disfrutaba un
mandato que le habilitaba para aferrarse al poder sin tener en cuenta
el precio que ello implicaba para Irak y para su pueblo.
Los
árabes moderados no deseaban sentar un precedente al obligar a uno de
los suyos a abandonar el poder, sobre todo mediando la acción de una
superpotencia que ya había perfilado un calendario a largo plazo...
Les preocupaba en mayor medida mantener su elevada posición basada en
un ejercicio autocrático del poder que encontrar la forma de ayudar a
los iraquíes a librarse de su dictador.
Los
ideólogos de la extrema derecha de la Administración Bush tampoco
estuvieron por la labor con sus apenas veladas amenazas de reemplazar
los regímenes autoritarios existentes en la región por otros
“democráticamente constituidos”. Los autócratas árabes, fuera
cual fuera su tendencia política, se sintieron amenazados y unidos
frente al supuesto “proyecto democratizador norteamericano”.
Contaban con escasos incentivos para facilitar la expulsión del poder
de Sadam, acelerando en consecuencia el debilitamiento de sus tiránicos
regímenes.
El
precio de la inacción fue que los gobiernos árabes no influyeron
diplomáticamente sobre la crisis iraquí, aunque ésta afectó
seriamente al fundamento mismo de su orden político. Los políticos y
diplomáticos norteamericanos invirtieron considerables esfuerzos en
la negociación con Turquía, ofreciendo miles de millones de dólares
por el empleo de sus bases militares en la invasión. Sostuvieron,
asimismo, conversaciones con representantes del Gobierno iraní para
garantizar la neutralidad de este país en el curso de la guerra. En
cambio, EE.UU. no hubo de buscar excusa buena para tomarse en serio a
los estados árabes –ya fueran nacionalistas o aliados–, cuyo
apoyo en mayor o menor medida se daba de hecho por descontado.
Las
sociedades árabes –no sólo los gobernantes árabes– se hallaban
profundamente divididas sobre la forma de abordar la crisis iraquí.
Se abrió un foso alarmante entre la opinión pública árabe y su homóloga
iraquí. La opinión pública árabe –la “calle árabe”, como la
califican los medios de comunicación occidentales–, profundamente
recelosa sobre la política exterior norteamericana, pero
familiarizada con su mentalidad, se oponía a la guerra de forma
aplastante. A ojos de los árabes, no existe una política exterior de
EE.UU. susceptible de ser calificada de positiva: se considera a este
país como un país hostil a los propios intereses nacionales. La
opinión pública árabe, obligada a elegir entre “la liberación”
de los iraquíes a manos norteamericanas o un apoyo indirecto a Sadam,
eligió esta última alternativa. Los iraquíes, en cambio, mostraron
unos puntos de vista más matizados, desesperados por librarse de su
tirano. Aunque los iraquíes no apoyaron una invasión militar,
parecieron dispuestos a conceder a EE.UU. el beneficio de la duda en
su campaña para derribar al régimen de Sadam. Mantuvieron viva su
desconfianza hacia EE.UU. hasta que el polvo se asentó en el campo de
batalla iraquí.
Numerosos
árabes no valoraron adecuadamente la difícil situación de los iraquíes,
aterrorizados por Sadam. Permitieron que sus preferencias ideológicas
predominaran sobre las cuestiones de los derechos humanos y de la
libertad de sus hermanos iraquíes. El resultado es que en la
actualidad muchos iraquíes se sienten distanciados de sus homólogos
árabes y abandonados por ellos.
Algunos
incluso hacen llamamientos en favor de un reordenamiento que
paulatinamente les aparte del contexto árabe en que viven. Las
chispas de un odio profundo y hostil saltan actualmente entre iraquíes
resentidos y árabes impenitentes, tanto en las emisiones de radio y
televisión como en las páginas de opinión de los principales periódicos.
Su eco cruza las fronteras de Irak y sacudirá probablemente los
mismos cimientos de las relaciones entre los países árabes.
La
crisis iraquí ha desacreditado y debilitado aún más a la Liga Árabe.
Y, lo que reviste mayor importancia, ha expuesto a la luz pública lo
inadecuado de las ideas y los marcos conceptuales empleados en ciencia
política para analizar y comprender la política árabe. La crisis
también ha hecho trizas los mitos de la solidaridad y la unidad del
Mundo Árabe, así como el papel de la opinión pública y el
significado de la “condición árabe”. Los árabes no sólo
estuvieron divididos, sino que además mostraron de forma tácita una
actitud condescendiente ante la invasión y la ocupación de un Estado
hermano por una potencia extranjera.
Los
gobernantes árabes se hallan expuestos a la inquieta reacción de sus
ciudadanías respectivas, que se señalan mutuamente con el dedo
acusador por haber fallado a Irak y a los iraquíes. Los iraquíes
reprochan, a su vez, a sus compatriotas su silencio sobre los crímenes
contra la humanidad perpetrados por Sadam, entre los que se cuenta la
desaparición de 300.000 iraquíes a lo largo de sus 24 años de
mandato.
Ahora,
Tras casi un año de la invasión de Irak, los gobernantes árabes
apenas se pronuncian sobre el Irak posbaazista. Aparte de las
generalidades sobre la necesidad de una rápida emancipación política
de los iraquíes, no han aclarado el papel que les gustaría desempeñar
en el nuevo Irak ni su aportación para ayudar a los iraquíes en la
reconstrucción del Estado y de la sociedad. No se ha depositado sobre
la mesa ninguna propuesta relativa al despliegue de –por ejemplo–
50.000 o incluso 70.000 soldados árabes en Irak en el marco de una
fuerza multilateral internacional, a fin de garantizar la paz y
presionar en mayor medida a la Administración Bush para que comparta
la adopción de decisiones con la ONU con el fin de acelerar un
proceso de transición que acabe con la ocupación ilegal del país.
Una iniciativa política de estas características indicaría bien a
las claras –factor importante– que los estados árabes muestran
una actitud sincera al tender la mano a los iraquíes. La política árabe
debe trabajar seriamente para acabar con la lógica de ocupación e
invasión estadounidense en Irak, buscando nuevos mecanismos que
conducirán a la constitución de un gobierno legítimo.
(*)
Fawaz Gerges es libanés, profesor de Política Internacional y
Estudios sobre Oriente Medio del Sarah Lawrence College. Autor de Los
islamistas y Occidente (Cambridge University Press).
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