Desastre en Irak; legado
inescapable
Por Robert Fisk
The Independent
Traducido por Jorge Anaya, La
Jornada, México, 11/10/04
Escribo un libro sobre nuestra necesidad de
escapar de la historia o, más bien, de nuestra incapacidad para
escapar de los efectos de las decisiones tomadas por nuestros padres y
abuelos. Mi padre fue soldado en la Primera Guerra Mundial o, como
dice en el reverso de su medalla de campaña, "La Gran Guerra por
la Civilización", que es el título que escogí para mi libro.
En el espacio de escasos 17 meses
después de que la guerra de mi padre terminó, los vencedores habían
trazado las fronteras de Irlanda del Norte, Yugoslavia y la mayor
parte de Medio Oriente. Y he pasado toda mi vida profesional viendo
arder gente dentro de esas fronteras.
Alguna vez me senté con el viejo
Malcolm Macdonald, el ex secretario colonial británico, a hablar
sobre su entrega de los puertos del tratado irlandés a De Valera
antes de la Segunda Guerra Mundial, con lo cual privó a Gran Bretaña
de tres grandes puertos durante la batalla del Atlántico. Fue un paso
que le ganó el desprecio imperecedero de Winston Churchill.
Sin embargo, era inevitable que
acabáramos hablando de sus vanos intentos por resolver el
"problema palestino" en la década de 1930. En la Cámara de
los Comunes, Churchill condenó con rabia a Macdonald por haber
restringido la inmigración judía a Palestina. Todavía conservo las
notas con la declaración de Macdonald.
"Tuvimos una terrible discusión
en la Cámara de los Comunes y después, cuando nos encontramos en el
vestíbulo, Churchill me acusó de ser pro árabe. Me dijo que los árabes
eran salvajes y que no sabían hacer otra cosa que estiércol de
camello. Me di cuenta de que no tendría caso tratar de hacer que
cambiara de opinión. Así que de pronto le dije que ojalá tuviera un
hijo. Me preguntó por qué, y le dije que estaba leyendo un libro
llamado Mis primeros años con Winston Churchill, y que me gustaría
que algún hijo mío hubiera vivido esa vida. En ese momento a
Churchill se le llenaron los ojos de lágrimas y me abrazó diciendo:
'Malcolm, Malcolm'. Al día siguiente me llegó un paquete con un
ejemplar autografiado de su libro más reciente, sobre la vida de
Marlborough."
Mi padre reverenciaba a Churchill,
y suplicó a un amigo que le pidiera autografiarle un libro; por eso
tengo hoy en mi biblioteca Marlborough: su vida y tiempos, con las
palabras: "Inscrito por Winston Churchill 1947", de puño y
letra del gran hombre. Todavía lo saco de cuando en cuando para
observar esa caligrafía y reflexionar en que aquel fue el hombre que
envió nuestras tropas a Galípoli, el que le estrechó las manos a
Michael Collins, se opuso él solo a Adolfo Hitler, hizo campaña en
favor del sionismo en Palestina y envió al rey Faisal a Irak como
premio de consolación por haber perdido Siria ante los franceses.
"La situación que enfrentó
el gobierno de su majestad en Irak al principio de 1921 fue de lo más
insatisfactoria", escribió Churchill en La crisis mundial: los años
posteriores, con relación a la insurgencia contra el dominio británico.
Su amiga Gertrude Bell -y en esto soy deudor de la espléndida biografía
revisada de la "secretaria oriental" británica en Bagdad,
escrita por HVF Winstone- intentaba ese mismo año instalar un
"gobierno árabe con consejeros británicos" en Irak, de
manera que la ocupación británica pudiera retirarse.
"No sé qué vaciladas se
traen los aliados con eso de los mandatos", escribió, "pero
yo me uno totalmente a las protestas de la Liga de las Naciones porque
debe hacerse público... todos los funcionarios de las provincias del
Eufrates dicen que la población no aceptará funcionarios sunitas y
que el consejo (provisional) se ponga alegremente a designarlos... por
lo menos un chiíta de Kerbala (sic) ha aceptado el Ministerio de
Educación..."
Bell asistió a la célebre
-tristemente- conferencia de Churchill en El Cairo, en la cual los
británicos decidieron el futuro de la mayor parte de Medio Oriente.
Te Lawrence estaba allí, desde luego, junto con todo hombre o mujer
británicos que creían entender la región. "Les contaré de la
conferencia", escribió Bell a una amiga en su estilo jocoso y
desenfadado. "Fue maravillosa. Cubrimos más trabajo en una
quincena que el realizado en un año. Churchill estuvo
admirable."
Es para quitar el aliento: los británicos
creímos poder arreglar Medio Oriente en 14 días. Y de esa manera
trazamos las fronteras de Irak y el futuro de lo que mucho después
Churchill llamaría "el desastre infernal" de Palestina.
Siempre recordaré la forma en que Macdonald, en su hogar en Sevenoaks,
hace 26 años, se volvió hacia mí durante la conversación: "En
Palestina fallé", me dijo. "Y por eso está usted ahora en
Beirut".
Tenía razón, claro. Si en
realidad hubiera "arreglado" Medio Oriente, yo no habría
pasado 29 años de mi vida viajando de una guerra sangrienta a otra
entre las mentiras y engaños de nuestros gobernantes y de los
delegados que designaron para mandar sobre los árabes. Si en realidad
hubiera "arreglado" Medio Oriente, Ken Bigley no habría
sido asesinado en Irak la semana pasada.
¿Podemos escapar? ¿Podremos algún
día decir -tanto los occidentales como los pobladores de Medio
Oriente-: "¡Basta! ¡Comencemos de nuevo!"? Me temo que no.
Nuestras traiciones y nuestras promesas rotas -a judíos y árabes por
igual- han creado una especie de enfermedad irreversible, algo que no
se irá y para lo cual no puede haber perdón ni lo habrá durante
generaciones.
Observemos, por ejemplo, cómo
azuzamos a Saddam Hussein para que invadiera Irán en 1980, cómo lo
patrocinamos durante ocho años terribles con créditos de exportación,
armas, aviones y químicos para preparar gas. Visto en perspectiva,
también hicimos algo más. Al sostener la guerra de Saddam, ayudamos
a toda una generación de iraquíes a aprender a pelear y a morir.
Esta semana llamé a mi viejo amigo
Tony Clifton, quien vive en Australia. El y yo reportamos la guerra Irán-Irak
de 1980-88 desde ambos frentes. "Nada más piensa", me dijo.
"A todos esos millones de iraquíes se les enseñó cómo
combatir a un gran ejército. Solían emplear sus tanques como
posiciones fijas, asomando apenas los cañones sobre la arena para
detener a los iraníes. No se les permitía usar su iniciativa. Pero
ahora Saddam se ha ido y todos esos tenientes y capitanes son mayores,
pueden usar su iniciativa y sus destrezas de combate contra los
estadounidenses. Me parece que por eso la resistencia en Irak tiene
tanto éxito."
Sospecho que Clifton tiene razón,
y que la guerra de ocho años con Irán que tanto entusiasmo
respaldamos está íntimamente conectada con la actual insurgencia y
con el salvajismo que en ella despliegan los hombres armados y los
atacantes suicidas iraquíes.
¿Y qué decir de los
estadounidenses? He estado releyendo el asombroso recuento que escribió
Seymour Hersh en 1970 de la matanza de My Lai en Vietnam. Y hay algo
en la indiferencia hacia la muerte y en la crueldad con que Medina y
Calley perpetraron esa matanza que me pareció estremecedoramente
familiar.
Los estadounidenses tienen un ejército
profesional en Irak, pero está adoptando una indiferencia
escalofriante hacia la forma en que mata mujeres y niños en Fallujah,
simplemente negando que en sus ataques aéreos perezcan inocentes, e
insistiendo en que todos los 120 muertos en su operación en Samarra
son insurgentes, lo cual de ninguna forma puede ser cierto.
¿Qué hay de la más reciente
carnicería en una boda, otro "éxito" estadounidense contra
el terrorismo? Como los periodistas ya no pueden viajar por el
interior de Irak, no quedan testigos independientes de esta guerra
espantosa. ¿Qué ocurre en Ramadi y Hilla y todas las demás ciudades
donde las fuerzas del Pentágono realizan sus brutales incursiones?
Tony Blair aún cree que su
repulsiva invasión no fue un error. Aún parece tragarse su propia
versión de la Gran Guerra por la Civilización, así como mi padre
alguna vez creyó en ella. Y ahora me pregunto qué horrores depara aún
este desastre para las generaciones futuras, las cuales también se
preguntarán si les será posible escapar de la historia.
|