El
"genocidio" cultural: un millón de libros
destruidos
Por Fernando Báez
(*)
Al-Quds, 16/10/04
¿Por dónde
comenzar? Acaso la primera señal, o la última, de que algo iba a
cambiar mi vida fue el teléfono, que sonó repetidas veces a finales
de abril. Alguien insistía con desesperación o vanidad, y pensé que
se trataba, sin duda, de alguien confundido. Se sabe que los números
equivocados nunca están ocupados, así que el mío podía ser un número
perfecto. Cuando contesté, presionado por la molestia del timbre,
nada de lo que creía, por supuesto, resultó cierto. Era Giovanny Márquez,
un viejo amigo mío, abogado experto en bienes culturales, y su voz se
oía lejana, distorsionada, descortés. Había retornado de España
con la noticia de la destrucción de un millón de libros en la
Biblioteca Nacional de Bagdad (Dar al-Kutub wa al-Watha’iq).
Desesperado y
deprimido, me explicó que una comisión internacional iría a Irak a
confirmar esta mala noticia, con apoyo de la Unesco, el Centro de
Estudios Árabes y otras organizaciones. Dos universidades
latinoamericanas, además, me postularon como experto en el tema. Márquez
insistió en que debía ir porque, en efecto, había pasado mi vida
entera dedicado a estudiar el problema de la biblioclastia, el nombre
griego que se da a la destrucción de libros, y era una oportunidad única
de comprobar lo aprendido. Y así fue como todo, súbitamente, cobró
un sentido que me era ajeno.
Para inicios de mayo
de 2003, salía rumbo a París y luego a Jordania. Desde Ammán llegué
hasta el puesto de Karama y, tras un recorrido de 600 kilómetros por
la llamada «autopista del miedo», a Bagdad. Fue un mal viaje, y como
era de esperarse enfermé debido al calor (en ese entonces las
temperaturas llegaban a los 50 grados centígrados). Una vez instalado
en el hotel, pasé una noche sin ventiladores ni agua, pero me repuse;
ya bien temprano, supe que me quedaba poco tiempo y debía aprovechar
cada minuto, lo que me obligó a recordar el consejo de mi antiguo
jefe de la época en que vendía enciclopedias y biblias para poder
estudiar: el modo más rápido de encontrar algo es buscar otra cosa.
Se suponía que debía acudir a la CPA (Coalition Provisional
Authority) a interrogar a los norteamericanos sobre lo ocurrido, pero
desestimé esa opción, en claro desafío, y preferí echar un vistazo
por mi cuenta, bajo mi propio riesgo. Mi plan, en verdad, era el más
sencillo que pueda imaginarse: ir, tomar apuntes, escuchar a los
empleados iraquíes partidarios o enemigos de Saddam Hussein. Lo que
averigüé y vi, vale la pena advertirlo, me produjo un insomnio que aún
permanece. Habría sido mejor, tal vez, olvidar, pero uno olvida para
que todo, de nuevo, lo sorprenda. Las trampas de la razón son las más
arteras.
¿Qué pasó en la
Biblioteca Nacional de Bagdad? Cualquier explicación que proporcione
tiene su punto de arranque en la visita que hice a la biblioteca, un
edificio de tres pisos uniformes de 10.240 m2, con celosías arábigas
en todo el medio, construido en 1977 y localizado en Rashid, paralelo
al deteriorado y antiguo Ministerio de Defensa (destruido durante los
bombardeos de 1991). Cuando llegué, permanecía en pie una estatua de
Saddam con la mano izquierda en posición de saludo y la derecha
sosteniendo contra su pecho un libro (aunque no se crea, Hussein,
autor de varios libros, particularmente novelas, era un lector voraz y
consecuente). Entiendo que esa estatua fue derrumbada, como todas las
otras. En las escaleras del frente estaba un grupo de soldados
norteamericanos, algunos de ellos latinos. Fumaban sus colillas de
cigarro con desidia y se divertían con bromas rápidas. No voltearon
ni para mirarme. La fachada, en el centro, sufrió daños por el
fuego, que alcanzó a quemar las paredes, dejando manchas negras
enormes. Rompió con tal fuerza las ventanas que imprimió en el sitio
un aire melancólico.
Casi a las once de la
mañana del 10 de mayo, entré con mi grupo de trabajo. Éramos unos
cinco o seis, guiados por un coordinador. La puerta tenía un
gigantesco candado, que fue abierto con gran recelo. La entrada,
protegida del sol por un saliente en cuyo borde hay unas letras en árabe
que exaltan la fe y el nombre de la biblioteca, dejaba ver en el
interior a decenas de obreros y expertos que trabajaban en el lugar. Y
entonces sobrevino lo que creí una pesadilla: encontré una atmósfera
de guerra en el más craso estilo. La luz, filtrada con reservas y
ambigüedad por las ventanas, dejaba a la vista muebles destrozados
por doquier y miles de papeles en el piso. La sala de lectura, el
fichero de madera con el catálogo de todos los libros y los estantes
mismos habían sido literalmente arrasados sin piedad. Pero mientras
continuaba mi camino, las escenas aumentaban su poder de conmoción.
La estructura se veía tan severamente afectada que la juzgué
precaria: difícilmente soportaría el impacto de un temblor mínimo.
Aún había cenizas por todo el piso. Los archivos de metal estaban
quemados, abiertos y vaciados en gran medida.
El saqueo de la
Biblioteca, según me comentaron, estuvo precedido por algunos hechos
desconcertantes. Primero fue el ataque a Bagdad con bombas Moab y
misiles, que destruyeron más de 200 edificios públicos, decenas de
mercados y negocios. La operación fue llamada «Impacto y pavor» y
se mantuvo durante los últimos días de marzo. El 3 de abril se
iniciaron los combates en el aeropuerto Saddam Hussein, a diez kilómetros
del centro. El 7 ya había tanques en las calles. Hacia el 8 de abril,
las tropas norteamericanas ya tenían control de ciertas zonas de
Bagdad, una ciudad bastante extensa si se considera que ocupa casi 24
kilómetros y cuenta con más de 730 barrios.
Los ataques, no
obstante, además de la información de que el régimen de Saddam
Hussein había caído y el presidente había huido con sus hijos a un
refugio, provocaron una confusión general. No había policía y los
soldados norteamericanos tenían órdenes expresas de no disparar
contra civiles ni atender peticiones ajenas a los objetivos militares.
El miércoles 9 de abril cayó la gran estatua de Hussein en la plaza
central. Un soldado llegó incluso a poner una bandera de Estados
Unidos en la cara, y poco después corrigió su gesto y la remplazó
con una bandera iraquí. Una vez que estas imágenes circularon y el
rumor se confirmó, una oleada humana, reprimida por diez años de
bloqueo económico y una dictadura implacable, se lanzó a las calles
sin control. El pillaje inicial se dirigió contra los palacios y las
casas de los jefes iraquíes. De los hospitales se llevaron hasta las
camas. En las tiendas, los comerciantes, armados con pistolas, fusiles
y barras de hierro, montaban guardia y ahuyentaban a los ladrones,
muchos de ellos jóvenes, niños y mujeres. No pocos fueron los
lugares, considerados símbolos del régimen, que sucumbieron entre el
9 y 10 ante la violencia de los saqueos.
Fue el día 10
cuando, procedente de los suburbios, se reunió una multitud en la
Biblioteca, que no estaba defendida por ninguna unidad militar. Al
inicio predominaron la cautela y la prisa, luego el descaro, y una
anarquía impuso las reglas de saqueo. Niños, mujeres, jóvenes y
ancianos se hicieron con todo lo que pudieron, de un modo selectivo,
como si hubieran ido de compras. El primer grupo de saqueadores, que
contaba con un apoyo externo, sabía dónde estaban los manuscritos más
importantes y se apresuró a tomarlos. Otros saqueadores, hambrientos
y resentidos con el régimen depuesto, llegaron después, en busca de
objetos valiosos, y provocaron el desastre posterior. La muchedumbre
corría por todos lados con los libros más valiosos. También
cargaban consigo las fotocopiadoras, resmas de papel, los equipos de
computación, las impresoras, los muebles y las máquinas donadas por
la Unesco. En las paredes, quedaron escritos mensajes como «Muerte a
Saddam», «Muere Saddam», «Saddam apóstata». Inexplicablemente,
un camarógrafo filmó sin prisa estos actos y luego se desvaneció
sin dejar rastro. Es posible que cualquier día podamos ver esa triste
cinta, que va a revelar un misterio tan curioso como el de la quema de
la Biblioteca de Alejandría: ese misterio es cómo sabían los
saqueadores que las tropas norteamericanos no les dispararían y por
qué algunos de ellos tenían listas con órdenes.
Los saqueos se
repitieron una semana más tarde y, sin mediar palabra, un grupo llegó
en autobuses de color azul, sin sellos oficiales, el día 13, y
alentado por la pasividad de los militares que circulaban unas calles
más allá, roció con algún combustible los anaqueles y les prendió
fuego. Es obvio que se hicieron también piras con libros para
encenderlos. Según otra versión, se usaron fósforos blancos, de
procedencia militar, para el incendio, y hay evidencias que lo
confirman. Pasadas unas horas, una columna de humo podía verse a más
de cuatro kilómetros y en ese incendio voraz desaparecieron las
obras. Entre otros daños, ardieron las viejas máquinas y algunos
periódicos. En el tercer piso, donde estaban los archivos
microfilmados, no quedó nada. El calor, según pude constatar, fue
tan intenso que dañó el piso de mármol y causó severos deterioros
en las escaleras de concreto y el techo. Todo se convirtió en
oscuridad y, por supuesto, en ruina. En el mismo ataque fue destruido
el Archivo Nacional de Irak, en la segunda planta de la Biblioteca,
que contaba, por cierto, con un equipo de trabajo de 85 personas.
Desaparecieron millones de documentos (algunos hablan de doce millones;
otros, de dos o tres millones), incluso algunos del período otomano,
como los registros y decretos.
Concluido el
desastroso pillaje, no había literalmente nada que hacer. El
secretario de Defensa de Estados Unidos, Donald Rumsfeld, a manera de
excusa ante estos hechos, comentó que «la gente libre es libre de
cometer fechorías y eso no puede impedirse». El anterior director de
la Biblioteca se lamentó con nostalgia: «No recuerdo semejante
barbaridad desde los tiempos de los mongoles». Aludía a que en 1258
las tropas de Hulagu, descendiente de Gengis Kan, invadieron Bagdad y
destruyeron todos sus libros arrojándolos al río Tigris.
Es tal el daño en el
edificio de la Biblioteca que los coordinadores culturales de la CPA
decidieron demolerlo y utilizar otra sede, bien un palacio o alguna
instalación como el Club Militar de Irak. Me comentaron que llevarían
los libros a la Universidad Bakr. Los archivos, por su parte, podrían
ponerse en un lugar diferente, y lo que se salvó subsiste en bolsas,
sin que se haya tomado ninguna medida oficial de preservación. Una
gran duda se refiere a la situación lamentable que atraviesan los
empleados. Antes había 119 personas, dirigidas por Khamel Djoad
Hachour. Sus salarios, pagados con mezquindad, no han garantizado su
estabilidad laboral.
En cuanto a las pérdidas,
debo asegurar que más de un millón de libros se quemó, a lo que
debe añadirse la gran cantidad de textos perdidos. La Biblioteca,
además de ocuparse del depósito legal, constaba de tres partes:
impresos, periódicos y archivos. El depósito legal consistía en la
entrega de cinco ejemplares, aunque la situación económica redujo
considerablemente esta práctica. Miles de donaciones enriquecieron el
centro durante años. La entrada del Archivo Nacional, hoy cerrada con
candados, muestra los signos de una quema terrible (parece la puerta
de un ascensor en ruinas) y el destrozo de todo lo que existía en su
interior. En el dintel, alguien colocó un letrero con un aviso: «Silencio».
Papeles y papeles yacen por el piso, en cenizas.
Es difícil decir, a
estas alturas, qué libros se destruyeron y cuáles no. En las calles,
en las ventas de libros, pueden conseguirse volúmenes de la
Biblioteca Nacional a precios irrisorios. Los viernes, en la feria de
la calle Al-Mutanabbi, estas obras salen a la venta. Personalmente,
pude ver un tomo de una enciclopedia árabe con el sello oficial
estampado en su portadilla. Hubo un intento de borrarlo, sin éxito.
También encontré un volumen titulado Miskhaf Resh (Libro negro),
sobre la cultura de los yezidíes, un grupo religioso que habita el
norte de Irak. Se trata de una etnia extraña, a la que se la conoce
como «adoradores del diablo» debido a su fe en Melek Taus, o «Pavo
Real». Los yezidíes manifiestan que Dios ya perdonó al demonio y
que éste vive a su lado. Por razones simbólicas, detestan el color
azul, fabrican templos en los lugares de peregrinación y no van a La
Meca, sino a la tumba del Sheikh Adi, cerca de Mosul.
Entre otros textos,
desaparecieron ediciones antiguas de Las mil y una noches, de los
tratados matemáticos de Omar Khayyam, los tratados filosóficos de
Avicena (en particular su Canon), Averroes, Al Kindi y Al Farabi, las
cartas del Sharif Husayn de La Meca, textos literarios de escritores
universales como Tolstoi, Borges, Sábato, manuales de historia sobre
la civilización sumeria... Es sorprendente, y lo digo con la mayor
malicia del caso, que la primera destrucción de libros del siglo XXI
haya ocurrido en la nación donde tuvo lugar la invención del libro
en el año 3200 a.C.
Afortunadamente, se
salvaron numerosos libros al trasladarlos a lugares secretos o
apartarlos a zonas más alejadas de la Biblioteca. La historia de este
esfuerzo por salvar los volúmenes confirma el inmenso amor que
sienten los iraquíes por su cultura. Hoy perduran, por ejemplo,
500.000 volúmenes almacenados en el primero y segundo pisos, en pilas
sin clasificación. No cuentan con protección, porque los soldados ya
no resguardan el edificio. Esta tarea se ha asignado a algunos
empleados shiitas. Además de estos libros, Al-Sajid Abdul-Muncim al-Mussawi,
líder religioso, ordenó a sus fieles rescatar de la Biblioteca casi
300.000 libros que se transportaron en camiones hasta la mezquita de
Haq, donde se amontonaron en hileras interminables que llegan en
algunos casos al techo. No vacilaría en advertir que las condiciones
son pésimas y es probable que diversos insectos comiencen a atacar
los textos, aunque Mahmud al-Sheikh Hajim, su protector, estima que
peor habría sido su destrucción. Lo curioso es que el grupo que salvó
estos libros alega que pertenece a un Colegio de Clérigos shiitas,
mejor conocido como Al-Hawza al-Ilmija. Para estos religiosos, los
libros son sagrados.
Asimismo, hay unos
100.000 libros más en una instalación que perteneció al
Departamento de Turismo. Y varios intelectuales me mostraron libros
ocultos en sus casas hasta que retorne el orden o se vayan los «extranjeros».
Un pintor que no quiso identificarse compró en las ferias de libros
decenas de textos sólo para cuidarlos. La mayor parte está
depositada en lo que antes se conocía como Ciudad Saddam, un barrio
pobre que alberga a más de dos millones de seres humanos hacinados en
laberintos poco vistosos.
Además de esta
Biblioteca, hubo otras pérdidas en Bagdad. En el Museo Arqueológico
se saquearon tablillas con las primeras muestras de escritura.
Ardieron más de 700 manuscritos antiguos y 1.500 se dispersaron en la
Biblioteca Awqaf, en el Ministerio de Asuntos Religiosos, cuyo
edificio quedó en ruinas. En la Casa de la Sabiduría (Bayt al-Hikma),
cientos de volúmenes fueron exterminados por el fuego. En la Academia
de Ciencias de Irak (al-Majma’ al-‘Ilmi al-Iraki), el 60% de los
textos se extinguió. La universidad fue víctima de bombardeos,
incendios y robos. La Madrasa Mustansiriyya fue saqueada, aunque el
porcentaje de pérdidas no supera el 4%. Y eso sólo en Bagdad.
¿Quién provocó
esta destrucción? La mayor parte de culpa la atribuyo a la
administración actual de los Estados Unidos, que desestimó todas las
advertencias hechas y violó la Convención de La Haya de 1954 al no
proteger los centros culturales y estimular los saqueos, lo que
implica unas sanciones penales que no prescribirán. Tal vez por eso
el presidente George W. Bush ha solicitado inmunidad para oficiales y
soldados ante cualquier posible juicio en los tribunales penales
internacionales. Tal vez por eso decidió reingresar a la Unesco, y
envió a su esposa a negociar cargos ejecutivos dentro de esta
organización, despedir a los asesores más incómodos, borrar sus
expedientes y silenciar toda crítica. De igual modo, me atrevo a
responsabilizar a miembros del régimen de Saddam Hussein por utilizar
los centros culturales como bases militares y poner las bibliotecas al
servicio de una ideología. Con anuencia de los directivos del partido
Baa'th, permitieron que se instalasen depósitos de municiones y
francotiradores en puntos estratégicos, lo que puso en riesgo el
patrimonio cultural.
Debo señalar que mi
estadía en Bagdad concluyó el 22 de mayo. Partí rumbo a Oxford y
luego a Viena. Después de eso volví, redacté nuevos informes,
divulgué mis reflexiones y desde entonces he sido objeto de amenazas
por mis declaraciones y artículos, he recibido insultos y
descalificaciones absurdas, y toda mi labor ha provocado molestias en
la CPA. Mi escepticismo actual tiene su origen en un hecho cierto: el
desorden y la violencia creciente en Bagdad no hacen propicia la
reconstrucción porque supone poner en riesgo los volúmenes que se
salvaron. Ninguna biblioteca, y eso hay que tenerlo presente, estará
a salvo mientras Irak sea un campo de batalla. He observado con
profundo malestar que la propaganda norteamericana, por lo demás, no
permite difundir lo que realmente ocurre a diario. Se sabe que dos o
tres soldados norteamericanos mueren cada día, pero no se presentan
las elevadas cifras de heridos y mutilados, no se dice que cuarenta
soldados se han suicidado por el horror que ven, no se informa que hay
más de treinta ataques permanentes y que quienes colaboran con los
ocupantes extranjeros son linchados por sus vecinos. En septiembre fue
atacado Piero Cordone y su chofer murió. Hace unas semanas el nuevo
coordinador de bibliotecas sufrió un atentado y quedó ciego porque
un joven le arrojó ácido en el rostro. Hay decenas de bibliotecarios
detenidos y los que trabajan temen contar la verdad completa. Sobre
esto no se dice nada. ¿Por qué? ¿Qué se intenta ocultar? Acaso la
única respuesta posible a estas preguntas, y lo señalo para
terminar, deba ir encabezada por este epígrafe: «La primera víctima
de la guerra es la verdad». La frase, conviene recordarlo, no fue acuñada
por un filósofo o un periodista. La dijo un congresista
norteamericano, Hiram Warren Johnson, en 1917. Y lo peor es que los
sucesos de Hiroshima, Nagasaki, Vietnam, Etiopía, Líbano, Afganistán
e Irak no cesan de darle la razón.
La fuente: Revista Número,
revista cultural editada en Bogotá (Colombia)
(*) Fernando Báez
participó de la comisión respaldada por la Unesco que visitó Irak
para evaluar los daños en la Biblioteca Nacional de Bagdad y lo
cuenta en este artículo. Entre otros textos, desaparecieron ediciones
antiguas de Las mil y una noches, de los tratados matemáticos de Omar
Khayyam, los tratados filosóficos de Avicena (en particular su
Canon), Averroes, Al Kindi y Al Farabi, las cartas del Sharif Hussein
de La Meca, textos literarios de escritores universales, manuales de
historia sobre la civilización sumeria... El secretario de Defensa
norteamericano, Donald Rumsfeld, a manera de excusa ante estos hechos,
comentó que "la gente libre es libre de cometer fechorías y eso
no puede impedirse".
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