El
patriotismo de un médico militar
Por
Alberto Piris (*)
La Estrella Digital, 30/11/05
Las
operaciones militares de EEUU en Iraq empiezan a ser examinadas con
menos prejuicios y se está levantando el velo que ha venido
encubriendo actividades muy rechazables: práctica sistemática de la
tortura, violaciones del Derecho Internacional, uso de cárceles
secretas, vuelos de la CIA para trasladar prisioneros a países donde
los derechos humanos son usualmente conculcados, etc. Algunos medios
de comunicación han contribuido con valor a revelar esas actividades
ilegales e inmorales, pero otros han ayudado a ocultarlas y
justificarlas.
Entre
tanta confusión informativa puede tener interés para nuestros
lectores escuchar directamente a un soldado estadounidense de la
Guardia Nacional de Carolina del Norte que, como médico en un batallón
mecanizado, estuvo nueve meses destinado en Iraq en el 2004.
Sus
misiones, nos cuenta, consistían en trabajar en el hospital de campaña,
cuidando afecciones ordinarias de los soldados, lesiones deportivas o
heridas de bala; acompañarles en las operaciones de patrulla y hacer
salidas para abastecerse de material sanitario.
Recién
llegado a Iraq, le sorprendió ser informado de que estaba prohibido
prestar cuidados médicos a los iraquíes civiles, salvo en inminente
peligro de muerte, y en ese caso sólo si las heridas eran causadas
“por un ataque contra nosotros o producidas por nuestras propias
armas”. Esto no coincidía con la idea que se le había inculcado
antes de salir de EEUU sobre su benéfica misión en Iraq para
“ayudar al pueblo iraquí”.
Pero
su intranquilidad aumentó cuando su superior inmediato oficialmente
notificó a los componentes de la unidad de la que formaba parte lo
siguiente: “Las convenciones de Ginebra no existen en Iraq; esto está
ordenado por escrito, por si alguno de ustedes desea consultarlo”.
En
su opinión, el objeto de la orden era “que no tuviéramos reparo al
hacer cosas que vulneraban las convenciones de Ginebra, nuestro papel
como no combatientes o nuestras convicciones éticas”. Para él,
esas órdenes “no son algo que a un sargento se le ocurre de la
noche a la mañana. Son algo que viene por la cadena de mando y es una
vergüenza que los encargados de dictarlas nunca asuman la
responsabilidad. Escuchar eso de modo abierto y público me hizo
sentir a disgusto con mis jefes y con la orientación que tomaban los
asuntos militares”.
Los
soldados, por mucha formación y cultura civil que posean —como es
el caso del médico citado—, no tienen suficientes recursos para
argumentar contra la Institución en la que están inmersos. Como no
los tuvieron aquellos soldados que en varios cuarteles de Valencia, en
la tarde del 23 de febrero de 1981, tomaron sus armas, montaron en los
vehículos acorazados y, a las órdenes de sus superiores jerárquicos,
salieron a patrullar las calles de la capital. Se limitaron a cumplir
las órdenes procedentes de su más alto mando militar: el capitán
general.
Aunque
aquel día ya estaba en vigor el Artículo 34 de las Reales
Ordenanzas, que autoriza a desobedecer las órdenes que “constituyan
delito, en particular contra la Constitución”, ningún soldado fue
capaz de detectar la trampa que sus superiores les habían armado
(aduciendo razones falsas para la operación), porque en el Ejército,
como en toda institución jerarquizada, la autoridad es la que posee
la información y la dosifica según sus designios. Ningún soldado
llegó a saber lo que de verdad estaba ocurriendo en Madrid, hasta el
día siguiente.
Por
motivos parecidos, cuando se le preguntó al médico estadounidense
por qué no había denunciado las órdenes recibidas, respondió: “¡Claro
que pensé denunciarlo! Pero ¿a quién? Mi jefe recibía órdenes de
un superior; y éste, de otro; así, hasta el secretario de Defensa.
Decidí que evitaría hacer lo que me repugnase y que tomaría nota de
todo lo ilegal que viera a mi alrededor. Creo que es lo único que se
puede hacer en ese caso”.
A
su regreso a EEUU se le planteó un dilema: era más fácil intentar
olvidarlo todo y volver a la vida anterior. Pero no le era posible
permanecer mudo y permitir que otros ciudadanos sufriesen la misma
experiencia: “Mi labor como médico era cuidar la moral, el
bienestar y la seguridad de los soldados. La tomé muy en serio, pero
ahora, fuera del Ejército, me dedico a ello más intensamente”.
Para
lograrlo se afilió a IVAW (“Iraq Veterans Against the War”:
Excombatientes de Iraq contra la Guerra). Esta organización acoge a
los que, habiendo vivido la experiencia bélica en Iraq, se prestan a
informar a los ciudadanos de EEUU, con razones sólidamente fundadas,
sobre la realidad de lo que allí ocurre y a desvelar las mentiras y
engaños oficiales que pretenden desfigurar esa realidad.
Su
débil voz apenas tiene todavía eco entre unos medios de comunicación
que, habiendo mitificado el lema de “apoyar a los soldados”,
evitan criticar cualquier actividad militar de EEUU en Iraq por
considerarlo antipatriótico. Pero el verdadero patriotismo es el de
este médico que, pese a todo, promete: “continuaré defendiendo mi
país y mi Constitución, como he jurado hacerlo, contra todos los
enemigos: los de fuera y los de dentro”. Algunos de éstos, para él,
son los que dirigen el país desde Washington. Denunciar con valentía
sus falsedades y desmanes es también una actividad patriótica.
(*)
General de Artillería en la Reserva - Analista del Centro de
Investigación para la Paz (FUHEM)
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