De cómo deshacer un
país
Por
Juan Gelman
Página 12, 27/04/06
Fue claro de entrada: el objetivo de
EE.UU. en Irak es disolverlo en regiones, dividir a la población según
coordenadas sectarias religiosas y orquestar la violencia interétnica
para justificar una larga ocupación del país destinada a garantizar
la explotación de sus riquezas energéticas. También es clara la
metodología que la Casa Blanca practica para lograrlo: la formación
de escuadrones de la muerte, que actúan de manera más sistemática
que los terroristas suicidas. El eje de la ocupación de Irak es la
organización de la violencia y su cerebro director son los servicios
de inteligencia. Yanquis, desde luego. Como dijera un ex agente de la
CIA, esos servicios “son el alma y el corazón de un país nuevo”
(The Washington Post, 11–12–03).
Desde el 2003 la CIA entrena,
financia y equipa unidades paramilitares iraquíes y fue en mayo del
2005 que su existencia se tornó evidente: durante más de 10 días
aparecieron decenas de cadáveres en basureros y baldíos alrededor de
Bagdad; las víctimas había sido torturadas y asesinadas de un tiro
en la cabeza. Los testigos señalaron que habían sido arrestadas por
chiítas de las fuerzas de seguridad iraquíes (BBC, 6–5–05). Días
después se encontraron otros 15 sunnitas baleados y desde entonces no
cesa el flujo de cadáveres que, con signos de haber sido esposados
antes de su muerte, se amontonan en la morgue bagdadí. También en
las de otras ciudades. Las autoridades no investigan estas ejecuciones
extrajudiciales, nombre bajo el que circulan tales asesinatos y que da
por sentado que las judiciales son buenas. Como dicen los franceses,
es normal: nadie se investiga a sí mismo.
Miles de civiles son muertos a sangre
fría. Fuentes de la policía iraquí “revelaron que hasta fines de
marzo del 2004, más de mil científicos iraquíes fueron ejecutados.
Un informe anterior del Departamento de Estado norteamericano confirmó
el asesinato de 350 especialistas en el campo nuclear y de 200
profesores” (www.brusselstribunal.org, 20–8–05). Pero también
caen campesinos, obreros, conductores de taxi, pequeños comerciantes,
políticos y dirigentes nacionalistas importantes, sean sunnitas o chiítas,
que nada tienen que ver con Al Qaida ni con la resistencia: son
simplemente carne de cañón para una guerra civil diseñada por los
ocupantes. Y en materia de escuadrones de la muerte, hay para todos
los gustos.
La Brigada Lobo, por ejemplo, creada
en octubre de 2004 y dirigida por Abul Waleed, ex general de tres
estrellas y devoto chiíta: el Consejo de Relaciones Internacionales
(CFR, por sus siglas en inglés), notorio thinktank neoconservador,
subraya en un informe que se trata de “la unidad de comandos más
temida y eficaz en Irak.... integrada por unos 2000 chiítas pobres,
sobre todo jóvenes” (www.cfr.org, 9–6–05) y manejada por el
Ministerio del Interior iraquí. A la vez existen los Comandos
Especiales de la Policía que lidera Adnan Thabit, ex agente de
inteligencia, ex baasista, siempre sunnita y vinculado con la CIA. Están
formados por unos 5000 ex miembros de la Guardia Republicana de Saddam
Hussein que pertenecen a diferentes etnias y religiones, pero se
estima que predominan los sunnitas en la cadena de mandos. Fueron
entrenados por efectivos estadounidenses veteranos en actividades de
contrainsurgencia y desde su comienzo mismo participaron en
operaciones clandestinas con las llamadas fuerzas especiales del ejército
de EE.UU. (Reuters, 27–11–04). Los Comandos dependen del
Ministerio del Interior iraquí y es evidente que la Brigada Lobo es
una de sus unidades. Sunnitas, chiítas o kurdos, un idéntico
ejercicio brutal une a los enrolados en estos escuadrones de la
muerte.
En realidad, toda la red iraquí de
inteligencia es una criatura de los servicios secretos
anglo–norteamericanos (Los Angeles Times, 18–9–05). Está
encargada de atizar la guerra civil en su propio país con vistas a
desmembrarlo. Hay miles de desplazados que dejaron ciudades y
poblaciones para no correr la suerte de los 17 civiles de la aldea de
Taji –y de tantos otros de otros lugares– que fueron fusilados por
comandos “en busca de insurgentes y terroristas” (The Washington
Times, 28–6–05). Y así como los chiítas de una comunidad
campesina muy pobre de las afueras de Bagdad la abandonaron por
amenazas de anónimos sunnitas (North Country Tines, 16–7–05), las
familias sunnitas del barrio bagdadí Iskan, de mayoría chiíta,
huyeron luego de que 22 jóvenes sunnitas fueran detenidos por
uniformados que llegaron en coches de la policía (Sunday Times,
9–1005). Las semejanzas con el desmembramiento de Yugoslavia y la
limpieza étnica en Kosovo no son mera casualidad. Lo saben muy bien
la Casa Blanca, el Pentágono, la CIA y el Consejo de Seguridad
Nacional de EE.UU., que aplican el eterno “divide y reinarás”.
Globos de la
guerra
Por
Juan Gelman
Página 12, 23/04/06
Saddam tenía armas de destrucción
masiva y el país ocupado se ha convertido en centro de una red
terrorista de alcances mundiales que centraliza Al Qaida bajo el mando
del jordano Abu Musab al Zarqawi, dijo, dice, la Casa Blanca. De lo
primero no hubo y de lo segundo hay poco. Aunque Zarqawi y otros
terroristas extranjeros han lanzado ataques suicidas mortíferos, son
“una parte muy pequeña del número real” de insurgentes, señaló
el coronel Derek Harvey (The Washington Post, 10–406). El coronel
sabe de qué habla: fue uno de los jefes principales del espionaje
norteamericano en Irak y en esa calidad formó parte del personal del
Estado Mayor Conjunto de las fuerzas ocupantes.
La inflación del papel de Zarqawi,
el segundo de Osama bin Laden, al que W. Bush y la prensa occidental
han convertido en jefe de la resistencia iraquí, es obra de la guerra
psicológica que impulsan los servicios de inteligencia
estadounidenses con la finalidad de justificar la prolongada ocupación
de Irak y la necesidad entonces de construir allí bases militares
permanentes. Sirve además para reunir en un solo paquete a los
brutales atentados de terroristas suicidas y a la lucha de los
resistentes contra la ocupación extranjera, justifica el asesinato de
civiles iraquíes durante la búsqueda de presuntos miembros de Al
Qaida y es lógico suponer que EE.UU. no tardará en denunciar “las
relaciones” de Zarqawi con Irán. Lo hizo sin éxito en el caso de
Saddam Hussein, pero sólo se trata de que la mentira dure el tiempo
suficiente. Después vemos.
El Washington Post da cuenta de
algunos documentos internos que los militares yanquis vienen
analizando desde el 2004. Uno se titula “Denigrar a Zarqawi/alentar
respuesta xenofóbica” y diseña tres métodos conducentes:
“Operaciones con los medios, operaciones especiales (626)
–referencia al grupo de tareas 626 encargado de cazar a ex
funcionarios de Saddam– y PSYOP, el término militar que designa el
trabajo de propaganda”. En el 2004 se invirtieron 24 millones de dólares
en esa tarea solamente en Irak, pero la guerra psicológica no sólo
tiene el objetivo de aislar a la resistencia de los civiles iraquíes,
confundiéndola con el terrorismo de Al Qaida: mediante filtraciones
bien seleccionadas a los medios más importantes de EE.UU. –Times,
Newsweek, CNN y otros canales de TV– procura que la opinión pública
norteamericana –y no sólo– siga pensando que la invasión y la
ocupación de Irak eran y son necesarias para la seguridad nacional.
Lo piensa cada vez menos.
Las bombas que el 7 de julio pasado
estallaron en Londres y costaron la vida de 52 personas fueron, desde
luego, atribuidas a Al Qaida. Tony Blair proclamó a los cuatro
vientos “Al Qaida está entre nosotros” y subrayó que era justa
la participación de su gobierno en la llamada “guerra
antiterrorista”. Y hete aquí que la investigación oficial del
atentado encontró que había sido obra de cuatro británicos
musulmanes que aprendieron a hacer los explosivos por Internet y nada
tenían que ver con la organización terrorista (The Observer,
9–4–06). Curiosamente, Mohammed Siddique Khan –presunto jefe del
grupo– había sido detectado por espías británicos meses antes del
atentado y, sin embargo, el M15 suspendió la vigilancia de sus
movimientos. Nada distinto a lo ocurrido en EE.UU. desde un año antes
del 11/9.
Esta guerra psicológica tiene
componentes más mortíferos que el delgado papel de los periódicos.
En septiembre del 2005 policías iraquíes detuvieron en Basora a dos
personas vestidas como árabes que despertaron sus sospechas: eran
militares británicos que en un Toyota Cressida sin placas
transportaban una buena cantidad de explosivos. Resistieron el arresto
a tiros y fueron llevados a la cárcel de la ciudad, que diez tanques
británicos, con el apoyo de helicópteros, no tardaron en rodear,
derribarle los muros y rescatar a los dos presos. El secretario de
Defensa del Reino Unido, John Reid, confirmó en un comunicado que los
dos militares encubiertos habían regresado a sus unidades, “pero no
informó de su misión ni de cómo fueron liberados” (Reuters,
20–9–05). ¿Y cuál sería la misión? Hay indicios de que los
disfrazados se proponían hacer estallar el vehículo en el centro de
Basora (www.globalresearch.ca, 20–9–05). Hubiera sido otra acción
ordenada por Zarqawi. El jefe terrorista no se puede quejar: lo ayudan
mucho a tener prensa.
Poca o ninguna consigue la matanza de
civiles por las tropas estadounidenses que buscan a miembros de Al
Qaida. Un informe de la policía iraquí del 15 de marzo consigna que
de varios helicópteros descendieron en paracaídas “fuerzas
norteamericanas que entraron en la casa de Faiz Harat Khalaf situada
en Abu Sifa, localidad del distrito de Ishaqui. Juntaron en una
habitación a los miembros de la familia y ejecutaron a 11 personas,
incluyendo a 5 niños, 4 mujeres y 2 hombres, volaron la casa,
quemaron tres vehículos y mataron a los animales” (Knight Ridder
Newspapers, 19–3–06). La edad de los niños iba de 3 meses a 5 años
y el mayor de los hombres tenía 75. “Nos preocupa escuchar
acusaciones de esta naturaleza, pero sucede que es altamente
improbable que sean ciertas”, declaró a la prensa el mayor Tim
Keefe, vocero de las fuerzas armadas de EE.UU. en Irak. Ninguno de los
once fusilados de la familia Khalaf lo desmentirá.
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