La
muerte de al Zarqawi no cambia nada
Por
Tariq Alí Sin Permiso, 18/06/06
Traducción de Leonor Març
Ni en Irak ni en
parte alguna se derramarán muchas lágrimas por la muerte de Abu
Musab al Zarqawi. Su fanatismo letal ha planteado varios
interrogantes. ¿Quién era? Llegó procedente de Jordania con la
ocupación del Irak, fundando allí su grupo. Eso sabemos. La mayoría
de los iraquíes hostiles a la ocupación le tenían por un impostor.
Osama Bin Laden lo ha denunciado públicamente. ¿Cambiará con su
muerte alguna cosa? No lo creo. Quienquiera que fuese Zarqawi, no era
personalmente responsable del caos salvaje en que se halla sumido hoy
el Irak. Ni su muerte pondrá fin a la resistencia, pues se mantuvo
siempre en la periferia de la misma. En el torbellino del continuo
deterioro de la situación en Irak, pronto caerá en el olvido.
La ocupación
norteamericana, después de tres años –con costes que rebasan los
200 mil millones de dólares–, sigue siendo incapaz de asegurar un mínimo
suministro regular de agua y electricidad a quienes ha sometido. Las fábricas
están cerradas. Hospitales y escuelas, apenas funcionan. Las entradas
del petróleo han sido saqueadas y liquidadas por los lameculos
locales del invasor, por no hablar de la horda de contratistas
estadounidenses y de sus giras de comisionistas. Si con las sanciones
de la ONU las condiciones de vida de la mayoría de la población se
habían degradado, bajo los americanos no han hecho sino agravarse,
mientras que los homicidios de carácter confesional se multiplican, y
desaparecen a ojos vista los niveles más elementales de seguridad.
En medio de ese
horizonte infernal, la moral de los mismos ocupantes da signos de
flaqueza. Habiéndose revelado como ilusorio el lujo de un ataque
desde 10.000 metros de altura sin víctimas, las tropas
norteamericanas se hallan ahora en punto muerto, parapetadas tras las
barricadas, limitadas a ataques aéreos o a unas pocas misiones
terrestres extremadamente cautelosas, pero saldadas siempre con pérdidas
humanas día sí y otro también. De acuerdo con un sondeo realizado
el pasado febrero, resultaba que el 72% de los soldados
estadounidenses en Irak opinaba que había que retirarse antes de fin
de año; entre éstos, el 29% pensaba que había que hacerlo "de
inmediato". Sólo menos de una cuarta parte –el 23%–
apoyaba la posición oficial, reiterada por el Presidente y por
el grueso del establishment local, de que los EEUU deben
"permanecer hasta que sea necesario". Los reservistas están
ya tan exhaustos, que el Pentágono, cada vez más precisado de
reclutar mercenarios disponibles en el escenario mismo del conflicto,
ha anunciado una redención de penas para los delincuentes que se
enrolen.
No es que la liberación
del Irak esté al alcance de la mano, porque el debilitamiento de la
ocupación militar viene acompañado de la intensificación de unas
tensiones religiosas que resultan funcionales a la prolongación de la
invasión. Ataques mortales de los sunitas contra los chiítas y de
los chiítas contra los sunitas son ya el pan de cada día, redundando
en trágicas pérdidas para ambas comunidades.
La responsabilidad
principal del catastrófico precipitarse en un conflicto interno
paralelo a la lucha patriótica contra el extranjero recae en el clero
chiíta –sobre en Al Sistani–, que se ha dejado enredar por los
conquistadores, exponiendo a su comunidad al riesgo perpetuo de
represalias por parte de la resistencia mientras los fieles comunes y
corrientes secunden las directrices de sus jefes espirituales.
Las reservas de
sentimentalismo profuso vertidas sobre la colusión de Sistani han
llegado hasta la petición, por parte de Thomas Friedman –quien,
desde su púlpito en el New YorkTimes, no es desde luego uno de los
campeones más tímidos de la guerra–, de que se concediera a
Sistani el premio Nóbel de la paz.
Si la dirección chiíta,
y Sistani en particular, hubiese dicho a los norteamericanos que
hicieran las maletas en la primavera de 2004, cuando tanto sunitas
como chiítas estaban insurrectos contra la ocupación, Irak sería ya
un país libre con ciertas perspectivas de alcanzar una armonía
interna fundada en la lucha común contra el invasor. En vez de eso,
Sistani y su clerigalla han hecho causa común con los
norteamericanos, a fin de estrangular la rebelión del ejército
mahdista de Moqtada as–Sadr en el sur y la resistencia sunita en el
norte y el oeste del país.
Lo han hecho con la
intención de tomar el poder en Bagdad bajo la protección
estadounidense y de construir un régimen confesional fundado en la
preponderancia demográfica y sostenido por las armas extranjeras. Los
padres de ese desorden se están ahora aprovechando del mismo, usándolo
como pretexto para prolongar la invasión del país, con golpes bajos
contra la clase política sunita tendentes a afirmar la permanencia
norteamericana. Como si la ocupación militar que ha desencadenado
esta catástrofe fuese el remedio, y no la causa.
Lo contrario es lo
cierto. Sólo hay una manera de cegar esta espiral de violencia: la vía
apuntada por Sistani en 2004 y ahora reemprendida por Moqtada: un
acuerdo nacional entre los dirigentes sunitas y chiítas con los
guerrilleros de las provincias y los milicianos de las ciudades que
garantice la expulsión de todas las fuerzas de ocupación del país.
Los cuerpos expedicionarios norteamericanos y británicos no durarían
ni un mes, si el grueso de los chiítas siguieran el ejemplo de sus
compatriotas.
En realidad, bastaría
un voto del parlamento fantoche a favor de la retirada inmediata de
las tropas extranjeras para hacer de golpe insostenible la posición
de Londres y Washington, y también Irán terminaría empujando en esa
dirección. Es verdad: vista la reciente historia del Irak, seguiría
habiendo graves tensiones internas entre las dos principales
comunidades religiosas; por no hablar del papel cobrado por los kurdos
en los últimos años como fidei–mercenarios del invasor. Pero no
habrá cura para esas heridas, hasta que el extendido veneno de la
intrusión occidental no sea expulsado. Ni para las pasadas, ni para
las presentes.
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Tariq Ali es miembro del Consejo Editorial de Sin Permiso.
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