La “Bestia de Bagdad” en el patíbulo
Por Robert Fisk
The Independent / La Jornada, 30/12/06
Traducción de Gabriela Fonseca
Saddam Hussein a la horca. Es una ecuación
sencilla. ¿Quién podría ser más merecedor de dar sus últimos
pasos en el patíbulo y de que se le rompa el cuello al final de una
cuerda que la “Bestia de Bagdad”, el “Hitler del Tigris”, el
hombre que asesinó a cientos de miles de iraquíes inocentes rociando
armas químicas sobre sus enemigos?
Dentro de unas horas nuestros amos nos dirán
que éste es un "gran día" para los iraquíes y que
esperan que el mundo musulmán olvide que la sentencia de muerte fue
firmada por el "gobierno iraquí", pero claramente por órdenes
de los estadounidenses, el mismo día del Eid al Adha, la fiesta del
sacrificio, en que se celebra el perdón en todo el mundo árabe.
Pero la historia registrará que los árabes y
otros musulmanes, al igual que muchos en Occidente, se harán este fin
de semana una pregunta que no aparecerá en diarios occidentales
porque no pertenece al discurso que nos han impuesto nuestros
presidentes y primeros ministros ¿Y qué pasará con los otros
culpables?
No, Tony Blair no es Saddam. Nosotros no
arrojamos gases a nuestros enemigos. George
W. Bush no es Saddam. El no invadió Irán ni Kuwait. Sólo
invadió Irak. Pero cientos de miles de civiles iraquíes están
muertos y miles de tropas occidentales han muerto, porque los señores
Bush, Blair, y los gobernantes de España, Italia y Australia, fueron
a la guerra en 2003 envueltos en una bazofia de mentiras y mendacidad,
lo cual, dadas las armas que usamos, resultó en una inmensa
brutalidad.
En el caos que siguió a los crímenes
internacionales contra la humanidad de 2001 hemos torturado, agredido
brutalmente y asesinado a inocentes. A la infame prisión de Abu
Ghraib de Saddam Hussein le añadimos nuestra propia infamia. Y con
todo, se supone que debemos olvidar estos crímenes terribles y
aplaudir cuando se columpie el cadáver del dictador que nosotros
mismos creamos.
¿Quién alentó a Saddam a invadir Irán en
1980, en lo que fue uno de los peores crímenes de guerra jamás
cometidos, dado que esto fue lo que llevó a la muerte a millón y
medio de almas? ¿Quién le vendió los componentes para fabricar las
armas químicas con las que empapó a Irán y a los kurdos? Fuimos
nosotros.
No es de extrañar que los estadounidenses,
quienes controlaron el peculiar juicio, prohibieron que se mencionara
ésta, su peor atrocidad, durante el proceso. ¿Era posible que
Hussein fuera entregado a los iraníes para que ellos lo juzgaran por
sus masivos crímenes de guerra? Claro que no, porque eso expondría
nuestra culpabilidad.
¿Y nuestros asesinatos perpetrados en 2003 con
nuestras bombas de uranio empobrecido, nuestras bombas "destruye
búnkers", nuestro fósforo, nuestros sanguinarios sitios en
torno de Fallujah y Najaf. Y luego, tras la invasión, el infernal
desastre de anarquía que desencadenamos sobre la población iraquí
después de nuestra "victoria" y nuestra "misión
cumplida", ¿a quién se va a encontrar culpable por esto?
Tendremos que esperar que salgan las ególatras memorias de Bush y
Blair, que serán escritas, con toda seguridad, desde un cómodo y próspero
retiro, para hallar un leve remordimiento o intento de expiación por
estos hechos.
Horas después de que se dictara la condena a
muerte contra Saddam Hussein, su familia –su primera esposa, Sajida,
su hija y otros parientes– habían abandonado toda esperanza.
"Lo que se podía hacer ya se hizo, sólo podemos esperar que
todo siga su curso", me dijo uno de sus parientes, la noche del
viernes.
Pero Saddam ya lo sabía, él mismo proclamó
su "martirio", afirmó que aún es presidente de Irak y que
morirá por su país. Todos los hombres condenados enfrentan una
disyuntiva: morir implorando clemencia o morir con la dignidad que
puedan reunir en sus últimas horas de vida.
Durante su última aparición ante el tribunal,
una sonrisa raquítica se extendió por el rostro del asesino en masa,
y ésta nos mostró, desde entonces, la forma que Saddam ha elegido
para caminar hasta la horca.
He documentado sus monstruosos crímenes
durante años. He hablado con los sobrevivientes kurdos de Halabja, y
con los chiítas que se levantaron contra el dictador a petición
nuestra, en 1991, y que abandonamos a su suerte. Decenas de miles de
ellos, junto con sus esposas, fueron colgados como animales de caza
por los verdugos de Saddam.
Recorrí una cámara de ejecución, sólo meses
después de que se descubrió que nosotros usamos la misma prisión
para torturar y matar, y he visto a los iraquíes desenterrar a miles
de parientes muertos de las fosas comunes de Hilla. Uno de estos cadáveres
tenía una prótesis de cadera recién implantada y la identificación
del hospital todavía colgaba del brazo. Lo llevaron del hospital
directamente a su lugar de ejecución. Al igual que lo hizo Donald
Rumsfeld, tuve la oportunidad de estrechar la suave y húmeda mano del
dictador. Y con todo, el viejo criminal de guerra terminó sus días
en el poder escribiendo novelas románticas.
Fue mi colega Tom Friedman –quien hoy es un
mesiánico columnista del diario The New York Times– quien describió
perfectamente el carácter de Saddam poco antes de la invasión de
2003: "mitad don Corleone y mitad Pato Donald". Con esta
definición única, Friedman capturó el horror que tienen en común
todos los dictadores, su atracción hacia el sadismo, su naturaleza
grotesca e inverosímil, además de su brutalidad.
Pero no es así como el mundo árabe lo
percibirá. Al principio, los que sufrieron la crueldad de Saddam darán
la bienvenida a su ejecución. Cientos quieren ser el verdugo que jale
la palanca que abrirá la trampa de la horca a través de la cual caerá
el ex gobernante iraquí.
Muchos kurdos y chiítas fuera de Irak celebrarán
su fin. Pero tanto ellos como millones de otros musulmanes recordarán
cómo se le informó que su ejecución sería en la madrugada de la
fiesta de Eid al Adha, en la que se recuerda el sacrificio que casi
ejecutó Abraham contra su hijo; una fiesta que incluso el horrendo
Saddam conmemoraba, cínicamente, liberando a presos de las cárceles.
Puede ser que Saddam Hussein haya sido
"entregado a las autoridades iraquíes" justo antes de
morir, pero su ejecución será percibida –correctamente– como
obra de Estados Unidos y el tiempo se encargará de darle a este hecho
un último barniz duradero, pues nada evitará que quede la impresión
de que Occidente destruyó a un líder árabe cuando éste se negó a
seguir obedeciendo las órdenes de Washington y que, a pesar de todas
sus atrocidades, falleció como un mártir a manos de los nuevos
cruzados. De eso se encargarán algunos historiadores árabes que
aprovecharán el hecho de que Hussein no haya sido juzgado por todos
sus crímenes.
Después de que Saddam fue capturado, en
noviembre de 2003, se incrementó la ferocidad con que la insurgencia
atacaba a las tropas estadounidenses. Después de su muerte, de nuevo
se redoblará esta intensidad. Liberados ya de la remota posibilidad
de que se le conmutara la sentencia, los enemigos de Occidente no
tienen razón para temer el regreso del régimen del partido Baaz.
Nada más tomen en cuenta que Osama Bin Laden se regocijará por la
ejecución tanto como Bush y Blair. Se han vengado ya tantos crímenes,
y aún así, nosotros nos hemos escapado de la justicia.
Se llevó sus secretos a la tumba
Nuestra complicidad murió con él
Por
Robert Fisk
The
Independent / La Jornada, 31/12/06
Traducción de Gabriela Fonseca
Lo hicimos callar. El momento en que el
encapuchado verdugo de Saddam jaló la palanca que abrió la trampa de
la horca en Bagdad, la mañana del sábado, los secretos de Washington
quedaron a salvo. El vergonzoso, excesivo y oculto poder militar que
Estados Unidos y Gran Bretaña dieron a Saddam durante más de una década
sigue siendo la historia terrible que nuestros presidentes y primeros
ministros no quieren recordar. Ahora Saddam, quien sabía la verdadera
dimensión de ese apoyo occidental que le permitió perpetrar algunas
de las peores atrocidades desde la Segunda Guerra Mundial, está
muerto.
Se ha ido el hombre que personalmente recibió
ayuda de la CIA para destruir al Partido Comunista de Irak. Después
de que llegó al poder, la inteligencia estadounidense le daba a sus
serviles colaboradores la dirección en que vivían comunistas, tanto
en Bagdad como en otras ciudades, con el fin de desbaratar la
influencia que tenía la Unión Soviética sobre Irak. Los mujabarats
de Saddam visitaban cada hogar, arrestaban a todos sus ocupantes y
luego los asesinaban. Los ahorcamientos públicos eran para los
saboteadores; para los comunistas, sus esposas e hijos se reservaba un
trato especial: torturas extremas antes de ser ejecutados en Abu
Ghraib.
Existe en todo el mundo árabe la evidencia de
que Saddam sostuvo una serie de reuniones con funcionarios
estadounidenses de primer nivel antes de su invasión a Irán de 1980.
Tanto él como el gobierno estadounidense estaban convencidos de que
la república islámica se derrumbaría cuando Saddam enviara a sus
legiones al otro lado de la frontera, por lo que el Pentágono recibió
instrucciones de dar asistencia a la maquinaria militar iraquí
proveyendo inteligencia sobre las técnicas de batalla de los iraníes.
Un helado día de 1987, no muy lejos de
Colonia, me reuní con un traficante de armas alemán, quien inició
esos primeros contactos directos entre Washington y Bagdad por órdenes
de Estados Unidos.
"Señor Fisk, muy al principio de la
guerra, en septiembre de 1980, fui invitado a ir al Pentágono",
dijo. "Ahí, me entregaron las más recientes fotos satelitales
que Estados Unidos había tomado del frente iraní. Podía verse todo
en esas imágenes. Había emplazamientos de artillería iraní en
Abadan y detrás de Jorramshar, trincheras en la ribera este del río
Karun, barricadas antitanque miles a todo lo largo de la frontera iraní
hacia el Kurdistán. Ningún ejército podía desear más que esto. Yo
llevé esos mapas en un avión de Washington a Francfort y de ahí me
trasladé directo a Bagdad en uno de Iraqui Airways. ¡Los iraquíes
estaban muy pero muy agradecidos!"
En ese entonces yo cubría la guerra con los
comandos de avanzada de Saddam, bajo las granadas iraníes, y ahí noté
que los militares iraquíes alinearon sus fuerzas de artillería en
posiciones muy alejadas del frente de batalla, lo que decidieron con
base en los detallados mapas de las posiciones iraníes con que
contaban.
Sus bombardeos contra Irán en las afueras de
Basora permitieron que los primeros tanques iraquíes cruzaran el río
Karun en sólo una semana. El comandante de esa unidad de tanques
alegremente rehusó decirme cómo fue que adivinó cuál era el único
puente que el ejército iraní no tenía defendido. Hace dos años nos
encontramos de nuevo, en Ammán, y sus subalternos lo llamaban
"general", rango que Saddam le concedió después de ese
ataque de tanques al este de Basora, cortesía de la información de
inteligencia de Washington.
La historia oficial iraní de la guerra de ocho
años con Irak registra que la primera vez que Saddam usó armas químicas
fue el 13 de enero de 1981. El corresponsal de Ap en Bagdad, Mohamed
Salaam, fue llevado a ver el lugar en que se consumó la victoria
militar iraquí al este de Basora.
"Comenzamos a caminar y a contar los
cuerpos", relató. "Caminamos kilómetros y kilómetros en
esa mierda de desierto, contando. Cuando llegamos a alrededor de 700,
perdimos la cuenta y tuvimos que comenzar de nuevo... Los iraquíes
habían usado, por primera vez, una combinación: gas nervioso que
paralizaría los cuerpos de sus enemigos y gas mostaza para ahogarlos
desde los pulmones, por eso es que todos habían vomitado
sangre".
En ese momento los iraníes denunciaron que
Estados Unidos había dado ese terrible coctel a Hussein y Washington
lo negó. Pero los iraníes tenían razón. Las largas negociaciones
que llevaron a la complicidad de Estados Unidos en esta atrocidad
continúan siendo un secreto. Se sabe que el ex secretario de Defensa
estadounidense Donald Rumsfeld era en ese momento uno de los punteros
del presidente Ronald Reagan. Seguramente Saddam conocía a detalle
esta historia.
Pero un documento del Senado que pasó casi
desapercibido, titulado "Las exportaciones de agentes químicos y
biológicos para uso dual y relacionado con actividades bélicas y su
posible impacto en la salud durante la Guerra del Golfo Pérsico",
afirmaba que antes de 1985 y posteriormente, compañías
estadounidenses mandaban cargamentos de agentes biológicos a Irak.
Estos incluían el bacilus antracis, que produce el ántrax y el
escerichia coli (E. coli).
Dicho reporte del Senado concluía:
"Estados Unidos ha proveído al gobierno de Irak con materiales
de 'uso dual' que ayudaron al desarrollo de programas de armamento químico,
biológico iraquíes, y programas misilísticos, incluyendo elementos
para la construcción de una planta química de producción de
agentes, dibujos técnicos y un programa para la elaboración de
equipo para la guerra química".
El Pentágono tampoco ignoraba hasta qué grado
Irak usaba armas químicas. En 1988, por ejemplo, Saddam dio
personalmente permiso al teniente coronel Rick Francona para visitar
la península de Fao después de que las fuerzas iraquíes
recapturaron esta zona que los iraníes habían tomado. Francona era
un oficial de inteligencia defensiva de Estados Unidos, y uno de los
60 funcionarios estadounidenses que secretamente daba información
sobre los movimientos militares de Irán a miembros del estado mayor
iraquí.
El reporte que Francona hizo a su regreso a
Washington decía que los militares iraquíes habían usado armas químicas
para lograr su victoria. El encargado de la inteligencia de la defensa
en ese entonces era el coronel Walter Lang, quien dijo que el hecho de
que los iraquíes usaran gas en el campo de batalla "no es asunto
que nos preocupe profundamente, desde un punto de vista estratégico".
Yo, sin embargo, vi los resultados. En un largo
tren hospital, que volvía a Teherán del campo de batalla, encontré
a cientos de soldados iraníes que tosían sangre y moco que provenía
de sus pulmones. Los vagones apestaban tanto a gas que tuve que abrir
las ventanas. Tenían los brazos y la cara llenos de pústulas en las
cuales, en momentos, crecían nuevas ampollas. Muchos presentaban
quemaduras espantosas. Esos mismos gases después fueron usados contra
los kurdos de Halabja. No es sorpresa que Hussein haya sido juzgado en
Bagdad primordialmente por una matanza de chiítas,y no por sus crímenes
de guerra contra Irán.
Aún no sabemos y tras la ejecución de Saddam
quizá nunca sepamos la magnitud de los créditos que Estados Unidos
concedió a Irak desde 1982. El primer tramo, la suma que se pagó por
armamento estadounidense proveniente de Jordania y Kuwait, fue de 300
millones de dólares. Para 1987, a Saddam se le había prometido un crédito
por mil millones de dólares. En 1990, justo antes de la invasión a
Kuwait, el comercio entre Irak y Estados Unidos había crecido a 3 mil
500 millones de dólares al año.
Presionado por el secretario de Estado, el
mismo James Baker cuyo reporte pretende sacar a George W. Bush de la
catástrofe, concedió nuevas garantías de préstamo a Irak por mil
millones de dólares.
En 1989, Gran Bretaña, que también estaba
dando ayuda militar secreta a Saddam, garantizó 250 millones de
libras esterlinas a Irak poco después del arresto, en Bagdad, del
periodista de The Observer Farzad Bazoft. El reportero estaba
investigando la explosión de una fábrica en Hilla que estaba usando
los mismos componentes químicos enviados por el gobierno de Estados
Unidos, y quien posteriormente fue ahorcado en prisión.
Un mes después de la detención de Bazoft,
William Waldegrave, ministro de la Oficina del Exterior, señaló:
"Dudo que exista, en algún otro lugar del mundo, otro posible
mercado a una escala similar a ésta en la que Reino Unido esté tan
bien posicionado, siempre y cuando juguemos nuestras cartas diplomáticas
correctamente... Unos cuantos Bazofts más u otro brote de opresión
interna lo harían más difícil".
Aún más repulsivas fueron las observaciones
del entonces primer ministro adjunto, Geoffrey Howe, en lo referente a
relajar el control sobre la venta de armas británicas para Irak.
Guardó este secreto, según escribió, porque "se vería muy cínico
si tan pronto como expresamos nuestra repulsión por la forma en que
se trató a los kurdos adoptamos un enfoque más flexible a las ventas
de armas".
Saddam conocía también los secretos en torno
al ataque contra el USS Stark cuando, el 17 de mayo de 1987, un jet
iraquí lanzó una ráfaga de misiles contra una fragata de Estados
Unidos, matando a más de una sexta parte de la tripulación de la
nave, que estuvo a punto de hundirse. El gobierno estadounidense aceptó
la disculpa de Hussein, quien alegó que el navío fue confundida con
un barco iraní. Además, se le permitió a Saddam negar el permiso
para entrevistar al piloto iraquí.
Toda la verdad murió con Saddam Hussein en la
ejecución que tuvo lugar en Bagdad la madrugada del pasado sábado.
Muchos en Washington deben haber suspirado con alivio, una vez que el
viejo quedó silenciado para siempre.
Una carnicería presentada como una solemne
ejecución
Toda esta sangrienta cosa fue obscena
Por
Robert Fisk
The
Independent, 06/01/07
La Jornada, 08/01/07
Traducción de Gabriela Fonseca
El linchamiento de Saddam Hussein –porque de
eso es de lo que estamos hablando– se convertirá en uno de los
momentos determinantes de toda la vergonzosa cruzada en que se embarcó
Occidente en marzo de 2003. Sólo el presidente–gobernador George W.
Bush y Lord Blair de Kut al Amara pudieron haber creado una
administración miliciana en Irak, tan asesina e inmoral que hasta el
más inescrupuloso asesino en masa de Medio Oriente pudo terminar sus
días en el cadalso como una figura noble quien señaló su falta de
hombría a sus asesinos encapuchados y le recordó –en sus últimos
segundos– al matón que le dijo "vete al infierno" que
ahora Irak es el infierno.
"Nada en su vida le sentó tan bien como
dejarla", fue como Malcolm describió la ejecución del
traicionero Thane de Cawdor en Macbeth. O, como me dijo un buen amigo
norirlandés de Ballymena por teléfono, horas después: "Toda
esa maldita cosa fue obscena". En esta ocasión, me uno a la voz
protestante del Ulster.
Está claro; Saddam no le concedía un juicio a
sus víctimas; sus enemigos no tenían oportunidad de escuchar la
evidencia que existía contra ellos, simplemente se les arrojaba a
fosas comunes, nadie les daba un pañuelo negro para evitar que la
soga del verdugo les quemara el cuello mientras se les rompía la
columna. La justicia "se hacía" con crueldad. Pero este no
es el punto. El cambio de régimen se hizo en nuestro nombre y la
ejecución de Saddam fue resultado directo de nuestra cruzada por un
"nuevo" Medio Oriente. Ver a un general estadounidense
uniformado –pese a la creciente indisciplina dentro del ejército de
Estados Unidos– en una conferencia de prensa, matizando y quejándose
de que sus hombres fueron muy corteses con Saddam hasta el momento en
que se lo entregaron a los asesinos de Moqtada Sadr sólo puede
apreciarse como humor del más negro.
Nótese cómo lo mejor que pudieron hacer los
funcionarios de "nuestro" gobierno iraquí en respuesta fue
ordenar una "investigación" para identificar a quienes
llevaron teléfonos celulares a la sala de ejecución, pero no a
aquellos que gritaron insultos a Saddam Hussein en sus últimos
momentos. El gobierno de Maliki hizo algo totalmente digno de Blair al
encargarse de encontrar a los soplones y no a los criminales que
abusaron de su poder. Y de alguna forma, éstos se salieron con la
suya. Los reporteros en la zona verde dedicaron kilométricas notas a
la consternación del gobierno, como si Maliki no hubiera sabido lo
que ocurrió en la ejecución. Sus propios funcionarios estaban
presentes, y no hicieron nada.
Es por eso que la grabación
"oficial" del ahorcamiento es silencioso –y discretamente
pasa a una disolvencia– antes de que Saddam sea insultado. Fue en
ese punto en que fue cortado, no por conservar el buen gusto, sino
porque ese gobierno iraquí democráticamente electo y cuya elección
fue una "grandiosa noticia para el pueblo de Irak", según
palabras de Lord Blair, sabía muy bien lo que el mundo vería en los
terribles segundos que seguían. Como las mentiras de Bush y Blair
–en el sentido de que todo mejora en Irak cuando en realidad
empeora– el acto de barbarie debía ser presentada como una solemne
ejecución judicial.
Lo peor de todo, quizás, es que el
ahorcamiento de Saddam imitó, de forma fantasmal y en miniatura, el
estilo bestial de las ejecuciones de su propio régimen. El verdugo de
Hussein en Abu Ghraib, un tal Abu Widad, también se burlaba de sus víctimas
antes de jalar la palanca del cadalso, en una última crueldad antes
de la extinción. ¿Fue aquí donde los verdugos de Saddam aprendieron
el trabajo? Y por cierto ¿exactamente quiénes eran esos verdugos
ataviados con chamarras de cuero? Nadie se hizo esta pregunta silente.
¿Quién los eligió? ¿Los amigos de milicia de Maliki? ¿O los
estadounidenses que manejaron todo el espectáculo desde el principio
y que organizaron el juicio a Saddam de forma tal que nunca se le permitió revelar los detalles de sus amistosas relaciones con tres
administraciones estadounidenses, para que se llevara a la tumba
secretos sobre asesinatos ocurridos durante una década de alianza
militar entre Bagdad y Washington?
No haría estas preguntas de no ser por el
profundo sobresalto que experimenté cuando visité la prisión de Abu
Ghraib después de la "liberación de Irak", y conocí al
jefe médico iraquí de la prisión, nombrado por Estados Unidos.
Cuando quienes lo vigilaban se distrajeron, admitió que había sido
el "médico en jefe" de Abu Ghraib cuando los prisioneros de
Saddam eran torturados ahí hasta morir. No me extraña que nuestros
enemigos, convertidos en amigos, se estén volviendo enemigos
nuevamente.
Pero esto no nada más tiene que ver con Irak.
Hace más de 35 años, cuando mi papá me llevaba a casa de la escuela,
el radio de su auto dio la noticia de que al amanecer un hombre había
sido colgado –creo– en Wormwood Scrubs. Recuerdo el incómodo aire
de santidad que se apoderó del rostro de mi padre cuando me dijo que
esto estaba bien. "Es la ley, niño", dijo, como si estas
crueldades fueran inherentes a la raza humana. Aún así, éste era el
mismo padre quien, cuando era un joven soldado en la Primera Guerra
Mundial, fue amenazado con ser procesado por una corte marcial porque
se negó a comandar a un pelotón de fusilamiento que ejecutaría a un
igualmente joven soldado australiano.
Quizá son sólo los hombres mayores quienes,
sintiendo que su fuerza flaquea, disfrutan las prerrogativas de una
ejecución. Hace más de diez años, el ahora fallecido presidente
Hrawi de Líbano y el asesinado primer ministro, Rafiq Hariri,
firmaron las sentencias a muerte de dos jóvenes musulmanes. Uno de
ellos entró en pánico durante el robo de una casa en el norte de
Beirut y le disparó a un cristiano y a su hermana. Hrawi –a decir
de altos funcionarios de seguridad de ese tiempo– "quería
demostrar que era capaz de colgar a musulmanes en una zona
cristiana".
Y lo logró. Ambos hombres, uno de los cuales
ni siquiera estuvo dentro de la casa durante el robo, fueron
ajusticiados públicamente junto a la carretera Beirut–Jounieh. Se
desmayaron de miedo al ver a los verdugos con capuchas blancas.
Mientras, la alta sociedad cristiana, que regresaba a casa después de
pasar la noche en clubes nocturnos con sus novias enfundadas en
minifaldas, hacían alto en la carretera para no perderse la diversión.
En ese tiempo sugerí, para disgusto de Hrawi, que las ejecuciones públicas
regulares debían convertirse, permanentemente, en parte de la vida
nocturna de Beirut. Ahorcamientos en el barrio mediterráneo de
Corniche atraerían a decenas de miles de turistas, especialmente
provenientes de Arabia Saudita, donde sólo se pueden ver
decapitaciones esporádicas durante los rezos de los viernes.
No, el tema aquí no es la perversidad del
ahorcado. A diferencia de Thane de Cawdor, Saddam no "dio paso a
un profundo arrepentimiento" en el patíbulo. Simplemente hicimos
algo vergonzoso de manera muy predecible. O se está en favor de la
pena de muerte –sin importar si el condenado sea alguien horrendo o
inocente– o se está en contra. C´est
tout.
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