Enterrar a los niños muertos en Gaza
Por Hernán Zin Viaje a la guerra (blogs.20minutos.es/enguerra),
28/07/06
Gaza amaneció no sólo sitiada por
el inexpugnable cerco de las tropas israelíes que desde hace un mes
la condena a la miseria y la desesperación, sino también por el
dolor y la tristeza. Dice la gente en la calle que la de ayer fue la
jornada más sangrienta de los últimos años. Y hoy, en este día
nublado, el primero ausente de sol radiante en varias semanas, las
polvorientas arterias de los campos de refugiados son recorridas por
interminables procesiones de hombre, mujeres y niños que llevan sobre
los hombros los cuerpos de sus muertos.
Me dirijo a Yabalia para sumarme al
cortejo fúnebre de una de las familias más afectas por los ataques
del ejército de Israel. En los últimos días mi vida parece haberse
limitado a la misma rutina: ver los bombardeos, seguir el avance de
los tanques; correr después al hospital para ser testigo del arribo
de las víctimas, hablar con las familias; y luego asistir a los
entierros, visitar los edificios destruidos, las montañas de
escombros que se acumulan por doquier. Y esto hace que me esté
quedando sin palabras, sin recursos, para describir tanta aniquilación,
tanto sinsentido, tanta barbarie.
Como todo el mundo aquí, me digo:
bueno, este es el último, ya se ha terminado, no morirá más gente
inocente, esto no puedo ir a peor. Vuelvo a casa cubierto de polvo,
cargado de imágenes terribles en la cámara. Y, lamentablemente, sigo
escuchando el sordo rugido de las bombas. Ayer, la incursión de los
helicópteros apache, a lo largo de la noche, lanzando misiles sobre
la ciudad. Como todo el mundo me preguntó, ¿cuándo podremos salir
de esta perversa rutina de muerte y devastación?
En la mezquita de Yabalia, parientes,
amigos y vecinos de las víctimas se acercan a dedicarles una oración,
a darle el último adiós.
Son tres, una mujer embarazada y sus
dos hijas: María, de cinco años, y Shahd, de ocho meses. Cuando los
tanques israelíes entraron al barrio de Ash Shaaf las cogieron por
sorpresa. No pudieron escapar como hicieron muchos de sus vecinos, así
que se refugiaron en el salón de la casa. Pero un obús impactó de
lleno, destruyendo toda la primera planta. La mayor de las tres
hermanas está en el hospital con severas heridas en la cabeza y el
abdomen.
A medida que nos acercamos al
cementerio se hace más insoportable el sonido de los aviones israelíes,
el estruendo de los proyectiles que lanzan. La multitud sigue adelante
a pesar de todo, enfurecida, acongojada.
Entre las lápidas nos cruzamos con
otro cortejo fúnebre. El de una mujer de 75 años que también fue
asesinada por un obús cuando estaba en su casa.
Mientras se entierran los tres
cuerpos sin vida, descubro entre la multitud a un hombre de expresión
inconsolable, que parece irremediablemente solo aunque todos se
acercan a él, lo abrazan, le dan ánimos. Su nombre es Samir Okal.
Trabaja como obrero. Tiene 32 años. Y es el padre de las niñas.
Una vez que los tres cuerpos son
enterrados, un líder comunal de barba blanca habla a la multitud, se
queja de que el mundo ha olvidado a Gaza y pide a Dios que acoja en su
seno a las tres mujeres.
El padre no quiere hablar, está
demasiado aturdido. en una instante ha perdido todo lo que tenía: su
casa, su mujer, sus hijas. Le pregunto al tío, Mohamed, qué siente,
qué opina. El hombre permanece en silencio. Un vecino le grita:
"Vamos, cuéntale que nos están matando como animales, cuéntale
cómo matan a nuestros hijos". Y él, con cansada ironía me mira
y me dice: "No, Israel ha hecho bien en matar a la pequeña Shahd,
era una terrorista, tenía un lanzagranadas, yo la vi".
Partimos de regreso hacia al centro
de Gaza. Calles cortadas por barricadas, tanques que disparan.
Milicianos con la cabeza cubierta por pasamontañas, armados con
vetustos AK 47, que se esfuerzan vanamente por detenerlos.
Damos vueltas tratando de encontrar
un camino seguro. En la radio del coche, las noticias: Una familia de
28 miembros es encerrada en una habitación y utilizada como escudo
por un comando israelí que ha tomado su casa. Nuevas incursiones, en
el norte, en el sur, cuatro muertos en lo que va de día. El hombre
que viaja a mi lado, amigo de la familia que nos pidió que lo lleváramos,
me mira y me dice: “No sólo no nos dejan vivir, nos cortan la luz,
nos sacan la comida, nos tiran bombas. Ni siquiera nos dejan enterrar
a nuestros muertos”.
Recorro el hospital Al Shifa en busca
de la hermana de las niñas fallecidas. No resulta fácil. Los
pasillos están llenos de heridos. En un edificio contiguo, en una
pequeña UVI en la que hay varios jóvenes, la encuentro. El cirujano
que la operó me dice: "Tuvimos que sacarle buena parte del
aparato digestivo, lo tenía destrozado, pero no pudimos hacer nada
con la cabeza, está clínicamente muerta".
.–
.– Mi nombre es Hernán Zin. Desde hace 13 años me
dedico a recorrer el mundo para tratar de dar voz a los excluidos,
los marginados, los que se encuentran en el último peldaño de la
escala social. He rodado documentales, he escrito libros y
reportajes, desde una treintena de países de África, Asia y América
Latina. Quizás el trabajo más duro, pero más gratificante por
sus resultados, fue el que realicé en 2002 siguiendo y
denunciando a pederastas en Camboya. Como consecuencia del
documental que rodé y del libro "Helado y patatas
fritas" (ed. Plaza Janés), se puso en marcha una vasta campaña
que permitió que varios turistas sexuales entraran en prisión.
Ahora me he puesto el casco y las botas para sumergirme en las
entrañas de la guerra. Un viaje que, si todo sale bien, me llevará
por Sudán, Uganda, Palestina, Ruanda, Congo, Afganistán,
Colombia, Haití, Irak... En este momento estoy en Palestina.
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