La
Habana, Tonkin, Gaza
Por
Atilio Boron
La Haine, 25/07/06
Se habla acerca del
conocimiento que las autoridades norteamericanas habrían tenido de
los atentados del 11–S, que le permitieron a la extrema derecha
profundizar su hegemonía y dejarle las manos sueltas para lanzar sus
aventuras militares por toda la superficie del planeta. ¿Por qué
habría que descartar ahora una hipótesis parecida para entender los
sucesos de Medio Oriente?
La indiferencia
mundial ante el genocidio perpetrado por el gobierno israelí en Medio
Oriente, primero en Gaza y ahora en Beirut y el sur del Líbano, es
una elocuente prueba de la descomposición moral de los líderes del
"mundo libre y las democracias occidentales".
Estos honorables
varones toleran y apañan una masacre que, desde el punto de vista del
derecho, hace retroceder a la humanidad casi cuatro mil años, a épocas
anteriores al Código de Hammurabi – siglo XVIII antes de Cristo–
y en el que se estipulaba que sus leyes debían evitar que "el más
fuerte oprimiese al débil" y garantizar que "la justicia
acompañe a la viuda y al huérfano." Hoy, esa ilustre pieza de
arquelogía jurídica parece revolucionaria cuando se la mide con el
inaudito retroceso experimentado por el derecho de gentes en Medio
Oriente.
Se ataca a
poblaciones indefensas sometidas a una salvaje destrucción por el sólo
hecho de compartir, involuntariamente, su hábitat con el Hezbolá o
Hamas. Los agresores aducen que, de ese modo, la presión social hará
que los combatientes depongan sus armas y se den por vencidos. Cuesta
pensar que puedan creer en semejante estupidez, sobre todo si se
recuerda que tal cosa no ocurrió ni cuando Israel ocupó gran parte
del Líbano durante dieciocho años. Uno de los "logros" de
la ocupación israelí fue cerrar todas las puertas del diálogo político
y empujar a crecientes sectores del mundo árabe a optar por la vía
armada y el terrorismo.
No es una sorpresa,
por lo tanto, que al día de hoy se estime que cerca de la mitad de
las víctimas de la maquinaria de guerra israelí en Gaza y el Sur del
Líbano sean niños, y más del noventa y cinco por ciento civiles que
nada tenían que ver con Hezbolá o Hamas. Un castigo indiscriminado y
cruel, pero que no perturbó el banquete de los líderes del G–7 en
San Petersburgo: sus comensales estaban demasiado preocupados
discurriendo sobre la "temible amenaza" a la paz mundial que
plantean las cañitas voladoras de Corea del Norte. La destrucción de
Gaza y Beirut y "la limpieza étnica" practicada con fruición
por los descendientes de las víctimas del Holocausto no fueron
considerados en ese ágape como cuestiones merecedoras de la atención
de tan magníficos estadistas.
Pero, ¿es posible
discernir alguna lógica, alguna racionalidad detrás de tanta sinrazón?
Veamos: Washington se preocupó por dejar en claro, a través de
Condoleezza Rice, su oposición a cualquier proyecto de cese de
hostilidades. Esta singular defensora de los derechos humanos –que sólo
actúa como tal cuando estos son presuntamente violados por gobiernos
desafectos– declaró que era necesario dejar que "Israel
hiciera su trabajo," eufemismo equivalente a arrasar, conquistar
y purgar de enemigos la región, a cualquier costo y sin amedrentarse
por los supuestos "daños colaterales" ocasionados por la
operación.
Luego de eso habría
tiempo para poner en marcha los lentos e inoperantes mecanismos diplomáticos
de las Naciones Unidas, cuyo jefe, el señor Kofe Anan, perdura en su
cargo bajo una permanente extorsión: Estados Unidos se abstiene
avanzar en la indagación sobre graves denuncias de corrupción que
pesan en su contra a cambio de que se mantenga de rodillas y acepte
sin chistar las órdenes que le lleguen desde Washington. Por
supuesto, mientras tanto del Consejo de Seguridad ni hablar, pese a
que los ataques de Israel ameritarían una reunión de urgencia del
mismo y la aprobación de una inmediata resolución de alto el fuego
poniendo fin a la ocupación israelí en Gaza y el Líbano. No hay que
olvidar que tan honorable órgano está muy ocupado en monitorear el
desarrollo de la cohetería norcoreana como para perder su precioso
tiempo en minucias como las que en estos días tienen lugar en Medio
Oriente.
Dicho esto, ¿por qué
no pensar que la racionalidad de toda esta barbarie se encuentra en el
plan imperialista de dominación mundial que alientan los ideólogos
del "Nuevo Siglo Norteamericano" y sus personeros en
Washington? Son gentes sin escrúpulos ni moral alguna, y oportunistas
como los que más. Tal como ellos mismos lo reconocen, aprovecharon al
máximo la oportunidad que se les presentara con los atentados del
11–S para implementar un proyecto reaccionario que en condiciones
normales –es decir, sin una población aterrorizada– hubiera sido
imposible llevar a la práctica. Y si la oportunidad no viene sola
siempre se la puede crear.
Recordemos que la
carnicería en Gaza y el Líbano se desencadenó cuando una lancha
patrullera israelí ametralló "por error" una playa
atestada de veraneantes en Gaza, matando en esa ocasión a cinco
personas que no eran guerrilleros ni miembros de Hamas. Ese crimen
provocó la airada respuesta de los combatientes palestinos y ahí
sobrevino la debacle. Los israelíes invadieron Gaza, destruyeron
edificios públicos, encarcelaron a gran parte de sus autoridades y
desencadenaron una represión tan feroz como indiscriminada cuyas víctimas
principales fueron, una vez más, civiles inocentes.
En ese contexto Hamas
capturó un cabo israelí y, desmintiendo la fama de intransigentes y
fanáticos que la "prensa libre" de nuestros países le ha
adjudicado, propusieron a Tel Aviv realizar un canje de prisioneros.
Hay casi diez mil palestinos en las cárceles israelitas, unos 900 de
los cuales son niños, y había espacio para negociar un canje y
evitar la escalada de la violencia. Fiel a la línea establecida por
Washington la respuesta de Israel fue brutal: rechazó la propuesta de
canje e intensificó aún más la ferocidad de la ocupación de los
territorios árabes. El resto es de sobras conocido, y estremece la
conciencia de nuestro tiempo.
Ahora bien: ¿es
razonable pensar que las fuerzas armadas de Israel –probablemente
uno de los ejércitos mejor entrenados y pertrechados del mundo–
puedan haber incurrido en un error tan grosero como ametrallar a gente
que estaba disfrutando de un día de sol en la playa? No es imposible,
porque la estupidez humana es ilimitada, pero sí muy improbable. Aún
así, si se hubiera tratado de un lamentable error Tel Aviv tuvo
tiempo demás para buscar una solución de compromiso que hubiese
evitado atizar la hoguera de la violencia. Pero no lo hizo.
Ante lo cual un
memorioso debe atar cabos y recordar que Estados Unidos es muy afecto
a esta costumbre de crear "oportunos incidentes" que luego
pasan a justificar una acción armada. En 1964 el presidente Lyndon
Johnson estaba presionado por la derecha norteamericana para enviar
tropas a Vietnam, pero la opinión pública estaba muy en contra y en
el Congreso no tenía chance alguna de obtener la aprobación de una
ley que lo autorizara a ello. Sin embargo, la situación cambió al
conocerse la noticia de que la marina de Vietnam del Norte atacó en
el Golfo de Tonkin a un par de destructores estadounidenses.
Como era de esperar
el incidente fue hábilmente manipulado por la Casa Blanca y los
lobbies del complejo militar–industrial: la opinión pública
norteamericana reaccionó con indignación ante lo que, evidentemente,
aparecía como una cobarde e injustificada agresión. Inflamada de
patriotismo –y evocando los ominosos fantasmas de Pearl Harbor en
1941– exigió al Congreso la inmediata aprobación de una ley que
autorizara el envío de tropas a la zona para escarmentar a los
agresores, y Johnson obtuvo lo que quería. Tiempo después se supo
que tal incidente jamás ocurrió y que fue una escandalosa fabricación
mediática. Washington inventó una burda mentira que caló muy hondo
en un pueblo ya maliciosamente amaestrado por sus dominadores para
aceptar las más desvergonzadas mentiras cual si fuesen verdades
reveladas.
Como lo hemos
demostrado en otros trabajos, la mentira y el doble discurso son
componentes esenciales de la política exterior norteamericana. Son
muchos los que hoy argumentan que Washington estaba al tanto de los
planes del alto mando japonés de atacar Pearl Harbor, y que si nada
se hizo para frustrarlos fue porque la Casa Blanca necesitaba un
pretexto inapelable para entrar a la Segunda Guerra Mundial. Y lo
consiguió. Mucho antes, en 1898, la misteriosa voladura del buque de
guerra Maine anclado en el puerto de La Habana había precipitado el
estallido de la primera guerra imperialista de los EEUU –en esa
ocasión contra España– y a resultas de la cual ese país se
apoderaría de Cuba (cuyas milicias populares ya habían vencido a los
españoles) Puerto Rico y las Filipinas.
Idénticos
razonamientos han comenzado a tomar cuerpo acerca del conocimiento que
las autoridades norteamericanas habrían tenido de los atentados del
11–S, que le permitieron a la extrema derecha profundizar su hegemonía
y dejarle las manos sueltas para lanzar sus aventuras militares por
toda la superficie del planeta. ¿Por qué habría que descartar ahora
una hipótesis parecida para entender los sucesos de Medio Oriente? Lo
que aquí está en juego es nada menos que la estabilización del
dominio imperialista en la principal región productora de petróleo
del mundo, puesto en jaque por la resistencia iraquí. Un
"oportuno incidente" –como el ametrallamiento de
veraneantes en una playa de Gaza– puede servir para justificar
acciones que, bajo otras condiciones, serían totalmente
injustificables. El asunto es muy complejo, pero sería conveniente
ponderar cuidadosamente los méritos de esta hipótesis.
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