Un Estado terrorista y un mundo que hiede
Por César Hildebrandt
La Primera, Lima, 23/07/06
Israel nos recuerda ahora a los nazis que odiaron
y masacraron a millones de judíos. Los judíos de hoy se llaman
palestinos. Cuando los palestinos conservaban a Yaser Arafat como líder,
Israel se negaba a cumplir la ruta de paz trazada en Madrid y
confirmada en Oslo.
Israel sostenía que Arafat seguía siendo un
terrorista. Pretendía el Estado sionista que la palabra terrorista
causase escalofríos entre su gente. Entre su gente joven, sin duda
que había escalofríos.
Entre sus mayores y muy mayores esa palabra les
resultaba familiar: ellos habían ejercido el peor de los terrorismos
–el que mata a niños y a civiles ajenos a la contienda– en su
lucha por liberar a Palestina del dominio británico.
Cuando murió Arafat, recluido en la Mukata
destruida por los tanques del Estado judío y llevado a París, donde
murió a causa de un extraño mal no diagnosticado, asumió el
moderado que Israel reclamaba.
Sin embargo, el moderado se vio pronto jaqueado
por el radicalismo de los grupos que han hecho de la memoria de los
agravios su capital político y por la intransigencia muchas veces
criminal del Estado de Israel, que sabía que mientras más desprecio
mostrara y más muros levantara daría más alas al extremismo islámico.
Porque diga lo que diga el sionismo armado de
bombas atómicas, la verdad es que su objetivo es demostrar al mundo
la imposibilidad de que coexistan israelíes y palestinos en un mismo
territorio.
Territorio que ayer fue indiscutiblemente
palestino y cuyas sobras, ocupadas por una guerra, Israel ha tomado
como suyas desde la desoída resolución de la ONU de 1967.
O, en todo caso, de aceptarse la repudiada
proximidad, lo que Israel impondrá, a fuego de misiles y con cuanta
carne de inocentes sea posible, será un Estado palestino desarmado y
bajo su vigilancia, sin fuerzas de defensa ni soberanía sobre su aire
o suelo, con aduanas supervisadas por el ejército judío y
autoridades previamente aprobadas por el consenso chauvinista de la
Kenésset.
Cuando la democracia se ejerció hace pocos meses
en los territorios ocupados, triunfó, por los votos, Hamas.
De inmediato, al día siguiente, Israel blandió
e hizo uso de una política de provocaciones verbales y bélicas.
¿Quería Israel que las elecciones las ganasen
los moderados? Pues habrían tenido que dejar de matar (y de jactarse
por ello) a los dirigentes de las fracciones radicales, tan radicales
como los militares israelíes a la hora de practicar el más público
terrorismo de Estado del que se tenga noticia.
Porque Pinochet mandó matar a Orlando Letelier
en una operación secreta. Israel es el único país en el globo que
anuncia sus crímenes “selectivos” como si esperara la felicitación
mundial. Y no importa que muchas veces sus misiles se equivoquen y
maten familias enteras o estallen en escuelas u hospitales.
Y es el único país autorizado para humillar a
diputados y ministros de una Autoridad con estatuto internacional y
llevárselos presos en una operación nocturna. Nada importa para el
Estado sionista.
Total, se trata de palestinos, esa raza de
leprosos que el mundo ha condenado y que Israel exterminará si
Estados Unidos sigue siendo su sanguinario compinche.
Hoy Israel bombardea otro de sus patios traseros,
el Líbano, del que tuvo alguna vez que huir. Israel destruye un país
antes invadido –el país donde Israel instigó la espantosa masacre
de Sabra y Chatila, ejecutada por el falangismo bajo la protección
judía– porque un grupo del extremismo islámico, alimentado en su
odio por los crímenes israelíes, secuestró a dos soldados luego de
matar a ocho en un combate (Israel no dio cuenta de cuántos
guerrilleros de Hizbolá perecieron en el encuentro).
Y como dos soldados del Estado sionista valen
miles de “árabes infectos”, Israel destruye la infraestructura de
un país que estaba reconstruyéndose y bombardea blancos civiles,
camionetas con diez niños, casas que se interpusieron en el camino
del misil teleguiado, una familia de ocho canadienses, lo que sea.
Porque Israel no tiene límites.
El espantoso y condenable holocausto de los judíos
–cree Israel– los hace hoy inimputables. El holocausto –dicen
sus lobbies, su poder mediático mundial, su descomunal poder
financiero– los autoriza a todo. “Siempre seremos vistos como víctimas”,
podrían añadir.
Y el mundo calla. Y Discovery Channel pasa lo del
11 de septiembre mientras los aviones F-16 y F-18 de la fuerza aérea
israelí destruyen el aeropuerto de Beirut, las centrales eléctricas,
las baterías antiaéreas del ejército libanés, además de los
innumerables blancos civiles que son parte del mismo ánimo de la
división Cóndor en Guernica: destrozar todo espíritu de
resistencia, sembrar el terror desde el aire.
El próximo paso –estarán pensando los del
estado mayor sionista– será bombardear las instalaciones pre-atómicas
del Estado teocrático de Irán, oscurantista y amenazador, tal como
lo hicieron con Irak en 1981 al destruir los dos reactores Tamuz I y
Tamuz II.
¿Lo harán con los misiles Supershafrir de
efecto retardado antihormigón? ¿O Estados Unidos les proporcionará
su nueva arma secreta, una bomba atómica de poca potencia pero que
estalla hacia abajo y se especializa en búnkeres indeseables?
¿Y cuáles serán los otros capítulos? ¿El
recuerdo legítimo del holocausto puede poner al borde del apocalipsis
al mundo entero?
¿Europa no existe? ¿La ONU ha dejado de
existir? ¿Qué leyes civilizadas pueden sobrevivir después de todos
estos años de abuso silenciado por los grandes intereses?.
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