Una
“fuerza de paz” en Líbano está condenada al fracaso
Por
Robert Fisk
The Independent / La Jornada, 01/08/06
Traducción de Jorge Anaya
Todo ejército
extranjero, incluso el israelí, termina sufriendo en Líbano.
Entonces, ¿por qué George W. Bush y lord Blair de Kut-al-Amara
–después de sus inevitables desastres en Afganistán e Irak–
creen que una fuerza dirigida por la ONU va a sobrevivir en la
frontera sur libanesa?
Claro, a los israelíes
les encantaría que se desplegara –ya es hora de que Occidente sufra
las bajas–, pero es probable que Hezbollah la considere aliada de
Israel y no, como ya los libaneses se dieron cuenta, protectora de Líbano.
El último ejército de la OTAN que llegó a este país tuvo que
abandonar su misión tras ser literalmente volado en pedazos por
atacantes suicidas.
Con qué ligereza han
borrado los gobiernos estadounidense y británico los relatos de la
vieja fuerza multinacional que llegó a Beirut para escoltar la salida
de los guerrilleros palestinos de Líbano, en agosto de 1982, y luego,
después de la matanza de más de mil 700 palestinos en los
campamentos de Sabra y Chatila por la milicia libanesa aliada de
Israel, regresó para proteger a los sobrevivientes y extender la
soberanía del gobierno libanés. ¿Les suena familiar? Y también
llegó para adiestrar al ejército libanés –una de las misiones
encargadas al nuevo ejército de Bush y Blair– y fracasó.
Despedazados por atacantes suicidas en su cuartel de Beirut, con pérdida
de 241 vidas estadounidenses, los marines se refugiaron en el
subsuelo, cavando túneles bajo el aeropuerto de Beirut.
Y allí vivieron
hasta que el recién adiestrado ejército libanés se disgregó en
febrero de 1984, momento en el cual Ronald Reagan decidió
"reubicar" sus tropas fuera de la costa. Como otras famosas
reubicaciones –por ejemplo, la de las tropas napoleónicas fuera de
Moscú, o la última de Custer–, representó un desastre nacional,
un golpe colosal al prestigio estadounidense en la región y una
advertencia de que tales aventuras libanesas siempre acaban en lágrimas.
El contingente militar francés se fue poco después, y luego el
italiano. Una compañía de soldados británicos fue la primera en
salir.
Entonces, ¿cómo
puede alguien creer que el siguiente ejército extranjero que llegue a
la carnicería libanesa va a tener mayor éxito? Cierto, aquella
fuerza multinacional no gozaba del respaldo de una resolución del
Consejo de Seguridad de la ONU. Pero ¿desde cuándo ha sido Hezbollah
susceptible a las demandas de la ONU? No se ha desarmado, como ordenó
la resolución 1559 del consejo, y uno de los ejércitos guerrilleros
más recios del mundo no va a entregar sus armas a un puñado de
generales de la OTAN.
Pero la mayor parte
de la fuerza será musulmana, según nos dicen. Puede que sea cierto y
que los turcos cometan la imprudencia de participar. Pero, ¿van a
aceptar los libaneses que los descendientes del odiado imperio otomano
gobiernen parte de su nación? ¿Permitirá el sur chiíta de Líbano
que soldados musulmanes sunitas sean sus nuevos amos?
En realidad, ¿cómo
es que no se ha consultado a la población del sur de Líbano acerca
del ejército que supuestamente vivirá en sus tierras? Porque, desde
luego, no acude para protegerla. Irá porque los israelíes y los
estadounidenses quieren que los ayude a dar nueva forma a Medio
Oriente. Eso sin duda tiene sentido en Washington –donde el autoengaño
rige la diplomacia casi tanto como en Israel–, pero los sueños
estadounidenses por lo regular se convierten en las pesadillas de
Medio Oriente.
Y esta vez
observaremos muy de cerca la desintegración de un ejército dirigido
por la OTAN. Afganistán e Irak, en el sureste, son hoy tan peligrosos
que ningún reportero puede atestiguar la carnicería y las
atrocidades que se perpetran como resultado de nuestros proyectos para
la región, condenados al fracaso. Pero en Líbano habrá cobertura en
vivo de un desastre que sólo podrá ser evitado por el único paso
diplomático que Bush y Blair se niegan a dar: hablar con Damasco.
Así pues, cuando
este último ejército extranjero llegue a Líbano, cuenten los días
–o las horas– antes de que reciba el primer ataque. Luego
volveremos a escuchar que combatimos el mal, que "ellos"
–Hezbollah, los guerrilleros palestinos o cualquier otro que planee
destruir "nuestro" ejército– detestan nuestros valores, y
luego, por supuesto, nos dirán que todo esto forma parte de la
"guerra al terror"... la estupidez que Tel Aviv ha estado
pregonando. Y después quizá recordemos lo que George Bush padre dijo
cuando los aliados de Hezbollah lanzaron ataques suicidas contra los
marines en 1982: que la política estadounidense no sería doblegada
por una partida de "insidiosos y cobardes terroristas".
Ya sabemos lo que
ocurrió después. ¿O lo hemos olvidado?
A
ritmo de un proyectil cada dos minutos el ejército invasor continúa
la ofensiva
Por
Robert Fisk
The Independent / La Jornada, 03/08/06
Traducción de Jorge Anaya
Beirut.– Un ataque
a un hospital, la matanza de toda una familia libanesa, la captura de
cinco hombres en Baalbek y una nueva cuota de muertes civiles –468
hombres, mujeres y niños– marcaron el día 22 de la guerra más
reciente de Israel en Líbano. Los israelíes afirmaron que soldados
transportados por helicóptero capturaron a altos líderes de
Hezbollah, aunque uno de éstos resultó ser un abarrotero de Baalbek.
En una aldea cercana a la ciudad, los ataques aéreos causaron la
muerte del hijo mayor del alcalde, así como de su hermano y cinco
hijos de la familia.
La noche de este miércoles
la batalla por Líbano se salía cada vez más aprisa de control.
Soldados del ejército libanés abandonaban muchos de sus puestos de
revisión y diplomáticos europeos advertían a sus colegas que
milicianos ocupaban sus lugares. Se dijo que hasta 8 mil soldados
israelíes habían cruzado la frontera en lo que se publicita de
avance militar hacia el río Litani, pero harían falta mucho más
hombres para asegurar una zona tan grande del sur de Líbano.
Los israelíes
enviaron paracaidistas a atacar un hospital financiado por Irán en
Baalbek, con la esperanza de capturar combatientes de Hezbollah
heridos, pero después de una hora de batalla apenas lograron echar
mano a cinco hombres a quienes el primer ministro israelí, Ehud
Olmert, llamó más tarde "sabrosos pescados". La operación
sugiere lo que todo el tiempo ha dicho Hezbollah que es el propósito
de la campaña israelí: tomar prisioneros y cambiarlos por los
soldados israelíes capturados en la frontera el 12 de julio.
Hezbollah continuó
lanzando docenas de misiles sobre la frontera hacia Israel, que dieron
muerte a una persona e hirieron a 21, y la artillería israelí lanzó
proyectiles a Líbano al ritmo de uno cada dos minutos. Por primera
vez un cohete de Hezbollah dio en Cisjordania, así como en la ciudad
israelí de Beat Shean, lo cual es el disparo de misil más largo
hasta la fecha.
Pese a todo,
Occidente aún parece incapaz de lograr un alto a esta guerra que
claramente abruma a ambos bandos. Es obvio que Hezbollah posee muchos
más misiles de lo que creían los israelíes –no hay una población
del norte de Israel que esté a salvo de su fuego–, y en apariencia
el ejército israelí no tiene planes de derrotar a Hezbollah, fuera
de la vieja e inútil política de ocupar el sur de Líbano.
Si Hezbollah planeó
sus campañas con meses de anticipación, y los israelíes hicieron lo
mismo, entonces ninguno de los dos bandos dejó lugar a la diplomacia.
Los franceses han dicho con prudencia que sólo encabezarán una
fuerza de paz en el sur de Líbano después de un cese el fuego. Y sin
duda no dejarán que se convierta en un ejército comandado por la
Organización del Tratado del Atlántico Norte. Francia ya tiene una
compañía de 100 soldados en la fuerza de Naciones Unidas en la región,
cuyo comandante es francés, pero París, después de presenciar el
caos en Irak, no se hace ilusiones respecto de ejércitos occidentales
en Medio Oriente.
Este miércoles,
fuera del derruido hospital Dar al Hikma, en Baalbek, se veían dos
automóviles y un miniván incendiados, cubiertos de perforaciones de
bala. Al parecer, Hezbollah combatió a los invasores más de una
hora. El hospital, que cuenta con algunos desfibriladores de fabricación
británica, estaba vacío cuando comenzó la incursión israelí y
quedó destruido en parte en el combate.
El ejército libanés,
que ha tratado de mantenerse al margen del conflicto –el cielo sabe
qué se supone que deban hacer sus 75 mil elementos– fue objeto este
miércoles de un nuevo ataque de los israelíes, que lanzaron un misil
hacia un vehículo en que decían que iba un dirigente de Hezbollah.
No era cierto: el soldado que iba dentro pereció al instante, y se
unió a los otros 11 miembros del ejército, pertenecientes a una
unidad logística, que murieron en un ataque aéreo hace dos semanas,
a quienes el gobierno proclamó "mártires".
El obsceno marcador
de la muerte en esta última guerra ahora está como sigue: 508
civiles libaneses, 46 guerrilleros de Hezbollah, 26 soldados
libaneses, 36 soldados israelíes y 19 civiles israelíes. En otras
palabras, Hezbollah mata más soldados que civiles israelíes, y los
israelíes matan mucho más civiles libaneses que guerrilleros. La
Cruz Roja Libanesa encontró otros 40 civiles muertos en el sur del país
en los dos días anteriores, de los cuales muchos eran personas
heridas que podrían haber sobrevivido si hubieran tenido acceso a
ayuda médica.
Bajo
fuego en Beirut, en el carro de la muerte
Los
críticos comienzan a creerle a Hezbollah
Por
Robert Fisk
The Independent / La Jornada, 30/07/06
Traducción de Jorge Anaya
Beirut.– Hacia Sidón.
Ed Cody ha encontrado un alivianado chofer de 180 kilómetros por hora
llamado Hassán, que conduce un Mercedes negro al que bautizo carro de
la muerte (porque ése será el destino de quien se cruce en nuestro
camino). Tomamos el camino costero y viramos al este, hacia las
colinas de Ñame, donde los israelíes acaban de volar el puente.
Hace 30 años, Cody
era corresponsal de Ap en Beirut y me enseñó a cubrir guerras.
"Métete en el coche, conduce hacia la batalla y averigua qué
están haciendo los cabrones", solía decir. Originario de
Oregon, es un periodista delgado, brillante y sumamente subversivo que
ahora es corresponsal del Washington Post en Pekín. Es un estupendo
compañero de viaje, con la mirada atenta a los F–16, valiente sin
poses, que habla árabe con fluidez, entiende la guerra sucia que
observamos y florece en el cinismo.
"Mira –dice,
señalando un paso a desnivel volado por las bombas en la
carretera–, ¡un puente terrorista! Y si tomas el camino a Zahle,
encontrarás un camión terrorista de harina y granos quemado".
Si el mundo se volviera un país mejor, temo que Zahle pensaría en el
suicidio.
Sidón está llena de
refugiados chiítas, y yo emprendo la búsqueda de Ghena Hariri, hija
de la representante de Sidón en el Parlamento y nieta del ex primer
ministro asesinado Rafiq Hariri. Es egresada de Georgetown y calcula
que otros tres edificios de Hezbollah en la ciudad serán
bombardeados. Los israelíes acaban de atacar una mezquita de
Hezbollah. Cody y yo vamos a echarle una ojeada a la cúpula
aplastada, y el "escuadrón 112" local –especie de policía
paramilitar– llega para ahuyentarnos.
Regresamos a Beirut,
tomando la costera al sur de la ciudad. Es un camino desolado y vacío
y observamos el cielo, desviándonos alrededor del aeropuerto; justo
cuando pasamos el aire se llena de humo de tanques de petróleo que
arden y se siente la vibración de otra enorme bomba israelí en los
suburbios del sur.
Lunes
24 de julio
Hacia el sur de Líbano,
en un convoy humanitario. No hay problemas hasta Zahle, en el valle de
Bekaa –aunque pasamos junto al camión "terrorista" de
harina que mencionó Cody, con un misil incrustado en la puerta
trasera– y luego viramos al sur, hacia el lago Qaraaoun. Hace un día
espléndido de sol y nubes esponjosas, y luego escuchamos el chillido
de jets que vuelan muy alto. Observamos los cielos de nuevo. Me estoy
volviendo experto en la luz y los cúmulos de nubes.
A la mitad de un
sembradío de tomates veo un autobús londinense. "¿Es un autobús
londinense?", pregunto, con el tono del tipo que ve una oveja
trepada en un árbol en la serie de televisión humorística de los
Monty Python. "Sí", me contestan. Y vaya que lo es: un
maldito gran Routemaster rojo brillante de dos pisos. En el valle de
Bekaa. En Líbano. En plena guerra.
Treinta kilómetros
al sur el camino tiene cráteres en el centro y una brecha angosta en
un extremo para que pasen los vehículos. Una bomba israelí ha
destruido la mayor parte de la carretera arriba de un promontorio de
20 metros y me recuerda esa escena de la vieja cinta británica North
West Frontier, cuando Kenneth More tiene que maniobrar una locomotora
de vapor sobre un puente volado por bombas, en el cual las vías
siguen conectadas pero no hay nada debajo. More se vuelve hacia Lauren
Bacall y le dice: "Claro, es uno de mis pasatiempos, manejar
trenes sobre puentes rotos".
Avanzamos centímetro
a centímetro por la sección estrecha del camino y las piedras se
desprenden bajo las ruedas. El vehículo empieza a inclinarse a la
derecha y yo me cargo a la izquierda. Lo mismo hace el conductor.
Después de que cruzamos, volvemos la cabeza como lobos para ver cómo
le va al conductor del carro de atrás. Al norte de Jiam, puedo ver
fuegos en los bosques del norte de Israel y humo elevándose desde
Metullah, y escucho el golpeteo de proyectiles en Líbano. Espléndida
temperatura. Lástima de la guerra.
Martes
25 de julio
Doy una vuelta de
inspección por Marjayoun, la población cristiana metida entre dos
franjas de territorio de Hezbollah. Fue alguna vez cuartel del brutal
Ejército del Sur de Líbano, aliado de Israel, y quedan un montón de
sus ex milicianos, todos con teléfonos móviles libaneses, pero
sospecho que algunos tienen israelíes. No han caído proyectiles
sobre Marjayoun –aún no–, así que los pobladores se reúnen en
el restaurante Rashed (sí, hay un restaurante abierto en el sur de Líbano,
que sirve kebabs y cerveza fría) y observan la guerra.
Se puede uno sentar
en la cordillera y escuchar fuego de tanques, de Katiushas, bombas
lanzadas desde jets y helicópteros. Al otro lado del valle, junto al
viejo fuerte de Jiam, hay un puesto de la Organización de Naciones
Unidas (ONU) donde cuatro observadores del organismo, desarmados,
contemplan la batalla de primera mano e informan de cada impacto de
proyectil.
Miércoles
26 de julio
Soldados indios de la
ONU llevan lo que queda de los cuatro observadores al destartalado
hospital de Marjayoun. Todo el día habían estado informando que los
proyectiles israelíes caían cada vez más cerca de su posición,
claramente marcada. Un oficial del cuartel de la organización en
Naquora telefoneó 10 veces a los israelíes para advertirles que los
observadores militares estaban a tiro, y 10 veces le prometieron que
no se lanzaría un solo proyectil más cerca del puesto de Jiam.
Pero los cuatro
soldados no huyeron –como presumiblemente esperaban los israelíes–,
y la noche del martes un avión voló bajo y lanzó un misil
directamente al puesto de la ONU, destrozó a los cuatro valientes y
aplastó el edificio. Veo que los llevan al hospital en bolsas negras
de plástico, al parecer decapitados. Uno de los soldados indios lleva
un turbante, pintado del mismo azul de la bandera de la ONU.
Ahora las escuelas de
la región están atiborradas de refugiados, y ostentan banderas
blancas en el techo. Llego a un salón de clases donde hay 15 familias
chiítas desparramadas en el suelo. Los lavabos están bloqueados, el
lugar apesta a orines.
"¿Qué nos están
haciendo ustedes?", me pregunta en voz baja un hombre de cabello
oscuro y rostro lleno de arrugas. ¿Qué le respondo? Bueno, mi primer
ministro no cree que sea momento de un cese del fuego aún, pero
promete darles acceso a hectáreas de libertad y montones y montones
de democracia y un nuevo amanecer algún día. Pero nada de tregua por
ahora, me temo. En otras palabras, ya te jodiste, mano. No. Me quedo
callado y digo haram en árabe. Significa vergüenza o lástima, según
el contexto, que me alegra dejar en la vaguedad.
Jueves
27 de julio
Me siento con un
amigo francés en una colina, mirando hacia el sur de Líbano al
anochecer, observando aviones que descienden como águilas sobre
macizos de arbustos y lanzan rocas y árboles al aire. A nuestra
izquierda la artillería israelí ataca una casa de este lado de Jiam.
El primer proyectil estalla en una burbuja de fuego y hay una doble ráfaga,
luego una andanada –una pillonage, dice mi amigo francés en su
idioma, más poderoso que el inglés– consume la casa y podemos ver
pedazos de ella muy arriba en el aire, y luego más burbujas hasta que
finalmente una nube de humo gris cubre los destrozos.
"Dios mío,
espero que no hubiera nadie allí", dice mi amigo. Puede que
nunca lo sepamos. En todo el sur de Líbano los muertos quedan
prensados entre los pisos de las casas bombardeadas por los israelíes.
Hablamos sobre el lenguaje de la guerra y descubrimos que la mayoría
de las palabras francesas referentes a la guerra y la muerte son
femeninas.
A la hora de la
comida vamos a Nabatea; unas cuantas tiendas están valerosamente
abiertas entre los escombros de casas en la avenida principal, un
mercado derruido entre los campamentos ("un mercado
terrorista", escucho anunciar al espíritu de Cody) y luego, en
Arab Selim, un avión deja caer una bomba en el puente frente a
nuestro vehículo y nos retiramos con premura de esta desagradable
emboscada para volver al refugio de nuestra casita en la colina. De
noche, mosquitos, un colchón desnudo sobre el mármol y una sucia
almohada para dormir.
Viernes
28 de julio
A las 3 de la mañana
comienza un enorme bombardeo al otro lado del valle sobre el Castillo
de Beaufort, la enorme fortaleza de los cruzados en el oeste.
Capturado por Saladino en 1190, entregado a los caballeros templarios
–los neoconservadores de su época– en 1260, sitiado en una ocasión
por un ejército musulmán que solicitó negociar con el comandante de
la plaza y luego lo torturó enfrente de sus defensores, se alza
frente a nosotros cuando 46 proyectiles caen sobre el poblado de
Arnoun, a un costado.
Mi teléfono móvil
suena. Un periodista estadounidense camina al sur de Tibnin, hacia la
batalla que libran Israel y Hezbollah en Bint Jbail –prudente
precaución, porque ahora todos los automóviles son presa de las águilas
de Tel Aviv– y ha encontrado dos drusos heridos a un lado del
camino. Una es mujer y no puede ponerse en pie. ¿Podría yo ayudar?
Me encuentro a 25 kilómetros. "¿Puedo decirles que vendrán a
rescatarlos?" No les mienta, respondo. Dígales que tratará de
conseguir ayuda. Le prometo llamar a la Cruz Roja.
Llamo a Hisham
Hassan, del Comité Internacional de la Cruz Roja en Beirut, y le doy
la ubicación precisa. Los dos están tendidos al lado de un puesto
destruido en la carretera con bandera anaranjada en el suelo, un kilómetro
después de un letrero que dice "Bienvenidos a Beit Yahoun"
y junto a un enorme cráter de bomba. Hisham promete llamar al centro
de ambulancias de la Cruz Roja en Tibnin. Diez minutos después recibo
un mensaje de texto: "Cruz Roja en camino". Angeles del
cielo.
Emprendo el camino de
regreso a Beirut en otro convoy, sobre los mismos caminos peligrosos y
pasando junto a los mismos cráteres de bombas. Hay otros nuevos, y un
hombre nos grita que debemos desviarnos por una brecha. "Hay un
gran cohete en el camino", dice, y con eso me basta.
Pasamos por un viejo
cementerio sombreado por árboles. Tres horas más tarde nos detenemos
a comer unos sándwiches en un poblado cristiano, entre personas que
tradicionalmente desprecian a Hezbollah. Descubro que todos observan
la estación televisiva de Hezbollah, y cuando hablo con ellos un
hombre me dice que cree que Hezbollah dice la verdad.
Sábado
29 de julio
En casa. Me doy una
ducha, duermo en mi propia cama y escucho el oleaje del Mediterráneo
en las rocas, debajo de mi ventana. Fidele ha recobrado el valor y
regresado a limpiar y cocinar. Recibo una llamada de un periodista
turco para hablar del genocidio de armenios en 1915 –mucho más trágico
que esta pequeña guerra– y hago una entrevista con un grupo de la
televisión de Nueva Zelanda que está a punto de partir hacia el sur
de Líbano con las iniciales TV escritas en letras plateadas gigantes
en el toldo de su vehículo. No creo que les ayude.
Una llamada de DHL.
Han llegado pruebas de la edición en rústica de mi libro desde
Londres. Alguien las llevó junto con otros paquetes de DHL de Ammán
a Damasco y luego –debajo de los jets– de Beeka a Beirut. Me
entregan una cuenta de 30 dólares por los riesgos adicionales del tráfico
de carga. Luego reviso mis notas de la semana para este diario.
Descubro que mi escritura se quebró por un momento después del
ataque aéreo del jueves. Tenía tanto miedo que no podía escribir.
Me siento en el balcón
a leer a Siegfried Sassoon. Cody también lee para tranquilizarse en
esta guerra desigual. Pero Cody lee a Verlaine.
|