Otros actores, otros conflictos y menor dominio
norteamericano
El nuevo Medio Oriente
Por
Richard N. Haass (*)
Foreing Affairs / Veintitres internacional, abril 2007
Poco más de dos siglos después de que la
llegada de Napoleón a Egipto anunciara el advenimiento del Medio
Oriente moderno -unos 80 años después de la desaparición del
Imperio Otomano, 50 años después del final del colonialismo y menos
de 20 años después del final de la Guerra Fría-, la era
estadounidense en Medio Oriente, la cuarta en la historia moderna de
la región, ha concluido. No se concretarán las expectativas de una
nueva región semejante a Europa -con paz, prosperidad y democracia-.
Es mucho más probable que surja un nuevo Medio Oriente que cause
perjuicios a sí mismo, a Estados Unidos y al mundo.
Todas las eras se han definido por la influencia
recíproca de fuerzas contendientes, tanto internas como externas a la
región. Lo que ha cambiado es el equilibrio entre esas influencias.
La próxima era de Medio Oriente promete ser una en la que los actores
externos tengan un impacto relativamente modesto y las fuerzas locales
disfruten de llevar la voz cantante, y en la cual los actores locales
que van adquiriendo poder son radicales determinados a cambiar el
estado de cosas imperante. Definir desde fuera el nuevo Medio Oriente
será extremadamente difícil, pero será -junto con la manera de
tratar con una Asia dinámica- el principal reto de la política
exterior de Estados Unidos en las próximas décadas.
El Medio Oriente moderno nació a finales del
siglo XVIII. Para algunos historiadores, el acontecimiento crucial fue
la firma del tratado, en 1774, que ponía fin a la guerra entre el
Imperio Otomano y Rusia; puede alegarse que fue más importante la
relativamente fácil entrada de Napoleón en Egipto en 1798, cosa que
mostró a los europeos que la región estaba madura para la conquista
e incitaba a los intelectuales árabes y musulmanes a preguntarse
-como muchos siguen haciéndolo hoy- por qué su civilización se había
rezagado tanto en comparación con la Europa cristiana. El declive
otomano en combinación con la penetración europea en la región
generó la llamada “Cuestión Oriental”, en referencia a cómo
lidiar con los efectos del declive del Imperio Otomano, que varias
partes han tratado de responder, desde entonces, llevando agua a su
molino.
La primera era concluyó con la Primera Guerra
Mundial, la extinción del Imperio Otomano, el establecimiento de la
república turca y la división de los despojos de guerra entre los
vencedores europeos. Lo que siguió fue una época de régimen
colonial, dominada por Francia y el Reino Unido. Esta segunda era
terminó unas cuatro décadas más tarde, después de que otra guerra
mundial despojara a los europeos de mucha de su fuerza, creciera el
nacionalismo árabe y las dos superpotencias empezaran a confrontarse.
El historiador Albert Hourani, que escribió: "Quien gobierne el
Cercano Oriente gobierna el mundo, y quien tiene intereses en el mundo
debe estar preocupado por el Cercano Oriente", vio con razón que
la crisis de Suez de 1956 marcaba el final de la era colonial y el
principio de la era de la Guerra Fría en la región.
Durante la Guerra Fría, como ya había ocurrido,
fuerzas externas habían desempeñado un papel dominante en Medio
Oriente. Pero la misma naturaleza de la competencia entre Estados
Unidos y la Unión Soviética dio a los Estados locales un
considerable margen de maniobra. La prueba decisiva de la era fue la
guerra de octubre de 1973, que Estados Unidos y la Unión Soviética
suspendieron en lo esencial en un empate, lo que dio lugar a una
diplomacia ambiciosa, que incluía el acuerdo de paz entre Egipto e
Israel.
De cualquier manera sería un error considerar a
esta era como simplemente la época de una competencia bien manejada
entre grandes potencias. La guerra de junio de 1967 cambió para
siempre el equilibrio de poder en Medio Oriente. El uso del petróleo
como arma económica y política en 1973 puso el acento sobre la
vulnerabilidad estadounidense e internacional ante la baja de oferta
del abasto y las alzas de precios. Además, el balance de cuentas de
la Guerra Fría creó un contexto en el cual fuerzas locales en Medio
Oriente adquirieron una autonomía significativa como para permitirles
satisfacer sus propias agendas. La revolución de 1979 en Irán, que
acabó con uno de los pilares de la política estadounidense en la
región, hizo evidente que los extranjeros no estarían en condiciones
de tener control sobre los acontecimientos locales. Los Estados árabes
se resistieron a los intentos estadounidenses de persuadirlos a unirse
a los proyectos antisoviéticos. La ocupación de Líbano por parte de
Israel en 1982 generó a Hezbollah; la guerra entre Irán e Irak agotó
a esos dos países durante una década.
Égloga estadounidense
El término de la Guerra Fría y la desaparición
de la Unión Soviética condujeron a una cuarta era en la historia de
la región, durante la cual Estados Unidos disfrutó de influencia y
libertad de acción sin precedentes. Los rasgos predominantes de esta
era estadounidense fueron la liberación de Kuwait dirigida por
Estados Unidos, la prolongada permanencia de fuerzas terrestres y aéreas
estadounidenses en la Península Arábiga y un interés diplomático
activo en tratar de resolver el conflicto árabe-israelí de una vez
por todas (que culminó en el esfuerzo intenso pero al cabo
infructuoso de la administración Clinton en Camp David). Más que
ningún otro, este período ejemplificó el tema de lo que ahora se
considera "el viejo Medio Oriente". La región quedó
definida por un Irak agresivo pero frustrado, un Irán dividido y
relativamente débil, un Israel visto como el Estado más poderoso y
la única potencia nuclear de la región, los fluctuantes precios del
petróleo, los inestables regímenes árabes que reprimen a sus
pueblos, la agitada coexistencia entre Israel y los palestinos y árabes
y, más en general, el predominio estadounidense.
Lo que llevó a su fin a esta era en menos de dos
décadas son varios factores, algunos estructurales, algunos intrínsecos.
El más importante ha sido la decisión del gobierno de Bush de atacar
a Irak en 2003 y la conducción de las operaciones y la ocupación
resultante. Una de las pérdidas de la guerra ha sido un Irak dominado
por los sunnitas, que adquirió las fuerzas y motivaciones suficientes
para establecer un equilibrio con el Irán chiita. Las tensiones entre
sunnitas y chiitas, latentes por un tiempo, han salido a la superficie
en Irak y en toda la región. Los terroristas se han hecho de una base
en Irak y creado un nuevo conjunto de técnicas para exportar. En
buena parte de la región, la democracia se ha llegado a asociar con
la pérdida del orden público y el fin de la primacía sunnita. La
postura antiestadounidense, ya considerable, se ha fortalecido. Y el
mantener ahí una enorme porción de las fuerzas armadas ha reducido
el marco de influencia de Estados Unidos en el resto del mundo. Es una
de las ironías de la historia que la primera guerra en Irak, una
guerra obligada por la necesidad, determinó el inicio de la era
estadounidense en Medio Oriente y que la segunda guerra iraqui, una
guerra elegida, precipitó su término.
Hay otros factores de relevancia. Uno es la
extinción del proceso de paz en Medio Oriente. Tradicionalmente,
Estados Unidos, disfrutaba de una capacidad única de negociar con árabes
e israelíes. Pero los límites de esa capacidad quedaron al
descubierto en Camp David en 2000. Desde entonces, la debilidad de los
sucesores de Yasser Arafat, el ascenso de Hamas y la unilateralidad de
Israel contribuyeron a poner de lado a Estados Unidos, cambio que fue
reforzado por la actual actitud de la administración Bush de no
ejercer una diplomacia activa.
Otro factor que ha contribuido a terminar la era
estadounidense ha sido la incompetencia de los regímenes árabes
tradicionales para contrarrestar el llamado del islamismo radical.
Enfrentadas a elegir entre lo que perciben como dirigentes distantes y
corruptos y los dirigentes religiosos poderosos, muchas personas de la
región han optado por los segundos. Fue necesario el 11-S para que
los dirigentes estadounidenses establecieran la conexión entre las
sociedades cerradas y la incubación de los radicales. Pero su reacción
-a menudo un precipitado impulso por realizar elecciones
independientemente del contexto político local- ha ofrecido a los
terroristas y quienes los respaldan más oportunidades de avance de lo
que antes tenían.
Por último, la globalización ha cambiado la
región. Hoy es menos difícil que los radicales adquieran
financiamiento, armas, ideas y reclutas. El crecimiento de los nuevos
medios, y sobre todo de la televisión satelital, han convertido al
mundo árabe en una "aldea regional" y la han politizado.
Buena parte del contenido exhibido -escenas de violencia y destrucción
en Irak, imágenes de prisioneros iraquíes y musulmanes maltratados
que sufren en Gaza, Cisjordania y ahora el Líbano- ha hecho que mucha
gente de Medio Oriente se aparte más de Estados Unidos. Como
resultado, los gobiernos de Medio Oriente enfrentan ahora más
dificultades en colaborar abiertamente con Estados Unidos, y así la
influencia estadounidense en la región ha disminuido.
Lo que queda para el futuro
Los perfiles de lo que será la quinta era de
Medio Oriente aún siguen definiéndose, pero son consecuencia natural
del fin de la era estadounidense. Y son una docena las características
que formarán el contexto de los acontecimientos diarios.
En primer lugar, Estados Unidos seguirá
disfrutando de más influencia en la región que cualquier otra
potencia extranjera, pero dicha influencia será más reducida de lo
que antes fue. Ello refleja el creciente impacto de una disposición
de las fuerzas internas y externas, los límites inherentes del poder
de Estados Unidos y los resultados de sus elecciones de política.
En segundo lugar, Estados Unidos enfrentará cada
vez más el reto de las políticas exteriores de otros agentes
externos. La Unión Europea será de poca ayuda en Irak y es probable
que adopte un enfoque distinto en torno al problema palestino. China
se resistirá a presionar a Irán y tratará de asegurar la
disponibilidad de abastos energéticos. Rusia, además, se opondrá a
sancionar a Irán y buscará oportunidades para demostrar su
independencia respecto de Estados Unidos. Tanto China como Rusia (así
como muchos Estados europeos) se distanciarán de los intentos
estadounidenses de promover la reforma política en Estados no democráticos
en Medio Oriente.
En tercer lugar, Irán será uno de los dos
Estados más poderosos de la región. Se equivocan quienes han
considerado que Irán se halla en un momento de baja espectacular.
Irán goza de una enorme riqueza, constituye la más
poderosa influencia externa en Irak y sostiene un sólido impulso
sobre Hamas y Hezbollah. Se trata de un poder imperial clásico, con
ambiciones para reconstruir la región a su imágen y el potencial
para hacer realidad sus objetivos.
Cuarto, Israel será el otro Estado poderoso de
la región y el único país con una economía moderna capaz de
competir en el plano global. Siendo el único Estado en Medio Oriente
que dispone de un arsenal nuclear, también posee las fuerzas armadas
convencionales más capaces de toda la región. Sin embargo, debe
soportar los costos de su ocupación de Cisjordania y manejar el reto
de muchos frentes y múltiples dimensiones de retos de seguridad. En términos
estratégicos, Israel está hoy en una posición más débil de lo que
estaba antes de la crisis del verano en el Líbano. y su situación
seguirá deteriorándose -al igual que la de Estados Unidos- si Irán
consigue tener armas nucleares.
Quinto, en el futuro previsible no se vislumbra
ningún proceso que se parezca a una paz viable. Como resultado de la
polémica operación israelí en el Líbano, el gobierno dirigido por
Kadima será casi seguramente demasiado débil como para encabezar el
apoyo en el país a cualquier política percibida como riesgosa o que
merezca una agresión. El retiro unilateral se ha desacreditado ahora
que ha habido ataques tras la salida de Israel del Líbano y Gaza. No
existe ningún socio obvio en el lado palestino que a la vez sea capaz
y esté dispuesto a hacer compromisos. lo que impide aún más las
oportunidades de un arreglo negociado. Estados Unidos ha perdido mucho
de su posición como mediador creíble y equitativo, al menos por
ahora. Entre tanto, la expansión de asentamientos y la construcción
de carreteras por parte de Israel continuarán rápidamente. lo que
complica más la diplomacia.
Sexto, Irak, que es por tradición un centro de
poder árabe. seguirá creando problemas durante años, con un
gobierno central débil, una sociedad dividida y violencia sectaria
continua. En el peor de los casos, se convertirá en un Estado
ingobernable azotado por una guerra civil abierta que se extenderá a
sus vecinos.
Séptimo, el precio del petróleo seguirá siendo
alto, como resultado de la fuerte demanda de China e India, el éxito
limitado de reducir su consumo en Estados Unidos y la persistente
posibilidad de escasez en el abasto. Es mucho más probable que el
precio del barril de petróleo exceda los 100 dólares a que descienda
por debajo de los 40. Irán, Arabia Saudita y otros grandes
productores se beneficiarán en forma desproporcionada.
Octavo, la formación de milicias continuará a
buen paso. Los ejércitos privados se están volviendo más poderosos
en Irak, el Líbano y las áreas palestinas. Surgirán milicias,
producto y causa a la vez de Estados débiles, en cualquier parte
donde haya un déficit percibido o real de autoridad y capacidad
estatal. Los recientes combates en el Líbano agravarán esta
tendencia, pues Hezbollah ha ganado al no sufrir una derrota total
mientras que Israel ha perdido al no conseguir una victoria total;
este resultado envalentonará a Hezbollah y a quienes lo emulan.
Noveno, el terrorismo, definido como el uso
intencional de la fuerza contra civiles a fin de lograr metas políticas,
seguirá siendo una característica de la región. Se presentará en
sociedades divididas, como Irak, y en sociedades donde los grupos
radicales buscan debilitar y desacreditar al gobierno, como Arabia
Saudita y Egipto. El terrorismo será cada vez más sofisticado y
seguirá siendo una herramienta utilizada contra Israel y la presencia
de Estados Unidos y otras potencias no autóctonas.
Décimo, el Islam cada vez más llenará el vacío
político e intelectual en el mundo árabe y constituirá un
fundamento para la política de una mayoría de habitantes de la región.
El nacionalismo árabe y el socialismo árabe son cosas del pasado, y
la democracia pertenece a un futuro distante, en el mejor de los
casos.
La unidad árabe es una consigna, no una
realidad. La influencia de Irán y grupos asociados con él se ha
fortalecido, y los esfuerzos por mejorar los lazos entre los gobiernos
árabes e Israel y Estados Unidos se han complicado. Por su parte las
tensiones entre sunnitas y chiitas crecerán en todo Medio Oriente,
causando problemas en países con sociedades divididas, como Bahrein,
el Líbano y Arabia Saudita.
Undécimo, es probable que los regímenes árabes
permanezcan autoritarios y asuman una mayor intolerancia religiosa y
una mayor actitud antiestadounidense. Dos protagonistas serán Egipto
y Arabia Saudita. Egipto, que reúne aproximadamente a un tercio de la
población del mundo árabe, ha introducido algunas reformas económicas
constructivas. Pero su política no ha podido ir a la par.
Por el contrario, el régimen parece decidido a
reprimir a los pocos liberales del país y presenta al pueblo egipcio
una opción entre los autoritarios tradicionales y la Fraternidad
Musulmana. El riesgo es que un día los egipcios opten por la segunda,
menos porque la respalden del todo sino porque están hartos de los
primeros. Alternativamente, el régimen podría hacer suyas las
banderas de sus opositores islamistas en un intento de aceptar su
llamamiento y, en el proceso, distanciarse de Estados U nidos. En
Arabia Saudita, el gobierno y la elite de la realeza usan grandes
cantidades de las utilidades de los energéticos para aplacar los
llamados internos al cambio. El problema es que la mayor parte de la
presión a la que han respondido ha provenido de la derecha religiosa
más que de la izquierda liberal, lo que los ha hecho abrazar la
agenda de las autoridades religiosas.
Finalmente, las instituciones regionales seguirán
siendo débiles, quedándose muy atrás de las de otras partes del
mundo. La organización más conocida de Medio Oriente, la Liga Árabe,
excluye a los dos Estados más poderosos de la región, Israel e Irán.
El duradero conflicto árabe-israelí seguirá imposibilitando la
participación de Israel en cualquier relación regional sostenida. La
tensión entre Irán y la mayoría de los Estados árabes también
frustrará el surgimiento del regionalismo. El comercio en Medio
Oriente permanecerá dentro de modestos márgenes porque pocos países
ofrecen bienes y servicios que los otros quieran comprar en gran
escala, y los bienes manufacturados avanzados continuarán llegando de
otros lados. Pocas de las ventajas de la integración económica
global llegarán a esta parte del mundo, pese a la apremiante
necesidad que se tiene de ellas.
Errores y oportunidades
Si bien las características básicas de esta
quinta era del moderno Medio Oriente son poco atractivas en gran
medida, no debe ello obligamos a caer en el fatalismo. Buena parte es
cuestión de grados. Hay una diferencia fundamental entre un Medio
Oriente que carece de acuerdos formales de paz y uno definido por el
terrorismo, el conflicto entre Estados y la guerra civil, entre uno
que aloja a un Irán poderoso y uno dominado por Irán, o entre uno
que tiene una relación incómoda con Estados Unidos y uno lleno de
odio contra este país. El tiempo también cuenta. En Medio Oriente
las eras pueden durar tanto como un siglo o tan poco como una década
y media.
Está claro que para Estados Unidos y Europa es
conveniente que la era emergente sea lo más breve posible. Y que la
siguiente sea más benigna.
Para asegurar esto, los gobernantes
estadounidenses necesitan evitar dos errores y aprovechar dos
oportunidades. El primer error seria confiar demasiado en el poder
militar. Como ha aprendido Estados Unidos a expensas de grandes costos
en Irak -e Israel en el Líbano-, la fuerza militar no es la panacea.
No es de gran utilidad contra milicias mal organizadas y terroristas
bien armados, aceptados por la población local y dispuestos a morir
por su causa. Además, ejecutar un golpe preventivo contra las
instalaciones nucleares iranies tampoco hará mucho bien.
No sólo un ataque puede fallar en destruir todas
las instalaciones, sino que podría hacer que Teherán recomenzara su
programa con mayor secreto, inclinar a los iraníes a apoyar más a su
régimen y persuadir a Irán a realizar represalias (lo más probable
mediante sustitutos) contra los intereses estadounidenses en Afganistán
e Irak y quizá directamente contra Estados Unidos. Además
radicalizaría a los mundos árabe y musulmán y generaría más
terrorismo y actividades antiestadounidenses. La acción militar
contra Irán también llevaría los precios del petróleo a nuevas
alturas, incrementándose así las posibilidades de una crisis económica
internacional y una recesión mundial. Por todas estas razones, la
fuerza militar sólo debería considerarse como un último recurso.
El segundo error seria contar con la aparición
de la democracia para pacificar la región. Es cierto que las
democracias maduras tienden a no entablar guerras entre sí.
Desafortunadamente, crear democracias maduras no es una tarea fácil,
e incluso si el esfuerzo llega a lograr sus fines, se requieren décadas.
En el ínterin, el gobierno de Estados Unidos debe continuar
colaborando con muchos gobiernos no democráticos. La democracia
tampoco es la respuesta al terrorismo. Es verosímil que hombres y
mujeres jóvenes que llegan a la mayoría de edad no se conviertan en
terroristas si pertenecen a sociedades que les ofrecen oportunidades
políticas y económicas. Pero los acontecimientos recientes indican
que incluso quienes crecen en democracias maduras, como el Reino
Unido, no son inmunes al llamado del radicalismo. El hecho de que
tanto Hamas como Hezbollah hayan tenido buenos resultados en
elecciones y luego hayan realizado ataques violentos refuerza el punto
de que las reformas democráticas no garantizan la tranquilidad. Y la
democratización es de poca utilidad a la hora de tratar con radicales
cuyas plataformas no tienen ninguna esperanza de recibir un apoyo
mayoritario. Iniciativas más útiles serian acciones destinadas a
reformar los sistemas educativos, promover la liberalización económica
y los mercados abiertos, alentar a las autoridades árabes y
musulmanas a expresarse en modos que deslegitimen el terrorismo y
degraden a sus defensores, y resolver los agravios que motivan a
hombres y mujeres jóvenes a sumarse a él.
En cuanto a las oportunidades que hay que
aprovechar, la primera es intervenir más en los asuntos de Medio
Oriente con instrumentos no militares. En el caso de Irak, además de
cualquier despliegue de tropas estadounidenses en otras áreas y del
entrenamiento de fuerzas militares y policíacas locales, Estados
Unidos debe establecer un foro regional para los vecinos de Irak (en
especial Turquía y Arabia Saudita) y otras partes interesadas
semejante al que se usó para ayudar a manejar los acontecimientos en
Afganistán después de la intervención en ese país en 2001. Para
hacerla será necesario contar con Irán y Siria. Siria, que puede
llevar el movimiento de los combatientes hacia Irak y armas al Líbano,
debe ser persuadida a cerrar sus fronteras a cambio de beneficios económicos
(de parte de los gobiernos árabes, Europa y Estados Unidos) y a un
compromiso para reanudar las negociaciones sobre la condición de las
Alturas del Galán. En el nuevo Medio Oriente existe el peligro de que
a Siria le interese más colaborar con Teherán que con Washington.
Sin embargo, se unió a la coalición encabezada por Estados Unidos
durante la Guerra del Golfo Pérsico y asistió a la conferencia de
paz de Madrid en 1991: dos gestos que indican que podría estar
dispuesta a tratar con Estados Unidos en el futuro.
El de Irán es un caso más difícil. Pero como
el cambio de régimen en Teherán no es una perspectiva en el corto
plazo, los ataques militares contra las instalaciones nucleares en Irán
serian peligrosos y la disuasión es incierta, la diplomacia es la
mejor opción con que cuenta Washington. El gobierno de Estados Unidos
debe abrir, sin condiciones previas, conversaciones de amplio espectro
que enfrenten el programa nuclear iraní y su respaldo al terrorismo y
las milicias extranjeras.
A Irán deberá ofrecérsele un conjunto de
incentivos económicos, políticos y de seguridad. Podría permitírsele
un programa de prueba de enriquecimiento de uranio muy limitado
siempre y cuando acepte inspecciones muy acuciosas. Un ofrecimiento así
tendría amplio respaldo internacional, que es un requisito previo si
Estados Unidos quiere apoyo para imponer sanciones o llegar a otras
opciones en caso de que la diplomacia falle. Hacer públicas las
condiciones de tal ofrecimiento incrementaría las probabilidades de
éxito de la diplomacia. El pueblo iraní debe conocer el precio que
ha de pagar por la política exterior radical de su gobierno. Si el
gobierno de Teherán se halla ocupado en una posible reacción pública
adversa, es más probable que acepte el ofrecimiento estadounidense.
También es necesario que la diplomacia vuelva al
conflicto palestino-israelí, que aún es el tema que define (y
radicaliza) más a la opinión pública en la región. La meta en este
punto sería no llevar a las partes a Camp David o cualquier otro
sitio, sino empezar a crear las condiciones en que pueda restablecerse
ventajosamente la diplomacia. Estados Unidos debe enunciar claramente
los principios que cree que deben constituir los elementos de una
resolución final, entre ellos la creación de un Estado palestino con
base en los lineamientos de 1967 (los lineamientos tendrían que
reajustarse para salvaguardar la seguridad de Israel y dar cabida a
los cambios demográficos, y los palestinos tendrían que ser
compensados por cualesquiera pérdidas ocasionadas por los ajustes).
Cuanto más generoso y detallado sea el plan, más difícil será que
Hamas rechace la negociación y se incline por la confrontación.
Congruentes con su planteamiento, los funcionarios estadounidenses
tienen que sentarse con los funcionarios de Hamas, en forma muy
parecida a como lo hicieron con los dirigentes de Sinn Fein, algunos
de los cuales también eran dirigentes del Ejército Republicano
Irlandés. Y tales intercambios deben considerarse no como una forma
de recompensar las tácticas terroristas, sino como instrumentos con
el potencial de alinear su conducta a las políticas estadounidenses
para el exterior.
La segunda oportunidad implica que Estados Unidos
se aísle tanto como sea posible de la inestabilidad de la región.
Ello significaría reducir el consumo petrolero y la dependencia
estadounidense de los recursos energéticos de Medio Oriente, metas
que se lograrán del mejor modo limitando la demanda (digamos,
incrementando los impuestos al bombeo -compensado ello con reducciones
fiscales en otros rubros- y promoviendo políticas que acelerarían la
introducción de fuentes alternativas de energía). Asimismo,
Washington debe hacer más para reducir su exposición al terrorismo.
Tal como la vulnerabilidad a las enfermedades, la vulnerabilidad al
terrorismo no puede eliminarse por completo. Pero puede hacerse más,
y debería hacerse más, para proteger mejor el territorio
estadounidense y para estar mejor preparados para esas inevitables
ocasiones en que los terroristas tengan éxito.
Evitar estos errores y aprovechar estas
oportunidades ayudarían, pero es importante reconocer que no hay
soluciones rápidas ni fáciles a los problemas que plantea la nueva
era. Durante décadas, Medio Oriente seguirá siendo una agitada y
problemática parte del mundo. Todo ello basta para mirar con cierta
nostalgia lo que fue el viejo Medio Oriente.
(*)
Presidente del Council on Foreign Relations
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