Breve
historia de una relación oscilante
Por
Juan Gelman
Página 12, 06/05/07
Es la que
mantuvieron, mantienen y –se supone– no dejarán de mantener la
CIA y Mujaidines del Pueblo, la organización terrorista iraní. Es
una relación con abruptos sobresaltos, parecida a la de esos
matrimonios indisolubles que se pelean, se separan y se vuelven a
juntar.
Sería de amor–odio
si algo de eso existiera en este campo, pero no, las pasiones son muy
otras: la política, el dinero y la costumbre de matar. Es notorio
desde 1981 que ese servicio de Inteligencia norteamericano equipa,
financia y hasta entrena a los mujaidines: luego de la derrota soviética
en Afganistán, la CIA utiliza a estos mercenarios para cometer
atentados en territorio iraní.
Controla también a
los separatistas del Arabistán –la región árabe de Irán– y al
grupo terrorista Jundullah de Beluchistán, zona paquistaní que linda
con el país persa. La Casa Blanca no vacila en alimentar al
terrorismo para su presunta “guerra antiterrorista”. Haced lo que
yo digo pero no lo que yo hago.
La trayectoria de
Mujaidines del Pueblo es otra paradoja. Nació en 1965, fundada por
musulmanes democráticos y progresistas que deseaban acabar con la
dictadura del sha Mohammed Reza Pahlevi: la Savak, su brutal policía
política que la CIA y el M16 británico encuadraban alegremente,
detuvo a más de medio millón de personas entre 1957 y 1978 y fueron
decenas de miles los opositores torturados, desaparecidos y/o
sometidos a juicios sumarios, fusilamiento incluido.
Los mujaidines
ejercieron la guerrilla urbana, fueron ferozmente reprimidos y estaban
muy debilitados cuando el ayatolá Jomeini, apoyado por el estamento
clerical, llegó al poder en febrero de 1979. Esa fragilidad les
impidió jugar el papel político al que aspiraban: tenaces
partidarios de un Estado laico sin intrusiones clericales, se
convirtieron en el sector principal de la oposición. El ayatolá
Jomeini les propinó el calificativo de “islamo–marxistas”, una
especie poco conocida. Perseguidos, los mujaidines pasaron a la
semiclandestinidad.
En septiembre de 1980
estalla la guerra Irán–Irak desencadenada por Saddam Hussein con el
sostén de EE.UU. y aliados. El régimen de Teherán fusila a todo
mujaidín que encuentra, los que escapan a la matanza se refugian
sobre todo en Irak y empieza su deriva. Massud Radjavi, jefe de la
organización, es expulsado de su asilo en Francia en 1986, regresa a
Bagdad y firma un acuerdo con Saddam: los mujaidines iraníes realizan
atentados terroristas en su propio país y participan en la sangrienta
represión de las insurrecciones de chiítas y kurdos iraquíes de
1991.
Atrás, muy atrás,
ha quedado la “interpretación socialista” del Corán que alguna
vez preconizaron. Se han vuelto mercenarios al servicio de Saddam y de
la CIA. En junio de 1993 vuelan 11 oleoductos iraníes, pero los
gigantes del ramo Total y Shell habían firmado varios contratos con
Irán y en 1997 el Departamento de Estado incluye en su lista negra a
los mujaidines. Se han convertido oficialmente en terroristas. El petróleo
es el petróleo.
El Pentágono va más
lejos: el 15 de abril del 2003, seis días después de la caída de
Bagdad, los ocupantes bombardean los campos de entrenamiento de sus ex
amigos en la estepa iraquí. Lo hicieron, en verdad, de manera
bastante amistosa: hay indicios de que antes de bombardear avisaron a
los mujaidines. Es que éstos tenían y tienen no pocos apoyos en
Washington, particularmente entre neoconservadores encantados con la
idea de ocupar Irán. Por ejemplo, según el semanario Newsweek, unos
200 legisladores, tanto demócratas como republicanos. O John Ashcroft,
que se desempeñó como fiscal general de EE.UU. –y de W. Bush–
hasta el 2005 y sostuvo una posición curiosa: su portavoz declaró en
abril del 2003 que el hecho de que los mujaidines hubieran sido
declarados terroristas por el Departamento de Estado “no
necesariamente convierte al grupo en (una organización) ilegal”. En
fin.
La suavidad del trato
que la Casa Blanca destinaba a los mujaidines era una contradicción
manifiesta con los fundamentos de la llamada guerra antiterrorista y
provocaba irritación en países aliados. Canberra y París expulsaron
a los miembros de la organización refugiados en Australia y Francia y
en agosto del 2003 W. Bush se vio obligado a tomar algunas medidas: el
Departamento de Estado cerró las oficinas del Consejo Nacional de la
Resistencia Iraní –fachada política de los mujaidines– que
funcionaban libremente en Washington y el Departamento del Tesoro
congeló sus cuentas bancarias.
Algo es algo y el
algo no duró mucho. La CIA reanudó su apoyo al grupo terrorista, que
sigue incursionando en territorio iraní para cometer atentados. Se
impondría una pregunta: ¿cómo es posible que hombres que
combatieron la dictadura del sha en aras de un ideal progresista se
hayan convertido en seres que no vacilan en asesinar a compatriotas
inocentes? Pero hace muchos años ya que Stalin y otros recorrieron idéntico
trayecto.
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