La
caja de Pandora pakistaní
Por
Txente Rekondo
La
Haine, 16/05/07
El
escenario político y social que representa la realidad de Pakistán
está repleto de situaciones explosivas y desestabilizadoras.
Enfrentamientos
religiosos entre chiítas y sunitas, la rebelión de los Baluchis, la
situación de “estado dentro del estado” que de facto se vive en
las zonas tribales de Waziristan, la compleja realidad de la enorme
ciudad de Karachi, las divisiones políticas, el papel
intervencionista de los militares en la vida del país, el auge de
corrientes islamistas radicalizadas en muchas mezquitas, son algunos
de los conflictos que día tras días recibimos de aquel país asiático.
Además,
para añadir más gasolina al fuego, el papel de la política pakistaní
de cara al exterior supone un plus más de peligro para mantener el
difícil equilibrio interno y regional. Su influencia histórica en el
devenir de Afganistán, su papel ante el movimiento taliban, su
ingerencia en Kashmir (de la que todavía ocupa una parte), su
enfrentamiento “nuclear” con India son también algunas muestras
de lo anteriormente mencionado.
Todo
ello sin olvidarnos tampoco del papel de aliado estratégico que
durante años ha venido desempeñado Islamabad para Washington y su
apolítica de intervención en el continente asiático.
Los
recientes acontecimientos han estado marcados por la suspensión del
juez Iftikhar Muhammad Chaudhry por parte del presidente Pervez
Musharraf. Este movimiento presidencial ha sido aprovechado por la
oposición del país para articular sus protestas, al tiempo que los
seguidores y aliados de Musharraf ponían en marcha su propia
respuesta, y todos ellos con la vista puesta en las elecciones de este
año.
Más
allá de las protestas y de sus trágicas consecuencias, conviene
contextualizar el paso dado por Musharraf, quitándose de encima un
obstáculo para sus intenciones de proseguir como máximo mandatario
del ejército y del país en el futuro. La actividad profesional del
juez Chaudhry “importunaba” poderosamente a Musharraf en al menos
tres ámbitos, “el de la seguridad, el económico y el político”.
Chaundhry
estaba investigando, ante las denuncias de familiares y amigos, la
detención y desaparición de cientos de activistas (mayormente
baluchis) a manos de los servicios de seguridad del país. Además, en
el ámbito económico, el juez se ha opuesto a la privatización de
una de las industrias punteras de la esfera pública de Pakistán. Y
finalmente, la guinda estaría en torno a los deseos de Musharraf de
continuar otros cinco años al frente de la presidencia del país, sin
abandonar sus cargos militares, una fórmula que chocaría con la
presencia de Chaudhry al frente de la justicia pakistaní.
El
clima de tensión ha sido aprovechado por las fuerzas opositoras para
lanzar un pulso al presidente y a sus aliados, intentando recoger el
rechazo popular de esta medida y el descontento con la alianza estratégica
que Musharraf mantiene, al menos formalmente, con los dirigentes de
Washington.
Los
enfrentamientos de Karachi reflejan también los movimientos
colaterales que esta situación genera entre otros actores políticos
y sociales del país. En ese mega ciudad, los aliados del presidente,
el Muttahida Qaumi Movement (MQM) no han dudado en emplear sus fuerzas
para enfrentarse violentamente a los opositores de Musharraf, y a todo
aquel que impulsara un cambio en la situación caótica que se vive en
Karachi.
A
la vista de los acontecimientos conviene no perder de vista el papel
que puede desempeñar el ejército, quien históricamente ha sabido
rentabilizar su relación con los mullahs, y los todopoderosos
servicios de inteligencia, el ISI. Los militares pakistaníes llevan años
desarrollando su presencia e influencia en todos los ámbitos de la
vida del país, especialmente en la esfera económica y social, y difícilmente
estarán dispuestos a abandonar esa posición de privilegio.
Y
aunque no figure en la primera línea de este escenario, Estados
Unidos también tiene mucho que decir en esta coyuntura. Su dualidad
ante Musharraf, al que por un lado le señalan como estrecho aliado en
la lucha “contra el terror”, mientras que por otro le indican que
“no hace lo suficiente”, ha caracterizado la posición de
Washington en Pakistán. Uno de los problemas que afrontan los ideólogos
de la Casa Blanca es la ausencia de un recambio consolidado para
sustituir a Musharraf, quien conoce la debilidad estructural de una
oposición ligada a la corrupción endémica del pasado y fuertemente
dividida.
El
panorama electoral se presenta envuelto en multitud de factores que
hacen difícil anticipar o pronosticar un resultado final, aunque de
momento las fichas de Musharraf juegan con ventaja. Los partidos
opositores luchan por mantener sus bases, que en buena medida estarían
“desertando” para unirse al proyecto del actual presidente.
La
otrora poderosa coalición de partidos islamistas, Muttahida Majlis–
e–Amal (MMA), asiste a una radicalización del mundo islamista en el
país, con frentes abiertos en Waziristán (donde la “talibanización”
d ela zona es un hecho), o en la mezquita de Lal Masjid (la Mezquita
roja) de Islamabad de los hermanos Aziz y Ghazi Abdullah, dos cuyas
madrassas han protagonizado las protestas contra el gobierno,
exigiendo la aplicación de la sharia.
Estos
movimientos radicales pueden conducir a una postura también más
extrema a la MMA. Los intentos de Washington por apartar a Musharaf de
la primera línea o de buscar una alianza de éste con el opositor
Pakistan People´s Party Parliamentarian (PPPP) del exiliado Benazir
Bhutto, no parecen contar con el apoyo de los militantes locales de éste.
En
definitiva, una vez más, Pakistán se encuentra ante una difícil
encrucijada, y los dirigentes del país no parecen evitar ese paseo
por el filo de la navaja, una situación que puede desencadenar una
desestabilización en una ya de por sí endeble región del sur de
Asia, y acabar convirtiendo en polvorín pakistaní en una futura
bomba de relojería, pero con una importante y destructiva capacidad
nuclear.
(*)
Del Gabinete Vasco de Análisis Internacional (GAIN)
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