La
mezquita ensangrentada
Por
Tariq Alí
La Haine, 17/07/07
Traducción de Daniel Raventós
Sólo la erupción de
un movimiento de masas desde abajo podría alterar el panorama, pero
el pueblo está en guerra.
Otra erupción de
crisis en Pakistán. La primera, protagonizada por la sociedad civil,
con abogados y jueces que pedían una separación de poderes y un
sistema jurídico independiente. De forma simultánea, un grupo de
predicadores de una mezquita de Islamabad tomó el partido de la acción
violenta directa, reivindicando la realización plena de la sharía
(las leyes religiosas para promover el aumento del control social de
las mujeres) y la institución de un cuerpo especial de policía
religiosa que vigilara por su aplicación. Una mezquita bajo control
extremista en el corazón de Ismalabad ha sido la punta de lanza de
sus reivindicaciones. Está situada no demasiado lejos de los
edificios gubernamentales.
¿Cómo, sin apoyo
gubernamental en algún que otro momento, habrían podido disponer de
tan valioso terreno y construir en él los dos bloques de la mezquita
y las madrassahs aledañas? Imposible. El padre de los dos
predicadores que han dirigido la operación trabajaba para los
servicios de inteligencia militar mucho antes de que Musharaff
apareciera en escena. Otrora ayudados y financiados por el Estado,
fueron después declarados ilegales: van, pues, cortos de fondos.
Todavía el año pasado podrían haber sido sobornados; mas no hubo
ofertas firmes. Ahora es ya demasiado tarde. Jihadistas armados
empezaron a disparar a la policía y a la soldadesca. Musharraf envió
a su muñidor favorito para pergeñar un trato, pero ninguna de las
dos partes podía aceptar las exigencias de la otra. Los militantes
desafiaron al régimen y devolvieron el golpe ayer [ 9 de julio] a
primera hora de la mañana.
Vale la pena observar
que no ha habido movilización de masas para apoyar ni a los jueces ni
a los jihadistas. Las muchedumbres permanecen en silente pasividad:
los intereses en pugna, no los ven como suyos. La alianza de partidos
religiosos, con fuerza en las provincias de la frontera noroeste, no
ha defendido al grupo que transformó la mezquita y las contiguas
madrassahs en un campamento armado, limitándose a pedir que las vidas
de mujeres y niños inocentes fueran respetadas.
Todo eso plantea una
vieja cuestión: ¿Hasta dónde llega la penetración islamista entre
los militares? La extraordinaria prudencia mostrada por el régimen
hace algunos meses, cuando era evidente que los jihadistas estaban
tramando la conspiración, sólo puede ser resultado del miedo a
profundizar las divisiones en las fuerzas armadas. Los más cínicos
se preguntan: ¿de quién fue la brillante idea de organizar el
secuestro jihadista de ciudadanos chinos, que hacía imposible para el
régimen seguir dando largas al problema? Desde el momento mismo en
que los intereses nacionales del país entraron en juego, una acción
decidida resultaba inaplazable.
Musharraf llegó al
poder en 1999 con la promesa de un conjunto de reformas capaces de
transformar el país. Fracasó en todas, hizo cambalaches con
corruptas camarillas de políticos desacreditados, y acabó de
debilitarse cuando accedió a convertirse en el hombre fuerte de EEUU
en la región. El grueso del país siguió pudriéndose, lo que abrió
un vacío que los jihadistas se aprestaron a llenar.
Mientras todas esas
cosas ocurrían en el interior, los 36 partidos políticos de la
oposición, grandes y pequeños, se reunieron en Londres, a fin de
planear una estrategia común para restaurar el gobierno civil. El cónclave
acabó sin acuerdos, símbolo de su impotencia política.
Hubo noticias de un
nuevo atentado contra la vida del general Musharraf. Sobrevivió. Su régimen
está también a salvo, por el momento. Pakistán, ¡ay!, sigue
inmerso en la confusión total.
Sólo la erupción de
un movimiento de masas desde abajo podría alterar el panorama, pero
el pueblo está en guerra. Demasiadas veces ha sido traicionado por el
general y por los políticos. ¿Por qué sacrificar vidas en vano?
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