Amenazas de guerra
en Medio Oriente

 

Medios occidentales e Islam...

...o de la fabricación del enemigo

Por Emilio Dabed (*)
Mundo Arabe, septiembre 2007

“Existen mentiras para las cuales los oídos son mas culpables que la boca”
(León El Africano, Amin Maalouf
)

La primera pregunta que asalto mis pensamientos cuando fui invitado a escribir sobre “Islam y medios de comunicación” fue: ¿existe a este respecto algo que pueda expresar y que no haya sido dicho de mejor manera por otros? la respuesta fue desoladora y, sin embargo, no pudo inhibir completamente mis deseos de estructurar alguna reflexión en torno al tema, amparado seguramente en las palabras de André Gide, según el cual, todo ha sido ya dicho pero, como la gente no escucha, hay que comenzar siempre de nuevo.

Hablar de la relación actual entre “medios” occidentales e Islam, hace obligatoria la referencia a un universo simbólico que, traducido en discurso mediático, pretende dar cuenta de la realidad del mundo musulmán. Ese universo simbólico es portador de categorías conceptuales y analíticas nada inocentes desde un punto de vista político, que constituyen la base sobre la cual se forja actualmente la imagen del Islam en Occidente.

Ese discurso nos remite cada vez con más fuerza a una imagen unívoca y reductora del Islam que, sin considerar las diversas evoluciones culturales y políticas en el mundo musulmán, nos lo muestra, en el mejor de los casos, “folclorizado”como un mundo atrasado y exótico y, en los casos más extremos y desgraciadamente los más frecuentes, demonizado como una religión incompatible con las formas de organización social modernas (entiéndase occidentales), incapaz de promover la modernización política y, en definitiva, como un peligroso enemigo de la democracia y del “modo de vida occidental”.

Esta ú ltima, es la representación que monopoliza hoy la imagen del mundo musulmán en Occidente, y que ha servido para legitimar intervenciones militares en flagrante contravención al derecho internacional y la traición de los principios democráticos que Occidente pretende extender en el Medio Oriente (Palestina). Pero a pesar de haber adoptado formas y medios inéditos desde algunos puntos de vista, esta actitud política y discursiva respecto del Islam no es nueva. Para entenderla adecuadamente, es necesario echar un vistazo aunque sea rápido y general a la historia.

La representación del mundo islámico en el imaginario occidental ha oscilado históricamente entre la demonización y la folclorización, dependiendo del momento al que nos refiramos y de la capacidad de la civilización musulmana de contestar el pretendido monopolio occidental de expresión de un discurso universal.

La primera “demonización”

Desde su irrupción en el siglo VII de la era cristiana y hasta fines del siglo XVIII, el Islam fue considerado en Occidente fundamentalmente como una herejía expansionista, que avanzaba a la velocidad de las tropas de guerreros “bárbaros” venidos de Oriente que la profesaban. La indignación confesional del mundo cristiano frente a una nueva religión de pretensión universal fue el primer motivo y motor de la representación occidental del «otro» musulmán. La conquista árabe–musulmana de los lugares santos de Oriente, su avance por la ribera sur del mediterráneo hacia tierras cristianas y el ineluctable encuentro de mundos desconocidos que se preparaba, no haría más que agregar, a la indignación religiosa, un profano temor. Y claro, los efectos de la indignación y el miedo en el espíritu humano son conocidos. La diatriba y la demonización son sus frutos predilectos. Así, la figura de Mahoma, entregada fundamentalmente por los “doctores de la iglesia” y vulgarizada en varias formas de expresión artística docta y popular durante la Edad Media , sería la de un hereje impostor movido por intereses personales, o descalificado como un enfermo que sufría de alucinaciones y, sus seguidores, es decir los musulmanes, como una sociedad decadente entregada al vicio y adepta a las aberraciones sexuales. [1] Esta fue la primera forma de diabolizacion del Islam a la que Tomas Carlyle llamaba a renunciar en su célebre “Los Héroes”.

La etapa de “folclorización”

Y claro, Carlyle escribía esas páginas en pleno siglo XIX (1840), cuando el momento histórico permitía ese tipo de larguezas. El Imperio Otomano se encontraba entonces rodeado por las potencias cristianas occidentales y, completamente a la defensiva, no representaba ya ningún peligro real. Hacía más de cuarenta años que Bonaparte había realizado su expedición en Egipto y, seguros de su superioridad militar y “cultural”, los estados europeos se habían lanzado en su empresa colonizadora. La demonización del Islam daría paso a su folclorización, es decir, a una representación banalizadora de la civilización islámica que, convertida en objeto de estudio o en pretexto literario, era representada como portadora de ciertos rasgos consustanciales que definen, de una vez y para siempre, su carácter de cultura inferior, cuya única posibilidad de redención era la de aceptar la “obra civilizadora” del colonialismo europeo.

Esta obra de folclorización haría escuela. Edward Said la llamaría “Orientalismo”. El “Orientalismo” no haría más que preparar el camino a la expansión del colonialismo en el Medio Oriente. El ideario colonialista decimonónico, es decir, el discurso según el cual las potencias occidentales de la época tenían una “misión humanista” que realizar y que consistía en iluminar con los faros de la cultura, de la ciencia y de la razón occidental, el horizonte oscuro que se cernía sobre bastas zonas del mundo, no tardaría en abrazar el corazón del mundo musulmán, el Mashreq. Sólo la supervivencia del Imperio Otomano se interponía… pero no por mucho tiempo. El “enfermo de Europa”, como lo llamaba Arnold Toynbee, se desmembraría completamente tras su derrota en la Primera Guerra Mundial y sus antiguos dominios serían repartidos entre los vencedores. El colonialismo europeo haría una entrada triunfal en el Levante bajo una forma nueva, adaptada a los tiempos y legitimada por el nuevo orden mundial: Los mandatos otorgados a las potencias europeas por la recién creada Sociedad de Naciones.

La teoría de los mandatos internacionales no hacía más que reproducir los supuestos del ideario colonialista y la representación del mundo islámico dada por el “Orientalismo”, declarando a las poblaciones musulmanas como incapaces (momentáneamente al menos) para autogobernarse y encomendando a las potencias europeas la tarea de guiarlas en el camino hacia una cierta madurez política.

La representación folclórica del mundo musulmán y del Islam en general perduraría, relativamente inamovible, otro medio siglo. A esta situación contribuyó notoriamente el hecho de que los nuevos Estados árabes, surgidos con posterioridad al proceso de independencia en el Medio Oriente primero y en el Maghreb luego, eran dirigidos por élites políticas nacionalistas occidentalizadas que, como reacción natural a un largo período colonial, marcarían importantes pasos de distancia respecto de las antiguas metrópolis, pero que no saldrían de un cierto universo teórico y conceptual occidental cuyos estandartes eran el nacionalismo, una concepción más bien socialista del desarrollo económico y social y, en muchos casos, la laicidad. En estas circunstancias, el Islam quedaba relegado en el imaginario occidental a una posición de religión inofensiva, políticamente inocua, portadora de todos los atavismos exóticos de una cultura atrasada y retrógrada, pero que no dejaba de seducir a las mentes occidentales.

El origen de la nueva “diabolización”

La década de los 70' comenzaría a mostrar los síntomas del resurgimiento de un Islam políticamente activo, cuyos fundamentos teóricos habían sido forjados en la década anterior en las cárceles del Egipto de Nasser [2] (como en el caso de de Sayyid Qutb, ejecutado en 1966) o en condiciones similares en los otros Estados árabes. Este resurgimiento se vería consolidado por la constante frustración de las expectativas forjadas por el proceso de independencia y por el desprestigio en que cayera el nacionalismo árabe tras la humillante derrota en la guerra árabe–israelí de 1967. De este golpe el movimiento nacionalista no se repondría. El Islam político, que hoy conocemos bajo la denominación de “islamismo”, comenzaría a ganar terreno entre las poblaciones árabes de todos los sectores sociales y a imponerse como una alternativa concreta a las élites nacionalistas gobernantes. 

El reproche central que este nuevo movimiento hace a los gobiernos surgidos tras la independencia o tras insurrecciones nacionalistas posteriores, es el de ser los conductores de un proceso de occidentalización creciente que, a sus ojos, no hace más que mantener y administrar la dependencia del mundo musulmán respecto de Occidente, legitimar el saqueo de los recursos naturales y económicos de sus territorios y consolidar las estructuras de una organización social injusta a la que se somete a sus poblaciones. A los ojos de los movimientos islamistas, es posible encontrar una respuesta y solución a esta situación, echando mano “al capital espiritual, los recursos intelectuales y a la herencia” de la civilización musulmana [3].

Esta línea de argumentación no pasaría desapercibida para los círculos de poder occidentales y sellaría una alianza entre las potencias occidentales (principalmente Estados Unidos) y aquellos que François Burgat llama los “Pinochet árabes” [4], es decir, los regímenes autoritarios que, bajo la protección inflexible de Norteamérica y Europa, mantienen el poder mediante la exclusión de los movimientos opositores (de origen islámico principalmente) de la “escena política legal” y mediante una fuerte represión. Esta alianza ha dificultado (salvo algunas notables excepciones) toda forma de modernización política en el mundo árabe y ha motivado una radicalización creciente de los movimientos islámicos.

El Islam político, a los ojos de Occidente, pone en riesgo dos pilares fundamentales de su política exterior: en primer lugar, la pretensión de detentar un “viejo monopolio de la expresión del discurso universal” [5] y, en segundo lugar, los intereses definidos como “vitales” por las potencias occidentales, entre los que se cuenta la seguridad del abastecimiento de hidrocarburos, cuyas reservas conocidas más importantes se encuentran en territorio musulmán. La estrategia escogida por Occidente para conjurar estos supuestos peligros, no ha sido la de fomentar la apertura política en los países árabes, ni la de adoptar una política exterior iluminada por un análisis desapasionado y racional de la situación, sino mas bien la de apoyar los regímenes árabes represivos y liberticidas que se declaran aliados de Occidente y abrir una nueva etapa de demonización del Islam. Pero claro, aunque esta nueva etapa de demonización es en muchos aspectos similar a otras anteriores, se le distingue por la envergadura de los intereses en juego, por la capacidad tecnológica y militar de uno de los bandos en pugna y por la introducción de un tipo de arma que no es completamente nuevo, pero que en las ú ltimas décadas ha podido mostrar toda su capacidad de fuego: la propaganda, mediante el uso sistemático y perfectamente racionalizado de los medios de comunicación.

Detengámonos en el análisis de la lógica que rige las relaciones entre las definiciones político–estratégicas de Occidente, la pretensión de control militar y político sobre el Medio Oriente y la actual representación del Islam en el imaginario occidental, en gran parte fabricada mediante el uso intensivo y nada inocente de los medios de comunicación modernos.

Las definiciones político estratégicas

Parece innecesario detenerse demasiado en la explicación de la importancia de los hidrocarburos tanto para la estabilidad económica como para la seguridad propiamente militar de las potencias occidentales y que data de las primeras décadas del siglo XX. Lo que resulta importante destacar es que, desde la crisis petrolera de 1973 que reveló una importante vulnerabilidad de las potencias occidentales, el discurso público de los altos responsables políticos de esos países (principalmente Estados Unidos) comenzó a considerar abiertamente la posibilidad del uso de la fuerza militar (incluso en tiempos de paz) para asegurar el aprovisionamiento de petróleo y sus derivados. Hasta que en 1998, el Consejo Nacional de Seguridad de los Estados Unidos definió los “intereses vitales” de ese país de tal manera que, claramente, comprenden la seguridad del abastecimiento de petróleo y declaró que “ en defensa de estos intereses haremos cuanto sea necesario, incluso en su caso el empleo unilateral del poder militar de forma decisiva” [6].

Durante un largo período de tiempo, la aplicación de estas definiciones político– estratégicas en el mundo musulmán se limitó al apoyo de los regímenes autoritarios que se declaraban aliados de Occidente y dispuestos a asegurar ese aprovisionamiento. Sin embargo, en 1979 se produciría un hecho crucial para las relaciones entre Occidente y el mundo musulmán y, especialmente, en relación a la representación del Islam en el imaginario occidental: la revolución iraní.

Por primera vez un movimiento político de raigambre islamista accedía al poder, dando un gran impulso a las actividades del Islam político en el mundo. Salvo por el apoyo occidental a los combatientes islamistas en Afganistán [7], la instalación en el poder de los islamistas iraníes, que se posicionan rápidamente en una abierta hostilidad a la intervención occidental en el mundo musulmán y a la ocupación israelí de Palestina, desencadenaría una primera etapa de la nueva diabolización del Islam en Occidente. El retiro de las tropas soviéticas de Afganistán, supondría el regreso de gran parte del contingente islamista comprometido en esa lucha a sus países respectivos, fortaleciendo el prestigio del Islam político en diferentes puntos del planeta, especialmente en el mundo árabe. El prestigio ganado en la resistencia afgana, unido a un largo trabajo de redes sociales de ayuda y asistencia a las poblaciones desfavorecidas del mundo árabe, consolidarían a los movimientos del Islam político como una real alternativa a los gobiernos nacionalistas que se mantienen en el poder sólo gracias a una fuerte represión ejercida, en la mayoría de los casos, con el apoyo político y material de las potencias occidentales.

La política de represión y de exclusión del escenario político legal de grandes facciones de la población (principalmente islamistas) sólo acarrearía una ola de contra violencia política llevada al paroxismo con los atentados del 11 de Septiembre de 2001 en territorio norteamericano.

“ El bombardeo mediático” y la “fabricación del consenso”

Es en medio de esa evolución política de las relaciones entre Occidente y el mundo musulmán que irrumpe el actor mediático, detentador de un poder simbólico creciente que pretende dar cuenta de la “realidad del mundo islámico”. Una lectura crítica del discurso vehiculado a este respecto por los “medios” occidentales permite constatar la clara adopción de una posición que, en lugar de entregarnos un punto de vista informado del problema, parece querer legitimar la política exterior occidental respecto del mundo musulmán disimulando, callando y, muchas veces, escondiendo deliberadamente los aspectos políticos y perfectamente profanos de las reivindicaciones del Islam político, para convertirlo en un conflicto ideológico y específicamente cultural.

El resultado de esto, es uno que incentiva la aproximación esencialmente militar del conflicto y que parece monopolizar hoy en día la opinión de los responsables políticos occidentales, exacerbando dos sentimientos que, como viéramos antes, no son nuevos en la mirada de Occidente hacia el mundo musulmán, la indignación confesional y el miedo. La técnica utilizada es elocuente: el “bombardeo mediático”. El objetivo, la “fabricación de consenso” en torno a la idea de que la resistencia islamista es la punta de lanza de una cultura esencialmente hostil a Occidente, refractaria a las ideas de libertad y enemiga declarada de la democracia.

El “bombardeo mediático” no es una pura idea surgida de los delirios paranoicos del autor de este artículo, sino que una realidad cuyas manifestaciones son cotidianas en los principales órganos de prensa y televisión occidentales, en donde las referencias a la resistencia islámica son adornadas sistemáticamente de las mismas expresiones que promueven la indignación, el desprecio y el miedo [8] y, recrean las condiciones necesarias para fortalecer la “fabricación del consenso” [9] que hace caso omiso de las complejidades históricas y políticas del conflicto.

No obstante, las ideas centrales de ese discurso mediático son constantemente desmentidas por hechos, procesos políticos y realidades que ese mismo discurso se encarga de omitir: la denominación de “extremismo religioso” para calificar cualquier manifestación de violencia reivindicada por los movimientos del Islam político, – sin considerar la realidad de la represión de esos movimientos en numerosos países árabes, ejercida frecuentemente con el apoyo político y material de las potencias occidentales– supone excluir del análisis la distinción fundamental entre sectarismo religioso y contra–violencia política que, en muchos casos, puede ser perfectamente legítima, no sólo desde un punto de vista moral sino que también jurídico. 

Por otra parte, afirmar sistemáticamente que el Islam en general es una religión incompatible con las formas de organización política democrática, supone desconocer o esconder el hecho de que esa religión ha seguido diversas evoluciones históricas y sociales y que no es una realidad univoca e inamovible y que, de hecho, en la mayoría de los países musulmanes en donde los movimientos islamistas no se encuentran excluidos del juego político legal, esos mismos movimientos participan activamente dentro de los procesos institucionales, como en el caso de Turquía, Palestina y tantos otros; en fin, afirmar que la cultura musulmana es esencialmente hostil al mundo occidental y que el terrorismo islámico tiene como uno de sus principales objetivos el de amenazar o destruir nuestra civilización, constituye, en el mejor de los casos, un error de análisis que no se condice con el hecho de que la casi totalidad de los hechos de violencia reivindicados por esos movimientos tienen lugar en los propios países musulmanes, lo que prueba que esos actos son el resultado de dinámicas políticas internas que nada tienen que ver con nuestra civilización, salvo por el hecho indiscutible de que no son tropas musulmanas las que se encuentran estacionadas en territorio occidental, sino que son, por el contrario, las armadas occidentales las que mantienen fuerzas militares en numerosos países musulmanes, con un objetivo claro de hegemonía estratégica, control político y de protección de regímenes autoritarios que reprimen los movimientos islamistas cada vez más populares.


Notas:

(*) Abogado, Universidad Diego Portales. Magíster en Ciencia Política, Pontificia Universidad Católica. Doctorando en Mundo Árabe y Musulmán, IREMAM, Francia.

1. Para algunos ejemplos de este discurso, ver Tolan John, « LES SARRASINS”, Aubier, París, 2003.

2. A este respecto ver Burgat, François, « L'ISLAMISME A L'HEURE D'AL–QAIDA », La Découverte , París, 2005.

3. Qutb, Sayyid, «  LA JUSTICE SOCIAL DANS L'ISLAM, Ediciones Al–Biruni, Beirut, 2003.

4. Burgat, François, Op. Cit. pagina 57.

5. Formula de François Burgat, Op. Cit., Pagina 8.

6. A National Security Strategy for a New Century, octubre de 1998. Citado en Klare, Michael T., “GUERRAS POR LOS RECURSOS. El futuro e scenario del conflicto global ”. Ediciones Urano, Barcelona, 2003.

7. Estrechamente ligado a una de las ú ltimas batallas entre las dos potencias hegemónicas de la guerra fría.

8. Ver dos buenos estudios a este respecto, específicamente en la prensa y en la televisión francesas: Rabah, Saddek, “L'ISLAM DANS LE DISCOURS MEDIATIQUE”, Ediciones Dar Al–Bouraq, Beirut, 1998 y Deltombe, Thomas, L'ISLAM IMAGINAIRE: LA CONSTRUCTION MEDIATIQUE DE L'ISLAMOPHOBIE EN FRANCE, 1975–2005, Ediciones La Découverte , París, 2005.

9. Expresion de Noam Chomsky.