Pakistán
cumple 60 años
Por
Tariq Alí (*)
London
Review of Books, 04/10/07
Sin Permiso, 14/10/07
Traducción de Xavi Fontcuberta
Es mejor evitar
Pakistán en agosto, cuando llegan las lluvias y transforman las
llanuras en una gigantesca sauna. Cuando yo viví allí huíamos a las
montañas, pero este año me quedé. Lo que te mata de verdad es la
humedad. El alivio llega al final en pequeñas eclosiones: una calma súbita
seguida del oscurecimiento del cielo, truenos como explosiones en la
distancia y finalmente la pesada lluvia. Los ríos y sus afluentes
pronto se desbordan; rápidas inundaciones hacen intransitables las
ciudades. Las aguas residuales recorren tanto los barrios pobres como
los de los ricos. Incluso si te mueves directamente de una habitación
con aire acondicionado a un coche con aire acondicionado no puedes
librarte del olor. En agosto de hace sesenta años, Pakistán fue
separado del subcontinente. Este verano, a medida que el poder parecía
escapársele a Pervez Musharraf, el cuarto dictador militar que ha
tenido el país, fue instructivo observar el proceso desde primera
fila.
La desilusión y el
resentimiento son generalizados. Cultivar los sentimientos anti-indios
y anti-hindús, en un intento de fomentar la cohesión nacional, ha
dejado de funcionar. Las celebraciones del 14 de agosto conmemorativas
del aniversario de la independencia son más artificiales e irritantes
que nunca. Una cacofonía de eslóganes sin sentido que a nadie
impresionan, incontables clichés en los suplementos de los periódicos
que compiten con las rancias fotografías del Fundador (Muhammad Ali
Jinnah) y el Poeta (Iqbal). Debates banales son recuerdan lo que dijo
o no dijo Jinnah. El pérfido Lord Mountbatten y su “promiscua”
esposa, Edwina, son acusados de haber favorecido a India cuando fue el
momento de repartir el botín. Es cierto, pero no podemos echarles la
culpa del posterior naufragio sufrido por Pakistán. Por supuesto, en
privado hay mucha recapacitación, y una sorprendente cantidad de
gente cree hoy que el estado de debería haber sido fundado nunca.
Varios años después
de la separación de 1971 de Bangaldesh escribí un libro para Penguin
llamado Can Pakistan Survive? (“¿Puede sobrevivir Pakistán?”).
Fue públicamente difamado y prohibido por el dictador de turno, el
general Zia-ul-Haq, pero salieron varias ediciones pirata. Yo había
sostenido que si el estado seguía actuando de la misma forma que
siempre, algunas de las provincias con minorías que se estaban
dejando atrás podían también desertar, dejando el Punjab solo,
pavoneándose como un gallo en lo alto de un estercolero. Muchos de
los que en ese momento me acusaron de traidor y renegado ahora se
hacen la misma pregunta. Es demasiado tarde para lamentos, les digo.
El país está para quedarse. Y no es la religión o la mística
“ideología de Pakistán” lo que garantiza su supervivencia, sino
su capacidad nuclear y Washington.
En el 60 aniversario
del país (como en los 20 y 30 aniversarios), un régimen militar
asediado lucha por su supervivencia. Hay una guerra en su frontera
occidental, mientras en casa es atormentado por yihadistas y jueces.
Nada de esto sin embargo pareció afectar mucho a los jóvenes
montados en motocicletas que se lanzaron a las calles de Lahore en su
carrera suicida anual. Parece que la única cosa que vale la pena
celebrar es el derecho morir. Este año sólo había cinco
participantes, bastantes menos que en las últimas cinco ediciones.
Tal vez esta sea una forma racional de señalar un conflicto en el que
más de un millón de personas se machacaron unos a otros hasta la
muerte mientras el decadente Imperio Británico se preparaba para
escabullirse hacia casa. En la víspera de la partición una reunión
de gabinete en Londres trató sobre la creciente crisis en India. Las
actas dicen: “El señor Jinnah fue muy áspero y parecía muy
decidido. Al secretario de estado le pareció como si fuese un hombre
que sabe que será asesinado y por ello insistía en suicidarse para
evitarlo”. No fue el único.
Y ahora otro déspota
uniformado era saludado en un desfile militar para conmemorar el día
de la independencia en Islamabad, soltando un mal discurso escrito por
un burócrata aburrido, que resulta incapaz de contener los bostezos
del resto de la corte de aduladores. Incluso los F-16 orgullosamente
en formación no consiguieron entusiasmar a la audiencia. Había
escolares ondeando banderas, una banda tocaba el himno nacional…
todo el espectáculo se retransmitió
en directo y luego se acabó.
Los periódicos
europeos y norteamericanos dan la impresión de que el problema
principal, sino el único, que afronta Pakistán es el creciente poder
de los fanáticos barbudos que merodean por el Hindu Kush, quienes tal
cómo lo ven los periódicos están a punto de tomar todo el país.
Desde esta perspectiva, lo único que hay entre el botón nuclear y
los dedos de los yihadistas es Musharraf. Pero ¡ay!, ahora parece que
se ha sumido en un mar de problemas así que el siempre servicial
Departamento de Estado ha optado por apoyar una nueva y
sobre-dimensionada plataforma centrada en la figura de Benazir Bhutto.
En realidad, la
amenaza de que los yihadistas tomen Pakistán es remota. No hay
ninguna posibilidad de que los extremistas religiosos tomen el poder a
no ser que el ejército lo quiera, como en los ochenta, cuando el
general Zia-ul-Haq entregó los Ministerios de Educación e Información
al Jamaat-e-Islami, con resultados nefastos. Hay importantes problemas
en Pakistán, pero éstos suelen ser ignorados en Washington, tanto
por la administración como por las instituciones financieras. La
falta de una infraestructura social básica fomenta el abatimiento y
al desesperación, pero sólo una minúscula minoría opta por la
yihad.
En los períodos de
gobiernos militares en Pakistán se unen tres grupos distintos: líderes
militares, una corrupta camarilla de políticos prevaricadores y
hombres de negocios que huelen contratos jugosos o acceso a las
tierras propiedad del estado. La elite que gobierna el país se ha
pasado los últimos sesenta años defendiendo unos privilegios y una
riqueza conseguidos injustamente, y el Líder Supremo (uniformado o
no) resulta invariablemente intoxicado por su adulación. La corrupción
envuelve a Pakistán. Los pobres cargan principalmente con ello, pero
la clase media también se ve afectada. Abogados, médicos,
profesores, pequeños empresarios y comerciantes son dañados por un
sistema dónde el clientelismo y el soborno son garantía de éxito.
Algunos logran escapar – solamente en EEUU hay 20.000 médicos
pakistaníes trabajando – pero otros llegan a un acuerdo con el
sistema, aceptan un cierto compromiso que los lleva a ser
extremadamente cínicos consigo mismos y con quienes les rodean.
El vacío moral
resultante se llena con películas porno y religiosidad de diferentes
tipos. En algunas áreas la religión y el porno van de la mano: las
mayores ventas de películas porno son en Peshawar y Quetta, bastiones
de los partidos religiosos. Los líderes talibanes en Pakistán van a
por las tiendas de porno, pero los vendedores sencillamente se pasan
al mercado negro. Y tampoco debe uno suponer que la mayoría del porno
venga de occidente. Hay una floreciente industria clandestina en
Pakistán, con sus propias estrellas locales, tanto hombres como
mujeres.
Mientras tanto los
islamistas están ocupados reclutando apoyos. Los insistentes y
despiadados misioneros de Tablighi Jamaat (TJ) son especialmente
eficientes. Pecadores de todos los grupos sociales, desesperados por
lograr la purificación, hacen cola para unírseles. El cuartel
general de los TJ en Pakistán está situado en una enorme misión en
Raiwind. Lo que una vez fue una minúscula aldea rodeada de trigales,
campos de maíz o de semillas de mostaza, ahora es uno de los
suburbios de Lahore más de moda, donde los hermanos Sharif
construyeron un palacio como los del Golfo Pérsico cuando estuvieron
en el poder durante los noventa.
Los TJ fueron
fundados en los años veinte por Maulana Ilyas, una clérigo que se
formó en los seminarios Sunni ortodoxos de Deoband, en Uttar Pradesh.
Al principio sus misioneros se concentraban en el norte de India, pero
hoy en día hay importantes grupos también en norte América y Europa
occidental. Los TJ esperan obtener el permiso para construir una
mezquita en el East London al lado de las instalaciones olímpicas.
Sería la mayor mezquita de Europa.
En Pakistán, la
influencia de los TJ es generalizada. Penetrar en la selección
nacional de cricket ha sido su éxito más notorio: Inzamam-ul-Haq y
Mohammed Yousuf son activistas que defienden la causa en casa mientras
Mushtaq Ahmet trabaja duro por sus intereses en Gran Bretaña. Otro
gran éxito fue el reclutar tras el 11S a Junaid Jamshed, el caristmático
cantante y líder del primer grupo pop que ha triunfado en Pakistán,
Vital Signs, el cual renunció a su pasado y ahora sólo canta
composiciones piadosas – llamadas naats.
Los Tablighis
subrayan su no-violencia e insisten en que están aquí para diseminar
la verdadera fe y así ayudar a la gente a encontrar el buen camino en
su vida. Puede que sea así, pero es evidente que algunos hombres jóvenes
recientemente reclutados, aburridos de tantos dogmas, rituales y
ceremonias, están más interesados en poner sus zarpas sobre un
Kalashnikov. Mucha gente
cree que los campos de misioneros Tablighi son fértiles terrenos de
entrenamiento para grupos armados que actúan en el Frente Occidental
y en el Kashmir.
La clase dirigente ha
sido muy lenta a la hora de cuestionar la interpretación del Islam
que sostienen grupos como los Tablighi. Musharraf aconsejó a la gente
a que fuese a ver Khuda Kay Liye (‘En el nombre de Dios’), una
nueva película de Shoaib Mansoor (quién escribió y produjo algunas
de las canciones de Vital Signs de más éxito). Esto puede que no
ayudase a la película o al Islam moderado que promueve, ya que la
popularidad de Musharraf en estos momentos es similar a la de Osama
bin Laden (según una reciente encuesta), pero yo fui a un primer pase
en Lahore y el cine estaba a rebosar de gente joven.
La película tiene
buenas intenciones, aunque también es larguísima y dura. Sin embargo
ha tenido algo de impacto. Pone de relieve algunas ideas, algo insólito
en un país dónde la industria cinematográfica no produce nada más
que basura estilo Bollywood, incluso si esas ideas se limitan a los
estereotipos del buen musulmán y el mal musulmán. La violencia de la
Yihad es mala. La música es buena y no es algo anti-islámico. La
violencia y las violaciones en los desiertos de la frontera entre
Pakistán y Afganistán se entremezcla con escenas de los EEUU de
después del 11S, donde los servicios secretas se llevan a un músico
pakistaní inocente y lo torturan (estas escenas duran de hecho
demasiado).
La moraleja es que
cada bando retroalimenta al otro. Es una película algo mojigata y la
fila de jóvenes sentados detrás de mi querían claramente más acción
en lo tocante al sexo. Cuando una estudiante blanca de Chicago le da
un regalo al músico pakistaní, uno de ellos comentó: “le ha dado
su número de teléfono”. Si los acomodadores no les hubiesen dicho
a los chavales que se callaran posiblemente me lo habría pasado mejor
con la película.
Una de las
principales amenazas a la autoridad de Musharraf es la judicatura del
país. El 9 de marzo, Musharraf cesó a Iftikhar Muhammad Chaudhry, el
presidente del Tribunal Supremo, estando pendiente una investigación.
Las acusaciones contra él estaban en una carta de Naeem Bokhari, un
abogado del Tribunal Supremo. Curiosamente, la carta se hizo circular
extensamente – yo mismo recibí una copia por e-mail. Me pregunté
si tal vez había algo tramándose, pero finalmente decidí que no había
nada más tras la carta. Y no fue así: era parte de un plan. Después
de algunos reproches a título personal, empezaba a leerse una retórica
extravagante:
“Su Señoría, la
dignidad de los abobados resulta repetidamente violada por usted. Se
nos trata secamente, grosera y bruscamente, o con crueldad. No se nos
escucha. No se nos permite exponer nuestro caso. Hay muy poco margen
para el ejercicio de la abogacía. La expresión que se usa en el bar
para el Juzgado nº 1 es ‘el matadero’. Se nos amenaza desde el
Tribunal, presidido por usted. Todo lo que obtenemos de usted es
arrogancia, agresión y beligerancia.”
El
siguiente pasaje debería haberme alertado de lo que se estaba
cociendo:
“Se me humilla en público
en casos juzgados por Su Señoría en el Tribunal Supremo sobre
cuestiones de Derechos Fundamentales. Los casos expuestos al Tribunal
Supremo se pueden remitir conveniente y fácilmente a los Jueces de
Distrito o de Sesión. Además también se me humilla con la cobertura
mediática sobre el Tribunal Supremo en una cuestión de restitución
a una mujer. En el bar, a esto ya se le llama un ‘circo mediático’.”
El Presidente estaba
empezando a avergonzar al régimen. Había fallado contra el gobierno
en varias cuestiones clave, incluida la rápida privatización de la
compañía Pakistan Steel Mills de Karachi, un proyecto personal del
Primer Ministro Shaukat (“El Atajo”) Aziz.
El caso recordaba a
la Rusia de Yeltsin. Los economistas habían estimado que la empresa
valía unos 5 mil millones de dólares. El 75% de las acciones se
vendieron por 362 millones de dólares durante una subasta que duró
30 minutos, adjudicándose a un consorcio amigo compuesto por Arif
Habib Securities (Pakistán), al-Tuwairqi (Arabia Saudí) y
Magnitogorsk Iron & Steel Works Open JSC (Rusia). La privatización
no hizo quedar bien a los militares, y el presidente saliente, Haq
Nawaz Akhtar, se quejó de que “la planta podría haber dado más
dinero si se hubiese vendido como chatarra”.
La percepción
general fue que el Presidente y el Primer Ministro habían
sencillamente echado una mano a sus amigos. Un habitual de la Bolsa me
comentó en Karachi que Arif Habib Securities (que es propietario del
20%) se constituyó para ser una empresa pantalla de Shaukat Aziz. El
gigante del acero saudí (que tiene el 40%), se sabe perfectamente que
se lleva muy bien con Musharraf, quién resulta que abrió una fábrica
de acero construida por el grupo en 220 acres de tierra alquilados a
la colindante Pakistan Steel Mills. Ahora ya son propietarios de toda
ella.
Después de que el
Tribunal Supremo insistió en juzgar los casos de activistas políticos
“desaparecidos” y se negó a desestimar demandas por violaciones,
aparecieron dudas en Islamabad sobre si el máximo tribunal podría
incluso declarar la presidencia militar inconstitucional. Y se instaló
la paranoia. Había que tomar medidas.
El general y su
gabinete decidieron intimidar a Chaudhry con su cese. El Presidente
del Supremo fue confinado en aislamiento durante varias horas,
custodiado por oficiales de los servicios de inteligencia, y difamado
en la televisión estatal. Pero en lugar de derrumbarse, renunciar a
su puesto y aceptar un generoso retiro, el juez insistió en su
defensa, poniendo en marcha un movimiento remarcable a favor de la
independencia de la judicatura. Esto es sorprendente. Los jueces
pakistaníes son considerablemente conservadores y han legitimado cada
golpe de estado con un falaz “la doctrina de la necesidad manda”
(aunque algunas se negaron de hecho a realizar un juramento de lealtad
a Musharraf).
Cuando visité Pakistán
en abril las protestas crecían día a día. Si al principio se
limitaba a los 80.000 abogados del país y a algunas docenas de
jueces, el descontento se extendió rápidamente, lo que era raro en
país cuya gente ha ido quedando cada vez más alienada del gobierno
de las elites. Pero los juristas se movilizaban para defender la
separación constitucional de poderes. Había algo de maravillosamente
anticuado en esta contienda: no implicaba ni dinero ni religión, sino
principios. Los arribistas de la oposición (algunos de los cuales habían
organizado duros asaltos al Tribunal Supremo cuando estuvieron en el
poder) intentaron apropiarse de esta causa. “No creas que todos esos
han cambiado así por las buenas”, me dijo Abid Hasan Manto, uno de
los juristas más respetados del país. “En cambio, cuando llega el
momento casi cualquier cosa puede ser la chispa necesaria”.
Entre la burocracia
de Islamabad pronto quedó claro el calibre de su metedura de pata.
Pero como suelo ocurrir en medio de una crisis, en lugar de
reconocerlo y actuar para corregirlo, sus autores materiales
decidieron hacer una exhibición de fuerza. Las primeras víctimas
fueron las cadenas de televisión independientes. En Karachi y en
otras ciudades del sur tres canales quedaron mudos de repente tras
haber estado informando sobre las manifestaciones. Hubo indignación
generalizada. El 5 de mayo Chaudhry estuvo conduciendo desde Islamabad
hasta Lahore para dar un discurso, parando en cada pueblo que
encontraba para reunirse con sus simpatizantes; le tomó 26 horas
llevar a cabo un viaje que suele durar 4 o 5. En Islamabad planeaban
su contra-golpe.
El juez debía
visitar Karachi, la mayor ciudad del país, el 12 de mayo. Ahí el
poder político está en manos del MQM (Muttahida Qaumi
Movement/United National Movement), una desagradable estructura creada
durante una dictadura anterior y famosa por involucrarse en cobros por
protección y otras actividades violentas. Ha apoyado a Musharraf con
absoluta lealtad durante cada crisis. Su líder, Altaf Hussain, guía
al movimiento desde una posición segura en Londres, temeroso de
posibles represalias de sus enemigos si decidiese volver.
En un video destinado
a sus seguidores en Karachi dijo: “si se urden conspiraciones para
acabar con el actual gobierno elegido democráticamente entonces todos
y cada uno de los trabajadores del MQM… se mantendrán firmes y
defenderán al gobierno democrático”. Era típico de él. Siguiendo
instrucciones de Islamabad, los líderes del MQM decidieron evitar que
el juez pronunciase su discurso en Karachi. No se le permitió salir
del aeropuerto. Sus seguidores en distintas partes de la ciudad fueron
atacados. Casi 50 personas fueron muertas. Después de que el alcance
de la violencia se mostró en Aaj TV, la emisora fue asaltada por
voluntarios del MQM armados, quienes dispararon al edificio durante 6
horas y prendieron fuego a los coches en el aparcamiento.
La dirección de la
emisora de televisión no consiguió, misteriosamente, ponerse en
contacto con los altos cargos de la policía, el primer ministro o el
gobernador. La gente entendió el porqué, de modo que hubo a
continuación una huelga general que aisló aún más al régimen. Un
informe devastador, Carnage in Karachi (Matanza en Karachi), publicado
en agosto por la Human Rights Commission of Pakistan (Comisión para
los Derechos Humanos en Pakistán), confirmó con todo detalle lo que
todo el mundo ya sabía: se había dado órdenes a la policía y al ejército
de mantenerse al margen mientras miembros armados del MQM arrasaban la
ciudad.
Musharraf, tratando
desesperadamente de mantener el control sobre el país, no tuvo otra
alternativa que reconocer la derrota. La apelación de Chaudhry contra
su propia suspensión fue finalmente admitida y discutida en el
Tribunal Supremo. El 20 de julio y por unanimidad se decidió que debía
ser restituido, mientras los avergonzados abogados del gobierno salían
a toda prisa del recinto. Un revigorizado tribunal volvía al trabajo.
Hafiz Abdul Basit era un prisionero acusado de terrorismo y
“desaparecido”. El presidente del Supremo llamó a declarar a
Tariq Pervez, el director
general de la Agencia Federal de Investigación de Pakistán, y le
preguntó educadamente dónde se retenía al prisionero. Pervez
contestó que no tenía ni idea y que nunca había oído hablar de
Basit. El presidente dio instrucciones al jefe de la policía para que
trajese a Basit ante el tribunal en un plazo de 48 horas: “O me trae
al detenido o prepárese para ir a la cárcel”. Dos días después
se trajo a Basit y luego se le liberó, después de que la policía no
lograse presentar en su contra ningún tipo de evidencia. Washington y
Londres no estaban contentos. Estaban convencidos de que Basit era un
terrorista que debería haber sido encarcelado indefinidamente, como
habría ocurrido con toda seguridad si hubiese estado en Gran Bretaña
o en los EEUU.
El Tribunal Supremo
está en estos momentos tomando en consideración otras seis
peticiones que desafían la decisión de Musharraf de presentarse a la
presidencia del país sin renunciar a su mando sobre el ejército. Hay
mucho nerviosismo en Islamabad. Los seguidores del presidente temen
que haya consecuencias desastrosas si la corte falla en su contra.
Pero para declarar el estado de emergencia habría que contar con el
apoyo del ejército, y me han dicho que algunos sondeas informales
ponen de manifiesto que los generales son más bien reacios a una
intervención. Sus excusas formales fueron que estaban demasiado
ocupados con la “guerra al terror” para ser capaces de dedicarse a
preservar la ley y el orden en las ciudades.
Pero tan pronto como
la crisis judicial parece por el momento haber amainado, otra mucho más
sombría se está entretejiendo. La mayoría de los actuales grupos
yihadistas son la descendencia mestiza de las agencias de inteligencia
pakistaníes y occidentales, nacidos durante los ochenta cuando el
general Zia estaba en el poder y secundaba alegremente la guerra de
Occidente contra los desalmados rusos, que en esos momentos ocupaban
Afganistán. Ahí fue cuando empezó el patrocinio estatal de los
grupos islamistas. Uno de los clérigos que se benefició fue Maulana
Abdullah, al que se le dio unos terrenos para construir una madrassa
en el corazón de Islamabad, no muy lejos de los edificios
gubernamentales. En poco tiempo esa área creció tanto que se pudo
construir dos edificios separados (para hombres o mujeres
estudiantes), junto con una Lal Masjid (o Mezquita Roja) ampliada. Se
dispuso de fondos estatales para todo ello, y el gobierno es técnicamente
el propietario de las instalaciones.
Durante los ochenta y
los noventa este complejo se convirtió en un campo de entrenamiento
para jóvenes yihadistas que irían a luchar en Afganistán y, más
tarde, en el Kashmir. Abdullah no escondía sus creencias. Estaba de
acuerdo con la interpretación Saudí-Wahhabi del Islam y durante la
guerra entre Irak e Irán estaba encantado de instigar el asesinato de
los “herejes” Shia en Pakistán. Fue su patrocinio de los grupos
terroristas ultra-sectarios y anti-Shia lo que llevó a que lo
asesinaran en octubre de 1998. Miembros de una facción Musulmana
rival acabaron con él justo después de que terminase la plegaria en
su propia mezquita.
Sus hijos, Abdul
Rashid Ghazi y Abdul Aziz, tomaron el control de la mezquita y las
escuelas religiosas. El gobierno aceptó que Aziz iba a liderar la
congregación de los viernes y dar el sermón semanal después de las
plegarias del viernes. Sus sermones solían ser en apoyo a al-Qaida,
aunque se volvió más cauteloso con su lenguaje después del 11S.
Altos cargos del funcionariado y oficiales militares suelen atender
las plegarias de los viernes. Rashid, más educado y de lenguaje más
suave, con su expresión enjuta y demacrada y su barba andrajosa, quedó
con las funciones de “spin-doctor”. Se suponía que debía
encandilar a los peridositas extranjeros o locales, y cumplía con
creces.
Pero después de
noviembre del 2004 cuando el ejército, bajo gran presión de los
EEUU, lanzó una ofensiva sobre las zonas tribales de la frontera con
Afganistán, las relaciones entre los hermanos y el gobierno se
tensaron. Aziz en particular estaba furioso. Puede que no hubiese
hecho nada al respecto pero, según Rashid, “un coronel retirado del
Ejército Pakistaní se dirigió a nosotros con una petición por
escrito pidiendo una fatwa que clarificase la perspectiva de la Sharia
respecto a la acción del ejército lanzando una guerra contra la
población tribal”. Aziz no perdió el tiempo. Proclamó una fatwa
declarando que el asesinato por parte de un ejército musulmán de su
propia gente es haram (“prohibido”), que “a ningún oficial del
ejército muerto durante esa operación debería dársele un funeral
musulmán” y que “los milicianos que murieron luchando contra el
Ejército Pakistaní son mártires”. Pocos días tras su publicación
la fatwa ya había sido apoyada públicamente por casi 500 “académicos
religiosos”. Y a pesar de las fuertes presiones por parte de los dueños
de la mezquita del ISI, la inteligencia militar de Pakistán, los
hermanos no quisieron retirar la fatwa. La respuesta del gobierno fue
sorprendentemente débil. Se puso fin al estatus oficial de Aziz como
imán de la mezquita y se proclamó una orden de arresto contra él,
pero nunca se llevó a cabo y se permitió a los hermanos seguir como
de costumbre. Tal vez el ISI pensó que aún podían resultarles útiles.
Con anterioridad ese
mismo año el gobierno declaró que se había destapado un plan
terrorista para atentar contra instalaciones militares el 14 de
agosto, incluyendo el GHQ y otros edificios estatales. Se hallaron
ametralladoras y explosivos en el coche de Abdul Rashid Ghazi. Se
dictaron nuevas órdenes de captura contra los hermanos y fueron
arrestados. En ese momento el ministro de asuntos religiosos,
Ijaz-ul-Haq, el hijo del general Zia, persuadió a sus colegas para
que perdonasen a los clérigos a cambio de una disculpa por escrito dónde
prometiesen que no se involucrarían en la lucha armada. Rashid dijo
que toda la historia se había fraguado para contentar a occidente, y
en un artículo de periódico pidió al ministro de asuntos religiosos
que diese pruebas de que él hubiese aceptado el compromiso que
supuestamente había pedido el ministro. No hubo respuesta alguna.
En enero de este año,
los hermanos decidieron cambiar sus prioridades de la política
internacional a la doméstica y exigieron una implementación
inmediata de la Sharia. Hasta el momento se habían contentado con
denunciar la política de los EEUU en el mundo musulmán y criticar al
peón nacional de América que es Musharraf por ayudar a desmantelar
el gobierno talibán en Afganistán. Públicamente no habían apoyado
los tres intentos previos de atentar contra la vida de Musharraf, pero
no era un secreto que lamentase que saliese ileso. La proclama que
anunciaron en enero era una clara provocación hacia el régimen. Aziz
anunció su programa: “nosotros nunca vamos a permitir el baile y la
música en Pakistán. Todos aquellos que estén interesados en ese
tipo de actividades deberían irse a India. Estamos hartos de esperar.
O es la Sharia o el martirio”. Se sintieron atacados por la demolición
ordenada por el gobierno de dos mezquitas que habían sido construidas
ilegalmente en suelo público. Cuando se enteraron de que se iban a
demoler partes de la Mezquita Roja y del seminario de las mujeres los
hermanos enviaron a docenas de mujeres estudiantes vistiendo burqas
negros para que ocupasen una biblioteca infantil cercana al seminario.
Las agencias de inteligencia parecían desconcertadas, pero rápidamente
se negoció el final de la ocupación.
Los hermanos
siguieron poniendo a prueba a las autoridades. Se llevó a cabo la
Sharia y hubo una quema pública de libros, CDs y DVDs. Después las
mujeres de la madrassa dirigieron su fuego contra los caros burdeles
de Islamabad e yendo a por Aunty Shamim, una conocida madame que
procuraba chicas “decentes” para actividades indecentes, y entre
cuyos clientes se contaban los “grandes” y “buenos” del lugar
(algunos de ellos líderes religiosos moderados). Aunty regía el
burdel como si se tratase de una oficina: tenía una horario de
oficina y cerraba los viernes al mediodía para que los clientes
pudiesen ir a la mezquita más cercana, que resulta que era la Lal
Masjid. Las brigadas de la moralidad arrasaron el burdel y
“liberaron” a las mujeres. La mayoría de las chicas eran personas
educadas, algunas madres solteras, otras viudas, pero todas iban
desesperadamente mal de ingresos. El horario de oficina les convenía.
Aunty Shamim huyó del lugar, y sus trabajadoras buscaron empleos
parecidos en cualquier otro sitio, mientras las chicas de la madrassa
celebraban una fácil victoria.
Envalentonadas por su
triunfo, decidieron ir a por las salas de masaje de los barrios ricos
de Islamabad, de los cuales no todos ofrecían servicios sexuales y
algunos eran regentados por ciudadanos chinos. Seis mujeres chinas
fueron raptadas a finales de junio y llevadas a la mezquita. Al
embajador chino no es que le gustase. Informó al presidente Hu
Jintao, al que le hizo aún menos gracia, y Beijing dejó claro que
quería a sus ciudadanos libres inmediatamente. Los miembros del
gobierno que iban a solucionar el asunto llegaron a la mezquita
alegando la importancia estratégica de las relaciones sino-pakistaníes,
y se liberó a las mujeres. El sector del masaje prometió que a
partir de ahora sólo habría hombres masajeando a otros hombres. El
honor estaba satisfecho, incluso aunque el trato contradijese
directamente el mensaje del Corán.
La prensa liberal pintó la campaña anti-vicio como la
talibanización de Pakistán, lo que molestó a los clérigos de Lal
Masjid. “Rudy Giuliani, cuando se convirtió en alcalde de Nueva
York, cerró los burdeles”, dijo Rashid. “¿Eso también fue
talibanización?”
Furioso y avergonzado
por el secuestro de las mujeres chinas, Musharraf exigía una solución
al problema. El embajador saudí en Pakistán, Ali Saeed al-Awad
Asseri, llegó a la mezquita y pasó noventa minutos con los hermanos.
Fue bienvenido pero le dijeron que lo único que querían era la
aplicación de las leyes saudíes en Pakistán. ¿Él estaría de
acuerdo, no? El embajador rechazó hablar con la prensa tras la reunión,
así que no tenemos registrada su respuesta. Al fallar su mediación,
se puso en marcha el plan B.
El 3 de julio, las
tropas de asalto paramilitares empezaron a plantar alambre de espino
al final de la calle que hay frente a la mezquita. Algunos estudiantes
de la madrassa abrieron fuego, mataron a un soldado, y paso prendieron
fuego al Ministerio de Medioambiente que estaba al lado. Las fuerzas
de seguridad respondieron esa misma noche con gas lacrimógeno y
ametralladoras. A la mañana siguiente el gobierno declaró el toque
de queda en esa zona y empezó el asedio a la mezquita que duraría
una semana, con las cadenas de televisión mandando imágenes a todo
el mundo. A Rashid debe haberle gustado. Los hermanos pensaron que
retener a mujeres y niños
como rehenes en el interior podría salvarles. Pero se liberó a
algunos de ellos y Aziz fue arrestado cuando trataba de huir bajo un
burqa. El 10 de julio, los paracaidistas finalmente barrieron el
complejo. Abdul Rashid Ghazi y al menos cien personas más murieron
durante el choque. Once soldados fueron también muertos y más de
cuarenta resultaron heridos. Varias comisarías de policía fueron
atacadas y hubo quejas en las zonas tribales que no presagian nada
bueno. Maulana Faqir Mohammed, una líder del movimiento de apoyo a
los Talibanes, decía a los miles de milicianos armados de las tribus:
“Pedimos a Alá que destruya a Musharraf y buscaremos venganza por
las atrocidades de Lal Masjid”. Esta postura fue repetida por Osama
bin Laden, que declaró a Musharraf un “infiel” y dijo que
“eliminarle es ahora un imperativo”.
Yo estaba en Karachi
durante la última semana de agosto, cuando las bombas suicidas
volaban objetivos militares, entre ellos un autobús que llevaba a
empleados del ISI, para vengar la muerte de Rashid. En el resto del país
la reacción fue débil. Los líderes del MMA, una coalición de
partidos religiosos que gobierna en la provincia de la frontera y
comparte el poder en Baluchistan, hizo algunas feas declaraciones pero
no tomó iniciativa alguna. Solamente unas mil personas marcharon
durante la manifestación que se organizó el Peshawar el día después
de las muertes. Esta fue la mayor de las manifestaciones, e incluso en
este caso el ambiente era apagado. No hubo una glorificación
estridente de los mártires. El contraste con la campaña para que se
readmitiese al Presidente del Supremo no podía ser más claro. Tres
semanas más tarde, más de 100.000 personas se juntaron en la ciudad
de Punjabi llamada Kasur para asistir al 250 aniversario de la muerte
del gran poeta del siglo XVII Bulleh Shah, miembro de una distinguida
línea de poetas sufí que denunciaban a la religión organizada y la
ortodoxia. Para él un mullah podía compararse con un perro ladrando
o un pollo pavoneándose.
El hecho pues es que
los yihadistas no son populares en la mayor parte de Pakistán, pero
tampoco lo es el gobierno. El episodio de la Mezquita Roja dejó
demasiadas preguntas sin responder. ¿Por qué el gobierno no actuó
en enero? ¿Cómo consiguieron los clérigos acumular tal cantidad de
armas con el desconocimiento del gobierno? ¿El ISI estaba al
corriente de que había un arsenal oculto dentro de la mezquita? Y en
ese caso, ¿por qué se mantuvieron en silencio? ¿Cuál era la relación
entre los clérigos y las agencias del gobierno? ¿Por qué se liberó
a Aziz y se le permitió volver a su pueblo sin cargos? Ha decidido el
estado renunciar a su monopolio sobre la violencia?
Mucho de esto tiene
que ver con Afganistán. El fracaso de la ocupación de la OTAN ha
dado alas a los Talibanes y ha revivido el comercio de heroína, y ha
desestabilizado el noroeste de Pakistán. Los bombardeos
indiscriminados de la aviación norteamericana han matado a demasiados
civiles inocentes, y la cultura de la venganza sigue arraigada en la
región.
La corrupción y el
amiguismo del gobierno de Karzai ha alienado a muchos afganos, que
agradecieron la caída del Mullah Omar y esperaban la llegada de
mejores tiempos. En su lugar, han sido testigos de apropiaciones de
tierra y de la construcción de casas de lujo por parte de los colegas
de Karzai. Y permanentemente hay rumores de que el hermano menor de
Karzai, Ahmad Wali Karzai, se ha convertido en uno de los mayores
capos de la droga de todo el país.
Las tribus pashtún
nunca han reconocido la Línea Durand, la frontera entre Pakistán y
Afganistán impuesto por los británicos. Así que cuando las
guerrillas huyen a las zonas tribales bajo control pakistaní no se
las entrega a Islamabad, sino que se les da comida y ropa hasta que
vuelven a Afganistán o se les protege como a los líderes de
al-Qaida. Washington cree que los tratos de Musharraf con los ancianos
de las tribus rozan la capitulación ante los Talibanes y está
molesto porqué los actuaciones militares de Pakistán son financiadas
por EEUU y sienten que no reciben nada a cambio por el dinero. Eso sin
mencionar los 10 mil millones de dólares que Pakistán a recibido
desde el 11S por unirse a la “guerra contra el terror”.
El problema es que
algunos en la inteligencia militar pakistaní creen que podrán
retomar el control sobre Afganistán una vez la operación Enduring
Freedom haya terminado. Es por ello que se niegan a abandonar sus vínculos
con los líderes de la guerrilla. Incluso creen que los EEUU puede que
algún día apoyen esa política. Yo dudo de que eso vaya a ocurrir:
la influencia de Irán es muy fuerte en Herat y el oeste de Afganistán;
la Alianza del Norte recibe armas de Rusia e India es la mayor
potencia de la región. Un hipotético acuerdo deberá incluir una
garantía regional de la estabilidad afgana y la formación de un
gobierno nacional una vez la OTAN se vaya.
Incluso si Washington
aceptase una versión edulcorada de los Talibanes, el resto de países
involucrados no lo harían, y una nueva serie de conflictos civiles sólo
llevarían a la desintegración. Si esto ocurriese, los Pashtún en
ambos lados de la Línea Durand puede que opten por crear su propio
estado. Puede sonar algo exagerado, ¿pero qué ocurriría si la
confederación de tribus que es hoy Afganistán terminase por
dividirse en microestados, cada uno bajo la protección de una
potencia mayor?
De vuelta al corazón
de Pakistán la cuestión más difícil y explosiva es la desigualdad
social y económica. Y esto no es independiente del incremento en el número
de madrassas. Si hubiese un sistema estatal de educación mínimamente
decente, las familias pobres puede que no se viesen obligadas a
entregar un hijo o una hija a los clérigos con la esperanza de que al
menos uno de los hijos tenga para comer y vestirse y esté educado.
Si hubiese algo ni
remotamente parecido a un sistema sanitario público se evitaría que
mucha gente caiga enferma como resultado de la fatiga o la pobreza.
Ningún gobierno desde 1947 ha hecho mucho para reducir la
desigualdad. La idea de que la próxima vuelta de Benazir Bhutto, de
la mano del mismo Musharraf, implica cierto progreso es tan hilarante
como el que Nawaz Sharif imaginase que millones de personas irían a
recibirle cuando llegó al aeropuerto de Islamabad el mes pasado. Están
previstas elecciones generales a finales de este año. Si se amañan
tan extensivamente como ocurrió con las últimas, el resultado será
una creciente alienación del proceso político. Las perspectivas son
sombrías. No hay ninguna alternativa política seria al gobierno
militar.
Pasé mi último día
en Karachi con pescadores de un pueblecito cerca del arroyo de
Korangi. “Atajo” Aziz ha renunciado a los manglares donde abundan
el marisco y las langostas, y el suelo se pide para la construcción
de Diamond City, Sugar City y otras monstruosidades que siguen el
modelo del Golfo. Los pescadores han estado movilizándose en contra
estos abusos, pero con poco éxito. “Necesitamos un tsunami” medio
bromea uno de ellos. Hablamos de sus condiciones de vida. “Todo con
lo que soñamos son escuelas para nuestros hijos e hijas, medicinas y
clínicas en nuestros pueblos, agua limpia y electricidad en nuestras
casas”, dijo una mujer. “¿Es eso pedir demasiado?”. Nadie
mencionó la religión para nada.
(*)
Tariq Ali es miembro del Consejo Editorial de SINPERMISO.
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