Cánones Arafatianos
Por Carlos Taibo (*)
Al-Quds, enero 2005
Al lector y al oyente
avezados y pacientes no se les escapará que en las últimas semanas
la figura del fallecido Arafat ha suscitado dos lecturas que responden
a otros tantos cánones. Mientras la primera identifica en el
dirigente palestino a un terrorista redomado que no ha hecho otra cosa
que el mal, la segunda aprecia en Arafat al constructor de paz que, al
menos en el decenio de 1990, acometió pasos y asumió concesiones que
merecían mejor suerte.
Si dejamos de lado,
por marginal, la primera de esas dos lecturas, al calor de la segunda
habremos de certificar cómo entre nosotros determinados procesos de
ordenación del pensamiento --en este caso el que enuncia la bondad
ontológica de unos acuerdos de paz que hay que calificar, sin
embargo, de extremadamente miserables-- se nos imponen y acaban por
dejar fuera del mundo a quienes intuyen algún problema al respecto,
las más de las veces tildados de herejes o de locos. En alguna versión
de los hechos singularmente abyecta se recurre al sambenito del
terrorismo para descalificar a quienes ponen en duda la bondad de los
planes discutidos en el decenio de 1990 y recuerdan por igual,
entonces, el negro panorama en que dejaban a un imaginable Estado
palestino y el permanente incumplimiento, por Israel, de lo pactado.
Qué desafortunado es, por cierto, que una figura tan retorcida y poco
generosa como la de Rabin siga mereciendo hoy, en tantos cenáculos,
un unánime panegírico.
La discusión de
fondo guarda una relación obvia con la vida del propio Arafat, que
aporta como poco tres personajes diferentes. El primero fue el hombre
que, a partir de 1968, consiguió conferirle peso propio a la
resistencia palestina, emancipándola las más de las veces de la
tutela que sobre ella habían ejercido muchos de los gobiernos árabes
de la región y convirtiéndola en un rival temible, en el terreno
militar como en el político, para Israel. A principios del decenio de
1990, y con una agudísima crisis financiera de la OLP de por medio,
ese Arafat dejó el camino expedito a otro, el segundo,
lamentablemente propicio a aceptar lo inaceptable: un pequeño
territorio atestado de colonias, una firme negativa a reconocer el
derecho de retorno de los refugiados, una implacable represión y, no
sin cierta paradoja, un firme estímulo conferido a los sectores más
violentos de la resistencia palestina.
El último Arafat, el
de su refugio de Ramala, acarreó, bien que con un perfil más difuso
del deseable, la reaparición del primero de la mano de lo que en los
hechos fue, fanfarria retórica aparte, la recuperación de un impulso
de resistencia y dignidad. Fue éste también, claro, un Arafat a
ratos patético, en la medida en que la trama en la que vivió los
tres años postreros de su vida no era sino la consecuencia,
francamente previsible, de su condescendencia con unos planes de paz
que en el mejor de los casos propiciaban un Estado palestino de
soberanía recortadísima, condenado a vivir en la más absoluta
dependencia con respecto a Israel. Quede bien sentado, con todo, que sólo
la estulticia más extrema, rasgo de carácter harto común en estos
tiempos, invita a atribuir la misma condición moral al principal
representante del ocupante --Sharon-- y al principal representante del
ocupado --Arafat--: quien atribuye al agresor y al agredido la misma
condición se está retratando a sí mismo.
Es verdad, y a menudo
se ha señalado en las últimas semanas, que por detrás de los tres
Arafat reseñados despuntó un personaje cuyos hábitos no siempre
fueron edificantes. Autoritario, rodeado de secundones y serviles, y
muy aficionado a aplicar fórmulas de nepotismo y corruptelas, Arafat
bien que se encargó de condenar al ostracismo a quienes, con coraje cívico,
planteaban un proyecto objetivo de resistencia y rechazaban de manera
frontal unos acuerdos de paz que, por encima de todo, eran intragables
para el grueso de los palestinos. Semejante ostracismo lo vivieron en
su carne, en virtud de razones distintas, Faisal Husseini, Hanan
Ashrawi, Marwán Barghuti y Edward Said.
La sola mención de
estos nombres, y de su ascendiente en una parte de la población,
obliga a concluir que se equivocan quienes piensan que ha llegado el
momento de imponer, por fin, y con unas elecciones de por medio, la
misma miseria que cobró cuerpo en el decenio de 1990. Como quiera que
el pueblo palestino arrastra una singularísima historia de dignidad
que invita a recelar de que Mahmud Abbas, el candidato oficialísimo,
cuente con apoyos firmes, de tal suerte que su provisional instalación
en el poder sólo puede producirse en virtud de presiones sin cuento
que nada tienen que ver con la democracia, y sí con oscuras
componendas, a lo mejor Sharon acaba por añorar a Arafat. Y es que
conviene que nuestros medios de comunicación le presten oídos a lo
que dice en estas horas la calle palestina, muy lejos de lo que
defienden los partidarios del enésimo ejercicio de sumisión.
(*) Carlos Taibo es
profesor de Ciencia Política en la Universidad Autónoma de Madrid.
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