Las llaves del
pasado
Por
Robert Fisk
The Independent
Traducción de Gabriela
Fonseca, La Jornada
Enviado por Correspondencia de Prensa, 26/07/05
En 1948, 750 mil
palestinos huyeron de sus casas para no volver. Uno de ellos, Mahmoud
Dakwar, ha hecho su misión preservar la memoria de esta sociedad
desaparecida y ponerla a disposición de sus descendientes.
Matchouk, sur de libano.
Hay billetes de una libra impresos en inglés, árabe y hebreo,
monedas de una piastra, escrituras de tierras otomanas, declaraciones
de impuestos dirigidas al mandato británico, arados y azadones, y
hasta una chapa de la prisión de Acre, con fecha de 1918. Es todo un
cuarto lleno de artefactos de una tierra perdida llamada Palestina.
Mahmoud Dakwar defiende cada fotografía de la vieja Jerusalén, cada
delicado collar azul, cada cuenta de collar y cada mapa con la
preocupación de un usurero. Esta es la deuda perdida de Palestina y
los últimos vestigios de una sociedad desaparecida. De algún lado
saca dos resplandecientes y bruñidos trozos de metal y va con ellos
afuera para verlos a la luz del sol.
Los levanta. Las llaves
de Palestina; una de color oro, la otra de un negro siniestro. Alguien
usó la llave dorada para cerrar su puerta principal en Safad, en
1948. Alguien más utilizó la llave negra para cerrar su hogar en
Nazareth, ese mismo año. Y, por supuesto, se volvieron refugiados,
llevándose estas llaves con la esperanza de regresar a casa.
Las chapas se
cambiaron, las viviendas probablemente fueron destruidas. La nakba, la
catástrofe, hizo que 750 mil personas huyeran de sus tierras. Algunas
viven en casuchas a lo largo del camino hacia el campamento de Baas,
en Tiro. A unos cuantos kilómetros del museo se puede ver la frontera
de lo que era Palestina y ahora es Israel.
Este es el primer, y
por lo pronto, el único Museo de Palestina, y su fundador, curador y
celoso guardián es Dakwar, de 68 años, maestro de escuela que hace más
de 10 años se percató de que nadie, ni la Organización para la
Liberación de Palestina, ni ninguno de los habitantes de los
asfixiantes campamentos de refugiados, ni siquiera alguna de las
sagradas oficinas que afirman representar a la cultura palestina, había
abierto un museo para mostrar a los palestinos, a sus hijos y a sus
nietos, lo que perdieron en 1948, y a lo que pueden aspirar si algún
día regresan.
Hay 8 mil volúmenes en
la biblioteca del museo, muchos de ellos provenientes de la colección
de Dakwar, y éstos incluyen mil 500 libros sobre Palestina y mil
sobre Líbano. Hay muchos más sobre el islamismo, el judaísmo y el
cristianismo.
Un soplo de aire
acondicionado se mueve por ese salón administrado por el Comité
Palestino para la Cultura y el Patrimonio. Dakwar usó 140 mil dólares
de su bolsillo para construir su museo, un tributo a la generosidad de
un hombre que cree que la historia tiene más valor que el dinero.
La joyería es
exquisita; los collares son la memoria de una sociedad agrícola. Es
impactante darse cuenta de lo rural que era Palestina, la forma en que
animales, maíz, dátiles y aceitunas eran el centro de su industria
cuando los británicos entraron marchando a Jerusalén y
"liberaron" la ciudad del imperio Otomano.
Dakwar ha dibujado un
mapa de su propia aldea, en las afueras de Safad. "Este bloque
marcado con el número 2 es mi hogar, y aquí -su dedo se mueve
cuidadosamente para señalar los alrededores- estaban nuestros campos
y huertos".
Hay pilas de actas de
nacimiento, pases para la Fuerza Policial Palestina, escrituras sobre
tierras, todos genuinos y todos sin valor, al igual que los peritajes
de valuación.
También hay una
licencia para cultivar tabaco en un acre, recibos con 10 por ciento
desglosado y destinado al pago de impuestos, un cheque emitido por el
Banco Agrícola Otomano y un permiso de construcción que perteneció
a un difunto tío de Dakwar.
También hay historias,
desde luego. Dakwar tenía 11 años cuando la nakba lo avasalló, y su
historia de terror, huída y pérdida debe ser contada en sus propias
palabras.
"Recuerdo los
minutos de mi vida en ese tiempo. ¿Me entiende? Recuerdo los minutos,
cada segundo. Tenemos el deber de recordarlo siempre. Esta es nuestra
historia."
Su narración comienza,
como tantas otras, el otoño de 1948, el 29 de octubre, para ser
exactos, cuando salió de la escuela por última vez y se preparó
para dejar Palestina.
"Tomé dos clases
en mi escuela en Qaditha. La aldea vecina, Ein Zeitoun (que significa
'manantial de los olivos'), ya había caído en manos de los israelíes.
"En nuestro pueblo
había algunos combatientes voluntarios sirios. Estábamos muy cerca
de una colonia judía. Por la tarde, fui con mis padres a la parte de
nuestra propiedad que no podía ser vista por la gente de esa colonia.
Algunas casas de nuestro pueblo habían sido destruidas. Yo tenía
mucho miedo. Mis padres fueron a nuestros olivares para recoger
aceitunas. Era época de cosecha. Antes de la puesta del sol, acompañé
a mi abuela a nuestros huertos, teníamos muchos, y luego salimos
hacia la aldea de Jesqalah."
Dakwar hace una pausa y
levanta su mano derecha, extendida, por encima de su cabeza. "Había
aviones tirando bombas sobre tres propiedades de nuestro vecindario.
Yo no podía ver dónde estaban mis padres, y lloré.
"Había una señora
cristiana que le rogaba a Dios que nos salvara. Nos escondimos detrás
de un muro. Yo preguntaba una y otra vez dónde estaban mis padres. Oí
que algunos de mis compañeros de escuela habían muerto por las
bombas.
"Después de un
rato, llegó mi padre, Youssef, y nos dijo que una bomba había caído
cerca de él. Mis padres tenían un burro para cargar las aceitunas.
Le pregunté si mi madre había muerto. Me respondió que estaba con
otras mujeres en un valle, detrás de la aldea.
"Escuchamos llanto
que venía de los huertos grandes, cerca de la iglesia. Mucha gente
había muerto, algunos fueron decapitados por los trozos de metralla.
"Oímos fuego de
artillería y salimos de la aldea hacia el valle; a pie, por supuesto.
Luego empezaron a caer bombas sobre el valle y cambiamos de rumbo para
caminar hacia el norte, en dirección a la frontera libanesa, adonde
llegamos el amanecer del 30 de octubre.
"Llegamos a aldea
de Yaroun, y luego fuimos a Bin Jbeil. Encontramos a muchos palestinos
sentados debajo de los árboles. Me encontré a un compañero de la
escuela, cubierto de sangre, y le pregunté: '¿Qué te pasó?' Me
dijo que a su madre le cortó la cabeza una bomba que cayó de un avión.
Su hermano, que en ese momento estaba en brazos de su madre, murió
también. Su hermana quedó herida."
Después de dos noches
de caminar bajo los árboles de Bint Jbeil, Youssef y Latifa Dakwar
llevaron a Mahmoud, a su hermano menor y a su hermana mayor a la
localidad chiíta de Jouaya. "Viajamos en un camión con mi
familia esa noche. Luego dormimos bajo unas higueras, en Jouaya.
"No conocíamos a
nadie. Nos quedamos un día completo bajo esos árboles. No teníamos
amigos ni parientes, pero los libaneses fueron muy amables y generosos
con nosotros. Nos prepararon comida y pan. Ahora éramos refugiados.
Teníamos tierras y huertos y un hogar en Palestina, pero ahora no teníamos
techo, ni alimento. Nada."
Dakwar narra su vida
como una cronología. Trabajó para la Agencia de Trabajo Humanitario
de Naciones Unidas durante 44 años, de los 16 a los 60 años, como
maestro y director escolar en el campamento de refugiados de Bourj
Shemali, en el sur de Líbano.
"Traté de
enriquecer la biblioteca escolar con mi propia colección",
afirma. "Compraba libros siempre que iba a Siria, a Egipto,
libros en árabe, literatura árabe. Puse mi biblioteca a disposición
de maestros, alumnos y de cualquiera que tuviera interés, palestinos
o libaneses. En 1989 visité un museo en Damasco y quedé asombrado de
que en él no había nada que representara a Palestina.
"Así que cuando
volví a Líbano, visité a otros profesores de la escuela en que
trabajaba y les dije que abriría una exposición sobre Palestina
antes de 1948, en 1990.
"Llenamos cinco
salones de clase con objetos de Palestina y los mostramos a todos los
alumnos. 'Esto era Palestina', les dije. Todos estaban estupefactos.
Lamento decir que perdimos algunos de esos objetos. Pero entonces
decidí construir el Museo de Palestina fuera de Palestina."
Dakwar estableció un
comité -esa institución tan amada en todo el mundo árabe- formado
por hombres y mujeres sin asociaciones políticas. "Puse toda mi
biblioteca a su disposición, para que sirviera como biblioteca pública.
Fui a otros campamentos de refugiados, a Europa y Estados Unidos para
comprar objetos de Palestina.
"Tuve que comprar
en Estados Unidos las monedas palestinas. Fueron muy caras.
Construimos este salón el año pasado. Así que ahora el museo existe
y todo mundo es bienvenido."
La brisa del aire
acondicionado remueve los papeles que están en la gran mesa, junto a
los libros palestinos y el mapa de la aldea de Dakwar, dibujado de
memoria en 1996. "Puente de Bier el Sheij", dice sobre un río
cerca de uno de los huertos familiares. "Un día regresaremos
para vivir en nuestra aldea. Tal vez yo no, pero mis hijos sí, a una
nación, a un hogar para todos; árabes y judíos juntos, como solía
ser".
Es el sueño ya
familiar, la mitología fatalista; el mandato británico de la
Palestina en que musulmanes y judíos vivían felizmente juntos, donde
no había revuelta árabe ni ambiciones sionistas, ni una estrategia
imperial, ni disturbios, ni ahorcamientos, ni asesinatos ni bombardeos
aéreos. Los israelíes ganaron. Los árabes palestinos perdieron y
hoy, cuando se aferran a tener autoridad sobre 22 por ciento de
Palestina, siguen perdiendo.
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