Mentalidad
de fortín
Por
Achin Vanaik
The Telegraph (Calcuta), 05/04/07
La Haine, 20/04/07
Traducción
de Beatriz Martínez Ruiz
Desde
1948 a los Acuerdos de Oslo, Israel ha violado repetidamente los
derechos de los palestinos. ¿Por qué hay tan pocos israelíes que se
opongan a estas políticas? Achin Vanaik fue a Israel en busca de
respuestas y encontró una mentalidad de fortín. (L.H.)
Mi
visita a Israel (Tel Aviv, Haifa), Jerusalén y los Territorios
Ocupados coincidió con el anuncio de la formación del gobierno de
Unidad Nacional de Hamás y Al Fatah. La respuesta inmediata de Israel
y los Estados Unidos resulta pasmosa por su descarada arrogancia y su
hipocresía moral. Ambos países se refugiaron en las vergonzosas
exigencias del Cuarteto formado por la Unión Europa, los Estados
Unidos, la ONU y Rusia (exigencias que se redactaron originalmente en
el Departamento de Estado estadounidense) de que el nuevo gobierno
debe renunciar a la violencia, cumplir con los anteriores acuerdos
palestino–israelíes y reconocer el derecho de Israel a existir.
Israel
mantiene la ocupación militar ilegal más larga de toda la historia
moderna, que se sostiene sobre las formas más abiertas e
institucionalizadas de brutalidad y violencia sistemáticas, y aún así
se pide al ocupado que renuncie a la violencia, no al ocupante.
Israel
ha sido el principal culpable del incumplimiento de los Acuerdos de
Oslo, expandiendo incesantemente sus colonias ilegales en los
Territorios Ocupados y violando innumerables resoluciones de la ONU,
como la Resolución 194 sobre el derecho al retorno de los refugiados
palestinos (que, además, fue la que tuvo que aceptar para convertirse
en miembro de la ONU). Aún así, Israel pretende culpar del fracaso
de los Acuerdos de Oslo a los líderes palestinos, a los que tilda de
‘poco razonables’, cuando todo el mundo debería ya saber que esos
acuerdos eran, básicamente, la forma de Israel de subcontratar
parcialmente la ocupación a la Autoridad Nacional Palestina
controlada por Al Fatah, y de ganar tiempo para seguir apropiándose
de tierras en los Territorios Ocupados. Es decir, para crear nuevos
“hechos sobre el terreno” que, según exige Tel Aviv (con el
beneplácito de los Estados Unidos), se deben aceptar como base a
partir de la que mantener próximas ‘negociaciones de paz’.
Israel
exige un reconocimiento del mismo pueblo contra el que practicó una
limpieza étnica en 1948 para nacer como Estado, pero nunca pedirá
disculpas por haber perpetrado esos actos. Esas disculpas serían, de
hecho, el significado político–simbólico crucial tras la demanda
palestina de que Israel reconozca el derecho al retorno de los
refugiados. La cuestión demográfica de adónde volverán realmente
los palestinos es, en comparación, algo menor y fácilmente
negociable.
Lo
irónico del caso es que la OLP reconoció en los Acuerdos de Oslo el
derecho de Israel a existir pero, por su parte, sólo consiguió que
se la reconociera como representante legítima de los palestinos.
Nunca obtuvo el reconocimiento formal del derecho de los palestinos a
contar con un Estado verdaderamente independiente y territorialmente
viable y contiguo basado en las fronteras de 1967, una posibilidad que
el muro del apartheid se está encargando de destruir para siempre. El
reconocimiento de Israel por parte de la OLP supuso tirar por la borda
su activo diplomático más importante a cambio de lo que ha resultado
ser una catástrofe absoluta para los palestinos.
Hamás,
muy acertadamente, no piensa cometer el mismo error, y se reserva ese
reconocimiento a las negociaciones sobre el estatus final, cuando se
devuelva la justicia a los palestinos. Hamás ha preguntado, con toda
la razón: ¿qué Israel debemos reconocer? ¿Un Israel confinado
territorialmente a las fronteras de 1967 o el que está exigiendo
mucho más y sigue sin especificar los límites de su codicia
territorial? El siniestro juego político–diplomático que está
orquestando el eje Israel–Estados Unidos, respaldado implícita o
explícitamente por una serie de países de Europa, pasando también
por Rusia, China y la India, consiste en arrancar aún más
concesiones de un pueblo palestino cuya difícil situación no parece
tener ninguna importancia para la mayoría del mundo. A pesar de ello,
Israel, la fuerza militar más poderosa de la región que cuenta con
el apoyo del país con mayor poder militar del mundo entero, no cesa
de repetir que su existencia se ve amenazada.
Lo
que siempre me había intrigado era cómo y por qué los israelíes de
toda condición (con la excepción de una pequeña minoría) podían
ser tan insensibles e indiferentes y no sentir vergüenza por lo que
está haciendo su país. Mi visita a la zona me dio la respuesta.
Israel es un Estado fortín con una mentalidad de fortín. Los israelíes
se ven a sí mismos como víctimas porque hay fuerzas poderosas
(principalmente internas pero también externas) que ayudan a crear, a
sostener y a adornar el mito del eterno victimismo de Israel y los judíos.
Un
Estado construido sobre el principio de que es el único lugar que
ofrece un refugio seguro para los judíos sólo puede justificar su
brutalidad y opresión de los no judíos que viven en él (es decir,
de los palestinos de los Territorios Ocupados y de los que tienen
ciudadanía israelí) alegando que éstos son un peligroso
‘enemigo’, real o potencial, al que se debe controlar y
subordinar.
Esta
inversión psicológica de la posición de victimarios y víctimas se
encuentra en varias estructuras. El servicio militar obligatorio de
los jóvenes israelíes (tan evidente en los trenes durante el fin de
semana) y la presencia de guardias armados en los centros comerciales
y en las estaciones de tren de Tel Aviv y otras ciudades no es una
necesidad vital en materia de seguridad. Pero sí lo es para mantener
la creencia de que Israel se encuentra bajo un constante asedio. Casi
todos los judíos israelíes tendrán algún familiar, más cercano o
más distante, que haya sido herido o haya muerto en guerras y
acciones militares (provocadas, en su gran mayoría, por ellos mismos,
pero eso es ya otro cantar).
Toda
posibilidad de que la coexistencia entre judíos y palestinos en un
mismo territorio conduzca a un tipo de interacción humana que podría
contrarrestar este mito se está eliminando con el establecimiento de
estructuras que segregan la vida cotidiana entre las dos comunidades.
El ex presidente Carter ha reconocido recientemente que Israel es un
Estado de apartheid, una certera caracterización por la que ha
sido muy criticado. Pero se refiere a lo que Israel está haciendo en
los Territorios Ocupados.
Menos
conocido es el caso de cómo se convierte a los ‘árabes israelíes’
en ciudadanos de segunda. Israel, a diferencia de Sudáfrica, no práctica
una segregación abierta, es decir, en lugares públicos como
restaurantes, lavabos, autobuses, etc. Lo hace en aquellos ámbitos de
la vida que realmente cuentan.
Más
del 90% de la tierra es propiedad del Estado, y aunque históricamente
se la haya robado a los palestinos, éstos ni siquiera la pueden
arrendar. Hay todo tipo de estatutos que dan un tratamiento
preferencial a los judíos en materia de sanidad, educación, vivienda
pública y empleo. Se prohíbe también la participación política de
cualquier partido que rechace el carácter sionista (su identidad judía)
y desee convertir a Israel en un Estado secular. Ningún partido que
sueñe siquiera con existir puede osar acusar a un Estado con tal
exclusividad religiosa de ser antidemocrático.
En
el sistema educativo público, los palestinos y los judíos van a
escuelas primarias y secundarias separadas, con programas distintos y
donde las clases se imparten también en idiomas distintos (árabe o
hebreo), aunque el gobierno central controla todo lo que se enseña.
Los profesores palestinos enseñan hebreo, pero son pocos los judíos
que aprenden o enseñan árabe.
De
hecho, aunque puede que más del 40% de los judíos sean árabes, la
mayoría de ellos intenta ‘desarabizarse’ (niegan, desprecian,
censuran su herencia cultural) para ‘encajar’ como corresponde en
la sociedad israelí. Pero los cursos de historia en las escuelas son
los mismos, y reflejan la desesperada necesidad de negar o diluir su
pasado pre–sionista, del mismo modo que la educación paquistaní
debe negar o diluir su pasado pre–islámico. Y al igual que Pakistán
y la negligencia con que trata patrimonios históricos como
Mohenjodaro y Harrapa, las autoridades israelíes municipales (por
ejemplo, en Haifa) y centrales han descuidado, incluso diezmado, obras
arquitectónicas y lugares de gran belleza e interés histórico de
origen otomano y árabe para ‘judaizar’ el país.
Es
sólo la fuerte tradición oral lo que aún permite a las familias
palestinas seguir transmitiendo a las generaciones más jóvenes su
historia sobre la limpieza étnica de 1948 y sobre la realidad
anterior a ese funesto año.
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