Tres concepciones del ingreso básico
Claudio
Katz ()
Enviado
por EDI (Economistas de Izquierda), 20/09/05
El
ingreso básico
universal es una demanda social que gana espacio político y aprobación
popular. Es una reivindicación conocida y con alcances definidos en
alguno países. Pero como presenta denominaciones muy variadas (renta,
ingreso, dividendo, subsidio) su significado real queda frecuentemente
diluido. Algunos autores resaltan el impacto económico y otros la
trascendencia política de esta iniciativa.
En los enfoques más radicales el ingreso básico es
postulado como un derecho de todos los individuos a percibir una suma de
dinero por su sola existencia. Constituiría una remuneración individual,
universal e incondicional. Sería percibida sin ninguna contrapartida
laboral y permitiría garantizar la satisfacción de todas las necesidades
básicas.
Un ingreso de este tipo sería asignado sin restricciones, ni
calificaciones Al carecer de propósito, destino o justificación específica
constituiría un derecho semejante al voto ciudadano. Su función
inmediata sería contrarrestar dos efectos nefastos del capitalismo
contemporáneo: la extensión de la miseria y la masificación de la
desocupación. La falta de empleo o el bajo salario ya no impedirían la
subsistencia normal de cualquier individuo.
La notable escala de la producción contemporánea, el
aumento de la productividad, la abundancia de alimentos y los excedentes
de artículos de consumo indican que la modalidad integra del ingreso mínimo
podría ser inmediatamente introducida en los países desarrollados. Una
versión más restringida podría también
comenzar a instrumentarse en las naciones periféricas.
Como la legitimidad de este derecho es el punto de partida de
cualquier debate, conviene aclarar el sentido de la propuesta antes de
indagar sus modalidades concretas de monto o financiación. Este análisis
conceptual puede abordarse distinguiendo tres enfoques completamente
diferentes del ingreso mínimo: la versión neoliberal, el modelo
heterodoxo-keynesiano y el proyecto socialista.
Rechazo y objeciones
Algunos neoliberales se oponen frontalmente al ingreso básico
universal. Argumentan que “desalentaría el trabajo” y “quitaría
estímulos a la productividad”. ¿Pero qué relación existe entre un
subsidio a las necesidades básicas y esa pérdida de incentivos? ¿Por qué
un individuo bien alimentado, educado y desprovisto de la angustia por la
subsistencia trabajaría a desgano? Más bien cabría imaginar lo
contrario y advertir como cierta garantía de bienestar mínimo potenciaría
el desempeño laboral.
Existen numerosas razones para suscribir esta última hipótesis.
La tranquilidad que brindaría el ingreso básico no solo induciría a
trabajar con mayor conciencia, sino que estimularía la afinidad de cada
individuo con la actividad laboral que prefiere.
El ingreso básico no afectaría el incentivo de los
trabajadores sino las ganancias de las empresas y por eso los capitalistas
se oponen al proyecto. Como nadie trabajaría por debajo de un monto mínimo
significativo, los patrones deberían respetar un nuevo piso salarial. La
renta básica garantizada introduciría por esta vía un estricto límite
a la explotación de los asalariados.
Los objetores también subrayan que
este derecho afectaría la competitividad de las naciones que encabecen la
introducción de esta nueva norma. Pero este mismo argumento es utilizado
por las clases dominantes para cuestionar el otorgamiento de cualquier
conquista social. Los oprimidos siempre consiguen mejoras en oposición a
la concurrencia capitalista.
Pero además, convendría imaginar un efecto beneficioso de
imitación popular y difusión internacional del logro obtenido en el país
socialmente más avanzado. La propuesta de muchos sindicatos de asegurar
condiciones laborales mínimas comunes a escala global se inscribe en esta
perspectiva de bienestar colectivo para todos los pueblos del mundo.
Algunos críticos descalifican la propuesta aduciendo
dificultades para implementarla. Afirman que no es posible determinar el
monto de las necesidades mínimas, ni asegurar su financiación.
Pero es obvio que en todos los países existen formas de cálculo para
establecer el nivel de la canasta básica. Este índice es elaborado por
organismos oficiales, publicitado mensualmente y su seguimiento no
presenta ningún problema.
La financiación es un tema en cambio conflictivo, porque
plantea afectar los privilegios de las clases dominantes a través de un
drástico reordenamiento tributario. Los recursos surgirían de reformas
impositivas progresivas y en las naciones subdesarrolladas de una
complementaria reversión de las transferencias de fondos al exterior.
Diversas investigaciones ya han detallado los cambios tributarios
necesarios para implementar esta propuesta en varios países.
Distorsión asistencial
Muchos neoliberales deforman el sentido del ingreso básico
al promover con el mismo nombre una cobertura asistencial que no sería
universal. Como proponen un auxilio a la pobreza extrema que no alcanzaría
a todos los ciudadanos, definen minuciosamente cuales serían los sectores
que deberían recibir esa ayuda.
Los funcionarios del Banco Mundial se han especializado en
esa labor. Discriminan grupos vulnerables, retratan segmentos de riesgo y
establecen líneas de pobreza para distinguir, en cada caso, a la fuerza
de trabajo reciclable de la masa condenada a la miseria permanente. Una
vez trazada esta divisoria orientan los subsidios hacia los empobrecidos
de por vida, para mantenerlos rigurosamente separados de la fuerza laboral
explotable.
En esta versión, el ingreso básico es un programa destinado
a consolidar la dualización del mercado laboral. El objetivo político es
crear mecanismos de control social que anticipen y desactiven las
protestas de los desamparados. Este proyecto reaccionario es la antítesis
de una renta mínima genuina. Las burocracias de los organismos
internacionales que lo instrumentan compiten con los funcionarios locales
en la obtención de los contratos y asesorías que rodean al lucrativo del
negocio asistencial.
La renta básica de los neoliberales encubre atropellos
premeditados contra las conquistas laborales. En muchos casos apunta a
sustituir el seguro al desocupado por un ingreso inferior en monto y
cobertura. Comenzó a ensayarse en Estados Unidos en la década del 70 y
en la actualidad es utilizado por numerosos gobiernos, que recurren a este
auxilio para forzar la reinserción laboral de ciertos desempleados en
condiciones de mayor explotación.
La renta básica universal es un proyecto radicalmente
opuesto a estas deformaciones. Su introducción es incompatible con el
neoliberalismo porque implicaría grandes conquistas sociales. Serviría
para socorrer a los empobrecidos y garantizar nuevos logros para los
asalariados. La versión derechista es la negación del ingreso mínimo y
por eso los patrones pretenden instrumentarlo para reducir el salario y
degradar las condiciones de trabajo.
Cualquier debate sobre la renta básica debe comenzar por la
denuncia de la distorsión neoliberal y la defensa de las aspiraciones
conjuntas de los desempleados y ocupados. Debe ser concebida como una
demanda complementaria y no opuesta a otras reivindicaciones de los
trabajadores. Su objetivo sería consolidar y no rivalizar con los
reclamos salariales y la demanda de reducir la jornada de trabajo. Esta
complementariedad es decisiva porque la derecha busca utilizar la
asistencia a los empobrecidos como un mecanismo de atropello a las
conquistas de los trabajadores. El neoliberalismo promueve activamente
esta fractura, combinando propuestas asistenciales con reformas laborales
que flexibilizan los contratos, reducen los salarios mínimos y abaratan
los despidos.
En América Latina muchos neoliberales denominan ingreso básico
a una cobertura compensatoria del colapso social provocado por la apertura
comercial, las desregulaciones y las privatizaciones. Estas medidas –que
propagan la pobreza sin generar inversión, ni “derrame” del empleo-
implantan un modelo regresivo, que en las recesiones destruye cualquier
mejora social lograda durante las reactivaciones.
Con auxilios irrelevantes, la derecha pretende disimular la tragedia que
provoca su gestión económica.
Variantes débiles
Los proyectos de ingreso mínimo de la heterodoxia
keyenesiana son opuestos a las vertientes neoliberales porque apuntan a
extender ciertos logros del estado de bienestar. Pero constituyen
igualmente propuestas débiles que moderan el carácter incondicional,
individual o universal de la renta básica.
La heterodoxia acepta estas características del ingreso como
una aspiración para el futuro. Pero en lo inmediato promueve una acotada
aplicación del subsidio a ciertos segmentos de la población (niños,
ancianos, embarazadas). Propugna una subvención focalizada (pobres,
desocupados, indigentes) a cambio de cierta contraprestación laboral. A
lo sumo concibe generalizar ciertos aspectos de los subsidios extendidos
vigentes en algunos países o localidades (Alaska, Canadá, naciones
Escandinavas).
El rasgo más generalizado de este enfoque es el gradualismo.
Plantean introducir la renta básica de manera pausada para que su costo
fiscal no resienta la inversión. Consideran que esta lentitud garantizaría
el control de la inflación y permitiría evitar la pérdida de
competitividad. Pero el precio de esta moderación es la reducción del
monto y el alcance de la cobertura. El impacto de un ingreso básico
financiado con leves impuestos a la riqueza y escasa expansión del gasto
público social sería muy limitado. Para inducir la aceptación
capitalista del nuevo derecho se recorta su incidencia y se aligeran sus
efectos.
Por eso muchas variantes débiles del ingreso ciudadano
terminan adoptando un perfil coincidente con el asistencialismo
neoliberal. Para no perturbar el beneficio empresario se reduce la renta mínima
a una subvención tendiente a socorrer al sector más desamparado de la
población. Lo que se imaginó como una conquista social del siglo XXI se
convierte en un auxilio a la pobreza que refuerza la segmentación del
mercado laboral.
América Latina
Las limitaciones del enfoque débil se verifican claramente
en Latinoamérica. En esta región el ingreso mínimo contribuiría a
atenuar la pauperización urbana, la explosión de desempleo, la
informalización del trabajo y la degradación de la clase media. La
pobreza se ha estabilizado en la zona por encima del 40% de los habitantes
y la indigencia supera el 18 %. Mientras que la vieja miseria rural continúa
aumentando, en las grandes ciudades se aglomera el 88% de los nuevos
pobres en condiciones inhumanas. El ingreso básico permitiría
contrarrestar estos padecimientos asegurando comida, vivienda y educación
a millones de personas.
Pero la aplicación de esta medida requeriría adoptar dos
decisiones que el keynesianismo en los hechos rechaza: la moratoria
radical de la deuda externa y una drástica reforma impositiva progresiva.
La renta básica no puede comenzar a implementarse sin suspender las
erogaciones de la deuda, investigar la legitimidad del pasivo y anular
toda negociación con el FMI.
Defender este derecho y cumplir al mismo tiempo con la pauta de superávit
fiscal que demandan los acreedores es una contradicción irresoluble de la
heterodoxia.
También la vigencia de una estructura impositiva regresiva
imposibilita la materialización del ingreso ciudadano en Latinoamérica.
En la región los gravámenes a la renta son inferiores y los tributos al
consumo son superiores a los vigentes en las naciones avanzadas. Quiénes
ganan menos de un salario mínimo sufren cargas impositivas del 37% y quiénes
perciben sumas 100 veces mayores apenas aportan el 13 % al fisco. Las
reformas neoliberales reforzaron estas asimetrías al expandir los
impuestos indirectos en desmedro de los directos. Mientras que en América
Latina los tributos a las ganancias constituyen el 2,5% del PBI, en los países
desarrollados esta proporción se eleva al 15%.
La heterodoxia reconoce que esta estructura impositiva es
incompatible con la introducción del ingreso básico. También reconoce
que bastaría con un impuesto del 2% sobre la renta del 20% más rico de
la población para redistribuir el 0,7 % del producto regional hacia los
sectores más necesitados. Pero ningún
representante del keynesianismo pone en práctica estas medidas cuándo
llega al gobierno. Al contrario lo más corriente es un giro conservador,
como lo prueba el rumbo adoptado en Sudamérica los nuevos gobiernos de
centroizquierda.
Brasil, Uruguay y Argentina
La política de estas administraciones revela cómo el
incumplimiento de las reformas redistributivas conduce al asistencialismo
neoliberal. El caso de Lula es particularmente ilustrativo porque sus tres
programas de ayuda social se ubican a años-luz de una perspectiva de
renta básica. Solo incluyen un plan de socorro alimenticio a los
desnutridos (“Hambre cero”), un abono irrisorio de 10 dólares por
escolaridad (“Beca-escuela”) y un complemento adicional igualmente
irrelevante (“Beca- familia”).
El gasto público comprometido en estos tres programas es
insignificante, porque Lula aplica un ajuste económico ortodoxo al
servicio de los financistas. Como reforzó las atribuciones del Banco
Central, asegura elevadísimas tasas de interés y garantiza un superávit
fiscal inédito, el presupuesto disponible para gastos sociales es bajísimo.
Además, mantiene una estructura tributaria regresiva que bloquea
cualquier futuro de renta básica, mientras el consumo popular se estanca
y la participación del salario en el ingreso nacional retrocede.
Algunos abanderados del ingreso ciudadano convalidan este
rumbo argumentando que esta conquista no puede introducirse de inmediato.
Pero esta resignación solo confirma cuánto olvidan sus promesas los
reformistas titubeantes que llegan al gobierno. Su norma es postergar para
un futuro indefinido lo que nunca realizarán.
Un curso semejante está siguiendo Tabaré. Su plan es un
auxilio asistencial que cubrirá a 200.000 de los 900.000 pobres. La
inversión para este programa apenas alcanza al 0,25% del PBI y como no se financiará con impuestos progresivos resultará
totalmente gratuito para las clases dominantes. En cambio los receptores
del plan estarán obligados a cumplir con una contraprestación laboral
para cobrar el irrisorio subsidio.
Cabe recordar que en Uruguay el pago de la deuda externa supera en veinte
veces el monto asignado a los planes de socorro social.
El caso argentino es más relevante porque involucra al mayor
programa asistencial de Latinoamérica (Jefes y Jefas de Hogar). Fue
introducido como un auxilio de emergencia en el pico de la catástrofe
social del 2001-2002 y abarcó inicialmente a casi 2 millones de personas.
Pero el monto de la cobertura (unos 50 dólares mensuales) no se ha
modificado luego de varios años de creciente carestía. Este ingreso ya
no cubre siquiera la mitad de la canasta básica de alimentos y representa
un quinto del monto necesario para alcanzar el status de pobre. Por eso
nadie se atreve a presentarlo como un ingreso ciudadano.
Algunos analistas igualmente realzan el significado ideológico
de este programa, argumentando que al menos introduce un principio de
solidaridad. Pero esta evaluación
pierde de vista un parámetro mínimo de cooperación. Olvida que la
estabilización de un subsidio tan misérrimo constituye más un atropello
que un aporte a los empobrecidos. La Argentina ocupa el quinto lugar en el
ranking internacional de los mayores exportadores de alimentos y detenta
todos los recursos para elevar esa subvención.
Pero Kirchner está empeñado en el camino opuesto. En lugar
de incrementar el auxilio propugna su eliminación y se enorgullece del
recorte que ya aplicó a esa cobertura. En tres años de gestión anuló
445.000 planes argumentando que esta poda contribuye a transformar a los
desempleados en trabajadores. Pero oculta que los expulsados del plan
mantienen su condición de pobres o indigentes porque los salarios de los
nuevos puestos laborales son bajísimos.
La reducción compulsiva de planes justamente empuja a los
oprimidos hacia trabajos de extrema explotación y esta presión se
acentuará si se concreta el plan oficial de dividir la subvención en dos
categorías. Los “empleables” (medio millón) serían forzados a
insertarse en un mercado laboral degradado y los “no empleables” (un
millón) quedarían condenados a la supervivencia asistencial.
El gobierno busca anular los planes en vez universalizarlos
porque apuntala el propósito patronal de abaratar la fuerza de trabajo.
Por eso en lugar de generalizar el subsidio (elevar el monto y ampliar la
cobertura) busca fragmentarlo en programas focalizados (niñez, ancianos).
El rechazo a la universalización obedece también a la
intención gubernamental de preservar la manipulación política del
asistencialismo. Con el manejo discrecional de los planes el gobierno se
aseguran la lealtad electoral de los grandes aparatos locales que digitan
la distribución de esa ayuda. En el caso argentino esta utilización ha
buscado reconstituir al Partido Justicialista y reducir la influencia
lograda por la izquierda combativa.
Ética, derechos y conquistas
El principal fundamento teórico del modelo débil es la
concepción liberal igualitarista de la equidad social. Se concibe a la
renta básica como una aspiración ética del conjunto de la sociedad, que
tomará cuerpo cuándo ciertos criterios morales de solidaridad capturen
la conciencia colectiva.
Esta reivindicación ética del ingreso ciudadano aporta sólidos
argumentos contra la naturalización neoliberal de la segmentación
social. Demuestra que la reducción de los desniveles sociales debe
constituir un objetivo de la población, en franca oposición a las tesis
reaccionarias que elogian la polarización social. La visión progresista
confronta también con el resurgimiento de argumentos victorianos que
estigmatizan a los pobres y culpabilizan a los desamparados por su
miseria.
La defensa ética de la igualdad social desenmascara la
hipocresía de los derechistas que convocan a "equiparar las
oportunidades” solo en la órbita educativa. Demuestra que esta meta es
incompatible con la privatización de la enseñanza, porque la destrucción
de la educación pública refuerza la segmentación social. Esta dualidad
es típica de los neoliberales que por un lado ponderan la ventajas de la
meritocracia y por otra parte congelan las desigualdades de origen.
La reivindicación ética de la renta básica demuestra que
la polarización social no es resultado de la acumulación individual y
diferenciada de conocimientos (el denominado “capital humano”). Es un
efecto de la multiplicación simultánea de la riqueza y la miseria.
Pero la defensa del ingreso mínimo inspirada en principios
de ética y justicia suele omitir el condicionamiento capitalista de la
desigualdad social. Desconoce el carácter intrínsecamente injusto de un
régimen que se asienta en principios inequitativos opuestos a la ampliación
de los derechos sociales.
El liberalismo igualitarista rechaza el elitismo reaccionario
pero observa al capitalismo como un sistema potencialmente inclusivo. Por
eso supone que la equidad emergerá como una espontánea consecuencia de
la aceptación de valores solidarios y comunitarios. Imagina la humanización
del sistema actual bajo el impacto expansivo de la ética igualitaria.
Pero esta visión atribuye de hecho la insensibilidad social
vigente a la ignorancia o perversidad de las clases dominantes, omitiendo
el papel objetivamente regresivo que juegan las presiones competitivas del
capitalismo. No percibe que la compulsión a incrementar el beneficio
determina la explotación patronal de los asalariados e impide el
desarrollo de una conciencia igualitaria compartida por todos los miembros
de la sociedad.
Algunos teóricos reconocen esta limitación pero apuestan a
superarla mediante un ingreso ciudadano que perfeccione el estado de
bienestar. Recuerdan que este sistema surgió con formas de protección básica
para los asalariados (modelo bismarkiano del siglo XIX) e incorporó luego
auxilios generalizados para los desvalidos y los desamparados (modelo
beverdigeano de posguerra). Por eso estiman que un nuevo avance en la
progresión hacia la solidaridad podría lograrse con la renta básica
universal (modelo paineano del futuro).
Pero si la evolución del capitalismo siguiera esa pauta
positivista de bienestar social ascendente, el fascismo y la guerra no
habrían irrumpido a mitad del siglo XX y el neoliberalismo no habría
resurgido en las últimas décadas. Al atribuir estas oleadas
reaccionarias a pesadillas ocasionales o a lamentables desaciertos de las
elites gobernantes se desconoce que el capitalismo tiende periódicamente
a socavar las conquistas sociales.
Esta agresión es un impulso cíclico del propio sistema
resultante de la recomposición de la tasa de ganancia mediante atropellos
que abaratan los costos empresarios. Ninguna regulación económica, ni
mejoramiento de las políticas sociales puede anular esta inclinación del
capitalismo a destruir en los períodos de crisis lo que concedió durante
la prosperidad.
Como el liberalismo igualitarista desconoce esta dinámica
regresiva supone que los capitalistas aceptarán la renta básica cuándo
este derecho conquiste legitimidad. Estima que una batalla ideológica
contra la ignorancia social culminará con el reparto equitativo de los
recursos.
Esta concepción iluminista subyace en la denominación a
veces elegida para el ingreso mínimo. Algunos autores hablan de “renta
básica” para aludir a un derecho sobre la propiedad común de toda la
sociedad y no a un “ingreso” específico (derivado del capital, el
trabajo o la tierra), un “dividendo” (resultante de beneficio
empresario) o a un “subsidio” (otorgado por caridad).
Este abordaje concentra la defensa del proyecto en el terreno
jurídico con argumentos favorables a los derechos de los oprimidos. Pero
omite indagar cómo el capitalismo condiciona estas reglas y también
desconoce los estrictos límites que establece este sistema frente a las
conquistas que contrarían el reinado de la ganancia. No registra como
esta barrera actúa cuándo se afecta la libertad de las grandes empresas
para acumular beneficios.
Al abstraer el funcionamiento de la justicia del marco
capitalista el liberalismo igualitarista despliega razonamientos
formalistas o abstractos, que atribuyen a las normas legales un poder
determinante del curso de la economía. De este equivoco surge la
tendencia a sustituir la batalla social por la renta básica por
propuestas de mejoramiento del estado de derecho.
Por eso los partidarios de este enfoque también minimizan la
resistencia de los capitalistas al ingreso mínimo genuino. No mensuran el
efecto revulsivo que tendría esta conquista en un sistema basado en la
explotación del trabajo asalariado. El liberalismo igualitario ignora la
necesidad de desbordar el horizonte jurídico del capitalismo para
implantar plenamente el nuevo derecho social.
La expectativa keynesiana
La presentación del ingreso ciudadano como una ampliación
del estado de bienestar se apoya también en hipótesis keynesianas.
Se supone que la renta básica impactaría positivamente sobre la demanda,
incentivando el repunte de la inversión y recreando un “círculo
virtuoso” de la producción impulsada por el consumo.
Pero este efecto estimulante es solo una posibilidad y no una
regla del capitalismo. Se verifica con cierta perdurabilidad únicamente
cuándo el ensanchamiento de la demanda coincide con el incremento del
beneficio. Los capitalistas solo invierten si esperan que el crecimiento
del consumo mejorará sus ganancias. Si esta estimación de lucro no es
satisfactoria la secuencia keynesiana no despega, ni progresa.
La mediación del beneficio es la característica central del
capitalismo en cualquiera de sus modelos. Este eslabón explica porqué el
ahorro no se transforma automáticamente en inversión y porqué el
crecimiento no genera espontáneamente empleo. La recuperación del
consumo es solo un elemento del escenario económico y no define por sí
misma la conducta de los empresarios.
Algunos teóricos consideran que el impacto económico
positivo de la renta básica bajo el capitalismo está garantizado por sus
efectos sobre la innovación. Estiman que al encarecer los costos
laborales induciría a los empresarios a incrementar la inversión en
maquinaria. Pero olvidan que esta acción también depende de cálculos de
rentabilidad. El aumento del gasto salarial no impulsa automáticamente el
cambio tecnológico. A veces produce el efecto inverso de incentivar una
secuencia de generalizada desinversión. Lo que determina el signo del
ciclo económico es un variado conjunto de circunstancias, que no se
limita al poder adquisitivo o la innovación. Para que la
renta básica induzca mayores erogaciones en tecnología se
requiere la presencia de ciertas condiciones.
No hay que olvidar que la receta keyenesiana siempre tuvo un
radio limitado de aplicaciones. Resultó efectiva en un marco histórico
peculiar (la reconstrucción de posguerra), en algunos países (Europa,
Estados Unidos) y durante lapsos limitados (hasta la reacción
neoliberal). Por eso el impacto económico del ingreso mínimo en el
contexto actual es muy incierto.
Su instrumentación chocaría frontalmente con la actitud
prevaleciente entre las clases dominantes y es muy previsible que
despierte una gran resistencia de los capitalistas, que recurrirían a
rechazos brutales o a mecanismos neutralizadores de esa conquista. A nadie
se le escapa que la renta básica removería los avances reaccionarios de
la última década neoliberal.
Los keynesianos desconocen estas contradicciones y
simplifican el efecto eventual del ingreso mínimo. Imaginan que su
introducción reproducirá espontáneamente el contexto de posguerra y que
la oposición patronal se limitará a obstrucciones legislativas, campañas
mediáticas o barreras judiciales. Olvidan que el veto de las clases
dominantes seguramente incluiría el uso de instrumentos de presión mucho
más contundentes como la generalización del desabastecimiento, el
aliento de la inflación y la multiplicación de la desinversión. Cabe
esperar, además, que recurran a los aceitados mecanismos de la fuga de
capital. Ignorar esta reacción es un signo de ingenuidad que ilustra la
indecisión (o incapacidad) de la heterodoxia para luchar por la vigencia
de la renta básica.
Discutir esta conquista implica analizar con realismo los
escenarios de su introducción, reconociendo que ya no impera la actitud
capitalista conciliadora que impuso el temor al socialismo durante la
posguerra. Eludir esta reflexión constituye una forma anticipada de
renunciar al nuevo derecho y presagia una adaptación a las variantes
asistencialistas.
El rechazo capitalista al ingreso mínimo sería aún mayor
en Latinoamérica. En esta región las clases dominantes cuentan con
menores recursos para afrontar las demandas sociales y enfrentan
movilizaciones, rebeliones o insurrecciones de mayor calibre. Las clases
opresoras están acostumbradas a responder con furia a las exigencias
populares. Conocen muy bien la forma de expatriar capital porque mantienen
significativas porciones de sus patrimonios en el exterior y están
habituadas a lidiar con cataclismos económico-sociales. Definir como se
actúa frente a este boicot es el problema político clave de la lucha por
este derecho.
¿Pobreza o desigualdad?
La demanda de una renta básica coloca el eje de la crítica
social en la desigualdad en oposición al enfoque neoliberal centrado en
la pobreza. Los derechistas se lamentan por la miseria, pero no objetan el
ensanchamiento de la brecha social. Al contrario, identifican esta
polarización con el incentivo a “imitar a los triunfadores” y
presentan la inequidad como un motor del desarrollo capitalista. Jamás
discuten qué grado de factibilidad tiene esta emulación, porque no es fácil
probar que cualquier ciudadano puede alcanzar mediante su esfuerzo
cotidiano la fortuna de un multimillonario.
Los neoliberales afirman que solo la pobreza es indeseable.
Proponen reducirla por razones humanitarias o por el temor a las
perturbaciones sociales. Estiman que la miseria deriva de cierta
inferioridad genética, cultural o educativa que arrastran ciertos grupos
y atribuyen el mal a causas individuales contingentes (carencia de
valores, falta de motivaciones, baja autoestima). Las víctimas son
invariablemente responsabilizadas por sus desgracias.
Pero al desconectar la pobreza de la riqueza los neoliberales
presentan como variables independientes dos procesos estructuralmente
asociados, omitiendo que bajo el capitalismo los beneficios de los
privilegiados se nutren de los sufrimientos de los desposeídos. Como
niegan esta retroalimentación suponen que la competencia y la desigualdad
incentivarán una sana puja por el mayor bienestar, una vez eliminado
cierto piso moralmente inadmisible de pobreza.
¿Pero qué grado de comprobación exhibe este modelo? Bajo
el capitalismo el enriquecimiento de las minorías se sostiene en la
apropiación de ingresos generados por la mayoría y por eso la pobreza
reaparece con la multiplicación de la desigualdad. La competencia no
impide el progreso de ciertos individuos, pero es incompatible con un
avance social de las mayorías perdurable en el tiempo.
Si el capitalismo tendiera a eliminar la miseria habría
logrado extinguirla hace mucho tiempo. Se habría repetido lo ocurrido con
ciertas epidemias –como la lepra o la viruela- que fueron erradicadas o
drásticamente reducidas. Si por el contrario la pobreza se recrea, es
porque la competencia renueva su presencia en un marco de creciente
opulencia. La renta básica propone resolver esta asimetría reconociendo
estas raíces sociales conjuntas de la miseria y la inequidad.
El liberalismo igualitarista plantea corregir ambos problemas
con medidas redistributivas incluyentes que identifica con la regulación
del capitalismo. Pero omite que la perdurabilidad de cualquier conquista
está amenazada bajo un sistema que atropella, barre o amputa los logros
obtenidos por el movimiento popular.
Lo que renueva la pobreza y la desigualdad es el
funcionamiento del capitalismo en torno a la explotación, el beneficio y
la competencia. En la actualidad, la miseria ya no recae solo en los
campesinos expulsados de sus tierras sino también en los obreros
descalificados y los jóvenes desocupados, que conforman la masa contemporánea
de excluidos. Los capitalistas lucran con las privaciones de los
desamparados, porque estos padecimientos acrecientan la competencia
laboral y mantienen elevado el desempleo.
Este marco de opresión refuerza la fuente directa de la
ganancia patronal que es la explotación de trabajadores. Este beneficio
es un producto del esfuerzo laboral activo de los incluidos en un contexto
de carencias de los excluidos. El capitalismo opera con mecanismos
complementarios de opresión y explotación.
La renta básica permitiría comenzar a erradicar ambas
formas del sufrimiento popular. Como existe un pasaje continuo de
asalariados y desocupados por el universo compartido de la pobreza y de la
explotación, el ingreso mínimo atenuaría ambas modalidades del
padecimiento social. Los dos procesos se encuentran altamente
interconectados. Todos los pobres sufren la opresión y un número
significativo de ellos también padece la explotación. Con grandes
desniveles entre los distintos países, la miseria también afecta a
muchos incluidos del sistema.
Sin eliminar la explotación no es factible superar las
desigualdades sociales. En esta forma de sometimiento laboral se apoya la
generación de plusvalía que sostiene al beneficio empresario. La
explotación no es equiparable a cualquier otra inequidad, porque alimenta
la expropiación del trabajo asalariado en que se apoya la acumulación.
Aunque el capitalismo heredó, multiplicó o inauguró múltiples
variedades de opresión, su especificidad histórica radica en la
introducción de un tipo peculiar de explotación.
Cualquier batalla consecuente por la renta básica pone de
relieve la red de conexiones que vincula a la pobreza con la desigualdad y
la explotación. Esta madeja es particularmente visible en Latinoamérica,
porque la región exhibe al mismo tiempo los efectos de la pauperización,
la polarización de ingresos y la degradación laboral.
En la mayoría de los países de la zona el 10% más rico de
la población acapara más de la mitad del ingreso y el 10% más pobre
apenas recibe menos del 1% de ese total. Esta brecha se ha incrementado de
manera sostenida en las últimas décadas, ya que el desnivel entre el 1%
más rico y el 1% más pobre pasó de 237 veces (1980) a 285 (1985) y a
417 (1995).
Otros cálculos destacan que el porcentaje de hogares cuyos
ingresos son inferiores al promedio saltó del 65% (1970) al 75% (1990)
del total y subrayan que la concentración del patrimonio es aún más
elevada que el acaparamiento del ingreso. Por eso 2 de cada 3 hogares de
la región se ubican por debajo de un nivel de consumo satisfactorio.
América Latina ocupa el primer puesto en el índice mundial
de desigualdad. El coeficiente Gini que mide este desnivel alcanza 49,3
puntos, es decir un guarismo superior a Africa (45), Asia del Este y el
Pacífico (38,1), los países industrializados (33,8) y Asia del sur
(31,9) [25].
Pero lo importante no es solo denunciar esta desigualdad extrema, sino
captar su conexión con el grado exorbitante de explotación que impone la
precarización, el desplome de los salarios y el desempleo.
En 1999 los salarios mínimos se ubicaron un 26% por debajo
de 1980 y los costos salariales alcanzaron apenas un sexto o un octavo de
sus equivalentes en los países desarrollados. El desempleo abierto
ascendió sostenidamente (de 5,7% en 1991 a 8,8% en 1999), afectando a más
personas durante períodos más prolongados. La informalidad laboral se ha
generalizado y abarca -según los países- desde el 22 % hasta el 65% de
la población. La brecha social se amplía reflejando esta combinación de
procesos que expulsan y degradan a la fuerza de trabajo.
En la última década en Latinoamérica se ha verificado que
la pobreza se multiplica en los períodos de crisis y que la desigualdad
se afianza en la fases de estabilización. Ni siquiera los voceros del
Banco Mundial desconocen esta relación entre ambos procesos y por eso
actualmente incluyen en sus discursos ciertas promesas de redistribución.
Abogan por reducir la brecha social de Brasil a niveles de Polonia y
proponen aproximar la fractura vigente en Argentina o Uruguay al promedio
de Corea del Sur.
Pero como lo prueba el caso de Chile sus políticas marchan en la dirección
opuesta. Al cabo de un sostenido período de crecimiento el porcentaje de
pobreza se redujo en ese país junto al aumento de la desigualdad. Y esta
consolidación a su vez augura la renovación futura de la pobreza.
El enfoque socialista
Existe un modelo fuerte de renta básica concebido desde una
perspectiva socialista. En este enfoque el ingreso ciudadano es visto como
un derecho inalienable cuya conquista implicaría un serio desafío para
el capitalismo y cuya consolidación requeriría superar los marcos de
este sistema. Este logro incluiría montos significativos y tendría un
alcance individual, universal e incondicional. Por eso superaría
cualquier avance social obtenido en los últimos dos siglos.
La instauración de este subsidio revolucionaría el mercado
de trabajo porque aseguraría a toda la población un ingreso de vida
desvinculado de la actividad laboral. Los principios tiránicos que
actualmente rigen el proceso de contratación y despido de los asalariados
quedarían socavados por un mecanismo que reduciría drásticamente la
facultad de los capitalistas para manejar esta relación.
En esta propuesta la renta básica no sería “un derecho más”.
Cuestionaría el pilar salarial del capitalismo, amenazando también la
propiedad privada de los medios de producción y el irrestricto
funcionamiento de los mercados, es decir los otros dos cimientos de este
sistema.
A diferencia del modelo keynesiano el planteo socialista
explicita el horizonte anticapitalista del ingreso mínimo y destaca la
necesidad de luchar en forma consecuente por su conquista. Este enfoque no
busca convencer a los empresarios de las ventajas comunes de la medida, ni
espera que su logro surja de la buena voluntad de los patrones. Concentra
todos los esfuerzos de la demanda en la movilización popular, entendiendo
que cualquier conquista social significativa requiere fuertes
confrontaciones con las clases dominantes.
La propuesta socialista se basa en reconocer que los logros
populares dependen más de la lucha que de la coyuntura económica. Aunque
en los períodos de reactivación es más fácil obtener reformas que en
las etapas recesivas, este condicionamiento nunca determina lo que se
conquista. Los capitalistas no sólo defienden sus beneficios en función
de los negocios de corto plazo, sino también como un principio de
autoridad contra cualquier desafío por abajo.
El enfoque socialista es importante en Latinoamérica para
desenvolver los proyectos de redistribución que propugnan revertir la
pesadilla neoliberal. Su implementación dependería en cada país de
situaciones muy variadas de endeudamiento, industrialización o tenencia
de recursos agrícolas y energéticos. Pero en todos los casos esta
conquista debería financiarse con reformas fiscales progresivas y con el
uso de los fondos actualmente destinados a pagar la deuda externa y
subvencionar a las grandes empresas.
La introducción de estas reformas permitiría desenvolver
una dinámica de cambios anticapitalistas tendientes a transformar los
cimientos sociales de la producción. Solo este curso garantizaría las
mejoras populares y evitaría que las clases dominantes tarde o temprano
reviertan los avances redistributivos. La renta básica debería ser un
hito del avance hacia el socialismo y no en un nuevo episodio del vaivén
de la acumulación.
Esta perspectiva es la principal característica del modelo
anticapitalista. Este enfoque reconoce la posibilidad de introducir formas
significativas de renta básica en los países avanzados y modalidades
restringidas en la periferia bajo el régimen actual. Pero subraya que la
conquista plena y perdurable de este derecho requiere el debut de un
proceso socialista.
Algunos teóricos objetan esta visión considerando que puede
prescindirse de una sociedad no capitalista para instaurar una renta básica
plena. Estiman que bajo el sistema actual podría incluso alcanzarse el
estadio que Marx ambicionó para el comunismo (ingreso acorde a las
necesidades e independiente del trabajo realizado).
Pero esta hipótesis es inverosímil porque imagina un modelo de
capitalismo no capitalista, es decir opuesto a los basamentos de este modo
de producción. Concibe un régimen proclive a la igualdad bajo un sistema
que funciona recreando la polarización social.
Otros autores confían en la capacidad de autocorrección del
capitalismo y en el impulso de este régimen al progreso social y a la
multiplicación de las oportunidades.
Pero si la discusión sobre la renta básica ya alcanzó cierta
relevancia es por el reiterado fracaso de esta creencia. El actual
panorama de generalizada miseria en la periferia y apabullante desigualdad
en el centro confirma que el ingreso mínimo debe enlazarse con la
construcción de otra sociedad.
Oportunidades y estrategias
La renta básica es una demanda crecientemente incorporada al
pensamiento de izquierda. Existe, sin embargo, cierta aversión a esta
reivindicación entre quiénes asocian este reclamo con su distorsión
neoliberal. Algunos autores además objetan la factibilidad de cualquier
proyecto redistributivo bajo el capitalismo. Destacan la irrelevancia de
los cambios registrados en la esfera de la distribución bajo un sistema
que opera en torno a la producción. Estiman que las mejoras del salario y
el poder adquisitivo carecen de impacto sustancial sobre un régimen
basado en la acumulación y el beneficio.
Pero este razonamiento confunde los límites del esquema
keyenesiano con su imposibilidad absoluta y no distingue la errónea
idealización heterodoxa del capitalismo con la promisoria lucha por
reformas sociales. Mientras que en el primer caso se propicia el pasivo
arribo de un “círculo virtuoso” de consumo y producción, en el
segundo se batalla activamente por mejorar el nivel de vida popular.
Descalificar la redistribución porque se materializa en la
esfera de la distribución equivale a desconocer que en este ámbito
comenzaron todas las reformas de los últimos dos siglos. Los aumentos
salariales se lograron a costa del beneficio y los subsidios progresistas
a los desempleados se obtuvieron forzando la mayor tributación de los
acaudalados. Extendieron al ingreso de los asalariados cierta porción del
avance de la productividad y pudieron frenar la tendencia capitalista al
atropello de los derechos populares.
Es equivocado desconocer la posibilidad de avances
redistributivos. Estas conquistas son factibles en ciertos períodos y países
y tiene un efecto estimulante para el desarrollo de un proyecto
anticapitalista. Captar esta dinámica y desenvolver las potencialidades
de esta lucha es decisivo para gestar el socialismo del siglo XXI.
El ingreso mínimo es una reivindicación que emergió por la
masificación del desempleo, que es un rasgo del capitalismo contemporáneo.
Complementa la demanda de reducir la jornada de trabajo y brinda una
solución inmediata a la masa estructural de empobrecidos sin trabajo. No
existe ninguna contraposición entre ambas reivindicaciones, si son
encaradas en la misma perspectiva de lucha por el socialismo.
La batalla por el ingreso mínimo exige una acción
convergente de los excluidos con los incluidos. Ambos grupos necesitan
actuar conjuntamente para doblegar al enemigo capitalista. Mientras que
las clases dominantes aprovechan el esfuerzo activo de los explotados y
lucran con el aval pasivo de los oprimidos, los sectores populares
necesitan aliarse entre sí para conquistar reformas que apuntalen el
proyecto de emancipación.
Los excluidos dependen de los incluidos para afectar los
intereses de las grandes empresas y los explotados necesitan consenso
mayoritario para imponer su demandas. Este empalme requiere que la lucha
por el ingreso mínimo de los oprimidos no desaliente (ni compita) con la
exigencia de mejoras salariales de los explotados. Esta fractura se evita
desenvolviendo simultáneamente las demandas de los desocupados y de los
asalariados, sin temer los efectos anticapitalistas de esta acción. En la
perspectiva socialista, la renta básica es un momento clave del avance
hacia una sociedad de bienestar colectivo, libertad real y realización
personal.
Buenos Aires, 17-9-05.
Notas:
[2]Berger
Johannes. “The capitalist road to communism”. Theory and Society,
vol 15, n 5, 1987.
[3]
Existe una red internacional de promotores del ingreso básico (Basic
Income Earth Network) que reúne estas investigaciones. Bartomeu Maria
Julio, Doménech Antoni, Raventos Daniel. “Dignidad universal e
incondicional”. Le Monde Diplo, julio 2005, Buenos Aires.
[4]La
política del Banco Mundial es expuesta por Perry Guillermo. Prólogo a las actas del taller sobre
pobreza” en Exclusión social y reducción de la pobreza”, FLACSO,
Costa Rica, 2003.
[5]En
un año de estancamiento del PBI en Latinoamérica se anula entre el
50 % y el 100 % de la reducción de la pobreza resultante de 4 o 5 años
de intenso crecimiento.
Franco Rolando. “Grandes temas del desarrollo social”, en
Desarrollo social en América Latina, FLACSO, Costa Rica, 2002.
[6]
Una descripción crítica muy precisa de este modelo brinda: Fernández
Iglesias José. Las rentas básicas, El Viejo Topo, Madrid, 2002.
[7]
Los índices de pobreza en la región se mantienen muy elevados (40,5%
en 1980, 48,3% en 1990 y 43,8% en 1999), mientras las cifras de
indigencia no decaen (18,6% en 1980, 22,5% en 1990 y 18,5% en 1999).
La nueva pauperización urbana pasó del 25% (1980) al 34% (1990) y
explica el 60% de este flagelo en la actualidad. Altimir Oscar. “Desigualdad, empleo y pobreza en América Latina”.
Pobreza y desigualdad en América Latina, Paidos, Buenos Aires, 1999.
Portes Alejandro, Roberts Bryan. “Empleo y desigualdad urbanos bajo
el libre mercado”. Nueva Sociedad, n 193, septiembre-octubre 2004,
Caracas.
[8]Hemos
analizado críticamente este problema del modelo keynesiano que
propugna la CTA en Argentina en: Katz Claudio. “Dos proyectos de
redistribución”. EDI-Publicación de los Economistas de Izquierda,
número 1, abril 2005, Buenos Aires.
[9]Morley Samuel. “Efectos del crecimiento sobre la
distribución del ingreso”. Revista de la CEPAL 71, agosto 2000.
[10]Estimación
de Tokman citada por Borón Atilio. Tras el Buho de Minerva, Clacso,
Buenos Aires, 2000. (cap 6)
[11]Es
el caso de Suplicy
Eduardo. “A conquista da dignidade para todos”. Jornal do Brasil, 30-12-05.
[12]Herrera
Ernesto. “Un cambio en la misma dirección”, Correspondencia de
Prensa n 3076, 3-6-05.
[13]Es
el caso de Wainfeld Mario. “Quién quiere oír que oiga”. Página
12, 29-7-05.
[14]El
debate sobre este tema es recogido por Vales Laura. “Para rediscutir
la política social”. Página 12, 29-7-05.
[15]Este
enfoque que complementa la argumentación heterodoxo-keynesiana es
defendido por: Parijis Philippe. “Más allá de la solidaridad”,
en Ciudadanías y derechos humanos sociales. Escuela Nacional
Sindical, Medellín, 2001.
[16]
Callinicos Alex. Igualdad, Siglo XXI, Madrid 2003 (cap 3 y 4).
[17]Van
Parijis. “Más allá”
[18]Analiza
este problema: Boron
Atilio. “Justicia sin capitalismo, capitalismo sin justicia”,
Teoría y filosofía política. La recuperación de los clásicos en
el debate latinoamericano. CLACSO, Buenos Aires, marzo de 2002.
[19]
Esta interpretación plantea Nove
Alec. “A capitalist road to communism. A comment”. Theory
and Society, vol 15, n 5,
1987.
[20]Resalta
esta implicancia: Callinicos Alex. “Egalitarism and anticapitalism. A reply”. Historical
Materialism, n 11.2, 2003.
[21]Esta
tesis defiende: Grondona Mariano. “De Nueva York a Londres: ¿quién
es el enemigo”?. La Nación, 10-7-05.
[22]Esta
caracterización desarrolla: Wright Eric Olin. “El análisis de
clase de la pobreza”, en Caravana Julio, Desigualdad y clases
sociales, Fundación Argentaria, Madrid, 1995.
[23]
Burchardt Han Jurgen. “El nuevo combate internacional
contra la pobreza”. Nueva Sociedad, n 193, septiembre-octubre 2004,
Caracas
[24]Franco.
“Grandes temas”.
[25]Hoffman
Kelly, Centeno Miguel Angel. “El continente invertido”.
Nueva Sociedad, n 193, septiembre-octubre 2004, Caracas.
[26]
Franco,
Tokman, Gordon (citados)
[27]Perry
Guillermo. Citado por Julio Nudler, Página 12, 12.7-04.
[28]
Este impacto subraya: Wright Erik Olin. “Why something like
socialism is necessary for the transition to something like
communism” Theory and Society, vol 15,
n 5, 1987.
[29]
El escepticismo en la acción por abajo y la esperanza de lograr la
comprensión de los patrones o el auxilio sustituto del estado es en
cambio el planteo dominante de O´Donnell Guillermo. “Pobreza y desigualdad en América
Latina”. Pobreza y desigualdad en América Latina, Paidos, Buenos
Aires, 1999.
[30]Van
der Veen Robert, Van Parijs Philippe. “A capitalist road to
communism”. Theory and Society, vol 15,
n 5, 1987.
[31]Przeworski
Adam. Capitalismo y socialdemocracia, Alianza, Madrid, 1988
(Postscriptum: socialdemocracia y socialismo).
[32]Oviedo
Luis. “La crisis capitalista y la política social de la burguesía”.
En defensa del marxismo, n 20, mayo 1998, Buenos Aires.
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