Totalitarismo,
triste historia de un no–concepto
Por
Vladimiro Giacché
espai
Marx, febrero 2006
Traducción
de Carlos Gutiérrez
Al
igual que la guerra de Bush, también el léxico ideológico contemporáneo
esta animado por la lucha entre el Bien y el Mal. Una lucha sangrienta que
ve contrapuestos a nuestros aliados, el “Mercado”, la “Democracia”
y la “Seguridad”, a dos
enemigos mortales: el “Terrorismo”, y el “Totalitarismo” –entre
ellos cómplices–, y cada vez menos distinguibles el uno del otro. Como
es lógico, la execración general circunda estas dos tristes figuras. El
apelativo de “Totalitario”, en particular, está decididamente entre
los insultos más en boga. De “comportamiento totalitario” ha sido
recientemente acusado el ministro brasileño de cultura Gilberto Gil de
Caetano Veloso, en el curso de una polémica sobre la distribución de los
fondos públicos. “Típica de un estado totalitario” es según
Vittorio Feltri la (sacrosanta) decisión de Rifondazione Comunista de
expulsar a un concejal que primero ha defendido el derecho de Di Canio
(futbolista del Lazio) a hacer el saludo fascista, y después lo ha
imitado a beneficio del fotógrafo de un periódico local. Y
“totalitario” es, obviamente, también, todo opositor de Berlusconi
que sea sorprendido pronunciando con tono de reproche las tres palabras
“conflicto de intereses”. Se trata de usos grotescos del término,
pero, a su modo, significativos.
Aún
más significativo es el uso del término por parte del ex director de la
CIA, James Woolsey: el cual ha recientemente afirmado que “una misma
guerra”, contrapone hoy a los Estados Unidos a “tres movimientos
totalitarios, un poco como ocurría en el segundo conflicto mundial”.
Los tres “movimientos totalitarios” estarían representados por el
baasismo (sunnitas iraquíes y Siria), por los “chiitas islamistas
jihadistas” (apoyados por
Irán y ligados al Hezbollah libanés) y por los “islamistas jihadistas
de matriz sunnita” (o sea “los grupos terroristas como Al Qaeda”)
(entrevista “Borsa & Finanza”, 05–11–2005). Una duda surge
espontáneamente: ¿qué diablos tienen en común hoy un nacionalista árabe
laico, un fundamentalista islámico chiita y uno sunnita?.
Prácticamente
nada. Excepto una cosa: el hecho de oponerse a los Estados Unidos.
“Totalitario”,
en definitiva, es quién se opone a Occidente, y más precisamente a los
Estados Unidos de América. Nada nuevo, realmente las cosas están así
desde hace más de 50 años. La fortuna del concepto de
“totalitarismo” nace de hecho en la inmediata posguerra mundial, y se
explica con la necesidad política de unir a los regímenes comunistas,
que representaban entonces el nuevo Enemigo de Occidente, al régimen nazi
apenas derrotado. A posteriori, no podemos más que constatar el pleno éxito
de esta operación. Aunque, sin embargo, ha conocido diversas fases.
Fase
1: “nazismo=estalinismo” (Hannah Arendt)
La
fortuna de esta identificación se debe en buena parte al libro Los Orígenes
del Totalitarismo (Einaudi, Torino 2004) de Hannah Arendt. En este libro,
aparecido en primera edición en 1951, la Arendt identifica los
“sistemas nazi y estaliniano” como dos “variaciones del mismo
modelo” político: un modelo que tiende al “dominio total” sobre las
personas, y al “dominio global” a nivel planetario (cap. LXIV y LXI,
539,569). Los elementos esenciales del totalitarismo son la “ideología”,
entendida como una clave absoluta de comprensión de la historia (racista
en el primer caso, “clasista” en el segundo), el “terror”
(verdadera”esencia del poder totalitario”, que golpea no solo a los
opositores, sino también a los “inocentes”), y el “partido único”
(curiosamente, la Arendt no cita en cambio el poder absoluto de un jefe).
El
texto de la Arendt tiene muchos lados débiles. Es prolijo, pero también
desequilibrado en su estructura. La documentación es muy rica en lo que
se refiere a la Alemania nazi y, por el contrario, extremadamente débil
por cuanto respecta a la URSS. Este hecho ya demuestra que el arquetipo
del concepto arendtiano de “totalitarismo” es la Alemania nazi, a la
que se intenta asimilar a la URSS.
Estableciendo
paralelismos digamos un poco forzados, como la atribución a
la Rusia de Stalin de la misma tendencia al “dominio global” de
la Alemania hitleriana: sobrevolando sobre el hecho de que durante todo el
período estaliniano, la Unión Soviética fue agredida y amenazada (en último
término por el rearme de los países Occidentales y por el monopolio de
las armas atómicas por parte de los USA) (ibid, pp. 539,569). Conectada a
esta curiosa tesis está la verdadera absurdez según la cual el
“bolchevismo” debería “más al paneslavismo” que a cualquier otra
ideología y movimiento” (pp. 310,326).
De
un modo más general, los críticos de la Arendt han tenido el juego fácil
para demostrar como la “ideología” nazi (siempre que se quiera
ennoblecer con el término de “ideología” el delirante patchwork
antisemita del Mein Kampf hitleriano) está distante años luz de la
comunista: reaccionario y tradicionalista el nazismo, revolucionario y
“heredero del iluminismo y de la Revolución Francesa” el comunismo;
irracionalista el primero, racionalista el segundo; racista el primero,
internacionalista y universalista el segundo; defensor de la existencia de
una jerarquía natural (entre razas e individuos) el primero, igualitario
y “nivelador” el segundo; explícitamente antidemocrático el primero,
defensor de una “democracia real” que fuese más allá de la
“solamente formal” el segundo. Se dirá que una cosa son los
principios y otra su traducción práctica.
Pero
el punto clave es propiamente
este: ¿ se puede reducir a un único concepto una ideología y práctica
de gobierno explícitamente basada sobre el terror y sobre la violencia y
una teoría (y praxis) de emancipación que se convierte en una praxis
contraria a sus propios principios? Porqué una cosa es cierta: en el
nazismo la correspondencia entre teoría y praxis es perfecta, también y
sobre todo bajo el perfil del terror y del “dominio total”. La
apesadumbrada constatación de la “desvergonzada franqueza del Mein
Kampf” es obligatoria para cualquiera que examine el fenómeno nazi. El
nazismo exalta explícitamente los conceptos de “organicidad”, de
“organización total”, el “principio totalitario”. Y lo pone científicamente
en práctica. La prueba más elocuente de ello esta representada en la
lengua alemana, que fue –a diferencia de la rusa– completamente
reestructurada y modificada a
fin de legitimar y expresar la
realización “total” el dominio nazi (véase el n.110).
También
a la luz de esto último, es cuanto menos singular que la Arendt se
muestre poco segura para determinar en que años había en Alemania un
“verdadero” régimen totalitario: a veces sostiene que la Alemania de
Hitler se convierte en un régimen “abiertamente totalitario”
solamente desde el estallido de la Segunda Guerra Mundial (después de
1939); otras veces afirma que fue “solamente durante la guerra” y,
precisamente “ después de las conquistas en el este europeo”. (desde
1941 y después), cuando “Alemania estuvo en condiciones de instaurar un
régimen verdaderamente totalitario”; pero llega también a sostener que
“solo si Alemania hubiese ganado la guerra habría conocido un dominio
totalitario completo” (H.Arendt, La banalidad del mal, Feltrinelli,
Milano, 2005, p.76; Los orígenes..., cit.,p.430). Si se llevan a sus últimas
consecuencias estas palabras , se puede concluir que ¡no existió nunca
un verdadero régimen totalitario en la Alemania nazi!. Bonito resultado:
la Arendt crea la categoría de una forma de gobierno específica e
irreducible a cualquier otra, la aplica a dos regímenes, para después
descubrir que en el que representa el arquetipo de ella, tal categoría ¡no
será nunca realmente
aplicable de modo pleno!.
La
desaparición de la economía en el “totalitarismo” de la Arendt
“Tanto
ruido para nada”, podríamos decir. Pero lo de la Arendt no fue trabajo
perdido. Al menos en un sentido: con todos sus fallos e incongruencias.
Los Orígenes del Totalitarismo fue un potente instrumento de propaganda
anticomunista en los primeros años cincuenta (no por casualidad la CIA
subvencionó generosamente la traducción en varias lenguas). La categoría
del “totalitarismo”, de hecho, permitía– y permite– conseguir
varios importantes objetivos ideológicos.
Uniendo
nazismo y estalinismo se pierde la especificidad de la barbarie nazi,
relativizándola y “contrabalanceándola” con
una barbarie, por así decirlo, igual y contraria a la vez (en los
casos más extremos, como el revisionismo histórico de Ernst Nolte, hasta
nada menos verse tentado de hacer al “totalitarismo comunista” el
culpable del surgimiento del nazi– justificando este último en cuanto
reacción fisiológica al primero).
No es este, sin embargo, el más importante servicio prestado por el
concepto del “totalitarismo”. Lo es por el contrario representado por
el considerar y clasificar al régimen nazi en base a su forma política
en vez de por su contenido económico. De tal modo se “olvida” que el
nazismo comparte con las “democracias liberales” (pre y post–nazis)
el hecho de ser una economía capitalista. Este “olvido” vuelve casi
inexplicable un fenómeno embarazoso como es la absoluta continuidad de
las clases dirigentes económicas (y en casos no marginales también políticas)
entre la Alemania “totalitaria” y
la “democrática” Alemania occidental. Cosa que sería fácil
de explicar, si se admitiese que
la dictadura nazi era funcional al mantenimiento del orden
económico vigente (entonces y hoy) contra el peligro
revolucionario. Incluso si la Arendt busca exorcizarlo, la relación orgánica
entre el gran capital alemán y el nazismo representa el verdadero hilo
rojo de la parábola histórica de la Alemania hitleriana, desde sus
albores hasta los campos de exterminio: como demuestran, entre otras
cosas, las decenas de miles de prisioneros que trabajaban hasta la muerte
para la I.G. Farben, para la Krupp, la Siemens, etc. El tema ha vuelto a
los honores de las crónicas recientemente, en relación a la causa
presentada contra la BMW por algunos de los supervivientes de los campos
de concentración. No se trata de casos aislados. Cuando, hace algunos años,
se impide a la Degussa participar en los trabajos de construcción del
monumento erigido en Berlín en memoria del exterminio de los hebreos con
motivo de su compromiso con el nazismo, hubo quién sugirió que, si este
criterio se aplicase de forma inflexible, habrían debido ser excluidas
todas las empresas alemanas. Incluso insistir sobre la novedad radical del
“totalitarismo” como forma de gobierno consiente olvidar –o de
cualquier modo poner decididamente en segundo plano– la continuidad económica
entre el régimen nazi y las precedentes “democracias liberales”. Pero
estas líneas de continuidad
no son solamente económicas. La misma Arendt individua en la “edad del
imperialismo” un importante factor de incubación del totalitarismo. Y
documenta como ya los gobiernos “democráticos” de los Países
imperialistas justificaron con el racismo sus propias conquistas
coloniales y realizaron, también, masacres masivas de las poblaciones indígenas.
Recuerda que un funcionario británico propone usar “masacres
administrativas” para la solución del problema en la India, y que en África
otros diligentes funcionarios (diligentes como Eichmann) declaraban que
“no se permitirá que consideraciones éticas como los derechos humanos
obstaculicen” el dominio blanco. Y concluye: “delante de las narices
de todos estaban ya muchos de los elementos, que, mezclados, habrían
podido crear un gobierno totalitario sobre bases racistas”.
Estaban
incluso allí sus instrumentos más feroces: “tampoco los campos de
concentración son una invención totalitaria. Aparecieron por primera vez
durante la guerra de los Böers, a principios del siglo XX, y continuaron
siendo usados tanto en Sudáfrica como en la India para los “elementos
indeseables”; aquí encontramos por primera vez
el término “custodia protectora”, que es en seguida adoptado
por el Tercer Reich. Si esto es cierto, ¿cuál es la novedad del
totalitarismo? En opinión de la Arendt, estaría en el modo de utilización
de los campos de concentración esta novedad que consistiría en el
abandono de los “motivos utilitarios” y de los “intereses de los
gobernantes” para entrar en el campo del “todo es posible”. Ausencia
de medida, absolutismo: según esta impostación el totalitarismo es un
novum propio en cuanto al mal radical, el “mal absoluto,
impune e imperdonable”. De este modo, obviamente, cualquier
investigación de las causas, cualquier elemento de continuidad histórica
con las “democracias liberales” pasa a un segundo plano: el
totalitarismo nazi es comparable solo con si mismo –o con su presunto
“doble” representado por la Rusia estaliniana. De este modo se pierde
simplemente la posibilidad de meter la nariz en la que ha sido definida
como la fábrica europea del Holocausto. (cfr. Conversación
E.Traverso–I.Vantaggiato, Il Manifesto, 11.11.2005).
“Absoluto”,
“misterio”, “locura”: en el mismo momento en el que hacemos uso de
estas categorías, renunciamos a comprender. Cuando, en agosto pasado,
Ratzinger definió el exterminio nazi de los hebreos como “mysterium
iniquitatis”, con esto excluyó la posibilidad de comprender cuanto
ocurrió, y de nombrar tanto a los cómplices como los motivos del
exterminio. Al mismo resultado se llega cuando –como hace la Arendt–
se emplea la categoría de “locura” como clave de lectura de
cuanto sucedió (Los Orígenes del Totalitarismo cit...,pp 564–5).
Fase
2: “nazismo=comunismo” (Friedrich / Brzezinsky y otros)
A
pesar de sus “méritos” ideológicos, el “totalitarismo”
arendtiano se convierte rápidamente en inservible. Después de la muerte
de Stalin, de hecho, en la
Unión Soviética se atenuó y rápidamente vino a menos aquel
“terror” que para la Arendt era “la esencia del poder
totalitario”. Y, en efecto, la misma Arendt afirmó
sin medias tintas; después de la muerte de Stalin “no se puede
definir a la URSS como totalitaria”.
Este análisis estaba basado también en la “ideología”,
pero la idea de un “dominio total” fundado solamente sobre ella
era más bien poco plausible. Además, en el texto de la Arendt habían
otros elementos que se conciliaban mal con un anticomunismo absoluto:
comenzando por la contraposición entre Lenin y Stalin y por la afirmación
según la cual una posible alternativa a Stalin hubiera sido la prosecución
de la Nueva Política Económica (NEP) lanzada por Lenin (ibid, cap.
LXXIII y 441–3). Serviría cualquier cosa más fuerte. Y llegó: en
1956, Carl J. Friedrich y Zbigniew Brzezinski ( si, el mismo) enviaron a
la imprenta un nuevo libro sobre el tema, titulado “Dictadura
totalitaria y autocracia”. En este volumen se agregaba, junto a los
trazos característicos del totalitarismo, también el control y la
dirección centralizada de la economía. Se conseguía así el objetivo de
incluir en el ámbito de los regímenes totalitarios a la Rusia
post–estaliniana, a la China comunista y a todos los países del
este europeo. (Esto, por otra parte, complicaba las cosas por
cuanto respecta a la identificación del régimen nazi como totalitario,
pero, obviamente, no era esta la principal preocupación de los autores).
Aún
así, el problema de la objetiva desaparición
del “terror totalitario” de la misma Unión Soviética no era
un problema de poco calado. A esto se puso remedio de un modo muy simple:
atenuando la importancia del “terror” para el concepto de
totalitarismo –o sea cambiando las cartas sobre la mesa–. Así, en la
segunda edición del volumen citado, a cargo en 1965 de Friedrich únicamente,
se puede leer que en el “totalitarismo maduro” el terror –que
primero había sido definido como el “nervio vital del
totalitarismo”– está presente únicamente en la forma de un “terror
psíquico” y de un “consenso general” (¡sic!). y Brzezinski, que al
principio consideraba el terror “la característica más universal del
totalitarismo”, en un nuevo libro de 1962
llega a hablar de un
“totalitarismo voluntario” (¡sic!) ( “Ideología y poder en la Unión
Soviética”).
Contemporáneamente,
otros autores se encargaron de apretar el acelerador sobre el concepto de
“ideología totalitaria”, ampliando su alcance. Así, Talmon, en su
“Los orígenes de la democracia totalitaria”, denuncia como
“totalitaria” la “misma idea de un sistema autónomo del cual haya
sido eliminado cualquier mal y cualquier infelicidad”; dicho en términos
sencillos: la idea misma de una sociedad sin clases es una aspiración
totalitaria. Ya la Arendt había confirmado que “el mal radical nace
cuando se espera un bien radical”. Otro politólogo americano, W.H.
Morris Jones, en 1954 escribe un ensayo “En defensa de la apatía”, en
el que sostiene que la apatía ejercita un “efecto benéfico sobre el
tono de la vida política”; por el contrario, “muchas de las ideas
conectadas con el tema general del deber del voto pertenecen propiamente
al campo totalitario (¡) y están fuera de lugar en el vocabulario de una
democracia liberal”.
Si
estas posiciones aparecen explícitamente inspiradas desde posiciones políticas
de derecha, lo mismo no se puede decir de un variado y sucesivo filón de
“cazadores de los totalitarismos”: se trata de teóricos del
post–modernismo. Los cuales, a partir de Jean–Francois Lyotard, han
puesto bajo tiro los “grandes relatos”, o sea, las teorías de la
historia, y en particular de la historia como emancipación progresiva de
la humanidad. En este caso el “sueño totalitario” estaría
representado por la idea misma de poder dar una lectura racional y global
de los eventos históricos: cosa que desembocaría en un “modelo
totalizante” y en sus “efectos totalitarios, bajo el nombre mismo del
marxismo, en los países comunistas”.
Fase
3: “totalitarismo=comunismo”
Con
el colapso de la URSS y la caída del Muro de Berlín sucede lo increíble:
el “Totalitarismo” soviético, este horrible Leviatán del siglo XX,
implosiona sin el más mínimo derramamiento de sangre (bastante más
cruentos fueron poco después los conflictos étnicos que estallaron en
todo el este europeo en disgregación). La presunta terribilidad demoníaca
del “totalitarismo comunista” muta en una patética farsa, bien
simbolizada en el “golpe de estado–farsa del verano de 1991 en Rusia
(el “democrático” Yeltsin, por el contrario, muy pronto, no dudará
en tomar a cañonazos el parlamento). Si esperábamos reflexiones
equilibradas sobre estos argumentos. Sucede lo contrario. Ahora no solo la
historia entera de los países comunistas esta comprendida bajo la categoría
de “totalitarismo”, sino que el campo semántico de este concepto se
amplia sin ningún respeto no digamos del sentido histórico, sino incluso
del sentido del ridículo. Esto se concreta incluyendo literalmente a
todo: al movimiento comunista al completo, a la misma Revolución Francesa
(el Terror, ¡caramba!); a los estados sobrevivientes
del difunto “bloque socialista”, a los movimientos de liberación
del Tercer Mundo que luchan contra la privatización de los recursos básicos
de sus respectivos países, y a muchos más.
Según
esta concepción “ampliada” del concepto,
tendencias “totalitarias”
nutren incluso inconscientemente – a cualquiera que luche por
formas de regulación de la economía distintas del modelo liberal de
“la zorra libre en el gallinero libre”; el mismo modelo europeo de
welfare (a partir de la llamada “economía social de mercado”
inventada por la CDU alemana) se convierte en sospechoso; nada que hacer,
la peste del azufre bolchevique también le afecta. Y “sueños
totalitarios” cultiva también cualquiera
que crea posible comprender
las dinámicas históricas con el auxilio de la razón, quién estudia la
filosofía sistemática sin aburrirle, quién defiende los progresos de la
ciencia y de la razón (ya el hecho de adoptar este último término en
singular, denuncia sin equívoco la mentalidad intolerante y policial de
quién no la usa). Con un singular vuelco de perspectiva, aquel
irracionalismo que había representado el fértil humus del nazismo, es el
que hoy se quiere repintar como “denuncia de los límites de la razón”,
y es, además, considerado expresión de una mentalidad post–moderna,
abierta y tolerante. Con ello vuelven a encontrarse, malamente
embellecidos, todos los elementos de la “ideología nazi”; racismo
(“conciencia de la propia identidad étnica”), xenofobia
(“orgullo” y “autodefensa de Occidente”), mitos de sangre y
territorio (“apego a las raíces propias”); y, sobre todo, el
anticomunismo visceral: que hoy asume precisamente el rostro “democrático”
de la “firme denuncia de la ideología totalitaria”.
Estamos
en la tercera fase de la poco edificante historia del concepto de
totalitarismo: ahora este
designa en primer lugar, si no exclusivamente, el comunismo. Se intenta
hacer tomar al “comunismo” el puesto ocupado en el imaginario
colectivo por el nazismo como arquetipo del poder totalitario. La misma
denuncia, aparentemente salomónica, de los “totalitarismos” del siglo
XX, sirve en realidad para golpear al comunismo, mientras que la execración que circunda el nazismo se hace
cada vez más genérica y ritual. Y para distinguir netamente entre ambos
al fascismo italiano (además de al húngaro, al rumano, al estonio, al
letón, al lituano, al portugués, al español, al griego..), es benévolamente
considerado como un “banal” autoritarismo, no se sabe si más
bondadoso o chapucero. Singular ironía de la historia, si se piensa que
Mussolini veía la novedad histórica del fascismo en la capacidad de
“guiar totalitariamente la nación” y adoptaba con mucho gusto la
expresión de “estado totalitario” – además del gas en Africa, y el
tribunal especial y las leyes raciales en Italia......(cfr. Gentile,
B.Mussolini, “Fascismo, en Enciclopedia Italiana (1932)).
El
documento más significativo de esta fase es el proyecto de resolución
sobre la “Necesidad de una condena internacional de los crímenes del
comunismo” presentado en el 2005 al Consejo de Europa. En este singular
documento el termino “comunista” es acompañado regularmente del
apelativo de “totalitario” (la formulación preferida es “regímenes
comunistas totalitarios”, que en la citada moción aparece 24 veces); el
nazismo es presentado, de pasada, como “otro régimen totalitario del
siglo XX”. En este texto –digamos un poco confuso– se afirma, a propósito
del mismo Consejo de Europa, que “la tutela de los derechos del hombre y
el Estado de derecho son los valores fundamentales que defiende este
organismo”; y como
confirmación de esto, se deplora que los partidos comunistas sean
“legales y aún activos en algunos países”. Se espera que la propia
posición anime “a los historiadores del mundo entero” a “establecer
y verificar objetivamente el desarrollo de los hechos”; luego, para
animar la libertad de investigación y de enseñanza, se pide, “ la
revisión de los manuales escolares”. ¿Pero que motiva la necesidad de
este pronunciamiento?. Junto a los motivos declarados (decididamente paradójico
aquel de “favorecer la reconciliación”) se revelan alguno de los
verdaderos: “parecería que un cierto tipo de nostalgia del comunismo
esté todavía presente en algunos países, por lo que existe el peligro
de que los comunistas retomen el poder en uno u otro de estos países”;
y, sobre todo: “elementos de la ideología comunista, como la igualdad o
la justicia social, continúan seduciendo a numerosos miembros de la clase
política”. Henos aquí ante la respuesta: insatisfacción por el
presente estado de cosas y aspiración a la igualdad y a la justicia
social. Los verdaderos enemigos de los “cazadores de comunistas
totalitarios” son estos. Hoy igual que ayer. Ayer con la excusa de los
regímenes comunistas existentes, hoy con la excusa de que los regímenes
comunistas ya no existen.
Un
concepto sin objeto y el “Enemigo entre nosotros”
Pero
obviamente, el hecho de que el sistema de los regímenes comunistas no
exista no es irrelevante tampoco para el fin de la suerte del concepto de “totalitarismo”. El hecho de haber
perdido el propio objeto no es cosa baladí: ahora al concepto de
“totalitarismo” le falta un referente. Para un concepto sin objeto la
vida no es fácil. Para no quedar desocupado está obligado a buscárselo.
Es también cierto que la ampliación semántica del término, en su
tiempo efectuada en función de la necesidad anticomunista, facilita la búsqueda
de objetos sustitutivos. Ahora “totalitario” es todo y lo contrario de
todo: vivimos bajo el yugo del “totalitarismo publicitario”, pero es
totalitaria, también, la prohibición de la publicidad del tabaco. Es
totalitaria la represión sexual de los islámicos wahabbitas, pero no es
menos insidioso el “totalitarismo del gozo” impuesto por las
sociedades capitalistas occidentales a los individuos atomizados. Aquí,
sin embargo, surge un problema: cuando un concepto significa todo, no
significa en realidad nada. La perdida de cualquier anclaje semántico
significa la muerte de un concepto. Y esta es probablemente la suerte que
tarde o temprano esperará al “totalitarismo”.
De
momento, sin embargo, un residuo de significado le queda adherido, es el
incubo del “dominio total”. El incubo del poder sin obstáculos, de la
violencia salvaje pero organizada, del lenguaje al servicio del poder que
altera y vuelve del revés la realidad, cancelando cualquier distinción
entre verdadero y falso. Aquí reside la
perdurable eficacia propagandística del concepto. Pero aquí, irónicamente,
el “totalitarismo” puede rendir un importante servicio: el de ayudar a
nombrar a los síntomas del “dominio total” de nuestro mundo. Veamos.
La
violencia salvaje pero organizada típica del poder totalitario deja sus
huellas inconfundibles en el actual lenguaje de los Señores de la Guerra
estadounidenses. Que encuentran una expresión emblemática en las
palabras de aquel neoconservador norteamericano que – en la víspera del
ataque lanzado por las tropas estadounidenses contra Fallujah_ colocaba el
objetivo de “Destrozar Fallujah” en el primer puesto de un programa
político; el hecho de que lo hiciese en un artículo titulado: “Valores
para todo el mundo” no es solo un tributo al humor negro, sino un
indicador: que señala la adopción de un lenguaje que, como ya hizo el de
los nazis, invierte sistemáticamente el significado de los términos
(cfr. F.Gaffney, artículo de la National Review, noviembre 2004). Cuando
más tarde –a toro pasado– el general de los marines John Sattler
afirmó que la ofensiva contra Fallujah “ha partido los riñones a los
insurrectos”, no de modo casual utilizó exactamente las mismas palabras
pronunciadas por Mussolini a propósito de Grecia: He aquí un buen
ejemplo de invariante totalitaria ( que no auspicia nada nuevo).
Vayamos
pues, al lenguaje sometido al poder. El texto clásico a este propósito
es el violento panfleto anticomunista “1984”, (Mondadori, Milán 2005)
escrito por el periodista inglés George Orwell y publicado en 1949 (también
en este caso con conspicua financiación de la CIA; por lo demás, el
mismo Orwell era un espía inglés). Como ha puesto de relieve María
Turchetto, si releemos 1984 hoy, la encontraremos de sorprendente
actualidad. Cierto, hoy no existe un “Ministerio de la Verdad” como el
de la Oceanía de Orwell. Podemos, sin embargo, consolarnos con el
“Subsecretariado para la democracia y los asuntos globales” del
Departamento de Estado de los Estados Unidos. En Oceanía “el enemigo
contingente encarnaba siempre el mal absoluto: conseguía que cualquier
acuerdo con el fuera imposible, tanto en el pasado como en el futuro”. Y
eso es lo que ha acontecido con Bin Laden y después con Saddam: ambos al
principio óptimos aliados y después Enemigos Absolutos de Occidente. Fue
esta circunstancia la que hizo que las pasadas alianzas con ellos fueran
ocultadas, negadas y desmentidas. Desde este punto de vista, también la
“mutabilidad del pasado” de Orwell está ya entre nosotros. No menos
presente está el “doble pensar”: el slogan orweliano según el cual
“la guerra es la paz” este es uno de los eslóganes fundamentales de
Bush a propósito de la agresión a Iraq; en su pequeño papel, también
Fini, cuando ha afirmado
que los soldados italianos en Iraq han “muerto por la paz, ha
dado muestras de haberlo asimilado bien. Además: en Orwell el slogan del
partido recita textualmente: “quién controla el pasado, controla el
futuro”. Quién controla el presente controla el pasado”. Quién
albergase dudas sobre la aplicabilidad de este slogan a nuestro presente
puede ser calurosamente reenviado a las polémicas revisionistas sobre la
Resistencia.
Ciertamente,
se ha dicho también, que las masas en el libro de Orwell eran
controladas con instrumentos muy distintos de los que se usan en nuestros
días. Baste pensar que en el Ministerio de la Verdad “una cadena
completa de departamentos autónomos se ocupaba de la literatura, música,
teatro, y diversiones de todo género para el proletariado. Allí se
producían periódicos–basura que contenían solo deporte, sucesos de crónica
negra, horóscopos, novelitas rosa, películas llenas de sexo y
cancioncillas sentimentales” –todas iguales– “compuestas por una
especie de caleidoscopio llamado
“versificador”. No faltaba una subsección entera, dedicada a la
producción de material pornográfico “de la especie más ínfima”. En
líneas generales, los proletarios descritos por Orwell no lo pasaban
mucho peor que los nuestros: de hecho “el trabajo
pesado, el cuidado de la casa y de los niños, las fútiles
disputas con los vecinos, el cine, el fútbol, la cerveza y sobre todo las
apuestas, limitaban su horizonte”. Además “los proletarios a los
cuales la política no interesaba gran cosa, caían periódicamente a
merced de ataques de patriotismo”, generados
por las bombas que caían sobre la ciudad; tampoco faltaba quién
consideraba –aunque se trataba de una obvia absurdez– que era el mismo
gobierno el que lanzaba esta bombas para “mantener a la gente en el
miedo” (pp. 29,37, 46–7, 76,156, 160).
El
tema de la mentira del enemigo externo
es una clásico de la literatura antitotalitaria, de Orwell en
adelante. El biógrafo de Hitler, Joachim Fest., ha afirmado recientemente
( a cerca de la Rusia de Stalin) que “un régimen totalitario necesita
siempre de un enemigo”. Sobre el uso de “imaginarias conjuras
mundiales” como instrumento de movilización y de consenso para los regímenes
totalitarios había insistido también Hannah Arendt. De un modo más
general, el tema de la mentira en política la continuó interesando también
después de su obra sobre el totalitarismo.
Y la impulsó hacia un
ulterior paso, de el cual quizás
no entendió lo que implicaba. En Los Orígenes del Totalitarismo había
examinado como los regímenes totalitarios se arriesgan a sustituir, a
través de la mentira sistemática, un verdadero y propio mundo ficticio
por el real. En obras sucesivas examinó el papel de la “política de imágenes”,
con referencia en particular a la de los Estados Unidos en relación a la
guerra de Vietnam: la “imagen”, construida arteramente por los mass
media, es devuelta
a la opinión pública de un país y opera como un sustituto de la
realidad; gracias a la potencia de los medios de comunicación de masas,
esa imagen puede recibir más legitimidad, por resultar mucho más
visible, (o sea más “real) que la realidad a la que pretende sustituir.
(cfr. Los orígenes....,cit..., pp. 519–520, 597ss.; Política y
mentira, Sugarco, Milán 1985, p.98).
Ahora,
es evidente que entre esta sustitución de la realidad y la que tiene
lugar en los “regímenes totalitarios” no subsiste ninguna diferencia
estructural (se trata, como máximo, de una diferencia de grado: si el
control de los medios de comunicación no es completo la operación de
sustitución puede fracasar, o no ser conseguida completamente). También
por esta vía, por tanto, salta el esquema de la irreductibilidad de los fenómenos
totalitarios.
En
este punto, cualquiera que piense en la cortina de humo de mentiras y despistes
levantadas–con la activa complicidad de los medias– por los Estados Unidos y por sus “voluntariosos” aliados
antes y durante la agresión a Iraq, difícilmente se podrá rechazar con
desdeño la mordaz definición que el sociólogo americano Sheldon Wolin
ha dado de los Estados Unidos: “Totalitarismo invertido” – un
totalitarismo de hecho, cubierto con un lenguaje democrático. A esta
definición se podría si acaso objetar que, estrictamente, el lenguaje de
cobertura “democrática” representa una ulterior característica totalitaria. Con todo
esto, estaría fuera de juego quién indentificase en un estado –aunque
sea un súper–estado en
plena deriva autoritaria como los Estados Unidos– el nuevo sujeto del
“dominio total”. El poder sin obstáculos hoy reside en otro lugar.
Sobre esto es tiempo de romper decididamente con las elaboraciones del
siglo XX sobre el poder (incluida la de Foucault), todas ellas
hipnotizadas por el estado. El poder sin obstáculos, al menos
tendencialmente, y el más denso ahora
de hecho, es hoy el de las grandes empresas monopolistas
transnacionales: las corporaciones. Son ellas las que representan hoy la
“institución totalitaria” por excelencia. Tanto hacia el interior
como hacia el exterior. En el interior la tendencia al “dominio total”
se expresa en el autoritarismo, en el control cada vez más total sobre
los tiempos y los procesos del trabajo. En lo externo se traduce ahora no
tanto en la persuasión publicitaria, sino directamente en la
construcción del individuo–consumidor (en las tiendas de una cadena de
supermercados norteamericana que vende juguetes los niños empujan minúsculos
carritos con el siguiente cartel: “Cliente de Toys¨R Us” en
adiestramiento”); y también en la más completa subordinación de
cualquier instancia social, cultural y ambiental al beneficio de la
empresa. Son especialmente las empresas transnacionales las que evidencian
con claridad todas juntas
estas características “totalitarias”. Tomemos Wal–Mart, la cadena
mundial de supermercados radicada en los Estados Unidos.
Solamente
en los últimos meses, en el frente interno, ha emergido lo sigue:
prohibición de la actividad sindical en los supermercados del grupo,
miles de infracciones a la normativa del trabajo, discriminaciones en los
conflictos con las mujeres trabajadoras, explotación de los inmigrantes
clandestinos, explotación de las minorías (y borrón y cuenta nueva
sobre el asunto gracias a un acuerdo secreto con el ministerio de trabajo
de Estados Unidos), horas extraordinarias no pagadas, propuesta de
introducir pruebas físicas también para los cajeros (para seleccionar
empleados con buena salud), prohibición del flirteo en el lugar de
trabajo. En el frente externo, el
poder del monopolio de Wal–Mart, que puede, por medio de este, fijar los
precios pagados a los proveedores, y que es la causa del hundimiento de
numerosas empresas proveedoras, y también causa
de los bajos salarios
en China (el 10% de las importaciones Chinas en USA,
igual a 12 millardos de dólares, están dirigidas a sus
supermercados); por cuanto se refiere al respeto de las tradiciones
culturales, ha desatado escándalo la construcción de un supermercado en
el mismo centro de la zona arqueológica de Teotihuacan en Méjico (donde
Wal–Mart tiene ya 657 supermercados).
Las
grandes corporaciones son hoy el verdadero lugar de origen, y el verdadero
sujeto del “dominio total”. En espera de que los “cazadores de
totalitarismos” se den cuenta de ello, muchos escritores ya lo han
hecho. En los últimos años han aparecido diversas obras sobre este tema:
entre otras “99 Francos” de F.Beigbeder, “Profit” de R.Morgan,
“Globalia” de J.C. Rufin, “Logoland” de M.Barry, o “El
Capital” de S.Osmont. En una recensión colectiva de algunos de estos
libros, aparecida en el por
encima de toda sospechos Handelsblatt, se lee entre otras cosas: “Estos
libros están unidos por una
visión horripilante de la
realidad. La política ha abdicado. El puesto del estado ha sido
sustituido por el de las grandes multinacionales, tan inexorable como
totalitario”.
Y
en las grandes corporaciones es donde hoy se encarna ese “poder total
del capital” del cual Horkheimer y Adorno hablaban en una famosa página
de la Dialéctica del Iluminismo (Einaudi, Turín 1966, p.126). La
criminalización, con la acusación de “totalitarismo”, de las
posiciones de crítica social y de las relaciones de propiedad sirve
justamente para reforzar y perpetuar este poder.
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