Leer hoy “El
Capital” de Marx [1]
Por Michel Husson [2]
Hussonet, junio de
2007
Una introducción a El
Capital no puede tener actualmente otro sentido que justificar el
interés de su lectura para comprender el capitalismo contemporáneo.
Francamente, no es tan difícil. En efecto, la gran prensa económica
suele hacer periódicamente referencia explícita a la crítica
marxista del capitalismo. Así, en su edición del 19 de diciembre de
2002, The Economist escribía que “el comunismo como
sistema de gobierno está muerto o agonizante” pero, no obstante
“su porvenir parece asegurado en tanto que sistema de ideas”.
Business Week del 20 enero de 2003 evocaba el retorno de la
lucha de clases. Más recientemente, en el Financial Times del
28 de diciembre de 2006, John Thornhill señalaba que “el
reciente desarrollo de la mundialización que, desde muchos puntos de
vista, recuerda a la época de Marx, ha conducido sin ninguna duda a
un interés renovado por su critica del capitalismo (…) ¿Cómo
puede ser que el dos por ciento más rico de la población adulta
posea más del 50% de la riqueza mundial mientras que la mitad más
pobre no posea más que el 1 %? ¿Cómo se puede comprender el capital
sin leer Das Kapital?”. En Francia, Jacques Attali, acaba
de publicar une biografía de Marx [3] en la que sostiene que sólo
hoy podemos plantearnos las cuestiones a las que respondía Marx.
Sin embargo, estas referencias no son suficientes para ignorar
una objeción, a fin de cuentas legitima: ¿reclamándonos de una obra
fechada en el siglo XIX para analizar la realidad actual, no nos
arriesgamos a caer en un arcaísmo dogmático? Esta alusión al arcaísmo
debe tomarse en consideración, y puede justificarse a partir de dos
postulados, de los cuales uno solo sería suficiente para convertir en
caduca la referencia marxista. Para justificar el recurso al aparato
conceptual marxista, tendremos que poner en cuestión uno y otro de
esos postulados.
El primero es que la
ciencia económica habría realizado, después de Marx, progresos
cualitativos, e incluso habría efectuado cambios de paradigma
irreversibles. En ese caso, el análisis marxista se habría vuelto
obsoleto, no tanto en razón de las transformaciones de su objeto,
sino por los progresos de la ciencia económica.
Pero esta concepción
de la “ciencia económica” como una ciencia, y en todo caso como
una ciencia unificada que ha progresado linealmente, debe ser
recusada. Contrariamente a la física, por ejemplo, los paradigmas de
la economía continúan realmente coexistiendo de manera conflictiva,
como lo han hecho desde el comienzo. La economía dominante actual,
llamada neoclásica, está construida sobre un paradigma que no
difiere en lo fundamental del de las escuelas pre–marxistas o
incluso pre–clásicas. El debate triangular entre la economía “clásica”
(Ricardo), la economía “vulgar” (Say o Malthus) y la crítica de
la economía política (Marx) continúa aproximadamente en los mismos
términos. Las relaciones de fuerzas que existen entre eso tres polos
han evolucionado, pero no según un esquema de eliminación progresiva
de paradigmas que caerían poco a poco en el campo pre–científico.
La economía
dominante no domina a causa de sus efectos de conocimiento propios,
sino en función de las relaciones de fuerza ideológicas y políticas
más generales. Por poner un solo ejemplo, podemos referirnos al
debate perfectamente de actualidad sobre las “trampas del
desempleo” : las indemnizaciones demasiado generosas desanimarían a
los parados a retomar un empleo y ésta sería una de las principales
causas de la persistencia del paro. Curiosamente, se trata exactamente
de los mismos argumentos que ya fueron avanzados en Gran Bretaña para
rechazar la ley sobre los pobres (en 1832). Se trata pues de una
cuestión social que ningún progreso de la ciencia ha conseguido
superar.
El segundo postulado
afirma que el capitalismo de nuestro tiempo sería cualitativamente
diferente del que fue objeto de los estudios de Marx. Sus análisis
pudieron ser útiles para comprender el capitalismo del siglo XIX,
pero han acabado resultando obsoletos por las transformaciones que han
intervenido desde entonces en las estructuras y los mecanismos del
capitalismo. Es verdad, evidentemente el capitalismo contemporáneo no
se parece, en sus formas de existencia, al que conoció Marx. Pero las
estructuras determinantes de este sistema permanecen invariables; es más,
podemos sostener que, por el contrario, el capitalismo contemporáneo
está más próximo de un funcionamiento “puro” de lo que lo
estaba el de la “edad de oro” que va desde la Segunda Guerra
Mundial a la mitad de los años setenta.
Si adoptamos este
doble punto de vista (ausencia de progreso acumulativo de la
“ciencia” económica y continuidad de las estructuras
capitalistas) es lícito aplicar los esquemas marxistas hoy en día.
Pero no podemos quedar satisfechos con una versión debilitada del
dogmatismo que consistiría, más o menos, en hacer entrar de manera
forzada la realidad actual en un marco conceptual marxiano. Tenemos
todavía que demostrar que extraemos un beneficio, una plusvalía y
que hemos conseguido comprender mejor el capitalismo contemporáneo.
Esto es lo que tratamos de demostrar a lo largo de este texto, a
partir de algunos ejemplos.
La teoría del
valor
La teoría del
valor–trabajo está en el corazón del análisis marxista del
capitalismo. Nada más normal pues que comenzar por ella si queremos
evaluar la utilidad de esta herramienta marxista para la comprensión
del capitalismo contemporáneo. No se trata de exponer
aquí esta teoría en todos sus aspectos [4]. Pero al menos
podemos resumirla muy sucintamente alrededor de una idea central: el
trabajo humano es la única fuente de creación de valor. Por valor,
hay que entender aquí el valor monetario de las mercancías
producidas bajo el capitalismo. Por lo tanto nos vemos confrontados a
un verdadero enigma, que las transformaciones del capitalismo no han
conseguido hacer desaparecer: un régimen económico en el que los
trabajadores producen la integridad del valor aunque no reciben más
que una fracción bajo la forma de salarios, mientras que el resto va
a los beneficios. Los capitalistas compran los medios de producción
(máquinas, materias primas, energía, etc.) y la fuerza de trabajo;
de esta manera producen las mercancías que venden y se reencuentran
finalmente con más dinero del que habían invertido al inicio. El
producto es la diferencia entre el precio de venta y el precio de
coste de esta producción. Ésta es la constante que sirve de definición
en los manuales, pero el misterio de la fuente del beneficio queda sin
aclarar.
En torno a esta
cuestión, absolutamente fundamental, Marx comenzará su análisis del
capitalismo en El Capital. Antes que él los grandes clásicos de la
economía política, como Smith o Ricardo, procedían de manera
distinta cuando se preguntaban sobre lo que regulaba el precio
relativo de las mercancías: ¿por qué, por ejemplo, una mesa valía
el equivalente del precio de cinco pantalones? La respuesta que se
imponía inmediatamente era afirmar que esta relación de uno a cinco
reflejaba aproximadamente el tiempo de trabajo necesario por producir
un pantalón o una mesa. Se trata de lo que podríamos llamar la versión
elemental del valor–trabajo. A continuación, esos economistas
–que Marx llamaba clásicos y que respetaba (a diferencia de otros
economistas que llamará “vulgares”)– tratan de descomponer el
precio de una mercancía.
Además del precio de
las materias primas, éste incorpora tres grandes categorías, la
renta, el beneficio y el salario. Esta fórmula “trinitaria”
parece muy simétrica : la renta es el precio de la tierra, el
beneficio el precio del capital, y el salario es el precio del
trabajo. De ahí la contradicción siguiente: por un lado, el valor de
una mercancía depende de la cantidad de trabajo necesario para su
producción; pero, por otro lado, éste no comprende solamente al
salario. El análisis se complica más aún cuando tenemos en cuenta,
como hace Ricardo, que el capitalismo se caracteriza por la formación
de una tasa general de beneficio; dicho de otra manera, que los
capitales tienden a tener la misma rentabilidad sea cual sea la rama
en la que han sido invertidos.
Ricardo no llegará a
resolver esta dificultad. Marx propone su propia solución, que es a
la vez genial y simple (al menos a posteriori). Él aplica a la fuerza
de trabajo, esta mercancía un poco particular, la distinción clásica,
que hace suya, entre valor de uso y valor de cambio. El salario es el
precio de la fuerza de trabajo que es socialmente reconocido en un
momento dado como necesaria para su reproducción. Desde ese punto de
vista, el intercambio entre el vendedor de la fuerza de trabajo y el
capitalista es, por regla general, una relación igual. Pero la fuerza
de trabajo dispone de la propiedad particular, que es su valor de uso,
de producir el valor. El capitalista se apropia íntegramente de este
valor producido, pero no paga más que una parte, porque el desarrollo
de la sociedad permite que los salarios pueden producir durante su
tiempo de trabajo un valor mayor del que éste puede recuperar en la
forma de salario.
Hagamos lo mismo que Marx, en las primeras líneas de El Capital, y observemos la sociedad como una “inmensa acumulación de mercancías” todas producidas por el trabajo humano. Podemos hacer dos montones: el primero está formado por los bienes y servicios de consumo que regresan a los trabajadores; el segundo comprende los bienes llamados “de lujo” y los bienes de inversión, que corresponden a la plusvalía. El tiempo de trabajo del conjunto de esta sociedad puede a la vez descomponerse en dos: el tiempo consagrado para producir el primer montón es llamado por Marx el trabajo necesario, y el sobretrabajo es el que se dedica a la producción del segundo montón.
Esta representación resulta en el fondo bastante simple; para llegar a una conclusión, tenemos, evidentemente, que retroceder un poco y adoptar un punto de vista social. Es muy difícil dar este paso precisamente porque la fuerza del capitalismo radica en proporcionar una visión de la sociedad como una larga serie de intercambios iguales. Contrariamente al feudalismo en el que el sobretrabajo resultaba físicamente perceptible
–el campesino debía trabajar un cierto número de días por año en las tierras del señor o le entregaba una fracción de su propia
cosecha– esta distinción entre trabajo necesario y sobretrabajo resulta opaca en el capitalismo, a causa de las modalidades del reparto de las riquezas y de una muy profunda división social del trabajo. En realidad, este dispositivo funciona todavía hoy e incluso adquiere con la financiarización una forma exacerbada.
Las finanzas ¿crean
valor?
La euforia bursátil
y las ilusiones creadas por la “nueva economía” han creado la
impresión de que cualquiera podía “enriquecerse durmiendo”, y
que las finanzas se habían convertido en una fuente autónoma de
valor. Estas ilusiones no tienen nada de original, y encontramos en El
Capital todo los elementos para hacer una critica, especialmente
en los análisis del Libro Tercero dedicados al reparto del beneficio
entre interés y el beneficio de empresa. Marx escribe por ejemplo que
: “He aquí por qué en la concepción vulgar de la gente se
considera el capital–dinero, el capital a interés, como el
verdadero capital, como el capital por excelencia” [5]. En
efecto, éste parece capaz de procurar un beneficio,
independientemente de la explotación de la fuerza de trabajo.
Por eso, Marx añade:
“Para la economía vulgar, que pretende presentar el capital como
fuente independiente de valor, de creación de valor, esta forma es,
naturalmente, un magnifico hallazgo, la forma en que ya no es posible
identificar la fuente de la ganancia y
en que el resultado del proceso capitalista de producción
– desglosado del proceso mismo – cobra existencia independiente”
[6].
La teoría del valor
es, por lo tanto, particularmente útil para tratar correctamente el
fenómeno de la financiarización. Una presentación ampliamente
extendida consiste en decir que los capitales tienen siempre la
alternativa de invertir en la esfera productiva o de situarse en los
mercados financieros especulativos, y que han de arbitrar entre los
dos en función de los rendimientos esperados. Este punto de vista
puede tener algunas virtudes críticas, pero tiene el defecto de
sugerir que existen dos medios alternativos de ganar dinero. En
realidad, es posible enriquecerse en la Bolsa, pero sólo sobre la
base de una punción operada sobre la plusvalía, de modo que el
mecanismo establece unos límites, los de la explotación, y que el
movimiento de valorización bursátil no puede autoalimentarse
indefinidamente.
Desde un punto de
vista teórico, los cursos de la Bolsa deben ser valorados en relación
con los beneficios esperados. Esta relación es, evidentemente, muy
imperfecta, y depende también de la estructura de financiamiento de
las empresas: según éstas se financien principalmente, o
accesoriamente, sobre los mercados financieros, el curso de la acción
será un indicador más o menos preciso. El economista marxista Anwar
Shaikh ha presentado una investigación en la que muestra que esta
relación funciona bien para los Estados Unidos [7]. También se puede
aplica en el caso francés: entre 1965 y 1995, el índice de la Bolsa
de Paris es claramente correlativo con la tasa de ganancia.
Pero esta ley ha sido
claramente desmentida en la segunda mitad de los años 90: en Paris,
el índice CAC40 por ejemplo se ha multiplicado por tres en cinco años,
lo que resulta verdaderamente extravagante. La conmoción bursátil de
comienzos de los años 2000 debe interpretarse, por lo tanto, como una
forma de llamada al orden
por parte de la ley del valor, que construye su camino sin
preocuparse de las modas económicas. El retorno de lo real tiene como
referencia, a fin de cuentas, la explotación de los trabajadores, que
es el verdadero “fundamento” de la Bolsa. El crecimiento de la
esfera financiera y de las rentas que ésta procura, sólo es posible
en proporción exacta con el aumento de la plusvalía no acumulado y
tanto la una como la otra admiten limites, que han sido alcanzados.
¿Fin del trabajo
y, por lo tanto, del valor–trabajo ?
Las teorizaciones
nacidas de la “nueva economía” concluyen en la idea de que las
nuevas tecnologías convierten en obsoleto el valortrabajo, porque
introducen transformaciones fundamentales en la naturaleza de las
mercancías. En particular, la determinación de su valor por el
trabajo socialmente necesario ya no correspondería al lugar obtenido
por el conocimiento en la producción.
Las mercancías
modernas toman cada vez más la forma de bienes y servicios
inmateriales: programas de ordenador, proyecciones, información, etc.
Pero esto no pone en cuestión la teoría del valortrabajo, para la
cual la mercancía no es una cosa. No es su existencia material lo que
constituye la mercancía, sino una relación social ampliamente
independiente de la forma concreta del producto: es mercancía aquello
que es vendido como medio de rentabilizar un capital.
Otra característica
de estas mercancías radica en su capacidad de reproducción, que se
deduce de una estructura de costes particulares: la concepción del
producto necesita una aportación inicial de fondos importante y
concentrada en el tiempo, en la que los gastos de trabajo cualificado
ocupan un lugar creciente; las inversiones se desvalorizan rápidamente
y hay que rentabilizarlas en un período corto; los gastos variables
de producción o de reproducción son relativamente débiles; en fin,
es posible apropiarse gratuitamente de la innovación o del producto
mismo.
Se habla también de indivisibilidad, noción que se aplica
sin problemas a la información : una vez ésta es producida, su
difusión no priva a nadie de su disfrute, contrariamente por ejemplo
a un libro que no puedo leer, si lo he dado o prestado.
En la medida en que
las nuevas tecnologías introducen la posibilidad de una producción y
de una difusión casi gratuitas, éstas entran en contradicción con
la lógica del beneficio. Para funcionar según sus reglas habituales,
el capitalismo debe limitar esas posibilidades por medio de
dispositivos jurídicos que protegen la propiedad industrial
(patentes, derechos de autor, licencias, etc.) y por procedimientos
que destruyen el valor de uso de ciertas innovaciones. Un ejemplo
reciente es la invención de garantías que prohíben la transferencias
y la lectura de los ficheros digitales.
Por tanto, las
mercancías modernas no llevan a la emergencia de un nuevo modo de
producción que superaría la ley del valor, como pretenden ciertos teóricos
del “capitalismo cognitivo”. Por el contrario, como ha señalado
André Gorz, “el capitalismo cognitivo, es la contradicción del
capitalismo” [8]. En efecto volvemos a encontrarnos con la
contradicción absolutamente clásica entre la forma que toma el
desarrollo de las fuerzas productivas (aquí, la potencial difusión
gratuita) y las relaciones de producción capitalista, que buscan
reproducir el estatuto de mercancía, en sentido opuesto a las
potencialidades de las nuevas tecnologías.
Estos mismas teorías
de la superación del valor–trabajo insisten sobre el papel que
desempeña el conocimiento en los procesos productivos, que dejarían
particularmente en mal lugar a la teoría del valor–trabajo. Para
Enzo Rullani, “el conocimiento se ha convertido en un factor
necesario, tanto como el trabajo y el capital” y el capitalismo
cognitivo “funciona de manera diferente del capitalismo a
secas”. Por eso, “Ni la teoría del valor, de la tradición
marxista, ni la liberal, actualmente dominante, pueden dar cuenta del
proceso de transformación del conocimiento en valor” [9].
Esto significa ignorar que una de las fuentes
esenciales de la eficacia del capitalismo ha residido siempre en la
incorporación de las capacidades de los trabajadores a su maquinaria
social. Marx ya señalaba que: “La acumulación del saber y de la
destreza, de las fuerzas productivas generales del cerebro social, es
absorbida así, con respecto al trabajo, por el capital y se presenta
por ende como propiedad del capital, y mas precisamente del capital
fijo” [10]. La idea según la cual el capital goza de la
facultad de apropiarse de los progresos de la ciencia (o del
conocimiento) no es desde luego nada novedosa en el campo del
marxismo. Por el contrario, uno de las grandes aportaciones de Marx
está en haber demostrado que el capital no era un parque de maquinas
o de ordenadores en red, sino una relación social de dominación.
El análisis del
paro
El capitalismo,
particularmente el europeo, se caracteriza desde hace de dos decenios,
por un retroceso de la participación de los salarios en la renta
nacional, por la persistencia de un paro masivo y por la extensión de
la precariedad. Una de las maniobras para justificar esta situación
por parte de la economía dominante consiste en referirse la teoría
de la tasa de paro de equilibrio. Se le llama también NAIRU (non
accelerating inflation rate of unemployment) por encima del cual
se desencadena la inflación. Toda política orientada a recuperar el
pleno empleo sería ilusoria, ya que la baja de la tasa de paro
desencadenaría un aumento de la inflación que, finalmente, conduciría
la tasa del paro a su valor “de equilibrio”.
Pero sí examinamos más
de cerca esta formulación, descubrimos que se trata más bien de una
teoría de la “tasa de explotación de equilibrio”, tanto más
elevada cuanto aumentan la tasa de paro y las ganancias de
productividad, a condición de que éstas últimas no se
repercutan
plenamente sobre los salarios. Este enfoque moderno es solamente una
reformulación de la teoría de Marx, como se muestra en esta cita: “La
proporción diferente en que la clase obrera se descompone en ejército
activo y ejército de reserva, el aumento o la disminución del
sobrante relativo de población correspondiente al flujo y reflujo del
periodo industrial, determinan exclusivamente las variaciones en el
tipo general de los salarios” [11]. Todo esto sucede como sí
las política europeas se inspiraran directamente de este análisis,
que permite comprender por qué éstas se fijan como objetivo aumentar
la tasa de empleo, y no reducir la tasa de paro. Se trata de crear
empleos a condición de hacer progresar aún más rápidamente las
incorporaciones al mercado de trabajo para mantener la presión
ejercida por lo que Marx llamaba el “ejército industrial de
reserva”. Esto nos facilita una descripción bastante fiel de las
reglas de funcionamiento de un capitalismo que trata de aumentar la
tasa de explotación, manteniendo la presión ejercida por el paro
masivo sobre los salarios, y desconectar su progresión de los avances
en la productividad.
La mercancía
contra las necesidades sociales
Una de las tendencias
más sorprendentes del capitalismo contemporáneo es tratar de
transformar en mercancías lo que no lo es o no lo debería ser, en
primer lugar, la seguridad social y los servicios públicos. Este
proyecto es doblemente reaccionario: afirma la voluntad del
capitalismo de volver a su “estado natural” borrando todo lo que
había podido civilizarlo y, a la vez, revela su incapacidad profunda
tomar a su cargo los nuevos problemas que se plantean a la humanidad.
La distinción establecida por Marx entre valor de cambio y valor de
uso es aquí una clave esencial para comprender las exigencias del
capitalismo. No es que no quiera responder adecuadamente a las
exigencias racionales y a las aspiraciones legitimas, como curar a los
enfermos de sida o limitar las emisiones de gas de efecto invernadero;
es que lo condiciona a que estas exigencias y aspiraciones pasen bajo las horcas
caudinas de la mercancía y de las ganancias. En el caso del sida, el
principio intangible es vender los medicamentos al precio que
rentabilice su capital, y tanto peor sí dicho precio es asequible
solamente para una minoría de las personas afectadas.
Se trata claro está
de la ley del valor, que se aplica aquí con su eficacia propia, que
no radica en curar al máximo de enfermos sino en rentabilizar el
capital invertido. Las luchas que apuntan, con ciertos éxitos, en
contra de ese principio de eficacia tienen, por lo tanto, un contenido
anticapitalista inmediato, ya que la alternativa pasa por financiar la
investigación con fondos públicos y, a continuación, distribuir los
medicamentos en función del poder de compra de los pacientes, o
incluso gratuitamente. Cuando los grandes grupos farmacéuticos se
oponen ferozmente a la producción y a la difusión de medicamentos
genéricos, es el estatus de mercancías y el estatus del capital de
sus inversiones lo que defienden, con una gran lucidez.
Idéntica oposición
nos encontramos a propósito de la lucha contra el cambio climático.
Aquí también, las potencias capitalistas (grupos industriales y
gubernamentales) rechazan el más pequeño paso hacia una solución
racional como la planificación energética a escala planetaria.
Tratan de buscar sucedáneos como las “ecotasas” o los “derechos
de emisión”. Para ellos se trata de incluir la gestión de este
problema en el espacio de los utensilios mercantiles donde, dicho sea
sintéticamente, se juega sobre los costes y los precios, en vez de
sobre las cantidades. Lo que pretenden es crear seudomercancías y de
seudo–mercados, en los que el ejemplo más caricaturesco es el
proyecto de mercado de los derechos de emisión.
Esto es un puro
absurdo que no resiste siquiera a las contradicciones
interimperialistas, como lo ha demostrado la renuncia unilateral de
los Estados–Unidos a los acuerdos de Kyoto, por lo demás bastante tímidos.
Al mismo tiempo, el
capitalismo contemporáneo trata de organizar la economía mundial y
el conjunto de las sociedades según sus propias modalidades, dando la
espalda a los objetivos del bienestar.
El proceso de
constitución de un mercado mundial se desarrolla de manera sistemática
y pretende, en el fondo, el establecimiento de una ley del valor
internacional. Pero este proyecto se enfrenta a profundas
contradicciones, porque se basa en la negación de las diferencias de
productividad que obstaculizan la formación de un espacio de
valorización homogéneo. Este olvido tiene consecuencias de expulsión
forzada que implican la eliminación potencial de todo trabajo que no
se sitúa por encima de las normas de rentabilidad más elevadas,
normas que el mercado mundial tiende a universalizar.
Así, los países son
fraccionados entre dos grandes sectores, los que se integran en el
mercado mundial, y los que deben ser mantenidos al margen. Se trata
pues de un anti–modelo de desarrollo, y ese proceso de dualización
de los países del Sur resulta estrictamente idéntico al que llamamos
exclusión en los países del Norte.
A quien la patronal
querría desplazar al estatus de una pura mercancía es, finalmente, a
la propia fuerza de trabajo. El proyecto de “refundación social”
de la patronal francesa expresa bien esta ambición de no tener que
pagar al trabajador asalariado más que en el momento en que trabaja
por el patrón, lo que significa reducir al mínimo y cargar sobre las
finanzas públicas los elementos del salario socializado,
“remercantilizar” las jubilaciones, y hacer desaparecer la noción
misma del horario legal del trabajo. Este proyecto da la espalda al
progreso social que, por el contrario, pasa por la
“desmercantilización” y el tiempo libre. Para alcanzar este
objetivo no es necesario contar con las innovaciones de la técnica,
sino con un proyecto radical de transformación social que es el único
medio para enviar la vieja ley del valor al museo de las antigüedades.
La lucha por el tiempo libre como medio privilegiado de redistribuir
los logros de la productividad es, por lo tanto, la vía fundamental
para lograr que el trabajo deje de ser una mercancía y que la aritmética
de las necesidades sociales substituya a la del negocio.
Esta es la vía trazada por Marx en uno de
los últimos capítulos de El Capital : “La libertad, en
este terreno, sólo puede consistir en que el hombre socializado, los
productores asociados, regulen racionalmente éste su intercambio de
materias con la naturaleza, lo pongan bajo su control común en vez de
dejarse dominar por él como por un poder ciego, y lo lleven a cabo
con el menor gasto posible de fuerzas y en las condiciones más
adecuadas y más dignas de su naturaleza humana. Pero, con todo ello,
siempre seguirá siendo éste un reino de la necesidad. Al otro lado
de sus fronteras comienza el despliegue de las fuerzas humanas que se
considera como fin en sí, el verdadero reino de la libertad, que sin
embargo sólo puede florecer tomando como base aquel reino de la
necesidad.
La condición
fundamental para ello es la reducción de la jornada de trabajo”
[12].
La teoría de la acumulación
La teoría marxista
de la acumulación y de la reproducción del capital propone un marco
de análisis de la dinámica del modo de producción capitalista, el
cual está dotado de un principio de eficacia especifica, que no le
impide caer regularmente en contradicciones (que, hasta ahora, ha
conseguido remontar). Su historia le ha hecho recorrer diferentes
fases que le aproximan a una crisis sistémica referida a su principio
central de funcionamiento, sin que de ello se deba deducir la
inevitabilidad de su hundimiento final.
Empecemos por una
apología paradójica: el capitalismo es, en la historia de la
humanidad, el primer modo de producción que ha mostrado semejante
dinamismo. Lo podemos medir, por ejemplo, por medio de la ampliación
sin precedentes de la productividad del trabajo en la segunda mitad
del siglo XIX, que llevó a Marx a afirmar que el capitalismo
revolucionaba las fuerzas productivas.
Esta auténtica hazaña
se deriva de su característica esencial: la competencia entre
capitales privados movidos por la búsqueda de la rentabilidad máxima.
Dicha competencia se basa en una tendencia permanente a la acumulación
del capital (“la Ley y los profetas”, decía Marx), que
transforma permanentemente los métodos de producción y los productos
mismos y no se contenta con aumentar la escala de la producción.
Estos logros tienen
por contrapartida dificultades estructurales de funcionamiento, que se
manifiestan por crisis periódicas. Nos encontramos con dos
contradicciones absolutamente centrales que combinan una tendencia,
por una parte, a la sobreacumulación, y por otra parte, a la
sobreproducción. La tendencia a la sobreacumulación es la
contrapartida de la competencia : cada capitalista tiende a invertir
para ganar cuotas de mercado, sea bajando sus precios, sea mejorando
la calidad del producto. Esta tendencia se refuerza cuando el mercado
es su portador y la rentabilidad es elevada. Pero la suma de estas
acciones, racionales cuando están tomadas separadamente, conducen
casi automáticamente a una sobreacumulación. Dicho de otra manera,
globalmente hay demasiadas capacidades de producción activas, y por
ello mismo, demasiado capital para que éste pueda ser rentabilizado
al nivel precedente. Lo que se gana en productividad se paga con un
anticipo en capital por puesto de trabajo; lo que Marx denominaba la
composición orgánica del capital.
La segunda tendencia
se refiere a las ventas. La sobreacumulación arrastra a la
sobreproducción, en cuanto se producen también demasiadas mercancías
en relación a lo que el mercado puede absorber. Este desequilibrio
proviene de un subconsumo relativo cada vez que la distribución de
las rentas no crea el poder de compra necesario para vender la
producción. Marx estudió durante largo tiempo las condiciones de la
reproducción del sistema; podemos resumir sus ideas diciendo que el
capitalismo utiliza un motor de dos tiempos: necesita el beneficio,
claro está, pero también necesita que las mercancías sean
efectivamente vendidas para que se pueda embolsar realmente dicho
beneficio, “realizarlo” por retomar el término de Marx. Marx
muestra que estas condiciones no son absolutamente imposibles de
alcanzar, pero que nada garantiza que sean satisfechas duraderamente.
La competencia entre capitales individuales
conlleva permanentemente el riesgo de sobreacumulación y, por
consiguiente, de desequilibrio entre los dos grandes “sectores” de
la economía : el que produce los medios de producción (bienes de
inversión, energía, materias primeras, etc.) y el que produce los
bienes de consumo.
Pero la fuente
principal del desequilibrio es la lucha de clases: cada capitalista
está interesado en bajar los salarios de sus propios asalariados,
pero si todos los salarios están bloqueados, caen las ventas.
Entonces es necesario que el beneficio obtenido gracias al bloqueo de
los salarios sea redistribuido hacia otras capas sociales, que lo
consumen y substituyen así al consumo menguante de los salarios.
Por lo tanto, el
funcionamiento del capitalismo es esencialmente irregular. Su
trayectoria está sometida a dos tipos de movimientos que no tienen la
misma amplitud. Tenemos por un lado el ciclo del capital que conduce a
la sucesión regular de booms y de recesiones.
Estas crisis periódicas
más o menos intensas, forman parte del funcionamiento “normal”
del capitalismo. Se trata de “pequeñas crisis” de las el sistema
sale de manera automática : la fase de recesión produce la
desvalorización del capital, la cual crea las condiciones de la
recuperación. Las inversiones constituyen el motor de estas
fluctuaciones, en cierta medida automáticas.
La teoría de las
ondas largas
Pero el capitalismo
tiene una historia que repite ese funcionamiento cíclico y que
conduce a la sucesión de periodos históricos, marcados por unas
características específicas. La teoría de las ondas largas
desarrollada por Ernest Mandel [13] establece las referencias históricas
que resumimos en el cuadro siguiente.
La sucesión de las ondas largas
|
|
Fase
expansiva
|
Fase
recesiva
|
1ª
Onda larga
|
1789–1816
|
1816–1847
|
2ª
Onda larga
|
1848–1873
|
1873–1896
|
3ª
Onda larga
|
1896–1919
|
1920–1919/45
|
4ª
Onda larga
|
1940/45–1967/73
|
1968/73–
?
|
|
“La
edad de oro”
|
“La
crisis”
|
Así, con un ritmo
mucho más prolongado, el capitalismo presenta una sucesión de fases
expansivas y de fases recesivas. Esta presentación sintética
requiere algunas precisiones. La primera, que no basta con esperar 25
o 30 años. Si Mandel habla de una onda más que de un ciclo, está
claro que su enfoque no se sitúa en un esquema generalmente atribuido
–probablemente sin razón – à Kondratieff, de movimientos
regulares y alternativos de los precios y de la producción.
Uno de los puntos
importantes de la teoría de las ondas largas es romper la simetría
de las inflexiones: el paso de la fase expansiva a la fase depresiva
es “endógeno”, en el sentido que es resultante de la acción de
los mecanismos internos del sistema. El paso de la fase depresiva a la
fase expansiva es por el contrario “exógeno”, no automático, y
supone una reconfiguración del marco social e institucional.
La idea clave radica
aquí en que el paso a la fase expansiva no está garantizado de
entrada y que necesita reconstituir un nuevo “orden productivo”.
Esto dura todo lo necesario, y no se trata por tanto de un ciclo
parecido al ciclo coyuntural en el que la duración puede ser referida
a la duración de la vida del capital fijo. Por eso este enfoque no
confiere ninguna primacía a las innovaciones tecnológicas: en la
definición de este nuevo orden productivo, las transformaciones
sociales (relaciones de fuerzas capital–trabajo, grado de
socialización, condiciones de trabajo, etc.) tienen un rol esencial.
La tasa de ganancia es un buen indicador sintético de la doble
temporalidad del capitalismo. A corto plazo, fluctúa con el ciclo
coyuntural, mientras que sus movimientos a largo plazo se acompasan
con las grandes fases del capitalismo. La realización de un orden
productivo coherente se traduce por su mantenimiento en un nivel
elevado y prácticamente “garantizado”. Al cabo de un cierto
tiempo, el juego de las contradicciones fundamentales del sistema
degrada esta situación, y la crisis está siempre y en todas partes
marcada por una baja significativa de la tasa de ganancias. Ésta
refleja una doble incapacidad del capitalismo, para reproducir el
grado de explotación de los trabajadores y para asegurar la venta de
las mercancías. La realización progresiva de un nuevo orden
productivo se traduce por un restablecimiento más o menos rápido de
la tasa de ganancia. Nos parece útil reformular la ley de la baja
tendencia de la tasa de ganancia de este modo: no baja de manera
continúa, pero los mecanismos que la impulsan a la baja acaban
siempre por vencer a las que Marx llamaba contratendencias. Así, la
exigencia de una refundación del orden productivo reaparece periódicamente.
El enfoque marxista
de la dinámica a largo plazo del capital podría resumirse en pocas
palabras de la manera siguiente: la crisis es segura, pero la catástrofe
no lo es. La crisis es segura, en el sentido de que todas las
composturas que el capitalismo se inventa, o que se le imponen, no
pueden suprimir duraderamente el carácter desequilibrado y
contradictorio de su funcionamiento. Sólo el paso hacia otra lógica
podría concluir en una regulación estable. Pero estas conmociones
periódicas que acompañan su historia no implican, en modo alguno,
que el capitalismo se dirija inexorablemente hacia el hundimiento
final. En cada una de esas “grandes crisis”, la opción está
abierta: puede suceder que el capitalismo sea derrocado, o que se
recupere bajo formas que pueden ser más o menos violentas (guerra,
fascismo), y más o menos regresivas (giro neoliberal). Éste es el
marco en el que debemos examinar la trayectoria del capitalismo
contemporáneo.
La reproducción
difícil
Para funcionar de
manera relativamente armoniosa, el capitalismo necesita de un tasa de
ganancia suficiente, pero también de mercados. Pero esto no es
suficiente y debe satisfacerse una condición suplementaria: la que se
manifiesta bajo la forma de nuevos mercados: éstos deben corresponder
a sectores susceptibles de hacer compatibles un crecimiento sostenido
con una tasa de ganancia mantenida, gracias a las ganancias de la
productividad inducidas. Ahora bien, esta adecuación está
constantemente cuestionada por la evolución de las necesidades
sociales.
En la medida que el
bloqueo salarial se impone como el medio privilegiado de rentabilidad
del beneficio en Europa, el crecimiento posible está a priori
contrariado. Pero ésta no es la única razón; hay que encontrarla más
bien en los límites de tamaño y de dinamismo de esos nuevos
mercados. La multiplicación de bienes innovadores no es suficiente
para constituir un nuevo mercado de un tamaño tan considerable como
una serie de automóviles, que arrastra no solamente a la industria
del automóvil sino también a los servicios de manutención y a las
infraestructuras viarias y urbanas. La extensión relativamente
limitada de los mercados potenciales no ha sido tampoco compensada por
el crecimiento de la demanda. Faltaba desde este punto de vista un
elemento de cierre importante que debía llevar las ganancias de
productividad a progresiones rápidas de la demanda en función de
bajadas de precios relativas, inducidas por las avances de la
productividad.
A continuación
asistimos a un desplazamiento de la demanda social, de los bienes
manufacturados hacia los servicios, que se corresponde mal con las
exigencias de la acumulación del capital. Esta deriva se orienta
hacia las zonas de producción (de bienes o de servicios) de un débil
potencial en productividad. También entre bastidores del aparato
productivo, las gastos de servicios ven aumentar su proporción. Esta
modificación estructural de la demanda social es una de las causes
esenciales de la desaceleración de la productividad que, a continuación,
enrarecen las oportunidades de inversiones rentables. Pero la
productividad no se desacelera porque la
acumulación se ralentice. Más bien al contrario, porque la
productividad– en tanto que indicador de beneficios anticipados–
se frena, la acumulación decae y el crecimiento se contiene, lo cual
tiene efectos suplementarios sobre la productividad. Otro elemento que
debemos tomar en consideración es la formación de une economía
realmente mundializada que, confrontando las necesidades sociales más
elementales del Sur con las normas de competitividad del Norte, tiende
a excluir a los productores (y por tanto a las necesidades) del Sur.
En estas condiciones, la distribución de los beneficios no es
suficiente, si éstos se invierten en sectores en los que la
productividad –inferior o con un crecimiento más lento– lastra
las condiciones generales de la rentabilidad. Como la transferencia no
está frenada o compensada por una relativa saturación de la demanda
adecuada, el salario deja, parcialmente de estar adecuado a la
estructura de la oferta y por consiguiente debe ser bloqueado. La
desigualdad del reparto en favor de las capas sociales adineradas
(también a escala mundial) representa entonces, hasta un cierto
punto, una solución al problema de la realización de los beneficios.
El estancamiento del
capitalismo en una fase depresiva resulta por tanto de una brecha
creciente entre la transformación de las necesidades sociales y el
modo capitalista de reconocimiento y de satisfacción, de esas
necesidades. Pero esto quiere decir también que el perfil particular
de la fase actual pone en acción, posiblemente por primera vez en su
historia, los elementos de una crisis sistemática del capitalismo.
Incluso podemos adelantar la hipótesis de que el capitalismo ha
agotado su potencial de progreso, en el sentido de que su reproducción
pasa en adelante por una involución social generalizada. En todo
caso, debemos constatar que se restringen sus capacidades actuales de
ajuste en sus principales dimensiones, tecnológicas, sociales y geográficas.
El capitalismo
contemporáneo se caracteriza por un progreso técnico latente
conjugado con importantes avances de la productividad virtual. Pero la
movilización de estas potencialidades se enfrenta con un triple límite:
– la insuficiencia de la acumulación representa un freno para la
difusión de los nuevos equipamientos y para el rejuvenecimiento rápido
del stock de capital; – la imbricación creciente entre la industria
y los servicios en el corazón mismo del aparato productivo contribuye
a tirar hacia abajo los niveles globales de la productividad; – el
insuficiente dinamismo de la demande refuerza el efecto precedente y añade
un factor especifico de inadecuación a la oferta, a la vez por el
descenso de la elasticidad de la demanda a los precios de los nuevos
productos, y por el desplazamiento de la demanda social hacia
servicios de menor productividad.
Por tanto, si la
tecnología no permite ya modelar la satisfacción de las necesidades
sociales sobre la base de mercancías con fuerte productividad, esto
significa que la adecuación a las necesidades sociales está cada vez
más amenazada y las desigualdades crecientes a la hora del reparto de
las rentas acaban siendo la condición de la realización de las
ganancias. Por esta razón el capitalismo, en su dimensión social, es
incapaz de proponer un “acuerdo institucionalizado” aceptable,
dicho de otra manera, un reparto equitativo de los frutos del
desarrollo. Reivindica, de une manera completamente contradictoria con
su discurso elaborado durante la “edad de oro” de los años de
expansión, la necesidad de la regresión social para sostener el
dinamismo de la acumulación. Sin una modificación profunda de las
relaciones de fuerzas, parece incapaz de volver por sí mismo a una
distribución más equilibrada de la riqueza.
En fin, desde el
punto de vista geográfico, el capitalismo ha perdido su vocación de
extensión en profundidad. La apertura de vastos mercados potenciales
después de la caída del Muro de Berlín no ha constituido el nuevo
Eldorado imaginado, y por consiguiente tampoco el “choque exógeno”
salvador. La estructuración de la economía mundial tiende a
endurecer los mecanismos de expulsión forzada restringiendo a los países
del Sur cualquier posible alineamiento sobre las normas de la hiper–competitividad.
Cada vez más, la figura armoniosa de la Tríada es reemplazada por
las relaciones
conflictivas entre los tres polos dominantes. El dinamismo reciente de
los Estados Unidos no sienta las bases de un régimen de crecimiento
que pudiera a continuación reforzarse por su extensión al resto del
mundo. Sus contrapartida se muestran cada vez más evidentes, bajo la
forma de un agotamiento del crecimiento en Europa y aún más en Japón.
Finalmente, la relación entre el Norte y los grandes países
emergentes del Sur (China, India, etc.) está profundamente
desequilibrada. Por ello, la fase actual del capitalismo está situada
bajo el signo de un aumento de las tensiones entre los polos
dominantes de la economía mundial y una inestabilidad creciente de
ella.
En resumen, las
posibilidades de remodelación de estas tres dimensiones (tecnológica,
social, geográfica) susceptibles de suministrar el marco
institucional de una nueva fase expansiva parecen limitadas y esta
onda larga está llamada probablemente a prolongarse en condiciones de
débil crecimiento. Parafraseando una formula célebre, la Edad de Oro
ha representado sin duda “la fase superior del capitalismo”, todo
lo bueno que podía ofrecer.
Retirando
ostensiblemente esta oferta proclama la reivindicación de un auténtico
derecho a la regresión social.
¿Nueva economía,
nueva onda larga?
¿Estamos entrando en
una nueva fase de crecimiento duradero? Podemos reunir los elementos
de repuesta ya propuestos enunciando de manera sintética los
ingredientes de una fase expansiva: como condiciones inmediatas, un
nivel suficientemente elevado de la tasa de ganancia y la recuperación
de la acumulación; un contexto relativamente estable, especialmente
desde el punto de vista de la estructuración de la economía mundial,
que asegure las condiciones de mantenimiento de la tasa de ganancia a
un nivel elevado. Este primer conjunto de condiciones definen un
esquema de reproducción que establece que se compra lo que se
produce. No obstante hay que añadir las exigencia de legitimidad
social que define un “orden productivo” y garantiza la reproducción
general del modelo.
La especificidad
absolutamente inédita de la fase actual radica precisamente en que el
restablecimiento de la tasa de ganancia no ha permitido la recuperación
de ninguna de las otras curvas del capitalismo. La tasa de acumulación,
la tasa de crecimiento del PIB y de la productividad del trabajo están
todas a la baja, precisamente cuando la tasa de ganancia crece.
Cierto, la fase más
reciente de la “nueva economía” se ha desplazado en parte hacia
los Estados Unidos, donde se ha podido constatar una modificación de
las tres curvas: acumulación, crecimiento y productividad. Pero dicho
restablecimiento ha sido muy limitado en el tiempo y todavía más en
el espacio: a pesar de la recuperación, de los avances en la tasa de
ganancia, el capitalismo mundial no ha entrado en una nueva fase
expansiva. Le han faltado esencialmente tres atributos : un orden económico
mundial, áreas de acumulación rentable suficientemente extensas y un
modo de legitimación social. La fase actual está particularmente
dilatada, porque no ha sido capaz de concluir en un orden productivo
coherente y sobre una estructuración estable de la economía mundial.
Podemos situar sintéticamente
la matriz teórica propuesta aquí respecto a otros enfoques. No se
opone como tal al enfoque regulacionista [14] inicial, con el que
presenta puntos comunes en cuanto a las cuestiones planteadas y a su
principio general: para funcionar bien, el capitalismo necesita de un
conjunto de elementos constitutivos de lo que podemos llamar un modo
de regulación, un orden productivo o un periodo histórico.
Lo importante es
combinar la historicidad y la posibilidad de esquemas de reproducción
relativamente estables. Pero hay que distanciarse de los trabajos
regulacionistas de la “segunda generación” situados bajo el signo
de la armonía espontánea, y atentos sobre todo a diseñar las líneas
de un nuevo contrato social, como si ésta fuera la lógica natural de
funcionamiento del capitalismo y como si éste dispusiera
permanentemente de un stock de modos de regulación y bastara con
animarlo a elegir bien.
Este enfoque se
distingue también de una interpretación marxista monocausal que hace
de la tasa de ganancia instantánea el alfa y el omega de la dinámica
del capital. Pero sobre todo, hay que diferenciarlo de los enfoques
que dan un papel desproporcionado a la tecnología. Sí existe una
relación orgánica entre la sucesión de ondas largas y las
revoluciones científicas y técnicas, ésta no puede llevarnos une
visión “a lo Schumpeter” en la que la innovación sería en sí
misma la clave de la apertura de una nueva fase de expansión.
Las mutaciones
ligadas a la informática constituyen indudablemente un nuevo
“paradigma técnico–económico” –por retomar la terminología
de Freeman y de Louçã [15]– pero ésta no es suficiente para
fundar una nueva fase expansiva. Por ello es muy urgente distanciarse
de un cierto cientifismo marxista que los defensores del capitalismo
toman a su cargo, fingiendo creer que la revolución tecnológica en
curso basta para definir un modelo social coherente.
La teoría de las
ondas largas permite reanudar con la radicalidad crítica del
marxismo. Si el capitalismo tiene tantas dificultades para establecer
las bases de un orden relativamente estable y socialmente atractivo,
es porque está confrontado a una verdadera crisis sistémica. En
adelante, su prosperidad se basa sobre la negación de una gran parte
de las necesidades sociales. Llegado a este estadio, las presiones que
podemos ejercer sobre él para hacerlo funcionar de otra manera, para
“regularlo”, deben ser tan fuertes que se distingan cada vez menos
de un proyecto global de transformación social. Por consiguiente, hay
que aprender a ser radical, o dicho de otro modo, “a ir a la raíz
de las cosas”, y el retorno a Marx es una etapa de este trayecto. La
edición resumida de Gabriel Deville tiene, desde este punto de vista,
la inmensa ventaja de hacer accesible a un público amplio la obra
maestra de Marx.
Lecturas
complementarias:
Ernest Mandel. El
Capital. Cien años de controversias en torno a la obra de Karl Marx.
Siglo XXI, México, 1985.
Ernest Mandel,
Iniciación a la economía marxista http://www.ernestmandel.org/es/escritos/pdf/iniciacion%20a%20la%20economia%20marxista.pdf
Obras de Marx en
internet http://www.marxists.org/espanol/m-e/index.htm
El Capital en
Internet http://www.ucm.es/info/bas/es/marx-eng/capital.htm
Notas:
1 Prólogo a la edición
resumida del Capital de Gabriel Deville, Los libros de la frontera, Barcelona,
2007.
2 Michel Husson es
economista, miembro del Consejo científico de ATTACFrancia. http://hussonet.free.fr
3
Jacques Attali, Karl Marx ou l’esprit du monde, Fayard, Paris, 2005.
4 Puede encontrarse
una exposición sintética en el primer capítulo de A. Martin, M. Dupont, M. Husson,
C. Samary y H. Wilno, Elementos de análisis económico marxista, Los Libros
de la Catarata, Serie Viento Sur, 2002, http://hussonet.free.fr/engranaj.pdf.
5 Karl Marx, El
Capital, Libro 3, Fondo de Cultura Económica, México, 1995, p.360.
6 Karl Marx, El
Capital, Libro 3, Fondo de Cultura Económica, México, 1995, p.374.
7
Anwar M. Shaikh, “The Stock Market and the Corporate Sector : A
Profit-Based
Approach”,
The Jerome Levy Economics Institute, Working Paper n°146, 1995,
http://hussonet.free.fr/shaikh.pdf.
8 André Gorz, L’immatériel,
Galilée, 2003.
9 Enzo Rullani, “El
capitalismo cognitivo: du déjà vu?”, traducción de “Le capitalisme cognitif
: du déjà-vu ?”, Multitudes n°2, 2000,http://sindominio.net/arkitzean/multitudes/multitudes2/rullani.htm.
Para una crítica, ver Michel Husson,
“¿ Hemos entrado en el capitalismo cognitivo ?”, http://hussonet.free.fr/cognitic.pdf.
10 Karl Marx,
Elementos fundamentales para la critica de la economía política (Grundrisse), Siglo
XXI, Madrid, 1997, vol.2, p.220.
11 Karl Marx, El
capital, esta edición, p.287.
12 Karl Marx, El
Capital, Libro 3, Fondo de Cultura Económica, México, 1995, p.759.
13 Ernest Mandel, Las
ondas largas del desarrollo capitalista, Siglo XXI, Madrid, 1986.
14 Para una crítica
de la escuela de la regulación, ver Michel Husson, “L'école de la régulation, de Marx
à la Fondation Saint-Simon : un aller sans retour ?”, en Jacques Bidet y Eustache
Kouvelakis, Dictionnaire Marx contemporain, PUF, 2001, http://hussonet.free.fr/regula99.pdf.
15
Christopher Freeman y Francisco Louçã, As time goes by, From the
Industrial
Revolutions
to the Information Revolution, Oxford University Press, 2002.
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