Teoría

 

Leer hoy “El Capital” de Marx [1]

Por Michel Husson [2]
Hussonet, junio de 2007

Una introducción a El Capital no puede tener actualmente otro sentido que justificar el interés de su lectura para comprender el capitalismo contemporáneo. Francamente, no es tan difícil. En efecto, la gran prensa económica suele hacer periódicamente referencia explícita a la crítica marxista del capitalismo. Así, en su edición del 19 de diciembre de 2002, The Economist escribía que “el comunismo como sistema de gobierno está muerto o agonizante” pero, no obstante “su porvenir parece asegurado en tanto que sistema de ideas”. Business Week del 20 enero de 2003 evocaba el retorno de la lucha de clases. Más recientemente, en el Financial Times del 28 de diciembre de 2006, John Thornhill señalaba que “el reciente desarrollo de la mundialización que, desde muchos puntos de vista, recuerda a la época de Marx, ha conducido sin ninguna duda a un interés renovado por su critica del capitalismo (…) ¿Cómo puede ser que el dos por ciento más rico de la población adulta posea más del 50% de la riqueza mundial mientras que la mitad más pobre no posea más que el 1 %? ¿Cómo se puede comprender el capital sin leer Das Kapital?”. En Francia, Jacques Attali, acaba de publicar une biografía de Marx [3] en la que sostiene que sólo hoy podemos plantearnos las cuestiones a las que respondía Marx.

Sin embargo, estas referencias no son suficientes para ignorar una objeción, a fin de cuentas legitima: ¿reclamándonos de una obra fechada en el siglo XIX para analizar la realidad actual, no nos arriesgamos a caer en un arcaísmo dogmático? Esta alusión al arcaísmo debe tomarse en consideración, y puede justificarse a partir de dos postulados, de los cuales uno solo sería suficiente para convertir en caduca la referencia marxista. Para justificar el recurso al aparato conceptual marxista, tendremos que poner en cuestión uno y otro de esos postulados.

El primero es que la ciencia económica habría realizado, después de Marx, progresos cualitativos, e incluso habría efectuado cambios de paradigma irreversibles. En ese caso, el análisis marxista se habría vuelto obsoleto, no tanto en razón de las transformaciones de su objeto, sino por los progresos de la ciencia económica.

Pero esta concepción de la “ciencia económica” como una ciencia, y en todo caso como una ciencia unificada que ha progresado linealmente, debe ser recusada. Contrariamente a la física, por ejemplo, los paradigmas de la economía continúan realmente coexistiendo de manera conflictiva, como lo han hecho desde el comienzo. La economía dominante actual, llamada neoclásica, está construida sobre un paradigma que no difiere en lo fundamental del de las escuelas pre–marxistas o incluso pre–clásicas. El debate triangular entre la economía “clásica” (Ricardo), la economía “vulgar” (Say o Malthus) y la crítica de la economía política (Marx) continúa aproximadamente en los mismos términos. Las relaciones de fuerzas que existen entre eso tres polos han evolucionado, pero no según un esquema de eliminación progresiva de paradigmas que caerían poco a poco en el campo pre–científico.

La economía dominante no domina a causa de sus efectos de conocimiento propios, sino en función de las relaciones de fuerza ideológicas y políticas más generales. Por poner un solo ejemplo, podemos referirnos al debate perfectamente de actualidad sobre las “trampas del desempleo” : las indemnizaciones demasiado generosas desanimarían a los parados a retomar un empleo y ésta sería una de las principales causas de la persistencia del paro. Curiosamente, se trata exactamente de los mismos argumentos que ya fueron avanzados en Gran Bretaña para rechazar la ley sobre los pobres (en 1832). Se trata pues de una cuestión social que ningún progreso de la ciencia ha conseguido superar.

El segundo postulado afirma que el capitalismo de nuestro tiempo sería cualitativamente diferente del que fue objeto de los estudios de Marx. Sus análisis pudieron ser útiles para comprender el capitalismo del siglo XIX, pero han acabado resultando obsoletos por las transformaciones que han intervenido desde entonces en las estructuras y los mecanismos del capitalismo. Es verdad, evidentemente el capitalismo contemporáneo no se parece, en sus formas de existencia, al que conoció Marx. Pero las estructuras determinantes de este sistema permanecen invariables; es más, podemos sostener que, por el contrario, el capitalismo contemporáneo está más próximo de un funcionamiento “puro” de lo que lo estaba el de la “edad de oro” que va desde la Segunda Guerra Mundial a la mitad de los años setenta.

Si adoptamos este doble punto de vista (ausencia de progreso acumulativo de la “ciencia” económica y continuidad de las estructuras capitalistas) es lícito aplicar los esquemas marxistas hoy en día. Pero no podemos quedar satisfechos con una versión debilitada del dogmatismo que consistiría, más o menos, en hacer entrar de manera forzada la realidad actual en un marco conceptual marxiano. Tenemos todavía que demostrar que extraemos un beneficio, una plusvalía y que hemos conseguido comprender mejor el capitalismo contemporáneo. Esto es lo que tratamos de demostrar a lo largo de este texto, a partir de algunos ejemplos.

La teoría del valor

La teoría del valor–trabajo está en el corazón del análisis marxista del capitalismo. Nada más normal pues que comenzar por ella si queremos evaluar la utilidad de esta herramienta marxista para la comprensión del capitalismo contemporáneo. No se trata de exponer       aquí esta teoría en todos sus aspectos [4]. Pero al menos podemos resumirla muy sucintamente alrededor de una idea central: el trabajo humano es la única fuente de creación de valor. Por valor, hay que entender aquí el valor monetario de las mercancías producidas bajo el capitalismo. Por lo tanto nos vemos confrontados a un verdadero enigma, que las transformaciones del capitalismo no han conseguido hacer desaparecer: un régimen económico en el que los trabajadores producen la integridad del valor aunque no reciben más que una fracción bajo la forma de salarios, mientras que el resto va a los beneficios. Los capitalistas compran los medios de producción (máquinas, materias primas, energía, etc.) y la fuerza de trabajo; de esta manera producen las mercancías que venden y se reencuentran finalmente con más dinero del que habían invertido al inicio. El producto es la diferencia entre el precio de venta y el precio de coste de esta producción. Ésta es la constante que sirve de definición en los manuales, pero el misterio de la fuente del beneficio queda sin aclarar.

En torno a esta cuestión, absolutamente fundamental, Marx comenzará su análisis del capitalismo en El Capital. Antes que él los grandes clásicos de la economía política, como Smith o Ricardo, procedían de manera distinta cuando se preguntaban sobre lo que regulaba el precio relativo de las mercancías: ¿por qué, por ejemplo, una mesa valía el equivalente del precio de cinco pantalones? La respuesta que se imponía inmediatamente era afirmar que esta relación de uno a cinco reflejaba aproximadamente el tiempo de trabajo necesario por producir un pantalón o una mesa. Se trata de lo que podríamos llamar la versión elemental del valor–trabajo. A continuación, esos economistas –que Marx llamaba clásicos y que respetaba (a diferencia de otros economistas que llamará “vulgares”)– tratan de descomponer el precio de una mercancía.

Además del precio de las materias primas, éste incorpora tres grandes categorías, la renta, el beneficio y el salario. Esta fórmula “trinitaria” parece muy simétrica : la renta es el precio de la tierra, el beneficio el precio del capital, y el salario es el precio del trabajo. De ahí la contradicción siguiente: por un lado, el valor de una mercancía depende de la cantidad de trabajo necesario para su producción; pero, por otro lado, éste no comprende solamente al salario. El análisis se complica más aún cuando tenemos en cuenta, como hace Ricardo, que el capitalismo se caracteriza por la formación de una tasa general de beneficio; dicho de otra manera, que los capitales tienden a tener la misma rentabilidad sea cual sea la rama en la que han sido invertidos.

Ricardo no llegará a resolver esta dificultad. Marx propone su propia solución, que es a la vez genial y simple (al menos a posteriori). Él aplica a la fuerza de trabajo, esta mercancía un poco particular, la distinción clásica, que hace suya, entre valor de uso y valor de cambio. El salario es el precio de la fuerza de trabajo que es socialmente reconocido en un momento dado como necesaria para su reproducción. Desde ese punto de vista, el intercambio entre el vendedor de la fuerza de trabajo y el capitalista es, por regla general, una relación igual. Pero la fuerza de trabajo dispone de la propiedad particular, que es su valor de uso, de producir el valor. El capitalista se apropia íntegramente de este valor producido, pero no paga más que una parte, porque el desarrollo de la sociedad permite que los salarios pueden producir durante su tiempo de trabajo un valor mayor del que éste puede recuperar en la forma de salario.

Hagamos lo mismo que Marx, en las primeras líneas de El Capital, y observemos la sociedad como una “inmensa acumulación de mercancías” todas producidas por el trabajo humano. Podemos hacer dos montones: el primero está formado por los bienes y servicios de consumo que regresan a los trabajadores; el segundo comprende los bienes llamados “de lujo” y los bienes de inversión, que corresponden a la plusvalía. El tiempo de trabajo del conjunto de esta sociedad puede a la vez descomponerse en dos: el tiempo consagrado para producir el primer montón es llamado por Marx el trabajo necesario, y el sobretrabajo es el que se dedica a la producción del segundo montón.

Esta representación resulta en el fondo bastante simple; para llegar a una conclusión, tenemos, evidentemente, que retroceder un poco y adoptar un punto de vista social. Es muy difícil dar este paso precisamente porque la fuerza del capitalismo radica en proporcionar una visión de la sociedad como una larga serie de intercambios iguales. Contrariamente al feudalismo en el que el sobretrabajo resultaba físicamente perceptible –el campesino debía trabajar un cierto número de días por año en las tierras del señor o le entregaba una fracción de su propia cosecha– esta distinción entre trabajo necesario y sobretrabajo resulta opaca en el capitalismo, a causa de las modalidades del reparto de las riquezas y de una muy profunda división social del trabajo. En realidad, este dispositivo funciona todavía hoy e incluso adquiere con la financiarización una forma exacerbada.

Las finanzas ¿crean valor?

La euforia bursátil y las ilusiones creadas por la “nueva economía” han creado la impresión de que cualquiera podía “enriquecerse durmiendo”, y que las finanzas se habían convertido en una fuente autónoma de valor. Estas ilusiones no tienen nada de original, y encontramos en El Capital todo los elementos para hacer una critica, especialmente en los análisis del Libro Tercero dedicados al reparto del beneficio entre interés y el beneficio de empresa. Marx escribe por ejemplo que : “He aquí por qué en la concepción vulgar de la gente se considera el capital–dinero, el capital a interés, como el verdadero capital, como el capital por excelencia” [5]. En efecto, éste parece capaz de procurar un beneficio, independientemente de la explotación de la fuerza de trabajo.

Por eso, Marx añade: “Para la economía vulgar, que pretende presentar el capital como fuente independiente de valor, de creación de valor, esta forma es, naturalmente, un magnifico hallazgo, la forma en que ya no es posible identificar la fuente de la ganancia y     en que el resultado del proceso capitalista de producción – desglosado del proceso mismo – cobra existencia independiente” [6].

La teoría del valor es, por lo tanto, particularmente útil para tratar correctamente el fenómeno de la financiarización. Una presentación ampliamente extendida consiste en decir que los capitales tienen siempre la alternativa de invertir en la esfera productiva o de situarse en los mercados financieros especulativos, y que han de arbitrar entre los dos en función de los rendimientos esperados. Este punto de vista puede tener algunas virtudes críticas, pero tiene el defecto de sugerir que existen dos medios alternativos de ganar dinero. En realidad, es posible enriquecerse en la Bolsa, pero sólo sobre la base de una punción operada sobre la plusvalía, de modo que el mecanismo establece unos límites, los de la explotación, y que el movimiento de valorización bursátil no puede autoalimentarse indefinidamente.

Desde un punto de vista teórico, los cursos de la Bolsa deben ser valorados en relación con los beneficios esperados. Esta relación es, evidentemente, muy imperfecta, y depende también de la estructura de financiamiento de las empresas: según éstas se financien principalmente, o accesoriamente, sobre los mercados financieros, el curso de la acción será un indicador más o menos preciso. El economista marxista Anwar Shaikh ha presentado una investigación en la que muestra que esta relación funciona bien para los Estados Unidos [7]. También se puede aplica en el caso francés: entre 1965 y 1995, el índice de la Bolsa de Paris es claramente correlativo con la tasa de ganancia.

Pero esta ley ha sido claramente desmentida en la segunda mitad de los años 90: en Paris, el índice CAC40 por ejemplo se ha multiplicado por tres en cinco años, lo que resulta verdaderamente extravagante. La conmoción bursátil de comienzos de los años 2000 debe interpretarse, por lo tanto, como una forma de llamada al orden    por parte de la ley del valor, que construye su camino sin preocuparse de las modas económicas. El retorno de lo real tiene como referencia, a fin de cuentas, la explotación de los trabajadores, que es el verdadero “fundamento” de la Bolsa. El crecimiento de la esfera financiera y de las rentas que ésta procura, sólo es posible en proporción exacta con el aumento de la plusvalía no acumulado y tanto la una como la otra admiten limites, que han sido alcanzados.

¿Fin del trabajo y, por lo tanto, del valor–trabajo ?

Las teorizaciones nacidas de la “nueva economía” concluyen en la idea de que las nuevas tecnologías convierten en obsoleto el valortrabajo, porque introducen transformaciones fundamentales en la naturaleza de las mercancías. En particular, la determinación de su valor por el trabajo socialmente necesario ya no correspondería al lugar obtenido por el conocimiento en la producción.

Las mercancías modernas toman cada vez más la forma de bienes y servicios inmateriales: programas de ordenador, proyecciones, información, etc. Pero esto no pone en cuestión la teoría del valortrabajo, para la cual la mercancía no es una cosa. No es su existencia material lo que constituye la mercancía, sino una relación social ampliamente independiente de la forma concreta del producto: es mercancía aquello que es vendido como medio de rentabilizar un capital.

Otra característica de estas mercancías radica en su capacidad de reproducción, que se deduce de una estructura de costes particulares: la concepción del producto necesita una aportación inicial de fondos importante y concentrada en el tiempo, en la que los gastos de trabajo cualificado ocupan un lugar creciente; las inversiones se desvalorizan rápidamente y hay que rentabilizarlas en un período corto; los gastos variables de producción o de reproducción son relativamente débiles; en fin, es posible apropiarse gratuitamente de la innovación o del producto mismo.

Se habla también de indivisibilidad, noción que se aplica sin problemas a la información : una vez ésta es producida, su difusión no priva a nadie de su disfrute, contrariamente por ejemplo a un libro que no puedo leer, si lo he dado o prestado.

En la medida en que las nuevas tecnologías introducen la posibilidad de una producción y de una difusión casi gratuitas, éstas entran en contradicción con la lógica del beneficio. Para funcionar según sus reglas habituales, el capitalismo debe limitar esas posibilidades por medio de dispositivos jurídicos que protegen la propiedad industrial (patentes, derechos de autor, licencias, etc.) y por procedimientos que destruyen el valor de uso de ciertas innovaciones. Un ejemplo reciente es la invención de garantías que prohíben la transferencias y la lectura de los ficheros digitales.

Por tanto, las mercancías modernas no llevan a la emergencia de un nuevo modo de producción que superaría la ley del valor, como pretenden ciertos teóricos del “capitalismo cognitivo”. Por el contrario, como ha señalado André Gorz, “el capitalismo cognitivo, es la contradicción del capitalismo” [8]. En efecto volvemos a encontrarnos con la contradicción absolutamente clásica entre la forma que toma el desarrollo de las fuerzas productivas (aquí, la potencial difusión gratuita) y las relaciones de producción capitalista, que buscan reproducir el estatuto de mercancía, en sentido opuesto a las potencialidades de las nuevas tecnologías.

Estos mismas teorías de la superación del valor–trabajo insisten sobre el papel que desempeña el conocimiento en los procesos productivos, que dejarían particularmente en mal lugar a la teoría del valor–trabajo. Para Enzo Rullani, “el conocimiento se ha convertido en un factor necesario, tanto como el trabajo y el capital” y el capitalismo cognitivo “funciona de manera diferente del capitalismo a secas”. Por eso, “Ni la teoría del valor, de la tradición marxista, ni la liberal, actualmente dominante, pueden dar cuenta del proceso de transformación del conocimiento en valor” [9].

Esto significa ignorar que una de las fuentes esenciales de la eficacia del capitalismo ha residido siempre en la incorporación de las capacidades de los trabajadores a su maquinaria social. Marx ya señalaba que: “La acumulación del saber y de la destreza, de las fuerzas productivas generales del cerebro social, es absorbida así, con respecto al trabajo, por el capital y se presenta por ende como propiedad del capital, y mas precisamente del capital fijo” [10]. La idea según la cual el capital goza de la facultad de apropiarse de los progresos de la ciencia (o del conocimiento) no es desde luego nada novedosa en el campo del marxismo. Por el contrario, uno de las grandes aportaciones de Marx está en haber demostrado que el capital no era un parque de maquinas o de ordenadores en red, sino una relación social de dominación.

El análisis del paro

El capitalismo, particularmente el europeo, se caracteriza desde hace de dos decenios, por un retroceso de la participación de los salarios en la renta nacional, por la persistencia de un paro masivo y por la extensión de la precariedad. Una de las maniobras para justificar esta situación por parte de la economía dominante consiste en referirse la teoría de la tasa de paro de equilibrio. Se le llama también NAIRU (non accelerating inflation rate of unemployment) por encima del cual se desencadena la inflación. Toda política orientada a recuperar el pleno empleo sería ilusoria, ya que la baja de la tasa de paro desencadenaría un aumento de la inflación que, finalmente, conduciría la tasa del paro a su valor “de equilibrio”.

Pero sí examinamos más de cerca esta formulación, descubrimos que se trata más bien de una teoría de la “tasa de explotación de equilibrio”, tanto más elevada cuanto aumentan la tasa de paro y las ganancias de productividad, a condición de que éstas últimas no se    repercutan plenamente sobre los salarios. Este enfoque moderno es solamente una reformulación de la teoría de Marx, como se muestra en esta cita: “La proporción diferente en que la clase obrera se descompone en ejército activo y ejército de reserva, el aumento o la disminución del sobrante relativo de población correspondiente al flujo y reflujo del periodo industrial, determinan exclusivamente las variaciones en el tipo general de los salarios” [11]. Todo esto sucede como sí las política europeas se inspiraran directamente de este análisis, que permite comprender por qué éstas se fijan como objetivo aumentar la tasa de empleo, y no reducir la tasa de paro. Se trata de crear empleos a condición de hacer progresar aún más rápidamente las incorporaciones al mercado de trabajo para mantener la presión ejercida por lo que Marx llamaba el “ejército industrial de reserva”. Esto nos facilita una descripción bastante fiel de las reglas de funcionamiento de un capitalismo que trata de aumentar la tasa de explotación, manteniendo la presión ejercida por el paro masivo sobre los salarios, y desconectar su progresión de los avances en la productividad.

La mercancía contra las necesidades sociales

Una de las tendencias más sorprendentes del capitalismo contemporáneo es tratar de transformar en mercancías lo que no lo es o no lo debería ser, en primer lugar, la seguridad social y los servicios públicos. Este proyecto es doblemente reaccionario: afirma la voluntad del capitalismo de volver a su “estado natural” borrando todo lo que había podido civilizarlo y, a la vez, revela su incapacidad profunda tomar a su cargo los nuevos problemas que se plantean a la humanidad. La distinción establecida por Marx entre valor de cambio y valor de uso es aquí una clave esencial para comprender las exigencias del capitalismo. No es que no quiera responder adecuadamente a las exigencias racionales y a las aspiraciones legitimas, como curar a los enfermos de sida o limitar las emisiones de gas de efecto invernadero; es que lo condiciona a que estas    exigencias y aspiraciones pasen bajo las horcas caudinas de la mercancía y de las ganancias. En el caso del sida, el principio intangible es vender los medicamentos al precio que rentabilice su capital, y tanto peor sí dicho precio es asequible solamente para una minoría de las personas afectadas.

Se trata claro está de la ley del valor, que se aplica aquí con su eficacia propia, que no radica en curar al máximo de enfermos sino en rentabilizar el capital invertido. Las luchas que apuntan, con ciertos éxitos, en contra de ese principio de eficacia tienen, por lo tanto, un contenido anticapitalista inmediato, ya que la alternativa pasa por financiar la investigación con fondos públicos y, a continuación, distribuir los medicamentos en función del poder de compra de los pacientes, o incluso gratuitamente. Cuando los grandes grupos farmacéuticos se oponen ferozmente a la producción y a la difusión de medicamentos genéricos, es el estatus de mercancías y el estatus del capital de sus inversiones lo que defienden, con una gran lucidez.

Idéntica oposición nos encontramos a propósito de la lucha contra el cambio climático. Aquí también, las potencias capitalistas (grupos industriales y gubernamentales) rechazan el más pequeño paso hacia una solución racional como la planificación energética a escala planetaria. Tratan de buscar sucedáneos como las “ecotasas” o los “derechos de emisión”. Para ellos se trata de incluir la gestión de este problema en el espacio de los utensilios mercantiles donde, dicho sea sintéticamente, se juega sobre los costes y los precios, en vez de sobre las cantidades. Lo que pretenden es crear seudomercancías y de seudo–mercados, en los que el ejemplo más caricaturesco es el proyecto de mercado de los derechos de emisión.

Esto es un puro absurdo que no resiste siquiera a las contradicciones interimperialistas, como lo ha demostrado la renuncia unilateral de los Estados–Unidos a los acuerdos de Kyoto, por lo demás bastante tímidos.

Al mismo tiempo, el capitalismo contemporáneo trata de organizar la economía mundial y el conjunto de las sociedades según sus propias modalidades, dando la espalda a los objetivos del bienestar.

El proceso de constitución de un mercado mundial se desarrolla de manera sistemática y pretende, en el fondo, el establecimiento de una ley del valor internacional. Pero este proyecto se enfrenta a profundas contradicciones, porque se basa en la negación de las diferencias de productividad que obstaculizan la formación de un espacio de valorización homogéneo. Este olvido tiene consecuencias de expulsión forzada que implican la eliminación potencial de todo trabajo que no se sitúa por encima de las normas de rentabilidad más elevadas, normas que el mercado mundial tiende a universalizar.

Así, los países son fraccionados entre dos grandes sectores, los que se integran en el mercado mundial, y los que deben ser mantenidos al margen. Se trata pues de un anti–modelo de desarrollo, y ese proceso de dualización de los países del Sur resulta estrictamente idéntico al que llamamos exclusión en los países del Norte.

A quien la patronal querría desplazar al estatus de una pura mercancía es, finalmente, a la propia fuerza de trabajo. El proyecto de “refundación social” de la patronal francesa expresa bien esta ambición de no tener que pagar al trabajador asalariado más que en el momento en que trabaja por el patrón, lo que significa reducir al mínimo y cargar sobre las finanzas públicas los elementos del salario socializado, “remercantilizar” las jubilaciones, y hacer desaparecer la noción misma del horario legal del trabajo. Este proyecto da la espalda al progreso social que, por el contrario, pasa por la “desmercantilización” y el tiempo libre. Para alcanzar este objetivo no es necesario contar con las innovaciones de la técnica, sino con un proyecto radical de transformación social que es el único medio para enviar la vieja ley del valor al museo de las antigüedades. La lucha por el tiempo libre como medio privilegiado de redistribuir los logros de la productividad es, por lo tanto, la vía fundamental para lograr que el trabajo deje de ser una mercancía y que la aritmética de las necesidades sociales substituya a la del negocio.

Esta es la vía trazada por Marx en uno de los últimos capítulos de El Capital : “La libertad, en este terreno, sólo puede consistir en que el hombre socializado, los productores asociados, regulen racionalmente éste su intercambio de materias con la naturaleza, lo pongan bajo su control común en vez de dejarse dominar por él como por un poder ciego, y lo lleven a cabo con el menor gasto posible de fuerzas y en las condiciones más adecuadas y más dignas de su naturaleza humana. Pero, con todo ello, siempre seguirá siendo éste un reino de la necesidad. Al otro lado de sus fronteras comienza el despliegue de las fuerzas humanas que se considera como fin en sí, el verdadero reino de la libertad, que sin embargo sólo puede florecer tomando como base aquel reino de la necesidad.

La condición fundamental para ello es la reducción de la jornada de trabajo” [12].

La teoría de la acumulación

La teoría marxista de la acumulación y de la reproducción del capital propone un marco de análisis de la dinámica del modo de producción capitalista, el cual está dotado de un principio de eficacia especifica, que no le impide caer regularmente en contradicciones (que, hasta ahora, ha conseguido remontar). Su historia le ha hecho recorrer diferentes fases que le aproximan a una crisis sistémica referida a su principio central de funcionamiento, sin que de ello se deba deducir la inevitabilidad de su hundimiento final.

Empecemos por una apología paradójica: el capitalismo es, en la historia de la humanidad, el primer modo de producción que ha mostrado semejante dinamismo. Lo podemos medir, por ejemplo, por medio de la ampliación sin precedentes de la productividad del trabajo en la segunda mitad del siglo XIX, que llevó a Marx a afirmar que el capitalismo revolucionaba las fuerzas productivas.

Esta auténtica hazaña se deriva de su característica esencial: la competencia entre capitales privados movidos por la búsqueda de la rentabilidad máxima. Dicha competencia se basa en una tendencia permanente a la acumulación del capital (“la Ley y los profetas”, decía Marx), que transforma permanentemente los métodos de producción y los productos mismos y no se contenta con aumentar la escala de la producción.

Estos logros tienen por contrapartida dificultades estructurales de funcionamiento, que se manifiestan por crisis periódicas. Nos encontramos con dos contradicciones absolutamente centrales que combinan una tendencia, por una parte, a la sobreacumulación, y por otra parte, a la sobreproducción. La tendencia a la sobreacumulación es la contrapartida de la competencia : cada capitalista tiende a invertir para ganar cuotas de mercado, sea bajando sus precios, sea mejorando la calidad del producto. Esta tendencia se refuerza cuando el mercado es su portador y la rentabilidad es elevada. Pero la suma de estas acciones, racionales cuando están tomadas separadamente, conducen casi automáticamente a una sobreacumulación. Dicho de otra manera, globalmente hay demasiadas capacidades de producción activas, y por ello mismo, demasiado capital para que éste pueda ser rentabilizado al nivel precedente. Lo que se gana en productividad se paga con un anticipo en capital por puesto de trabajo; lo que Marx denominaba la composición orgánica del capital.

La segunda tendencia se refiere a las ventas. La sobreacumulación arrastra a la sobreproducción, en cuanto se producen también demasiadas mercancías en relación a lo que el mercado puede absorber. Este desequilibrio proviene de un subconsumo relativo cada vez que la distribución de las rentas no crea el poder de compra necesario para vender la producción. Marx estudió durante largo tiempo las condiciones de la reproducción del sistema; podemos resumir sus ideas diciendo que el capitalismo utiliza un motor de dos tiempos: necesita el beneficio, claro está, pero también necesita que las mercancías sean efectivamente vendidas para que se pueda embolsar realmente dicho beneficio, “realizarlo” por retomar el término de Marx. Marx muestra que estas condiciones no son absolutamente imposibles de alcanzar, pero que nada garantiza que sean satisfechas duraderamente.

La competencia entre capitales individuales conlleva permanentemente el riesgo de sobreacumulación y, por consiguiente, de desequilibrio entre los dos grandes “sectores” de la economía : el que produce los medios de producción (bienes de inversión, energía, materias primeras, etc.) y el que produce los bienes de consumo.

Pero la fuente principal del desequilibrio es la lucha de clases: cada capitalista está interesado en bajar los salarios de sus propios asalariados, pero si todos los salarios están bloqueados, caen las ventas. Entonces es necesario que el beneficio obtenido gracias al bloqueo de los salarios sea redistribuido hacia otras capas sociales, que lo consumen y substituyen así al consumo menguante de los salarios.

Por lo tanto, el funcionamiento del capitalismo es esencialmente irregular. Su trayectoria está sometida a dos tipos de movimientos que no tienen la misma amplitud. Tenemos por un lado el ciclo del capital que conduce a la sucesión regular de booms y de recesiones.

Estas crisis periódicas más o menos intensas, forman parte del funcionamiento “normal” del capitalismo. Se trata de “pequeñas crisis” de las el sistema sale de manera automática : la fase de recesión produce la desvalorización del capital, la cual crea las condiciones de la recuperación. Las inversiones constituyen el motor de estas fluctuaciones, en cierta medida automáticas.

La teoría de las ondas largas

Pero el capitalismo tiene una historia que repite ese funcionamiento cíclico y que conduce a la sucesión de periodos históricos, marcados por unas características específicas. La teoría de las ondas largas desarrollada por Ernest Mandel [13] establece las referencias históricas que resumimos en el cuadro siguiente.

La sucesión de las ondas largas

 

Fase expansiva

Fase recesiva

1ª Onda larga

1789–1816

1816–1847

2ª Onda larga

1848–1873

1873–1896

3ª Onda larga

1896–1919

1920–1919/45

4ª Onda larga

1940/45–1967/73

1968/73– ?

 

“La edad de oro”

“La crisis”

Así, con un ritmo mucho más prolongado, el capitalismo presenta una sucesión de fases expansivas y de fases recesivas. Esta presentación sintética requiere algunas precisiones. La primera, que no basta con esperar 25 o 30 años. Si Mandel habla de una onda más que de un ciclo, está claro que su enfoque no se sitúa en un esquema generalmente atribuido –probablemente sin razón – à Kondratieff, de movimientos regulares y alternativos de los precios y de la producción.

Uno de los puntos importantes de la teoría de las ondas largas es romper la simetría de las inflexiones: el paso de la fase expansiva a la fase depresiva es “endógeno”, en el sentido que es resultante de la acción de los mecanismos internos del sistema. El paso de la fase depresiva a la fase expansiva es por el contrario “exógeno”, no automático, y supone una reconfiguración del marco social e institucional.

La idea clave radica aquí en que el paso a la fase expansiva no está garantizado de entrada y que necesita reconstituir un nuevo “orden productivo”. Esto dura todo lo necesario, y no se trata por tanto de un ciclo parecido al ciclo coyuntural en el que la duración puede ser referida a la duración de la vida del capital fijo. Por eso este enfoque no confiere ninguna primacía a las innovaciones tecnológicas: en la definición de este nuevo orden productivo, las transformaciones sociales (relaciones de fuerzas capital–trabajo, grado de socialización, condiciones de trabajo, etc.) tienen un rol esencial.

La tasa de ganancia es un buen indicador sintético de la doble temporalidad del capitalismo. A corto plazo, fluctúa con el ciclo coyuntural, mientras que sus movimientos a largo plazo se acompasan con las grandes fases del capitalismo. La realización de un orden productivo coherente se traduce por su mantenimiento en un nivel elevado y prácticamente “garantizado”. Al cabo de un cierto tiempo, el juego de las contradicciones fundamentales del sistema degrada esta situación, y la crisis está siempre y en todas partes marcada por una baja significativa de la tasa de ganancias. Ésta refleja una doble incapacidad del capitalismo, para reproducir el grado de explotación de los trabajadores y para asegurar la venta de las mercancías. La realización progresiva de un nuevo orden productivo se traduce por un restablecimiento más o menos rápido de la tasa de ganancia. Nos parece útil reformular la ley de la baja tendencia de la tasa de ganancia de este modo: no baja de manera continúa, pero los mecanismos que la impulsan a la baja acaban siempre por vencer a las que Marx llamaba contratendencias. Así, la exigencia de una refundación del orden productivo reaparece periódicamente.

El enfoque marxista de la dinámica a largo plazo del capital podría resumirse en pocas palabras de la manera siguiente: la crisis es segura, pero la catástrofe no lo es. La crisis es segura, en el sentido de que todas las composturas que el capitalismo se inventa, o que se le imponen, no pueden suprimir duraderamente el carácter desequilibrado y contradictorio de su funcionamiento. Sólo el paso hacia otra lógica podría concluir en una regulación estable. Pero estas conmociones periódicas que acompañan su historia no implican, en modo alguno, que el capitalismo se dirija inexorablemente hacia el hundimiento final. En cada una de esas “grandes crisis”, la opción está abierta: puede suceder que el capitalismo sea derrocado, o que se recupere bajo formas que pueden ser más o menos violentas (guerra, fascismo), y más o menos regresivas (giro neoliberal). Éste es el marco en el que debemos examinar la trayectoria del capitalismo contemporáneo.

La reproducción difícil

Para funcionar de manera relativamente armoniosa, el capitalismo necesita de un tasa de ganancia suficiente, pero también de mercados. Pero esto no es suficiente y debe satisfacerse una condición suplementaria: la que se manifiesta bajo la forma de nuevos mercados: éstos deben corresponder a sectores susceptibles de hacer compatibles un crecimiento sostenido con una tasa de ganancia mantenida, gracias a las ganancias de la productividad inducidas. Ahora bien, esta adecuación está constantemente cuestionada por la evolución de las necesidades sociales.

En la medida que el bloqueo salarial se impone como el medio privilegiado de rentabilidad del beneficio en Europa, el crecimiento posible está a priori contrariado. Pero ésta no es la única razón; hay que encontrarla más bien en los límites de tamaño y de dinamismo de esos nuevos mercados. La multiplicación de bienes innovadores no es suficiente para constituir un nuevo mercado de un tamaño tan considerable como una serie de automóviles, que arrastra no solamente a la industria del automóvil sino también a los servicios de manutención y a las infraestructuras viarias y urbanas. La extensión relativamente limitada de los mercados potenciales no ha sido tampoco compensada por el crecimiento de la demanda. Faltaba desde este punto de vista un elemento de cierre importante que debía llevar las ganancias de productividad a progresiones rápidas de la demanda en función de bajadas de precios relativas, inducidas por las avances de la productividad.

A continuación asistimos a un desplazamiento de la demanda social, de los bienes manufacturados hacia los servicios, que se corresponde mal con las exigencias de la acumulación del capital. Esta deriva se orienta hacia las zonas de producción (de bienes o de servicios) de un débil potencial en productividad. También entre bastidores del aparato productivo, las gastos de servicios ven aumentar su proporción. Esta modificación estructural de la demanda social es una de las causes esenciales de la desaceleración de la productividad que, a continuación, enrarecen las oportunidades de inversiones rentables. Pero la productividad no se desacelera porque la       acumulación se ralentice. Más bien al contrario, porque la productividad– en tanto que indicador de beneficios anticipados– se frena, la acumulación decae y el crecimiento se contiene, lo cual tiene efectos suplementarios sobre la productividad. Otro elemento que debemos tomar en consideración es la formación de une economía realmente mundializada que, confrontando las necesidades sociales más elementales del Sur con las normas de competitividad del Norte, tiende a excluir a los productores (y por tanto a las necesidades) del Sur. En estas condiciones, la distribución de los beneficios no es suficiente, si éstos se invierten en sectores en los que la productividad –inferior o con un crecimiento más lento– lastra las condiciones generales de la rentabilidad. Como la transferencia no está frenada o compensada por una relativa saturación de la demanda adecuada, el salario deja, parcialmente de estar adecuado a la estructura de la oferta y por consiguiente debe ser bloqueado. La desigualdad del reparto en favor de las capas sociales adineradas (también a escala mundial) representa entonces, hasta un cierto punto, una solución al problema de la realización de los beneficios.

El estancamiento del capitalismo en una fase depresiva resulta por tanto de una brecha creciente entre la transformación de las necesidades sociales y el modo capitalista de reconocimiento y de satisfacción, de esas necesidades. Pero esto quiere decir también que el perfil particular de la fase actual pone en acción, posiblemente por primera vez en su historia, los elementos de una crisis sistemática del capitalismo. Incluso podemos adelantar la hipótesis de que el capitalismo ha agotado su potencial de progreso, en el sentido de que su reproducción pasa en adelante por una involución social generalizada. En todo caso, debemos constatar que se restringen sus capacidades actuales de ajuste en sus principales dimensiones, tecnológicas, sociales y geográficas.

El capitalismo contemporáneo se caracteriza por un progreso técnico latente conjugado con importantes avances de la productividad virtual. Pero la movilización de estas potencialidades se enfrenta con un triple límite: – la insuficiencia de la acumulación representa un freno para la difusión de los nuevos equipamientos y para el rejuvenecimiento rápido del stock de capital; – la imbricación creciente entre la industria y los servicios en el corazón mismo del aparato productivo contribuye a tirar hacia abajo los niveles globales de la productividad; – el insuficiente dinamismo de la demande refuerza el efecto precedente y añade un factor especifico de inadecuación a la oferta, a la vez por el descenso de la elasticidad de la demanda a los precios de los nuevos productos, y por el desplazamiento de la demanda social hacia servicios de menor productividad.

Por tanto, si la tecnología no permite ya modelar la satisfacción de las necesidades sociales sobre la base de mercancías con fuerte productividad, esto significa que la adecuación a las necesidades sociales está cada vez más amenazada y las desigualdades crecientes a la hora del reparto de las rentas acaban siendo la condición de la realización de las ganancias. Por esta razón el capitalismo, en su dimensión social, es incapaz de proponer un “acuerdo institucionalizado” aceptable, dicho de otra manera, un reparto equitativo de los frutos del desarrollo. Reivindica, de une manera completamente contradictoria con su discurso elaborado durante la “edad de oro” de los años de expansión, la necesidad de la regresión social para sostener el dinamismo de la acumulación. Sin una modificación profunda de las relaciones de fuerzas, parece incapaz de volver por sí mismo a una distribución más equilibrada de la riqueza.

En fin, desde el punto de vista geográfico, el capitalismo ha perdido su vocación de extensión en profundidad. La apertura de vastos mercados potenciales después de la caída del Muro de Berlín no ha constituido el nuevo Eldorado imaginado, y por consiguiente tampoco el “choque exógeno” salvador. La estructuración de la economía mundial tiende a endurecer los mecanismos de expulsión forzada restringiendo a los países del Sur cualquier posible alineamiento sobre las normas de la hiper–competitividad. Cada vez más, la figura armoniosa de la Tríada es reemplazada por las      relaciones conflictivas entre los tres polos dominantes. El dinamismo reciente de los Estados Unidos no sienta las bases de un régimen de crecimiento que pudiera a continuación reforzarse por su extensión al resto del mundo. Sus contrapartida se muestran cada vez más evidentes, bajo la forma de un agotamiento del crecimiento en Europa y aún más en Japón. Finalmente, la relación entre el Norte y los grandes países emergentes del Sur (China, India, etc.) está profundamente desequilibrada. Por ello, la fase actual del capitalismo está situada bajo el signo de un aumento de las tensiones entre los polos dominantes de la economía mundial y una inestabilidad creciente de ella.

En resumen, las posibilidades de remodelación de estas tres dimensiones (tecnológica, social, geográfica) susceptibles de suministrar el marco institucional de una nueva fase expansiva parecen limitadas y esta onda larga está llamada probablemente a prolongarse en condiciones de débil crecimiento. Parafraseando una formula célebre, la Edad de Oro ha representado sin duda “la fase superior del capitalismo”, todo lo bueno que podía ofrecer.

Retirando ostensiblemente esta oferta proclama la reivindicación de un auténtico derecho a la regresión social.

¿Nueva economía, nueva onda larga?

¿Estamos entrando en una nueva fase de crecimiento duradero? Podemos reunir los elementos de repuesta ya propuestos enunciando de manera sintética los ingredientes de una fase expansiva: como condiciones inmediatas, un nivel suficientemente elevado de la tasa de ganancia y la recuperación de la acumulación; un contexto relativamente estable, especialmente desde el punto de vista de la estructuración de la economía mundial, que asegure las condiciones de mantenimiento de la tasa de ganancia a un nivel elevado. Este primer conjunto de condiciones definen un esquema de reproducción que establece que se compra lo que se produce. No obstante hay que añadir las exigencia de legitimidad social que define un “orden productivo” y garantiza la reproducción general del modelo.

La especificidad absolutamente inédita de la fase actual radica precisamente en que el restablecimiento de la tasa de ganancia no ha permitido la recuperación de ninguna de las otras curvas del capitalismo. La tasa de acumulación, la tasa de crecimiento del PIB y de la productividad del trabajo están todas a la baja, precisamente cuando la tasa de ganancia crece.

Cierto, la fase más reciente de la “nueva economía” se ha desplazado en parte hacia los Estados Unidos, donde se ha podido constatar una modificación de las tres curvas: acumulación, crecimiento y productividad. Pero dicho restablecimiento ha sido muy limitado en el tiempo y todavía más en el espacio: a pesar de la recuperación, de los avances en la tasa de ganancia, el capitalismo mundial no ha entrado en una nueva fase expansiva. Le han faltado esencialmente tres atributos : un orden económico mundial, áreas de acumulación rentable suficientemente extensas y un modo de legitimación social. La fase actual está particularmente dilatada, porque no ha sido capaz de concluir en un orden productivo coherente y sobre una estructuración estable de la economía mundial.

Podemos situar sintéticamente la matriz teórica propuesta aquí respecto a otros enfoques. No se opone como tal al enfoque regulacionista [14] inicial, con el que presenta puntos comunes en cuanto a las cuestiones planteadas y a su principio general: para funcionar bien, el capitalismo necesita de un conjunto de elementos constitutivos de lo que podemos llamar un modo de regulación, un orden productivo o un periodo histórico.

Lo importante es combinar la historicidad y la posibilidad de esquemas de reproducción relativamente estables. Pero hay que distanciarse de los trabajos regulacionistas de la “segunda generación” situados bajo el signo de la armonía espontánea, y atentos sobre todo a diseñar las líneas de un nuevo contrato social,       como si ésta fuera la lógica natural de funcionamiento del capitalismo y como si éste dispusiera permanentemente de un stock de modos de regulación y bastara con animarlo a elegir bien.

Este enfoque se distingue también de una interpretación marxista monocausal que hace de la tasa de ganancia instantánea el alfa y el omega de la dinámica del capital. Pero sobre todo, hay que diferenciarlo de los enfoques que dan un papel desproporcionado a la tecnología. Sí existe una relación orgánica entre la sucesión de ondas largas y las revoluciones científicas y técnicas, ésta no puede llevarnos une visión “a lo Schumpeter” en la que la innovación sería en sí misma la clave de la apertura de una nueva fase de expansión.

Las mutaciones ligadas a la informática constituyen indudablemente un nuevo “paradigma técnico–económico” –por retomar la terminología de Freeman y de Louçã [15]– pero ésta no es suficiente para fundar una nueva fase expansiva. Por ello es muy urgente distanciarse de un cierto cientifismo marxista que los defensores del capitalismo toman a su cargo, fingiendo creer que la revolución tecnológica en curso basta para definir un modelo social coherente.

La teoría de las ondas largas permite reanudar con la radicalidad crítica del marxismo. Si el capitalismo tiene tantas dificultades para establecer las bases de un orden relativamente estable y socialmente atractivo, es porque está confrontado a una verdadera crisis sistémica. En adelante, su prosperidad se basa sobre la negación de una gran parte de las necesidades sociales. Llegado a este estadio, las presiones que podemos ejercer sobre él para hacerlo funcionar de otra manera, para “regularlo”, deben ser tan fuertes que se distingan cada vez menos de un proyecto global de transformación social. Por consiguiente, hay que aprender a ser radical, o dicho de otro modo, “a ir a la raíz de las cosas”, y el retorno a Marx es una etapa de este trayecto. La edición resumida de Gabriel Deville tiene, desde este punto de vista, la inmensa ventaja de hacer accesible a un público amplio la obra maestra de Marx.


Lecturas complementarias:

Ernest Mandel. El Capital. Cien años de controversias en torno a la obra de Karl Marx. Siglo XXI, México, 1985.

Ernest Mandel, Iniciación a la economía marxista http://www.ernestmandel.org/es/escritos/pdf/iniciacion%20a%20la%20economia%20marxista.pdf

Obras de Marx en internet http://www.marxists.org/espanol/m-e/index.htm

El Capital en Internet http://www.ucm.es/info/bas/es/marx-eng/capital.htm

Notas:

1 Prólogo a la edición resumida del Capital de Gabriel Deville, Los libros de la frontera, Barcelona, 2007.

2 Michel Husson es economista, miembro del Consejo científico de ATTACFrancia. http://hussonet.free.fr

3 Jacques Attali, Karl Marx ou l’esprit du monde, Fayard, Paris, 2005.

4 Puede encontrarse una exposición sintética en el primer capítulo de A. Martin, M. Dupont, M. Husson, C. Samary y H. Wilno, Elementos de análisis económico marxista, Los Libros de la Catarata, Serie Viento Sur, 2002, http://hussonet.free.fr/engranaj.pdf.

5 Karl Marx, El Capital, Libro 3, Fondo de Cultura Económica, México, 1995, p.360.

6 Karl Marx, El Capital, Libro 3, Fondo de Cultura Económica, México, 1995, p.374.

7 Anwar M. Shaikh, “The Stock Market and the Corporate Sector : A Profit-Based Approach”, The Jerome Levy Economics Institute, Working Paper n°146, 1995, http://hussonet.free.fr/shaikh.pdf.

8 André Gorz, L’immatériel, Galilée, 2003.

9 Enzo Rullani, “El capitalismo cognitivo: du déjà vu?”, traducción de “Le capitalisme cognitif : du déjà-vu ?”, Multitudes n°2, 2000,http://sindominio.net/arkitzean/multitudes/multitudes2/rullani.htm. Para una crítica, ver Michel Husson, “¿ Hemos entrado en el capitalismo cognitivo ?”, http://hussonet.free.fr/cognitic.pdf.

10 Karl Marx, Elementos fundamentales para la critica de la economía política (Grundrisse), Siglo XXI, Madrid, 1997, vol.2, p.220.

11 Karl Marx, El capital, esta edición, p.287.

12 Karl Marx, El Capital, Libro 3, Fondo de Cultura Económica, México, 1995, p.759.

13 Ernest Mandel, Las ondas largas del desarrollo capitalista, Siglo XXI, Madrid, 1986.

14 Para una crítica de la escuela de la regulación, ver Michel Husson, “L'école de la régulation, de Marx à la Fondation Saint-Simon : un aller sans retour ?”, en Jacques Bidet y Eustache Kouvelakis, Dictionnaire Marx contemporain, PUF, 2001, http://hussonet.free.fr/regula99.pdf.

15 Christopher Freeman y Francisco Louçã, As time goes by, From the Industrial Revolutions to the Information Revolution, Oxford University Press, 2002.