Treinta años después de la
Revolución Rusa
Por Víctor Serge
México, julio–agosto de 1947
Este texto, es
considerado como el testamento político de Víctor Serge.
Los años 1938–1939 han marcaron
un nuevo rumbo decisivo. Se ha concluido la transformación de las
instituciones y de las hábitos de los cuadros del Estado, llamado
todavía soviético aunque no lo sea para nada, gracias a las
"depuraciones" implacables, dando lugar a un sistema
perfectamente totalitario, pues sus dirigentes son los dueños
absolutos de la vida social, económica, política y espiritual del país;
el individuo y las masas no poseen ningún derecho. La condición
material de las ocho o nueve décimas partes de la población se
mantiene en un nivel muy bajo. El conflicto abierto con los campesinos
se prolonga bajo formas atenuadas. Se hace evidente que, poco a poco,
una contrarrevolución ha triunfado. La URSS, al intervenir en la
guerra civil española, ha intentando controlar al gobierno de la república
y se ha opuesto, con los peores medios –corrupción, chantaje,
represión, asesinato–, al movimiento obrero que se inspiraba en los
ideales un día compartidos. Una vez consumada la derrota de la República
española, no sin que Stalin tenga parte de responsabilidad, la URSS
pactó pronto, al principio en secreto, con el Tercer Reich. En el
punto más álgido de la crisis europea pueden verse a las dos
potencias, la fascista y la antifascista, la bolchevique y la
antibolchevique, abandonar sus máscaras y unirse en el reparto de
Polonia. La URSS extiende, con el consentimiento de la Alemania nazi,
su hegemonía sobre los países bálticos que se separaron de Rusia
durante las luchas de 1917–1919. Este cambio de la política
internacional rusa se explica por los intereses de una casta dirigente
ávida e inquieta, reducida a una capitulación moral frente al Tercer
Reich al que teme por su superioridad técnica. Las similitudes
internas de las dos dictaduras lo han facilitado.
I. ¡Qué espantoso camino hemos
recorrido en estos treinta años! El acontecimiento más esperanzador,
más grandioso de nuestro tiempo, parece volverse contra nosotros. ¿Qué
nos queda del entusiasmo inolvidable de 1917? Muchos hombres de mi
generación, que fueron comunistas desde el primer momento, no guardan
otro sentimiento que el rencor hacia la revolución rusa. Quedan muy
pocos testigos y participantes. El partido de Lenin y Trotsky ha sido
fusilado. Los documentos han sido destruidos, escondidos o
falsificados. Sobreviven sólo y en gran número los emigrados que
estuvieron siempre en contra de la revolución. Escriben libros, son
catedráticos, cuentan con el apoyo del conservadurismo, todavía
poderoso y, por otra parte, incapaz, en esta época de convulsión
mundial, de desarmarse o de demostrar objetividad....
Una pobre lógica, mostrándonos el
negro espectáculo de la URSS estalinista, afirma la debacle del
bolchevismo, la del marxismo, la del socialismo... Escamoteo fácil,
en apariencia, de los problemas mundiales que aquejan al mundo y que
no dejarán de lastrarle de inmediato. ¿Olvidan las otras debacles?
¿Qué ha hecho el cristianismo durante las catástrofes sociales? ¿Qué
ha pasado con el liberalismo? ¿Qué ha producido el conservadurismo
ilustrado o reaccionario? ¿No han engendrado a Mussolini, a Hitler, a
Salazar o a Franco? Si se tratara de plantear con honestidad las
debacles de las ideologías, tendríamos trabajo para largo. Y nada ha
acabado aún...
Todo acontecimiento es a la vez
definitivo y transitorio. Se prolonga en el tiempo bajo aspectos, a
veces, imprevisibles. Antes de esbozar un juicio sobre la revolución
rusa, recordemos los cambios de rumbo y de perspectivas de la revolución
francesa. El entusiasmo de Kant ante la toma de la Bastilla... El
Terror, Termidor, el Directorio, Napoleón. Entre 1789 y 1802, la república
libertaria, igualitaria y fraternal fue absolutamente negada. Las
conquistas napoleónicas, creadoras de un orden nuevo, sólo en el
nombre, chocan por su similitud con las de Hitler. El emperador se
convirtió en "el Ogro". El mundo civilizado se unió contra
él, la Santa Alianza pretendía restablecer y estabilizar en toda
Europa el antiguo régimen... Sin embargo, vemos que la revolución
francesa, con la irrupción de la burguesía, del espíritu científico
y de la industria, alimentó al siglo XIX. Pero treinta años después,
en 1819, en el tiempo de Luis XVIII y del zar Alejandro I, ¿no parece
como uno de los más costosos fracasos históricos? ¡Cuántas cabezas
cortadas, cuántas guerras, para llegar a una mezquina restauración
monárquica!
Es natural que la falsificación de
la historia esté hoy al orden del día. Entre las ciencias inexactas,
la historia es aquella que lesiona más intereses materiales y psicológicos.
Sobre la revolución rusa pululan leyendas, errores, interpretaciones
tendenciosas, aunque sea fácil informarse sobre los hechos... Pero,
evidentemente, es más cómodo escribir y hablar sin informarse.
II.
A menudo se afirma que "el
golpe de mano bolchevique de octubre–noviembre de 1917 derribó una
democracia naciente..." Nada más falso. En Rusia, la República
no había sido proclamada, no existía ninguna institución democrática
fuera de los Sóviets o de los Consejos obreros, de campesinos y de
soldados... El gobierno provisional, presidido por Kerenski, se había
negado a llevar a cabo la reforma agraria, a abrir las negociaciones
de paz reclamadas por la voluntad popular, a tomar medidas efectivas
contra la reacción. Vivía una transición entre dos complots
permanentes: el de los generales y el de las masas revolucionarias.
Nada hacía pensar en el establecimiento pacífico de una democracia
socializante, la única que hubiera sido hipotéticamente viable. A
partir de septiembre de 1917 la alternativa se daba entre la dictadura
de los generales reaccionarios o en la de los Sóviets. En esto
coinciden dos historiadores desde posiciones opuestas: Trotsky y el
hombre de Estado liberal de derechas, Miliukov. La revolución soviética
o bolchevique fue el resultado de la incapacidad de la revolución
democrática, moderada, inestable e inoperante que la burguesía
liberal y los partidos socialistas contemporizadores dirigieron después
de la caída de la autocracia.
Se continúa afirmando que la
insurrección del 7 de noviembre (25 de octubre al viejo estilo) de
1917 fue la obra de una minoría de conspiradores: el Partido
bolchevique. Nada se opone más a los hechos verificables. 1917 fue un
año de acción de masas asombroso por la multiplicidad, la variedad,
la potencia, la perseverancia de las iniciativas populares que
empujaron a levantarse a los bolcheviques. Las demandas agrarias se
extendían por toda Rusia. En el ejército, la insubordinación
aniquilaba la vieja disciplina. Cronstadt y la flota del Báltico habían
rechazado categóricamente obedecer al gobierno provisional y sólo la
intervención de Trotsky en el Sóviet de la base naval evitó un
conflicto armado. El Sóviet de Tachkent, en Turkestán, había tomado
el poder por su propia cuenta.... Kerenski amenazaba al Sóviet de
Kaluga con la artillería... Un ejército de 40.000 hombres en el
Volga se negaba a obedecer. En las afueras de Petrogrado y de Moscú
se formaban guardias rojos obreros. La guarnición de Petrogrado se
ponía a las órdenes del Sóviet. En los Sóviets, la mayoría de los
socialistas moderados se pasaban pacíficamente a los bolcheviques,
sorprendiéndoles a ellos mismos este cambio. Los socialistas
moderados abandonaban a Kerenski, que no podía contar más que con
los militares que llegaron a ser tremendamente impopulares. Estas son
las razones por las cuales la insurrección venció en Petrogrado,
casi sin derramamiento de sangre, con entusiasmo. Hay que volver a
leer, sobre estos acontecimientos, las formidables páginas de John
Reed y de Jacques Sadoul, testigos presenciales. El complot
bolchevique fue literalmente conducido por una colosal ola ascendente.
Conviene recordar que el imperio se
había hundido en febrero–marzo de 1917 bajo el empuje del pueblo
desarmado de las afueras de Petrogrado. La confraternización espontánea
de la guarnición con las manifestaciones obreras decidió la suerte
de la autocracia. Más tarde, se buscaría a los desconocidos que
tomaron la iniciativa de esta confraternización; se encontró a
muchos, la mayoría de ellos ha quedado en el anonimato... Los
dirigentes y militantes más cualificados de todos los partidos
revolucionarios estaban en esos momentos en el extranjero o presos.
Los pequeños grupos que existían en Petrogrado estaban tan
sorprendidos y sobrepasados por los acontecimientos ¡que los
bolcheviques se proponían publicar un llamamiento a la vuelta al
trabajo en las fábricas! Cuatro meses más tarde, la experiencia del
gobierno de coalición de los socialistas moderados y de la burguesía
liberal suscitó una cólera tal que a principios de julio la guarnición
y los barrios obreros organizaron, ellos mismos, una gran manifestación
armada bajo la consigna de todo el poder a los Sóviets. Los
bolcheviques desaprobaron esta iniciativa tomada por desconocidos, uniéndose
de mala gana al movimiento para conducirle a una liquidación tan
dolorosa como peligrosa. Estimaban, probablemente con razón, que el
país no seguiría a la capital. Se convirtieron, naturalmente, en la
cabeza de turco. La persecución y la calumnia ("agentes de
Alemania") cayó inmediatamente sobre ellos. A partir de ese
momento supieron que si no se ponían a la cabeza del movimiento de
masas ganarían la impopularidad y los generales cumplirían su
objetivo.
El general Kornilov se mete en la
aventura en septiembre de 1917, con la complicidad manifiesta de una
parte del gobierno Kerenski. Lenin y Zinoviev escondidos, Trotsky en
prisión, los bolcheviques están acosados. Las tropas de Kornilov se
disgregan al contacto con los ferroviarios y los agitadores obreros.
Los funcionarios de la autocracia
vieron venir la revolución; no supieron impedirla. Los partidos
revolucionarios la esperaban; no supieron, no pudieron provocarla. Una
vez desencadenados los acontecimientos, no les quedaba más que
participar con más o menos clarividencia y voluntad.
III. Los bolcheviques asumieron el
poder porque, en la selección natural que se produjo entre los
partidos revolucionarios, ellos fueron los más aptos para expresar de
una forma coherente, clarividente y voluntariosa, las aspiraciones de
las masas movilizadas. Conservaron el poder, vencieron en la guerra
civil porque las masas populares finalmente les apoyaron, a pesar de
las vacilaciones y los conflictos, del Báltico al Pacífico. Este
gran hecho histórico ha sido reconocido por la mayoría de los
enemigos rusos del bolchevismo. Hélène Kousskova, propagandista
liberal en la emigración, escribía recientemente que es
"incontestable que el pueblo no apoyaba ni al movimiento de los
Blancos (...) ni la lucha por la Asamblea Constituyente (...)".
Los Blancos representaban la contrarrevolución monárquica, los
Constituyentes, el antibolchevismo democrático. Por eso, hasta el
final de la guerra civil, en 1920–1921, la revolución rusa aparece
ante nosotros como un inmenso movimiento popular al que el Partido
bolchevique dota de un cerebro y un sistema nervioso, así como de
dirigentes y cuadros.
Se afirma que los bolcheviques
quisieron inmediatamente el monopolio del poder. ¡Otra leyenda!. Al
contrario, temían el aislamiento en el poder. Muchos de ellos fueron
partidarios, al principio, de un gobierno de coalición socialista.
Lenin y Trotsky rechazaron la coalición con los partidos socialistas
moderados que habían conducido la revolución de marzo al fracaso y
que se negaban a reconocer al régimen de los Sóviets. Pero el
Partido bolchevique solicitó y obtuvo la colaboración del Partido
socialista revolucionario de izquierdas, partido campesino dirigido
por intelectuales idealistas hostiles al marxismo. A partir de
noviembre de 1917 hasta el 6 de julio de 1918, los
socialistas–revolucionarios de izquierda participaron en el
gobierno. Rechazaron, junto a un tercio de conocidos bolcheviques,
admitir la paz de Brest–Litovsky y, el 6 de julio de 1918, dieron
una batalla insurreccional en Moscú en la que proclamaban su intención
de "gobernar solos" y de "recomenzar la guerra contra
el imperialismo alemán". Su mensaje radiado ese día fue la
primera proclamación de un gobierno de partido único. Fueron
vencidos y los bolcheviques tuvieron que gobernar solos. A partir de
ese momento, su responsabilidad aumentó, su mentalidad cambió.
¿Constituían antes o después de
la escisión del Partido obrero socialdemócrata ruso en mayoría
(bolcheviques) y minoría (mencheviques), un partido profundamente
diferente a otros partidos revolucionarios rusos? Se les imputa un carácter
autoritario, intolerante, amoral en la elección de los medios; una
organización centralizada y disciplinada que contenía el germen del
estatismo burocrático; un carácter dictatorial e inhumano. Tanto
autores eruditos como ignorantes coinciden en señalar la
"amoralidad" de Lenin, su "jacobinismo
proletario", su "revolucionarismo profesional". Una
mención a la novela–panfleto de Dostoievski, Los Poseídos, y el
ensayista cree haber esclarecido los problemas por él creados.
Todos los partidos revolucionarios
rusos, ya desde 1870–1880, fueron autoritarios, fuertemente
centralizados y disciplinados en la ilegalidad, para la ilegalidad;
todos formaron "revolucionarios profesionales", es decir,
hombres que vivían exclusivamente para la lucha; todos podrían,
ocasionalmente, ser acusados de una cierta amoralidad práctica,
aunque sea justo reconocerles un idealismo ardiente y desinteresado.
Casi todos estaban imbuidos de una mentalidad jacobina, proletaria o
no. Todos crearon héroes y fanáticos. Todos, con excepción de los
mencheviques, aspiraban a una dictadura, y los mencheviques georgianos
recurrieron a procedimientos dictatoriales. Todos los grandes partidos
eran estatalistas, tanto por su estructura como por la finalidad que
se asignaban. En realidad, había, más allá de las divergencias
doctrinales importantes, una única mentalidad revolucionaria.
Recordemos el temperamento
autoritario del anarquista Bakunin y sus métodos de organización
clandestina en el seno de la primera Internacional. En su Confesión,
Bakunin preconiza una dictadura ilustrada, pero sin piedad, ejercida
por el pueblo... El Partido socialista–revolucionario, imbuido de un
ideal republicano, más radical que socialista, formó, para combatir
la autocracia por el terrorismo, un "aparato" rigurosamente
centralizado, disciplinado, autoritario, presa fácil de la provocación
policial. La socialdemocracia rusa, de conjunto, ambicionaba la
conquista del Estado. Nadie tuvo un lenguaje más jacobino en relación
a la futura revolución rusa que su dirigente Plejánov. El gobierno
Kerenski, donde los socialistas–revolucionarios y los mencheviques
tenían bastante fuerza, utilizaba, sin cesar, un lenguaje
dictatorial, totalmente veleidoso. Los mismos anarquistas, en las
regiones ocupadas por el Ejército Negro de Nestor Makhno, ejercían
una auténtica dictadura, acompañada de confiscaciones,
requerimientos, arrestos y ejecuciones. Y Makhno fue "batko",
padrecito, jefe...
Los socialdemócratas mencheviques
de derecha, como Dan y Tseretelli, deseaban un poder fuerte.
Tseretelli recomendó la represión del bolchevismo antes de que fuera
tarde... Los mencheviques de izquierda, de la tendencia de Martov,
parecen haber sido el único grupo político profundamente interesado
en una concepción democrática de la revolución, lo que constituye,
desde un punto de vista filosófico, una honrosa excepción.
Las características propias del
bolchevismo que le confieren una innegable superioridad sobre los
partidos rivales con los que compartía una amplia mentalidad común
son: a) la convicción marxista; b) la doctrina de la hegemonía del
proletariado en la revolución; c) el internacionalismo intransigente;
d) la unidad de pensamiento y acción. Entre muchos hombres, la unidad
de pensamiento y acción condujo a la fe en su propia voluntad.
El realismo marxista de 1917 nos
parece hoy un poco esquemático. El mundo ha cambiado, las luchas
sociales son mucho más complejas de lo que eran entonces. Durante la
revolución rusa, este realismo, apoyado por importantes conocimientos
económicos e históricos, estuvo a la altura de las circunstancias.
Contenía eficaces antídotos contra la fraseología liberal, el doble
juego, la dilación interesada, la abdicación honorable e hipócrita.
Los socialistas moderados estimaban que Rusia llevaba a cabo una
"revolución burguesa", destinada a abrir al capitalismo una
era de desarrollo, dotándose del estatuto político de democracia
burguesa... Los bolcheviques creían que sólo el proletariado podía
hacer la revolución "burguesa", pero sin ir más allá; que
el socialismo no podía triunfar en un país tan atrasado, pero que
correspondería a una Rusia socializante dar el impulso al movimiento
obrero europeo. Lenin no preveía, en 1917, la nacionalización
completa de la producción, sino sólo el control obrero sobre ella; más
tarde pensó en un régimen mixto, de capitalismo y estatalismo; sin
embargo, en 1918, el estallido de la guerra civil impuso la
nacionalización completa como medida inmediata de defensa... La
intransigencia internacionalista de los bolcheviques descansaba en la
fe en una próxima revolución europea, más madura y más fecunda que
la revolución rusa... Esta visión de futuro no les era exclusiva.
Era compartida, también, por la ideología socialista europea,
aunque, de hecho, los grandes partidos no creían en la revolución.
El continuador alemán de Marx, Karl Kautsky, había teorizado hasta
1908 la próxima revolución socialista; Rosa Luxemburgo, Franz
Mehring, Karl Liebknecht profesaban la misma convicción. La
diferencia esencial entre los bolcheviques y los otros socialistas
parece haber sido de naturaleza psicológica, debido a la formación
particular de la intelligentsia revolucionaria y del proletariado
ruso. No había lugar en el Imperio de los zares ni para el
oportunismo parlamentario, ni para los compromisos cotidianos; una
realidad social tan simple como brutal engendró una fe completa y
activa. En este sentido, los bolcheviques fueron más rusos y
estuvieron más al unísono con las masas rusas que los
socialistas–revolucionarios y los mencheviques, cuyos cuadros
estaban empapados de una mentalidad occidental, evolucionista, democrática,
según las tradiciones de los países capitalistas avanzados.
IV. Abramos el difícil capítulo
de los errores y las responsabilidades. No sin lamentar que en un
estudio tan breve no nos sea posible considerar los errores, las
responsabilidades y los crímenes de las potencias y de los partidos
que combatieron la revolución soviética–bolchevique. A falta de
este contexto decisivo, estamos obligados a contentarnos con una visión
unilateral.
Yo escribía, en 1929, en mi libro
Retrato de Stalin, publicado en París (Grasset): "(...) el error
más incomprensible –porque fue deliberado– que estos socialistas
(los bolcheviques), dotados de grandes conocimientos históricos,
cometieron, fue el de crear la Comisión extraordinaria de Represión
de la Contra–Revolución, de la Especulación, del Espionaje, de la
Deserción, llamada abreviadamente Checa, que juzgaba a los acusados y
a los simples sospechosos sin ni siquiera escucharlos o verlos, sin
permitirles, en consecuencia, ninguna posibilidad de defensa (...),
deteniendo en secreto y ejecutando. ¿Qué era sino una Inquisición?
Sin duda, un estado de sitio o una dura guerra civil necesitan medidas
extraordinarias; pero, ¿les está permitido a los socialistas olvidar
que la publicidad de los procesos es la única garantía contra la
arbitrariedad y la corrupción para no retroceder más allá de los
procedimientos expeditivos de Fouquier–Tinville? El error y la
responsabilidad son patentes, las consecuencias han sido espantosas ya
que la GPU, es decir, la Checa, ampliada bajo nuevo nombre, acabó por
exterminar toda la generación revolucionaria bolchevique (...)"
No queda más que remarcar, en
favor del Comité Central de Lenin, algunas circunstancias atenuantes,
importantes a los ojos de la sociología. La joven república vivía
expuesta a mortales peligros. Su indulgencia hacia generales como
Krasnov y Kornilov les costó sangre a raudales. El antiguo régimen
había utilizado ampliamente el terror. La iniciativa del terror fue
tomada por los Blancos, ya en noviembre de 1917, para masacrar a los
obreros del arsenal del Kremlin; vuelta a tomar por los reaccionarios
finlandeses en los primeros meses de 1918, a mayor escala, antes de
que el "terror rojo" fuera proclamado en Rusia. Las guerras
sociales del siglo XIX, después de las jornadas de junio de 1848 y de
la Comuna de París en 1871, estuvieron caracterizadas por el
exterminio en masa de los proletarios vencidos. Los revolucionarios
rusos sabían lo que les esperaba en caso de derrota. Sin embargo, la
Checa fue benigna en sus comienzos, justo hasta el verano de 1918. Y
cuando el "terror rojo" fue proclamado, después de los
alzamientos contrarrevolucionarios, después del asesinato de los
bolcheviques Volodarski y Uritski, después de los dos atentados
contra Lenin, la Checa empezó a fusilar a los rehenes, a los
sospechosos y a los enemigos, sólo para canalizar, para controlar el
furor popular. Dzerjinski temía mucho los excesos de las Checas
locales; la estadística de los chequistas fusilados es, en este
sentido, edificante.
Releyendo últimamente un pequeño
libro, deplorablemente traducido al francés, los Recuerdos de un
comisario del pueblo, del socialista–revolucionario de izquierdas
Steinberg, he vuelto a encontrarme con esos dos significativos
episodios. Habiendo sido disparados dos tiros contra Lenin a finales
de 1917, una delegación obrera vino a decirle que si la
contrarrevolución hacía derramar una sola gota de su sangre, el
proletariado de Petrogrado le vengaría con creces... Steinberg, que
colaboraba entonces con Lenin, hace notar el embarazo de éste. El
episodio no fue difundido, justamente para evitar consecuencias trágicas.
Por otro lado, los dos socialistas–revolucionarios que dispararon
fueron arrestados, perdonados y, más tarde, pertenecieron al Partido
bolchevique... Dos ex–ministros liberales, Chingariov y Kokochkin,
al encontrarse enfermos en la cárcel, fueron trasladados al hospital.
Fueron asesinados en sus lechos; cuando informaron a Lenin, éste,
absolutamente trastornado, ordenó al gobierno abrir una investigación
y descubrieron que los autores de los crímenes eran marineros
revolucionarios, apoyados y protegidos por el conjunto de sus
camaradas. Rechazando la "mansedumbre" de los que estaban en
el poder, los marineros la habían suplido mediante una iniciativa
terrorista. De hecho, la tripulación de la flota rehusó entregar a
los culpables. Los comisarios del pueblo decidieron "dejar
pasar" el asunto. ¿Podían, en el momento en el que el
sacrificio de los marineros era cada día más necesario para el bien
de la revolución, abrir un conflicto con el terrorismo espontáneo?
En 1920, la pena de muerte fue abolida en Rusia. Se creía próximo el
final de la guerra civil. Yo creía que todo el Partido deseaba una
normalización del régimen, el fin del estado de sitio, una vuelta a
la democracia soviética, la limitación de los poderes de la Checa o,
mejor, su supresión. Todo esto era posible, lo que equivale a decir
que la salud de la revolución era posible. El país, agotado, quería
comenzar la reconstrucción. Sus reservas de entusiasmo y de fe
continuaban siendo grandes.
El verano de 1920 marca un fecha
fatal. Hay que tener muy mala fe, por parte de los historiadores, para
no señalarlo. Rusia entera vivía con la esperanza de la pacificación
en el momento en que Pilsudski lanzó los ejércitos polacos contra
Ucrania. Esta agresión, claramente inspirada por ánimos de
conquista, coincidió con el reconocimiento acordado por Francia e
Inglaterra al general barón Wrangel que ocupaba por entonces Crimea.
La resistencia de la revolución fue instantánea. Polonia vencida, el
Comité central pensó en provocar una revolución soviética. El
fracaso del Ejército Rojo ante Varsovia hizo cambiar los propósitos
de Lenin, pero lo peor fue que, a resultas de esta penosa guerra, en
un país desangrado y empobrecido, ya no entró en consideración
abolir la pena de muerte ni comenzar la reconstrucción sobre las
bases de una democracia soviética... La miseria y el peligro
esclerotizaron al Estado–Partido inmerso en ese régimen económico,
intolerable para la población y inviable en sí, que se ha dado en
llamar el "comunismo de guerra".
A principios de 1921 la sublevación
de los marineros de Cronstadt fue, precisamente, una respuesta contra
ese régimen económico y contra la dictadura del Partido. Sean cuales
sean sus intenciones, un partido que gobierna a un país hambriento no
podrá mantener su popularidad. La espontaneidad de las masas se había
apagado; los sacrificios y las privaciones habían agotado a la minoría
activa de la revolución. Los inviernos helados, las raciones
insuficientes, las epidemias, los requerimientos en el campo extendían
el rencor, la desesperanza, la ideología confusa de la
contrarrevolución por el pan blanco. Si el Partido bolchevique
hubiera aflojado las riendas del poder, ¿quién lo habría sucedido?
¿No era su deber mantenerlo? Hizo bien en hacerlo.
Se equivocó, sin embargo, al
enloquecer ante la sublevación de Cronstad, ya que le era posible
hacerlo de otra forma, como sabemos los que estábamos allí, en
Petrogrado. Los errores y las responsabilidades del poder se funden en
lo que respecta a Cronstadt en 1921. Los marineros se sublevaron
porque Kalinin rehusó escucharles. Donde era necesaria la persuasión
y la comprensión, el presidente del Comité ejecutivo de los Sóviets
empleó la amenaza y el insulto. La delegación de Cronstadt al Sóviet
de Petrogrado, en lugar de ser recibida fraternalmente, fue arrestada
por la Checa. La verdad sobre el conflicto fue hurtada al país y al
Partido por la prensa, que, por vez primera mintió, publicando que un
general blanco, Kozlovski, ejercía la autoridad en Cronstadt. La
mediación propuesta por los influyentes y bienintencionados
anarquistas americanos, Emma Goldman y Alexandre Berkman, fue
rechazada. Sonaron los cañones en una batalla fraticida y la Checa,
después, fusiló a los prisioneros. Si, como indica Trotsky, los
marineros habían cambiado después de 1918 y expresaban las
aspiraciones del campesinado atrasado, hay que reconocer que el poder
también había cambiado.
Lenin, al proclamar el fin del
"comunismo de guerra" y la "nueva política económica",
satisfizo las reivindicaciones económicas de Cronstadt después de la
batalla y de la masacre. Reconocía así que el Partido y él mismo se
habían aferrado a un régimen insostenible que ya Trotsky había
alertado sobre sus peligros y propuesto un cambio un año atrás. La
nueva política económica abolía las requisiciones en el campo,
reemplazándolas por un impuesto en especie, restablecía la libertad
de comercio y de la pequeña empresa, desterraba, en una palabra, la
armazón mortal de la estatalización completa de la producción y del
intercambio. Hubiera sido natural aflojar, al mismo tiempo, la
armadura del gobierno por una política de tolerancia y reconciliación
hacia los elementos socialistas y libertarios dispuesto a situarse
sobre el terreno de la constitución soviética. Rafael Abramovitch
reprocha a los bolcheviques, con razón, no haber entrado en 1921 en
esta vía. Por el contrario, el Comité central puso fuera de la ley a
los mencheviques y anarquistas. Un gobierno de coalición socialista,
si se hubiera formado en esa época, habría implicado algunos
peligros internos, menores, sin embargo –a las pruebas me remito–
que los del monopolio del poder... En efecto, el descontento del
Partido y de la clase obrera obligó al Comité central a establecer,
en lo sucesivo, el estado de sitio; un estado de sitio clemente, es
cierto, en el interior del Partido. La oposición obrera fue
condenada, y una depuración acarreó exclusiones.
¿Qué profundas razones motivaron
la decisión del Comité central para mantener y fortalecer el
monopolio del poder? En primer lugar, en estas crisis los bolcheviques
no tenían confianza más que en ellos mismos. Acarreando solos las
pesadas responsabilidades, singularmente agravadas por el drama de
Cronstadt, temían abrir la competición política a los socialdemócratas
mencheviques y al partido "campesino" de los
socialistas–revolucionarios de izquierda. Finalmente, y sobre todo,
creían en la revolución mundial, es decir, en la inminente revolución
europea, sobre todo en Europa central. Un gobierno de coalición
socialista y democrático hubiera debilitado a la Internacional
comunista llamada a dirigir las próximas revoluciones. Quizá estamos
tratando el error más grande y grave del Partido de Lenin–Trotsky.
Como ocurre siempre en el pensamiento creativo, el error se mezcla con
la verdad, con el sentimiento voluntarioso, con la intuición
subjetiva. No se emprende nada sin creer en la empresa, sin medir los
datos tangibles, sin perseguir el éxito, sin entrar en lo problemático
y lo incierto. Toda acción se proyecta en el presente real hacia el
futuro desconocido. La acción justificada por la inteligencia es
aquella que se proyecta a sabiendas. La doctrina de la revolución
europea ¿estaba, bajo éste ángulo, justificada?
No creo que seamos capaces de
responder a esta cuestión de forma satisfactoria, solamente me
propongo delimitarla. No queda ninguna duda de que el capitalismo
estable, creciente, relativamente pacífico, del siglo XIX, acabó en
la primera guerra mundial. Tenían razón los marxistas
revolucionarios que preconizaban que se abría una era de revoluciones
que abarcaría al planeta entero y que si el socialismo no lograba
imponerse en los principales países de Europa la barbarie y otro
ciclo de "guerras y revoluciones", según lo definía Lenin
citando a su vez a Engels, se impondrían. Los conservadores, los
evolucionistas y los reformistas que creyeron en el futuro de la
Europa burguesa, sabiamente recortada por el Tratado de Versalles, apañada
en Locarno, empapada de frases huecas por la Sociedad de Naciones,
aparecen hoy como políticos sin visión. ¿Qué estamos viviendo sino
una transformación mundial de las relaciones sociales, de los regímenes
de producción, de las relaciones intercontinentales, de los
equilibrios de fuerzas, de las ideas y las costumbres, es decir, una
revolución mundial tan viva en Indonesia como incierta y titubeante
en Europa? América, con sus formidables progresos técnicos, sus
abrumadoras responsabilidades a escala mundial, sus impulsos sociales
contradictorios, mantiene un lugar privilegiado, como corresponde al
país industrial más rico y mejor organizado; pero nada de lo que
pase en Grecia, en Japón, en las más remotas zonas árticas de la
URSS; nada de lo que se haga o trame en Trieste o Madrid puede serle
ajeno...
Los marxistas revolucionarios de la
escuela bolchevique deseaban, querían, la transformación social de
Europa y del mundo mediante la toma de conciencia de las masas
trabajadoras, mediante la organización racional y justa de una
sociedad nueva; se proponían trabajar para que el hombre dominara,
por fin, su propio destino. Y es aquí donde se equivocaron, pues
fueron vencidos. La transformación del mundo se desarrolla en medio
de la confusión de las instituciones, de los movimientos y de las
creencias, sin la aparición de una clara consciencia o de un
humanismo renovado e, incluso, poniendo en peligro todos los valores,
todas las esperanzas de los hombres. La tendencia general sigue
siendo, sin embargo, la que el socialismo de acción ya indicaba desde
1917–1920: hacia la colectivización y la planificación de la
economía, hacia la internacionalización del mundo, hacia la
emancipación de los pueblos y las colonias, hacia la formación de
democracias de masas de un nuevo tipo. La alternativa continúa siendo
la que el socialismo preveía: la barbarie y la guerra, la guerra y la
barbarie, el monstruo con dos cabezas.
Los bolcheviques creían, con razón,
que la salud de la revolución rusa dependía de la posible victoria
de una revolución en Alemania. La Rusia agrícola y la Alemania
industrial hubieran sufrido, bajo el socialismo, un desarrollo
extraordinario y pacífico. Con esta hipótesis cumplida, la república
de los Sóviets no hubiera padecido la asfixia burocrática interna...
Alemania hubiera escapado de las tinieblas del nazismo y de la catástrofe.
El mundo hubiera podido conocer otras luchas, pero nada nos autoriza a
pensar que esas luchas hubieran producido maquinarias infernales como
el hitlerismo y el estalinismo. Por el contrario, todo nos induce a
pensar que una revolución triunfante en Alemania después de la
primera guerra mundial hubiera sido infinitamente fecunda para el
desarrollo social de la humanidad. Tales especulaciones sobre las
posibles variantes de la historia son legítimas e incluso necesarias,
si se quiere comprender el pasado y orientarse en el presente; para
condenarlas, habría que considerar la historia como un encadenamiento
de fatalidades mecánicas y no como el desarrollo de la vida humana en
el tiempo.
Luchando por la revolución, los
espartakistas alemanes, los bolcheviques rusos y sus camaradas de
todos los países, luchaban para impedir el cataclismo mundial que
acabamos de sobrevivir. Ellos lo sabían. Maduraron con una generosa
voluntad de liberación. Quien quiera que haya estado con ellos no los
olvidará nunca. Pocos hombres fueron tan devotos de la causa de los
hombres. Ahora está de moda imputar a los revolucionarios de los años
1917–1927 una intención de hegemonía y de conquista mundial, pero
conocemos muy bien los rencores y los intereses que trabajan por
desnaturalizar la verdad histórica. En lo inmediato, el error del
bolchevismo fue, no obstante, patente. La inestabilidad reinaba en
Europa, la revolución socialista parecía teóricamente posible,
racionalmente necesaria, pero no se hizo. La inmensa mayoría de la
clase obrera de los países occidentales rechazó impulsar o sostener
el combate; creyó en la vuelta del progreso social de antes de la
guerra; se encontraba lo suficientemente bien como para temer los
riesgos; se dejó alimentar por las ilusiones. La socialdemocracia
alemana, conducida por dirigentes mediocres y moderados, temía los
esfuerzos generales de una revolución fácilmente iniciada en
noviembre de 1918 y siguieron las vías democráticas de la república
de Weimar...
Cuando se reprocha al bolchevismo
haber llevado a cabo una revolución por la violencia y la dictadura
del proletariado, no sería justo dejar de considerar la experiencia
contraria, la del socialismo moderado, reformista, que intentó agotar
las posibilidades de la democracia burguesa hasta la llegada de Hitler.
Los bolcheviques se equivocaron al valorar la capacidad política y la
energía de las clases obreras de Occidente y, en principio, de la
clase obrera alemana. Este error, deudor de su idealismo militante,
arrastró graves consecuencias. Perdieron el contacto con las masas de
Occidente. La Internacional comunista pasó a ser un anexo del
Estado–partido soviético. La doctrina del "socialismo en un
solo país" nació de la decepción. En su momento, las tácticas
estúpidas e incluso perversas de la Internacional estalinista
facilitaron el triunfo del nazismo en Alemania...
VI. Un primer balance de la
revolución rusa hay que hacerlo sobre el año 1927. Han pasado ya
diez años. La dictadura del proletariado se ha convertido, después
de 1920–1921, –datos aproximados y discutibles– en la dictadura
del Partido comunista, sometido éste, a su vez, a la dictadura de la
"vieja guardia bolchevique". Esta "vieja guardia"
constituye, en general, una élite notable, inteligente,
desinteresada, activa, tenaz. Los resultados obtenidos son grandiosos.
En el extranjero, la URSS es respetada, reconocida, y, a menudo,
admirada. En el interior, la reconstrucción económica ha llegado a
su fin, sobre las ruinas dejadas por las guerras, con los únicos
recursos del país y de la energía popular. Un nuevo sistema de
producción colectivista ha sustituido al capitalismo y funciona
bastante bien. Las masas trabajadoras de las Rusias han demostrado su
capacidad de victoria, de organización y de producción. Se han
instalado nuevas costumbres así como un nuevo sentimiento de dignidad
en el trabajador. El sentimiento de la propiedad privada, que los filósofos
de la burguesía consideraban como innato, está en vías de extinción
natural. La agricultura se ha reconstruido a un nivel que alcanza e
incluso sobrepasa al de 1913. El salario real de los trabajadores está
sensiblemente por encima del de 1913, es decir, del de antes de la
guerra. Ha surgido una nueva literatura llena de vigor. El balance de
la revolución proletaria es netamente positivo. Pero ya no se trata sólo
de reconstruir, sino de construir: de ampliar la producción, de crear
nuevas industrias (automóvil, aviación, química, aluminio...); se
trata de remediar la desproporción entre una agricultura restablecida
y una industria débil.
La URSS está aislada y amenazada.
Se trata de asegurar su defensa. Los marxistas no tienen mucha ilusión
en el pacto Briand–Kellog que pone a la guerra "fuera de la
ley"... El régimen está en una encrucijada, el Partido
desgarrado por la lucha por el poder, y por el programa del poder,
disponiendo a los viejos bolcheviques los unos contra los otros. Los
continuadores más lúcidos de los tiempos heroicos se han agrupado en
torno a Trotsky. Pueden cometer errores tácticos, formular tesis
insuficientes, vacilar, pero su mérito y su coraje no serán puestos
en duda. Preconizan la industrialización planificada, la lucha contra
las fuerzas reaccionarias y, sobre todo, contra la burocracia, por el
internacionalismo militante, la democratización del régimen,
empezando por el Partido. Han sido vencidos por la jerarquía de los
secretarios, que se confunde con la jerarquía de los comisarios de la
GPU, bajo la égida del secretario general, el oscuro georgiano de
hace poco, Stalin. Los miles de fundadores de la URSS que habían dado
ejemplo de su devoción al pensamiento socialista, se encuentran ahora
en prisión o deportados. Lo que les imputan es contradictorio, pero
poco importa. El hecho esencial es que en 1927–1928, gracias a un
golpe de mano dado en el Partido, el Estado–Partido revolucionario
ha pasado a ser un Estado–policial–burocrático, reaccionario,
sobre el terreno creado por la revolución. El cambio de ideología se
acentúa brutalmente. El marxismo de fórmulas planas elaborado por
los verdugos sustituye al marxismo crítico de los hombres con ideas.
Se establece el culto al Jefe. El "socialismo en un solo país"
ha pasado a ser el cliché válido para todos los advenedizos que
tienen, como único interés, conservar sus privilegios. Los
opositores observan, con angustia, cómo se perfila un nuevo régimen,
un régimen autoritario. Cuando los viejos bolcheviques que acabaron
con la oposición trotskista, los Bujarin, Rykov, Tomski, Rioutin, se
den cuenta, espantados, pasarán ellos mismos a la resistencia.
Demasiado tarde. La lucha de la generación revolucionaria contra el
totalitarismo duró diez años, de 1927 a 1937.
Las peripecias confusas y a veces
desconcertantes de esta lucha no nos deben oscurecer su significado.
Las personalidades han podido enfrentarse las unas a las otras,
combatirse, reconciliarse, incluso traicionarse; han podido perderse,
humillarse ante la tiranía, intentar ser astutos ante los verdugos,
dejarse utilizar, alzarse desesperadamente. El Estado totalitario
utilizó a unos contra otros eficazmente, ya que había aprisionado
sus almas. El patriotismo del Partido y de la revolución, cimentado
por el sacrificio, los servicios, los resultados obtenidos, el apego a
prodigiosas visiones de futuro, el sentimiento del peligro común,
borró el sentido de la realidad en las mentes más claras. La
resistencia de la generación revolucionaria, a la cabeza de la cual
se encontraban la mayor parte de los viejos socialistas bolcheviques,
fue tan tenaz que en 1936–1938, durante los procesos de Moscú, debió
ser exterminada para que el nuevo régimen se estabilizara. Fue el
golpe de mano más sangrante de la historia. Los bolcheviques
perecieron por decenas de miles, los combatientes de la guerra civil
por centenares de miles, los ciudadanos soviéticos, portadores de un
idealismo condenado, por millones. Algunas decenas de compañeros de
Lenin y Trotsky consintieron en deshonrarse, en un supremo acto de
abnegación hacia el Partido, antes de ser fusilados. Miles más
fueron fusilados en los sótanos. Los campos de concentración más
grandes del mundo se encargaron de la aniquilación física de masas
de condenados. La sangrienta ruptura fue llevada a cabo entre el
bolchevismo, forma rusa ardiente y creadora del socialismo, y el
estalinismo, forma igualmente rusa, es decir, condicionada por todo el
pasado y el presente de Rusia, del totalitarismo. A fin de que este último
término tenga su sentido preciso, definámosle: el totalitarismo, tal
y como se estableció en la URSS, en el Tercer Reich, y esbozado en la
Italia fascista y en otras partes, es un régimen caracterizado por la
explotación despótica del trabajo, la colectivización y la producción,
el monopolio burocrático y policial (mejor valdría decir terrorista)
del poder, el pensamiento sojuzgado, el mito del jefe–símbolo. Un régimen
de esta naturaleza tiende, por fuerza, a la expansión, es decir, a la
guerra de conquista, ya que es incompatible con la existencia de
vecinos diferentes y más humanos; ya que sufre, inevitablemente, de
sus propias psicosis de inquietud; ya que vive sobre la represión
permanente de las fuerzas explosivas de su interior.
Un autor americano, James Burnham,
sostiene que Stalin es el verdadero continuador de Lenin. La paradoja,
llevada a la hipérbole, no carece de un cierto atractivo estimulante
en los medios de pensamiento perezoso e ignorante... Es evidente que
un parricida es el continuador biológico de su padre. Y es, asimismo,
evidente, que no se continúa un movimiento masacrándole, una ideología
renegando de ella, una revolución de trabajadores mediante la más
cruda explotación de esos mismos trabajadores, la obra de Trotsky
asesinando a Trotsky y quemando sus libros... O las palabras
continuación, ruptura, negación, renegar, destrucción, no tendrían
sentido inteligible, lo que podría interesar, por otra parte, a los
intelectuales brillantemente oscurantistas. Yo no sueño con meter a
James Burnham en esta categoría. La paradoja que ha desarrollado, sin
duda por amor a la teoría irritante, es tan falsa como peligrosa.
Bajo miles de formas planas se encuentra hoy en la prensa y en los
libros, justo antes de la preparación de la tercera guerra mundial.
Los reaccionarios tienen un interés evidente en confundir el
totalitarismo estalinista, exterminador de los bolcheviques, con el
bolchevismo, a fin de perjudicar a la clase obrera, al socialismo, al
marxismo e, incluso, al liberalismo...
El caso personal de Stalin, ex
viejo bolchevique, así como el de Mussolini, ex viejo socialista de Avanti,
es totalmente secundario a efectos sociológicos. Que el
autoritarismo, la intolerancia y ciertos errores del bolchevismo hayan
labrado un terreno favorable al totalitarismo estalinista, no se puede
negar. Una sociedad contiene, como un organismo, gérmenes de muerte.
Pero hace falta que las circunstancias históricas les faciliten su
eclosión. Ni la intolerancia ni el autoritarismo de los bolcheviques
(y de la mayor parte de sus adversarios) permiten poner en cuestión
su mentalidad socialista o las conquistas de los diez primeros años
de la revolución. Y estas conquistas son tan reales que dos sabios
americanos, estudiosos del desarrollo cíclico de los organismos y de
las sociedades, constatan que "en 1917–1918, Rusia entró en un
nuevo ciclo de crecimiento, de suerte que hoy podemos situarla como la
más joven de las grandes naciones del mundo (...) (1)".
En el momento del estallido de la
revolución rusa, los efectivos organizados de todos los partidos
revolucionarios eran inferiores al 1% de la población del Imperio.
Los bolcheviques constituían una fracción de ese menos del uno por
ciento. La ínfima levadura creció pero rápidamente se agotó. La
revolución de octubre–noviembre de 1917 fue dirigida por un partido
de hombres jóvenes. El mayor de entre ellos, Lenin, tenía 47 años,
Trotsky 38; Bujarin, 29; Kamenev y Zinoviev, 34. Diez a veinte años más
tarde, la resistencia al totalitarismo fue llevada a cabo por una
generación envejecida. Y esta generación no sucumbió solamente bajo
el peso de una joven burocracia policial ávidamente agarrada a los
privilegios del poder, sino además por la pasividad política de las
masas agotadas, subalimentadas, paralizadas por el sistema terrorista
y la intoxicación de la propaganda. Por otra parte, se encontraron
sin el más mínimo apoyo eficaz en el exterior. Durante su
resistencia en la URSS la escalada de las fuerzas reaccionarias en el
mundo fue casi ininterrumpida. Las potencias democráticas trataban
con miramientos o alentaban a Mussolini y Hitler. El impulso de los
frentes populares, ese combate de retaguardia de las masas
trabajadoras de Occidente, quebrado en España por la coalición del
nazismo, del fascismo y de Franco, en el momento preciso en que los
verdugos de Stalin procedían, en Rusia, a la liquidación del
bolchevismo...
VII. ¿Podemos defender algo de la
revolución rusa después de esos diez primeros años exaltantes y de
los veinte negros años que les siguieron? Sí, y no poco: una inmensa
experiencia histórica, recuerdos llenos de orgullo, ejemplos
inapreciables... La doctrina y las tácticas del bolchevismo
necesitan, sin embargo, un estudio crítico. Se han producido tantos
cambios en este mundo caótico que ninguna concepción marxista –o
socialista– válida en 1920 tendría aplicación práctica sin una
revisión esencial. No creo que en un sistema de producción en donde
el laboratorio ha adquirido, en relación al taller, una creciente
preponderancia, la hegemonía del proletariado pueda imponerse si no
es bajo formas morales y políticas que impliquen, en realidad, la
renuncia a la hegemonía. No creo que la "dictadura del
proletariado" pueda revivir en las luchas del futuro. Habrá, sin
duda, dictaduras más o menos revolucionarias; la tarea del movimiento
obrero será siempre, estoy convencido, mantener un carácter democrático,
no sólo en beneficio del proletariado, sino también para el conjunto
de los trabajadores y de las naciones. En este sentido, la revolución
proletaria no es, según creo, nuestro fin; la revolución que nos
proponemos debe ser socialista, en el sentido humanista de la palabra;
más exactamente, socializante, democrática, libertariamente
realizada... Fuera de Rusia, la teoría bolchevique del Partido ha
fracasado. La variedad de los intereses y de las formaciones psicológicas
no ha permitido constituir la cohorte homogénea de militantes
dedicados a una obra común tan noblemente loada por el pobre Bujarin...
La centralización, la disciplina, la ideología dirigida nos deben
inspirar una justa desconfianza, por más que necesitemos
organizaciones serias...
¿Y que le queda al pueblo ruso?
Por ironía de la historia, sólo perder sus cadenas. Espero que
pronto se traduzca al francés el libro objetivamente implacable de
David J. Dallin y Boris l. Nicolaevski sobre El trabajo forzado en la
Rusia soviética. En él se nos habla que en 1928, en la época del
Termidor soviético, en los campos de concentración de la GPU se
hallaban unos treinta mil condenados. Nos es imposible saber, sin
embargo, cuántos millones de esclavos encerrados hay hoy en los
campos de Stalin. Las cifras más modestas los sitúan entre diez o
doce millones que, según estos autores, constituyen el 16% de la
población adulta masculina, siendo sensiblemente inferior el de las
mujeres. Reciente he subrayado en Masses la importancia decisiva de
estos datos. Admitiendo la cifra del 15% de privilegiados del régimen,
que gozan en la URSS de una condición comparable a la de europeos
civilizados, cifra probablemente optimista en este momento y que habría
que dividir por dos para obtener el porcentaje de trabajadores adultos
privilegiados, yo escribía: "Desde entonces: 7% de trabajadores
adultos privilegiados, 15% de parias, 78% de explotados en condiciones
pobres o miserables (...)" ¿Cómo quieren calificar a esta
estructura social? ¿Es defendible?
En el exterior, la influencia de
este "universo concentracionario" ha sido capaz de impedir
la andadura del socialismo y la reorganización de Europa. La tragedia
no es específicamente rusa, es universal. La tercera guerra mundial
parece ser la salida lógica. No nos resignamos, sin embargo, a las
soluciones catastrofistas siempre y cuando haya otras posibilidades.
La agresividad del régimen estalinista en el exterior está
condicionada por la gravedad de su situación interna. La rebelión
latente de las masas rusas y no rusas contra este régimen ha sido
demostrada por el derrotismo de las poblaciones que, al principio de
la invasión, acogieron a los invasores como a liberadores; probada
por los disturbios del día siguiente de la victoria; por el
movimiento mucho más complejo de lo que se creía del ejército
Vlassov que se batía alternativamente por los nazis y contra ellos;
por los dos o trescientos mil refugiados rusos en Alemania; por la
población de los campos de concentración. Opino que los regímenes
totalitarios constituyen colosales fábricas de rebeliones. Aquel más
que otro en razón de su tradición revolucionaria.
La documentación sobre el estado
de espíritu de las masas rusas crece día a día. Cualquiera que
conozca Rusia sabe que, bajo el caparazón de bronce del régimen,
existe una profunda vitalidad. Las nueve décimas partes de los
hombres que trabajan, construyen, inventan o administran, podrían, si
rompieran sus cadenas, convertirse rápidamente en ciudadanos de una
democracia del trabajo... ¿Podrán librarse a tiempo de sus cadenas
para que una Rusia socialista pueda prevenir el desencadenamiento de
la guerra?.
Lo que ha hecho el estalinismo por
inculcar a sus oprimidos el horror y la repugnancia por el socialismo
es inimaginable, siendo previsible que se produzcan reacciones tanto
en Rusia como, y sobre todo, entre los pueblos no rusos, como los
musulmanes de Asia central, recorridos por aspiraciones pan–islámicas.
Estimo, no obstante, fundándome sobre muchas observaciones hechas en
la URSS en años particularmente crueles para las masas, que la gran
mayoría del pueblo ruso se da perfectamente cuenta de la impostura
del socialismo oficial. No es posible la vuelta al antiguo régimen o,
incluso, a un capitalismo desarrollado, en razón del alto grado de
desarrollo conseguido por la producción estatalizada, en el momento
en el que Europa entera camina hacia las nacionalizaciones y la
planificación. La democracia rusa tendría que sanear, limpiar de
mugre, reorganizar, en interés de los productores, la producción
socializada. El interés técnico de la producción, el sentido de la
justicia social, la libertad recobrada, se conjugarían, por la fuerza
de las cosas, en volver a poner a la economía al servicio de la
comunidad... No está todo perdido ya que nos queda esta esperanza
racional, fuertemente motivada.
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