En
memoria de León Trotsky, 1879
– 1940
En estos días de 1940, hace 65 años, León
Trotsky, moría asesinado en México por un agente de Stalin. Su
muerte
marcó lo que un gran escritor revolucionario Víctor Serge, llamó,
con acierto, “la media noche del siglo”, cuando parecía que
inevitablemente los trabajadores y los pueblos estaban condenados a
someterse a dos monstruos gemelos: el fascismo o el stalinismo.
Después
de ser elevados a los altares, hoy sus asesinos son sólo una página
negra, repudiada y maldecida en la historia del socialismo. En cambio,
la obra revolucionaria de León Trotsky –su vida, su acción y su
pensamiento teórico y político–
es cada vez más un punto de referencia para las nuevas
generaciones de luchadores que se proponen retomar en el siglo XXI el
combate por el socialismo.
Como
tributo de Socialismo o Barbarie Internacional, publicamos a
continuación el Prólogo de su libro Mi vida, las
memorias que diez años antes de su muerte nos brindan un autorretrato
del gran luchador socialista.
Prólogo
de Mi Vida
Puede
que nunca hayan abundado tanto como hoy los libros de Memorias. ¡Es
que hay mucho que contar! El interés que despierta la historia del día
se hace más apasionado cuanto más dramática y más accidentada es
la época en que se vive. En los desiertos del Sahara no pudo nacer la
pintura paisajista. Nos hallamos en un momento de transición entre
dos épocas, y es natural que sintamos la necesidad de mirar a un
ayer, que, con serlo, queda ya tan lejano, con los ojos de quienes lo
vivieron activa y afanosamente. Tal es, a nuestro parecer, la causa
del gran auge que ha tomado, desde la guerra para acá, la literatura
autobiográfica. Y en ello puede residir también, acaso, la
justificación del presente libro.
Ya
el mero hecho de que pueda publicarse obedece a una pausa en la vida
política activa de su autor. En el proceso de mi vida, Constantinopla
representa una etapa imprevista, aunque nada casual. Acampado en el
vivac –y no es este el primer alto en mí camino– espero sin prisa
lo que ha de venir. La vida de un revolucionario sería inconcebible
sin una cierta dosis de "fatalismo". De cualquier modo, ningún
momento mejor que este entreacto de Constantinopla para volver la
vista sobre lo andado, entretanto que las circunstancias nos permiten
reanudar la marcha interrumpida.
Mi
primera idea fue limitarme a trazar, rápidamente, unos cuantos
esbozos autobiográficos, que vieron la luz en los periódicos.
Advertiré que, desde mi retiro, no me ha sido posible vigilar la
forma en que esos ensayos llegasen a manos del lector. Mas, como todo
trabajo tiene su lógica, cuando los artículos periodísticos iban
tocando a su fin, era cabalmente cuando yo empezaba a ahondar en el
tema. En vista de ello, decidí escribir un libro, acometiendo de
nuevo el trabajo sobre una escala mucho mayor. Los primitivos artículos
publicados en los periódicos y el presente libro de Memorias, no
guardan más afinidad que la del tema. Fuera de esto, tratase de obras
perfectamente distintas.
Me
he detenido especialmente en el segundo período de la revolución de
los Soviets, que se inicia con la enfermedad de Lenin y el comienzo de
la campaña contra el "trotskismo". La lucha entablada por
los epígonos en tomo al poder, no tiene, como pretendo demostrar aquí,
un carácter puramente personal, sino que revela una fase política:
la reacción contra el movimiento de Octubre y los primeros síntomas
del giro termidoriano. Y así surge, casi espontáneamente, la
pregunta que tantas veces he escuchado: –Pero, ¿cómo se las arregló
usted para perder el Poder?
La
autobiografía de un político revolucionario tiene por fuerza que
tocar una serie de problemas teóricos, relacionados unos con la
evolución social de su país, y otros con la marcha de la humanidad,
y muy especialmente con esos períodos críticos a que damos el nombre
de revoluciones. Como se comprende, estas páginas no eran el lugar más
adecuado para ahondar en problemas teóricos tan complejos. La llamada
teoría de la revolución permanente, que tanta influencia ha tenido
en mi vida, y que está cobrando un interés tan grande en la
Actualidad para los países orientales, resuena a lo largo de las páginas
de este libro como un remoto leitmotiv. El lector a quien esto no
baste confórmese con saber que el análisis detenido del problema de
la revolución será objeto de otra obra, en la cual trataré de
deducir y exponer las experiencias teóricas más importantes de estos
últimos decenios.
Por
estas páginas desfilarán buen golpe de personajes enfocados con una
iluminación un poco distinta de aquella en que a los propios
interesados hubiera placido ver a su persona o a su partido. Y así,
es natural que más de uno tache mis Memorias de poco objetivas. Ha
bastado que los periódicos publicasen algunos fragmentos de esta
obra, para que empezasen a sonar las protestas y refutaciones. Era
inevitable. Un libro autobiográfico como éste, aunque el autor
hubiera conseguido hacer de él –y no se lo propuso, ni mucho
menos– un frío daguerrotipo de su vida, no podía menos de
despertar, al publicarse ahora, un eco de aquellas polémicas que
acompañaron en vivo a las colisiones en él relatadas. Pero estas
Memorias no son una fotografía inanimada de mi vida, sino un trozo de
ella. En sus páginas, el autor sigue librando el combate que llena su
existencia. La exposición es análisis y es crítica; el relato es a
la par defensa y ataque, y más éste que aquélla. Creo sinceramente
que es la única manera de imprimir a una biografía una elevada
objetividad; es decir, de darle una fisonomía en la que vivan los
rasgos de una persona y de una época.
La
objetividad no consiste en esa fingida imparcialidad e indiferencia
con que una hipocresía averiada trata al amigo y al adversario,
procurando sugerir solapadamente al lector lo que sería incorrecto
decirle a la cara. De esta mentira y de esta celada convencional
–que no otra cosa son– yo no pienso servirme. Ya que me he
sometido a la necesidad de hablar de mí mismo –hasta hoy no sé que
nadie haya conseguido escribir una autobiografía sin hablar de su
persona–, no tengo por qué ocultar mis simpatías y mis antipatías,
mis amores mis odios.
He
escrito un libro polémico. En él se refleja la dinámica de una
sociedad cimentada toda ella sobre antagonismos y contradicciones. El
estudiante que se insolente con su profesor; los aguijones de la
envidia escondidos entre las zalemas de los salones; en el comercio,
una rabiosa competencia, y como en el comercio en la técnica, en la
ciencia, en el arte, en el deporte; choques parlamentarios bajo los
que palpitan hondos conflictos de intereses; la furiosa guerra diaria
de la Prensa; huelgas obreras; manifestantes ametrallados en las
calles, maletas cargadas de gases asfixiantes con que se obsequian
mutuamente por los aires las naciones civilizadas; las lenguas de
fuego de las guerras civiles, que no dejan de azotar un instante la
superficie de nuestro planeta: he ahí otras tantas formas y
modalidades de "polémica" social, que van desde lo
cotidiano, normal, consuetudinario, y a fuerza de serlo, pese a su
intensidad, casi imperceptible, hasta ese grado: monstruoso,
explosivo, volcánico de polémica que culmina en las guerras y las
revoluciones. Es la imagen de nuestra época. De la época con la que
nos criamos, en la que respiramos y vivimos. Imposible ser apolémicos
sin hacerle traición.
Pero
hay otro criterio, un criterio más escueto y elemental, y es el que
consiste en exponer concienzudamente los hechos. Así como el
revolucionario más intransigente no puede volver la espalda a las
circunstancias de lugar y tiempo, el polemista más fogoso tiene que
guardar las proporciones de las personas y las cosas. A esta norma
confío en que habré sabido mantenerme fiel en el conjunto de la obra
y en sus detalles.
A
veces, pocas, reproduzco en forma dialogada antiguas conversaciones. A
nadie se le ocurrirá exigir una reproducción literal, a la vuelta de
tantos años. No está tampoco en mi propósito asignarles ese valor.
Algunos de los diálogos tienen carácter puramente simbólico. Pero
hay ciertas conversaciones –todo el mundo lo sabe– que se graban
con especial relive en la memoria. Las comunica uno a los amigos y
allegados. Y a fuerza de repetirlas, las palabras se quedan indelebles
en el recuerdo. Me refiero, en primer término, naturalmente, a las
conversaciones de carácter político.
Yo
soy hombre acostumbrado a fiar en la memoria. Cuantas veces he
contrastado objetivamente sus recuerdos, los he encontrado justos. En
efecto; aunque mi memoria topográfica –y no hablemos de la
musical– es harto endeble, y la plástica y la lingüística
bastante mediocres, mi capacidad retentiva para las ideas descuella
considerablemente sobre el nivel medio. Y las ideas, el desarrollo de
las ideas y las luchas de los hombres en torno a ellas, llenan la
parte principal de esta obra.
Cierto
que la memoria no es una máquina registradora que funcione automáticamente.
Ni tiene nada de desinteresado. Tiende con frecuencia a descartar o
dejar recatados en un rincón sombrío aquellos episodios que no le
parecen favorables al instinto vital que la vigila, y claro está que
no lo hace generalmente por altruismo. Pero dejemos estas cuestiones
al "psicoanálisis", ingenioso y divertido a ratos, aunque más
arbitrario y caprichoso que ameno casi siempre.
Huelga
decir que he procurado revisar celosamente los datos de la memoria
sobre las piezas documentales de que disponía. A pesar de todas las
trabas y dificultades que se me ofrecieron para poder consultar las
bibliotecas y los archivos, los datos más importantes en que se basa
este trabajo han sido objeto de comprobación.
Desde
1897, he batallado casi siempre con la pluma en la mano. Gracias a
esto, los episodios de mi vida han ido dejando, durante más de
treinta y dos años, un rastro casi ininterrumpido en el papel
impreso. Con el año 1903, empiezan las luchas intestinas dentro del
partido, ricas en duelos personales. Ni mis adversarios ni yo rehuimos
nunca los golpes, y en la letra de imprenta han quedado las
cicatrices. Desde el alzamiento de Octubre, la historia del movimiento
revolucionario comienza a ocupar lugar preeminente en las
investigaciones de los historiadores e institutos históricos rusos.
De los Archivos de la revolución y del Departamento de policía de
los zares van saliendo a la luz y entregándose a la imprenta, con
notas y comentarios aclaratorios, todos los materiales que encierran
algún interés. En los primeros años, cuando aún no había por qué
ocultar ni disfrazar nada, este trabajo llevábase concienzudamente.
Las "Ediciones del Estado" han publicado las obras completas
de Lenin y parte de las mías, provistas de notas que llenan docenas
de páginas de cada volumen y contienen los datos indispensables para
situar la actividad de sus autores y los sucesos de la época que
abarcan. Esto me ha ayudado mucho, naturalmente, guiándome con segura
orientación en la trama cronológica de los hechos y librándome de
incurrir, a lo menos, en errores de bulto.
No
niego que mi vida no ha discurrido por los cauces más normales. Pero
las causas de ello no hay que buscarlas en mí mismo, sino en las
condiciones de la época en que mi vida se ha desarrollado. Por
supuesto, que para llevar a cabo la labor, buena o mala, que me cupo
en suerte, hacían falta ciertas dotes personales. Pero, en otro
ambiente histórico, estas dotes hubieran dormitado tranquilamente,
como tantas y tantas capacidades y pasiones humanas que no tienen,
salida en el mercado de la vida social. En cambio, es posible que
hubiesen surgido en mí otras condiciones, hoy anuladas o cohibidas.
Por encima de la subjetividad se alza lo objetivo, que es siempre, en
última instancia, lo que decide.
El
curso consciente de mi vida, que empieza hacia los diez y siete o los
diez y ocho años, ha sido una constante lucha por ideas determinadas.
En mi vida personal no hay nada que merezca de por sí la publicidad.
Todo lo que en mi pasado pueda haber de más o menos extraordinario, hállase
asociado íntimamente a las luchas revolucionarias y recibe de éstas
su relieve y valor. Es la única razón que, puede justificar el que
salga a luz esta autobiografía.
Pero,
la razón es a la par la dificultad. Los sucesos de mi vida personal
están de tal manera prendidos en la trama de los hechos históricos,
que es punto menos que imposible arrancarlos a ella. Sin embargo, este
libro no pretende hacer historia. No destaca los hechos por lo que en
sí objetivamente signifiquen, sino en lo que tienen de contacto con
las vicisitudes de la vida del autor. Nada tendrá, pues, de extraño,
que en la pintura de momentos o etapas enteras falten las proporciones
que serían de rigor en una obra histórica. Para trazar la línea
divisoria entre la autobiografía y el proceso de la revolución, no
hemos tenido más remedio que proceder de un modo empírico. Sin
convertir por ello el relato de una vida en un estudio de historia,
había que ofrecer al lector un punto de apoyo en los hechos que
informaron el giro de aquélla. Dando por supuesto, naturalmente, que
quien leyere estas páginas conoce las líneas generales de nuestra
revolución y que hasta con avivar rápidamente en su recuerdo los
hechos históricos y sus consecuencias.
Cuando
este libro salga a luz, habré cumplido cincuenta años. Mi cumpleaños
cae en el día de la Revolución de Octubre. Un pitagórico o un místico
argüirían de aquí grandes conclusiones. La verdad es que yo no he
venido a parar mientes en esta curiosa coincidencia hasta que ya habían
pasado tres años de las jornadas de Octubre.
Hasta la edad de nueve años,
viví sin interrupción en una aldea apartada del mundo. Pasé ocho
estudiando en el Instituto. Al año de salir de sus aulas, fui
detenido por vez primera. Mis Universidades fueron, como las de tantos
otros en aquella época, la cárcel, el destierro y la emigración.
Dos veces estuve preso en las cárceles zaristas, por espacio de
cuatro años en total; las deportaciones del antiguo régimen me
alcanzaron otras tantas veces, la primera dos años poco más o menos,
la segunda unas semanas. Las dos veces pude huir de Siberia. He vivido
emigrado, en junto, unos doce años, en varios países de Europa y América:
dos años antes de estallar la revolución de 1905 y hacia diez después
de su represión.
Durante la guerra, fui condenado a prisión en
rebeldía en la Alemania de los Hohenzollers (1905); al siguiente año,
expulsado de Francia a España, donde, tras breve detención en la cárcel
de Madrid y un mes de estancia en Cádiz bajo la vigilancia de la
policía, me expulsaron de nuevo rumbo a Norteamérica. Allí, me
sorprendieron las primeras noticias de la revolución rusa de Febrero.
De vuelta a Rusia, en marzo de 1917, fui detenido por los ingleses e
internado durante un mes en un campo de concentración del Canadá.
Tomé parte activa en las revoluciones de 1905 y 1917, y ambos años
fui Presidente del Soviet de Petrogrado. Intervine muy de cerca en el
alzamiento de Octubre y pertenecí al Gobierno de los Soviets. En
funciones de Comisario del pueblo para las relaciones exteriores,
dirigí en Brest–Litovsk las negociaciones de paz entabladas con
Alemania, Austria–Hungría, Turquía y Bulgaria. Ocupé el
Comisariado de Guerra y Marina, y desde él dediqué cinco años a la
organización del Ejército rojo y la reconstrucción de la flota. En
el año 1920, me encargué, además, de dirigir los trabajos de
reorganización de los ferrocarriles, que estaban en el mayor
abandono.
Dejando
a un lado los años de la guerra civil, la parte principal de mi vida
la llena mi actividad de escritor y militante dentro del partido. Las
"Ediciones del Estado" emprendieron en 1923 la publicación
de mis obras completas. De entonces acá, han visto la luz, sin contar
los cinco tomos en que se coleccionan mis trabajos sobre temas
militares, trece volúmenes. La publicación fue suspendida en el
1927, cuando empezó a agudizarse la campaña de persecución contra
el "trotskismo".
En
enero de 1928 me envió al destierro el actual Gobierno ruso, y hube
de pasar un año junto a la frontera china. En febrero de 1929 fui
expulsado a Turquía, y escribo estas líneas en Constantinopla.
No
puede decirse que mi vida, aun presentada en tan rápida síntesis,
tenga nada de monótona. Más bien cabría afirmar, por el número de
virajes bruscos, súbitos cambios y agudos conflictos, por los
vaivenes que en ella tanto abundan, que es una vida pletórica de
"aventuras". Y, sin embargo, permítaseme afirmar que nada
hay que tanto repugne a mis naturales inclinaciones como una vida
aventurera. Mi amor al orden y mis hábitos conservadores puede
decirse que rayan en lo pedantesco. Amo y sé apreciar el método y la
disciplina. No con ánimo de paradoja, sino porque es verdad, diré
que me indignan la destrucción y el desorden. Fui siempre un discípulo
aplicado y puntual, dos condiciones que he conservado a lo largo de
toda la vida.
Durante los años de la guerra civil, cuando en mi tren
cubría distancias varias veces iguales al Ecuador, me recreaba ver,
de trecho en trecho, una empalizada nueva de tablas de pino. Lenin,
que me conocía esta pequeña debilidad, solía burlarse cariñosamente
de mí a causa de ella. Para mí, los mejores y más caros productos
de la civilización han sido siempre –y lo siguen siendo– un libro
bien escrito, en cuyas páginas haya algún pensamiento nuevo, y una
pluma bien tajada con la que poder comunicar a los demás los míos
propios. Jamás me ha abandonado el deseo de aprender, ¡y cuántas
veces, en medio de los ajetreos de mi vida, no me ha atosigado la
sensación de que la labor revolucionaria me impedía estudiar metódicamente!
Sin embargo, casi un tercio de siglo de esta vida se ha consagrado por
entero a la revolución. Y si empezara a vivir de nuevo, seguiría sin
vacilar el mismo camino.
Véome
obligado a escribir estas líneas en la emigración, la tercera de la
serie, mientras mis mejores amigos, que lucharon con denuedo decisivo
por ver implantada la República de los Soviets, pueblan sus cárceles
y sus estepas, presos unos y otros deportados. Algunos hay que
vacilan, que retroceden y se rinden al adversario. Unos, porque están
moralmente agotados; otros, porque, confiados a sus solas fuerzas, son
incapaces para encontrar una salida a este laberinto en que los
colocaron las circunstancias; otros, en fin, por miedo a las sanciones
materiales.
Es la tercera vez que presencio una deserción en, masa de
las banderas revolucionarias. La primera fué tras el reprimido
movimiento de 1905; la segunda, al estallar la guerra. Conozco harto
bien, por experiencia, lo que son estas mareas y reflujos. Y sé que
están regidos por leyes. No vale impacientarse, pues no han de
cambiar de rumbo a fuerza de impaciencia. Y yo no soy de esos que
acostumbran a enfocar las perspectivas históricas con el ángulo
visual de sus personales intereses y vicisitudes. El deber primordial
de un revolucionario es conocer las leyes que rigen lo sucesos de la
vida y saber encontrar, en el curso que estas leyes trazan, su lugar
adecuado. Es, a la vez, la más alta satisfacción personal que puede
apetecer quien no une la misión de su vida al día que pasa.
L.
Trotsky
Prinkipo,
14 de septiembre de 1929
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