Reagrupamiento,
realineamiento e izquierda revolucionaria
Por Alex Callinicos (dirigente del
Socialist Workers Party de Gran Bretaña)
Boletín de la International
Socialist Tendency, Nº 1, julio 2002
Es evidente que lo que en Francia se denomina
“izquierda radical”, o “izquierda de la izquierda” —es decir,
las fuerzas a la izquierda de la socialdemocracia y lo que queda del
estalinismo— está atravesando un importante proceso de renovación y
realineamiento. Las movilizaciones de masas que han cruzado Europa y
Estados Unidos desde Seattle, el desarrollo de un movimiento mundial
contra el capitalismo global, el giro a la izquierda de Refundación
Comunista de Italia, el espectacular resultado de los candidatos
revolucionarios en la primera ronda de las elecciones presidenciales en
Francia, el desafío al Nuevo Laborismo planteado, en el terreno
electoral, por una extrema izquierda unificada en Gran Bretaña, son todos
signos de un cambio político de enorme alcance.
Dos terremotos políticos
Este proceso debe
enmarcarse en los dos terremotos políticos que han golpeado a la
izquierda en los últimos quince años. El primero fue las revoluciones de
Europa Oriental y Central en 1989 y el colapso de los regímenes
estalinistas, que culminaron en la caída del Partido Comunista de la Unión
Soviética y la desintegración de la propia URSS en 1991. El impacto político
inmediato en la izquierda de este acontecimiento histórico mundial fue
negativo, incluso para las corrientes políticas que se habían opuesto al
estalinismo, tanto desde derecha socialdemócrata como desde la izquierda
revolucionaria. La desaparición del único rival geopolítico importante
del bloque occidental, con el colapso catastrófico de una economía que
se suponía planificada, pareció confirmar la idea (cuyo defensor más
notorio fue Francis Fukuyama) de que ya no había alternativa progresiva
al capitalismo liberal. En el mejor de los casos, según los sectores más
radicales de la socialdemocracia, podríamos elegir qué variante de
capitalismo nos iba a explotar, si el renano o el angloamericano (1).
La reacción
profundamente pesimista que esta situación podía generar incluso en la
izquierda revolucionaria crítica al estalinismo se reflejó en el
comienzo de una resolución aprobada por el 14º Congreso de la Cuarta
Internacional [Secretariado Unificado] de 1995:
“Desde nuestro 13º
Congreso Mundial en 1991, la relación de fuerzas viene siendo
desfavorable a las masas trabajadoras, en el marco de la tendencia general
analizada en la resolución sobre situación mundial votada en ese
congreso. La dialéctica internacional de las luchas tuvo un efecto
negativo, causando retrocesos, derrotas o aislamiento a muchos movimientos
emancipadores. Nuestra propia corriente se ha visto afectada y debilitada
por esta dialéctica negativa, resultado que difícilmente podía evitar
una organización no preservada por caparazones sectarios que la protejan
del contagio del curso real de las luchas políticas y sociales... Más en
general, todos los movimientos sociales en curso en diferentes países
—contra la opresión imperialista, la austeridad, los efectos
perjudiciales de la economía de mercado, el daño ambiental, la opresión
de las mujeres, el militarismo, etc.— se hallan aún muy fragmentados.
El proyecto de una sociedad socialista que ofrezca tanto una alternativa
al capitalismo como a las desastrosas experiencias del “socialismo”
burocrático carece hoy de credibilidad y se ve obstaculizado por el
balance del estalinismo, la socialdemocracia y el populismo nacionalista
del Tercer Mundo, así como por la debilidad de quienes sostienen hoy ese
proyecto.
“En numerosos países
dominados, amplios sectores de vanguardia se han vuelto escépticos en
cuanto a las posibilidades de éxito de una ruptura revolucionaria con el
imperialismo, y escépticos también en cuanto a las posibilidades de
tomar el poder y conservarlo, dada la nueva relación de fuerzas mundial.
Otros sectores, y no de los menos importantes, han roto abiertamente con
esta perspectiva”.
Contra esta evaluación,
la predicción que hice en “La revancha de la historia” (1991) de que,
liberada del íncubo del estalinismo, la auténtica izquierda marxista
podría retomar la tarea inconclusa de enfrentar al capitalismo, era sin
duda excesivamente optimista. Vista desde la perspectiva de 2002, sin
embargo, no parece del todo equivocada. Dado que la fuerza decisiva en la
desintegración del estalinismo fue (sobre todo en la URSS) más sus
contradicciones internas que la rebelión de masas desde abajo, el impacto
inmediato a corto plazo de este colapso fue el fortalecimiento del
capitalismo occidental en general y del imperialismo estadounidense en
particular. Pero a más largo plazo, la desaparición del estalinismo como
fuerza política logró liberar a la izquierda de la tarea de
diferenciarse de una caricatura obscena del socialismo. Y, en parte debido
a la magnitud misma de esa victoria a corto plazo del capitalismo de
mercado —que alentó la imposición a nivel mundial de las políticas
neoliberales—, hacia fines de los 90 efectivamente emergió un
movimiento de oposición al capitalismo global.
Este es, claro está,
el segundo terremoto político: la aparición del movimiento
anticapitalista. No hace falta repetir aquí el exhaustivo análisis de
este movimiento, que hicimos en otro lugar y que hemos reconfirmado desde
su formulación inicial luego de Seattle. Pero puede ser útil resumir los
elementos más recientes (2).
La combinación entre
la radicalización que produjeron las movilizaciones en Génova y los
hechos del 11 de septiembre de 2001 hizo que el centro de gravedad del
movimiento se moviera de América del Norte (donde el activismo quedó a
la defensiva tras el 11 de septiembre) a Europa. La magnitud de las
movilizaciones en la cumbre europea de Barcelona de marzo de 2002, junto
con las gigantescas movilizaciones contra Le Pen en Francia en abril y
mayo, muestran que el proceso continúa. Al mismo tiempo, el II Foro
Social Mundial en Porto Alegre en enero/febrero de 2002, al que asistieron
entre 60 y 80 mil personas, en su mayoría brasileños, subrayaron que el
movimiento no debe verse como un fenómeno exclusivamente del Primer
Mundo. Por otra parte, las grandes manifestaciones de Washington y San
Francisco el 20 de abril de 2002 —donde la oposición al neoliberalismo
y la solidaridad con el pueblo palestino se unieron en amplias
movilizaciones pacíficas— son la señal más importante de que la
resistencia anticapitalista está recuperándose en los propios Estados
Unidos.
El movimiento
anticapitalista tiene, para la izquierda radical, una importancia triple.
En primer lugar, porque atrae a una nueva generación a la actividad política.
Por ejemplo, ha sido ampliamente resaltado el carácter juvenil y
militante de las manifestaciones contra Le Pen en Francia. En segundo
lugar, el movimiento revitaliza a muchos militantes de las generaciones de
los 60 y 70 que, hasta entonces cansados y pesimistas tras experimentar
las derrotas del último cuarto de siglo, ven que en estas movilizaciones
se renuevan sus esperanzas. Tercero y fundamental es que, tras el triunfo
del neoliberalismo en los 90, se ha demostrado de manera muy concreta la
viabilidad de una política anticapitalista. La recurrencia con que el Financial
Times, por ejemplo, anuncia la declinación del movimiento
anticapitalista —sólo para tener que comerse sus vaticinios informando
sobre otra protesta masiva y propalando una nueva defensa del
neoliberalismo—, son una muestra de hasta qué punto la crítica al
capitalismo desde la izquierda ha vuelto ha instalarse como un polo en los
debates políticos e ideológicos de Occidente.
Polarización de
clases en Europa
Hoy los socialistas
revolucionarias nadan en una corriente mucho mayor. O, mejor dicho, nadan con
la corriente: hay un proceso de radicalización en gran escala que lleva
amplios sectores hacia la izquierda. En Europa esta polarización se
originó en el proceso de polarización de clases que se desarrolló a
principios de los 90. El impacto de la recesión económica y de las políticas
neoliberales exigidas por la unión monetaria y económica europea (y que
el Banco Central de Europa, junto con el Pacto de Estabilidad y
Crecimiento de la Unión Europea, aún buscan aplicar) condujo a
importantes sectores de masas a la izquierda y a la derecha. Esto es lo
que Tony Cliff llamó “los años 30 en cámara lenta”, y que se reflejó
en el crecimiento de la extrema derecha europea a lo largo de los 90, pero
también en la rebelión contra el neoliberalismo expresada por las
huelgas de masas en Francia en 1995, y, en el terreno electoral, en las
arrolladoras victorias de los partidos socialdemócratas entre 1996 y 1998
(3).
La primera ronda de
las elecciones presidenciales en Francia del 21 de abril de 2002
demostraron que este proceso de polarización de clase ha llegado a una
nueva fase. Los gobiernos socialdemócratas, llevados al poder mediante la
rebelión contra el neoliberalismo, han continuado con las políticas
neoliberales. Hasta ahora, Lionel Jospin es la víctima más espectacular
del subsiguiente descontento, pero los beneficiarios no han sido sólo Le
Pen y el fascista Frente Nacional: más del 10 por ciento de los votantes
de primera vuelta apoyaron candidatos revolucionarios. Esta es la
evidencia más concreta hasta la fecha del surgimiento de una “izquierda
radical” en repudio a los socialdemócratas. La entrada en pánico de
muchos izquierdistas moderados ante los recientes acontecimientos políticos
—resumidas por el ex editor de Marxism Today, Martin Jacques,
quien dijo que “la amenaza de lo irracional y de un giro a la barbarie
no habían sido tan grandes en occidente desde los años 30”— ignoran
totalmente este lado de la cuestión (4). Hay un proceso de aprendizaje de
millones en toda Europa que, desencantados de la experiencia de la
socialdemocracia y alentados por el desarrollo del movimiento
anticapitalista, están listos para ir más a la izquierda.
¿Cuáles son las
diferencias?
El movimiento
anticapitalista representa un gran desafío para las actuales
organizaciones de izquierda: ¿serán capaces de relacionarse de manera
constructiva y creativa con este nuevo movimiento? Asimismo, plantea la
cuestión de cuán importantes son las diferencias teóricas y políticas
que dividieron a la izquierda en el pasado y aun hoy. Cabe distinguir
entre tres tipos de diferencias. Primero, las divisiones históricas de la
izquierda trotskista. Si consideramos las dos principales corrientes
internacionales, la Cuarta Internacional [en adelante SU] y la
International Socialist Tendency (IST— Tendencia Socialista
Internacional), las divisiones se originan en última instancia en las
diferentes interpretaciones del estalinismo. Es decir, el análisis
trotskista clásico de Rusia como un estado obrero degenerado —al que
adhiere el SU— y la teoría del capitalismo de estado burocrático
formulada por Tony Cliff, fundador de la IST (5). En segundo lugar,
tenemos la mucho más importante división entre trotskismo y estalinismo,
que es la expresión política de un proceso histórico—mundial: la
degeneración de la revolución rusa de octubre de 1917 y el surgimiento
de la burocracia estalinista. En tercer lugar está el antagonismo
igualmente profundo entre el socialismo revolucionario y la
socialdemocracia. También aquí, se trata de un reflejo de sucesos histórico—mundiales,
en particular la capitulación de la II Internacional a la Primera Guerra
Mundial en agosto de 1914 y la consiguiente fundación de la Tercera
Internacional tras la revolución rusa.
Plantearse el problema
de hasta dónde son pertinentes estas diferencias no implica que ya no
importen. Por ejemplo, el trotskismo ortodoxo identifica al estado obrero
con una economía controlada por el Estado. Y dado que la estatización de
la economía ha sido impulsada por diversas fuerzas políticas y sociales
—partidos estalinistas, movimientos guerrilleros del tercer Mundo,
militares de izquierda— el sentido de esto es que la autoactividad de la
clase trabajadora ya no resultaba necesaria para crear un estado obrero
(6). La teoría de Cliff del capitalismo de estado nos permitió reafirmar
la fundamental idea de Marx de que el socialismo es la autoemancipación
de la clase obrera. Incluso con un estalinismo en agonía, aquello que
Trotsky llamaba sustituismo idea de que otras fuerzas que no sean la clase
trabajadora pueden derribar el capitalismo— aún goza de buena salud
(7). Aunque más no fuera por esa razón, la teoría del capitalismo de
estado es una parte esencial de la herencia intelectual del marxismo
revolucionario.
Dicho esto, sería un
despropósito que hoy, que los estados estalinistas han sido en su mayoría
arrojados al basurero de la historia y que los restantes (a excepción de
Corea del Norte) buscan denodadamente integrarse a la economía mundial,
insistamos en dividir a los socialistas revolucionarios sobre la base de
sus diferentes interpretaciones del estalinismo. Esto no habría sido válido
hace tan poco como mediados de los 90. La claridad intelectual que aportó
la teoría del capitalismo de estado fue decisiva en permitir que la IST
resistiera la ola de pesimismo que cundió en la izquierda internacional
después de 1989, incluyendo la mayoría de las corrientes trotskistas
ortodoxas, como lo muestra el
Pasaje citado del
Congreso del SU de 1995. Esta teoría fue también decisiva para la
conformación de algunas organizaciones. Por ejemplo, los Socialistas
Internacionalistas de Corea del Sur surgieron gracias a que lograron ganar
activistas de la izquierda pro estalinista tras el golpe de agosto de 1991
en Moscú sobre la base de la capacidad de la teoría de Cliff para
explicar la desintegración del “socialismo real”.
Sin embargo, con el
resurgir de la izquierda con las huelgas de masas en Francia, en
noviembre/diciembre de 1995, se dio una vuelta de página. La posición
que una organización tuviera sobre la cuestión del estalinismo ya no era
una guía confiable para su orientación hacia el nuevo movimiento. Por un
lado, la International Socialist Organisation de Estados Unidos (ISO—
Organización Socialista Internacional), uno de los grupos históricamente
más importantes de la IST, reaccionó frente a Seattle y la radicalización
internacional que le siguió con un dogmatismo sectario que recordaba a
las peores aberraciones del trotskismo ortodoxo (8). Por el otro,
militantes del SU jugaron un rol preponderante en el desarrollo de ATTAC
en Francia y en los eventos del Foro Social Mundial en Porto Alegre. Las
tendencias políticas deben ser juzgadas esencialmente no por sus teorías
o su pasado, sino por su respuesta a los desafíos del presente.
Repitámoslo: esto no
quiere decir que las diferencias arriba mencionadas ya no tengan
importancia. Como veremos, el problema de reforma o revolución mantiene
hoy toda su importancia. Pero más que reiterar viejos argumentos,
necesitamos juzgar, a la luz de las exigencias del nuevo período abierto,
qué diferencias, viejas o nuevas, son las que realmente importan hoy.
Procesos de
realineamiento
Esta evaluación es
simplemente una versión de otra mucho más amplia que se está haciendo
en la izquierda internacional. Hay un deseo extraordinariamente fuerte de
unidad entre los militantes de todas las generaciones y vertientes, y esto
se expresa de diversas maneras. Para empezar con la extrema izquierda, en
Gran Bretaña asistimos a la formación de la Socialist Alliance (SA—
Alianza Socialista) en Inglaterra y Gales, y del Scottish Socialist Party
(SSP— Partido Socialista Escocés), en los que se han unido bajo un
mismo techo la mayoría de los elementos sanos de la izquierda del Partido
Laborista. En un plano más amplio, sobre todo europeo, ha comenzado a
desarrollarse un diálogo entre el SU y la IST, que ha tenido expresión
concreta en discusiones entre las direcciones y medidas de colaboración
práctica entre las organizaciones más importantes de esas corrientes, la
Liga Comunista Revolucionaria de Francia y el Socialist Workers Party de
Gran Bretaña. En coincidencia con estos dos procesos tenemos las ahora
regulares Conferencias de la izquierda anticapitalista europea, que agrupa
a varias organizaciones importantes de origen trotskista, reformista de
izquierda o estalinista.
Existen procesos
similares en otras partes del mundo. En la región Asia—Pacífico una
serie de organizaciones de origen estalinista (sobre todo maoísta) están
embarcadas en un proceso de revisión de algunos aspectos de su política
y se están agrupando internacionalmente. Por ejemplo, varios grupos que
rompieron con el Partido Comunista de las Filipinas están hoy en proceso
de reagrupamiento. En esas organizaciones, incluido el PRD de Indonesia,
la influencia residual más obvia de las ideas estalinistas es la aceptación
de la teoría de la revolución por etapas, que separa las revoluciones
democrática y socialista en fases distintas de la lucha de clases en los
países del Tercer Mundo. Esto ayuda a explicar el rol del Democratic
Socialist Party de Australia (DSP— Partido Socialista Democrático) a la
hora de facilitar el realineamiento de los grupos de extrema izquierda en
sectores de Asia. El DSP, que fue en sus inicios un grupo trotskista
ortodoxo, rompió con el SU en 1985 en gran medida debido a su rechazo de
la teoría de la revolución permanente de Trotsky y su adopción de un
enfoque etapista (9)
Sería un gran error,
no obstante, reducir los procesos de realineamiento de la izquierda
actualmente en curso a estas relaciones entre corrientes de extrema
izquierda, ya que están actuando fuerzas aún mucho más grandes. Dos
procesos en Europa ilustran esto. El primero es el giro a la izquierda del
Partido de la Refundación Comunista de Italia (PRC), iniciado en 1998
cuando (al precio de una escisión) el PRC retiró su apoyo al gobierno de
la Coalición del Olivo, de centro izquierda, encabezado por entonces por
Romano Prodi. Pero el paso decisivo en ese proceso fue cuando el PRC se
identificó con las protestas en Génova en julio de 2001, y con el
movimiento que se desarrolló luego en Italia contra la guerra en Afganistán
y en solidaridad con el pueblo palestino.
El segundo,
estrechamente relacionado al anterior, es el desarrollo de una red
anticapitalista en toda Europa. Las fuerzas más importantes de esta red,
desde el punto de vista de la organización, son dos: el movimiento de
Foros Sociales en Italia surgido de la radicalización post Génova y
ATTAC, que se ha extendido más allá de Francia a unos 40 países, sobre
todo en Europa. Pero la red abarca muchos otros movimientos: Globalise
Resistance en Gran Bretaña e Irlanda, el Movimiento para la Resistencia
Global en el Estado español, la Campaña Génova 2001 en Grecia, y otros.
La red se extendió a partir de las necesidades de colaboración a nivel
europeo en las diversas movilizaciones cumbre, empezando por Praga en
septiembre de 2000, y a partir del rol protagónico jugado por activistas
franceses e italianos en Porto Alegre I y II. Los preparativos para el
Foro Social Europeo, que tendrá lugar en Italia del 7 al 10 de noviembre
de 2002, están ampliando esta red y a la vez poniéndola a prueba.
En la izquierda
marxista hay quienes tienden a menoscabar la importancia de estas
coaliciones porque muchos de sus activistas no se declaran socialistas (lo
cual es aún más aplicable a las redes de América del Norte). Este
estado de cosas aparentemente contradictorio —activistas que luchan
contra el capitalismo global pero que niegan que el socialismo sea la
alternativa— es consecuencia del hecho de que la resistencia al sistema
reapareció en un clima ideológico en el que no sólo la tradición
marxista revolucionaria, sino también otras tradiciones socialistas, eran
marginales. Excluir a este sector de activistas, que probablemente es, en
cuanto a su número, el mayor agrupamiento a escala internacional, sería
un desastroso error sectario.
¿Qué tipo de
partido?
Este proceso de
realineamiento tiene lugar, entonces, en un contexto muy diferente al de
la discusión de reagrupamiento en el SU en 1995. Por entonces el SU había
entrevisto la posibilidad de agrupar distintas corrientes en un marco que
veía dominado por la ofensiva capitalista y por el retroceso y la confusión
en la izquierda. Pero hoy las claras señalas de revitalización son
imposibles de ignorar. Al mismo tiempo, el crecimiento de la extrema
derecha subraya la magnitud del desafío que enfrenta la izquierda
anticapitalista en Europa. Como miembros de organizaciones políticas o de
organizaciones más laxas, los activistas tienen que ofrecer una
alternativa efectiva y atrayente a quienes se radicalizaron en los últimos
años. Para tomar un ejemplo obvio, ¿cuál es el marco que actualmente se
les ofrece a los casi tres millones de personas que votaron por la
izquierda revolucionaria en Francia? Lo que nos lleva a la cuestión de la
organización política como tal.
Un sector
significativo del movimiento anticapitalista tiene una actitud más o
menos hostil hacia los partidos políticos. Esto refleja diversos
factores; por ejemplo, la desastrosa actuación de la “izquierda
oficial” en el gobierno (socialdemócratas, comunistas y verdes),
ciertas experiencias negativas con organizaciones de extrema izquierda y
la influencia del autonomismo. El resultado es un movimiento que ha
llevado, por ejemplo, a la exclusión de los partidos políticos en el
Foro Social Mundial y al intento de extender esta interdicción al Foro
Social Europeo. Esta posición es muy difícil de sostener. A pesar de la
prohibición de partidos en el FSM, el PT de Brasil tuvo allí una
presencia ostensible (la ceremonia de cierre en el II FSM parecía por
momentos un acto electoral del PT). Para tomar objeciones más serias, hay
diferencias políticas permanentes en el movimiento, en particular la
aparición de un fuerte polo reformista alrededor de ATTAC, que a su vez
enfrentado sobre todo por los autonomistas italianos (los disobbedienti)
a partir de una política de acentuar la autoactividad de los activistas
ya comprometidos (10). Estas corrientes divergentes actúan como partidos,
ya que se organizan sobre la base de lo que terminan siendo claros
programas políticos, por más que renieguen de llamarse partido. El punto
en discusión es, por ende, no tanto a favor o en contra de la forma
partido, sino qué clase de partido hay que construir.
Murray Smith, miembro
de la LCR francesa pero también hasta hace poco editor de Frontline,
la revista de la corriente principal del SSP escocés, el International
Socialist Movement (ISM), hace aquí un interesante aporte, planteando
esencialmente dos cuestiones. Primero, la LCR tendría que tomar la
iniciativa en la búsqueda de agrupar un amplio espectro de militantes y
activistas de diferentes tradiciones y políticas y movimientos sociales
en un nuevo partido anticapitalista en Francia. Segundo, plantea estar en
contra de tomar para este nuevo partido el modelo de lo que llama las
“organizaciones revolucionarias clásicas” como la LCR y el SWP, que
se basan en un programa marxista revolucionario claramente definido. Un
nuevo partido en Francia tendría que ser, como el SSP, “no delimitado
en lo estratégico”, dejando abierta la cuestión de reforma o revolución.
Decir que ese partido sería “centrista” sería quedar atrapado en
“un período en el que el movimiento obrero se caracterizaba por una
fuerte polarización entre corrientes reformistas y revolucionarias”. El
giro a la derecha de la socialdemocracia (Smith la llama la “izquierda
postreformista”) ha del actualizado ese enfoque, ya obsoleto:
“Al construir un
partido con una práctica de lucha de clases y la intervención de
marxistas revolucionarios, creamos un marco desfavorable para el
desarrollo de corrientes reformistas. Además, es difícil ver sobre qué
otra base podríamos construir un partido. Hasta para defender las
conquistas existentes y ganar otras tenemos que emplear métodos de clase
y la lucha de masas, en relación con las cuales la acción parlamentaria
sólo cumple un rol subsidiario. Luchar por reformas nunca ha querido
decir ser reformista, y mucho menos ahora, cuando los “reformistas” ya
no proponen reformas. Un partido construido sobre estas bases,
especialmente con una intervención consciente de los marxistas
revolucionarios, no constituye un terreno favorable para el desarrollo de
corrientes reformistas”.
Aunque en este
contexto suele citarse la experiencia del SSP, la concepción de partido
anticapitalista amplio que defiende Smith es compartida por muchos que no
pertenecen al ISM; en el SU, por ejemplo.
A fin de aclarar lo
que vemos equivocado en esta concepción, hay que partir de los puntos de
acuerdo. Primero que nada, la historia del movimiento obrero muestra muy
claramente que los partidos revolucionarios de masas no se construyen
mediante un proceso lineal de crecimiento gradual partiendo de un pequeño
grupo marxista. Como ocurre más en general con la historia, el desarrollo
de los partidos revolucionarios incluye puntos de ruptura y saltos
cualitativos. Un ejemplo clásico es el surgimiento del Partido Comunista
Francés a partir de una división en el Partido Socialista en el congreso
de Tours de 1920. Bien puede haber casos en los que el reagrupamiento de
espectro relativamente amplio de fuerzas anticapitalistas en un partido
cuyo programa no sea totalmente marxista revolucionario sea un avance. Más
aún: quizá esto sea lo que realmente debe hacer la LCR en Francia. Y sin
duda que condicionar esto a un acuerdo con Lutte Ouvrière —organización
profundamente sectaria— equivaldría a matar todo el proyecto antes de
nacer. La idea que está boyando en la LCR de acordar en una especie de
“Estados Generales” de la izquierda anticapitalista como un paso
adelante hacia un nuevo partido resulta sensata y razonable.
Pero del hecho de que
a veces un reagrupamiento sobre la base de un programa amplio
anticapitalista sea una medida correcta no se desprende que el objetivo
del proceso deba ser un partido que esquive la cuestión de reforma o
revolución. Smith tiene una actitud más distendida frente a esto debido
a que parece creer que el reformismo clásico está muerto. Pero eso es un
grave error, por al menos dos razones. La primera es que implica una seria
subestimación de la socialdemocracia. Por supuesto, lo que Tony Cliff
llamaba “reformismo sin reformas” es una marca del actual período: la
globalización capitalista, a caballo de la crisis, presiona a los
gobiernos socialdemócratas a desmontar las reformas que antes ellos
mismos habían propiciado. Pero esto no significa que se haya esfumado la
base de estos partidos en la clase obrera organizada. No hay motivo para
pensar que al menos algunos de los partidos socialdemócratas, llevados a
la oposición por el resurgir de la derecha burguesa en Europa, no volverán
a ganar apoyo prometiendo reformas. El PS francés ya se ha reubicado a la
izquierda tras la derrota de Jospin. El propio Jospin había logrado
reconstruir la base del PS después del desastre de los últimos años de
Miterrand. Sería una tontería afirmar con toda confianza que esto no va
a volver a pasar nunca.
En segundo lugar, la
posibilidad de que la socialdemocracia se recupere de su incapacidad para
obtener reformas tiene una base objetiva: la relativa falta de
autoconfianza de los trabajadores, agravada, sin duda, por la burocracia
sindical que los alienta a buscar en otros la mejora de su situación.
Esta falta de autoconfianza sólo puede superarse con la experiencia de la
lucha de masas, y aun entonces los trabajadores no se liberarán de manera
automática la influencia de las ideas reformistas. En todos los grandes
movimientos de trabajadores, desde las revoluciones rusa y alemana hasta
Solidaridad en Polonia, ha habido una fuerte lucha de ideas en cuanto a
las diferentes estrategias para hacer avanzar la lucha. Aunque no estamos
hoy en una situación revolucionaria, vemos exactamente el mismo proceso
de diferenciación dentro del movimiento anticapitalista actual. La
corriente con mayor peso individual en el movimiento en Europa es una
coalición de fuerzas reformistas que abarcan sectores importantes tanto
de ATTAC como del movimiento italiano de foros sociales, que ven ya sea la
revitalización del Estado—nación o una Unión Europea reformada —o
una combinación de las dos cosas— como un contrapeso al capitalismo
global (al que suelen identificar con Estados Unidos). Se trata de un
reformismo mucho más militante que el que representa la socialdemocracia
actual, porque ha surgido de un movimiento de masas y tiene la orientación
de actuar en él... pero sigue siendo reformismo. En otras páginas de
este boletín de discusión mostramos el rol que ha jugado esta corriente
en frenar la movilización de masas, en particular la actividad del
movimiento antiguerra en distintos lugares de Europa.
La mayor oposición
desde la izquierda a esta ala del movimiento anticapitalista son los
autonomistas, pero su respuesta es sumamente vaga y difusa. Veamos, por
ejemplo, qué dice Michael Hardt sobre la polarización entre los
“soberanistas” (defensores de la soberanía nacional) y quienes
apoyaron posiciones más radicales en el II FSM:
“Sin duda que, por
un lado, es importante reconocer las diferencias que dividen a activistas
y políticos reunidos en Porto Alegre. Por el otro, sería un error ver
esta división según el modelo tradicional de conflicto ideológico entre
bandos opuestos. La lucha política en la era de los movimientos de redes
ya no funciona de esa forma. A pesar de la exhibición de fuerza que
hicieron los que ocuparon el centro de la escena y dominaron las
representaciones en el Forum, podría resultar que han perdido la pelea...
Los dirigentes seguramente pueden hacer aprobar resoluciones en una mesa
que afirman la soberanía nacional, pero no pueden percibir el poder
democrático de los movimientos, por lo que finalmente todos ellos también
serán absorbidos en la multitud. La multitud puede transformar todos los
elementos fijos y centralizados en muchos otros nodos de su red en
infinita expansión” (11).
Es probable que la
confianza que Hardt deposita en la “multitud” no tenga mejor suerte
que las versiones anteriores de la idea de que la espontaneidad alcanza
para derrotar al capitalismo. Al igual que sus predecesores, representa
una negación de la política y un rechazo a reconocer que la lucha contra
el capitalismo necesita la articulación de ideologías, el desarrollo de
estrategias políticas y esfuerzos organizados para ganar el apoyo de las
masas para ambas. El combate a la influencia reformista en el movimiento
anticapitalista no puede quedar librado a la lógica objetiva de los
“movimientos de red”, sino que requiere de un polo revolucionario
organizado y coherente en su seno. Esto, que es cierto a escala
internacional, es válido también en el orden nacional. Un partido
anticapitalista no podrá afrontar las idas y venidas de la lucha de
clases (en la que el reformismo no se evaporará como por arte de magia)
sin un análisis marxista revolucionario claramente articulado que
enmarque sus tácticas y su actividad. Organizarse sobre bases programáticas
más amplias y ambiguas puede ser a veces una fase necesaria del proceso
de construcción de un partido revolucionario de masas, pero un partido más
laxo no puede sustituirlo.
En lo inmediato, lo
que Smith llama “organización revolucionaria tradicional”, sea grande
o pequeña, tiene claras ventajas prácticas. La relativa homogeneidad
ideológica de un partido marxista revolucionario le da una mayor
capacidad para actuar de manera rápida y decidida que otras
organizaciones más laxas y ambiguas en lo programático. Un ejemplo es la
velocidad y decisión con que el SWP británico reaccionó al 11 de
septiembre de 2001, comenzando en menos de 24 horas una serie de
iniciativas que llevaron a la formación de la Stop the War Coalition
y al surgimiento de uno de los más dinámicos movimientos contra la
guerra de Europa. Esto fue posible gracias a que el SWP y la IST habían
desarrollado a lo largo de más de una década tanto una reflexión teórica
como un bagaje de experiencia práctica en relación a las guerras
imperialistas y el islamismo radical. Lo que nos permitió identificar rápidamente
los problemas centrales que iban a aparecer tras la tragedia del 11 de
septiembre.
Es importante
comprender que la relativa homogeneidad de programa y análisis de un
partido socialista revolucionario no es algo a lo que se llega mediante la
repetición mecánica de textos sagrados o imponiendo burocráticamente la
uniformidad. El marxismo revolucionario sólo puede seguir siendo una
tradición viva mostrando su capacidad para responder creativamente a los
nuevos desafíos históricos, lo que quiere decir que una organización
auténticamente leninista debe poder discutirlos en profundidad.
Inevitablemente, tales discusiones suelen conducir a importantes
diferencias y fuertes polémicas, sobre todo cuando el partido enfrenta un
brusco giro de la situación objetiva. El consenso que hoy existe en el
seno de la IST sobre las guerras imperialistas de hoy y el islamismo
radical es el resultado de debates a veces muy polarizados, a fines de
los80 y mediados de los 90 respectivamente.
En consecuencia, la
discusión abierta es esencial para el buen funcionamiento de un partido
revolucionario. Sin embargo, no es un fin en sí mismo, sino en todo caso
un medio para una clarificación que le permita al partido actuar de
manera más eficaz. Comprender bien esto es la clave para captar la
naturaleza del centralismo democrático. Daniel Bensaïd, de la LCR,
plantea muy bien el punto:
“Lo que suele
atacarse del concepto de partido leninista, o del “centralismo democrático”,
es obviamente el centralismo verticalista largamente exhibido por el
centralismo burocrático de los partidos comunistas. Así, corremos el
riesgo de olvidar que una cierta forma y un cierto grado de centralismo
son también una exigencia de la democracia. Los partidos que son
simplemente un espacio de discusión, sin decisiones en común que agrupen
a los miembros como un todo, terminan reducidos a clubes donde se
intercambian opiniones y chismes sin ningún compromiso común para la
acción. Se convierten en juguetes de los mecanismos de mercado y de la
cooptación de sus dirigentes por parte de los medios, como ha pasado
muchas veces” (12).
En un partido
realmente centralista democrático, entonces, se alienta la libre discusión,
pero como un medio de hacer que el partido intervenga mejor. De ese modo,
la discusión concluye en una decisión tomada democráticamente, tras la
cual todos sus miembros, más allá de sus opiniones sobre el tema en
cuestión trabajan juntos para impulsar la política que se ha acordado.
Qué signifique esto exactamente es materia opinable. La práctica
habitual del SU es por lo general permitir la existencia permanente de
tendencias organizadas en el seno de sus partidos. Munyaradzi Gwisai, de
la International Socialist Organisation (ISO) de Zimbabwe, también
defiende la concepción de un partido leninista como una organización con
múltiples tendencias. El problema con las tendencias permanentes es que
institucionalizan las diferencias internas en el partido, lo cual suele
tener el efecto de hacer girar a la organización sobre sí misma y crear
un clima internista en el que el último boletín interno es un hecho más
importante que lo que ocurre en la lucha de clases. E incluso si esto no
sucede, la existencia de tendencias permanentes tiende a crear una situación
en la que los problemas son vistos según la óptica de las diferencias
internas. Las decisiones se toman menos por el peso de los argumentos que
como resultado de la relación de fuerzas entre las distintas fracciones,
lo que puede dar lugar a bloques y acuerdos sin principios. Bensaïd
describe una situación así en el 10º Congreso del SU de 1974,
profundamente dividido en dos fracciones internacionales: “la lógica
fraccional puso los límites, y el Congreso parecía más un encuentro
diplomático de delegaciones que una discusión colectiva. Los asuntos
importantes se establecieron por separado y en privado” (13).
Gwisai trae a colación
en apoyo de su tesis el ejemplo de los bolcheviques. Pero la historia de
Lenin y su partido muestra un panorama muy diferente, en el que
frecuentemente había debates abiertos y ásperos, pero en los cuales los
alineamientos de los dirigentes bolcheviques cambiaban constantemente según
el tema de que se tratara. Por ejemplo, en el término de unos pocos meses
Lenin y Trotsky pasaron de aliados cercanos acerca de la toma del poder en
octubre de 1917 a antagonistas alrededor del tratado de Brest—Litovsk en
enero/febrero de 1918, mientras que Zinoviev y Kamenev, opositores
hostiles a Lenin en octubre, pasaron a ser sus grandes aliados en Brest—Litovsk.
Un partido revolucionario tendría que promover este tipo de debate fluido
y abierto, más que la institucionalización de diferencias fraccionales.
La concepción
leninista de partido tiene consecuencias importantes en el modo en que los
revolucionarios actúan en movimientos más amplios. El sectarismo del
estilo de LO en Francia o la ISO de Estados Unidos, que contrapone su
organización al movimiento, es un desastre completo. La participación de
diversas instancias de frente único es una característica esencial del
actual período (14). Pero estos frentes únicos —que incluyen
movimientos como la Socialist Alliance, ATTAC y Globalise Resistance, que
tienen una base programática amplia— no son fines en sí mismos.
Mientras trabajan de manera constructiva con diversas corrientes, los
marxistas revolucionarios tienen que aportan a un proceso de clarificación
ideológica que haga centro en las cuestiones estratégicas de cómo hacer
avanzar el movimiento. Esto puede incluir la polémica con los reformistas
y los autonomistas. Si esas discusiones se manejan de manera fraternal y
se ponen en el contexto de que el objetivo es fortalecer el movimiento, no
tienen porqué tener un efecto divisionista. No obstante, el desarrollo de
un fuerte polo marxista dentro del movimiento depende de que los
revolucionarios tengan la voluntad de comprometerse en la lucha ideológica.
Primeros pasos
La manera más
evidente en la que ese polo puede construirse a nivel internacional pasa
por que las dos principales corrientes trotskistas —el SU y la IST—
empiecen a aproximarse. En consecuencia, puede ser de utilidad considerar
algunos de los obstáculos que enfrenta ese proceso. Resaltan en
particular dos:
1— Diferencias teóricas:
la más importante no es el debate histórico sobre la naturaleza de clase
del estado soviético. Hay en disputa problemas más actuales. Por
ejemplo, en la conferencia de la izquierda anticapitalista europea en
diciembre de 2001 en Bruselas hubo un debate entre la LCR y el SWP
alrededor del movimiento contra la guerra en Afganistán. Los compañeros
de la LCR decían que la relativa debilidad del movimiento en Francia
reflejaba factores objetivos, en particular la herencia del imperialismo
francés. Los delegados del SWP criticamos lo que veíamos como
debilidades subjetivas de la izquierda francesa, que condenaba por igual
al imperialismo estadounidense y al fundamentalismo islámico. Detrás de
esto había una diferencia más grande en la evaluación del islamismo
radical: el SWP tiende a subrayar el potencial antiimperialista de este
muy heterogéneo fenómeno político e ideológico, mientras que la LCR
enfatiza sus aspectos reaccionarios. No se trata simplemente de una cuestión
teórica: la Stop the War Coalition en Inglaterra —en la que el
SWP tiene una importante participación— ha logrado sumar a
organizaciones y activistas musulmanes a un frente único contra la guerra
antiterrorista.
2-Diferencias de
cultura política: las dos corrientes también tienen estilos políticos
diferentes que, aunque no necesariamente impliquen desacuerdos de
principios, a veces dificultan el trabajo en común. Estas diferencias
reflejan las respuestas distintas del SU y la IST en relación a las
derrotas de la lucha de clases y la crisis de la izquierda revolucionaria
a fines de los 70 (16). El SU quedó muy golpeado por esta crisis,
sufriendo el colapso, la desintegración o el retroceso de muchas de sus
secciones más importantes. Las que sobrevivieron, incluyendo la principal
en Europa, la LCR, lo hicieron en la medida en que ingresaron en
movimientos específicos. En cambio, la ISL era una corriente
internacional mucho más débil cuando se desarrolló la crisis de la
izquierda. Se extendió tanto numérica como geográficamente durante el
retroceso de los 80 sobre la base de la perspectiva central de hacer
propaganda marxista general. La orientación más militante que desarrolló
la IST en respuesta a la polarización de clases que comenzó en Europa
después de 1989 aún conservaba un acento mucho mayor en el desarrollo de
la comprensión teórica marxista que los grupos del SU (17).
Estas estrategias de
supervivencia divergentes explican por qué el SU y la IST tienden a tener
un perfil generacional diferente: en el primero predominan los activistas
de mediana edad arraigados en sindicatos y otros movimientos sociales; en
el segundo suelen ser más jóvenes pero —con importantes excepciones
como el SWP irlandés y el SEK griego)— con una conexión mucho más débil
con la clase obrera organizada. (El SWP británico, debido a su antigüedad
como organización y a los picos de crecimiento que tuvo a mediados de los
80, abarca los dos lados del cuadro). El trabajo de los compañeros del SU
en redes de activistas les ha permitido estar bien ubicados para aportar
al movimiento anticapitalista: los miembros de la LCR jugaron un rol
dirigente en ATTAC desde el comienzo, y sus organizaciones hermanas en
otros países se han destacado en la extensión del movimiento a escala
internacional. La IST, en cambio, tuvo un perfil político mucho más alto
a partir de la importante delegación a las manifestaciones de Praga en
septiembre de 2000. Sus afiliados cumplieron un papel importante en
iniciar frentes únicos anticapitalistas como Globalise Resistance en Gran
Bretaña e Irlanda y Campaña Génova 2001 en Grecia, pero además se han
proyectado abiertamente en el movimiento como marxistas revolucionarios.
Por su parte, la LCR en particular a veces da la impresión de que sus
militantes en movimientos específicos actúan con amplia autonomía, en
tanto que la propia Liga tuvo hasta hace poco un perfil bajo, fuera de las
campañas electorales.
Estos métodos
diferentes de trabajo han sido a veces fuente de malentendidos entre las
dos corrientes, y habrá que encontrar la forma de encararlas si el SU y
la IST van a trabajar en común más estrechamente. La decisión de la
dirección de la LCR tras las elecciones presidenciales de abril/mayo de
2002 de romper con la larga tradición de condicionar la incorporación de
nuevos miembros a que éstos alcancen un cierto grado de “nivel político”,
adoptando una política más abierta —algo que, de diversos modos, es
una práctica habitual del SWP desde los años 70— , es entonces un paso
importante en dirección a reducir la brecha entre las prácticas de ambas
corrientes.
Como lo indica este
ejemplo, las diferencias entre la IST y el SU no están grabadas en
piedra. Por supuesto, los compañeros de la LCR no decidieron flexibilizar
los criterios de ingreso con el objeto de reducir las diferencias con la
IST, sino en razón de la necesidad práctica de relacionarse con la ola
de radicalización abierta el 21 de abril (véase el comentario de Murray
Smith sobre la cuestión de la afiliación partidaria). Pero justamente de
eso se trata: el desarrollo de la lucha a escala internacional obliga a
las organizaciones revolucionarias a reexaminar los supuestos y prácticas
del pasado, y éste es el contexto que ha puesto el reagrupamiento y el
realineamiento en la agenda). Lo cual no significa que tendrá lugar de
manera espontánea, como sugiere Michael Hardt al decir que el reformismo
simplemente se disolverá en la “multitud”. Las diferencias
mencionadas —para no hablar de las mucho más grandes que separan a la
izquierda trotskista de las corrientes que vienen de una u otra ala del
movimiento comunista— son reales y no van a desaparecer porque así lo
deseemos. Deben enfrentarse para poder ser superadas, y esto significa en
concreto tres cosas:
1— Las distintas
tendencias socialistas que se encuentran agrupadas en los nuevos
movimientos contra el capitalismo y la guerra deben comprometerse a un
trabajo de frente único leal y constructivo, que no sólo las incluya a
ellas sino también a una izquierda anticapitalista más amplia que no se
considera marxista ni socialista.
2— Donde sea
posible, las corrientes revolucionarias, en particular el SU y la IST,
deben alcanzar un mayor grado de colaboración práctica. Ya se han dado
pasos en esa dirección, como por ejemplo en los actos de la extrema
izquierda durante las protestas en Niza (diciembre de 2000), Génova
(julio de 2001) y Bruselas (diciembre de 2001), pero hay que pensar cómo
ir más allá.
3— La discusión de
las diferencias políticas existentes en la extrema izquierda y en los
movimientos más amplios debe abordarse de manera abierta y fraternal; de
nada sirve pretender que no existen o barrerlas debajo de la alfombra.
Desde Seattle, la
izquierda revolucionaria está embarcada —junto con muchos otros,
felizmente— en una nueva travesía. No hay mapa que nos guíe, ni reglas
establecidas, ni puntos de referencia históricos que nos dicten con
seguridad lo que hay que hacer. La recompensa potencial es enorme, y la
historia no nos perdonará si dejamos pasar esta oportunidad.
Notas:
1) W. Hutton, The
State We’re In (Londres, 1995).
2) Ver especialmente
C. Harman, “Anti—Capitalism, Theory and Practice”, en International
Socialism 88 (2000), A. Callinicos, The Anti—Capitalist Movement
and The Revolutionary Left (Londres, 2001) y An Anti—Capitalist
Manifesto (Cambridge, en prensa).
3) Ver A. Callinicos,
“Crisis and Class Struggle in Europe Today”, International
Socialism 63 (1994), y “Reformism and Class Polarisation in Europe”,
International Socialism 85 (1999).
4) M. Jacques, “The
New Barbarism”, Guardian, 9—5—02.
5) Ver T. Cliff, Trotskyism
after Trotsky (Londres, 1999), A. Callinicos, Trotskyism
(Milton Keynes, 1990), y D. Bensaïd, Les Trotskysmes (París,
2002). Para conocer la versión más reciente de este debate entre los
defensores de estas interpretaciones divergentes del estalinismo, ver el
intercambio entre Chris Harman, Ernest Mandel y yo en International
Socialism 47, 49, 56 y 57 (1990, 1992).
6) Para un estudio de
caso de las acrobacias políticas a que esta lógica dio lugar hasta no
hace mucho entre los miembros del SU, ver A. Callinicos, “Their
trotskyism and Ours”, International Socialism 22 (1984).
7) T. Cliff,
“Trotsky on Substitutionism” (1960), en International Struggle and
The Marxist Tradition: Selected Writings Volume One (Londres, 2001).
8) Ver A. Callinicos, The
Anti—Capitalist Movement and The Revolutionary Left.
9) Ver D. Lorimer, Trotskyist
Theory of Permanent Revolution: A Leninist Critique (Sydney, 1998) y
J. Percy—D. Lorimer, The Democratic Socialist Party and The Fourth
International (Sydney, 2001). Para una crítica de esta corriente de
pensamiento, ver J. Rees, “The Socialist Revolution and the Democratic
Revolution”, International Socialism 83 (1999). No todos los
grupos participantes en el proceso de reagrupamiento impulsado por el DSP
aceptan la teoría etapista. Por ejemplo, el Labour Party of Pakistan (LPP),
que rompió con el Comité por una Internacional Obrera, dominado por el
Partido Socialista de Inglaterra y Gales.
10) Para un análisis
mucho más completo, ver A. Callinicos, An Anti—Capitalist Manifesto,
especialmente el capítulo 2.
11) Michael Hardt,
“Today’s Bandung?”, New Left Review 14 (2002), pp. 117—18.
12) “Conversación
con Daniel Bensaïd”, Le Passant ordinaire, mayo 2002. Difundido
por e—mail.
13) D. Bensaïd, Les
Trotskysmes, p. 105.
14) Ver J. Rees,
“Anti—Capitalism, Reformism and Socialism”, International
Socialist 90 (2001), y A. Callinicos, “Unity in Diversity”, Socialist
Review, abril de 2002.
15) Comparar, por
ejemplo, G. Achcar, “Le Choc des barbaries”, Contre Temps 3
(2002), y C. Harman, The Prophet and the Proletariat (nueva edición,
Londres, 2002).
16) Ver C. Harman, The
Fire Last Time (Londres, 1988), cap. 16.
17) Ver, en relación a la historia de la IST, T. Cliff, A World to
Win (Londres, 2000), pp. 201—219.
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