Vida del movimiento

 

El reagrupamiento y la izquierda socialista hoy

Por Alex Callinicos (dirigente del SWP de Gran Bretaña)
Boletín de la International Socialist Tendency, Nº 2, enero 2003

El nuevo milenio fue celebrado como la entrada del mundo a una época de paz y prosperidad capitalista. En realidad, los años que siguieron han estado signados por el desarrollo de una recesión económica global y la crisis internacional más seria desde el fin de la Guerra Fría. En contraste con estos eventos sombríos, ha emergido desde las protestas de Seattle en noviembre de 1999 un movimiento mundial de oposición al capitalismo global y también, cada vez más, al curso guerrerista del imperialismo estadounidense. Esto ha configurado el contexto de un significativo reanimamiento en Europa de lo que se conoce como la izquierda radical, los partidos a la izquierda de la socialdemocracia tradicional. Entre los procesos más importantes están el éxito de los candidatos trotskistas en la primera vuelta de las elecciones presidenciales en Francia en abril de 2002, el giro a la izquierda del Partido de la Refundación Comunista (PRC) en Italia y el reto electoral al Nuevo Laborismo planteado por la Socialist Alliance y el Scottish Socialist Party (SSP) en el Reino Unido.

Este proceso no se limita en modo alguno a Europa. América Latina, una de las mayores víctimas del neoliberal Consenso de Washington, experimenta el renacimiento de la izquierda como resultado de una serie de luchas impresionantes, sobre todo la rebelión en Argentina en diciembre de 2001. El diario londinense de las finanzas internacionales, Financial Times, ha dado preocupada cuenta de estos procesos en una sucesión de artículos cada vez más sombríos. Uno de ellos citaba un comentario de Michael Shifter, del Diálogo Interamericano, que puede aplicarse a buena parte del continente: “La gente toma las calles de una manera que no se había visto por bastante tiempo... En Perú, los movimientos de izquierda de los años 60 y 70 que todos creían muertos están surgiendo otra vez” (1). En las vísperas de la arrolladora victoria de Lula, el líder del PT, en las elecciones presidenciales brasileñas, el Financial Times informaba que, para la derecha republicana de Washington, “estos procesos equivalen al despliegue de un nuevo ‘eje del mal’ que ya incluía a la Cuba de Fidel Castro y a la revolución bolivariana de Hugo Chávez en Venezuela” (2).

En realidad, el triunfo de Lula fue un hecho mucho más ambiguo. Reflejó la fuerza de los movimientos de masas brasileños, especialmente la federación sindical CUT y el MST (Movimiento Sin Tierra), que han estado a la cabeza de la oposición global al neoliberalismo, sobre todo en los Foros Sociales Mundiales que tuvieron lugar en Porto Alegre. Pero a la elección de Lula siguió un giro del PT hacia el centro mediante la adopción de políticas cada vez más neoliberales para satisfacer a los mercados financieros, una conducta demasiado parecida a la historia de la socialdemocracia europea. Si bien en este artículo me concentraré en los procesos de reagrupamiento en curso en Europa, mi análisis puede hacer referencia a los procesos en otros continentes.

Las nuevas izquierdas en Europa

La izquierda radical europea es un agrupamiento heterogéneo. Abarca algunos de los principales partidos de la izquierda revolucionaria, en particular la LCR de Francia y el SWP de Gran Bretaña, las organizaciones insignia de las dos corrientes internacionales principales del trotskismo, respectivamente la Cuarta Internacional (CI) [SU] y la Tendencia Socialista Internacional [sigla inglesa IST] (3). El PRC, en contraste, tiene sus raíces en la tradición stalinista y socialdemócrata, aunque en su seno participan revolucionarios (incluidos miembros de la CI y de la IST). Finalmente, la izquierda radical abarca también diversas coaliciones como la Socialist Alliance en Inglaterra y Gales, la Alianza Roja-Verde en Dinamarca, el Bloque de Izquierda en Portugal y un partido, el SSP de Escocia, en cuyas filas conviven revolucionarios y reformistas.

Estas formaciones están ahora formalmente agrupadas en las Conferencias de la Izquierda Europea Anticapitalista, que tienen lugar dos veces al año. La existencia de esta y otras redes de conexión de la izquierda radical evidencian que está en curso un impresionante proceso de realineamiento. Por ejemplo, la participación del SWP en un encuentro convocado por el PRC en Roma en septiembre de 2002, y con una asistencia mayoritaria de los principales partidos comunistas europeos que han quedado habría sido inconcebible hace cinco años. Este proceso también se refleja en las discusiones desarrolladas entre distintas corrientes revolucionarias, muy en particular la CI y la IST, cuyos representantes se encontraron en París ese mismo mes. Una vez más, un encuentro semejante era inimaginable sólo unos pocos años atrás.

Es importante, sin embargo, tener en cuenta que la evolución de la izquierda radical europea organizada es sólo la punta del iceberg. El proceso de radicalización en curso es mucho más amplio. Desde fines de los 90 han surgido una serie de redes anticapitalistas en Europa, como por ejemplo ATTAC, la campaña francesa pro Tasa Tobin que ha ampliado en gran medida sus objetivos y extensión geográfica desde su fundación en 1998; el movimiento de los foros sociales italianos desarrollado tras las protestas en la cumbre del G8 en Génova; el movimiento Globalise Resistance en el Reino Unido e Irlanda, y el movimiento Génova 2001 en Grecia. Estas y muchas otras coaliciones de activistas están incluidas ahora en el Foro Social Europeo que tuvo su primer encuentro en Florencia en noviembre de 2002, y muchos participan del Foro Social Mundial. Estos movimientos se solapan con las movilizaciones de masas que cruzaron Europa el año pasado: contra la legislación antisindical en Italia y España, contra el nazi Le Pen en Francia y, sobre todo, contra las guerras en Afganistán e Irak. La Stop the War Coalition se ha convertido en el centro de lo que es quizá el mayor movimiento pacifista de la historia británica de la posguerra, que tiene además un ángulo antiimperialista radical que la relaciona con la resistencia más general al capitalismo global.

Partido y movimiento

El desarrollo de estos movimientos define las tareas de la izquierda radical hoy. ¿Podrá relacionarse de manera efectiva con estos movimientos, hacerse parte de ellos, trabajar para construirlos, y también dar una pelea política por influenciarlos? Esta es la prueba decisiva que hoy debemos pasar. La intervención electoral de los distintos partidos, ya sea a nivel nacional o a una escala potencialmente europea, debe juzgarse conforme a este criterio más que verse como un fin en sí mismo. Por ejemplo, la brillante y efectiva campaña de Olivier Besancenot y la LCR tuvo éxito tanto porque Olivier articuló la conciencia anticapitalista de amplios sectores de la juventud francesa como porque situó a la LCR como el factor clave en la construcción de un vehículo político para esta conciencia. Las campañas electorales son simplemente un medio a través del cual la izquierda radical puede dar forma a la radicalización, no (como a veces se las concibe) la forma privilegiada de intervención política.

Por definición, la izquierda radical tiene un compromiso con la construcción de partidos políticos, postura controvertida y rechazada por aquellos influenciados por los reformistas y las corrientes autonomistas del movimiento anticapitalista. Desde nuestro punto de vista, una comprensión correcta de la tradición leninista nos obliga a rechazar la opción que suele presentarse entre partido o movimiento como un falso dilema. Los revolucionarios socialistas buscan construir tanto el partido como el movimiento. Lejos de debilitar el movimiento, un partido socialista eficaz puede hacer que el movimiento sea más fuerte, más dinámico y más coherente. El SWP, por ejemplo, es una de las fuerzas dirigentes de la Stop the War Coalition. Sin embargo, esto no ha llevado a que el alcance de la coalición sea más estrecho. Por el contrario, nosotros resistimos los intentos de limitar la coalición mediante hacerla adoptar posturas como una crítica formal al imperialismo o una condena al islamismo radical. Al lograr convencer al resto de que la coalición debía apuntar exclusivamente a oponerse a la escalada guerrerista de Bush y a los consiguientes ataques racistas y amenazas a las libertades civiles, contribuimos a mantenerla tan inclusiva como fuera posible, estableciendo de este modo las bases para el movimiento de masas en que se convertido.

Este tipo de apreciación de la relación entre partido y movimiento surge de la tradición marxista revolucionaria. Esta tradición no es, sin embargo, un conjunto de verdades eternas, sino más bien un proceso histórico a través del cual las sucesivas generaciones de revolucionarios han desarrollado el marxismo mediante el compromiso con las luchas concretas de cada momento. Para decidir qué clase de partido debiéramos construir, y con quién, no alcanza con leer a Lenin y Trotsky, con todo lo importante que es. Tenemos que analizar con todo cuidado la situación histórica que ha dado lugar a la apertura actual para la izquierda radical. “Construir el partido” hoy, después de Seattle y Génova y el 11 de septiembre no es lo mismo de lo que fue en los años 70 u 80, y ni qué hablar de la época de la II Internacional, después de la revolución rusa o durante el stalinismo. El tipo de partido que debemos construir ahora depende, de manera crucial, de las circunstancias históricas que hoy enfrentamos.

El renacer y el realineamiento de la izquierda hoy en curso tienen dos causas principales y enfrentan un desafío decisivo (5). Las causas son el derrumbe del stalinismo y el desarrollo del movimiento anticapitalista; el desafío es la nueva era de guerra imperialista. La caída de los regímenes stalinistas de Europa central y oriental y la desintegración de la Unión Soviética tuvieron al principio un efecto negativo internacional sobre la izquierda, dado que muchos aún alentaban –aunque más no fuera inconscientemente– esperanzas en la existencia de lo que parecía ser una alternativa sistémica al capitalismo de mercado occidental. En el largo plazo, sin embargo, el fin del “socialismo existente” (que ya no existe) ha servido para hacer borrón y cuenta nueva en el terreno ideológico, y alentó a activistas e intelectuales a confrontar con el capitalismo sin estar obligados a posicionarse políticamente con respecto a las monstruosidades stalinistas. Esta sensación de entrada a una nueva era tuvo un importante refuerzo con el desarrollo de un movimiento internacional contra el capitalismo global, un proceso cuyos hitos fueron las grandes manifestaciones de Seattle, Génova y Barcelona, así como los encuentros del Foro Social Mundial en Porto Alegre. Una década después de proclamado el fin de la historia, el capitalismo se ve una vez más desafiado tanto en la práctica como ideológicamente. Las debilidades manifiestas del movimiento anticapitalista –sobre todo, su incoherencia ideológica y su relación ambigua con la clase trabajadora organizada– no cambian su inmensa significación para la renovación internacional de la izquierda (6).

El desafío que enfrenta este movimiento es evidente. La era de la post Guerra Fría está demostrando ser una nueva época de guerras imperialistas en las cuales Estados Unidos enfrenta, en una primera instancia, no a sus grandes rivales económicos y geopolíticos como Alemania, Japón, Rusia o China, sino a dictaduras capitalistas de segunda fila, con el objetivo de mantener y extender su hegemonía global. El curso guerrerista de la administración Bush, hoy enfocado en Irak, ha llevado este proceso a una nueva y peligrosa fase (7). El movimiento anticapitalista sólo puede desarrollarse, de manera acorde, si amplía sus objetivos y se convierte también en un movimiento antiguerra y antiimperialista. Donde esta tarea se ha llevado adelante, como en Italia y el Reino Unido, el resultado ha sido una profundización y extensión del movimiento (de hecho, en el Reino Unido las movilizaciones antiguerra han transformado lo que era hasta entonces un difuso sentimiento anticapitalista en un movimiento real). Allí donde las redes anticapitalistas no hicieron de la oposición al guerrerismo de Bush el centro de su actividad, el movimiento se estancó. Luego volveré sobre las implicancias de esta divergencia.

¿Está acabado el reformismo?

Hace poco Murray Smith, un prominente intelectual del Movimiento Socialista Internacional [sigla inglesa ISM], el sector dominante dentro del SSP, ha polemizado contra este análisis de las fuentes del reverdecer de la izquierda. Dice Smith:

“El punto de partida para cualquier consideración de un reagrupamiento en la izquierda revolucionaria es el proceso más amplio de recomposición del movimiento obrero. El punto de partida es el cambio cualitativo en los partidos obreros tradicionales, que abre posibilidades para nuevos partidos obreros basados en una política socialista y clasista, y que es en sí mismo un producto de la evolución del capitalismo desde los años 70. Las condiciones para el reagrupamiento y para nuevos partidos han estado germinando durante los últimos diez o quince años. Es simplemente una cuestión de cuándo lo han entendido las distintas fuerzas políticas. Scottish Militant Labour [corriente que viene de la tradición trotskista de The Militant] empezó a entenderlo a mediados de los 90; de allí que tuviera la iniciativa de formar la Scottish Socialist Aliance en 1996 y el Scottish Socialist Party en 1998. El SWP no lo entendía en lo más mínimo por entonces y no lo entiende del todo ahora” (8).

¿Qué es, exactamente, lo que el SWP no termina de entender? La respuesta llega como una referencia al pasar de Smith al aburguesamiento de la socialdemocracia” que no termina de elaborar. Sería en verdad un gran cambio si los partidos socialdemócratas hubieran rotos sus amarras con el movimiento obrero y se hubieran vuelto partidos abiertamente capitalistas. El problema aquí no es tanto una falta de “comprensión” por parte del SWP como una diferencia política importante. Pero incluso si fuera cierto que organizaciones como el Partido Laborista británico, su contraparte australiana, el PSD alemán y el PS francés se hubieran “aburguesado”, esto no sería suficiente para explicar el renacimiento internacional de la izquierda en el sentido en que lo acabo de describir. Por empezar, llenar el espacio que deja vacante la socialdemocracia requiere más que levantar una nueva bandera política, o presentar candidatos parlamentarios. Depende también del desarrollo de nuevas luchas y movimientos que comiencen a darle a crecientes sectores de la clase trabajadoras y la juventud un sentido concreto de su capacidad de resistencia y de combate por una alternativa. De este modo, el punto de partido para el desarrollo de la “izquierda de la izquierda” en Francia fueron las huelgas de estatales de noviembre-diciembre de 1995 (9). En un plano internacional más general, Seattle, Génova y Argentina han jugado su rol.

Sin embargo, en un sentido importante Smith tiene razón. Es indiscutible que la decadencia de los partidos obreros tradicionales ha abierto espacio a su izquierda que la izquierda radical está empezando a llenar. Pero el despliegue de este proceso llevó mucho más que los “diez o quince años” a los que se refiere Smith. Es el producto de dos hechos, 1956 y 1968, y un proceso de largo alcance, la decadencia del reformismo clásico. La crisis internacional precipitada por el discurso secreto de Jruschev denunciando a Stalin y por la represión soviética de la revolución húngara representó el primer resquebrajamiento de la dominación del movimiento obrero ejercida hasta entonces de manera conjunta por los partidos socialdemócratas y comunistas. El historiador Eric Hobsbawm, que siguió siendo un miembro leal del Partido Comunista de Gran Bretaña hasta su colapso a comienzos de los 90, llamó hace poco a 1956 “un año traumático” y un “gran terremoto” en la historia del movimiento comunista (10). La pérdida tanto de legitimidad como de militantes del Partido Comunista permitió el surgimiento de las primeras formaciones y publicaciones de una Nueva Izquierda que buscaban desarrollar una alternativa tanto al stalinismo como a la socialdemocracia (11).

1968, y más en general el ascenso en la lucha de clases y la radicalización política que recorrieron a los países capitalistas avanzados entre fines de los 60 y principios de los 70, creó un auditorio mucho mayor entre los trabajadores y la juventud para las organizaciones de extrema izquierda que pretendían, con suerte diversa y distintos influencias ideológicas, construir alguna variante de un partido revolucionario leninista. Fue el retroceso de estos movimientos a fines de los 70 lo que originó la crisis de la izquierda, crisis en gran medida reforzada por la ofensiva capitalista iniciada bajo Reagan y Thatcher en los 80 y generalizada bajo la bandera del neoliberalismo en los 90, y de la que recién ahora estamos empezando a reemerger. Sin embargo, ciertas organizaciones que emergieron de las luchas de los 60 y los 70, en particular la LCR y el SWP en Europa, siguen siendo fuerzas significativas de la izquierda radical. Las tradiciones intelectuales y la experiencia histórica que ellas encarnan pueden hacer una contribución importante al futuro desarrollo de esta izquierda (12).

Recorriendo los avances y retrocesos de la lucha de clases en la generación anterior estuvo el declive del reformismo clásico, si bien esto no ha sido una tendencia continua, sino más bien un proceso complejo que incluye diversas fuerzas interactuantes, de las que sobresalen dos. Primero, los partidos reformistas de masas, socialdemócratas o comunistas (una de las características del período post 1956 ha sido la transformación total de los partidos stalinistas en fuerzas reformistas convencionales), han sufrido un deterioro significativo en su base obrera. Los partidos obreros compactos y abarcadores de la primera mitad del siglo XX –como el SDP alemán, considerado como “un estado dentro del estado” en la Alemania de preguerra y durante la república de Weimar en los años 20– ya no pueden contar con la militancia continua y la lealtad política de amplias capas de activistas de la clase obrera (13). Este proceso es desigual; más notorio en el Reino Unido y Francia (donde el PS nunca tuvo militancia orgánica de un número significativo de trabajadores manuales) que en Alemania, y por lo general más lento en los partidos comunistas. Pero es indiscutiblemente un fenómeno generalizado.

La erosión de la base de los partidos reformistas tuvo causas diversas, muchas de las cuales reflejan procesos sociales de alcance más amplio. Por un lado, la burocratización de la política parlamentaria y municipal los ha distanciado de la vida cotidiana de la clase trabajadora; al mismo tiempo, la maquinaria electoral moderna se apoya mucho menos en la actividad cotidiana y la movilización ocasional de activistas locales de lo que solía hacerlo en el pasado, en la medida en que los enormes gastos que insumen los medios de comunicación se convierten en el centro de la contienda electoral. Por otro lado, el desarrollo del sindicalismo de base, la militancia comunitaria y otras formas de actividad de base han creado los medios para plantear y obtener demandas que no dependen esencialmente de las elecciones o de la presión a los representantes parlamentarios y municipales. Este tipo de reformismo “hágalo usted mismo” ha contribuido a separar a la clase obrera de “sus” partidos.

Esta separación se ha visto reforzada por el segundo factor importante en la declinación del reformismo, es decir, el estrechamiento del margen para conseguir reformas. Los últimos 30 años de crisis capitalista y reestructuración neoliberal desataron ola tras ola de ataques a las reformas obtenidas durante el boom de los 50 y los 60, o incluso antes. Atrapados entre las presiones desde abajo y desde arriba, la de la patronal y la de su base obrera, los partidos socialdemócratas en el gobierno se han puesto a trabajar para el capital y abandonaron su cada vez más modesto programa de reformas en nombre de la austeridad fiscal y la competitividad económica. Tal fue el caso de los gobiernos laboristas británicos en los 60 y los 70, así como del prolongado y cada vez más cínico y corrupto gobierno de Mitterrand en Francia entre 1981 y 1994.

Los gobiernos socialdemócratas europeos más recientes, llegados al poder sobre una ola de rebelión contra la experiencia del thatcherismo en el Reino Unido y de su generalización vía la Unión Monetaria Europea en el resto del continente, representan un paso más allá en este proceso, en el cual el término “reforma” se ha vaciado totalmente de contenido y se usa para referirse a medidas todavía más neoliberales. El daño que esto le puede infligir a la socialdemocracia quedó claro en la elección presidencial y legislativa francesa de abril-junio de 2002, en la que el voto tradicional al PS y su aliado, el PC, fluyó a la izquierda hacia los candidatos trotskistas y a la derecha hacia el fascista Le Pen, lo que permitió que un Chirac cercado por los escándalos pudiera volver a  la presidencia, con el agregado de una cómoda mayoría parlamentaria.

La social democracia está en decadencia, eso es innegable. Sin embargo, esto no es lo mismo que su “burguesificación”. Lenin caracterizaba al Partido Laborista y similares como partidos obreros capitalistas. Es decir, en otras palabras, partidos que expresan la resistencia de los trabajadores al capitalismo y buscan contener esa resistencia en los marcos del sistema. Esta función contradictoria depende del rol de la burocracia sindical, que actúa como nexo entre los líderes parlamentarios del partido socialdemócrata y la clase obrera organizada. La burocracia misma ocupa una posición ambigua, actuando como una capa social diferenciada cuyos intereses dependen de su capacidad para establecer compromisos entre el capital y el trabajo, evitando así que las luchas obreras se conviertan en un desafío al sistema. Para decirlo más simplemente, la socialdemocracia es la expresión política de la burocracia sindical. Esta relación, a la vez que provee un “colchón” aislante y protector a los líderes parlamentarios de las presiones de la base, pone límites a su libertad de maniobra en la arena política burguesa (14).

Partiendo del análisis marxista del reformismo y la burocracia sindical, afirmar que la socialdemocracia se ha “burguesificado” implica afirmar que ha roto el ancla con la clase obrera organizada que le daba su lazo con la burocracia sindical. Indudablemente éste es el resultado que busca el ala derecha de las direcciones socialdemócratas actuales, representada sobre todo por Tony Blair y otros ideólogos de la Tercera Vía, cuyo modelo ha sido aportado por los “Nuevos Demócratas” de Bill Clinton. No obstante, ni siquiera Blair ha logrado alcanzar este objetivo. La campaña laborista en las elecciones de 1997 y 2001 dependió hasta niveles críticos del apoyo financiero y humano de los sindicatos; actualmente, una dirección partidaria atada a la necesidad de dinero está intentando convencer a los sindicatos afiliados de aumentar su apoyo financiero al laborismo. Tampoco es éste un proceso en un solo sentido. Los esfuerzos desesperados de Blair para convencer a George Bush de pedirle a las Naciones Unidas una pátina de legitimidad para la guerra contra Irak reflejaban lo profundo de la oposición a la guerra en el movimiento obrero que se expresó, sobre todo, en el 40 por ciento de votos que obtuvo una propuesta que equivalía a una resolución antiimperialista en la conferencia del Partido Laborista en octubre de 2002, apoyada principalmente por los afiliados a los sindicatos.

El movimiento obrero del resto de Europa nunca sufrió derrotas tan profundas como las que le infligió Thatcher en el Reino Unido. Haciendo frente por lo general a sindicatos menos pusilánimes, la socialdemocracia del continente, a pesar de todos sus fracasos en el gobierno, hicieron maniobras para contener a su base. Lionel Jospin, en Francia, cultivó con todo cuidado una retórica socialista totalmente a contramano de sus políticas neoliberales. Posiblemente, fue su decisión de abandonar esta hipocresía y moverse abiertamente hacia el centro de la política burguesa lo que lo condenó a su humillante derrota en la primera vuelta de las elecciones presidenciales de abril de 2002. Lo que es más sorprendente aún, el ultraoportunista Gerhard Schroeder, confrontado con el más sólido movimiento obrero y el partido reformista más proletario de Europa, ha zigzagueado, firmando un típico documento de la Tercera Vía con Blair pero a la vez rescatando empresas de la bancarrota; abriendo las empresas alemanas a la especulación financiera de estilo anglosajón pero demorando la “flexibilización” del mercado laboral exigida por la patronal; participando de manera entusiasta en los bombardeos de la OTAN contra Yugoslavia en 1999, pero a la vez ganando estrechamente su reelección en 2002 sobre la base de su oposición a la guerra en Irak.

Los lazos entre la socialdemocracia y la clase obrera organizada se han hecho significativamente más laxos durante la generación pasada, pero no se han cortado. El aflojamiento de esos lazos es importante: por un lado, aumenta el espacio de maniobra para los equipos dirigentes íntimamente ligados a los medios y la gran empresa; por el otro, amplía el espacio para el desarrollo de alternativas a la izquierda de la socialdemocracia. Pero los lazos que aún subsisten también son importantes: todo proyecto alternativo basado en la creencia de que el reformismo está acabado irá peligrosamente a la deriva.

Una razón por la cual esa creencia es peligrosa es que el reformismo es un fenómeno más amplio que los partidos socialdemócratas organizados. El reformismo –en el sentido de un movimiento político que busca la mejora gradual del capitalismo en vez de la transformación revolucionaria de la sociedad– surge a partir de las condiciones materiales de la clase obrera bajo el capitalismo, y en particular la forma en que estas condiciones (especialmente la fragmentación y la pasividad que fomenta la economía capitalista) llevan a los trabajadores, incluso a los que luchan, a dudar de su capacidad para tomar el control de la sociedad. Esta falta de autoconfianza sólo puede quebrarse a través de prolongadas batallas de clase y la intervención activa de los revolucionarios organizados. La derrota del reformismo no es algo que acontezca de manera automática.

Lo que es más, puede existir conciencia reformista incluso allí donde no existe ningún partido socialdemócrata. Es el caso de Estados Unidos, donde una especie de socialdemocracia bastarda dentro de los sindicatos a contribuido a atar a muchos trabajadores a lo que es innegablemente un partido capitalista hecho y derecho, el demócrata. Y pueden aparecer variantes reformistas incluso en el seno de movimientos de masas militantes. Esto es muy evidente en el movimiento anticapitalista europeo, donde ATTAC en Francia ha aparecido como un ala derecha cada vez más definida que busca remediar los desastres provocados por el neoliberalismo fortaleciendo el estado-nación y reformando la Unión Europea, y que a la vez resiste los intentos de movilizar el movimiento contra el guerrerismo de Bush. Esto no debiera sorprender a los lectores de Lenin: si la clase obrera no tiende espontáneamente a la conciencia revolucionaria, ¿por qué tendrían que hacerlo movimientos sociales más laxos y amorfos?

Modalidades de reagrupamiento

La persistencia del reformismo en formas tanto organizadas como no organizadas tiene dos consecuencias políticas importantes. Primera, que es una tarea estratégica esencial de la izquierda radical ganar a la base obrera de los partidos socialdemócratas. La herramienta clave forjada en los primeros años de la Internacional Comunista para alcanzar este objetivo, la táctica del frente único, mantiene su significación histórica, incluso si hoy los frentes únicos suelen tomar formas nuevas. La experiencia de la práctica común en la lucha por demandas mediante formas de organización que pueden ser compartidas por diversas fuerzas políticas es esencial para ganar para un programa revolucionario a aquellos que hoy están influidos por la socialdemocracia (15). En segundo lugar, la distinción clásica entre reforma y revolución –planteada por Luxemburgo y Lenin en la era de las II y III Internacionales– sigue siendo también de importancia crítica. Si la socialdemocracia no va a ser barrida automáticamente por los procesos históricos, se requiere entonces de la intervención y la argumentación política para debilitar la influencia del reformismo tanto en la clase obrera organizada como en los movimientos anticapitalistas. Un partido que aspire a ofrecer a los trabajadores una salida al impasse de la socialdemocracia sólo puede conseguir esto si su programa y su práctica se basan en una crítica revolucionaria del reformismo.

Estas consideraciones contribuyen a dar un marco para encarar la cuestión del reagrupamiento. Hay hoy tres concepciones en la izquierda internacional. La primera es la que defiende Rifondazione Comunista en Italia, y refleja evolución políticamente ambigua del PRC. Aparentemente la dirección del PRC está intentando agrupar a los principales partidos comunistas que quedan en Europa junto con las organizaciones más importantes de la izquierda revolucionaria y los elementos no partidarios del movimiento anticapitalista. Este punto de vista tiene dos problemas. En primer lugar, el PRC es una excepción dentro de los partidos comunistas europeos en cuanto a su reciente evolución hacia la izquierda. La situación en que quedó el Partido Comunista Francés pone de manifiesto una trayectoria alternativa. Participó en la coalición de la “izquierda plural” de Jospin; tuvo ministros en un gobierno que llevó adelante políticas neoliberales en lo local y que ayudó a llevar adelante la guerra en Yugoslavia en 1999 y en Afganistán en 2001. Relegado a la oposición tras el fuerte castigo electoral que sufrió en las elecciones de 2002 (castigo mayor al de otras fuerzas constituyentes de la “izquierda plural”), el PCF ahora intenta reconstruir su credibilidad izquierdista con una campaña contra la guerra en Irak. Sea como fuere, esta historia nada atractiva señala que, incluso si somos amplios al definir lo que es “izquierda radical”, los sobrevivientes del stalinismo histórico no son, en conjunto, aliados útiles.

El PRC es, por tanto, un caso especial entre los partidos comunistas europeos. Su decisivo giro a la izquierda desde que tiró abajo la primera coalición del Olivo, de centro izquierda, en 1998, fue sumamente bienvenido. Aun así, hay elementos problemáticos en su enfoque sobre la construcción partidaria. Reflejando el tremendo retroceso de la cultura marxista en Italia desde la implosión de la izquierda revolucionaria en los 70, el PRC es extremadamente ecléctico en el terreno teórico y, en particular, ha absorbido acríticamente importantes aspectos del marxismo autonomista, reciclado en la actualidad por Michael Hardt y Toni Negri en su celebérrimo Imperio. Hay algo de paradójico en el hecho de que un partido obrero de masas cargue consigo una ideología izquierdista sistemáticamente hostil tanto al trabajo organizado como a la construcción partidaria (16).

Además, el PRC ha conservado de su pasado una concepción de partido que lo pone al mismo nivel que el movimiento; concepción común al stalinismo y la socialdemocracia que se opone radicalmente al punto de vista de Lenin, quien establece una clara distinción entre partido y clase y concibe al partido como el sector consciente de la clase trabajadora que se organiza para ganar la mayoría (17). Por tanto, el PRC tiende a no enfrentar la heterogeneidad política del movimiento anticapitalista, y por ende no logra reconocer la importancia de la construcción de frentes únicos entre las distintas corrientes y de dar una pelea ideológica en el seno del movimiento por un punto de vista marxista revolucionario.

La segunda postura en relación con el reagrupamiento es la que defiende el ISM y sus aliados internacionales. Proponen al SSP como modelo para la construcción del partido hoy. Como sostiene Murray Smith en particular, se trata de un partido amplio o “no delimitado estratégicamente” en el sentido de dejar abierta la cuestión de reforma o revolución. La justificación de este enfoque es, se supone, la desaparición del reformismo, la idea de la “burguesificación de la socialdemocracia” que he criticado más arriba. Smith saca mucho partido de la idea de que al criticar este modelo el SWP acusa al SSP de centrismo, un insulto capital en el diccionario de la polémica revolucionaria:

“Debemos definir a un partido de manera concreta, por el rol que juega en relación con las clases fundamentales de la sociedad y el estado. Partido centrista es aquel que oscila entre la política revolucionaria y la reformista. ¿Es este el caso del SSP? La realidad es que el SSP lleva adelante una tarea de propaganda y agitación en la clase obrera, levantando todas las demandas que enfrenta la clase trabajadora a nivel nacional e internacional y presenta una alternativa socialista. Sin duda que el partido tiene aún sus costados débiles, pero no hay signo alguno de oscilación o de subordinación a otra fuerza política“ (19).

En realidad, el SWP no considera al SSP como un partido centrista. Sus simpatizantes participan lealmente en el SSP como miembros de la Socialist Worker Platform. El SSP indudablemente no ha vacilado cuando tuvo que enfrentar pruebas importantes, sobre todo, la que plantea el curso guerrerista de Bush. Esto refleja que el partido está dirigido por revolucionarios serios. Pero concederle a la dirección del SSP el crédito que se merece no es lo mismo que aceptar que en cierto modo han descubierto la piedra filosofal en lo que atañe a la construcción del partido. En su corta historia, el SSP ya ha mostrado algunos problemas con el modelo de partido “no delimitado estratégicamente”, entre los que sobresalen dos.

Primero, la creencia de que el reformismo está muerto lleva a lo opuesto del oportunismo, bajo la forma de una actitud sectaria hacia el Partido Laborista. Esto es totalmente lógico dentro de las premisas del ISM: si el laborismo es simplemente otro partido capitalista, ¿por qué tratarlo de modo diferente a los otros partidos burgueses, como los conservadores, los nacionalistas escoceses o los demócratas liberales? Pero el laborismo es diferente en que, sobre todo gracias a su ala izquierda y a los dirigentes sindicales, aún conserva la adhesión del conjunto de los trabajadores organizados. No entender esto conduce a perder oportunidades de construir frentes únicos que puedan romper el núcleo del apoyo al laborismo. El SSP ha lanzado una serie de ataques particularmente tontos a George Galloway, un diputado laborista escocés que ha sido uno de los más firmes dirigentes del ala antiimperialista del movimiento antiguerra en el Reino Unido. El problema de una concepción triunfalista del SSP es que puede causarle un aislamiento innecesario dentro de la clase trabajadora organizada en Escocia (20).

En segundo lugar, la subestimación del reformismo puede llevar, paradójicamente, al intento de llenar todo el espacio que supuestamente habría dejado. La dirección del SSP parece creer que la presión por demandas económicas mínimas [“bread and butter”: “pan y manteca”] tiene de manera automática una dinámica de radicalización. Esto puede llevar a una especie de economicismo localista, manifestado, por ejemplo, en la tendencia de algunos miembros de la dirección a contraponer la agitación electoral alrededor de las demandas económicas priorizadas por el partido (el caso de la comida gratis en las escuelas, por ejemplo), por un lado, y la construcción del movimiento antiguerra por el otro. Por supuesto que las demandas económicas son importantes, pero en el clima actual que se vive en Europa sería un error tremendo separarlas artificialmente del proceso más general de radicalización política. En el Reino Unido, por ejemplo, ha surgido una genuina “ala izquierda clasista” en la burocracia sindical que se prepara tanto para oponerse a la guerra en Irak sobre bases principistas como para enfrentar la agenda económica neoliberal de Blair (incluso si algunos de ellos, como Andy Gilchrist, del sindicato de bomberos, tienen fuertes compromisos con el laborismo). Sería una pena que los revolucionarios quedaran por detrás de los reformistas de izquierda por tratar de mantener separadas la política y la economía.

Nada de esto significa que en ciertas circunstancias no pueda ser razonable construir un partido “no delimitado estratégicamente" que evite tomar partido entre reforma y revolución. Por ejemplo, si un sector significativo de la izquierda de la burocracia sindical con apoyo sustancial en la base rompiera con el laborismo y buscara lanzar un nuevo partido, quizá con un programa explícitamente reformista, cualquier organización revolucionaria digna de ese nombre tendría que considerar muy seriamente integrarse a ese partido desde el comienzo. Pero tener en cuenta este tipo de escenario sólo subraya que los partidos del tipo del SSP no pueden tratarse como un modelo general, sino sólo como una posible táctica en el proceso de más largo plazo de construir un partido revolucionario de masas. Otra vez, en la actual situación en Inglaterra y Gales es sin duda correcto construir la Socialist Alliance –que tiene algunas de las características de partido y algunas de las de un frente único– con un programa que es socialista pero no revolucionario; declarar artificialmente a la alianza como el partido revolucionario la separaría de importantes sectores del movimiento obrero que están sólo comenzando a romper con el laborismo (21). Sin embargo, en tales coaliciones amplias es esencial que los revolucionarios conserven su independencia organizativa a fin de combinar la construcción de la coalición con el objetivo que le da sentido a ese trabajo: la construcción de un partido revolucionario de masas (22).

La tercera concepción del reagrupamiento, la del reagrupamiento revolucionario, es la que defiende el SWP. Su objetivo es unir a todos aquellos que se identifican con la tradición marxista revolucionaria tal como fue desarrollada y defendida por Marx y Engels, Lenin y los bolcheviques, Trotsky y la Oposición de Izquierda, y que quieran construir hoy el movimiento sobre una base no sectaria. Para aclarar qué es lo que implica esta concepción de reagrupamiento, consideremos sus componentes por separado.

En primer lugar, es importante dejar claro que ningún reagrupamiento real puede ocurrir si una corriente insiste en que su interpretación de la tradición debe ser la base del reagrupamiento. Esto no significa, que el SWP, por ejemplo, deje de defender aspectos clave de su bagaje teórico, como sería, por caso, la interpretación desarrollada por Tony Cliff del stalinismo como capitalismo de estado burocrático. Pero hay otras interpretaciones del marxismo revolucionario que no pueden desecharse sin más porque divergen de la nuestra con respecto a, por ejemplo, la cuestión del stalinismo. Por tomar un caso, Marx L’Intempestif, de Daniel Bensaïd –traducido hace poco al inglés como Marx for Our Times– defiende una concepción de marxismo que es radicalmente no determinista, y concibe la historia como la intersección de épocas diferentes en las que la revolución no es un resultado inevitable sino más bien una interrupción de la normalidad burguesa, una intervención drástica en un mundo que el capitalismo está llevando a la catástrofe. Como observa Bensaïd, esta es una lectura discutible de la tradición marxista revolucionaria que –se podría agregar– no implica en modo alguno el análisis de la URSS como un estado obrero degenerado, que fue durante largo tiempo la posición oficial del SU-CI del cual Bensaïd es un importante dirigente.

En otras palabras, hay más de una manera de llevar adelante la tradición marxista revolucionaria. Pero, como observa también Bensaïd, el marxismo es “la teoría de una práctica que está abierta a diversas lecturas. Pero no cualquier lectura: no todo es permisible en nombre de la libre interpretación, no todo es válido” (23). El marxismo revolucionario se ha desarrollado en respuesta a las grandes crisis del movimiento obrero, en particular el colapso de las tres internacionales, que planteaba una serie de alternativas: Marx y Bakunin, Lenin y Kautsky, Trotsky y Stalin. No es probable que ninguna versión del marxismo revolucionario hoy sea de utilidad si no incorpora en alguna forma la crítica de Trotsky al stalinismo; no simplemente la interpretación social del régimen de Stalin como un fenómeno material y no sólo como una desviación ideológica, sino también la teoría de la revolución permanente y la crítica al frente populismo, herramientas esenciales que, si se hubieran utilizado, podrían haber ayudado a evitar una serie de derrotas desastrosas allí donde el movimiento perseguía la quimera de una “revolución nacional-democrática”. Es el caso de China 1925-27, España 1936-39, Irak 1958-62, Indonesia 1965-66 e Irán 1978-79. Cualquier análisis del triunfo del neoliberalismo en la Sudáfrica post apartheid –que no fue, por supuesto, una derrota histórico-mundial, pero sí una oportunidad terriblemente desperdiciada después de las grandes luchas obreras y comunitarias de los 80– llegaría a la conclusión de que sus raíces están en la política de la dirección del Congreso Nacional Africano y el Partido Comunista Sudafricano de separar la lucha por la liberación nacional de la lucha por el socialismo (24).

La teoría de la revolución permanente, por supuesto, no es patrimonio de ninguna corriente en particular, aunque haya distintas lecturas de ella. Lo esencial para un reagrupamiento duradero no es simplemente un compromiso común con la tradición revolucionaria de la que esta teoría es parte, sino un enfoque no sectario a la construcción del movimiento anticapitalista. Es importante tener en cuenta que hay influyentes versiones sectarias del trotskismo que más allá de otras diferencias coinciden en tender a comenzar planteando sus diferencias con el resto del movimiento (y entre ellas, a decir verdad). Esto puede hallarse en grupos que provienen de la tradición trotskista ortodoxa

 –por ejemplo, el grueso de la extrema izquierda en Argentina– y también, por desgracia, en al menos uno de la tradición de IS [la corriente internacional del SWP], la ISO de Estados Unidos (25).

Un punto en común entre la IST y el SU-CI es su compromiso en la construcción del movimiento contra el capitalismo global, aunque hay diferencias significativas entre ambas en cuanto al equilibrio exacto entre el trabajo de frente único y la construcción del partido dentro de un movimiento más amplio. Los compañeros de la CI son, en conjunto, mucho más cautelosos que nosotros en cuanto a las discusiones políticas dentro del movimiento, de las que quizá la más importante es la centralidad de la oposición al guerrerismo de EE.UU. para el futuro de la lucha contra la globalización capitalista. Desde nuestro punto de vista, en esta diferencia hay implícito un malentendido en cuanto a la naturaleza del frente único.

Para nosotros, no hay contradicción entre construir sobre la base más amplia e inclusiva posible y a la vez llevar adelante una discusión fraternal con las demás fuerzas del movimiento. Por el contrario, lo primero es la precondición para lo segundo. La prueba de un enfoque no sectario es que los revolucionarios parten no de lo que los diferencia de los otros, sino de lo que los une, y proponen una estrategia dinámica para construir el movimiento. Los debates en el seno del movimiento serán más fecundos cuando surjan de los problemas concretos de cómo desarrollar la lucha, más que de discusiones en el aire de sectarios sabihondos. Pero evitar toda discusión a cualquier costo es condenarse a la derrota. El desarrollo de cualquier movimiento de masas serio incluye inevitablemente un proceso de diferenciación entre las fuerzas más y menos radicales. Vemos esto hoy con la cristalización de un ala reformista en el seno del movimiento anticapitalista, alrededor de la dirección de ATTAC Francia. Los revolucionarios tienen que saber cómo trabajar con fuerzas que está a su derecha sin capitularles.

El futuro del reagrupamiento de izquierda depende en gran medida de cómo los revolucionarios encaren esta difícil tarea. Si, al mismo tiempo, aprenden a trabajar juntos de manera más eficaz, la recompensa será muy importante. Por eso, la creciente cooperación entre la LCR y el SWP, en tanto son las principales organizaciones europeas de corrientes internacionales con influencia significativa en otros continentes (por ejemplo, en Brasil en el caso de la CI, y en Corea del Sur y parte del África subsahariana en el de la IST), puede comenzar a conformar un fuerte centro de gravedad revolucionario dentro del movimiento contra el capitalismo global. Si esto sucede, será mediante un proceso gradual que implique tanto una franca discusión política como la acumulación de experiencias de cooperación práctica que puedan construir una confianza recíproca y un marco de comprensión política común. Vale la pena tomarse el tiempo y los recaudos necesarios para conducir este proceso de manera correcta. Los marxistas revolucionarios tienen la oportunidad real de dar forma cada vez más a la nueva oleada de luchas que se está desarrollando. Sería trágico que, ya sea por vacilar demasiado tiempo o por forzar los hechos con impaciencia, desperdiciemos esta oportunidad.

Alex Callinicos es miembro de la dirección del SWP. Este texto también se ha publicado en Links, el periódico del Democratic Socialist Party de Australia, y fue escrito antes del Foro Social Europeo en Florencia.

Notas:

(Los títulos de artículos y libros están traducidos al castellano)

1) R. Lapper, “América Latina gira a la izquierda”, Financial Times, 29-7-02.

2) R. Lapper, “La derecha de EE.UU. ve venir un nuevo ‘eje del mal’ en América Latina”, Financial Times, 23-10-02

3) Por desgracia, Lutte Ouvrière, la restante organización más importante de extrema izquierda en Europa, sigue aferrada a una actitud sectaria cada vez más autodestructiva.

4) Describir este movimiento como “anticapitalista” es controversial, por razones que a veces reflejan la genuina ambigüedad del movimiento. Esto fue bien planteado por Pierre Rousset, de la LCR, cuando dijo en la Conferencia de Solidaridad Internacional de Asia-Pacífico (Sydney, Pascua de 2002) que el movimiento es anticapitalista en el sentido de rechazar el sistema, pero no en el sentido de tener la perspectiva de una alternativa revolucionaria coherente. La etiqueta de “movimiento anticapitalista” tiene la doble ventaja de enfatizar su carácter antisistémico y de evitar discusiones inútiles sobre si está a favor o en contra de la globalización, pero no debiera entenderse como un movimiento compuesto por marxistas revolucionarios, como quedará claro más abajo.

5) Los argumentos planteados aquí de manera concisa están mucho más desarrollados en Alex Callinicos, “Reagrupamiento, realineamiento y la izquierda revolucionaria”, Boletín de discusión de la IST Nº 1, julio 2002. Ese boletín contiene una serie de materiales sobre el reagrupamiento de la extrema izquierda y puede conseguirse en www.istendency.org. Otros textos del SWP aquí citados pueden conseguirse allí o en www.swp.org.uk.

6) Para un análisis más exhaustivo del movimiento anticapitalista, véase Alex Callinicos, Manifiesto Anticapitalista (en preparación, Cambridge, 2003).

7) Véase John Rees, “Imperialismo: globalización, estado y guerra”, International Socialism 93 (2001), y Alex Callinicos, “La estrategia del imperio norteamericano”, International Socialism 97 [reproducido en SoB Nº 14].

8) Murray Smith, “¿Adónde va el SWP?”, Frontline 8 (2002), edición online, www.redflag.org.uk. Scottish Militant Labour es el nombre que tomaron los miembros escoceses de la Tendencia Militant después de su ruptura con el Partido Laborista a principios de los 90 (fuera de Escocia, en Inglaterra y Gales, se denominó Socialist Party). Hubo una división posterior entre la ISM y los miembros escoceses de la corriente internacional dominada por el SP, el Comité por una Internacional de los Trabajadores (sigla inglesa CWI), que formaron una tendencia separada dentro del SSP.

9) J. Wolfreys, “La lucha de clases en Francia”, International Socialism 84 (1999).

10) Eric. J. Hobsbawm, Tiempos interesantes (Londres, 2002), cap. 12 (citas de pp. 205 y 210).

11) Para una descripción de la Nueva Izquierda en el Reino Unido y EE.UU. después de 1956, véase respectivamente D. Widgery, La izquierda en el Reino Unido 1956-68 (Harmondsworth, 1976) y M. Isserman, Si yo tuviera un martillo... (Nueva York, 1987).

12) Véase, sobre el ascenso de 1967-76, Chris Harman, The Fire Last Time (Londres, 1988). Daniel Bensaïd, de la LCR, escribió una importante evaluación crítica de la experiencia de construcción de la CI, sobre todo en Francia, en Los trotskismos (París, 2002).

13) Para un estudio temprano de este proceso en curso en el Reino Unido, véase B. Hindess, El declive de la política de la clase trabajadora (Londres, 1971).

14) Véase T. Cliff y D. Gluckstein, Marxismo y lucha sindical (Londres, 1986), parte 1, e Historia marxista del Partido Laborista (Londres, 1988).

15) Alex Callinicos, “Unidad en la diversidad”, Socialist Review, abril 2002.

16) Véase la crítica del marxismo autonomista en Alex Callinicos, “Toni Negri en perspectiva”, International Socialism 92 (2001) y Manifiesto Anticapitalista, cit., pp. 80-83 y 93-102, y A. Nimtz, “Lucha de clases bajo el ‘Imperio’: en defensa de Marx y Engels”, International Socialism 96 (2002).

17) Véase Chris Harman, “Partido y Clase” (1968) [reproducido en SoB Nº 8], reimpreso en T. Cliff et al., Partido y Clase (Londres, 1997).

18) Véase, además del texto de Smith ya citado, su artículo “La LCR y la cuestión de un partido de los trabajadores”, Boletín de discusión de la IST Nº 1, julio 2002.

19) Murray Smith, op. cit.

20) Véase la respuesta de Mike González a Smith, “La Socialist Worker Platform y el SSP”, que está por aparecer en Frontline.

21) El punto de vista del SWP sobre la Socialist Alliance está bien desarrollado por John Rees en “Anticapitalismo, reformismo y socialismo”, International Socialism 90 (2001).

22) Tendría que quedar claro desde el principio lo equivocados que están Smith y otros dirigentes del ISM en comparar la postura del SWP con la de la dirección del CWI, la cual, como dice Smith, “se asustó de las consecuencias de abrir la organización de esta manera y se recluyó en su bunker” (“¿Adónde va el SWP?”). El SP inglés, el núcleo del CWI, tras oponerse a la formación del SSP, se fue de la Socialist Alliance en diciembre de 2001 luego de perder una votación en una conferencia. En contraste, el SWP ha demostrado su compromiso con la Socialist Alliance como parte de su búsqueda de un proceso más amplio de reagrupamiento revolucionario cuyo objetivo sea ganarle amplios sectores de la clase obrera al reformismo. Etiquetar como sectarios abiertos o encubiertos a los que rechazan el modelo del SSP es una forma de ultimatismo.

23) Daniel Bensaïd, Marx for Our Times (Londres, 2002), p. 2.

24) Véase, para una discusión reciente de estos temas, John Rees, “La revolución democrática y la revolución socialista”, International Socialism 83 (1999).

25) Alex Callinicos, El movimiento anticapitalista y la izquierda revolucionaria (Londres, 2001).

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