El
reagrupamiento y la izquierda socialista hoy
Por
Alex Callinicos (dirigente del SWP de Gran Bretaña)
Boletín
de la International Socialist Tendency, Nº 2, enero 2003
El
nuevo milenio fue celebrado como la entrada del mundo a una época de paz
y prosperidad capitalista. En realidad, los años que siguieron han estado
signados por el desarrollo de una recesión económica global y la crisis
internacional más seria desde el fin de la Guerra Fría. En contraste con
estos eventos sombríos, ha emergido desde las protestas de Seattle en
noviembre de 1999 un movimiento mundial de oposición al capitalismo
global y también, cada vez más, al curso guerrerista del imperialismo
estadounidense. Esto ha configurado el contexto de un significativo
reanimamiento en Europa de lo que se conoce como la izquierda radical, los
partidos a la izquierda de la socialdemocracia tradicional. Entre los
procesos más importantes están el éxito de los candidatos trotskistas
en la primera vuelta de las elecciones presidenciales en Francia en abril
de 2002, el giro a la izquierda del Partido de la Refundación Comunista
(PRC) en Italia y el reto electoral al Nuevo Laborismo planteado por la
Socialist Alliance y el Scottish Socialist Party (SSP) en el Reino Unido.
Este
proceso no se limita en modo alguno a Europa. América Latina, una de las
mayores víctimas del neoliberal Consenso de Washington, experimenta el
renacimiento de la izquierda como resultado de una serie de luchas
impresionantes, sobre todo la rebelión en Argentina en diciembre de 2001.
El diario londinense de las finanzas internacionales, Financial Times,
ha dado preocupada cuenta de estos procesos en una sucesión de artículos
cada vez más sombríos. Uno de ellos citaba un comentario de Michael
Shifter, del Diálogo Interamericano, que puede aplicarse a buena parte
del continente: “La gente toma las calles de una manera que no se había
visto por bastante tiempo... En Perú, los movimientos de izquierda de los
años 60 y 70 que todos creían muertos están surgiendo otra vez” (1).
En las vísperas de la arrolladora victoria de Lula, el líder del
PT, en las elecciones presidenciales brasileñas, el Financial Times
informaba que, para la derecha republicana de Washington, “estos
procesos equivalen al despliegue de un nuevo ‘eje del mal’ que ya
incluía a la Cuba de Fidel Castro y a la revolución bolivariana de Hugo
Chávez en Venezuela” (2).
En
realidad, el triunfo de Lula fue un hecho mucho más ambiguo. Reflejó la
fuerza de los movimientos de masas brasileños, especialmente la federación
sindical CUT y el MST (Movimiento Sin Tierra), que han estado a la cabeza
de la oposición global al neoliberalismo, sobre todo en los Foros
Sociales Mundiales que tuvieron lugar en Porto Alegre. Pero a la elección
de Lula siguió un giro del PT hacia el centro mediante la adopción de
políticas cada vez más neoliberales para satisfacer a los mercados
financieros, una conducta demasiado parecida a la historia de la
socialdemocracia europea. Si bien en este artículo me concentraré en los
procesos de reagrupamiento en curso en Europa, mi análisis puede hacer
referencia a los procesos en otros continentes.
Las nuevas izquierdas
en Europa
La
izquierda radical europea es un agrupamiento heterogéneo. Abarca algunos
de los principales partidos de la izquierda revolucionaria, en particular
la LCR de Francia y el SWP de Gran Bretaña, las organizaciones insignia
de las dos corrientes internacionales principales del trotskismo,
respectivamente la Cuarta Internacional (CI) [SU] y la Tendencia
Socialista Internacional [sigla inglesa IST] (3). El PRC, en contraste,
tiene sus raíces en la tradición stalinista y socialdemócrata, aunque
en su seno participan revolucionarios (incluidos miembros de la CI y de la
IST). Finalmente, la izquierda radical abarca también diversas
coaliciones como la Socialist Alliance en Inglaterra y Gales, la Alianza
Roja-Verde en Dinamarca, el Bloque de Izquierda en Portugal y un partido,
el SSP de Escocia, en cuyas filas conviven revolucionarios y reformistas.
Estas
formaciones están ahora formalmente agrupadas en las Conferencias de la
Izquierda Europea Anticapitalista, que tienen lugar dos veces al año. La
existencia de esta y otras redes de conexión de la izquierda radical
evidencian que está en curso un impresionante proceso de realineamiento.
Por ejemplo, la participación del SWP en un encuentro convocado por el
PRC en Roma en septiembre de 2002, y con una asistencia mayoritaria de los
principales partidos comunistas europeos que han quedado habría sido
inconcebible hace cinco años. Este proceso también se refleja en las
discusiones desarrolladas entre distintas corrientes revolucionarias, muy
en particular la CI y la IST, cuyos representantes se encontraron en París
ese mismo mes. Una vez más, un encuentro semejante era inimaginable sólo
unos pocos años atrás.
Es
importante, sin embargo, tener en cuenta que la evolución de la izquierda
radical europea organizada es sólo la punta del iceberg. El proceso de
radicalización en curso es mucho más amplio. Desde fines de los 90 han
surgido una serie de redes anticapitalistas en Europa, como por ejemplo
ATTAC, la campaña francesa pro Tasa Tobin que ha ampliado en gran medida
sus objetivos y extensión geográfica desde su fundación en 1998; el
movimiento de los foros sociales italianos desarrollado tras las protestas
en la cumbre del G8 en Génova; el movimiento Globalise Resistance en el
Reino Unido e Irlanda, y el movimiento Génova 2001 en Grecia. Estas y
muchas otras coaliciones de activistas están incluidas ahora en el Foro
Social Europeo que tuvo su primer encuentro en Florencia en noviembre de
2002, y muchos participan del Foro Social Mundial. Estos movimientos se
solapan con las movilizaciones de masas que cruzaron Europa el año
pasado: contra la legislación antisindical en Italia y España, contra el
nazi Le Pen en Francia y, sobre todo, contra las guerras en Afganistán e
Irak. La Stop the War Coalition se ha convertido en el centro de lo que es
quizá el mayor movimiento pacifista de la historia británica de la
posguerra, que tiene además un ángulo antiimperialista radical que la
relaciona con la resistencia más general al capitalismo global.
Partido y movimiento
El
desarrollo de estos movimientos define las tareas de la izquierda radical
hoy. ¿Podrá relacionarse de manera efectiva con estos movimientos,
hacerse parte de ellos, trabajar para construirlos, y también dar una
pelea política por influenciarlos? Esta es la prueba decisiva que hoy
debemos pasar. La intervención electoral de los distintos partidos, ya
sea a nivel nacional o a una escala potencialmente europea, debe juzgarse
conforme a este criterio más que verse como un fin en sí mismo. Por
ejemplo, la brillante y efectiva campaña de Olivier Besancenot y la LCR
tuvo éxito tanto porque Olivier articuló la conciencia anticapitalista
de amplios sectores de la juventud francesa como porque situó a la LCR
como el factor clave en la construcción de un vehículo político para
esta conciencia. Las campañas electorales son simplemente un medio a través
del cual la izquierda radical puede dar forma a la radicalización, no
(como a veces se las concibe) la forma privilegiada de intervención política.
Por
definición, la izquierda radical tiene un compromiso con la construcción
de partidos políticos, postura controvertida y rechazada por aquellos
influenciados por los reformistas y las corrientes autonomistas del
movimiento anticapitalista. Desde nuestro punto de vista, una comprensión
correcta de la tradición leninista nos obliga a rechazar la opción que
suele presentarse entre partido o movimiento como un falso dilema. Los
revolucionarios socialistas buscan construir tanto el partido como
el movimiento. Lejos de debilitar el movimiento, un partido socialista
eficaz puede hacer que el movimiento sea más fuerte, más dinámico y más
coherente. El SWP, por ejemplo, es una de las fuerzas dirigentes de la
Stop the War Coalition. Sin embargo, esto no ha llevado a que el alcance
de la coalición sea más estrecho. Por el contrario, nosotros resistimos
los intentos de limitar la coalición mediante hacerla adoptar posturas
como una crítica formal al imperialismo o una condena al islamismo
radical. Al lograr convencer al resto de que la coalición debía apuntar
exclusivamente a oponerse a la escalada guerrerista de Bush y a los
consiguientes ataques racistas y amenazas a las libertades civiles,
contribuimos a mantenerla tan inclusiva como fuera posible, estableciendo
de este modo las bases para el movimiento de masas en que se convertido.
Este
tipo de apreciación de la relación entre partido y movimiento surge de
la tradición marxista revolucionaria. Esta tradición no es, sin embargo,
un conjunto de verdades eternas, sino más bien un proceso histórico a
través del cual las sucesivas generaciones de revolucionarios han
desarrollado el marxismo mediante el compromiso con las luchas concretas
de cada momento. Para decidir qué clase de partido debiéramos construir,
y con quién, no alcanza con leer a Lenin y Trotsky, con todo lo
importante que es. Tenemos que analizar con todo cuidado la situación
histórica que ha dado lugar a la apertura actual para la izquierda
radical. “Construir el partido” hoy, después de Seattle y Génova y
el 11 de septiembre no es lo mismo de lo que fue en los años 70 u 80, y
ni qué hablar de la época de la II Internacional, después de la
revolución rusa o durante el stalinismo. El tipo de partido que debemos
construir ahora depende, de manera crucial, de las circunstancias históricas
que hoy enfrentamos.
El
renacer y el realineamiento de la izquierda hoy en curso tienen dos causas
principales y enfrentan un desafío decisivo (5). Las causas son el
derrumbe del stalinismo y el desarrollo del movimiento anticapitalista; el
desafío es la nueva era de guerra imperialista. La caída de los regímenes
stalinistas de Europa central y oriental y la desintegración de la Unión
Soviética tuvieron al principio un efecto negativo internacional sobre la
izquierda, dado que muchos aún alentaban –aunque más no fuera
inconscientemente– esperanzas en la existencia de lo que parecía ser
una alternativa sistémica al capitalismo de mercado occidental. En el
largo plazo, sin embargo, el fin del “socialismo existente” (que ya no
existe) ha servido para hacer borrón y cuenta nueva en el terreno ideológico,
y alentó a activistas e intelectuales a confrontar con el capitalismo sin
estar obligados a posicionarse políticamente con respecto a las
monstruosidades stalinistas. Esta sensación de entrada a una nueva era
tuvo un importante refuerzo con el desarrollo de un movimiento
internacional contra el capitalismo global, un proceso cuyos hitos fueron
las grandes manifestaciones de Seattle, Génova y Barcelona, así como los
encuentros del Foro Social Mundial en Porto Alegre. Una década después
de proclamado el fin de la historia, el capitalismo se ve una vez más
desafiado tanto en la práctica como ideológicamente. Las debilidades
manifiestas del movimiento anticapitalista –sobre todo, su incoherencia
ideológica y su relación ambigua con la clase trabajadora organizada–
no cambian su inmensa significación para la renovación internacional de
la izquierda (6).
El
desafío que enfrenta este movimiento es evidente. La era de la post
Guerra Fría está demostrando ser una nueva época de guerras
imperialistas en las cuales Estados Unidos enfrenta, en una primera
instancia, no a sus grandes rivales económicos y geopolíticos como
Alemania, Japón, Rusia o China, sino a dictaduras capitalistas de segunda
fila, con el objetivo de mantener y extender su hegemonía global. El
curso guerrerista de la administración Bush, hoy enfocado en Irak, ha
llevado este proceso a una nueva y peligrosa fase (7). El movimiento
anticapitalista sólo puede desarrollarse, de manera acorde, si amplía
sus objetivos y se convierte también en un movimiento antiguerra y
antiimperialista. Donde esta tarea se ha llevado adelante, como en Italia
y el Reino Unido, el resultado ha sido una profundización y extensión
del movimiento (de hecho, en el Reino Unido las movilizaciones antiguerra
han transformado lo que era hasta entonces un difuso sentimiento
anticapitalista en un movimiento real). Allí donde las redes
anticapitalistas no hicieron de la oposición al guerrerismo de Bush el
centro de su actividad, el movimiento se estancó. Luego volveré sobre
las implicancias de esta divergencia.
¿Está acabado el reformismo?
Hace
poco Murray Smith, un prominente intelectual del Movimiento Socialista
Internacional [sigla inglesa ISM], el sector dominante dentro del SSP, ha
polemizado contra este análisis de las fuentes del reverdecer de la
izquierda. Dice Smith:
“El
punto de partida para cualquier consideración de un reagrupamiento en la
izquierda revolucionaria es el proceso más amplio de recomposición del
movimiento obrero. El punto de partida es el cambio cualitativo en los
partidos obreros tradicionales, que abre posibilidades para nuevos
partidos obreros basados en una política socialista y clasista, y que es
en sí mismo un producto de la evolución del capitalismo desde los años
70. Las condiciones para el reagrupamiento y para nuevos partidos han
estado germinando durante los últimos diez o quince años. Es simplemente
una cuestión de cuándo lo han entendido las distintas fuerzas políticas.
Scottish Militant Labour [corriente que viene de la tradición trotskista
de The Militant] empezó a entenderlo a mediados de los 90; de allí que
tuviera la iniciativa de formar la Scottish Socialist Aliance en 1996 y el
Scottish Socialist Party en 1998. El SWP no lo entendía en lo más mínimo
por entonces y no lo entiende del todo ahora” (8).
¿Qué
es, exactamente, lo que el SWP no termina de entender? La respuesta llega
como una referencia al pasar de Smith al “aburguesamiento
de la socialdemocracia” que no termina de elaborar. Sería en verdad un
gran cambio si los partidos socialdemócratas hubieran rotos sus amarras
con el movimiento obrero y se hubieran vuelto partidos abiertamente
capitalistas. El problema aquí no es tanto una falta de “comprensión”
por parte del SWP como una diferencia política importante. Pero incluso
si fuera cierto que organizaciones como el Partido Laborista británico,
su contraparte australiana, el PSD alemán y el PS francés se hubieran
“aburguesado”, esto no sería suficiente para explicar el renacimiento
internacional de la izquierda en el sentido en que lo acabo de describir.
Por empezar, llenar el espacio que deja vacante la socialdemocracia
requiere más que levantar una nueva bandera política, o presentar
candidatos parlamentarios. Depende también del desarrollo de nuevas
luchas y movimientos que comiencen a darle a crecientes sectores de la
clase trabajadoras y la juventud un sentido concreto de su capacidad de
resistencia y de combate por una alternativa. De este modo, el punto de
partido para el desarrollo de la “izquierda de la izquierda” en
Francia fueron las huelgas de estatales de noviembre-diciembre de 1995
(9). En un plano internacional más general, Seattle, Génova y Argentina
han jugado su rol.
Sin
embargo, en un sentido importante Smith tiene razón. Es indiscutible que
la decadencia de los partidos obreros tradicionales ha abierto espacio a
su izquierda que la izquierda radical está empezando a llenar. Pero el
despliegue de este proceso llevó mucho más que los “diez o quince años”
a los que se refiere Smith. Es el producto de dos hechos, 1956 y 1968, y
un proceso de largo alcance, la decadencia del reformismo clásico. La
crisis internacional precipitada por el discurso secreto de Jruschev
denunciando a Stalin y por la represión soviética de la revolución húngara
representó el primer resquebrajamiento de la dominación del movimiento
obrero ejercida hasta entonces de manera conjunta por los partidos
socialdemócratas y comunistas. El historiador Eric Hobsbawm, que siguió
siendo un miembro leal del Partido Comunista de Gran Bretaña hasta su
colapso a comienzos de los 90, llamó hace poco a 1956 “un año traumático”
y un “gran terremoto” en la historia del movimiento comunista (10). La
pérdida tanto de legitimidad como de militantes del Partido Comunista
permitió el surgimiento de las primeras formaciones y publicaciones de
una Nueva Izquierda que buscaban desarrollar una alternativa tanto al
stalinismo como a la socialdemocracia (11).
1968,
y más en general el ascenso en la lucha de clases y la radicalización
política que recorrieron a los países capitalistas avanzados entre fines
de los 60 y principios de los 70, creó un auditorio mucho mayor entre los
trabajadores y la juventud para las organizaciones de extrema izquierda
que pretendían, con suerte diversa y distintos influencias ideológicas,
construir alguna variante de un partido revolucionario leninista. Fue el
retroceso de estos movimientos a fines de los 70 lo que originó la crisis
de la izquierda, crisis en gran medida reforzada por la ofensiva
capitalista iniciada bajo Reagan y Thatcher en los 80 y generalizada bajo
la bandera del neoliberalismo en los 90, y de la que recién ahora estamos
empezando a reemerger. Sin embargo, ciertas organizaciones que emergieron
de las luchas de los 60 y los 70, en particular la LCR y el SWP en Europa,
siguen siendo fuerzas significativas de la izquierda radical. Las
tradiciones intelectuales y la experiencia histórica que ellas encarnan
pueden hacer una contribución importante al futuro desarrollo de esta
izquierda (12).
Recorriendo
los avances y retrocesos de la lucha de clases en la generación anterior
estuvo el declive del reformismo clásico, si bien esto no ha sido una
tendencia continua, sino más bien un proceso complejo que incluye
diversas fuerzas interactuantes, de las que sobresalen dos. Primero, los
partidos reformistas de masas, socialdemócratas o comunistas (una de las
características del período post 1956 ha sido la transformación total
de los partidos stalinistas en fuerzas reformistas convencionales), han
sufrido un deterioro significativo en su base obrera. Los partidos obreros
compactos y abarcadores de la primera mitad del siglo XX –como el SDP
alemán, considerado como “un estado dentro del estado” en la Alemania
de preguerra y durante la república de Weimar en los años 20– ya no
pueden contar con la militancia continua y la lealtad política de amplias
capas de activistas de la clase obrera (13). Este proceso es desigual; más
notorio en el Reino Unido y Francia (donde el PS nunca tuvo militancia orgánica
de un número significativo de trabajadores manuales) que en Alemania, y
por lo general más lento en los partidos comunistas. Pero es
indiscutiblemente un fenómeno generalizado.
La
erosión de la base de los partidos reformistas tuvo causas diversas,
muchas de las cuales reflejan procesos sociales de alcance más amplio.
Por un lado, la burocratización de la política parlamentaria y municipal
los ha distanciado de la vida cotidiana de la clase trabajadora; al mismo
tiempo, la maquinaria electoral moderna se apoya mucho menos en la
actividad cotidiana y la movilización ocasional de activistas locales de
lo que solía hacerlo en el pasado, en la medida en que los enormes gastos
que insumen los medios de comunicación se convierten en el centro de la
contienda electoral. Por otro lado, el desarrollo del sindicalismo de
base, la militancia comunitaria y otras formas de actividad de base han
creado los medios para plantear y obtener demandas que no dependen
esencialmente de las elecciones o de la presión a los representantes
parlamentarios y municipales. Este tipo de reformismo “hágalo usted
mismo” ha contribuido a separar a la clase obrera de “sus” partidos.
Esta
separación se ha visto reforzada por el segundo factor importante en la
declinación del reformismo, es decir, el estrechamiento del margen para
conseguir reformas. Los últimos 30 años de crisis capitalista y
reestructuración neoliberal desataron ola tras ola de ataques a las
reformas obtenidas durante el boom de los 50 y los 60, o incluso antes.
Atrapados entre las presiones desde abajo y desde arriba, la de la
patronal y la de su base obrera, los partidos socialdemócratas en el
gobierno se han puesto a trabajar para el capital y abandonaron su cada
vez más modesto programa de reformas en nombre de la austeridad fiscal y
la competitividad económica. Tal fue el caso de los gobiernos laboristas
británicos en los 60 y los 70, así como del prolongado y cada vez más cínico
y corrupto gobierno de Mitterrand en Francia entre 1981 y 1994.
Los
gobiernos socialdemócratas europeos más recientes, llegados al poder
sobre una ola de rebelión contra la experiencia del thatcherismo en el
Reino Unido y de su generalización vía la Unión Monetaria Europea en el
resto del continente, representan un paso más allá en este proceso, en
el cual el término “reforma” se ha vaciado totalmente de contenido y
se usa para referirse a medidas todavía más neoliberales. El daño que
esto le puede infligir a la socialdemocracia quedó claro en la elección
presidencial y legislativa francesa de abril-junio de 2002, en la que el
voto tradicional al PS y su aliado, el PC, fluyó a la izquierda hacia los
candidatos trotskistas y a la derecha hacia el fascista Le Pen, lo que
permitió que un Chirac cercado por los escándalos pudiera volver a
la presidencia, con el agregado de una cómoda mayoría
parlamentaria.
La
social democracia está en decadencia, eso es innegable. Sin embargo, esto
no es lo mismo que su “burguesificación”. Lenin caracterizaba al
Partido Laborista y similares como partidos obreros capitalistas. Es
decir, en otras palabras, partidos que expresan la resistencia de los
trabajadores al capitalismo y buscan contener esa resistencia en los
marcos del sistema. Esta función contradictoria depende del rol de la
burocracia sindical, que actúa como nexo entre los líderes
parlamentarios del partido socialdemócrata y la clase obrera organizada.
La burocracia misma ocupa una posición ambigua, actuando como una capa
social diferenciada cuyos intereses dependen de su capacidad para
establecer compromisos entre el capital y el trabajo, evitando así que
las luchas obreras se conviertan en un desafío al sistema. Para decirlo más
simplemente, la socialdemocracia es la expresión política de la
burocracia sindical. Esta relación, a la vez que provee un “colchón”
aislante y protector a los líderes parlamentarios de las presiones de la
base, pone límites a su libertad de maniobra en la arena política
burguesa (14).
Partiendo
del análisis marxista del reformismo y la burocracia sindical, afirmar
que la socialdemocracia se ha “burguesificado” implica afirmar que ha
roto el ancla con la clase obrera organizada que le daba su lazo con la
burocracia sindical. Indudablemente éste es el resultado que busca el ala
derecha de las direcciones socialdemócratas actuales, representada sobre
todo por Tony Blair y otros ideólogos de la Tercera Vía, cuyo modelo ha
sido aportado por los “Nuevos Demócratas” de Bill Clinton. No
obstante, ni siquiera Blair ha logrado alcanzar este objetivo. La campaña
laborista en las elecciones de 1997 y 2001 dependió hasta niveles críticos
del apoyo financiero y humano de los sindicatos; actualmente, una dirección
partidaria atada a la necesidad de dinero está intentando convencer a los
sindicatos afiliados de aumentar su apoyo financiero al laborismo. Tampoco
es éste un proceso en un solo sentido. Los esfuerzos desesperados de
Blair para convencer a George Bush de pedirle a las Naciones Unidas una pátina
de legitimidad para la guerra contra Irak reflejaban lo profundo de la
oposición a la guerra en el movimiento obrero que se expresó, sobre
todo, en el 40 por ciento de votos que obtuvo una propuesta que equivalía
a una resolución antiimperialista en la conferencia del Partido Laborista
en octubre de 2002, apoyada principalmente por los afiliados a los
sindicatos.
El
movimiento obrero del resto de Europa nunca sufrió derrotas tan profundas
como las que le infligió Thatcher en el Reino Unido. Haciendo frente por
lo general a sindicatos menos pusilánimes, la socialdemocracia del
continente, a pesar de todos sus fracasos en el gobierno, hicieron
maniobras para contener a su base. Lionel Jospin, en Francia, cultivó con
todo cuidado una retórica socialista totalmente a contramano de sus políticas
neoliberales. Posiblemente, fue su decisión de abandonar esta hipocresía
y moverse abiertamente hacia el centro de la política burguesa lo que lo
condenó a su humillante derrota en la primera vuelta de las elecciones
presidenciales de abril de 2002. Lo que es más sorprendente aún, el
ultraoportunista Gerhard Schroeder, confrontado con el más sólido
movimiento obrero y el partido reformista más proletario de Europa, ha
zigzagueado, firmando un típico documento de la Tercera Vía con Blair
pero a la vez rescatando empresas de la bancarrota; abriendo las empresas
alemanas a la especulación financiera de estilo anglosajón pero
demorando la “flexibilización” del mercado laboral exigida por la
patronal; participando de manera entusiasta en los bombardeos de la OTAN
contra Yugoslavia en 1999, pero a la vez ganando estrechamente su reelección
en 2002 sobre la base de su oposición a la guerra en Irak.
Los
lazos entre la socialdemocracia y la clase obrera organizada se han hecho
significativamente más laxos durante la generación pasada, pero no se
han cortado. El aflojamiento de esos lazos es importante: por un lado,
aumenta el espacio de maniobra para los equipos dirigentes íntimamente
ligados a los medios y la gran empresa; por el otro, amplía el espacio
para el desarrollo de alternativas a la izquierda de la socialdemocracia.
Pero los lazos que aún subsisten también son importantes: todo proyecto
alternativo basado en la creencia de que el reformismo está acabado irá
peligrosamente a la deriva.
Una
razón por la cual esa creencia es peligrosa es que el reformismo es un
fenómeno más amplio que los partidos socialdemócratas organizados. El
reformismo –en el sentido de un movimiento político que busca la mejora
gradual del capitalismo en vez de la transformación revolucionaria de la
sociedad– surge a partir de las condiciones materiales de la clase
obrera bajo el capitalismo, y en particular la forma en que estas
condiciones (especialmente la fragmentación y la pasividad que fomenta la
economía capitalista) llevan a los trabajadores, incluso a los que
luchan, a dudar de su capacidad para tomar el control de la sociedad. Esta
falta de autoconfianza sólo puede quebrarse a través de prolongadas
batallas de clase y la intervención activa de los revolucionarios
organizados. La derrota del reformismo no es algo que acontezca de manera
automática.
Lo
que es más, puede existir conciencia reformista incluso allí donde no
existe ningún partido socialdemócrata. Es el caso de Estados Unidos,
donde una especie de socialdemocracia bastarda dentro de los sindicatos a
contribuido a atar a muchos trabajadores a lo que es innegablemente un
partido capitalista hecho y derecho, el demócrata. Y pueden aparecer
variantes reformistas incluso en el seno de movimientos de masas
militantes. Esto es muy evidente en el movimiento anticapitalista europeo,
donde ATTAC en Francia ha aparecido como un ala derecha cada vez más
definida que busca remediar los desastres provocados por el neoliberalismo
fortaleciendo el estado-nación y reformando la Unión Europea, y que a la
vez resiste los intentos de movilizar el movimiento contra el guerrerismo
de Bush. Esto no debiera sorprender a los lectores de Lenin: si la clase
obrera no tiende espontáneamente a la conciencia revolucionaria, ¿por qué
tendrían que hacerlo movimientos sociales más laxos y amorfos?
Modalidades de
reagrupamiento
La
persistencia del reformismo en formas tanto organizadas como no
organizadas tiene dos consecuencias políticas importantes. Primera, que
es una tarea estratégica esencial de la izquierda radical ganar a la base
obrera de los partidos socialdemócratas. La herramienta clave forjada en
los primeros años de la Internacional Comunista para alcanzar este
objetivo, la táctica del frente único, mantiene su significación histórica,
incluso si hoy los frentes únicos suelen tomar formas nuevas. La
experiencia de la práctica común en la lucha por demandas mediante
formas de organización que pueden ser compartidas por diversas fuerzas
políticas es esencial para ganar para un programa revolucionario a
aquellos que hoy están influidos por la socialdemocracia (15). En segundo
lugar, la distinción clásica entre reforma y revolución –planteada
por Luxemburgo y Lenin en la era de las II y III Internacionales– sigue
siendo también de importancia crítica. Si la socialdemocracia no va a
ser barrida automáticamente por los procesos históricos, se requiere
entonces de la intervención y la argumentación política para debilitar
la influencia del reformismo tanto en la clase obrera organizada como en
los movimientos anticapitalistas. Un partido que aspire a ofrecer a los
trabajadores una salida al impasse de la socialdemocracia sólo puede
conseguir esto si su programa y su práctica se basan en una crítica
revolucionaria del reformismo.
Estas
consideraciones contribuyen a dar un marco para encarar la cuestión del
reagrupamiento. Hay hoy tres concepciones en la izquierda internacional.
La primera es la que defiende Rifondazione Comunista en Italia, y refleja
evolución políticamente ambigua del PRC. Aparentemente la dirección del
PRC está intentando agrupar a los principales partidos comunistas que
quedan en Europa junto con las organizaciones más importantes de la
izquierda revolucionaria y los elementos no partidarios del movimiento
anticapitalista. Este punto de vista tiene dos problemas. En primer lugar,
el PRC es una excepción dentro de los partidos comunistas europeos en
cuanto a su reciente evolución hacia la izquierda. La situación en que
quedó el Partido Comunista Francés pone de manifiesto una trayectoria
alternativa. Participó en la coalición de la “izquierda plural” de
Jospin; tuvo ministros en un gobierno que llevó adelante políticas
neoliberales en lo local y que ayudó a llevar adelante la guerra en
Yugoslavia en 1999 y en Afganistán en 2001. Relegado a la oposición tras
el fuerte castigo electoral que sufrió en las elecciones de 2002 (castigo
mayor al de otras fuerzas constituyentes de la “izquierda plural”), el
PCF ahora intenta reconstruir su credibilidad izquierdista con una campaña
contra la guerra en Irak. Sea como fuere, esta historia nada atractiva señala
que, incluso si somos amplios al definir lo que es “izquierda
radical”, los sobrevivientes del stalinismo histórico no son, en
conjunto, aliados útiles.
El
PRC es, por tanto, un caso especial entre los partidos comunistas
europeos. Su decisivo giro a la izquierda desde que tiró abajo la primera
coalición del Olivo, de centro izquierda, en 1998, fue sumamente
bienvenido. Aun así, hay elementos problemáticos en su enfoque sobre la
construcción partidaria. Reflejando el tremendo retroceso de la cultura
marxista en Italia desde la implosión de la izquierda revolucionaria en
los 70, el PRC es extremadamente ecléctico en el terreno teórico y, en
particular, ha absorbido acríticamente importantes aspectos del marxismo
autonomista, reciclado en la actualidad por Michael Hardt y Toni Negri en
su celebérrimo Imperio. Hay algo de paradójico en el hecho de que
un partido obrero de masas cargue consigo una ideología izquierdista
sistemáticamente hostil tanto al trabajo organizado como a la construcción
partidaria (16).
Además,
el PRC ha conservado de su pasado una concepción de partido que lo pone
al mismo nivel que el movimiento; concepción común al stalinismo y la
socialdemocracia que se opone radicalmente al punto de vista de Lenin,
quien establece una clara distinción entre partido y clase y concibe al
partido como el sector consciente de la clase trabajadora que se organiza
para ganar la mayoría (17). Por tanto, el PRC tiende a no enfrentar la
heterogeneidad política del movimiento anticapitalista, y por ende no
logra reconocer la importancia de la construcción de frentes únicos
entre las distintas corrientes y de dar una pelea ideológica en el seno
del movimiento por un punto de vista marxista revolucionario.
La
segunda postura en relación con el reagrupamiento es la que defiende el
ISM y sus aliados internacionales. Proponen al SSP como modelo para la
construcción del partido hoy. Como sostiene Murray Smith en particular,
se trata de un partido amplio o “no delimitado estratégicamente” en
el sentido de dejar abierta la cuestión de reforma o revolución. La
justificación de este enfoque es, se supone, la desaparición del
reformismo, la idea de la “burguesificación de la socialdemocracia”
que he criticado más arriba. Smith saca mucho partido de la idea de que
al criticar este modelo el SWP acusa al SSP de centrismo, un insulto
capital en el diccionario de la polémica revolucionaria:
“Debemos
definir a un partido de manera concreta, por el rol que juega en relación
con las clases fundamentales de la sociedad y el estado. Partido centrista
es aquel que oscila entre la política revolucionaria y la reformista. ¿Es
este el caso del SSP? La realidad es que el SSP lleva adelante una tarea
de propaganda y agitación en la clase obrera, levantando todas las
demandas que enfrenta la clase trabajadora a nivel nacional e
internacional y presenta una alternativa socialista. Sin duda que el
partido tiene aún sus costados débiles, pero no hay signo alguno de
oscilación o de subordinación a otra fuerza política“ (19).
En
realidad, el SWP no considera al SSP como un partido centrista. Sus
simpatizantes participan lealmente en el SSP como miembros de la Socialist
Worker Platform. El SSP indudablemente no ha vacilado cuando tuvo que
enfrentar pruebas importantes, sobre todo, la que plantea el curso
guerrerista de Bush. Esto refleja que el partido está dirigido por
revolucionarios serios. Pero concederle a la dirección del SSP el crédito
que se merece no es lo mismo que aceptar que en cierto modo han
descubierto la piedra filosofal en lo que atañe a la construcción del
partido. En su corta historia, el SSP ya ha mostrado algunos problemas con
el modelo de partido “no delimitado estratégicamente”, entre los que
sobresalen dos.
Primero,
la creencia de que el reformismo está muerto lleva a lo opuesto del
oportunismo, bajo la forma de una actitud sectaria hacia el Partido
Laborista. Esto es totalmente lógico dentro de las premisas del ISM: si
el laborismo es simplemente otro partido capitalista, ¿por qué tratarlo
de modo diferente a los otros partidos burgueses, como los conservadores,
los nacionalistas escoceses o los demócratas liberales? Pero el laborismo
es diferente en que, sobre todo gracias a su ala izquierda y a los
dirigentes sindicales, aún conserva la adhesión del conjunto de los
trabajadores organizados. No entender esto conduce a perder oportunidades
de construir frentes únicos que puedan romper el núcleo del apoyo al
laborismo. El SSP ha lanzado una serie de ataques particularmente tontos a
George Galloway, un diputado laborista escocés que ha sido uno de los más
firmes dirigentes del ala antiimperialista del movimiento antiguerra en el
Reino Unido. El problema de una concepción triunfalista del SSP es que
puede causarle un aislamiento innecesario dentro de la clase trabajadora
organizada en Escocia (20).
En
segundo lugar, la subestimación del reformismo puede llevar, paradójicamente,
al intento de llenar todo el espacio que supuestamente habría dejado. La
dirección del SSP parece creer que la presión por demandas económicas mínimas
[“bread and butter”: “pan y manteca”] tiene de manera automática
una dinámica de radicalización. Esto puede llevar a una especie de
economicismo localista, manifestado, por ejemplo, en la tendencia de
algunos miembros de la dirección a contraponer la agitación electoral
alrededor de las demandas económicas priorizadas por el partido (el caso
de la comida gratis en las escuelas, por ejemplo), por un lado, y la
construcción del movimiento antiguerra por el otro. Por supuesto que las
demandas económicas son importantes, pero en el clima actual que se vive
en Europa sería un error tremendo separarlas artificialmente del proceso
más general de radicalización política. En el Reino Unido, por ejemplo,
ha surgido una genuina “ala izquierda clasista” en la burocracia
sindical que se prepara tanto para oponerse a la guerra en Irak
sobre bases principistas como para enfrentar la agenda económica
neoliberal de Blair (incluso si algunos de ellos, como Andy Gilchrist, del
sindicato de bomberos, tienen fuertes compromisos con el laborismo). Sería
una pena que los revolucionarios quedaran por detrás de los reformistas
de izquierda por tratar de mantener separadas la política y la economía.
Nada
de esto significa que en ciertas circunstancias no pueda ser razonable
construir un partido “no delimitado estratégicamente" que evite
tomar partido entre reforma y revolución. Por ejemplo, si un sector
significativo de la izquierda de la burocracia sindical con apoyo
sustancial en la base rompiera con el laborismo y buscara lanzar un nuevo
partido, quizá con un programa explícitamente reformista, cualquier
organización revolucionaria digna de ese nombre tendría que considerar
muy seriamente integrarse a ese partido desde el comienzo. Pero tener en
cuenta este tipo de escenario sólo subraya que los partidos del tipo del
SSP no pueden tratarse como un modelo general, sino sólo como una posible
táctica en el proceso de más largo plazo de construir un partido
revolucionario de masas. Otra vez, en la actual situación en Inglaterra y
Gales es sin duda correcto construir la Socialist Alliance –que tiene
algunas de las características de partido y algunas de las de un frente
único– con un programa que es socialista pero no revolucionario;
declarar artificialmente a la alianza como el partido revolucionario la
separaría de importantes sectores del movimiento obrero que están sólo
comenzando a romper con el laborismo (21). Sin embargo, en tales
coaliciones amplias es esencial que los revolucionarios conserven su
independencia organizativa a fin de combinar la construcción de la
coalición con el objetivo que le da sentido a ese trabajo: la construcción
de un partido revolucionario de masas (22).
La
tercera concepción del reagrupamiento, la del reagrupamiento
revolucionario, es la que defiende el SWP. Su objetivo es unir a todos
aquellos que se identifican con la tradición marxista revolucionaria tal
como fue desarrollada y defendida por Marx y Engels, Lenin y los
bolcheviques, Trotsky y la Oposición de Izquierda, y que quieran
construir hoy el movimiento sobre una base no sectaria. Para aclarar qué
es lo que implica esta concepción de reagrupamiento, consideremos sus
componentes por separado.
En
primer lugar, es importante dejar claro que ningún reagrupamiento real
puede ocurrir si una corriente insiste en que su interpretación de la
tradición debe ser la base del reagrupamiento. Esto no significa, que el
SWP, por ejemplo, deje de defender aspectos clave de su bagaje teórico,
como sería, por caso, la interpretación desarrollada por Tony Cliff del
stalinismo como capitalismo de estado burocrático. Pero hay otras
interpretaciones del marxismo revolucionario que no pueden desecharse sin
más porque divergen de la nuestra con respecto a, por ejemplo, la cuestión
del stalinismo. Por tomar un caso, Marx L’Intempestif, de Daniel
Bensaïd –traducido hace poco al inglés como Marx for Our Times–
defiende una concepción de marxismo que es radicalmente no determinista,
y concibe la historia como la intersección de épocas diferentes en las
que la revolución no es un resultado inevitable sino más bien una
interrupción de la normalidad burguesa, una intervención drástica en un
mundo que el capitalismo está llevando a la catástrofe. Como observa
Bensaïd, esta es una lectura discutible de la tradición marxista
revolucionaria que –se podría agregar– no implica en modo alguno el
análisis de la URSS como un estado obrero degenerado, que fue durante
largo tiempo la posición oficial del SU-CI del cual Bensaïd es un
importante dirigente.
En
otras palabras, hay más de una manera de llevar adelante la tradición
marxista revolucionaria. Pero, como observa también Bensaïd, el marxismo
es “la teoría de una práctica que está abierta a diversas lecturas.
Pero no cualquier lectura: no todo es permisible en nombre de la libre
interpretación, no todo es válido” (23). El marxismo revolucionario se
ha desarrollado en respuesta a las grandes crisis del movimiento obrero,
en particular el colapso de las tres internacionales, que planteaba una
serie de alternativas: Marx y Bakunin, Lenin y Kautsky, Trotsky y Stalin.
No es probable que ninguna versión del marxismo revolucionario hoy sea de
utilidad si no incorpora en alguna forma la crítica de Trotsky al
stalinismo; no simplemente la interpretación social del régimen de
Stalin como un fenómeno material y no sólo como una desviación ideológica,
sino también la teoría de la revolución permanente y la crítica al
frente populismo, herramientas esenciales que, si se hubieran utilizado,
podrían haber ayudado a evitar una serie de derrotas desastrosas allí
donde el movimiento perseguía la quimera de una “revolución
nacional-democrática”. Es el caso de China 1925-27, España 1936-39,
Irak 1958-62, Indonesia 1965-66 e Irán 1978-79. Cualquier análisis del
triunfo del neoliberalismo en la Sudáfrica post apartheid –que no fue,
por supuesto, una derrota histórico-mundial, pero sí una oportunidad
terriblemente desperdiciada después de las grandes luchas obreras y
comunitarias de los 80– llegaría a la conclusión de que sus raíces
están en la política de la dirección del Congreso Nacional Africano y
el Partido Comunista Sudafricano de separar la lucha por la liberación
nacional de la lucha por el socialismo (24).
La
teoría de la revolución permanente, por supuesto, no es patrimonio de
ninguna corriente en particular, aunque haya distintas lecturas de ella.
Lo esencial para un reagrupamiento duradero no es simplemente un
compromiso común con la tradición revolucionaria de la que esta teoría
es parte, sino un enfoque no sectario a la construcción del movimiento
anticapitalista. Es importante tener en cuenta que hay influyentes
versiones sectarias del trotskismo que más allá de otras diferencias
coinciden en tender a comenzar planteando sus diferencias con el resto del
movimiento (y entre ellas, a decir verdad). Esto puede hallarse en grupos
que provienen de la tradición trotskista ortodoxa
–por
ejemplo, el grueso de la extrema izquierda en Argentina– y también, por
desgracia, en al menos uno de la tradición de IS [la corriente
internacional del SWP], la ISO de Estados Unidos (25).
Un
punto en común entre la IST y el SU-CI es su compromiso en la construcción
del movimiento contra el capitalismo global, aunque hay diferencias
significativas entre ambas en cuanto al equilibrio exacto entre el trabajo
de frente único y la construcción del partido dentro de un movimiento más
amplio. Los compañeros de la CI son, en conjunto, mucho más cautelosos
que nosotros en cuanto a las discusiones políticas dentro del movimiento,
de las que quizá la más importante es la centralidad de la oposición al
guerrerismo de EE.UU. para el futuro de la lucha contra la globalización
capitalista. Desde nuestro punto de vista, en esta diferencia hay implícito
un malentendido en cuanto a la naturaleza del frente único.
Para
nosotros, no hay contradicción entre construir sobre la base más amplia
e inclusiva posible y a la vez llevar adelante una discusión fraternal
con las demás fuerzas del movimiento. Por el contrario, lo primero es la
precondición para lo segundo. La prueba de un enfoque no sectario es que
los revolucionarios parten no de lo que los diferencia de los otros, sino
de lo que los une, y proponen una estrategia dinámica para construir el
movimiento. Los debates en el seno del movimiento serán más fecundos
cuando surjan de los problemas concretos de cómo desarrollar la lucha, más
que de discusiones en el aire de sectarios sabihondos. Pero evitar toda
discusión a cualquier costo es condenarse a la derrota. El desarrollo de
cualquier movimiento de masas serio incluye inevitablemente un proceso de
diferenciación entre las fuerzas más y menos radicales. Vemos esto hoy
con la cristalización de un ala reformista en el seno del movimiento
anticapitalista, alrededor de la dirección de ATTAC Francia. Los
revolucionarios tienen que saber cómo trabajar con fuerzas que está a su
derecha sin capitularles.
El
futuro del reagrupamiento de izquierda depende en gran medida de cómo los
revolucionarios encaren esta difícil tarea. Si, al mismo tiempo, aprenden
a trabajar juntos de manera más eficaz, la recompensa será muy
importante. Por eso, la creciente cooperación entre la LCR y el SWP, en
tanto son las principales organizaciones europeas de corrientes
internacionales con influencia significativa en otros continentes (por
ejemplo, en Brasil en el caso de la CI, y en Corea del Sur y parte del África
subsahariana en el de la IST), puede comenzar a conformar un fuerte centro
de gravedad revolucionario dentro del movimiento contra el capitalismo
global. Si esto sucede, será mediante un proceso gradual que implique
tanto una franca discusión política como la acumulación de experiencias
de cooperación práctica que puedan construir una confianza recíproca y
un marco de comprensión política común. Vale la pena tomarse el tiempo
y los recaudos necesarios para conducir este proceso de manera correcta.
Los marxistas revolucionarios tienen la oportunidad real de dar forma cada
vez más a la nueva oleada de luchas que se está desarrollando. Sería trágico
que, ya sea por vacilar demasiado tiempo o por forzar los hechos con
impaciencia, desperdiciemos esta oportunidad.
Alex Callinicos es
miembro de la dirección del SWP. Este texto también se ha publicado en
Links, el periódico
del Democratic Socialist Party de Australia, y fue escrito antes del Foro
Social Europeo en Florencia.
Notas:
(Los títulos de
artículos y libros están traducidos al castellano)
1)
R. Lapper, “América Latina gira a la izquierda”, Financial Times,
29-7-02.
2)
R. Lapper, “La derecha de EE.UU. ve venir un nuevo ‘eje del mal’ en
América Latina”, Financial Times, 23-10-02
3)
Por desgracia, Lutte Ouvrière, la restante organización más importante
de extrema izquierda en Europa, sigue aferrada a una actitud sectaria cada
vez más autodestructiva.
4)
Describir este movimiento como “anticapitalista” es controversial, por
razones que a veces reflejan la genuina ambigüedad del movimiento. Esto
fue bien planteado por Pierre Rousset, de la LCR, cuando dijo en la
Conferencia de Solidaridad Internacional de Asia-Pacífico (Sydney, Pascua
de 2002) que el movimiento es anticapitalista en el sentido de rechazar el
sistema, pero no en el sentido de tener la perspectiva de una alternativa
revolucionaria coherente. La etiqueta de “movimiento anticapitalista”
tiene la doble ventaja de enfatizar su carácter antisistémico y de
evitar discusiones inútiles sobre si está a favor o en contra de la
globalización, pero no debiera entenderse como un movimiento compuesto
por marxistas revolucionarios, como quedará claro más abajo.
5)
Los argumentos planteados aquí de manera concisa están mucho más
desarrollados en Alex Callinicos, “Reagrupamiento, realineamiento y la
izquierda revolucionaria”, Boletín de discusión de la IST Nº 1, julio
2002. Ese boletín contiene una serie de materiales sobre el
reagrupamiento de la extrema izquierda y puede conseguirse en www.istendency.org.
Otros textos del SWP aquí citados pueden conseguirse allí o en
www.swp.org.uk.
6)
Para un análisis más exhaustivo del movimiento anticapitalista, véase
Alex Callinicos, Manifiesto Anticapitalista (en preparación,
Cambridge, 2003).
7)
Véase John Rees, “Imperialismo: globalización, estado y guerra”, International
Socialism 93 (2001), y Alex Callinicos, “La estrategia del imperio
norteamericano”, International Socialism 97 [reproducido en SoB Nº
14].
8)
Murray Smith, “¿Adónde va el SWP?”, Frontline 8 (2002), edición
online, www.redflag.org.uk.
Scottish Militant Labour es el nombre que tomaron los miembros escoceses
de la Tendencia Militant después de su ruptura con el Partido Laborista a
principios de los 90 (fuera de Escocia, en Inglaterra y Gales, se denominó
Socialist Party). Hubo una división posterior entre la ISM y los miembros
escoceses de la corriente internacional dominada por el SP, el Comité por
una Internacional de los Trabajadores (sigla inglesa CWI), que formaron
una tendencia separada dentro del SSP.
9)
J. Wolfreys, “La lucha de clases en Francia”, International
Socialism 84 (1999).
10)
Eric. J. Hobsbawm, Tiempos interesantes (Londres, 2002), cap. 12
(citas de pp. 205 y 210).
11)
Para una descripción de la Nueva Izquierda en el Reino Unido y EE.UU.
después de 1956, véase respectivamente D. Widgery, La izquierda en el
Reino Unido 1956-68 (Harmondsworth, 1976) y M. Isserman, Si yo
tuviera un martillo... (Nueva York, 1987).
12)
Véase, sobre el ascenso de 1967-76, Chris Harman, The Fire Last Time
(Londres, 1988). Daniel Bensaïd, de la LCR, escribió una importante
evaluación crítica de la experiencia de construcción de la CI, sobre
todo en Francia, en Los trotskismos (París, 2002).
13)
Para un estudio temprano de este proceso en curso en el Reino Unido, véase
B. Hindess, El declive de la política de la clase trabajadora
(Londres, 1971).
14)
Véase T. Cliff y D. Gluckstein, Marxismo y lucha sindical
(Londres, 1986), parte 1, e Historia marxista del Partido Laborista
(Londres, 1988).
15)
Alex Callinicos, “Unidad en la diversidad”, Socialist Review, abril
2002.
16)
Véase la crítica del marxismo autonomista en Alex Callinicos, “Toni
Negri en perspectiva”, International Socialism 92 (2001) y Manifiesto
Anticapitalista, cit., pp. 80-83 y 93-102, y A. Nimtz, “Lucha de
clases bajo el ‘Imperio’: en defensa de Marx y Engels”, International
Socialism 96 (2002).
17)
Véase Chris Harman, “Partido y Clase” (1968) [reproducido en SoB Nº
8], reimpreso en T. Cliff et al., Partido y Clase (Londres, 1997).
18)
Véase, además del texto de Smith ya citado, su artículo “La LCR y la
cuestión de un partido de los trabajadores”, Boletín de discusión de
la IST Nº 1, julio 2002.
19)
Murray Smith, op. cit.
20)
Véase la respuesta de Mike González a Smith, “La Socialist Worker
Platform y el SSP”, que está por aparecer en Frontline.
21)
El punto de vista del SWP sobre la Socialist Alliance está bien
desarrollado por John Rees en “Anticapitalismo, reformismo y
socialismo”, International Socialism 90 (2001).
22)
Tendría que quedar claro desde el principio lo equivocados que están
Smith y otros dirigentes del ISM en comparar la postura del SWP con la de
la dirección del CWI, la cual, como dice Smith, “se asustó de las
consecuencias de abrir la organización de esta manera y se recluyó en su
bunker” (“¿Adónde va el SWP?”). El SP inglés, el núcleo del CWI,
tras oponerse a la formación del SSP, se fue de la Socialist Alliance en
diciembre de 2001 luego de perder una votación en una conferencia. En
contraste, el SWP ha demostrado su compromiso con la Socialist Alliance
como parte de su búsqueda de un proceso más amplio de reagrupamiento
revolucionario cuyo objetivo sea ganarle amplios sectores de la clase
obrera al reformismo. Etiquetar como sectarios abiertos o encubiertos a
los que rechazan el modelo del SSP es una forma de ultimatismo.
23)
Daniel Bensaïd, Marx for Our Times (Londres, 2002), p. 2.
24)
Véase, para una discusión reciente de estos temas, John Rees, “La
revolución democrática y la revolución socialista”, International
Socialism 83 (1999).
25) Alex
Callinicos, El movimiento anticapitalista y la izquierda revolucionaria
(Londres, 2001).
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