Una
polémica de importancia trascendental
La
nueva cuestión agraria
La
rebelión de los patrones rurales y la izquierda argentina
Por
José Luis Rojo[1]
Índice:
I.
Introducción
II.
Campos burgueses en pugna
III.
Los nuevos actores sociales en el campo argentino
IV.
“Marxistas” con el campo... enemigo
V.
El retorno del socialismo liberal
VI.
Un programa socialista para el campo argentino
VI.
Un programa socialista para el campo argentino
“El
monopolio de la propiedad de la tierra es una premisa histórica,
y sigue siendo el fundamento permanente del modo capitalista
de producción” (Karl Marx, El
capital, Tomo III).
Todo
programa revolucionario para el campo argentino tiene que
partir del problema de la propiedad de la tierra. Por
otro lado, hay que delimitar cuestiones teóricas, históricas
y qué relaciones sociales y fuerzas productivas alentar
luego de la expropiación de los grandes propietarios y
capitalistas agrarios.
Básicamente,
se trata de saber si la tarea planteada es la de crear (o
fortalecer) una clase de pequeños y medianos propietarios,
como defienden las corrientes de la “izquierda” pro
ruralistas, o apuntar a formas socializadas de producción.
Cabe aclarar que este planteo se refiere a la zona núcleo
pampeana, es decir, el centro de la producción agrícola
argentina (tanto en volumen como en divisas generadas), no
para el resto del país, caracterizado por una enorme
diversidad de situaciones y cuyo complejo panorama requeriría
un capítulo programático específico que aquí no
desarrollaremos.
La
propiedad privada de la tierra como fundamento del
capitalismo
El
primer aspecto a abordar,
entonces, desde un punto de vista marxista, es el de la
propiedad de la tierra. Esto es, la expropiación de los
terratenientes y la burguesía agraria, problemática que
las corrientes de la izquierda ruralista no pueden
plantearse de manera consecuente, al haberse puesto al
servicio de la Sociedad Rural (so pretexto de apoyar a
quienes fueron aliados incondicionales de ésta, los
supuestos “pequeños y medianos propietarios”).
Bajo
el modo de producción capitalista, la propiedad
privada de la tierra está “naturalizada” como hecho
social, en tanto la tierra es un medio de producción
“natural”. Y uno de los supuestos de este modo de
producción es la separación del verdadero productor –es
decir, el trabajador asalariado urbano o rural– de las
condiciones de la producción, sean éstas máquinas o la
tierra. Como resume Marx, “la propiedad de la tierra
presupone el monopolio de ciertas personas sobre
determinadas porciones del planeta, sobre las cuales pueden
disponer como esferas exclusivas de su arbitrio privado, con
exclusión de todos los demás”.[1]
Se
presenta aquí una contradicción, característica y
fundamento mismo del sistema. La tierra en sí misma, la
“tierra–materia”, salvo las mejoras que se le hagan
(la “tierra–capital”), no está mediatizada por el
trabajo humano. “Hay ramas de producción en las que
ciertos medios de producción naturales, por ejemplo, las
tierras de labor, los yacimientos de carbón, las minas de
hierro, los saltos de agua, etc., son indispensables para
que el proceso de producción pueda efectuarse, y sin los
cuales no pueden producirse las mercancías correspondientes
(...). [Este] medio de producción (...) no es trabajo
materializado sino un don natural. ¿Acaso [se] podría
fabricar tierra, agua, minas o yacimientos de carbón? ¡Claro
que no! Por tanto, la propiedad privada sobre los elementos
naturales, tales como la tierra, las aguas, las minas, etc.,
la propiedad de esos medios de producción, de estas
condiciones naturales de la producción, no es una fuente
de la que fluya valor, ya que el valor no es otra cosa
que tiempo de trabajo materializado. Esta propiedad es, sin
embargo, una fuente de ingresos. Es un título,
un medio que permite al propietario de los medios de
producción (...) apropiarse la parte del trabajo no
retribuido arrebatado a los obreros por los capitalistas
(...). Claro está que si la tierra se hallase como un bien
elemental a la libre disposición de cualquiera, faltaría
uno de los elementos fundamentales para la formación del
capital. Este medio de producción esencialísimo que
es, además, aparte del hombre mismo y su trabajo, el único
medio de producción original, no podría enajenarse ni
apropiarse, ni, por tanto, enfrentarse con el obrero como
propiedad de otro y convertirle en obrero asalariado”.[2]
Hay
tierras buenas y malas, fértiles e infértiles. Pero en
tanto “tierra–materia”, esto nada tiene que ver con el
trabajo humano. La Pampa húmeda es un subproducto de la
evolución natural. La nación argentina “heredó” esta
fertilidad natural por estar asentada donde lo está.
Argentina tuvo la suerte (o la desgracia, según la clásica
apreciación de Milcíades Peña) de que su territorio es de
una fertilidad privilegiada según los estándares
internacionales. ¿Con qué derecho, entonces, un
determinado grupo de personas, puede monopolizar porciones
de él?
Pero
la propiedad privada de la tierra es una relación económico–social
por excelencia del capitalismo, que se funda, precisamente,
en la separación del trabajador de las condiciones de
producción, sean “naturales” o “artificiales”. Lo
que nos remite a la cuestión de los recursos naturales en
general.
En
efecto, los gobiernos “progresistas” latinoamericanos,
al llegar al poder luego del incendio de comienzos del
siglo, sabían que para poder subsistir como proyecto político
debían poner en marcha una nueva redistribución de renta
entre el Estado y los capitalistas privados. Es el caso de
Hugo Chávez, de Evo Morales y también pretendía serlo de
Cristina K con la elevación de las retenciones agrarias.
Ocurre
que con las privatizaciones de los 90 se había entregado,
aparte de la ganancia normal (que sigue incólume en manos
de los capitalistas), prácticamente toda la renta del
Estado en tanto propietario de los recursos naturales. Estos
gobiernos lo que plantean es que una parte de la
renta vuelva al Estado. No es mala oferta: los
capitalistas se llevan la ganancia y, digamos, la mitad de
la renta; los “progres” se conforman con la otra mitad
de la renta para poder gobernar y administrar algo digno de
ser llamado Estado capitalista con cierto margen de acción.
En el fondo, éste es todo el secreto de las
“nacionalizaciones” de un Evo o un Chávez: embolsar una
parte de la renta producida por los recursos naturales de la
nación.[3]
En
la Argentina también cabe este debate sobre la renta, más
allá que nuestro programa socialista revolucionario se
asienta en la expropiación de los propietarios de la
tierra y demás recursos naturales. La pampa húmeda fue
siempre una “ventaja comparativa” de la Argentina en el
mercado mundial. Y, como venimos señalando, todo país
exportador de materias primas que explotan trabajo humano y
expolian la naturaleza genera renta por eso. ¡Sólo
“cipayos” neoliberales pudieron entregar la parte del león
de esa renta a las multinacionales!
Lucha
de clases en el campo
Olvidando
o falsificando elementales criterios marxistas, el MST
argumentó que su apoyo al reaccionario paro agrario se habría
basado “en la letra misma del Programa de Transición de
León Trotsky”. Pero el genérico planteo de apoyo a los
“pequeños propietarios agrícolas” que allí figura
parte de dos premisas. Primera y principal, que el planteo
se realiza desde la clase trabajadora, y obviamente
siempre que no se encuentren en alianza con los grandes
terratenientes y productores capitalistas (en todo caso,
apunta a destruir toda posibilidad de tal alianza).
La segunda, que se trate realmente de “pequeños
propietarios” explotados por los grandes, no unidos
a ellos para defender su renta.
En
el campo, como en el resto de la sociedad, hay y no puede
dejar de haber clases sociales en lucha con intereses antagónicos.
Existen propietarios terratenientes, productores
capitalistas grandes y pequeños, capitales financieros
volcados a la producción (pools de siembra), empresas
multinacionales de acopio, comercialización y venta de
insumos, empresas de medios de producción, etc. También
medianos y pequeños productores, así como más de un millón
de trabajadores asalariados rurales.
El
Programa de Transición no hace más que recoger la tradición
de todo programa socialista revolucionario para el campo que
se precie de tal: dividir, no unir, las capas sociales
agrarias distintas y antagónicas. Si al MST en verdad le
importara la “letra” de ese clásico texto, habría
encontrado que “en el campo, los compañeros de armas y
equivalente del obrero industrial es el obrero agrícola.
Son dos partes de una solo y misma clase. Sus intereses son
indisociables (...). Los campesinos [que son propietarios de
tierras y trabajan con sus propias manos] representan otra
clase: son la pequeño burguesía de la aldea. La pequeño
burguesía se compone de distintas capas, desde los
elementos semiproletarios hasta los explotadores. De acuerdo
con esto, la tarea política del proletariado es llevar
la lucha de clases al campo. Solo así será capaz de trazar
una línea divisoria entre sus aliados y sus enemigos”.[4]
Es
decir, exactamente lo contrario de apoyar y hacer seguidismo
a una organización que, como la FAA, se unió a la Sociedad
Rural y a lo más granado de la oposición patronal detrás
de un programa enteramente burgués y liberal, la libertad
irrestricta de comercio. La única posición posible desde
los intereses de la clase obrera era llamar a la FAA o a las
verdaderas expresiones de los productores agrarios no
capitalistas a romper esta unidad y aliarse a los
trabajadores del campo y la ciudad. No hay otra
estrategia política de clase y revolucionaria posible para
el campo.
Ni
siquiera cabe la coartada de apoyar “sectores
populares”, ya que “Lenin y Marx definen el pueblo como
la alianza de obreros y sectores empobrecidos de la pequeño
burguesía. No fue el pueblo el que se movilizó, como
afirma el PCR. Los 1.300.000 obreros rurales no
participaron de la protesta: la mayoría de ellos continuó
trabajando tranqueras adentro (el “paro” era sólo
comercial) mientras sus patrones mateaban en la ruta.
Tampoco hubo campesinado, sino capitalistas y rentistas más
o menos grandes o pequeños, pero ninguno que sobreviva de
otra cosa que del trabajo ajeno”.[5]
Viejos
y nuevos terratenientes
El
programa agrario socialista revolucionario se apoya en un
eje fundamental: las grandes extensiones de tierra deben ser
expropiadas. Esta “máquina natural”, fuente de la
productividad agraria, no puede ser privada porque, entre
otras cosas, el hombre no hizo nada para que sea como es.[6]
Como
se ha señalado desde una izquierda no”campestre”,
“ningún revolucionario serio puede llamar a otra cosa que
a la expropiación de la única riqueza real que tiene la
Argentina, a saber, la pampa. Todo lo demás, sencillamente,
no tiene importancia. Renunciar a la revolución agraria, es
decir, a la nacionalización y expropiación de toda la
tierra y a su explotación por un Estado obrero, equivale a
dejar en manos de la burguesía la principal riqueza
nacional (…) Regalar la principal fuente de riqueza de tal
manera, equivaldría a pedirles a los obreros venezolanos
que renuncien al petróleo, a los bolivianos al gas o a los
chilenos al cobre”.[7]
Este
reclamo tiene un origen que señalaremos muy sucintamente.
La propiedad de la tierra como fuente de riqueza tuvo un
lugar central en la Argentina prácticamente desde la
independencia misma. La famosa Ley de Enfiteusis de
Bernardino Rivadavia (mayo de 1826), que hipotecó las
tierras públicas como garantía a los prestamistas
extranjeros, dio en usufructo grandes extensiones, que luego
Juan Manuel de Rosas generosamente entregó a familias
patricias en propiedad privada.[8]
Entrado
el siglo XIX, tras la “Campaña del Desierto” (campaña
militar de expansión de la frontera concluida en 1879), el
presidente Julio A. Roca repartió esas tierras conquistadas
al indio entre sus oficiales, fortaleciendo y renovando el
plantel de la oligarquía “nacional”. Así se llegó al
siglo XX, en que “el ‘granero del orbe’ no pertenecía
ni por asomo al conjunto de la población. El censo de 1914
mostraba que la propiedad de la tierra era de muy pocos: el
5% de los propietarios disponía del 55% de las
explotaciones”.[9]
Cien
años después, el panorama no parece haber mejorado mucho.
Según el último censo agropecuario de 2002, la superficie
agropecuaria ronda los 175 millones de hectáreas,
explotadas por 330.000 explotaciones agrícolas[10],
una cantidad sensiblemente menor que las 420.000 del censo
de 1988 o las 600.000 de veinte años antes.
Aún
más aleccionador es desagregar esa cifra por tamaño: 936
explotaciones de más de 20.000 hectáreas suman más de 35
millones de hectáreas, presumiblemente de las más fértiles
del país. Y si se consideran losa los propietarios de entre
5.000 y 20.000 hectáreas, se llega a que 6.160
“productores” poseen 87 millones de hectáreas. ¡Prácticamente
la mitad de las tierras explotables de todo el país, es
decir, una concentración brutal en materia de propiedad de
la tierra! En el otro polo, existen 170.000 explotaciones
agropecuarias de entre 5 y 100 hectáreas que sólo suman
unos 5 millones de hectáreas. Es decir, más de la mitad de
las unidades productivas sólo reúnen el 3% de las tierras.
Entre ambos extremos hay unas 75.000 explotaciones de entre
100 y 500 hectáreas, que suman unos 18 millones de hectáreas,
y las explotaciones “medianas” de entre 500 y 5000 hectáreas,
son unas 44.000, y totalizan cerca de 67 millones de hectáreas.
En
cuanto a la situación de la zona núcleo, entre 1988 y 2002
la región pampeana es la que registra la mayor caída
(–29%) en la cantidad de “productores”, y el mayor
crecimiento en materia de concentración de la tierra: 5.127
explotaciones abarcan 30 millones de hectáreas en la zona más
rica del país.
Y
en la provincia de Buenos Aires, “cinco grupos económicos
y 35 grupos agropecuarios lograron ampliar sus dominios en
el campo en los 90. Los primeros son Bunge y Born, Loma
Negra, Bemberg, Werthein y la familia Blaquier). En total
poseen 396.765 hectáreas en la provincia de Buenos Aires,
lo que arroja un promedio de 79.353 hectáreas cada uno. Por
su parte, los grupos agropecuarios están constituidos
mayormente por familias de la aristocracia, que dieron
origen a la Sociedad Rural. Son 35, que reúnen un
total de 1.564.091 hectáreas, a razón de 44.688 hectáreas
cada una. Figuran familias como Gómez Álzaga, Anchorena,
Balcarce, Larreta, Avellaneda, Duhau, Pereyra Iraola,
Ballester, Zuberbuhler, Vernet Basualdo, Pueyrredón,
Bullrich, Udaondo, Ayerza, Colombo, Magliario y Lanz, etc.
En total xisten en la provincia de Buenos Aires 1.294
propietarios con más de 2.500 hectáreas; 800 entre 2.500 y
5.000; 242, entre 5.000 y 7.500; 92, entre 7.500 y 10.000;
108, entre 10.000 y 20.000, y 534 de 20.000 en adelante. En
conjunto son dueños de 8,8 millones de hectáreas, algo más
del 32% del total de la provincia”.[11]
Ante
semejante concentración de la propiedad (y la producción)
agraria, no puede caber duda de que la primera tarea
revolucionaria en el campo argentino pasa por la expropiación
de los grandes propietarios y capitalistas del campo.
¿Reforma
agraria o socialización?
A
partir de esta definición de base, se trata de saber si en
la zona núcleo la expropiación debe ser llevada adelante
para impulsar una reforma agraria o para pasar directamente
a formas socializadas de propiedad y producción. Como es
sabido, la reforma agraria es la clásica tarea de la revolución
burguesa en el campo, hoy defendida por las corrientes
de la “izquierda” pro campo, que implicaría el reparto
la tierra en beneficio de pequeños productores privados.
Esto es lo que propone Eduardo Buzzi de la FAA: “La
agricultura argentina avanza hacia un escenario donde 3.000
grandes empresas van a terminar produciendo 100.000
toneladas. Nosotros decimos que hacen falta 150.000
productores haciendo esas 100.000 toneladas”.[12]
Adelantamos nuestra posición: se trata de una propuesta utópica,
totalmente improductiva y, en el fondo, reaccionaria.
De
más está decir que ni remotamente los socios políticos de
Buzzi, la SRA y la CRA, compartirían semejante reclamo. Y
mucho menos Buzzi estaría dispuesto a sostener seriamente
ese proyecto, ya que siempre privilegió precisamente la
alianza con los grandes productores. No se trata más que de
una reivindicación pour la gallerie, lo que el MST
sin duda sabe pero prefiere ocultar por razones de puro
oportunismo.
Lo
malo es que el MST se embandera sin reservas con ese
programa tan ajeno como demagógico: “No hay salida de
fondo para el campo ni democratización de la tierra o la
renta agropecuaria, si no se expropian a los grandes
capitales agrupados en los pools de siembra, si no se
reparte la tierra de los grandes terratenientes entre los
pequeños productores y los obreros agrícolas. O sea,
si no se hace una reforma agraria integral. Una reforma de
este tipo tendría que liquidar la propiedad
terrateniente creando múltiples explotaciones, que
algunos productores señalan deben oscilar entre las 150 y
200 hectáreas (...). Este impulso a la pequeña propiedad
de la tierra, al redistribuirla entre miles y miles de pequeños
productores y trabajadores agrícolas, sería un golpe
tremendo para los capitalistas que engrosan sus bolsillos
con el hambre de nuestro pueblo. Liquidaría la actual
tendencia al monopolio, evitando la liquidación del pequeño
productor”.[13]
En
verdad, concurrir a los actos organizados y dirigidos de
cabo a rabo por la SRA para defender la “expropiación”
no suena muy coherente. Pero más allá de eso, este
programa resulta, al menos para la zona núcleo pampeana,
abiertamente reformista y pequeño burgués, y por tanto,
reaccionario; no obrero y socialista. Dadas las características
específicas de la Pampa húmeda, lo que está planteado es
alentar la estatización de las grandes propiedades y
empresas capitalistas y su puesta en producción bajo
formas sociales y económicas de gran propiedad
socializada, no de pequeña propiedad individual.
La
realidad es que en esa zona la organización de la producción
ya se encuentra bajo condiciones de un altísimo nivel de
“socialización”. Es ampliamente reconocido que la
causa central del actual predominio de grandes propietarios
y/o arrendatarios capitalistas de más de 20.000 hectáreas
se debe a la posibilidad de aprovechar las economías de
escala. La reducción del costo por hectárea es mayor a
medida que aumenta la superficie trabajada. Se está en
presencia de una enorme tecnificación, una relativamente
baja cantidad de trabajadores por superficie explotada (sólo
5 trabajadores cada 1.000 hectáreas en promedio, al menos
en el caso de la soja), parte de ellos muy calificados, y la
virtual inexistencia de campesinos sin tierras. Pasar de
este esquema a una dispersión de unidades agrícolas de
hasta 200 hectáreas es lisa y llanamente un retroceso.
Por
otra parte, una parte sustancial de los pequeños y medianos
propietarios son rentistas o productores agrarios
capitalistas de pleno derecho, con lo que asumir como
propio el programa de la Federación Agraria genera una
absoluta distorsión de cualquier intento de revolucionar
las relaciones sociales en el sector. Según un estudio,
“en los últimos quince años el proceso de transformación
en la forma de organización y de desarrollo técnico–productivo
del campo ha provocado una acelerada concentración de la
producción (...). Se produjo una revolución tecnológica
(...) basada en la siembra directa y las semillas transgénicas
(...). Este cambio tecnológico demanda mucho menos
trabajo manual y mucho más capital. Se necesitan
millonarias inversiones en maquinas para siembra directa que
son distintas a las tradicionales. Por eso mismo surgieron
contratistas –la mayoría son además medianos y grandes
‘productores’– que van por los predios con sus
maquinarias a realizar el trabajo, que en la agricultura
tradicional podían llevar de uno a dos meses, según la
extensión, y hoy se realiza en uno o dos días (...). En
ese contexto aparecen los fondos de siembra –pools– que
tienen el capital suficiente para comprar y aplicar ese
nuevo paquete tecnológico en economías de escala. Pero son
los tradicionales grandes propietarios de tierras (...) los
que han avanzado en concentrar cada vez más la producción
en sus manos. Y esto fue así porque a los chacareros que no
pudieron acceder a este nuevo paradigma productivo–tecnológico
les resulta mucho más rentable alquilar la tierra que
trabajarla”.[14]
En
este marco, “lo que se ha verificado es una enorme
concentración de la producción sobre tierras arrendadas,
lo que ha provocado una profunda alteración de la
estructura económica y social del campo. La propiedad
de la tierra sigue tanto o más concentrada que antes.
Eduardo Basualdo destaca que en la zona pampeana el 86,4%
de la producción agrícola sigue en las mismas manos que
hace un siglo. Este complejo panorama permite acercarse
a la comprensión de la actuación de la Federación Agraria
en el conflicto, que ha desorientado a quienes todavía
consideran que sigue siendo una entidad que defiende a los
pequeños productores arrendatarios. Giberti ilustra que ‘el
clásico chacarero arrendatario, la imagen tradicional
del socio de la FAA, prácticamente desapareció porque
muchos se transformaron en propietarios’. Muchos
pasaron a ser arrendadores de los pools o de los
grandes propietarios, lo que explica la indiferencia que
manifestaron al proyecto de Ley de Arrendamiento, y que sólo
se preocupen por la defensa de la renta sojera, que es la
que les brinda el alquiler de sus tierras. Por eso Giberti
señala que ‘ese cambio de estructura social hace que el
chacarero típico de hoy tenga enfoques muy distintos
del de antaño. Es un pequeño propietario’ (...)
La FAA se ha convertido en una entidad que representa
fundamentalmente a pequeños propietarios que no trabajan
la tierra, sino que la alquilan para vivir de rentas”.[15]
Con
respecto a las otras dos entidades, la CRA y la SRA, se señala
que “la primera concentra un grupo de entidades
regionales, representando a propietarios con extensiones de
tierra de un promedio de 1.000 hectáreas, que para
la región pampeana significa un patrimonio de 8 a 10
millones de dólares (...). En tanto, la Sociedad Rural
sigue representando a grandes propietarios, pero con otra
estructura de negocios: también han incorporado la
agricultura, cuando antes eran casi exclusivamente
ganaderos”[16].
En
estas condiciones reales, no en las fantasías de la
izquierda pro campo, un programa centrado en la reforma
agraria clásica queda entonces kilómetros por detrás
del desarrollo ya existente de las fuerzas productivas. Y,
sobre todo, no tendría un sentido anticapitalista.
Por
el contrario, entendemos que lo que está planteado es pasar
a la expropiación de las grandes extensiones y su puesta en
producción bajo formas de trabajo socializadas: “Lo que
no se puede es prometer la ‘distribución’ a los
chacareros de la tierra expropiada (...). Menos con la
pretensión de ‘repoblar’ la pampa, como si la
urbanización pronunciada de la Argentina fuera el resultado
del atraso agrario y no, en realidad, de una productividad
única en el mundo. Semejante medida sería un desastre que
nos llevaría a la destrucción de las fuerzas
productivas alcanzadas por nuestro país en su
desarrollo histórico”.[17]
Expropiación,
pequeña propiedad y cooperación
Este
programa no implica, claro está, la expropiación de todos
los propietarios. En el caso de propietarios y/o productores
familiares que no empleen mano de obra asalariada y que por
la extensión de sus parcelas y los volúmenes de producción
no configuren empresas capitalistas propiamente dichas y
prefieran seguir trabajando la tierra de manera
independiente, lo razonable es respetar esa decisión.
Pero
estas características se dan justamente en la zona
extra–pampeana, con un perfil muy distinto al de la zona núcleo:
gran cantidad de minifundios y un auténtico campesinado sin
tierras desplazado por la expansión de la frontera de la
soja. Se trata de extensiones de una, cinco o diez hectáreas
en provincias como Santiago del Estero, Formosa, Salta,
Chaco, etc.
En
estos casos sí cabe aplicar un programa más tradicional de
reforma agraria, entregando tierras a los sin tierra o
devolviendo los predios a las poblaciones originarias que así
lo reclamen, alentándolas, llegado el caso, a poner en pie
formas de producción cooperativas. Lo que está en juego
aquí son los derechos históricos de las
comunidades, con formas de propiedad comunal que remiten a
algo muy distinto que a la propiedad privada capitalista o a
la apropiación violenta de porciones del planeta, que es la
base material de la renta capitalista de la tierra.
Este
tipo de explotaciones están más ligadas al autoconsumo de
un verdadero campesinado, que no dedica el
centro de su actividad a producir mercancías e incorporar
valor. En ese sentido, es una figura “precapitalista”, o
de producción mercantil simple (Mercancía–Dinero–Mercancía).
Esto es, no genera plusvalor y su ciclo productivo no se
hace en función de la ganancia, sino de satisfacer
necesidades por la vía de la venta de parte de la producción
para comprar otras mercancías. Es decir, el objetivo
central no es la acumulación de capital sino el consumo.
Esto
es distinto, o más bien antagónico, con los productores
capitalistas agrarios que llevan adelante la producción
al solo efecto de obtener ganancia, de generar plusvalor. Es
absolutamente tramposo que los medios de comunicación (y
cierta “izquierda”) los caracterice como
“campesinos”.
En
todo caso: “Se puede conceder que por razones políticas
(la necesidad de fracturar el frente único burgués en el
campo), se establezca un tratamiento diferente para las
fracciones más pobres de la pequeño burguesía rural, la
que no explota fuerza de trabajo. Pero esta concesión
debe limitarse a garantizar su supervivencia, no a estimular
su acumulación”.[18]
Lecciones
revolucionarias del siglo XX
Lo
que está planteado es poner en pie un plan nacional
integral agrícola–ganadero que dé una respuesta
anticapitalista y socialista de conjunto, integrando
variables según la zona, como los diversos tipos de
propiedad (socializada, cooperativa e individual), las
mejores vías para el desarrollo de las fuerzas productivas
y la existencia real o no de pequeños productores y/o
campesinos sin tierra.
Esta
combinación de factores, en las revoluciones
anticapitalistas del siglo XX en general y en la Rusia
revolucionaria socialista en particular, demostró ser mucho
más rica que el esquema simplista de los que defienden la
reforma agraria por todo programa para el campo argentino.
Por
ejemplo, para el MST, “hablar, como hacen algunas
corrientes de la izquierda, sólo de la nacionalización de
la gran propiedad agraria, que equivale a estatizar el
latifundio, sin mencionar a la reforma agraria, que es el
reparto de la tierra en pequeños propietarios, es ir
contra la experiencia de las grandes revoluciones del siglo
pasado, donde los pequeños productores se
convirtieron en un aliado imprescindible de los trabajadores
contra la gran propiedad capitalista, y es abandonarlos
en los brazos de la Sociedad Rural, la oligarquía de los
grandes pools y monopolios del campo”.[19]
Evidentemente,
el MST, puesto a sacar lecciones históricas, desbarra tanto
o más que cuando pretende “teorizar”. Porque, por un
lado, no se trataba de “productores” en general, sino de
un campesinado hecho y derecho que, más allá de sus
diferentes tradiciones, como fue en el caso de Rusia y China
–en el primer caso, con prácticas de comuna rural; en el
segundo, de comunidad de mercado[20]–
es imposible de comparar con los burgueses pequeños y
medianos que estuvieron en las rutas durante el lock out
agrario.
En
segundo lugar, no tiene nada que ver el actual desarrollo de
las fuerzas productivas en la zona núcleo del campo
argentino –de primer nivel en el mercado mundial–
con la situación agraria de Rusia y China del siglo pasado,
signada por la improductividad y el atraso. No hay
forma de validar la analogía.
Tercero:
la “experiencia histórica” revolucionaria real,
queda, particularmente en el caso ruso, reducida a la nada
por el MST. Es sabido que Lenin probó con múltiples políticas,
tácticas e instrumentos respecto del agro ruso. Primero el
poder bolchevique se vio obligado a avanzar manu militari,
en el marco de la guerra civil. Después se reintrodujo el
dinero y mecanismos de mercado con la NEP, cuando se
desbarrancaba la producción y en las ciudades había un
hambre creciente.
Lenin
no se quedó allí: el MST parece desconocer que, en uno de
sus últimos escritos respecto de cómo para impulsar pasos
transitorios hacia formas socializadas de propiedad y
producción agrícola, insistió en que desde el Estado
obrero se debían impulsar formas cooperativas de producción
en el campo.
Al
mismo tiempo, no puede desconocerse que luego de la muerte
de Lenin hubo una orientación peligrosamente oportunista:
el “campesinos, enriqueceos” y la “industrialización
a paso de tortuga” fueron las palabras de orden de Stalin
y Bujarin ya en pleno proceso de burocratización de la
revolución. Frente a lo cual polemizaron Trotsky,
Preobrajensky (en ese momento) y el resto de la Oposición
de Izquierda.
Si
cabe aquí una analogía entre la experiencia rusa y el lock
out agrario en la Argentina, es que éste último expresa un
reflejo socio–político similar al de los kulaks en
el debate de los años 20, en un sentido limitado
pero muy preciso: ambos exigían, frente a la pretensión
del Estado de apropiarse parte de la renta agraria, un vínculo
directo con el mercado mundial.
En
efecto, la exigencia del kulak de permitir el libre comercio
no era otra cosa que el reclamo de relacionarse directamente
con la Europa capitalista. Algo que hubiera socavado
decisivamente la dictadura del proletariado. El ala
izquierda bolchevique, encarnada por la Oposición de
Izquierda, planteaba en cambio que una parte de la renta,
del plusvalor agrario, fuera transferido del campo a la
ciudad. ¿Cómo? Vendiéndole a los productores agrarios,
obligatoriamente, máquinas “caras”, es decir, de un
valor mayor (y menor productividad), fabricadas por una
clase obrera todavía muy atrasada. Es decir, el poder
proletario debía obligar al “campo” más
productivo y competitivo a transferir valor y renta a las
ciudades. En este sentido, La nueva economía, de
Preobrajensky, no se equivocaba al hablar de “explotación”
de los productores agrarios. Era la derecha de Bujarin la
que defendía la acumulación en el campo a cargo de los
“productores” capitalistas. Este curso del stalinismo en
ascenso llevó a una dramática crisis y a un brutal lock
out agrario en 1927. La respuesta fue un bandazo: la
orientación ultraizquierdista y represiva de impulso a la
“colectivización” forzosa del campo, sin democracia
obrera ni verdadera socialización de la producción, que
liquidó las fuerzas productivas del campo ruso por varias décadas.
Las
circunstancias específicas y la complejidad del caso obliga
a ser cuidadoso con las analogías históricas, precaución
que el MST no se molesta en tomar cuando acusa alegremente
de “stalinismo” a los que no apoyamos un lock out
agrario patronal de programa liberal. Pero esperar del MST
respeto por los hechos históricos, sutileza conceptual o,
aunque más no fuera, honestidad intelectual en la polémica
es pedirle peras al olmo.
En
suma, queremos concluir reafirmando que el eje de un
programa agrario socialista revolucionario para nuestro país
pasa por la expropiación de la gran propiedad, pero no para
crear una clase de pequeños burgueses del campo sino para
ir hacia la socialización de la producción. Y esta
medida debe ir acompañada de la estatización bajo control
de los trabajadores de las grandes unidades de producción
capitalistas, pools de siembra, grandes contratistas,
proveedores de insumos, acopiadores, exportadores,
agro–industrias e industrias de maquinaria agrícola,
poniendo la producción agraria bajo los principios de la
planificación socialista de la economía.
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I »»»
[1]
Karl Marx, El capital, Tomo III, volumen 8, México,
Siglo XXI, 1981, p. 793.
[2]
Karl Marx, Teorías de la plusvalía, pp.342–4;
Madrid, Comunicación, 1974, pp. 342ss.
[3]
Por otra parte, esta moderada pretensión se limita sólo
a algunos rubros esenciales. Por ejemplo, los Kirchner
buscan elevar la recaudación fiscal con la renta
originada en el agro, pero no tocan nada del
escandaloso esquema de saqueo en la explotación minera,
generado en los 90. Las compañías multinacionales que
rapiñan recursos no renovables devuelven al Estado en
concepto de regalías un ridículo 3%, con la
total complacencia de la clase política provincial, que
se vende a sí misma a precio de saldo.
[4]
Leon Trotsky, El programa de transición, Buenos
Aires, Crux, 1990, pp. 48–49.
[6]
Hay un evidente paralelo con otros recursos naturales
tales como el gas, el petróleo, la minería, la riqueza
ictícola y otros tantos que pagan renta bajo el
capitalismo.
[7]
Eduardo Sartelli, “El convidado de piedra”, El
Aromo 42.
[8]
Por la Enfiteusis, entre 1822 y 1830 se entrega a 538
propietarios un total de 8.656.000 hectáreas en la zona
más rica del país.
[9]
Mario Rapoport, Pagina 12, 13–07–08.
[10]
“Resultados definitivos del censo nacional
agropecuario 2002”. Secretaría de Agricultura,
Ganadería, Pesca y Alimentos.
[11]
David Cufré, Página 12, 13–07–08.
[13]
Alternativa Socialista 473, 16–4–08.
[14]
Alfredo Zaiat, Página 12, 12–7–08.
[19]
Alternativa Socialista nª 473, 16–04–08.
[20]
Ver Roberto Sáenz, “China 1949: una revolución
campesina anticapitalista”, Socialismo o Barbarie,
revista, Nº 19, diciembre de 2005.
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